¿Cambio de régimen en Occidente?

¿Qué tipo de reconstrucción, ahora inevitablemente radical, de la democracia liberal existente sería necesaria para acabar con las oligarquías que ha engendrado?

Por Perry Anderson

En los últimos años, el cambio de régimen se ha convertido en un término canónico. Significa el derrocamiento, típica pero no exclusivamente por los EEUU, de gobiernos de todo el mundo que no le gustan a Occidente, utilizando la fuerza militar, el bloqueo económico, la erosión ideológica o alguna combinación de estos para lograrlo.

Pero originalmente el término significaba algo muy diferente: una alteración generalizada en el propio Occidente: no la transformación repentina de un Estado-nación mediante la violencia externa, sino la instalación gradual de un nuevo orden internacional en tiempos de paz. Los pioneros de esta concepción fueron los teóricos estadounidenses que desarrollaron la idea de regímenes internacionales como resultado de acuerdos que aseguraran relaciones económicas de cooperación entre los principales estados industriales, que podían o no tomar la forma de tratados. Se creía que este último se había desarrollado a partir del liderazgo estadounidense después de la II Guerra Mundial, pero lo había trascendido con la formación de un marco consensual de transacciones mutuamente satisfactorias entre los países líderes. El manifiesto de esta idea fue Poder e interdependencia, una obra coescrita por dos pilares del establishment de la política exterior de la época, Joseph Nye y Robert Keohane, cuya primera edición -ha habido muchas- apareció en 1977.

Aunque presentado como un sistema de normas y expectativas que ayudaba a asegurar la continuidad entre las sucesivas administraciones de Washington al introducir «mayor disciplina» en la política exterior estadounidense, el estudio de Nye y Keohane no dejó dudas sobre sus beneficios para Washington. Los regímenes suelen favorecer a EEUU porque este país es la principal potencia comercial y política del mundo. Si muchos regímenes ya no existieran, EEUU seguramente querría inventarlos, como lo ha hecho. A principios de la década de 1980 se publicaron varios textos en este sentido: un simposio titulado Regímenes internacionales, editado por Stephen Krasner (1983); El propio tratado de Keohane, Después de la hegemonía (1984), y una miríada de artículos eruditos.

En la década siguiente, esta doctrina tranquilizadora sufrió una mutación, con la publicación del volumen Regime Changes: Macroeconomic Policy and Financial Regulation in Europe from the 1930s to the 1990s, editado por Douglas Forsyth y Ton Notermans, uno estadounidense, el otro holandés. El libro mantuvo, pero aclaró, la idea de un régimen internacional, precisando la variante que había prevalecido antes de la guerra, basada en el patrón oro; luego el orden forjado en Bretton Woods, que la sucedió en el período de posguerra; y finalmente esbozó el final de este último en la década de 1970. Lo que había reemplazado al mundo establecido en Bretton Woods era un conjunto de restricciones sistémicas que afectaban a todos los gobiernos, independientemente de su color, y que consistían en paquetes de políticas macroeconómicas y financieras que establecían los parámetros de posibles políticas laborales, industriales y sociales. Si el orden de posguerra había estado guiado por el objetivo de garantizar el pleno empleo, la prioridad del período posterior a Bretton Woods fue la estabilidad monetaria. El liberalismo económico clásico terminó con la Gran Depresión. El keynesianismo de posguerra había llegado a su fin con la estanflación de los años 1970. El nuevo régimen internacional marcó el reinado del neoliberalismo.

Éste era el significado original de la frase «cambio de régimen», hoy casi olvidado, borrado por la ola de intervencionismo militar que confiscó el término a principios de siglo. Una mirada a su uso revela su historia. El término, que había disminuido su uso desde su llegada en la década de 1970, aumentó repentinamente a fines de la década de 1990, multiplicándose por sesenta y convirtiéndose, como observó el historiador John Gillingham, en «el eufemismo actual para derrocar gobiernos extranjeros».

Sin embargo, la relevancia de su significado original permanece. El neoliberalismo no ha desaparecido. Sus características ahora son familiares: la desregulación de los mercados financieros y de materias primas; privatización de servicios e industrias; reducción de los impuestos corporativos y sobre el patrimonio; desgaste o marginación de los sindicatos. El objetivo de la transformación neoliberal, que comenzó en EEUU y Gran Bretaña bajo los gobiernos de Carter y Callaghan y alcanzó su máxima velocidad bajo los de Thatcher y Reagan, fue restaurar las tasas de ganancia del capital -que habían caído prácticamente en todas partes desde fines de los años 1960- y derrotar la combinación de estancamiento e inflación que se había instalado una vez que la rentabilidad había caído.

Durante un cuarto de siglo, los remedios del neoliberalismo parecieron funcionar. El crecimiento ha regresado, aunque a un ritmo marcadamente más lento que en el cuarto de siglo posterior a la II Guerra Mundial. La inflación fue la predominante. Las recesiones han sido breves y superficiales. Las tasas de beneficio se han recuperado. Los economistas y comentaristas celebraron el triunfo de lo que el futuro presidente de la Reserva Federal de EEUU, Ben Bernanke, llamó la Gran Moderación. Sin embargo, el éxito del neoliberalismo como sistema internacional no dependió de la reanudación de las inversiones a los niveles de posguerra en Occidente: esto habría requerido un aumento de la demanda económica que fue impedido por la represión salarial, un elemento central del sistema. El sistema se construyó, más bien, sobre una expansión masiva del crédito, es decir, sobre la creación de niveles sin precedentes de deuda privada, corporativa y, en última instancia, pública. En Comprar tiempo, su obra pionera de 2014, Wolfgang Streeck lo describe como un reclamo sobre recursos futuros que aún no se han producido; Marx lo llamó más directamente «capital ficticio». Finalmente, como predijo más de un crítico del sistema, la pirámide de deuda se derrumbó, provocando el colapso de 2008.

La crisis que siguió fue, como confesó Bernanke, «una amenaza para la vida» del capitalismo. En tamaño, fue totalmente comparable al crack de Wall Street de 1929. Durante el año siguiente, la producción y el comercio mundial cayeron más rápidamente que en los primeros doce meses de la Gran Depresión. Lo que siguió, sin embargo, no fue otra Gran Depresión, sino una Gran Recesión: una gran diferencia.

Un punto de partida para comprender la posición política en la que se encuentra Occidente hoy es mirar atrás a la secuencia de acontecimientos de la década de 1930. Cuando el Lunes Negro golpeó el mercado de valores estadounidense en octubre de 1929, los gobiernos conservadores estaban en el poder en EEUU, Francia y Suecia, mientras que los gobiernos socialdemócratas estaban en el poder en Gran Bretaña y Alemania. Sin embargo, todos fueron más o menos indiscriminadamente fieles a las ortodoxias económicas de la época: el compromiso con una moneda sólida -es decir, el patrón oro- y un presupuesto equilibrado, políticas que no hicieron más que profundizar y prolongar la Depresión. Sólo entre el otoño de 1932 y la primavera de 1933, un lapso de tres años o más, comenzaron a introducirse programas no convencionales para contrarrestar la situación, primero en Suecia, luego en Alemania y finalmente en EEUU. Esto correspondió a tres configuraciones políticas muy diferentes: la llegada al poder de la socialdemocracia en Suecia, del nazismo en Alemania y de un liberalismo actualizado en EEUU. Detrás de cada uno de ellos se encontraban heterodoxias preexistentes, listas para ser adoptadas por los gobernantes, como lo haría Per Albin Hansson en Suecia, Hitler en Alemania y Roosevelt en EEUU: la escuela de economía de Estocolmo, descendiente de Knut Wicksell a Ernst Wigforss, en Suecia; la valorización de las obras públicas de Hjalmar Schacht en Alemania y las inclinaciones normativas neoprogresistas de Raymond Moley, Rexford Tugwell y Adolf Berle -el «grupo de cerebros» original de la Reserva Federal- en EEUU.

Ninguno de estos sistemas estaba plenamente elaborado o era coherente. Schacht en Alemania y Keynes en Gran Bretaña habían estado en contacto entre sí desde la década de 1920, pero el keynesianismo propiamente dicho (la Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero no apareció hasta 1936) no fue una contribución directa a estos experimentos, aunque todos ellos preveían un fortalecimiento del papel del Estado. Tales eran los instrumentos técnicos dispersos de la época.

Tres años de desempleo masivo habían generado poderosas fuerzas ideológicas en todos los países: un reformismo socialdemócrata mucho más audaz en la noción de Folkhemmet, la Casa del Pueblo, en Suecia; el nazismo, que se autodenominó die Bewegung, el Movimiento, en Alemania; y en EEUU el papel dinámico del comunismo estadounidense en los sindicatos y entre los intelectuales, que forzó la concesión de reformas laborales y de seguridad social por parte de una administración demócrata que por su propia voluntad difícilmente las habría implementado. Finalmente, en el contexto de los tres acontecimientos en el mundo capitalista se vislumbraba el éxito sin precedentes de la Unión Soviética al evitar el colapso, con pleno empleo y tasas de crecimiento rápido, lo que hizo que la idea de la planificación económica fuera atractiva en todo el mundo capitalista.

Sin embargo, se necesitaría un shock mucho mayor y más profundo que el desplome de Wall Street para poner fin a la depresión global a la que había conducido e institucionalizar la ruptura con las ortodoxias del liberalismo económico clásico. Fue el abismo de la II Guerra Mundial lo que lo causó. Cuando se restableció la paz, nadie podía dudar de la existencia de un sistema internacional diferente -que combinaba el patrón oro, políticas monetarias y fiscales anticíclicas, niveles altos y estables de empleo y sistemas formales de bienestar- ni del papel que las ideas de Keynes habían desempeñado en su consolidación. Después de 25 años de éxito, fue la degeneración de este régimen hacia la estanflación lo que desató el neoliberalismo.

El escenario tras el colapso de 2008 fue completamente diferente. En EEUU, la ayuda política llegó de inmediato. Bajo la administración de Obama, los bancos y las compañías de seguros fraudulentos y las empresas automotrices en quiebra fueron rescatadas con enormes infusiones de fondos públicos que nunca estuvieron disponibles para una atención médica decente, escuelas, pensiones, ferrocarriles, carreteras, aeropuertos, sin mencionar el apoyo a los ingresos de los más pobres. Se desató un estímulo fiscal masivo, ignorando la disciplina presupuestaria. Para apoyar al mercado de valores, bajo el cortés eufemismo de flexibilización cuantitativa, el banco central ha creado dinero a gran escala. En silencio y desafiando su mandato, la Reserva Federal rescató no sólo a los bancos estadounidenses en problemas, sino también a los europeos, con transacciones ocultas al Congreso y al escrutinio público, mientras el Tesoro se aseguraba -en estrecha colaboración tras bastidores con el Banco Popular de China- de que no hubiera ninguna vacilación por parte de China en comprar bonos del Tesoro.

En resumen, una vez socavadas las instituciones centrales del capital, todos los dictados de la economía neoliberal fueron arrojados al viento, con dosis de remedios megakeynesianos que superaban la propia imaginación de Keynes. En Gran Bretaña, donde la crisis golpeó más rápidamente que en otros países europeos, estos remedios llegaron hasta la nacionalización temporal de lo que el talento estadounidense para el eufemismo burocrático ha llamado «activos problemáticos «.

¿Todo esto significó un repudio del neoliberalismo y un giro hacia un nuevo régimen internacional de acumulación? En absoluto. El principio fundamental de la ideología neoliberal, acuñado por Thatcher, siempre ha sido el acrónimo femenino TINA: No hay alternativa. Aunque las medidas para dominar la crisis parecían, y en gran medida lo fueron, tabú, a juzgar por los estándares neoclásicos, en esencia se redujeron a un cuadrado matemático, o cubo, de la dinámica subyacente de la era neoliberal, a saber, la expansión continua del crédito por encima de cualquier aumento de la producción, en lo que los franceses llaman una fuite en avant -una huida hacia adelante. Así, una vez que las medidas requeridas por la emergencia estabilizaron el sistema, la lógica del neoliberalismo comenzó a avanzar nuevamente, país tras país.

En Gran Bretaña, que fue el primero en este proceso, la despiadada imposición de medidas de austeridad ha reducido el gasto de las autoridades locales a niveles miserables y ha recortado las pensiones universitarias. En España e Italia se ha revisado la legislación laboral para facilitar el despido sumario de trabajadores y aumentar el trabajo precario. En EEUU se mantuvieron los drásticos recortes de impuestos a las corporaciones y a los ricos, mientras se aceleró la desregulación en los sectores de energía y servicios financieros. En Francia, que históricamente llegó tarde a la carrera por el neoliberalismo pero ahora compite por un lugar en la vanguardia, se ha lanzado algo así como un programa thatcherista en toda regla: privatización de las industrias públicas, legislación para debilitar a los sindicatos, exenciones fiscales a las empresas, reducciones en el empleo del sector público, recortes a las pensiones, reducciones en el acceso a las universidades, aparentemente encaminándose hacia un ajuste de cuentas social en la línea del aplastamiento de los mineros por parte de Thatcher, un giro en las relaciones de clase del cual el capital británico nunca ha mirado atrás.

¿Cómo fue todo esto posible? ¿Cómo fue posible que un shock tan traumático para el sistema como la crisis financiera global y el descrédito en que inevitablemente cayeron sus principales organismos y administradores fuera seguido por un retorno tan completo a la normalidad? Dos condiciones fueron decisivas para este resultado paradójico. En primer lugar, a diferencia de la década de 1930, no había paradigmas teóricos alternativos dispuestos a socavar y reemplazar el predominio de la doctrina neoliberal. El keynesianismo, que después de 1945 se había convertido en el denominador común de lo que había sido tamizado a través de la trilladora de la guerra por las tres tendencias contendientes de la década de 1930, nunca se había recuperado de su debacle en los conflictos de clases de la década de 1970. La matematización había anestesiado desde hacía tiempo gran parte de la disciplina económica contra cualquier tipo de pensamiento original, dejando completamente marginadas anomalías como la Escuela de la Regulación en Francia o la Escuela de la Estructura Social de la Acumulación en los EEUU1. Los teoremas neoliberales de «expectativas racionales» o «equilibrio del mercado» pueden parecer hoy absurdos, pero no había mucho que pudiera reemplazarlos.

Detrás de esta ausencia intelectual -y ésta fue la segunda condición de la aparente inmunidad del neoliberalismo al deshonor- estaba la desaparición de cualquier movimiento político significativo que exigiera con fuerza la abolición o la transformación radical del capitalismo. A finales del siglo, el socialismo en sus dos variantes históricas, revolucionaria y reformista, había sido barrido de la escena en la zona atlántica. La variante revolucionaria: aparentemente, con el colapso del comunismo en la URSS y la desintegración de la propia Unión Soviética. La variante reformista: aparentemente, con la extinción de todo rastro de resistencia a los imperativos del capital en los partidos socialdemócratas de Occidente, que ahora se limitan a competir con partidos conservadores, demócrata-cristianos o liberales en su implementación. La Internacional Comunista fue clausurada ya en 1943. Sesenta años más tarde, la llamada Internacional Socialista incluyó entre sus filas al partido gobernante de la brutal dictadura militar de Mubarak en Egipto.

Sin embargo, otro aspecto de la globalización ha tenido un efecto más ambiguo. Los principios neoliberales implican la desregulación de los mercados: la libre circulación de todos los factores de producción; en otras palabras, la movilidad a través de las fronteras no sólo de bienes, servicios y capital, sino también de mano de obra. Lógicamente ello significa inmigración. En la mayoría de los países, las empresas han utilizado durante mucho tiempo a los trabajadores inmigrantes como un ejército de reserva de mano de obra de bajo costo, cuando se necesitaba oferta y las circunstancias lo permitían. Pero en el caso de los Estados, era necesario sopesar consideraciones puramente económicas frente a otras más sociales y políticas. A este respecto, Friedrich von Hayek -la mente más grande del neoliberalismo- ya había insertado una reserva, una advertencia. La inmigración, advirtió, no puede tratarse como si fuera simplemente una cuestión de mercados de factores, ya que, a menos que se controle estrictamente, podría amenazar la cohesión cultural del estado anfitrión y la estabilidad política de la sociedad misma. Thatcher también estableció un límite en este sentido.

Sin embargo, por supuesto, persistieron las presiones para importar o aceptar mano de obra extranjera barata, incluso cuando la producción se subcontrataba cada vez más en el extranjero, ya que muchos servicios domésticos o desagradables, rechazados por la población local, no podían, a diferencia de las fábricas, exportarse, sino que debían realizarse localmente. A diferencia de casi todos los demás aspectos del orden neoliberal, nunca se ha alcanzado un consenso estable en el establishment sobre esta cuestión, que ha seguido siendo un eslabón débil en la cadena TINA.

Si observamos las revueltas populistas contra el neoliberalismo, se dividen, como todos saben, en movimientos de derecha e izquierda. En este sentido, repiten el patrón de las revueltas contra el liberalismo clásico después de su debacle: fascistas a la derecha, socialdemócratas o comunistas a la izquierda. Lo que diferencia a las revueltas de hoy es la falta de ideologías o programas articulados de manera comparable, de algo que equivalga a la coherencia teórica o práctica del propio neoliberalismo. Se definen por aquello a lo que se oponen, mucho más que por aquello a lo que están a favor. ¿Contra qué protestan? El sistema neoliberal de hoy, como el de ayer, encarna tres principios: el aumento de la riqueza y de las diferencias de ingresos, la abolición del control y la representación democráticos y la desregulación de todas las transacciones económicas posibles. En resumen: desigualdad, oligarquía y movilidad de factores. Éstos son los tres objetivos centrales de los levantamientos populistas. Donde estas insurgencias divergen es en el peso que dan a cada elemento, es decir, contra qué segmento de la paleta neoliberal dirigen la mayor hostilidad. Los movimientos de derecha se centran notoriamente en el último factor, la movilidad, jugando con las reacciones xenófobas y racistas hacia los inmigrantes para ganar un amplio apoyo entre los sectores más vulnerables de la población. Los movimientos de izquierda se oponen a este movimiento, identificando la desigualdad como el principal mal. La hostilidad hacia la oligarquía política establecida es común a los populismos tanto de derecha como de izquierda.

Históricamente, existe una clara división cronológica entre estas diferentes formas del mismo fenómeno. El populismo contemporáneo surgió primero en Europa, donde todavía hoy existe la gama más amplia y diversa de movimientos.

Las fuerzas populistas de derecha se remontan a principios de la década de 1970. En Escandinavia, estas tomaron la forma de las revueltas ‘libertarias’ antiimpuestos de los Partidos del Progreso en Dinamarca y Noruega, fundados en 1972 y 1973 respectivamente. En Francia, el Frente Nacional fue fundado en 1972, pero recién a comienzos de los años 1980 obtuvo una modesta tracción electoral como partido nacionalista de derecha y antiinmigrante, con cierto atractivo para la clase trabajadora y fuertes connotaciones racistas.

Más tarde, en la misma década, el liderazgo del Partido de la Libertad en Austria fue asumido por Jörg Haider, quien adoptó una plataforma similar, mientras que más al norte surgieron los Demócratas de Suecia como un grupo de extrema derecha sobre una base xenófoba muy similar.

En la génesis de las tres formaciones hubo elementos neofascistas, que fueron desapareciendo una vez que lograron una presencia electoral significativa. En la década de 1990, surgió en Italia la Liga Norte, que tenía raíces antifascistas, surgió el UKIP en Gran Bretaña y los partidos daneses y noruegos, antaño libertarios, se convirtieron en fuerzas antiinmigrantes. A principios de la década siguiente, los Países Bajos crearon su propio Partido de la Libertad, que combinaba perspectivas libertarias e islamófobas. Diez años más tarde, Alternative für Deutschland repitió el modelo holandés en Alemania. Todos estos partidos de derecha se han pronunciado contra la corrupción política y el cierre de sus establecimientos nacionales y contra los dictados burocráticos de la Bruselas de la Unión Europea. Todos, con la única excepción de la AfD (fundada en 2013), precedieron al colapso de 2008.

Las fuerzas populistas de izquierda son mucho más recientes: surgieron recién después de la crisis financiera mundial de 2008. En Italia, el Movimiento Cinco Estrellas se remonta a 2009. En Grecia, Syriza , todavía un grupo pequeño cuando Lehman Brothers colapsó en Nueva York, se convirtió en una fuerza electoral significativa en 2012. En España, Podemos se formó en 2014. Jean-Luc Mélenchon creó La Francia Insumisa en 2016. El momento de esta ola deja claro que son las desigualdades socioeconómicas del neoliberalismo, y no su debilitamiento de las fronteras etnonacionales, las que han impulsado el populismo de izquierda. Ésta es una distinción fundamental entre los dos tipos de revuelta contra el orden actual. No se trata, sin embargo, de un abismo insalvable, pues no sólo hay una superposición general en el rechazo común a la colusión y la corrupción de los establishment políticos de cada país, sino también, en algunos casos, una contigüidad en la defensa común de los sistemas de bienestar amenazados y, en otros casos, en la preocupación por las presiones de la inmigración.

Bajo el liderazgo de Marine Le Pen, el Frente Nacional se había posicionado consistentemente a la izquierda del Partido Socialista Francés en la mayoría de las cuestiones de política interior y exterior, excepto la inmigración, al tiempo que planteaba críticas al régimen de François Hollande que a menudo eran indistinguibles de las de Mélenchon. En Italia, sin embargo, el Movimiento Cinco Estrellas, cuyo voto en el parlamento fue en general impecablemente radical, había expresado repetidamente su alarma por el creciente flujo de refugiados a Italia. Otro gesto común a casi todos los matices del populismo en Europa ha sido la rebelión contra la flagrante confiscación de la democracia por parte de las estructuras de la Unión Europea en Bruselas.

El problema, de hecho, es más general. Ningún populismo, ni de derecha ni de izquierda, ha producido aún un remedio eficaz para los males que denuncia.

En términos programáticos, los oponentes contemporáneos del neoliberalismo todavía operan en gran medida en la oscuridad. ¿Cómo podemos abordar seriamente la desigualdad sin provocar inmediatamente una huelga de capital? ¿Qué medidas se pueden prever para responder al enemigo golpe por golpe en este terreno en disputa y salir victoriosos? ¿Qué tipo de reconstrucción, ahora inevitablemente radical, de la democracia liberal existente sería necesaria para acabar con las oligarquías que ha engendrado? ¿Cómo desmantelar el Estado profundo, organizado en todos los países occidentales para la guerra imperial, clandestina o abierta?

¿Qué reconversión económica podemos imaginar para combatir el cambio climático sin empobrecer a las sociedades ya pobres de otros continentes? El hecho de que falten tantas flechas en el carcaj de una oposición seria al statu quo no es, por supuesto, sólo culpa de los populismos actuales. Refleja la contracción intelectual de la izquierda en sus largos años de retroceso desde la década de 1970 y la esterilidad, durante ese período, de lo que alguna vez fueron corrientes originales de pensamiento al margen de la corriente dominante. Se pueden citar propuestas correctivas que varían de un país a otro: el «Medicare» en EEUU, la renta garantizada para los ciudadanos en Italia, los bancos públicos de inversión en Gran Bretaña, los impuestos Tobin en Francia y otras similares. Pero en lo que se refiere a una alternativa integral e interconectada al statu quo, el armario todavía está vacío.

Si un partido o movimiento populista llega al poder ahora, basta con mirar el destino tránsfuga de Syriza en Grecia para ver el resultado probable para la izquierda -en la oposición, un rebelde contra los dictados de la UE, y en el cargo, un instrumento subordinado a ella- o para la derecha, la estandarización de la noche a la mañana de la primera presidencia de Trump, que avivó las llamas de la complacencia y la desigualdad del establishment el día de la toma de posesión y no hizo nada al respecto una vez en la Casa Blanca. Desde el punto de vista político, el neoliberalismo no ha corrido grandes riesgos.

¿Estamos presenciando finalmente la llegada de un cambio de régimen en Occidente, ya anunciado varias veces en este siglo? Éste es el mensaje de un reciente best seller de un destacado historiador estadounidense simpatizante de Biden, The Rise and Fall of the Neoliberal Order: America and the World in the Free Market Era, de Gary Gerstle, que sugiere que, desde diferentes direcciones, Sanders y Trump asestaron golpes tan efectivos a la encarnación del neoliberalismo de Hillary Clinton que, bajo el gobierno de Biden, se allanó el camino para que el equilibrio entre ricos y pobres en la sociedad estadounidense comenzara a alterarse y los beneficios de la política industrial dirigida por el gobierno se hicieran visibles para millones de personas. Admitiendo que «los vestigios del orden neoliberal permanecerán con nosotros durante años y quizás décadas», concluye sin embargo con la firme afirmación de que «el propio orden neoliberal se ha derrumbado».

En cierto sentido, una crítica aún más dura del costo socioeconómico después de Reagan viene de un ex admirador del propio Reagan, el banquero indio-estadounidense Ruchir Sharma, ex estratega global jefe de Morgan Stanley, en What Went Wrong with Capitalism. Su leitmotiv es que «las crisis financieras periódicas -que estallaron en 2001, 2008 y 2020- ahora se desarrollan en el contexto de una crisis diaria y permanente de colosal mala asignación de capital», resultado de enormes inyecciones de dinero fácil en las economías avanzadas por los bancos centrales para sostener tasas de crecimiento en constante descenso. Estos torrentes de dinero desembolsados por el Estado son la verdad última y predominante de este período. Tarde o temprano, advierte Sharma, se producirá un shock trascendental en el sistema. ¿Qué remedio podría traer? La respuesta de Sharma es: volver a un Estado más pequeño y a una moneda más estricta, la receta clásica de Mises y Hayek: el neoliberalismo hecho realidad nuevamente.

Estos veredictos contradictorios no son en sí mismos nuevos. Eric Hobsbawm proclamó «La muerte del neoliberalismo» ya en 1998. Doce años después, Colin Crouch, no menos antineolberal, llegó a la conclusión opuesta, titulando su libro sobre sus desventuras «La extraña no-muerte del neoliberalismo», una sentencia que reiteró hace un año en un texto titulado «El neoliberalismo: aún por sacudirse su envoltura mortal». Éstas fueron las conclusiones de un enemigo declarado del orden neoliberal. Jason Furman, asistente especial de Bill Clinton, presidente del Consejo de Asesores Económicos de Obama y admirador del modelo de gestión de Walmart, es un convencido exponente de ello. En un artículo de fondo en Foreign Affairs, titulado «El espejismo posneoliberal», Furman lanza una vigorosa réplica a pensadores como Gerstle, atribuyendo la pérdida de la Casa Blanca por parte de los demócratas a la locura de abandonar la disciplina económica ortodoxa con vastos e incontinentes programas de gasto que no lograron sus objetivos.

Furman describe los costos y los beneficios del mandato de Biden con gran cantidad de detalles condenatorios: la inflación, el desempleo, las tasas de interés y la deuda pública fueron más altas en 2024 que en 2019. Entre 2019 y 2023, los ingresos familiares ajustados a la inflación cayeron y la tasa de pobreza aumentó. «A pesar de los esfuerzos por aumentar el crédito fiscal por hijo y el salario mínimo», continúa, «ambos eran sustancialmente más bajos, en términos reales, cuando Biden dejó el cargo que cuando lo asumió». A pesar de todo su énfasis en los trabajadores estadounidenses, Biden fue el primer presidente demócrata en un siglo que no amplió permanentemente la red de seguridad social. En resumen: «Los políticos nunca deberían volver a ignorar los principios básicos en pos de soluciones heterodoxas fantasiosas». Lo que ha sido rechazado como ortodoxia neoliberal está vivo y coleando, y ofrece la única salida.

¿Un régimen internacional que se hunde o se levanta de nuevo como Lázaro? El estancamiento en los veredictos de estos expertos tiene una contraparte en el panorama político, donde el conflicto entre el neoliberalismo y el populismo, los adversarios que se han enfrentado en todo Occidente desde principios del siglo, se ha vuelto cada vez más explosivo, como lo demuestran los acontecimientos de las últimas semanas, incluso cuando, a pesar de todos sus aparentes compromisos o reveses, el neoliberalismo conserva la ventaja. El primero ha sobrevivido sólo gracias a que continúa reproduciendo lo que amenaza con derrocarlo, mientras que el segundo ha crecido en tamaño sin avanzar ninguna estrategia significativa. El estancamiento político entre ambos no ha terminado: no se sabe cuánto durará.

¿Significa esto que hasta que un conjunto coherente de ideas económicas y políticas, comparable a los paradigmas keynesianos o hayekianos del pasado, tome forma como una forma alternativa de gestionar las sociedades contemporáneas, no podemos esperar un cambio serio en el modo de producción existente? No necesariamente. Fuera de las zonas centrales del capitalismo, se han producido al menos dos alteraciones de gran alcance sin que ninguna doctrina sistemática las haya imaginado o propuesto de antemano. Una de ellas fue la transformación de Brasil con la revolución que llevó a Getúlio Vargas al poder en 1930, cuando las exportaciones de café en las que se basaba la economía del país se desplomaron y la recuperación se inició pragmáticamente mediante la sustitución de importaciones, sin el beneficio de ninguna previsión previa (lo mismo hizo Perón en Argentina).

La otra, aún de mayor alcance, fue la transformación, después de la muerte de Mao, de la economía de China en la era de la reforma presidida por Deng Xiaoping, con el advenimiento del sistema de responsabilidad familiar en la agricultura y el inicio, por parte de las empresas urbanas y aldeanas, del estallido de crecimiento económico más espectacular y sostenido registrado en la historia -una vez más improvisado y experimental, sin teoría preexistente de ningún tipo.

¿Serán estos casos quizás demasiado exóticos como para tener alguna relevancia para el corazón del capitalismo avanzado? Lo que los hizo posibles fue la magnitud del shock y la profundidad de la crisis que sufrió cada sociedad: el colapso en Brasil, la Revolución Cultural en China, equivalentes tropicales y orientales de los golpes infligidos a la autoestima occidental en la II Guerra Mundial. Si alguna vez disminuyera la incredulidad ante la posibilidad de una alternativa en Occidente, es probable que la oportunidad fuera algo similar.

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Nota: [1] También añadiría la teoría del circuito monetario en Italia y la teoría evolutiva de los negocios y el progreso tecnológico en Gran Bretaña y los EEUU, ed.

London Review of Books

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Texto completo en: https://www.lahaine.org/mundo.php/cambio-de-regimen-en-occidente

 

Malatesta: aventura y anarquía

“La palabra civilización sirve hoy de excusa á muchos para intentar legitimar el fraude, el robo y la opresión” es una frase de Errico Malatesta que aparece en la edición número 13 de Obrero Panadero, un periódico gremial argentino de 1899.

En su breve estancia en Argentina, Malatesta apoyó la construcción del sindicato “Sociedad Cosmopolita de Resistencia y Colocación de Obreros Panaderos”, una organización pequeña en principio pero que en poco tiempo se fue constituyendo en uno de los referentes históricos del sindicalismo anarquista en latinoamérica. Era 1887, y aún le quedaban 45 años de actividad política al joven italiano de 34 años.

Creció en la agitada Italia del siglo XIX, en la que se enfrentaban republicanos y monarquistas que buscaban la unificación nacional, contra monarquistas que se alineaban en favor del dominio que mantenía el imperio austro-húngaro en parte del país. En ese contexto, Errico inició la carrera de medicina, de la que se tuvo que retirar para dedicarse a distintos oficios como la mecánica o la venta callejera de comida, mientras se dedicaba a actividades de tipo político y conspirativo.

Primero republicano, luego anarquista, asumió la causa libertaria con las noticias que llegaban sobre la Comuna de París de 1871, y la inspiración que despertaba en él las ideas de Mijail Bakunin. Su vida transcurrió entre Europa, Asia y América, creando medios de comunicación y organizaciones anarquistas, o bien, sumándose a causas de liberación de países sometidos a monarquías o dominios extranjeros.

Nació en Santa Maria Maggiore, Campania, un 4 de diciembre de 1853, y falleció en roma un 22 de julio de 1932, siendo un actor, antes que un espectador, de la convulsionada transición del siglo XIX al siglo XX.

A contrapelo del anarquismo que ganaba fuerza en su tiempo, de tipo individualista y de acciones sin perspectiva estratégica, defendió la organización masiva y la formación constante, pero también la posibilidad de la unidad entre distintas tendencias.

“Sin entendimiento, sin coordinación de los esfuerzos de cada uno para una acción común y simultánea, la victoria no es materialmente posible” diría.

Se distanciaba también de quienes tomaban por libertad el simple libertinaje o el puro egoísmo. En La Anarquía, tal vez su escrito más conocido, afirmaba: “La libertad que los anarquistas queremos para nosotros mismos y para los demás, no es libertad absoluta, abstracta, metafísica, que se traduce fatalmente en la práctica, en la opresión de los débiles, sino la libertad real, la libertad posible qué es la comunidad consciente de los intereses, la solidaridad voluntaria”.

Fuera como organizador, propagandista o conferencista, ni en su vejez dejó de participar en los acontecimientos de la historia. No suscribió las esperanzas en la guerra entre potencias, y se opuso activamente a la primera guerra mundial, mientras instaba a la huelga de las y los trabajadores. Su pensamiento se guió por una concepción abierta del anarquismo antes que doctrinaria y dogmática. Esta podría ser una de sus premisas fundamentales: “la duda debe ser la posición mental de aquellos que aspiran aproximarse cada vez más a la verdad o, por lo menos, a esa porción de verdad que es posible alcanzar”.

La dictadura de Mussolini lo aisló en sus últimos días, imponiendo una suerte de prisión domiciliaria que impedía su participación en toda iniciativa que buscara la derrota del fascismo.

 

Santiago Vilanova: «La demanda de electricidad por la IA será tan colosal que resultará imposible substituirla totalmente mediante las renovables»

El periodista, escritor y político ecologista publica ‘Els conspiradors del canvi climàtic’, un ensayo sobre quienes trabajan para seguir explotando los recursos fósiles.

Por Lluis Bassa Tomás

Santiago Vilanova (Olot, 1947) conoce bien los mecanismos para proteger el medio ambiente y las estrategias para tan sólo simularlo. El periodista, escritor y político ecologista se ha volcado en ello a lo largo de su carrera, impulsando asociaciones claves del ecologismo catalán como Una Sola Terra o el partido Els Verds – Alternativa Verda, y siguiendo como periodista los intríngulis de las negociaciones climáticas internacionales.

En el ensayo Els conspiradors del canvi climàtic (Lapislázuli, 2025), Vilanova vierte más de cincuenta años de conocimiento y experiencias personales para señalar personas e instituciones que, lejos de trabajar para un mundo mejor, se han escondido detrás de lemas e ideas vacías para que, en realidad, nada cambie.

¿Quiénes son los conspiradores del cambio climático?

Son diplomáticos, políticos, empresarios, comunicadores, científicos e, incluso, destacados miembros de asociaciones internacionales ambientalistas, que aun proclamándose a favor de la transición energética, hacen un activismo destinado a retrasarla y acaban haciendo el juego a los negacionistas. Quieren hacer compatible seguir explotando los recursos fósiles invirtiendo con energías renovables con menor intensidad, y desarrollando soluciones ‘tecnosolucionistas’. Actúan en los principales organismos de gobernanza global del medio ambiente vinculados a la ONU y al PNUMA (Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente).

En el libro explica cómo las conferencias mundiales del medio ambiente y las cumbres por el clima han sido históricamente impulsadas por miembros vinculados al sector de los combustibles fósiles y la energía nuclear.

La conspiración de la que hablo en mi ensayo se inició con la primera conferencia mundial sobre el medio ambiente, conocida como la Conferencia de Estocolmo. Fue dos años después de las manifestaciones del 22 de abril de 1970, el día de la Tierra, en el que en Estados Unidos se movilizaron más de veinte millones de personas. El presidente Richard Nixon se vio obligado a crear la Agencia de Protección Ambiental, mientras a la vez daba órdenes al FBI de desprestigiar a los organizadores como ‘infiltrados comunistas’. Dos años después, la ONU delegó la organización de la conocida como la Conferencia de Estocolmo en el empresario y diplomático canadiense Maurice Strong, vinculado al sector del petróleo, el gas y la energía nuclear.

¿Por qué es relevante la figura de Maurice Strong? 

Strong logró vehicular durante tres décadas las cumbres con el fin de que no incidieran sobre la economía de las grandes energéticas. Generó un ambientalismo controlado por el establishment, impulsando estructuras de control científico y político como el PNUMA (Programa de las Naciones Unidas por el Medio Ambiente), el Grupo Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático (IPCC en inglés), el Consejo de la Tierra, y la UICN (Unión Internacional para la Conserva de la Naturaleza). Tenía el apoyo de personalidades como David Rockefeller (fundador del Chase Manhattan Bank y la poderosa Standard Oil), Henry Kissinger, Robert MacNamara (Banco Mundial), Armand Hammer (Occidental Petroleum), y del propio secretario general de la ONU, U Thant, entre otros.

En el libro también señala a Stephan Schmidheiny, empresario suizo del sector del cemento, como pionero del ecopostureo o greenwashing.

Schmidheiny, que había sido condenado por la contaminación de su planta de amianto en la región de Piamonte, impulsó en 1991 la constitución del Consejo Mundial de Empresas para el Desarrollo Sostenible (World Business Council for Sustainable Development) y Maurice Strong lo nombró consejero para la preparación y desarrollo de la Cumbre de Rio en el 1992. Es la primera gran estructura de ecopostureo destinada a grandes multinacionales contaminantes, que todavía hoy goza de una gran influencia en la gobernanza global del medio ambiente y es uno de los lobbies empresariales más reconocidos por el PNUMA.

Entre los grandes conspiradores de hoy en día, menciona a las empresas tecnológicas que componen las GAFAM.

GAFAM son las siglas de las cinco mayores empresas tecnológicas (Google, Amazon, Facebook –ahora Meta–, Apple y Microsoft) que tienen una posición dominante a nivel global. Sus líderes (Jeff Bezos, Elon Musk, Mark Zuckerberg, Tim Cook) han acordado unirse para reavivar el sector nuclear civil y militar, que recibirá nuevas ayudas y subvenciones como energía ‘verde’. Esta es la mejor conspiración para retrasar, hasta hacer fracasar, el proceso de descarbonización de la economía mundial, haciendo desbordar las prospectivas de las COP.

¿Cómo lo hacen?

Bill Gates, por ejemplo, está impulsando reactores SMR (Small Modular Reactors) de 5 a 300 megavatios destinados a suministrar la electricidad que reclaman los data centers. En Europa, la Inteligencia Artificial (IA) disparará la demanda de electricidad en un 160% en cinco años, según un informe de la organización Beyond Fossils Fuels. La demanda será tan colosal que resultará imposible substituirla totalmente mediante las renovables. La tan reclamada descarbonización de la economía para el 2050 lo más seguro es que acabe en fiasco. La taxonomía de la UE considerando la energía nuclear como ‘verde’ facilitará las subvenciones por los reactores SMR e incentivará la propuesta del Foro Atómico mundial de alargar el período de vida de los reactores actuales hasta treinta o cincuenta años más.

La dirección contraria a un sistema energético democrático basado en energías renovables.

Con esta iniciativa, las GAFAM inician un nuevo período poscapitalista basado en el control de la información y la capacidad de tratamiento de la misma; de hecho, ya monopolizan el comercio de la información. Por otra parte, el potencial de crecimiento de la industria de defensa que se espera de la IA con el apoyo logístico de las GAFAM es ingente. Esta alianza facilita a las big tech un dominio que ninguna acción parlamentaria y democrática puede controlar, y que ya ha permitido el acceso al poder de personajes como Elon Musk (fundador de Space X y la automovilística Tesla) como administrador del Departamento de Eficiencia Gubernamental de la Casa Blanca.

¿Qué podemos esperar en los próximos años?

Todo indica, y ahora más que nunca gobernando los negacionistas en la Casa Blanca, que caminamos hacia unas formas de autarquía energética que algunos analistas han llamado ‘electrofascismo’, basada en el control del sector electronuclear y tecnológico. Esto hará que se consolide el centralismo energético y el control militar sobre las instalaciones nucleares, como hemos visto durante el conflicto entre Rusia y Ucrania, para evitar el peligro de acciones terroristas o ser objetivos bélicos.

En el libro explica cómo las infraestructuras de energías renovables y el despliegue de las tecnologías de IA necesitarán grandes cantidades de minerales estratégicos que actualmente se encuentran principalmente en Latinoamérica y Asia. ¿Qué puede comportar esto?

Las reservas de los minerales estratégicos provocarán un cambio estructural en el sector energético, amenazando con convertirse en la principal fuente de conflictos en el planeta durante las próximas décadas. Si el petróleo se ha concentrado en Occidente y Oriente Próximo, ahora los productores de litio y tierras raras se concentrarán en Latinoamérica y Asia. Esto es una oportunidad única para redefinir también un modelo de desarrollo ecológico y su autonomía frente a las acciones colonizadoras de potencias como Rusia, Estados Unidos y China. Hay que tener en cuenta que este último lleva mucha ventaja en producción y capacidad de procesamiento de estos minerales. Los países que gozan de las principales reservas tendrán una gran capacidad para influir en el futuro de la humanidad y en el desarrollo de sus propios países. La edad de la minería no ha hecho más que empezar.

¿Qué mecanismos tendrán que poner en marcha los países productores de estos minerales para evitar estas acciones ‘colonizadoras’?

No tengo la solución, pero está claro que son necesarios nuevos acuerdos comerciales interregionales en Latinoamérica y África para evitar un crecimiento que no provoque más impactos ecológicos y para armonizar las normas ambientales y la seguridad alimentaria. Los recursos minerales estratégicos deben permitir autofinanciar la transición a las energías renovables y evitar una nueva colonización, como ocurrió con el cobre de Chile o sucede con el coltán en la República Democrática del Congo o el uranio en Níger.

Propone la creación de una cumbre de países productores de litio.

Esta cumbre tendría varios objetivos. Por un lado, impulsar un modelo propio de desarrollo ecológico, para evitar el impacto ambiental irreversible de las extracciones; también el de defender las culturas de los pueblos afectados y hacerles partícipes de los beneficios que genera el litio y otros minerales estratégicos; impedir los oligopolios, como los que han sucedido con el petróleo, gas y el uranio, en el que cinco empresas producen el 60% del litio y el 56% del cobalto mientras que la capacidad de refinamiento está en manos de China; y, finalmente, evitar el uso del litio y otras materias raras para el desarrollo de la energía atómica con fines militares, como es el caso de India y Corea del Norte.

Hablemos de las cumbres del clima (COP). En Bakú vimos tensión en los diálogos sobre el fondo para financiar la adaptación a los impactos del cambio climático en los países del sur global. ¿Existe el peligro de que se rompan las negociaciones en la próxima cumbre de Belém (Brasil)?

Los 300.000 millones de dólares anuales en ayudas climáticas que la COP29 de Bakú concedió in extremis por ayudas climáticas a los países en vías de desarrollo, cuando éstos reclamaban como mínimo un billón anual, quedan en una cifra calificada de “miserable” por los afectados por los subsidios. En 2024, las subvenciones a las fósiles a nivel mundial han significado el doble de esta cantidad.

Los Estados, especialmente los más contaminantes (Rusia, Estados Unidos, China, Brasil, India…) no respetan los acuerdos de las COP, ni desempeñan un papel activo en las resoluciones. Menos de un 20% de los países signatarios no han llevado a cabo la mayoría de los 17 Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) ni las 169 metas a alcanzar de cara al 2030, ni tampoco han presentado a la ONU las llamadas Nationally Determined Contributions (NDC-Contribuciones determinadas a nivel nacional) a efectos del cambio climático.

¿Cómo puede cambiar el escenario en la COP30 con Donald Trump en la presidencia de Estados Unidos?

Las decisiones de Trump pueden convertir a la COP de Belém a un nuevo fracaso. Está tomando acciones que pueden llevar hacia el bloqueo de la COP30, suprimiendo ayudas y cerrando departamentos dedicados al cambio climático, afectando a organismos de la NASA y de la National Oceanic and Atmospheric Administration (NOAA) que forman parte de los apoyos al IPCC, o con la retirada de Estados Unidos de los Acuerdos de París. Todo esto puede comportar una crisis en la financiación de la Convención Marco sobre el Cambio Climático de lo que dependen las COP.

¿Vamos hacia un escenario descontrolado?

Yo diría en una ‘tierra ignota’. Todo puede ocurrir, desde replantearse una reforma de las COP hasta la creación de una Organización Mundial del Medio Ambiente con capacidades similares en el Consejo de Seguridad de la ONU y equivalente a organizaciones como la Organización Mundial del Comercio o la Organización Internacional del Trabajo.

¿Quiénes son las voces que quieren reformar las COP, y hacia dónde apuntan?

Previendo un escenario negativo provocado por las decisiones de la Administración Trump, hay quien es partidario de una reforma de las COP, como el Club de Roma; Christiana Figueres, ex secretaría ejecutiva del Convención Marco sobre el Cambio Climático, o Ban Ki-moon, ex secretario general de las Naciones Unidas. Proponen cambios en el sistema de elegir las sedes de las conferencias de las 197 partes; que no sean petroestados; una participación más eficiente y justa de los países del Sur afectados por el cambio climático, piden también publicar la afiliación de todos los participantes; equilibrar la presencia de científicos en el IPCC, dominado en un 70% por anglosajones; evitar la presencia dominante de lobistas de las corporaciones energéticas; reducir sensiblemente el número de miembros de las delegaciones para hacer más eficientes los debates y resoluciones; entre otros.

¿Cómo se podría llegar a regular la presencia de lobbys de los combustibles fósiles en las COP?

Aplicando la transparencia y haciendo pública la identidad y la afiliación de cada participante; evitando el acceso a lobistas en sesiones de negociación donde se redactan los documentos finales y los compromisos. En el primer informe del IPCC de 1990 estuvieron batallando para las conclusiones 11 representantes de la industria petrolera; hoy son más de 600, según Cristophe Bonneuil, historiador de ciencias del CNRS francés. No se puede seguir tolerando que los lobistas que representan al sector energético de los combustibles fósiles superen en número de representantes a los científicos, indígenas y representantes de las naciones del Sur más vulnerables al cambio climático. A la COP 29 de Bakú asistieron 1.773 lobistas que tenían como objetivo evitar resoluciones contrarias a los sectores del petróleo y el gas natural.

En el ensayo explica que existen partidarios de crear otros espacios de confluencia internacional para abordar los problemas del cambio climático.

Es lo que proponen otras personalidades como el pensador Edgard Morin, el jurista Michel Prieur o el climatólogo Jean Jouziel. Son partidarios de crear una Organización Mundial del Medio Ambiente, encabezada por personalidades desvinculadas de los sectores económicos y energéticos dominantes.

También habla de la creación de un Tribunal Internacional Penal de Medio Ambiente.

La creación de un Tribunal Internacional Penal de Medio Ambiente, como propone un grupo de 16 juristas internacionales coordinados por Laurent Neyret, profesor de la Universidad de Versalles Saint-Quetin, posibilitaría juzgar los casos de ecocidios perpetrados por las compañías mineras, energéticas y agroforestales y sus actividades tanto de ecoblanqueo (greenwashing) como de ocultación de datos (greenhushing).

Algunos Estados se están apresurando a introducir legislaciones en contra del ecoterrorismo, para neutralizar y criminalizar los actos de los activistas climáticos.

A los conspiradores del cambio climático les ha interesado controlar los resultados de las COP y los informes del IPCC pero les interesa también, y mucho, frenar el radicalismo de los activistas ecologistas. Y la forma de hacerlo está criminalizándolos aunque sus acciones no sean violentas. Una forma de presión que practican es haciendo que los medios de comunicación conservadores y de extrema derecha reclamen mano dura por este nuevo activismo situado al margen de los partidos políticos tradicionales. Y està teniendo efecto: en Francia, Alemania, Austria, Irlanda y Reino Unido hay mucha presión para que el Estado endurezca las leyes contra el activismo ecologista. En Dinamarca los «extremistas climáticos» figuran en la lista de las «amenazas terroristas». Italia ha dictado una ley llamada «ecovandalismo» con penas que van hasta cinco años de cárcel y 10.000 euros de multa. Extintion Rebellion se considera por la extrema derecha española una organización vinculada al terrorismo internacional. En Estados Unidos, Greenpeace ha sido condenada a pagar 650 millones de dólares por estimular las protestas contra el oleoducto Dakota Access. La empresa que denunció a la organización ecopacifista es Energy Transfer y la multa podría llevar a la quiebra de Greenpeace en EEUU.

¿Cómo reaccionan las ONG y la población civil ante esto?

En España, a finales de 2024, el Tribunal Constitucional admitió a trámite el primer litigio climático de la historia (la primera denuncia por delito ecológico la ejerció Alternativa Verda en 1984 contra la contaminación ácida de la central térmica de Cercs, propiedad de Fecsa). Se trata de un recurso contra España por inacción ante el cambio climático y lo han presentado Greenpeace, Ecologistas en Acción, Oxfam Intermón, Fridays for Future y la Coordinadora de Organizaciones para el Desarrollo. Veremos cómo evoluciona. Las protestas ambientales cuestionan cada vez con mayor contundencia la eficacia y la utilidad de las conferencias climáticas, convertidas en instrumentos de desmovilización.

¿Estas protestas llegan a cuajar en la sociedad civil?

Reprimiendo y criminalizando las acciones directas de estas organizaciones se las aleja de la sociedad civil y se logra que la opinión pública acabe viendo como un mal menor la gobernanza y la vigente forma de organizar la lucha climática, dejándola en manos de funcionarios de la ONU, muy bien remunerados y libres de impuestos, y apoyados por sus principales estructuras: el PNUMA, la Convención Marco y las COP. Se trata de un gigantismo burocrático, vigilado por las energéticas; es la huella que dejó como legado Maurice Strong. Conspiradores y negacionistas del cambio climático son dos caras de la misma moneda.

 

Marcha atrás: tercera derrota electoral consecutiva del correísmo

Daniel Noboa, joven heredero de uno de los más importantes emporios empresariales del Ecuador, se reelige como mandatario de este pequeño país andino con aproximadamente 1.2 millones de votos sobre su adversaria progresista.

Por Decio Machado/ Semanario Brecha

Tras la primera parte del ciclo progresista en el presente siglo, esa que se enmarca entre el triunfo de Hugo Chávez en 1999 y el fin del gobierno de Rafael Correa en 2017, el único país en el que dicha sensibilidad política no volvió a recuperar el poder en ningún momento ha sido Ecuador.

Así, el pasado 13 de abril, la Revolución Ciudadana -partido político liderado por el ex presidente Rafael Correa desde el exilio- en unas elecciones en las que tenía todo a su favor para volver a ser gobierno, volvió nuevamente a ser derrotada en las urnas.

El caso ecuatoriano es de estudio académico. A diferencia de países como Argentina, Bolivia, Brasil, Chile o Uruguay; Ecuador se enmarca en un derrotero de constantes fracasos electorales tras el fin de la década de mandato correísta, entre 2007 y 2017, y la posterior traición política de su sucesor en el cargo Lenín Moreno entre 2017 y 2021.

A partir de entonces, las candidaturas presidenciales del correísmo, tanto en 2021 con Andrés Arauz al frente, como en 2023 y ahora en 2025 con Luisa González como relevo presidencial, la Revolución Ciudadana consagra su tercera derrota electoral consecutiva en apenas cuatro años.

Especializados en perder lo que parecía imposible de perder

Si algo caracteriza al progresismo ecuatoriano en estos últimos años ha sido su especialización en perder campaña electorales, a priori, consideradas difícilmente perdibles por el correísmo.

En 2021 el joven quinquelingüe y brillante economista Andrés Arauz, quien se perfilaba como el heredero de Rafael Correa al frente el progresismo ecuatoriano, se veía inverosímilmente derrotado frente al septuagenario bachiller y banquero Guillermo Lasso, en un país donde la banca ha sido responsable del exilio económico de más de un millón de personas apenas una generación atrás.

En 2023, tras la renuncia de Guillermo Lasso en apenas treinta meses de gobierno y con todo a su favor para volver al sillón presidencial del Palacio de Carondelet, el progresismo ecuatoriano perdía las elecciones de forma sorprendente tras el asesinado de uno de los candidatos presidenciales, hecho exógeno a la disputa electoral que le permitió a Daniel Noboa entrar en la segunda vuelta y ganar con apuros el balotaje frente a Luisa González, una abogada forjada a sí misma y proveniente de sectores populares costeños.

El pasado domingo 13 de abril, tras una campaña electoral en primera vuelta marcada por la brillante estrategia de consultores extranjeros que permitió polarizar entre Luisa González y Daniel Noboa unas elecciones en la que participaban dieciséis candidaturas presidenciales; el correísmo se dio de bruces en una segunda vuelta cuya principal característica fue volver a repetir errores tácticos y operacionales propios de sus campañas anteriores.

Entre estos destaca su incapacidad para desmarcarse del gobierno de Nicolás Maduro, régimen político que genera escasas simpatía en el país; sus limitaciones a la hora de generar confianza respecto a su programa económico de gobierno, especialmente en todo lo que tiene que ver con el sostenimiento de la dolarización; y su torpeza para comunicar un talante dialogante, abierto y democrático que genere certidumbre ante una sociedad que recibe un permanente bombardeo mediático a través del cual se le acusa al correísmo de corrupción y autoritarismo.

Así las cosas, la ventaja en intención de voto favorable a Luisa González tras el pacto entre el correísmo y otras «izquierdas», el movimiento indígena y otros sectores social populares generado tras el arranque de la segunda vuelta, se vio mermada por errores cometidos por la candidata progresista y su equipo de asesores en el debate presidencial televisivo frente a Daniel Noboa. Un debate por cierto, marcado más por la limitación dialectica y sobreactuación teatral de ambos candidatos que por la visibilización de sus atributos positivos para sacar adelante a un país inmerso en una crisis de caracter multidimensional y diez puntos porcentuales más pobre hoy que 10 años atrás.

Si el objetivo era marcar la diferencia entre Luisa González y Rafael Correa, dado que la oposición conservadora acusaba a la primera de ser marioneta del segundo, el resultado fue todo lo contrario. Luisa González terminó pareciéndose mucho en ese debate al líder principal de la Revolución Ciudadana, quien desde hace años es objeto permanente de orquestados ataques desde diferentes ámbitos mediáticos, procesales, sociales, académicos y políticos.

Desde entonces, 23 de marzo, hasta las elecciones del pasado domingo, el correísmo perdió la iniciativa política inmerso en una ceguera colectiva, pero principalmente de la mayoría de actores y sujetos involucrados de forma directa en la disputa electoral.

Por si lo anterior fuera poco, el uso de la Fiscalía General del Estado como herramienta política electoral por parte del Gobierno Nacional -Noboa siempre jugó con la cancha inclina a su favor en esta campaña electoral-, permitió hacer públicos los chats y grabaciones de audio contenidas en los dispositivos tecnológicos incautados a uno de las autoridades alineadas a las filas del correísmo dentro del Consejo de Participación Ciudadana, entidad responsable de la designación de autoridades en organismos de control en el país. Lo anterior, transparentó los intestinos de una organización política donde muchos de sus miembros se graban las conversaciones entre ellos, descalificándose entre sí de forma muy poco elegante y con ciertos aires de superioridad.

Si Luisa González, con una campaña fresca y muy poco ideológica, había sumado en primera vuelta unos 10 puntos porcentuales más que lo que venía sumando la Revolución Ciudadana en esa misma fase de campaña anteriores; posiblemente perdió la mitad de ese voto blando en la segunda vuelta, siendo este reemplazado por un voto más ideológico afín a las organizaciones políticas y sociales que les expresaron respaldo en esta segunda fase de campaña. En resumen y dicho en términos populares, «subió la carne pero bajó el pescado», todo ello inmersos en una campaña de acusaciones mutuas entre los candidatos presidenciales donde no existió conversación alguna con el electorado.

Pocos días antes de la jornada del balotaje y en un ambiente de espiral triunfalista por parte del correísmo, algunas de las investigaciones cualitativas indicaban ya mayor resistencia ante Luisa González que frente a Daniel Noboa en determinados segmentos del electorado que aun mostraban incertidumbre respecto a su intención de voto. No importó, todo fue ignorado, una vez más los trofeos de guerra era despilfarrados en celebraciones prematuras.

De error en error hasta la derrota final

Lo anterior desembocó en la tragedia, no solo para el correísmo sino para el conjunto del pueblo ecuatoriano, de la noche del pasado domingo 13 de abril.

Pese a que todo mandatario que corre para una reelección hace que la disputa electoral se convierta en un plebiscito sobre su gestión, en este caso quince meses de gobierno noboista sin un solo hito o meta cumplida en su gestión, más por rechazo al correísmo que por apoyo a Daniel Noboa, este último se imponía con el 55,60% de los votos válidos emitidos.

Pero como dice la sabiduría popular “no hay dos sin tres”, motivo por el cual la dirigencia correísta cometería su último error estratégico electoral en la noche de autos, no reconocimiento los resultados y acusando de fraude al Consejo Nacional Electoral. Si bien es cierto que la campaña electoral de Noboa se caracterizó con una sucesión de irregularidades permitidas cómplicemente por los órganos rectores y de control de la democracia, lo que le permitió jugar con notable ventaja frente al correísmo, también lo es que hasta lo fecha sigue sin presentarse una sola prueba con el suficiente sostén como para acreditar tal denuncia robo en las urnas, motivo por el cual el correísmo se ahonda aun más en su propia crisis de credibilidad.

Nubarrones en el horizonte

Dos izquierdas políticas de importancia existen en Ecuador, una político institucional, la Revolución Ciudadana, y otra político social, la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE). Una con presencia y en disputa permanente por las instituciones y otra con músculo social movilizador. Los errores de campañas ponen dejan en este momento a ambos ejes de intervención política muy tocados tras los resultados del pasado domingo.

Como sorteará la indudable crisis interna que seguramente se le avecina a la Revolución Ciudadana tras su tercera derrota electoral consecutiva, en esta ocasión por “goleada”, tras haber sido la fuerza hegemónica en el país durante los años anteriores es una pregunta todavía sin respuesta. Unos hablan de un posible riesgo de implosión interna, otros de la necesaria renovación de sus cargos dirigentes en dicha corriente política e incluso hay quienes indican de posibles futuros escenarios de rupturas en territorios determinados ante las elecciones seccionales que tendrán lugar en el país dentro de dos años. Todo en estos momentos es incertidumbre, especulación y evidentemente una grieta por donde el aparato mediático y gubernamental actua como herramienta para intentar agudizar fisuras.

Y de igual manera sucede en el movimiento indígena, donde su actual dirigencia, comprometida en la lucha contra las políticas neoliberales en el país, apoyaron contra “viento y marea” la candidatura de Luisa González en la segunda vuelta. Ahí, en ese ámbito menos funcionarial y más militante, en el segundo semestre de este año deberá tener lugar el Congreso de la CONAIE para la elección de nuevas autoridades del movimiento indígena, momento en el que Leonidas Iza -actual presidente de la organización- y su equipo deberán hacer frente a los sectores indígenas más conservadores que financiados por el gobierno de Noboa se oponían al pacto con el correísmo y ahora planifican el asalto a la dirección del movimiento social más importante del país. Un hipotético triunfo de los opositores a la actual dirección de la CONAIE supondría la entrega, bajo prebendas, al gobierno de la única organización social en el país con musculatura para construir resistencias contrahegemónicas a los envites neoliberales por llegar durante el próximo período de mandato noboista.

Así las cosas, lo sucedido el pasado domingo debería analizarse en toda su profundidad, la cual va mucho más allá de lo electoral. Bajo la hipótesis del peor escenario en estos momentos posible pero perfectamente factible dada estado de situación, una crisis interna que debilite aun más al maltrecho correísmo sumada a una derrota de los sectores con compromiso con la lucha popular y social al frente del movimiento indígena, supondría dejar convertido en un erial a la izquierda política y social del país durante la próxima década. Todo ello además inmersos en un proceso de nueva constituyente, ya anunciado con carácter de urgencia por los voceros del gobierno de Daniel Noboa, que implicará un fuerte retroceso de las conquistas sociales plasmadas en la aun vigente Constitución de 2008.

La pregunta

¿Hay alguna manera de escapar de la espiral de demencia suicida que emana de la senescencia de Occidente?

por Franco ‘Bifo’ Berardi

Hace unos días recibí la invitación de una asociación estadounidense para participar en una convención que se celebrará en Chicago los días 5, 6 y 7 de abril. El tema de la convención es “¿Existe una izquierda en el siglo XXI?”. Respondí rápidamente:

“Por desgracia, mi salud es tan precaria que no puedo abordar el viaje a Chicago. Así que no podré estar con ustedes en persona. Sin embargo, escribiré un texto y lo publicaré antes de abril para que puedan leer mis reflexiones si les interesa conocer mi opinión. Gracias por la invitación”.

Francamente (más allá de mi fragilidad física), no tengo ningún deseo de ir a Estados Unidos, a ese país aterrador donde una mafia de racistas agresivos gobierna a una población de individuos infelices que viven en una frenética competencia por la supervivencia.

Sin embargo, la cuestión que se debatirá en dicha convención es un buen punto de partida para una reflexión muy necesaria sobre el futuro (o el no futuro) de la subjetividad social en este siglo. Aqui esta mi respuesta.

Una pregunta equivocada

¿Existirá la izquierda en el siglo XXI? Mi respuesta es: esta pregunta no me parece interesante. El significado mismo de la palabra izquierda se ha perdido porque, con la excepción quizás de algunos países como España, la mayoría de quienes han formado parte de gobiernos de centroizquierda en los últimos treinta años han traicionado completamente a la clase trabajadora y a la sociedad en general. Además, el mundo en el que la palabra izquierda significaba algo ha desaparecido.

En Estados Unidos, en el Reino Unido y en la mayoría de los países europeos, la izquierda ha sido la punta de lanza de la devastación neoliberal de la vida social. La función de Blair, Schröder, Hollande y los demás socialdemócratas que gobernaron en los años noventa y en la primera década del nuevo siglo fue devastar las condiciones de vida de la sociedad en favor del lucro y la competitividad, privatizar los servicios públicos y favorecer la transferencia de dinero de los trabajadores a los ricos. También la política racista de rechazo a los inmigrantes ha sido concebida y diseñada por políticos como el italiano Marco Minniti (excomunista, entonces ministro del Interior en un gobierno de centroizquierda, arquitecto de la política de deportación de los migrantes que inspira a Meloni y a Trump).

En Estados Unidos, los gobiernos de Clinton, Obama y Biden se han alineado perfectamente con la política conservadora de agresión imperialista. Como resultado, se puede decir que en todo Occidente el centroizquierda ha sido responsable de la desilusión generalizada que llevó a muchos votantes a abandonar la izquierda y a volcarse al nacional-liberalismo emergente que finalmente culminó en la furia trumpista.

Los nazi-libertarios están restaurando un régimen esclavista y empujando a Occidente hacia la agresividad nacional y la guerra. Pero la razón del ascenso de esta ola ultrarreaccionaria reside en la traición de la autodenominada izquierda. Por lo tanto, ¿por qué debería preocuparme por el destino de una clase política que, autodenominándose de izquierda, ha seguido las mismas políticas de la derecha?

La pregunta interesante hoy no es: ¿existe una izquierda en nuestro futuro? La pregunta interesante es si nuestra existencia social encontrará o no una manera de escapar de la agresión en curso y del retorno de la esclavitud, del terror social, de la militarización y de la guerra. ¿Encontrará la vida social una vía para la subjetivación social? ¿Surgirá un movimiento (consciente, colectivo y solidario) en el contexto actual de competencia, depresión, pánico y deserotización de la vida social? Esta es la interesante pregunta que intento contestar.

Pánico

Una ola psicótica recorre la sociedad occidental: la causa de la psicosis de pánico masiva es una especie de colapso senil de la mente occidental.

¿Qué es el pánico? En el último capítulo de ¿Qué es la filosofía? Deleuze y Guattari reflexionan sobre el envejecimiento y hablan de la senescencia en términos de la relación entre el orden y el caos: “ (…) Un poco de orden para protegernos del caos. Nada es más angustioso que un pensamiento que se escapa a sí mismo, que las ideas que se escapan, que desaparecen apenas formadas, ya erosionadas por el olvido o precipitadas en otras que ya no dominamos (…) infinitas variabilidades, cuya aparición y desaparición coinciden (…)”.

“Caos” se define aquí en términos de velocidad, de aceleración de la infoesfera en contraposición a los ritmos lentos de la razón y de la mente emocional. Cuando las cosas empiezan a fluir tan rápido que el cerebro humano se vuelve incapaz de elaborar el significado de la información, debido al caos, entramos en el estado de pánico. Pánico es la incapacidad de tomar decisiones porque lo que sucede a nuestro alrededor es demasiado rápido, demasiado complejo, y por lo tanto indecidible.

El pánico explica el comportamiento actual de la Unión Europea inconsistente hasta el punto de la demencia. Para complacer al amo estadounidense (Biden), hace tres años los líderes europeos decidieron empujar al pueblo ucraniano a la guerra contra Rusia. Rompieron el vínculo económico con Rusia y se pusieron en modo belicista, apoyando y armando el nacionalismo ucraniano. Fue una decisión suicida porque el propósito de Biden era romper la relación económica entre Europa y Rusia, y derrotar a Alemania. Alemania ha sido derrotada, Ucrania ha sido destrozada. Europa ha sido empujada al borde del abismo.

Luego, el amo estadounidense (Trump) traicionó la causa ucraniana y abandonó a los europeos a su suerte. Millones de personas han abandonado Ucrania, innumerables jóvenes han muerto en las trincheras del Donbás. Los ucranianos están derrotados, empobrecidos y humillados. Los europeos se encuentran en una trampa. Tras caer en una crisis de pánico, Macron, Starmer, Merz y Ursula von der Leyen decidieron hacer algo inútil, peligroso, destructivo y autolesivo: una enorme inversión de dinero para el rearme del continente.

¿Qué hacer en una situación de pánico? Mi sugerencia es que no se tomen decisiones, que no hay que centrarse en el torrente de información, sino que hay que respirar hondo y renunciar a la acción. Los líderes europeos, por el contrario, decidieron lanzar un plan masivo de rearme y reconversión militar de la industria automotriz.

¿Se quedarán los rusos de brazos cruzados mientras los europeos se arman hasta los dientes, o decidirá Putin atacar a Europa antes de que esté lista para la guerra?

La rusofobia generalizada de los líderes europeos corre el riesgo de convertirse en una profecía autocumplida. Mientras los europeos se apresuran a tomar las armas por temor a la agresividad rusa, tengo miedo de que los rusos no se queden esperando perezosamente el rearme completo de los europeos.

Depresión

Según los psiquiatras, la depresión es la patología predominante de la generación que aprendió más palabras de una máquina que de la voz de su madre. La depresión es desagradable, es dolorosa; bueno, la depresión es depresiva. Así que harías casi cualquier cosa para liberarte de sus garras. Resulta que la movilización agresiva de energías mentales puede ser una terapia para la depresión.

Hitler lo sabía. A los alemanes deprimidos, humillados tras la Primera Guerra Mundial, les dijo: “No se consideren trabajadores derrotados, considérense guerreros. No se consideren humillados. Considérense humilladores”. Él ganó las elecciones, y los alemanes arrastraron a Europa a la pesadilla de la Segunda Guerra Mundial.

La autoidentificación agresiva, la movilización nacionalista y el patriotismo actúan como una terapia de anfetaminas para la mente deprimida. Esta terapia funciona por un tiempo. Luego, se cae en tragedias abismales. Por eso la ola psicótica de la senescente cultura occidental converge con las decisiones políticas de una parte importante de la nueva generación.

Como pueden ver, la pregunta interesante no es si existirá la izquierda en el siglo XXI, sino cómo escapar de la reacción del ciclo pánico-depresivo que estalló abruptamente en 2025.

¿Es posible iniciar un proceso de subjetivación consciente y autonomía social?

Deserción masiva

Mis viejos amigos pacifistas expresan su consternación porque no hay movilización política contra el rearme de la Unión Europea ni manifestaciones masivas contra la creciente militarización de la economía y del discurso público.

Entiendo su consternación, pero sé que desde el 15 de febrero de 2003, tras la enorme movilización mundial contra la guerra de Irak, el movimiento pacifista se ha disuelto. En aquella ocasión, el pacifismo no pudo detener la guerra, y hoy cuesta creer que las manifestaciones y las protestas sean útiles para frenar el frenesí.

La locura de los belicistas europeos no tiene su raíz en una estrategia política, sino en el colapso mental de la cultura occidental, incapaz de afrontar su propio declive irreversible. Y (obviamente) tiene su raíz en los intereses del complejo militar industrial.

Lo que necesitamos es mucho más que manifestaciones y protestas. Lo que la vida social necesita es una forma de escapar de la militarización de la sociedad europea. Lo que se necesita es una ola masiva de deserciones. Deserción de la guerra, pero también deserción de la economía de guerra y de la obsesión nacionalista.

Obsesión

El año 2025 marca un antes y un después. En el siglo pasado, el marco de la subjetivación social era la lucha de clases: el internacionalismo y la solidaridad obrera contra la explotación.

Ya no. El marco ha cambiado porque la conciencia social se ha hiperfragmentado, el tiempo social se ha celularizado y el semiocapital ha transformado el proceso de producción en una recombinación de fractales vivos. La solidaridad se ha borrado de la vida social debido a la precarización del trabajo.

La precariedad, el aislamiento y la soledad han desatado una ola de angustia mental y de disforia. La subjetivación social ha pasado del ámbito del conflicto social al de la psicobiopolítica. A nivel global, la identificación biológica (racial, étnica, nacional) ha sustituido a la solidaridad social. La pertenencia ha sustituido a la conciencia. La ferocidad y la lucha por la vida han sustituido al conflicto para la redistribución de la riqueza social. En consecuencia, la supervivencia y el genocidio son los puntos cardinales del nuevo mapa biopolítico.

Consciencia y psicosis

La conciencia (conciencia de sí mismo y del otro) está criminalizada: woke es la palabra clave de esta criminalización. Estar despierto (consciente) significa ser débil: la generación que algunos sociólogos llaman “generación del copo de nieve” [en España es más usual el término “generación de cristal”] es tan frágil porque los jóvenes asumen la responsabilidad de la colonización blanca y piensan en la sexualidad en términos de elección y no en términos de la supremacía natural del hombre.

Si quieres ser fuerte, olvídate de la conciencia, confía en Trump y en el dinero. Si quieres ser fuerte, olvídate del pensamiento y cree (en Dios, en la nación, en la supremacía blanca, en la civilización superior de Occidente).

En 1919, Sandor Ferenczy dijo que el psicoanálisis era incapaz de tratar la psicosis de masas. La política también. Todo el mundo sabe lo que sucedió en Europa después de 1919. Un siglo después, estamos en el mismo punto. Ahora surge una pregunta: ¿es invencible el Reino de Trump? No lo creo. Creo que los monstruos no van a triunfar para siempre porque en todo el mundo han puesto en marcha un proceso de desintegración general: la desintegración del Estado, la desintegración de la civilización social, la desintegración del medio ambiente.

El orden occidental se está desmoronando y se derrumbará. La cuestión que tenemos que investigar es la siguiente: ¿puede surgir una subjetividad colectiva y solidaria desde las ruinas de la civilización?

Desintegración

Desintegración del mapa geopolítico, del sistema social y del cerebro senil de Occidente. La integración económica del Sur (BRICS) es un peligro para el senil mundo occidental. La inminente crisis del dólar como centro del sistema financiero global y el declive demográfico del hemisferio norte han empujado a Estados Unidos a abandonar el proyecto de globalización que fue el eje estratégico de los últimos treinta años (el llamado Imperio). Ahora apuestan todo a la alianza con Rusia por la supremacía blanca.

El trump-putinismo es el proyecto de restauración del suprematismo blanco, la división del mundo en zonas de influencia hipercolonialista, la liquidación de la democracia liberal y el inicio de un proceso de devastación extractiva de los recursos del planeta.

Genocidio, deportación y detención de la población migrante, esclavitud masiva, destrucción definitiva del medioambiente: todo esto ocurrirá bajo la hegemonía de Trump-Putin.

¿Funcionará este proyecto? ¿Controlará la mafia depredadora los flujos caóticos de terror, sufrimiento y guerra que implica la desintegración en curso?

Desmoronamiento del orden, colapso inminente del medioambiente y de la economía. Trauma: este es el panorama del siglo.

Trauma

En la densa red de la obsesión, es posible percibir las señales de un colapso inminente, un trauma del futuro. El trauma suele estar vinculado a una experiencia pasada de pérdida o violencia. Ahora, por primera vez, nos enfrentamos a un trauma inverso: el trauma del colapso inminente e inevitable que atormenta la mente y el cuerpo de los jóvenes de todo el mundo.

La generación disfórica, que ha crecido en un estado de aislamiento físico y parálisis emocional, está traumatizada por la indescriptible percepción de una catástrofe inminente. Saben que el planeta es cada vez más incompatible con la vida humana. Sienten que los adultos se han vuelto incapaces de evitar el catastrófico cambio climático. Sufren su condición de soledad y son cada vez más incapaces de gestionar su propio cuerpo sexual. Finalmente, se ven abrumados por la intensificación de la estimulación infoneural.

La generación del copo de nieve está traumatizada por algo que aún no ha sucedido, pero que se percibe como inminente, y un proceso de subjetivación solo puede basarse en esta experiencia común del trauma futuro. El desenlace de todo ha provocado un trauma que es el punto de partida del siguiente proceso de subjetivación.

¿Cómo construir un sujeto activo y consciente a partir de un trauma?

¿Hay alguna manera de escapar de la espiral de demencia suicida que emana de la senescencia de Occidente?

Esta es la pregunta que necesita respuesta.

Ecuador: un proceso electoral sembrado de dudas

Este domingo, 13 de abril, Ecuador decidirá en las urnas quién ejercerá como máximo mandatario del país durante los próximos cuatro años. Los sondeos de opinión manifiestan un empate técnico entre las candidaturas del magnate presidente conservador Daniel Noboa y la opositora progresista Luisa González.

Por Decio Machado

Investido como máximo mandatario el 23 de noviembre de 2023, Daniel Noboa encabeza un gobierno transitorio carente de éxitos en su casi año y medio de gestión presidencial.

De la crisis multifacética que hoy flagela al Ecuador, la inseguridad ciudadana y la crisis económica son las dos principales preocuaciones ciudadanas. Respecto a la primera cuestión y tras incrementar el IVA del 12% al 15% en abril del pasado año con el objetivo de fortalecer la recaudación fiscal para reforzar el combate al crimen organizado, este primer trimestre del 2025 marca los indicadores de violencia y homicidios intencionados más altos de la historia del país. En lo concerniente al ámbito económico, en un país que hoy es 10 puntos porcentuales más pobre de lo que era diez años atrás, durante el período de gestión noboísta se registra una pérdida de cerca de 300 mil empleos adecuados y un incremento proporcional del empleo informal en el país. De hecho, lo que salvó la economía nacional durante el año 2024 fueron los 6.500 millones de dólares que ingresaron al país en concepto de remesas provenientes de la migración ecuatoriana en Estados Unidos, rubro superior a los 5.800 millones de dólares provenientes de organismos multilaterales durante ese mismo año y producto de la política de endeudamiento acelerado que viene teniendo lugar en Ecuador.

En este pequeño país andino, cuyo número de habitantes ronda los 18 millones de personas, 450.000 mil niños y adolescentes de entre tres y diecisiete años están fuera del sistema escolar;  el Ministerio de Inclusión Económica y Social le adeuda seis meses de sueldos a sus educadores;  el sistema público de salud se encuentra inmerso en una crisis de fase terminal con hospitales desabastecidos de los médicos y medicamentos necesarios; los derrames de crudo se suceden uno tras otro con cada vez mayor impacto ambiental fruto de la falta de inversión para el mantenimiento de las cada vez más deterioradas instalaciones y oleoductos petroleros; la infraestructura vial, portuaria y aeroporturia se encuentra cada vez más deteriorada; el indicador de pobreza se elevó hasta alcanzar al 28% de la población y el de extrema probeza el 12,7%.

Pese a ello, a pocos días de la jornada electoral de balotaje, todos los sondeos de opinión sitúan las diferencias entre los dos candidatos presidenciales -Daniel Noboa y Luisa González- dentro del margen de error del ±3%, preveyéndose un “desenlace foto finish”.

Este clima de incertidumbre política se enmarca en lo que ha sido la campaña electoral más turbia que ha tenido lugar en Ecuador desde el año 1979, momento en el que el país volvió a la democracia tras casi una década de dictadura militar.

Pese a su corto período de gestión, Noboa hoy controla todos y cada uno de los poderes del Estado y el conjunto de instituciones de control de la democracia. A la par, la estrategia de comunicación noboista ancló una de sus aristas en la cooptación de los principales medios de comunicación del país mediante contratos para el pautaje de distintas campañas de propaganda gubernamental.

Así las cosas, esta campaña electoral se ha caracterizado por la complicidad de los órganos de control electoral -especialmente del Consejo Nacional Electoral y Tribunal Contencioso Electoral- con la estrategia electoral de la candidatura de Daniel Noboa por su reeleción presidencial. Enmarcado en lo anterior, a finales del pasado mes de noviembre el Tribunal Contencioso Electoral descalificaba sin mayor justificación la candidatura de Jan Topic, otro joven millonario heredero de un imperio económico vinculado al sector tecnológico, que se presentaba como principal rival y divisor del voto de Daniel Noboa dentro del ámbito ideológico conservador. De igual manera y pocos días después, el Consejo Nacional Electoral y la Corte Constitucional del Ecuador autorizaban al mandatario vulnerar el artículo 93 del Código de la Democracia, el cual establece que todos los funcionarios que opten por la reelección inmediata al mismo cargo deben solicitar una licencia sin remuneración desde el inicio de la campaña electoral.

En paralelo y mientras el candidato-presidente Daniel Noboa ejercecía su campaña haciendo uso, sin pudor alguno, del patrimonio público para fines personales-electorales, el conjunto de los medios de comunicación más importantes del país se alineaban en torno a un relato -carente de respaldo probatorio- que vinculaba a la candidata Luisa González y su entorno político con las redes delincuenciales del narcotráfico que hoy operan en el país.

Régimen de guerra

Entender como, con la complicidad de las instituciones responsables, se llegó a la violación sistemática de la normativa electoral y del orden constitucional vigente durante la actual disputa presidencial, pasa por comprender el proceso de consolidación de un “regimen de guerra” al interior del país durante el actual mandato noboísta.

En respuesta a la espiral de violencia que transversaliza al país, el 9 de enero del pasado año el presidente Noboa declararía de forma oficial la existencia de un “conflicto armado interno”. Mediante el decreto ejecutivo se dispuso la movilización e intervención de las Fuerzas Armadas, en apoyo a la Policía Nacional, para combatir “el crimen organizado transnacional, organizaciones terroristas y  los actores no estatales beligerantes”.

Lo anterior permitió la militarización del país, el fin de toda movilización social en espacios públicos y la escalada de una “guerra sucia” contra el narco que tuvo su momento de climax en diciembre del pasado año, con la desaparición forzada y posterior ejecución extrajudicial de cuatro niños pobres de origen afroecuatoriano a manos de un escuadrón militar que patrullaba un barrio periférico urbano marginal de la ciudad de Guayaquil. Con posterioridad a dicho caso, se desvelaron múltiples denuncias de características similares que englobarían una treinta de falsos positivos distribuidos por diversas ciudades del Ecuador.

En encubrimiento sistemático por parte del Ejecutivo y la Fiscalia General del Estado de este tipo de casos conllevaría la fidelización de las Fuerzas Armadas a la figura del presidente Noboa, así como el consiguiente resquemor a que ante un posible cambio de gobierno se inagurasen sin número de procesos de investigación que develaran múltiples casos similares.

En un país en crisis profunda e incapaz de mantener el orden interno, las fronteras entre lo económico, lo democrático y lo militar se hicieron rápidamente cada vez más difusas, alterándose tanto la retórica política como las prácticas represivas que terminarían consolidando un “régimen de guerra” enmarcado en la creciente militarización de la vida económica, social e institucional, así como en la creciente alineación de estas con las exigencias de la seguridad nacional.

Lo anterior implicaría, no solo un recorte de libertades bajo los criterios de un estado de excepción permanente, sino también el sometimiento en la práctica de los distintos poderes del Estado e instituciones autónomas al poder Ejecutivo.

Es a partir de ahí donde establece una clara conexión entre el ethos militarista de parte de una sociedad transversalizada por el miedo, tanto a la inseguridad como a un futuro carente de horizonte económico positivo, y el apoyo de esta a las jerarquías sociales dominadas por una fracción de las élites que capturó el Estado y puso a su servicio.

Legitimidad del proceso electoral

En este contexto y más allá de la cancha inclinada en la que tuvo lugar esta disputa electoral, existe un miedo generalizado en amplios sectores de la sociedad ecuatoriana respecto a que su voluntad expresada en las urnas no sea respetada.

Todo régimen de guerra actua en contra del principio de la división de poderes y los “checks and balance” establecidos en todo Estado moderno y reconocidos en la carta magna ecuatoriana. A su vez, todo régimen de guerra tiende a la centralización y concentración del poder bajo lógicas autocráticas, atenta contra los principios de transparencia y se transforma en herramienta de destrucción de los fundamentos de la democracia.

Más que por convicción ideológica, son estos los factores que llevaron al movimiento indígena y a otras organizaciones sociales y populares a determinar su apoyo en segunda vuelta a la candidatura correísta encabezada por Luisa González. Pero a su vez, son estos factores también los que generan dudas sobre la “limpieza” en el recuento de votos que tendrá lugar el próximo domingo, máxime en una coyuntura donde la diferencia de entre una y otra candidatura en primera vuelta fue inferior a veinte mil votos.