Rusia: La perpetua conspiración «trotskista»

Por Ilya Budraitskis

¿Por qué la propaganda rusa ha atacado al «trotskismo» durante más de 20 años de gobierno de Putin? ¿Cómo se relaciona su fijación con el «trotskismo» con el contexto ruso? El teórico político Ilya Budraitskis rastrea los orígenes de las teorías conspirativas del KGB.

Vladimir Putin se refirió recientemente al trotskismo como una «mala teoría» basada en la idea de que «el objetivo no es nada, el movimiento lo es todo». A lo largo de su presidencia, Putin ha repetido a menudo esta extraña fórmula, que al no tener nada que ver con las opiniones originales de León Trotsky ayuda a comprender mejor la propia psicología de Putin. Por ejemplo, los objetivos de la sangrienta guerra que libra desde hace dos años siguen siendo incomprensibles para cualquiera, incluidos los que ahora mueren por ellos. Hace casi una década, Ilya Budraitskis analizó en detalle la paradójica fijación de Putin por un imaginario «trotskismo». Este análisis sigue siendo actual.

Hablando en una reunión de su Frente Popular de toda Rusia hace un par de días, Vladimir Putin dijo: «Trotsky tenía este [dicho]: el movimiento lo es todo, el objetivo final no es nada. Necesitamos un objetivo final». La proposición de Eduard Bernstein, citada erróneamente y atribuida por alguna razón a León Trotsky, es probablemente el recurso retórico más común del presidente ruso. Lleva muchos años repitiéndola ante audiencias de periodistas y funcionarios mientras habla de política social, retrasos en la construcción de las obras olímpicas o el descontento de la llamada clase creativa. «La democracia no es anarquismo ni trotskismo», advirtió Putin hace casi dos años.

Las invectivas antitrotskistas de Putin no dependen del contexto ni están influidas por su audiencia, y mucho menos son amenazas veladas a los pequeños grupos políticos que hoy en Rusia se reclaman herederos de la IV Internacional. El trotskismo de Putin es de otro tipo. Sus causas no se encuentran en el presente sino en el pasado, enterradas profundamente en el inconsciente político de la última generación de la nomenklatura soviética.

El extraño mito de la conspiración trotskista, que surgió hace décadas, en otra época y en otro país, ha experimentado un renacimiento a lo largo del gobierno de Putin. Percibiendo, al parecer, la debilidad personal del presidente por el «trotskismo», medios de comunicación serviciales y expertos corruptos han convertido este trotskismo en parte integrante del gran estilo propagandístico. Hasta su muerte, el infatigable «trotskista» Boris Berezovsky tejió su sucia red desde Londres. Hasta que se convirtió en un patriota conservador, el incendiario «trotskista» Eduard Limonov sedujo a los jóvenes con el extremismo. Los «trotskistas» camuflados de las administraciones Bush y, más tarde, Obama han seguido sembrando la guerra y las revoluciones de colores. Desenmascarar a los «trotskistas» se ha convertido en un ritual tan importante que, para la buena suerte, por así decirlo, el famoso Dmitry Kiselyov decidió lanzar un nuevo recurso mediático invocándolo. ¿Cuál es la historia de esta conspiración? ¿Y qué tienen que ver con ella los trotskistas?

Las teorías de la conspiración son siempre conservadoras por naturaleza. No ofrecen una valoración alternativa de los acontecimientos, sino que, constantemente tardías, van detrás de ellos, inscribiéndolos a posteriori en su propia lectura pesimista de la historia. Así, en sus Memorias que ilustran la historia del jacobinismo (1797), el sacerdote jesuita Augustin Barruel, pionero de la moderna teoría de la conspiración, situaba la Revolución Francesa, que ya había tenido lugar, en el catastrófico final de una gran conspiración de los templarios contra la Iglesia y la dinastía capeta. Las teorías de la conspiración masónica cobraron verdadera fuerza a finales del siglo XIX, cuando el apogeo del poder de los masones ya había pasado. Por último, la idea de una conspiración judía adquirió su forma definitiva en Los protocolos de los sabios de Sión, fabricados por la policía secreta zarista a principios del siglo XX, cuando el poder del capital financiero judío ya había sido socavado por el creciente poder del capital industrial. Las teorías de la conspiración siempre han sacado energía de este vínculo distorsionado con la realidad, porque cuantos menos conspiradores se pudieran observar en el mundo real, más audazmente se les podía dotar de increíbles poderes mágicos en el mundo imaginario.

En consonancia con la naturaleza reactiva y tardía de las teorías de la conspiración, el mito de la conspiración trotskista surgió en la Unión Soviética cuando la Oposición de Izquierda, los verdaderos partidarios de Trotsky, hacía tiempo que habían sido destruidos. Sin embargo, a diferencia de las conspiraciones del pasado, generadas por agentes secretos y locos de las letras, los cimientos de la conspiración trotskista fueron colocados ordenadamente por los investigadores de la NKVD. La lógica de espejo distorsionador del Gran Terror dictaba que, aunque los «trotskistas» se ocultaran hábilmente, y cualquier persona pudiera demostrar ser uno de ellos, la conspiración debía ser necesariamente desenmascarada. Una ley no escrita del socialismo estalinista era que la verdad saldría a la luz, y esto, por supuesto, privó a la teoría de la conspiración de su reveladora aura de misterio.

Tras la muerte de Stalin, cuando las Purgas eran cosa del pasado y la sociedad soviética había empezado a inhibirse y a volverse conservadora, el mito de la conspiración adquirió rasgos más familiares. El periodo de estancamiento, con su apatía general, desconfianza y depresión social, fue un caldo de cultivo ideal para la teoría de la conspiración. Hacía tiempo que nadie veía trotskistas vivos y parecía una tontería denunciarlos, pero todo el mundo estaba bien informado sobre los peligros del trotskismo.

 

es historiador y activista cultural y político. Desde 2009 en el Instituto de Historia Mundial de la Academia Rusa de Ciencias, Moscú. En 2001-2004 organizó a activistas rusos en movilizaciones contra el G8, en Foros Sociales Europeos y Mundiales. Desde 2011 ha sido activista y portavoz del Movimiento Socialista Ruso. Miembro del consejo editorial de «Moscow Art Magazine». Colaborador habitual de numerosas páginas web de carácter político y cultural.

Fuente:

https://posle.media/language/en/the-perpetual-trotskyist-conspiracy/

Milei, el anuncio de un futuro distópico

Por Decio Machado / Sociólogo y consultor político

Entre las 2.848 páginas manuscritas en la cárcel italiana de Turi que dejara como legado un enfermizo y bajito recluso de origen sardo, quien fuera condenado por un tribunal fascista bajo la proclama “tenemos que impedir que este cerebro funcione durante veinte años”, aparece el siguiente texto:

«Si la clase dominante ha perdido el consentimiento, o sea, ya no es ‘dirigente’, sino sólo ‘dominante’, detentadora de la mera fuerza coactiva, ello significa que las grandes masas se han desprendido de las ideologías tradicionales, no creen ya en aquello en lo cual antes creían, etc. La crisis consiste precisamente en que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo, y en ese interregno ocurren los más diversos fenómenos morbosos.”

A partir de ahí, Antonio Gramsci crea y desarrolla en sus Quaderni del carcere el concepto de “crisis orgánica”, básicamente una crisis de representatividad, indicando su dimensión de largo plazo y afectación sobre estructuras permanentes de la sociedad. Por ende, las crisis de hegemonía -característica esencial de las crisis orgánicas- abren la oportunidad para la irrupción de un sujeto político nuevo capaz de originar las tensiones sociales y discursivas propias para la construcción de una nueva hegemonía. Para Gramsci, la reconfiguración del universo de los posibles solo es factible en condiciones de crisis y desplazamiento de equilibrios, motivo por lo cual los momentos de excepcionalidad son “momentos comunistas”.

Pese a que lo sustancial de dicha tesis sigue vigente, estamos cada vez más distantes del aquel utópico momento comunista, habiendo quedado atrapados en un intervalo del espacio-tiempo especialmente propicio para la aparición de monstruos y el auge de lo políticamente trágico.

Pues bien, esto es lo que estamos viendo en Argentina y no solamente en Argentina.

Si bien es cierto que el malestar “con” y “en” las democracias contemporáneas es un fenómeno marcado desde el arranque del presente siglo, lo que combina malestar objetivo (contraste entre democracia ideal y una democracia real cada vez más deteriorada) y malestar subjetivo (desafecto ciudadano al sistema y establishment político), también lo es que la pandemia agudizó la frustración colectiva, el desánimo comunitario y la crisis del sistema.

Es en esa insatisfacción, hartazgo y malestar social profundo, combinada con una crisis civilizatoria en la cual se incluyen valores, creencias y proyectos de vida, en la que se ancla el proyecto autoritario de la extrema derecha global y cuya expresión en Argentina encarna la figura de Javier Milei.

Argentina, pese a sus abundantes recursos naturales energéticos y agrícolas, acumula una década de estancamiento económico y una crisis que durante los últimos cinco años impactó negativamente en la capacidad adquisitiva de amplios sectores de la población. Ante esto, ni el modelo económico neoliberal ni la economía kirchnerista ha tenido capacidad de respuesta.

Pese a la sorpresa generalizada por los resultados de las PASO el pasado 13 de agosto, lo realmente sorprendente hubiera sido que el clivaje “lo nuevo vs lo viejo” no se hubiera impuesto a la tradicional fractura “izquierda vs derecha”. De ahí la disparidad sociológica del voto a Milei, donde se combina lo rural y urbano, pobres y ricos, trabajadores de la economía formal e informal, así como ancianos y jóvenes.

Es un hecho que la ultraderecha a nivel global ha conseguido elaborar relatos que, según las particularidades de cada lugar, articulan valores irrenunciables para ciertos sectores. Valores que quedaron menospreciados o ausentes en los discursos del establishment político tradicional. Estos no necesariamente se interrelacionan con sus planes de gobierno, sino que buscan activar otras lógicas más profundas -miedo, odio y frustración- que en el actual entorno de incertidumbres movilizan a la gente.

Pero más allá de lo anterior, el fenómeno de proletarización del voto a la ultraderecha tiene que ver con que la izquierda ha renunciado a una obviedad axiomática fundamental: los problemas que sufren nuestras sociedades derivan de la estructura del sistema político-económico al que estamos sometidos. Desde esa posición conservadora y derrotista, el rol de la izquierda quedó acotado a la defensa desesperada de unos derechos cada vez más menguados con cada nuevo ciclo económico, acomodándose ideológicamente a los términos políticos que paulatinamente van imponiendo capital y mercado.

En el caso argentino, el acomodo del progresismo al “realismo capitalista” permitió que Milei se apropiara de significantes y consignas propias de una izquierda que antaño se reivindicaba transformadora y hoy es parte del statu quo.

Así las cosas, mientras el peronismo tiene como única respuesta a la crisis amortiguar su dolor mediante asistencia económica del Estado, Milei promociona el frame (representación mental) de la injusticia -agenda tradicional de la izquierda- redefiniendo los porqués del desequilibrio social y presentándose como el único capaz de solucionarlo.

Es ahí, en esa asunción de la idea post-política del “no hay alternativa” -acuñado por Margaret Thatcher en los ochenta- donde se enmarca el drama peronista.

Sin alternativas políticas a una crisis de carácter terminal como la que hoy vive Argentina, no queda otra opción que gestionarla a través de medidas asistencialistas que eviten que el empobrecimiento se convierta en indigencia. En paralelo y mientras se cierran los ojos ante desequilibrios macroeconómicos de una magnitud sin precedentes, el déficit fiscal es financiado con una emisión de moneda muy superior a la capacidad productiva de bienes y servicios, generándose una espiral inflacionaria que -de forma gradual- agrava el empobrecimiento. Todo ello con la notoria ilusión de que con el paso del tiempo se superará una crisis para la cual no consideran más vía de solución que las propias del capital: intensificación del modelo extractivo, recortes presupuestarios, reforma previsional y algunas vueltas de tuerca más en la explotación laboral.

Milei ocupa el espacio vacío dejado por la izquierda tras su renuncia al cuestionamiento del sistema, lo cual en un contexto de crisis prolongada carente de solución orgánica, le permitió proyectarse al centro de la escena política argentina. Ante esto la izquierda quedó sin respuesta, pues enfrentar el discurso del odio sin plantear alternativas a sus causas más profundas refuerza su efecto entre las mayorías silenciosas carentes de expresión pública.

El exitoso impacto del discurso de Milei está más relacionado con las emociones que con sus propuestas o ideología. Se trata de una pulsión, que en el actual marco de indignación generalizada, incita a la apuesta por algo diferente.

Milei no necesita de la razón como elemento vehiculizador o motivador del voto. Es por ello que le basta con posicionar ideas simplistas como resolución de graves problemas estructurales de la economía argentina, tales como dolarizar la economía, privatizar las empresas públicas o “dinamitar” el Banco Central. Lo que en paralelo combina con la construcción populista de un “otro” como enemigo, en este caso la “casta política”, instalando además una serie de valores ultraconservadores de perfil involucionista para terminar de redondear su relato.

Pero más allá del histrionismo y discurso agresivo propio de los líderes de la ultraderecha, su puesta en escena es coherente con la coyuntura política existente. Ante la normalización de la corrupción institucional, la falta de respuestas desde el establishment político a las demandas populares, el agotamiento de un modelo económico sin soluciones ante una crisis eterna o la carencia de propuestas que aunque sean utópicas nos hagan creer en un futuro mejor, Milei aparece como una excepcionalidad que plantea -más allá de lo excéntrico y regresivo de sus propuestas- alternativas que aparecen como radicales y encarnan la rebeldía ante un sistema generador constante de injusticias. Es decir, todo aquello que tiempo atrás representó la izquierda transformadora.

Dicho esto, tomemos la propuesta de la pretendida dolarización de la economía cuyo referente es el modelo ecuatoriano, eje central de la campaña de Milei y sobre la cual sustenta tanto el cierre del Banco Central como el fin de una inflación en crecimiento continuo, para denotar la falta de solvencia y la inconsecuencia de sus argumentaciones.

Vale señalar como primera cuestión, las notables diferentes existentes entre las economías de Argentina y Ecuador. Ni la estructura del PIB, ni el volumen de los mercados, ni los productos de exportación, ni los principales socios comerciales son coincidentes.

Mientras los principales productos de exportación del Ecuador son el petróleo, el camarón y el banano; Argentina exporta maíz, harina y aceite y otros derivados de la soja. Similar disparidad existe respecto a los mercados de exportaciones entre ambos países, dos de los tres principales países receptores de los productos ecuatorianos -Estados Unidos y Panamá- tienen el dólar como divisa, mientras que el caso argentino expresa una realidad diferente teniendo a la cabeza del ranking de demandantes a Brasil y China.

Pero más allá de lo anterior, si bien es cierto que la dolarización trajo estabilidad a la economía ecuatoriana, también lo es que limitó las tasas de crecimiento económico del país, es decir, su capacidad de desarrollo. Lo que genera desempleo, altos índices de pobreza y descontento social. Valga como ejemplo indicar que Ecuador es uno de los pocos países cuya economía no recuperó sus niveles previos a la pandemia.

Por si esto fuera poco, la pérdida de soberanía monetaria implica una renuncia al principal mecanismo de coordinación social y económica de un país, limitándose la capacidad operativa de su gobierno en condiciones de estancamiento o crisis económica.

En paralelo, la experiencia ecuatoriana demuestra que la dolarización requiere de mucha disciplina fiscal y cuentas públicas equilibradas, complejizando el uso de las reservas internaciones existentes en el banco central en caso de ser necesarias.

Como quinto elemento de riesgo destacado a señalar, la dolarización implica un equilibrio permanente entre la salida y entrada de moneda en la economía nacional, algo complejo para países sometidos a la volatilidad de precios de los commodities y con alta vulnerabilidad a shock externos.

La repercusión inicial de la dolarización sobre las remuneraciones de los trabajadores es otro elemento importante a considerar, pues convierte a estos en salarios miseria, obligando a la población a pasar por un período transitorio de alto sufrimiento. Al Ecuador le costó años de dignificar los salarios a través de su incremento paulatino.

Por último, la dolarización eleva la estructura costos en el sistema productivo nacional, lo que hace a la industria poca competitiva, teniendo como resultado procesos de reprimarización económica.

Para terminar un par de apuntes, pese al sorprendente estado de shock en el que vive la clase política, está por ver que Javier Milei gané las elecciones. De hecho, la diferencia entre La Libertad Avanza y Unión por la Patria apenas llega a los 700.000 votos en un proceso que involucró a más de 24 millones de electores, lo que deja abierto el escenario futuro.

Pero si algo diagnostica los resultados del pasado 13 de agosto, es el fracaso de la clase política argentina y en especial el de un progresismo cuyos incumplimientos e inconsecuencias son el caldo de cultivo de la extrema derecha.

Fuente: Revista Coyunturas

 

Entrevista a Roberto Gargarella: «Rawls te espera, como el tango»

Este domingo, 17 de septiembre de 2023, hemos finalmente logrado lanzar a la nueva Babel de internet, tras muchos días de febril esfuerzo editorial, el cuarto número (invierno austral 2023) de Corsario Rojo, la revista trimestral en PDF de la página Kalewche. Entre los ocho textos que conforman la publicación, mayormente ensayos, hay una estupenda entrevista de nuestro compañero Fernando Lizárraga al jurista argentino Roberto Gargarella, que empieza así:

Socialista, marxista, rawlsiano de izquierda y, sobre todo, igualitarista radical, Roberto Gargarella es una de las voces más potentes, eruditas y sofisticadas en el campo académico del derecho constitucional, y también en los debates públicos sobre temas de coyuntura y asuntos de espesor estructural. En la UBA se recibió de sociólogo y abogado; se graduó como Doctor en Leyes por la Universidad de Chicago y realizó estudios posdoctorales en el Balliol College de Oxford. Es profesor en la Facultad de Derecho de la UBA y en la Universidad Torcuato Di Tella. En una entrevista para Corsario Rojo, realizada vía Zoom, recorrimos algunos de los temas centrales de sus obras que, vale decirlo, van mucho más allá del constitucionalismo, el derecho penal y la democracia. Gargarella ha sido uno de los principales promotores de la traducción y difusión de la obra de Gerald Allan Cohen (G. A. o Jerry), su maestro en Oxford, como así también de los principales referentes del marxismo analítico. Además, sus intervenciones sobre la protesta social, como Carta abierta sobre la intolerancia, fijaron una doctrina que, en varios casos, hizo que activistas sociales no fueran condenados por haber ejercido el súper-derecho a la libertad de expresión. Coherente con su visión de que la constitución, o el derecho en general, deben ser resultado de una conversación entre iguales, Gargarella también participó activamente en las audiencias por la ley del aborto en Argentina y en el diseño de la nueva constitución de Chile. Sus principales intervenciones en la prensa gráfica, además de diarios de viaje, notas sociológicas, apuntes teóricos y hasta críticas de cine, pueden leerse y disfrutarse en http://seminariogargarella.blogspot.com.

Queremos expresar, desde Corsario Rojo, nuestra gratitud con Roberto Gargarella por haber aceptado nuestra invitación. Valoramos profundamente su predisposición y gentileza. Va también un agradecimiento, por supuesto, a nuestro camarada Fernando Lizárraga, por haber realizado y desgrabado con tanta seriedad y esmero la entrevista, y por haber escrito las líneas de presentación que preceden a este párrafo.

Una aclaración final: en la edición de la entrevista, hemos procurado respetar el espíritu de la oralidad todo lo posible. Hicimos algunas correcciones o retoques de estilo aquí y allá, pero siempre tratando de no extralimitarnos. Más que la fría perfección, hemos buscado una cálida recreación.

Fernando Lizárraga: Antes de meternos con tu obra El derecho como una conversación entre iguales (2021), nos gustaría remontarnos a aquel libro de 1999, Las teorías de la justicia después de Rawls, que con mucha modestia subtitulaste Un breve manual de filosofía política. Esa obra es, a nuestro juicio, una de las primeras en introducir en Argentina, de manera integral, el repertorio de temas que venía discutiendo el marxismo analítico. Para muchos, seguramente, ese libro fue el primer contacto con esta modalidad del marxismo. Allí, nos enteramos de los debates e ideas de autores como G. A. Cohen, Jon Elster, John Roemer, Erik Olin Wright… Fue, además, una apertura decisiva para conocer y continuar con el giro normativo que experimentaba el marxismo. Vos mismo promoviste la traducción y difusión de la obra de Cohen, en particular. Entonces, con este marco, y habiendo trabajado con varios de los principales exponentes del Grupo de Septiembre, ¿qué balance hacés de aquella experiencia, ahora que algunos de sus principales protagonistas –como Cohen y Wright– ya fallecieron y otros –como Elster y Roemer– están casi retirados? ¿Hay alguna segunda generación? ¿Cuál es el principal legado?

Roberto Gargarella: Yo había conocido la existencia del marxismo analítico de un modo similar, porque me había vinculado con la gente que hacía la revista Zona Abierta en España. Entre ellos, había intelectuales del PSOE que venían de la izquierda marxista, y que después pasaron a una posición social democrática muy moderada. Pero lo más importante es que, durante la primera etapa de la Transición española, publicaron varias revistas espectaculares. Entre ellas Leviatán y la que era más interesante: Zona Abierta. Y Zona Abierta traducía regularmente trabajos importantes de los marxistas analíticos. Un día conseguí un número que editaron Andrés de Francisco Y Fernando Aguiar (que siguen siendo queridos colegas), y se trataba de toda una compilación y traducción de textos del marxismo analítico. Ahí aparecían textos de Elster, de Cohen, de Roemer. ¡Yo no lo podía creer! Fueron al menos dos números dedicados enteramente al marxismo analítico. Y después se publicaron más aisladamente algunos textos de Erik Olin Wright y Joshua Cohen, entre otros. Debo mencionar, además, a un juez liberal-conservador, argentino, muy lector, que tuvo un rol importante en el diseño del juicio a las Juntas: Martín Farrell. Es un hombre cuya función judicial estuvo siempre al servicio de su curiosidad académica. Y aunque tengo muchas diferencias con él, si algo le destaco es que era un tremendo lector. Cuando, para muchos de nosotros, era imposible estar al tanto de las discusiones de afuera, él compraba regularmente libros, que muchas veces luego resumía o criticaba en sus propias publicaciones. En este caso, escribió un librito que se llamaba El marxismo analítico. Y ese fue mi segundo refuerzo, porque allí Farrell presentaba un panorama exhaustivo y vinculaba textos que yo había recibido de manera aislada.

En esos días, yo estaba por irme a estudiar a Estados Unidos. Y, a diferencia de la gente con la que estudiaba, en el grupo de Carlos Nino, que iba en general a Yale; yo varío el eje y me voy a estudiar a Chicago, porque ése era el lugar en donde se habían juntado los marxistas analíticos. Entre ellos estaban Jon Elster y Adam Przeworski. Ahí conocí a fondo ese mundo; me pareció deslumbrante, y a varios de ellos les seguí la trayectoria. Después me fui a Inglaterra a estudiar con G. A. Cohen. De la gente que conocí más y que, según me parecía, tenía un rol centralísimo, creo que los dos pilares del grupo eran Przeworski y Elster. En los 90, ambos me dijeron más o menos esto: Ya está; se terminó. Nuestra intervención cumplió un rol y esa es una etapa superada. Hicimos el aporte que teníamos que hacer. Ellos ya no se consideraban más marxistas analíticos, sino que se consideraban personas de formación marxista que habían aportado la mirada crítica que merecía el marxismo, al que habían tamizado a través de herramientas analíticas. Y también habían sido vanguardia en los estudios de psicología para pensar la alienación, o de nuevas teorías económicas para pensar la explotación. Eso es lo que llamaban marxismo sin bullshit; marxismo sin tonterías. Ellos decían, de modo modesto, que habían ayudado a limpiar el marxismo de varias cuestiones que no sirven más, que no se sostienen más. Y, en todo caso, hay muchas otras cosas interesantes que se mantienen y sobre las que sí merece que sigamos pensando.

Hay un libro de Elster que a mí me gusta mucho, al que considero una obra monumental: Making Sense of Marx. Fue una obra muy criticada por el marxismo tradicional. Pero para mí es un librazo, que me interesó muchísimo, porque ahí hay una cantidad infinita de herramientas analíticas, que nos ayudan a pensar más limpiamente sobre Marx. Más allá que uno pueda estar de acuerdo o desacuerdo en cómo cierra algunos temas, es una obra espectacular, de una erudición increíble, al punto de que es de lo mejor que ha hecho Elster. Después escribió An Introduction to Karl Marx, que terminaba con un capítulo en el que desarrollaba una especie de resumen: qué quedaba vivo y qué no en la filosofía de Marx. Es un texto muy interesante, incluso para publicar como separata. Me parece muy lúcido, sobre todo en torno a cómo algunos estudios contemporáneos podían ayudar a respaldar mucho de lo que decía Marx. Es un gran aporte para seguir pensando. Y esto es consistente con la trayectoria de actores centrales del grupo. Uno de los que no renunció al marxismo, Gerald Cohen, también tiene un escrito que habla del partial demise, el abandono parcial del marxismo, y su puente hacia John Rawls. Y termina considerándose un rawlsiano marxista o rawlsiano de izquierda.

Para seguir leyendo esta entrevista, hágase clic aquí y se accederá al cuarto número de Corsario Rojo.

La política del decrecimiento: tecnología, ideología y lucha por el ecosocialismo

Por Paul Fleckenstein

El decrecimiento ha contribuido al despertar medioambiental del marxismo en las dos últimas décadas. Pero a diferencia de algunos decrecentistas que ven el crecimiento económico como el producto de factores psicológicos o culturales, o de una industrialización no teorizada, el marxismo puede -y debe- teorizar el paradigma del crecimiento como una ideología central de la sociedad capitalista, un mito complejo que presta ropaje democrático al impulso de acumulación. Paul Fleckenstein, miembro de Tempest, entrevista a Gareth Dale sobre la política del decrecimiento y la crítica de la ideología del crecimiento en la sociedad capitalista.

Paul Fleckenstein: Gareth, ¿podrías presentarte tú mismo?

Gareth Dale: Soy profesor de política en una universidad de Londres. Mis investigaciones se centran principalmente en políticas ambientales y en la ideología del crecimiento económico. Milito en mi sindicato y en varias campañas políticas, así como en un pequeño grupo socialista, pese a que la falta de resonancia de las ideas socialistas radicales me quita el sueño alguna que otra noche.

¿Cómo explicarlo? Es interesante estar vivo en esta coyuntura, en la que, si el capitalismo sigue arrasando todo, existe un riesgo acumulativo de múltiples puntos de no retorno que nos hacen trastabillar en el camino hacia el exterminio de millones de especies, incluida tal vez la nuestra. Alternativamente, por supuesto, los movimientos radicales podrían construir y alcanzar una masa crítica, tirar del freno de emergencia y vislumbrar un sistema social diferente, basado en la solidaridad y la planificación, no en la acumulación compulsiva.

P. F.: De un salto has ido a parar directamente al meollo del momento peligroso en que nos hallamos y de la cuestión estratégica de cómo podemos abordar el reto y responder. Decenios de inacción no han hecho más que ampliar la magnitud de la destrucción, a pesar de la retórica verde de las elites.

G. D.: Yo añadiría: la inacción ha afectado a la ciencia climática y al discurso alrededor de la misma. Marginaron a quienes predijeron la terrible amplitud de la destrucción. A comienzos de la década de 2000, cuando empecé a leer sistemáticamente sobre estos temas, las mentes más agudas formulaban a menudo las predicciones más lúgubres. Podían ver cómo el peso del capital, de los Estados y de los intereses asociados a los combustibles fósiles distorsionan las lentes climatológicas, empujando las predicciones hacia el lado complaciente de la escala, en un intento de justificar la lentitud y parquedad de las reformas. Sus predicciones, a veces tachadas de catastrofismo, tenían en cuenta esas presiones, y con razón, como podemos ver ahora a la vista de las crestas montañosas en llamas. Las concentraciones de gases de efecto invernadero están acelerándose incluso en la actualidad: no solo crecen y crecen, sino que su crecimiento es más rápido.

P. F.: Así es. Y todo esto marca el contexto en que surgen las alternativas propuestas ‒y en algunos casos adoptadas‒ por diversos movimientos, como crecimiento verde, justicia climática, el Green New Deal, ecosocialismo y el tema principal de nuestra entrevista, el decrecimiento. Esta última propuesta es más conocida en Europa que en EE UU. ¿Puedes explicar el concepto para quienes no están familiarizados con él?

G. D.: Cada una de estas alternativas abarcan amplios conjuntos de posiciones, muchas de las cuales muestran coincidencias. Sin embargo, mientras que el Green New Deal es en el fondo socialdemócrata, el decrecimiento es más próximo al socialismo utópico, al anarquismo y al populismo (en el sentido de los naródniki rusos). El decrecimiento es una posición ecopolítica asociada a un movimiento más bien difuso. Empezó a formularse a comienzos de la década de 2000 en Francia, una de las razones por las que es más conocida en Europa que en EEUU.

Otras razones incluyen la cultura más radicalmente capitalista de EE UU, que hace del decrecimiento una cima más difícil de escalar. Con su uso prolijo del avión, el consumo de carne y la dependencia del automóvil, además de la calefacción y refrigeración de esas casonas unifamiliares de los extrarradios, las emisiones per cápita de gases de efecto invernadero duplican en EE UU los niveles de Europa. Pero si he calificado de difuso el movimiento decrecentista, debo añadir que está adquiriendo perfil, que su ala socialista es muy prominente y que además gana conversos también en EE UU, siendo el caso más reciente el de la revista marxista Monthly Review.

P. F.: Podemos retomar más adelante las cuestiones relativas al movimiento, pues me pregunto ante todo si podrías explicar cuáles son en tu opinión los planteamientos básicos del decrecimiento en relación con el crecimiento económico a expensas del planeta.

G. D.: En primer lugar, el decrecimiento considera que el crecimiento es consustancial al sistema capitalista y elabora una crítica al respecto. El crecimiento suele enriquecer a los propietarios de bienes y a los ricos, dejando atrás al resto de la población. Y las consecuencias ambientales del crecimiento continuo son desastrosas. Quienes abogan por el decrecimiento están en guardia frente a las fuerzas destructivas que surgen de lo que el marxismo denomina fuerzas productivas.

En segundo lugar, la crítica al crecimiento se basa firmemente en posiciones de izquierda: la profundización de la democracia, el feminismo y el antirracismo. En la medida en que su objetivo es reducir el consumo agregado, tiene en el punto de mira a los ricos y al mundo adinerado.

En tercer lugar, su crítica del capitalismo no se limita a las relaciones de propiedad (propiedad privada frente a propiedad nacionalizada), sino que abarca también la naturaleza y los fines de la tecnología y del consumo. El decrecentismo no acepta que las necesidades y deseos estén anclados en la naturaleza de las personas. Miran con ojo crítico la fabricación de necesidades.

Finalmente, el decrecentismo reconoce que la necesidad humana más básica es la de un planeta habitable. Sus defensores son más austeros, más lúcidos que la mayor parte de la izquierda al reconocer que para hacer frente a las múltiples crisis ambientales hará falta mucho más que la nacionalización del sector energético y que la inversión masiva en energía renovable y coches eléctricos. Exige una reducción extrema del consumo de energía y de la producción material, al menos en el mundo rico, una reducción que, por mucho que se centre en los mayores consumidores de energía, también afectará a la clase trabajadora, sobre todo en lo tocante al consumo de servicios como los viajes en avión y de bienes como la carne de vacuno. La idea del decrecentismo es que en un mundo de lujo público y suficiencia privada, con mayor igualdad y democracia, menos jerarquía y mucho más tiempo libre, algunos productos de consumo se caigan del menú.

P. F.: El decrecentismo rechaza el paradigma crecentista como motor de la política económica nacional, que equipara el progreso y el bienestar social con el aumento del producto interior bruto (PIB). Sin duda existe una ideología del crecimiento que está a favor de seguir como si nada, pero el crecimiento capitalista hunde sus raíces materiales en la propiedad privada, la clase, los mercados y la acumulación. Has mencionado el desarrollo de un ala socialista del decrecentismo, que incluye a Monthly Review. ¿Qué aporta el marxismo al decrecentismo, o qué aporta el decrecentismo al marxismo?

G. D.: El decrecentismo ha contribuido al despertar ambiental del marxismo a lo largo de los dos últimos decenios. Sin embargo, a diferencia de algunos decrecentistas que consideran que el crecimiento económico es fruto de factores psicológicos o culturales, o de una industrialización no teorizada, el marxismo puede ‒y debería‒ teorizar el paradigma del crecimiento como ideología fundamental de la sociedad capitalista, un mito complejo que presta ropaje democrático a la dinámica acumuladora. Pese a que en tiempos de Marx no se utilizaba el crecimiento en su sentido actual, no es difícil hallar en sus escritos una crítica del imperativo del crecimiento. Y seguidores del siglo pasado como Walter Benjamin, Erich Fromm, Herbert Marcuse, André Gorz y Cornelius Castoriadis desarrollaron ideas que, junto con las críticas romántica y religiosas de la modernidad industrial, constituyen la prehistoria del movimiento decrecentista.

La conexión entre la ideología del crecimiento y la acumulación de capital la ven con mayor claridad las y los marxistas que teorizan los regímenes chino y soviético como capitalistas de Estado. Si esos regímenes se consideran socialistas, la dinámica de crecimiento no sería característica del capitalismo. ¿Qué es entonces? No es una coincidencia que uno de los primeros pensadores que identificaron la ideología de la modernidad capitalista como fetichismo crecentista fue un teórico del capitalismo de Estado de Rusia, Mike Kidron, en el año 1966.

Estos son algunos aspectos teóricos que el marxismo puede aportar al decrecentismo, pero ¿qué decir de la práctica? Las corrientes marxistas alineadas con las tradiciones que fetichizan el crecimiento ‒la socialdemocracia, el estalinismo, el maoísmo‒ no simpatizan en su mayoría con la idea del decrecimiento. En cuanto a las y los leninistas, en el sentido que tiene el término para ti y para mí, pienso que nuestra función, además de participar activamente en campañas, consiste en crear un terreno común con fuerzas de izquierda tanto de la corriente descrecentista como de la del Green New Deal. Con unas compartimos el lenguaje de la aspiración utópica, la emancipación humana y la necesidad de aprender el respeto por el mundo natural. Con las otras compartimos el compromiso de impulsar la acción basada en los sindicatos a favor del empleo climático y de una transición justa.

P. F.: A veces, la izquierda muestra una aceptación acrítica de la tecnología capitalista. Bastaría con que se le diera un uso social en vez de dedicarla a obtener beneficios para que permitiera abordar el calentamiento global y tal vez otros problemas catastróficos asociados a los límites del planeta, como la destrucción de los ecosistemas naturales, el agotamiento de las aguas subterráneas y la contaminación por nitrógeno. La electrificación de todo, por ejemplo. ¿Qué tienen que decir de la permanente expansión de la minería colonial encaminada a extraer metales y productos químicos complejos que se precisan para implantarla? Y quienes defienden la energía nuclear, ¿qué tienen que decir de la proliferación de armas y residuos nucleares y de los peligros de la minería de combustible? ¿Pueden hablar de la transición a una sociedad ecosocialista y de hasta qué punto tecnologías altamente productivas, digamos, en la agricultura o la industria manufacturera, pueden aplicarse para fines sociales y no para generar beneficios? ¿Justo cuando se precisa más pensamiento radical sobre tecnologías diferentes, aún más intensivas en mano de obra?

G. D.: “Aceptación acrítica”, eso es, exactamente. En mi opinión, el fetichismo tecnológico es un elemento central de la ideología capitalista, de las fantasías a través de las cuales nos reconciliamos con este sistema brutal y desquiciado. Hallamos esperanza, incluso asombro, en el estilo tecnocéntrico con el que el capital y sus acólitos hacen ver que se enfrentan a la crisis ambiental. Su tecnooptimismo nos ofrece una zona de confort. Podemos seguir volando sin límites porque los aviones volarán con biocombustible y baterías. No hemos de preocuparnos por la quema de petróleo y gas porque la magia tecnológica capturará y almacenará todo el carbono. La navegación marítima sustituirá los hidrocarburos como el hidrógeno. En cuanto a la electricidad, podemos intensificar la fisión nuclear y ¿por qué no apostar también por la fusión nuclear?

La fábrica de noticias produce masivamente notas de prensa de las empresas que difunden los últimos avances: árboles artificiales que absorben el carbono del aire, aviones que funcionan con hidrógeno, etc. Puede que algún día lejano esas cosas funcionen, pero de momento no son más que sueños escapistas de un mundo en que las tecnologías son propiedad del capital, hechas a su imagen y desarrolladas con el fin de generar ganancias y ventajas militares. El mito tecnocrático es que la descarbonización debe basarse en la invención y el despliegue de nuevas tecnologías, rebajando el potencial de la aplicación de las tecnologías existentes y del cambio del sistema social. Nos hacen creer que esas nuevas tecnologías pueden incrementarse simplemente de escala y aplicarse.

Es una mentalidad que refleja nuestra propia condición alienada. Cuando queremos un producto, simplemente pulsamos un botón y como por arte de magia nos lo traen a la puerta de casa en menos de 24 horas. La prehistoria de trabajo y naturaleza del producto ‒la extracción de minerales, la producción, la distribución, etc.‒ están más lejos que nunca.

Como ocurre con la mayoría de ideologías, estas promesas tecnológicas no son bulos. Hay un grano de sentido en cada una de ellas, al menos en términos de ingeniería, pero solo parecen capaces de reducir efectivamente las emisiones de gases de invernadero si se contemplan haciendo abstracción del sistema en su conjunto. Es de perogrullo que los avances tecnológicos permiten mejorar la eficiencia energética, pero en un sistema capitalista esas mejoras suelen malgastarse por los efectos de rebote. Y todas las apuestas tecnoutópicas implican que asumimos que solo el mundo rico seguirá siendo rico.

Veamos unos cuantos ejemplos. Uno es la energía nuclear. Es una industria sumamente centralizada y opaca, un subproducto de la carrera de armamentos, del mismo modo que la fusión nuclear también está estrechamente relacionado con la guerra. Las centrales de fisión generan electricidad cara y residuos peligrosos. Lo lógico sería que la amenaza de un ataque con misiles contra la central nuclear ucraniana de Zaporishya acelerara el abandono de la energía nuclear, pero lo cierto es que la guerra campa a sus anchas, supuestamente por motivos de seguridad energética, incluso entre socialistas.

Aunque pasemos por alto los residuos y el riesgo de daños causados por la guerra, como mínimo deberíamos hacer cuentas. Si el nivel de consumo per capita actual de EE UU se extendiera por todo el mundo (¿acaso no somos internacionalistas?) y se alimentara a partir de centrales nucleares, habría que multiplicar su número por 88. Para visualizar esto, si el número actual de centrales en todo el mundo es de 440, habría que aumentarlo a 38.720, y si además el modelo contempla un crecimiento del PIB, habría que seguir escalando. Incluso si se piensa que la energía nuclear solo debería representar, digamos, una cuarta parte de la energía mundial, el aumento debería ser de varios cientos a casi 10.000 centrales nucleares, situadas en su mayoría a orillas de mares cuyo nivel no deja de subir.

¿Y qué hay del hidrógeno? Hay mucho ruido en torno a su potencial verde, pero la mayor parte del hidrógeno se produce mediante un proceso que emite enormes cantidades de carbono. Menos del 1 % de la producción de hidrógeno es azul, y tan solo el 0,04 % es verde. El hidrógeno azul es un timo para prolongar las perforaciones en busca de petróleo y gas, con montones de fugas de metano y probablemente del dióxido de carbono que se “capturará y almacenará”. Lo que vemos son los intereses del combustible fósil que utilizan el hidrógeno como arma de márketing. Sus campañas de publicidad y su labor de presión comprenden una sustancia sumamente ficticia, el hidrógeno azul, como “puente” bajo en carbono para una imprecisa transición verde en el futuro. El motivo ulterior es contrarrestar y confundir al creciente movimiento contra las perforaciones en busca de petróleo y gas.

O hablemos de la aviación. Hay mucho bombo en torno a los aviones eléctricos, pero estos solo pueden funcionar con pequeños aeroplanos y en cortas distancias. Los biocombustibles sirven, pero compiten con los cultivos de alimentos. Los combustibles de aviación sostenibles (Sustainable Aviation Fuels, SAF) también funcionan, pero no son ninguna varita mágica. En el Reino Unido, una empresa ha conseguido convertir residuos en SAF. Sin embargo, me entrevisté con ella y después hice el cálculo. Incluso si pudiéramos recoger todos los residuos municipales y de las empresas del Reino Unido, la producción anual de SAF no superaría el par de millones de toneladas, mucho menos que la cantidad de combustible consumida todos los años por los aviones en los aeropuertos británicos.

De ahí que una serie de ingenieros serios, quienes contemplan la situación en su conjunto y no exclusivamente la tecnología de que se trate, sostienen que la industria aeronáutica tiene que cerrar en lo esencial: se puede leer en el informe Absolute Zero del grupo de investigación UK FIRES. No son marxistas ni decrecentistas; son ingenieros e ingenieras que se toman en serio la Ley de Cambio Climático del Reino Unido, que obliga al gobierno a dirigir la economía hacia el cero neto de aquí a 2050. Calculan que si se pretende alcanzar este objetivo, es preciso cerrar todos los aeropuertos británicos, salvo los de Glasgow y Heathrow, para el año 2030, y probablemente también estos dos en 2050, y solo entonces, si se dispone de nuevas tecnologías y masas de electricidad renovable, podría procederse a la reapertura de algunos.

Un último ejemplo es el de los vehículos eléctricos. Con respecto a estos productos debemos preguntar: ¿son la clave de una transición verde o simplemente una nueva mercancía que permita que siga rodando la rueda de la acumulación, para asegurar que cada conductor o conductora trasladen dos toneladas de metales y plásticos a dondequiera que vayan, mientras los gobiernos siguen marginando alternativas que reduzcan la demanda de viajes o expandan el transporte público y los carriles bici? Y ¿de dónde sacan la energía los vehículos eléctricos? De baterías, o sea, del litio.

Echemos mano nuevamente de la calculadora. Si se sustituyera la flota automovilística del mundo por vehículos eléctricos, las reservas de litio del planeta se agotarían o bien la extracción del fondo marino llenaría los océanos de residuos. Gran parte de esta actividad reproduce relaciones de imperialismo extractivista. Véase por ejemplo el intento de Alemania de extraer litio de Bolivia. Los tecnofetichistas dirán que “el litio se descubrió como producto químico para las baterías en la década de 1990. Dentro de diez años se habrá descubierto uno nuevo”. Es posible, pero no podemos hacer depender el futuro del planeta de esta clase de especulación.

Estas son cuestiones en las que ecosocialistas y decrecentistas deberían estar de acuerdo. El planteamiento implica insistir tanto en el cierre en los países ricos como en la nueva construcción. Claro que existe una urgente necesidad de más conexiones eléctricas y agua limpia en el Sur global ‒aunque también en el Norte‒ para sacar de la pobreza a millones de personas. Evidentemente, algunos sectores habrán de crecer, pero en los países grandes consumidores de energía es preciso cerrar casi completamente la aviación, así como prescindir de la carne de vacuno y reducir drásticamente el uso del automóvil y de energía en general.

Podemos encontrar cierta inspiración perversa en los EE UU del periodo de guerra. Perversa en el sentido de que todo programa serio de decrecimiento o ecosocialista ha de ser antimilitarista. Pienso más bien en las cosas que expone Mike Davis en su ensayo Home-Front Ecology. Davis relata cómo la vida cotidiana en EE UU cambió durante la segunda guerra mundial. Se abandonaron los coches y se pasó a usar la bicicleta, la gente levantó el pavimento de hormigón de los patios de sus casas para plantar hortalizas. Hoy podemos imaginar cómo la agroecología transforma los extrarradios.

El típico césped, por ejemplo. Actualmente es un monocultivo que se mantiene sin vida mediante herbicidas y plaguicidas. En su lugar, ajardinémoslo, dejemos que brote la vida, plantemos frutales y flores, y en este proceso transformaremos nuestra relación con la naturaleza. Habría más trabajo, pero se produciría una gran cantidad de alimentos, y encima a escala local, sin necesidad de transporte, conservantes, etc. Esto requiere menos tecnología en el sentido usual del término.

Empresas de alta tecnología como Bayer ‒fabricante del plaguicida Roundup‒ verían sus beneficios caer en picado. Pero esto favorecería el desarrollo de lo que el marxismo llama fuerzas productivas. Estas no se centran en la tecnología per se, sino en los conocimientos y las capacidades humanas. Si multiplicamos el ejemplo del césped de las casas unifamiliares del extrarradio podemos imaginar cómo se sustituirá la agricultura industrial por la agroecología y la agrosilvicultura, una transformación que mitigaría notablemente el cambio climático, incrementaría la oferta, la diversidad y la resiliencia de los cultivos, y en general comenzaría a superar la “antítesis entre la ciudad y el campo”. Libros como Braiding Sweetgrass están repletos de sugerencias sobre la manera en que podríamos revolucionar nuestra relación con el mundo natural.

P. F.: Quisiera concluir con algunas palabras sobre la estrategia ecosocialista. Tempest entrevistó hace unos meses a David Camfield, autor de Future on Fire. David destacó, a mi juicio con razón, la importancia de los movimientos de masas y de la lucha por conseguir los cambios económicos y sociales necesarios para hacer frente al calentamiento global. Tú has criticado a una corriente predominante en la política decrecentista radical, el localismo, es decir, el hecho de centrarse en cooperativas, reformas municipales y ayuda mutua. ¿Cómo ves los objetivos del decrecimiento en relación con el reto de construir luchas y movimientos de masas y de hacer frente al poder del Estado?
G. D.: Que quede claro que en mi ensayo publicado en Spectre no pretendía formular una crítica general al localismo. Como puedes ver por mis comentarios sobre los jardines y la horticultura, toda transición ecosocialista implicará la localización de la producción, particularmente de los alimentos. Mi crítica se refiere más bien a quienes, aun criticando con acritud las tendencias de los sindicatos y los socialdemócratas por conformarse con las exigencias del sistema, preconizan una política de decrecimiento en sus formas municipalista y cooperativa. Sin embargo, en este terreno, como en el de los sindicatos, el reto está en actuar de manera que podamos construir movimientos de masas capaces de abrir vías para romper las estructuras existentes.

Del mismo modo que quienes abogan por el Green New Deal pueden aprender el movimiento decrecentista, este debería poner más el acento en la lucha de clases. El crecimiento contra el que luchan es estructural, endémico de un sistema gobernado por una clase de magnates que resultan ser también ávidos consumidores. Nos hallamos en un periodo caracterizado por una amplia conciencia antisistema, pero la lucha antisistema solo cobrará impulso real si es capaz de unir las luchas obreras tradicionales por salarios y condiciones de trabajo con las luchas contra la opresión y la guerra y por la democratización, el medio ambiente, etc.

Así, por ejemplo, en mi lugar de trabajo, una universidad, ahora mismo estoy participando en una lucha sindical por una cuestión salarial y de condiciones laborales, pero también, junto con un grupo de colegas, presionamos a la dirección para que actúe en cuestiones de sostenibilidad. Propusimos ‒con éxito‒ que cuando la universidad paga nuestros viajes a conferencias, insista en que utilicemos medios de trasporte terrestres en vez de aéreos, al menos para distancias cortas.

La cuestión es que debemos hacer más por definir colectivamente cuáles son las necesidades humanas en la época del colapso climático. Demasiado a menudo, todo lo relacionado con el consumo se contempla de un modo dicotómico: la culpabilización moralizante frente al todos queremos más. Hay marxistas que combinan esto último con el hecho de que Marx ensalzara la continua expansión de las necesidades humanas, pero ambas cosas no son lo mismo. Lo que a veces se considera un prometeísmo en Marx es, en última instancia, la fe en la capacidad de la especie humana para definir colectivamente y volver a definir continuamente su propio ser especie, incluida su relación con el medio ambiente. Esta confianza en la capacidad de la humanidad de redefinirse radicalmente es perfectamente compatible con el movimiento decrecentista, al menos en su flanco izquierdo. De hecho, en la época de la crisis climática, la supervivencia de la especie dependerá de esta redefinición.

Conocimiento Libre (o lo que está detrás del Software Libre)

«Todo hacer es conocer y todo conocer es hacer. Todo lo dicho siempre es dicho por alguien»

(Humberto Maturana)

 

«Si tú tienes una manzana y yo tengo una manzana e intercambiamos manzanas, entonces tanto tú como yo seguimos teniendo una manzana. Pero si tú tienes una idea y yo tengo una idea e intercambiamos ideas, entonces ambos tenemos dos ideas»

Georges Bernard Shaw 1856-1950

 

¿Qué es el conocimiento?

  • Para plantear nuestro punto de vista comenzamos por observar que los conceptos de información y conocimiento suelen confundirse, al punto de utilizarse como términos equivalentes. Mientras que la información se compone de datos contextualizados por medio de la semántica, conocimiento es capacidad humana para resolver problemas utilizando información. Por eso, el conocimiento no es un objeto, ni un contenido, ni puede ser apropiado como si fuera un bien material.
  • Adoptamos una de las definiciones de conocimiento sugeridas por Petrizzo [3]: «Reflejo de la realidad objetiva percibida por el hombre a través de sus formas sensoriales y racionales fundamentales, y verificado por la práctica individual».
  • Por otra parte, conocimiento y aprendizaje son dos caras de una misma moneda [2]. El conocimiento es producto y es insumo del proceso de aprendizaje. Producto porque el proceso de aprendizaje conduce a un cultivo del conocimiento, e insumo porque el conocimiento cultivado permite crear el sustrato para el aprendizaje [3].
  • La esencia humana es el conjunto de las relaciones sociales [4]. En ese contexto, el proceso de aprendizaje ocurre no sólo como práctica individual sino también colectiva, y ambas se consolidan mutuamente a través de las comunicaciones interpersonales que ocurren en el desarrollo de las prácticas y en sus cercanías.

¿Qué es el conocimiento libre?

  • «El conocimiento libre es aquel que puede adquirirse libremente, sin requerir ningún permiso, que puede compartirse con otros, puede modificarse de acuerdo a las necesidades, y permite que esas modificaciones se distribuyan de nuevo para beneficiar a todos». Esta definición surge de la ingenua extensión de la idea de software libre. Sin embargo, el conocimiento no es un producto ni una mercancía, y su existencia social escapa a la aplicación de las cuatro libertades.
  • El conocimiento es tratado como producto o mercancía, como consecuencia de las condiciones socio-históricas existentes, y ese tratamiento se concreta sobre los procesos de intercambio del mismo. El conocimiento aparece entonces parcelizado en especialidades que se presentan como «propiedad» de élites económicas o meritorias. De manera que hoy tenemos al conocimiento atomizado de acuerdo a intereses de dichos «propietarios» (y en perjuicio del bien común), con el respaldo de normas legales hechas a su medida (propiedad intelectual, patentes, títulos universitarios, etc).
  • Las restricciones a la libertad que dificultan la creación de conocimiento, se ubican en el ámbito socio-institucional, por medio del paradigma de producción industrial masiva, más conocido como «taylorismo» o «fordismo». Se trata de una cultura o «sentido común» muy arraigado, cuyos orígenes se remontan a una realidad muy distinta de la actual y que afecta a todo tipo de organizaciones.
  • En este contexto, interpretamos el significado del conocimiento libre como la aplicación de más grados de libertad para las personas, en tanto portadoras y creadoras del conocimiento. Implica la superación de su condición de “recursos” asignada por las organizaciones tayloristas, para conquistar la de personas creadoras de conocimiento, quienes desarrollan sus propias redes sociales: las comunidades de práctica..
  • En este sentido, la actual tendencia hacia la libertad del conocimiento implica la liberación de capacidades humanas casi inexplotadas hasta ahora, y cuenta a su favor con la disponibilidad de redes informáticas y computadoras a bajo precio, que han ampliado el horizonte de acción a millones de personas en todo el mundo. De allí provienen la mayoría de los grandes avances actuales del conocimiento informático, y seguramente, los que vendrán.

Referencias

[1] Grupos de trabajo en comunidades virtuales, Robert Lewis
[2] El suicidio de la gestión del conocimiento, Javier Martinez Aldanondo
[3] Conocimiento emancipado para el desarrollo endógeno, Mariángela Petrizzo, Essentia Libre Nº 10
[4] Tesis sobre Feuerbach (6ª tesis), Carlos Marx

Adrián Piva: «El Estado no es la solución»

La teoría económica, incluso el marxismo, ha tendido a separar la política de la economía. Esto condujo a que sectores de la izquierda consideren al Estado capitalista como un ente «exterior», capaz de regular al capital a su antojo. Pero cuando la sociedad capitalista entra en crisis, entra en crisis el conjunto de las relaciones sociales, incluyendo el Estado. No se trata de determinismo económico sino de relaciones de fuerza entre clases.

Entrevista por Martín Mosquera

Adrián Piva es especialista en el estudio de la relación entre modo de acumulación de capital y la dominación política, y uno de los marxistas latinoamericanos más interesantes de su generación. En esta entrevista, explica su comprensión de algunos de los puntos centrales del análisis marxista de la economía.

MM

¿Qué debe entender un marxista por economía? ¿Cuál es el estatus de la economía como tal desde un punto de vista marxista?

AP

Esa es una pregunta difícil de responder. En principio, tendríamos que empezar diciendo que la distinción entre economía y política es relativamente reciente. Es decir, nace con el capitalismo; previamente, esta separación no existía ni en el pensamiento ni en los hechos: explotación y dominación coincidían, del mismo modo en que la dirección y vigilancia del proceso de trabajo son inseparables del proceso de explotación en la fábrica. Además, el aparato de dominio no estaba separado de la clase dominante. La propia clase dominante era la que ejercía el dominio político a través de aparatos, en ciertos casos con un alto grado de centralización.

Por lo tanto, la separación de economía y política aparece con la transición al capitalismo. Pero tenemos que agregar que esta separación es aparente, porque en realidad no hay explotación sin dominación. La unidad sigue estando presente como condición para la reproducción de las sociedades capitalistas. Esto no significa que sea una simple ilusión ideológica o una apariencia subjetiva, sino que es lo que los marxistas llamamos apariencia objetiva. Efectivamente, los fenómenos se presentan de esa manera y el hecho de que se presenten de esa manera tiene importancia para que la sociedad capitalista se reproduzca. Entonces, esta separación entre economía y política tiene esta doble dimensión: por un lado es aparente, hay una unidad de fondo —no habría explotación económica sin dominación política—; por otro lado, cierto grado de separación objetiva es una necesidad para la reproducción del sistema.

En ese sentido, podemos decir que el estatuto de la economía es ambiguo. Ni es una esfera separada como la consideran los economistas, que piensan que puede tratarse como un área particular, con sus propias leyes (leyes además semejantes a las ciencias naturales, etcétera), ni tampoco podemos decir que carece de importancia analizar aspectos específicamente económicos, que no existen dimensiones específicamente económicas, aunque solo es posible comprenderlas en su relación con las dimensiones específicamente políticas.

Un fenómeno como la inflación es interesante para observar esto. Por un lado, pueden verse en la inflación aspectos específicamente económicos, que tienen que ver con fenómenos monetarios, la productividad de la economía, etcétera. Pero, por otro lado, el hecho de que ciertos procesos se desarrollen o no de manera inflacionaria depende en gran medida de aspectos que llamaríamos propiamente políticos: la relación de fuerzas entre las clases, la manera en que se expresa en el Estado, cómo el Estado da forma a las relaciones de dominación…

 

MM

Hay un debate histórico sobre si el marxismo es un economicismo. Me interesa tu opinión sobre una forma específica del economicismo, que es la lectura que postula al capital como una relación social que totaliza al conjunto de la sociedad y, por lo tanto, como un sujeto que se autodesenvuelve automáticamente. 

AP

Hay una larga tradición en el marxismo que entiende el capital como una relación social que es totalizante en el sentido de que abarca todos los aspectos de la vida social, donde no hay (este es ya un primer debate) ninguna esfera de la vida social que no pueda ser explicada por la teoría del capital. Pensemos en las relaciones de opresión de género. ¿Pueden reducirse a la relación capitalista? Bueno, yo creo que no. Creo, por ejemplo, que el psicoanálisis es efectivamente necesario para entender alguno de esos fenómenos (y que, a su vez, el objeto del psicoanálisis no puede ser reducido completamente a la relación de capital).

Por otro lado, existe también la noción, en la mayoría de los casos asociada a la anterior, de que el capital es un sujeto que se autodesarrolla, se autodesenvuelve. Esta noción encuentra fundamento en la propia apariencia de la relación de capital. La relación de capital se presenta como una relación objetiva, que se autodesarrolla, cuyo desarrollo no tiene límites, o bien, si los tiene, se trata de límites internos, límites que aparecen como resultado de un desarrollo objetivo en el que no es clara la intervención de los seres humanos como sujetos.

Yo no soy afín a ese tipo de lecturas de Marx, aunque hay algunas de ellas que tienen planteos interesantes, como la de Moishe Postone. Pero, todas esas perspectivas se aproximan al capital con la idea de que tiene una lógica, y esa lógica es entendida como un movimiento o proceso que se abstrae de los accidentes, de la contingencia histórica, en el que las relaciones entre los distintos fenómenos son relaciones lógicamente necesarias. Yo, por el contrario, creo que la historia de la relación de Marx con el idealismo alemán, en particular con Hegel, es la de un creciente distanciamiento de una concepción de la historia como movimiento lógicamente necesario.

Marx a lo largo de su obra da cada vez más espacio a la contingencia como clave para entender el desarrollo histórico. Las contradicciones, que son las que explican el movimiento histórico, para Marx son contradicciones históricas que tienen soluciones históricas, contingentes, y por tanto el propio desarrollo del capital está atravesado por esa contingencia, no puede entenderse como el desarrollo de una lógica objetiva. En ese sentido, las relaciones de fuerza, los conflictos sociales, la lucha de clases son elementos centrales para entender las formas históricas que asume el capital y cómo se desarrolla en el tiempo.

 

MM

¿Cuáles son las principales diferencias entre el marxismo y las escuelas económicas «heterodoxas», especialmente las que provienen del keynesianismo?

AP

En primer lugar, una aclaración: hay que distinguir, por un lado, entre el keynesianismo y las corrientes poskeynesianas, sobre todo de los años sesenta y setenta, (e incluso de los cincuenta), y, por otro lado, la llamada síntesis neoclásico – keynesiana (mainstream en la segunda posguerra) y los contemporáneos neokeynesianos (algo así como el keynesianismo después del neoliberalismo). Las teorías keynesianas y poskeynesianas han hecho aportes interesantes a la comprensión del funcionamiento del capitalismo; y el marxismo, en ese sentido, tiene una relación con esos enfoques, como la que  ha tenido con la economía política clásica en sus orígenes, en el sentido de que su crítica permite recuperar y transformar esos aportes para integrarlos en una teoría marxista del capital.

Dicho esto, el agrupamiento del marxismo junto con las corrientes keynesianas y poskeynesianas dentro de ese gran paraguas que se denomina «heterodoxia» está bastante vinculado a la etapa que se inicia con el predominio del neoliberalismo. Y con cierta tendencia, sobre todo en algunos sectores de la izquierda, a identificar al neoliberalismo como enemigo principal. En un modo no siempre explícito, se construyó una especie de «frente único» entre keynesianos y marxistas contra el neoliberalismo. Yo creo que ahí hay un problema de fondo, que tiene que ver con la manera en que se comprendió al neoliberalismo y con la forma en que se comprende al Estado. En líneas generales, la tendencia fue asumir que el Estado era capaz de regular la economía en un sentido favorable a los trabajadores y que, en ese punto, había confluencia en torno a dos aspectos: una crítica teórica de la economía neoclásica y de las corrientes neoliberales en particular, por una parte, y la defensa del Estado de bienestar en los países europeos, la defensa de determinados aspectos de los Estados nacional-populares o populistas en América Latina, la defensa de cierta intervención del Estado, en definitiva, por otra.

El problema no es tanto que pueda haber una confluencia política o práctica en la oposición a determinada privatización, en la defensa de determinado derecho laboral o en la demanda de la intervención del Estado en algún punto especifico, lo que es una práctica habitual de la lucha social, tanto en el terreno sindical como el terreno político. El problema está cuando empieza a asumirse que efectivamente el Estado, de alguna manera, es un tercero que puede arbitrar, que puede regular la acumulación desde fuera, e impedir que o bien las crisis se desarrollen o bien que sus efectos se descarguen sobre la vida de la clase trabajadora.

Esto se conecta con lo que decía antes, el hecho de que Estado y capital están solo en apariencia separados, pero, tras esa apariencia, hay unidad entre ambos. El capital no es una relación social puramente económica, el Estado es uno de los modos en que la sociedad capitalista se desenvuelve, se desarrolla, se reproduce. El Estado es parte del problema, no de la solución. Cuando la sociedad capitalista entra en crisis, entra en crisis el conjunto de esas relaciones sociales; entra en crisis lo que llamamos «la economía» y entra en crisis también lo que llamamos «la política».

Por otro lado, la intervención del Estado tiene límites. La separación entre economía y política se origina en el hecho de que la relación de capital tiene ciertas características que hacen que la regulación estatal de las relaciones económicas no pueda desarrollarse más allá de cierto punto sin poner en crisis esa misma relación. ¿Por qué? Porque esas relaciones están articuladas a través del mercado. Y esto no es ficción, es una realidad. Capitalista y trabajadores se vinculan a través de la compra y venta de mercancías: compra – venta de la fuerza de trabajo, compra – venta de bienes de consumo, compra – venta de medios de producción, etcétera. El conjunto de las relaciones sociales está mediado, articulado, por relaciones de mercado. El Estado, entonces, tiene límites reales para la intervención; si la intervención del Estado disuelve la separación entre economía y política, que es la condición de funcionamiento del mercado, pone en crisis la forma en que se articulan las relaciones sociales.

Un ejemplo clásico de esto es el problema de la regulación de los precios. Ciertas corrientes heterodoxas (aunque no Keynes, por cierto) parecen pensar que el Estado podría regular los precios de manera casi ilimitada. Esto no es así. Más allá de cierto punto se producen fenómenos de escasez, aparecen «mercados negros» y procesos de desinversión, etcétera. Entonces, emergen concretamente los límites del Estado para regular la economía y, más en general, los límites que tiene para intervenir de manera favorable a los trabajadores. En cierto punto, los gobiernos y el personal del Estado, sienten la necesidad de dar solución a los problemas que creó su propia intervención, porque afectan a la reproducción del aparato estatal: si la economía entra en crisis, el Estado no tiene recursos, pierde capacidades,  etcétera.

Por lo tanto, la diferencia de fondo con la heterodoxia, creo yo, gira en torno a la naturaleza y el rol del Estado. En el keynesianismo, en el poskeynesianismo y en otras corrientes heterodoxas existe la idea de que el Estado es un tercero que puede regular la acumulación de manera que las crisis desaparezcan, o de que la intervención del Estado puede hacer compatible el desarrollo capitalista con una tendencia permanente a la mejora de la vida de los trabajadores. Estas nociones, desde el punto de vista marxista, son utópicas. Existe un límite objetivo a esas intervenciones: en algún momento la crisis se precipita y afecta al propio Estado; por ello, las mejoras en la vida de los trabajadores están siempre amenazadas, son precarias. Las épocas de retroceso, como pasó en toda la fase neoliberal, ponen de manifiesto esos límites: detrás del neoliberalismo está la crisis del keynesianismo.

MM

¿Hay una teoría marxista de la crisis? ¿En qué consiste? Y, más en particular, ¿no hay una tendencia del marxismo a enfatizar unilateralmente el papel disruptivo de la dominación de la crisis capitalista, subestimando su posible carácter disciplinante? 

AP

Como lo demuestran la teoría del Estado, la teoría de las ideologías, la teoría de las clases, etcétera., el marxismo está en construcción. No podemos pensar que la teoría marxista es una teoría ya terminada. La construcción de varias ortodoxias y, en particular, la transformación del marxismo en ideología de Estado en los «socialismos reales», han hecho difícil el desarrollo de la teoría. Pero la derrota catastrófica de las estrategias revolucionaria y reformista de la clase obrera desde los setenta, ambas ligadas al marxismo, han producido crisis y dispersión. De hecho, en muchos aspectos vemos que todavía nos encontramos en el lugar donde Marx dejó las cosas. Si bien hay muchos avances teóricos, son avances heterogéneos, fragmentarios, con bajo grado de integración. A lo que hay que agregar la marginalización de nuestro pensamiento en ámbitos intelectuales y académicos, acompañada de desconocimiento y caricaturización.

Sin embargo, las teorías marxistas de la crisis tuvieron mucho más desarrollo que otros temas. Lo que dejó Marx son apenas esbozos, en distintas partes de los Grundrisse y El capital, interpretables de modos muy diversos. El gran debate teórico sobre las crisis se inicia después de la muerte de Marx e incluso de Engels. En el marxismo clásico podemos encontrar explicaciones multicausales e incluso eclécticas, pero en todas ellas están presentes elementos de una teoría que explica la crisis por el subconsumo o insuficiencia de la demanda. Este enfoque ha seguido muy presente en el marxismo. También desde los primeros debates encontramos a quienes explican las crisis como producto de la tendencia a la sobreproducción; en estos casos el énfasis de la explicación está puesto en la anarquía de la producción capitalista. Las explicaciones por sobreproducción han ganado terreno entre los marxistas en las últimas décadas. Desde los años 1930 hasta la actualidad ha tenido mucha difusión la teoría de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, aunque en las últimas décadas muchos marxistas la han abandonado. Y después están las teorías más recientes, sobre el carácter financiarizado de las relaciones capitalistas en los últimos cuarenta años.

Ante tal variedad, no podemos hablar de «una» teoría sino de diversas teorías marxistas de la crisis. Pero lo que sí me parece importante destacar, como un rasgo compartido por la mayoría de esos enfoques, es el énfasis en la producción y en la tendencia al desequilibrio del proceso de acumulación de capital que creo que es un punto de partida muy importante para entender la cuestión. En el centro del análisis marxista de la producción capitalista está la tendencia a la acumulación de capital; dicha tendencia impulsa a aumentar continuamente la producción y esto es lo que genera desequilibrios y finalmente conduce a fenómenos de crisis. Marx en los Grundrisse insiste mucho en este punto frente a la economía vulgar (hoy la neoclásica) pero también frente a la economía política clásica (y hoy diríamos también la heterodoxia). Marx señala una y otra vez que el problema central de la economía es que en el fondo siempre entiende la producción capitalista como producción para el consumo y al intercambio como intercambio mercantil simple. Más allá de los mecanismos específicos que conducen a las crisis (esto es lo que discuten, a fin de cuentas, las diversas teorías) el énfasis en la acumulación permanente —y el hecho de que esta acumulación tiene un límite, que conduce finalmente a la crisis— me parece el rasgo más valioso de las teorías marxistas de la crisis. Ante ciertas corrientes del marxismo, que en los últimos cuarenta o cincuenta años han puesto cada vez más énfasis en fenómenos de carácter financiero, creo que hay que volver a centrarnos en la producción.

Ahora bien, en lo que refiere al énfasis que la izquierda en general ha hecho en la crisis como momento de desestructuración de la dominación y, por lo tanto, como oportunidad política, creo que ha habido una subestimación del carácter disciplinante de la crisis. La crisis general – de eso hablamos – es una crisis de reproducción de la sociedad, es decir, un proceso de disolución de la sociedad, más o menos agudo según la crisis sea más o menos profunda. Puede ser catastrófico o puede desarrollarse gradualmente en el tiempo pero, como sea, se trata de procesos de crisis de reproducción de la sociedad, de disolución de los lazos sociales, que afectan a todos los sectores sociales. Y a medida que la crisis se profundiza, se agrava, se prolonga en el tiempo, afecta mucho a la clase trabajadora y a los sectores populares.

Ese efecto disciplinante es muy importante sobre todo en períodos de crisis de alternativa política. Porque ante la ausencia de alternativa política, la clase trabajadora, si está movilizada y organizada,  solo puede tener cierta capacidad de bloqueo. Y el éxito en el bloqueo a la ofensiva capitalista lo que tiende a provocar es una prolongación en el tiempo de la crisis y, en algún momento, inevitablemente, su profundización. Entonces es ahí donde el efecto disciplinante juega un papel importante.

En ese sentido, no creo que sea casual que este papel disciplinante apareciera como un problema en la Europa de los años 1920 y los 1930, pasada la primera oleada revolucionaria tras la Revolución de Octubre y un contexto de reflujo y derrota de la revolución en Europa. En ese momento, la revolución dejó de ser vista como inmediatamente posible; creció la demanda de orden y empezó a hacer mella en los propios trabajadores. Lo mismo pasó en Argentina durante la hiperinflación: un fenómeno muy agudo de disolución de lazos sociales que generó una demanda de orden y de estabilidad en todos los grupos sociales. Y lo mismo podría pasar con fenómenos como el que vivimos actualmente en Argentina, con una prolongación indefinida de la crisis.

Ahora bien, también es cierto que, en tanto la crisis no está resuelta, el juego está abierto. Por lo tanto, es verdad que es una oportunidad política y que el futuro se juega también en los modos en que la clase trabajadora y los sectores populares se organizan y responden. Pero la estrategia a seguir no puede basarse en la idea de que la profundización de la crisis vuelve más probable procesos de radicalización popular, porque ese es solo uno de los cursos posibles.

 

MM

¿Qué pensás del debate en torno a que asistimos al final del ciclo neoliberal del capitalismo?

AP

En principio hay que definir qué fue el neoliberalismo. Podemos decir que fue dos cosas: primero, una estrategia de ofensiva del capital contra el trabajo que se desarrolla tras la crisis del capitalismo de posguerra, una respuesta a la crisis de acumulación global y a la  crisis del Estado keynesiano en USA, de los Estados de bienestar keynesianos de Europa, de los Estados populistas de América Latina y también de los «socialismos reales».

El neoliberalismo dio unidad y coherencia a una ofensiva que ya se había iniciado molecularmente: los procesos de deslocalización de capitales del centro a la periferia son parte de esa respuesta que comenzó entre fines de los sesenta y mediados de los setenta y que dieron inicio al proceso de internacionalización de la producción.

La especificidad de la estrategia de ofensiva neoliberal fue el uso de la coerción del mercado como medio de disciplinamiento. Esto no quiere decir que haya estado ausente la violencia o que no haya jugado un papel fundamental. Las dictaduras militares de los setenta en América Latina son una evidencia elocuente. Pero la violencia es un rasgo siempre presente en las estrategias de ofensiva del capital, no es una especificidad histórica. El uso de la violencia estatal es un rasgo inherente a cualquier ofensiva capitalista, nunca va a estar ausente.

El problema es, entonces, ¿qué fue lo específico de la ofensiva neoliberal? Y es que la violencia estatal estuvo orientada a transformar las relaciones entre Estado y acumulación de modo que se convirtió al mercado en un medio de disciplinamiento, de desorganización de la clase obrera y de individualización de los comportamientos sociales. Se podría objetar que la coerción mercantil también es un elemento siempre presente en el capitalismo, pero esa coerción que estructura la relación de explotación capitalista se define, justamente, por su carácter económico, no político, como un aspecto esencial de la separación entre explotación y dominación que mencionábamos antes. En el neoliberalismo la coerción del mercado se transforma en un arma política. La segunda dimensión del neoliberalismo, por lo tanto, es como modo de dominación política. Porque lo que vemos desde fines de los años 1980 (en algunos casos, desde principios de los años 1980) es la estabilización del neoliberalismo como modo duradero de dominación. Sobre la base de un proceso de internacionalización en marcha – y al que, a su vez, dio impulso – la combinación de apertura comercial y financiera, desregulación de los mercados y políticas monetarias restrictivas transformó la coerción mercantil en un mecanismo duradero de dominación sobre masas desmovilizadas e individualizadas.

Sin embargo, ya desde la segunda mitad de los años noventa se empezaron a ver los límites de esa estructura de dominación y se desarrollaron una serie de crisis en la periferia: en el sudeste asiático en 1997, la crisis rusa de 1998, en el 2001 la crisis en Argentina y también la crisis turca… En fin, una serie de fenómenos puso de manifiesto que el mecanismo de dominación neoliberal se empezaba a agrietar. El mecanismo de coerción mercantil resultaba ineficaz como mecanismo de dominio y se desarrollaban procesos de movilización popular. En ese contexto, en algunas regiones de la periferia se desarrollaron ensayos posneoliberales. Es lo que ocurrió en gran parte de Sudamérica.

Una de las condiciones para que el neoliberalismo funcione es que el mercado sea eficaz para sostener la desmovilización. En la medida en que se producen procesos de movilización y los mecanismos de coerción mercantil empiezan a fracasar, podemos decir que comienza la crisis del neoliberalismo. Tras la crisis mundial de 2008, la crisis de estos mecanismos se demostró cada vez más global.

La principal evidencia de esta crisis es la ruptura de la restricción monetaria. La restricción monetaria es un mecanismo esencial del neoliberalismo. Elmar Altvater, en un viejo artículo, decía que la política monetaria era la trinchera de la ofensiva neoliberal contra la clase trabajadora. No se trata simplemente de limitar la emisión como política antiinflacionaria. Se trata del uso político, disciplinante, de la moneda. Es un límite a la expansión monetaria y fiscal como respuesta a la presión de las demandas populares. ¿Qué significa, entonces, el fin de la restricción monetaria? Que de alguna manera los procesos de movilización obligan al Estado a relajar esa restricción. La emisión de moneda es una respuesta a demandas que comienzan a emerger y que no se pueden simplemente reprimir (no hablamos solo del ejercicio de la violencia material sino, sobre todo, de la coerción del mercado).

Esto me parece muy claro en Estados Unidos después de la crisis mundial del 2008. Las llamadas políticas de «flexibilización cuantitativa», al comienzo, fueron una repuesta a la crisis financiera, un mecanismo para transferir dinero a los bancos y otras entidades financieras en un contexto de falta de liquidez. Pero llegaron para quedarse, y se transformaron en un mecanismo más o menos permanente hasta el alza reciente de los índices de inflación. Los sucesivos gobiernos (el final de la administración Bush, Obama, Trump y el propio Biden) no pueden escapar del aumento de gastos, el déficit fiscal y la expansión monetaria. Los intentos de volver al corset monetario neoliberal no tienen viabilidad política.

Pero si volvemos la vista al resto del mundo podemos ver, como decíamos antes, que desde fines de los noventa y agudamente desde 2008 la crisis del neoliberalismo es un fenómeno global. En el caso de Rusia y su zona de influencia, particularmente el Cáucaso y el Asia central, después de la crisis de 1998 comienza un proceso de salida del neoliberalismo. En todas esas economías se observa un rol creciente del Estado y una reversión parcial de las reformas neoliberales tras la disolución de la URSS. A eso hay que agregarle el crecimiento global de la economía china. Si bien China inicia su crecimiento con la transición al capitalismo desde fines de la década de los setenta, hasta fines de los años noventa la economía china no era un actor tan relevante. Pero desde principios de los 2000 China aumentó notablemente su peso económico global. Y China es un país que nunca llevó adelante políticas neoliberales en el sentido que las hemos conocido en gran parte del mundo desde los ochenta. Podríamos seguir agregando casos: el caso japonés desde los años noventa que, ante el inicio de un largo estancamiento, giró hacia políticas de aumento del gasto público e inversión en infraestructura.

Entonces, en mi opinión, existe un conjunto de elementos que muestran claramente una crisis del neoliberalismo y la tendencia a su abandono, sobre todo a partir de 2008. La Unión Europea ha sido una excepción parcial. En particular en la zona Euro la restricción monetaria y fiscal juega un papel político relevante por la modalidad de integración regional. La integración monetaria en un contexto en que los Estados nacionales retienen decisiones importantes en el terreno fiscal otorga a la disciplina monetaria impuesta por el BCE un papel central. Pero también allí hay elementos de agrietamiento del mecanismo de coerción de mercado. Desde 2008 crecieron las presiones por el relajamiento de la restricción monetaria y las crisis de gobierno se han vuelto recurrentes en muchos de los países europeos. En ese contexto, creció la oposición a la Unión Europea. En fin, existen una serie de elementos tanto en la Zona Euro como en la Unión Europea en general que plantean, si bien no una salida del neoliberalismo, sí una crisis en ciernes, e incluso cierta tendencia del Banco Central Europeo a relajar la restricción monetaria.

Ahora bien, que el neoliberalismo esté en crisis no quiere decir que no haya intentos de restauración neoliberal. En América Latina los hemos visto recientemente. Es el caso del macrismo en Argentina, que fue un intento de restauración neoliberal fallido. También podemos citar el caso brasileño, y la experiencia de Bolsonaro no se puede considerar tampoco exitosa.

Sin embargo, que el neoliberalismo esté en crisis a nivel mundial y que los intentos de restauración neoliberal en la región hayan fracasado no quiere decir que haya un proceso de mejora en la situación de las clases populares. La crisis del neoliberalismo es un aspecto de una crisis global que atraviesa el capitalismo desde 2008. Y el capitalismo no termina de encontrar respuesta. Se enmarca en un proceso de transformación muy profundo del capitalismo desde mediados de los setenta, una transformación como no veíamos desde fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Y en ese proceso de crisis y de transformación profunda del capitalismo, las presiones por llevar adelante una ofensiva sobre la clase trabajadora son muy fuertes en todo el mundo. La emergencia de las nuevas derechas es un aspecto de este proceso. Sobre todo, frente a la ausencia de alternativas anticapitalistas, por lo menos en lo inmediato. Por lo tanto, la crisis del neoliberalismo no significa que estemos ante la inminencia de un giro progresista a nivel mundial. La crisis del neoliberalismo es el terreno de una disputa: hay intentos de restauración neoliberal, hay ensayos posneoliberales de izquierda o populistas como ocurrió en América Latina, y también hay nuevos fenómenos de derecha posneoliberal, que son cada vez más amenazantes.

En este sentido, yo creo que la difusión del término «neoliberalismo autoritario» ha tendido a inflar el concepto de neoliberalismo hasta volverlo inútil para entender lo que está ocurriendo. Porque autoritario, en mi opinión, tiende a dar cuenta de lo que empieza a ser el rasgo más claro de la respuesta a la crisis del neoliberalismo: una cierta repolitización de la lucha de clases. Es decir, si el neoliberalismo se caracterizó por un predominio de la coerción mercantil como mecanismo de disciplina, cuando el mercado empieza a fallar y la dominación se agrieta aparece como respuesta cierta repolitización de la lucha de clases. Crece el papel del Estado en ese disciplinamiento. Me parece que el adjetivo «autoritario» que se agrega a neoliberalismo trata de captar esto.

Si me preguntás cuales son los rasgos de ese posneoliberalismo emergente, sinceramente no sé, porque estamos en un proceso de transformación y los bordes no se ven claros todavía, las tendencias no son tan claras. Pero un elemento que sí me parece persistente es esta repolitización autoritaria de la lucha de clases. Pero esa repolitización no es necesariamente progresiva, y eso nos devuelve al principio, cuando hablábamos de las diferencias con el keynesianismo, sobre si un mayor papel del Estado es siempre favorable a las clases populares. Si fuera el caso, una repolitización de la lucha de clases sería una buena noticia. Pero no necesariamente es así.

Una repolitización de la lucha de clases y un creciente papel del Estado pueden significar un proceso de disciplinamiento autoritario. En muchos lugares, lo que podemos ver es que, ante la dificultad del Estado para integrar demandas, se producen procesos mixtos: se integran las demandas de algunos sectores, se reprimen o neutralizan las de otros. Experiencias tan disímiles como las de Turquía de Erdoğan, El Salvador de Bukele, la Rusia de Putin, la deriva autoritaria de la derecha republicana en USA (el «trumpismo») y  los mecanismos de integración y represión políticos del régimen chino parecen orientarse en esa dirección común. Incluso, tras el fracaso de la restauración neoliberal, el «bolsonarismo» en su etapa final en el gobierno y en su debut como oposición parece dirigirse hacia allí. En algunos casos estas tendencias se desarrollan en los marcos de la democracia formal, aunque tensionando sus límites, en otros en el marco de regímenes autoritarios.

Los fenómenos de crisis o al menos de puesta en discusión de los mecanismos de representación también son parte de estos cambios que están ocurriendo. Se pone de manifiesto en las disputas sobre los resultados electorales (EE. UU.), las luchas en torno a los mecanismos de elección popular y los cambios en los distritos electorales (Venezuela), la crisis de los gobiernos y la formación de mayorías parlamentarias (Unión Europea), etcétera, que la democracia tiene algo de ficción, que la construcción de una voluntad mayoritaria implica la definición de cómo se construye esa mayoría.

Ahora bien, el cuestionamiento a los mecanismos de representación no es del mismo tipo que a fines de los noventa y principios de los dos mil cuando, por ejemplo en Sudamérica, la crisis de representación tenía un elemento progresivo, en el sentido de que lo que se reivindicaba era la autoorganización popular, la acción directa de las masas, etcétera. Por el contrario, hoy aparece como un cuestionamiento a la democracia. Entonces, yo hoy no le veo un carácter tan progresivo a la crisis de los mecanismos de representación, por lo menos en lo inmediato… Desde la izquierda tenemos mucho para decir en relación a eso, pero lo cierto es que hoy esos cuestionamientos aparecen como parte de aquellos elementos de repolitización autoritaria de lucha de clases, como intentos de desconocimiento de las mayorías populares, seas cuales sean las formas de su construcción, intentos de exclusión de sectores populares que se movilizan y cuyas demandas no se pueden integrar, etcétera. Hablo de indicios, de tendencias incipientes, no necesariamente tiene que desarrollarse ese sendero. Lo central, en todo caso, en mi opinión, es que la repolitización autoritaria de la lucha de clases es un elemento común de estas formas posneoliberales. Incluso en aquellos gobiernos que intentan llevar adelante, por lo menos en sus intenciones explícitas o en sus discursos, salidas progresistas o de izquierda: veamos sino la deriva venezolana o lo que está ocurriendo en Nicaragua, incluso – en un grado muy diferente y como manifestación de la combinación de potencia popular y disciplinamiento estatal – el papel de control de la movilización y la organización populares ligado a la expansión del gasto social, como sucede actualmente en Argentina y aprovechó muy bien el macrismo. Esto no es nuevo, conocemos de sobra ese costado autoritario de los Estados de bienestar de posguerra, a pesar de su embellecimiento posterior por algunos sectores de la izquierda.

 

MM

¿Cómo entiende el marxismo la inflación? Y, más concretamente, ¿cuál es tu opinión sobre el retorno de la inflación como una problemática global?

AP

Primero, sobre el aspecto más conceptual de la inflación: antes decíamos que había una diversidad de teorías marxistas de la crisis, y con la inflación pasa algo parecido, porque el problema de la inflación está ligado a ciertas perspectivas marxistas sobre la acumulación, el dinero, etcétera.

En primer lugar, hay una diferencia importante con la heterodoxia, en particular con los keynesianismos. Lo digo en plural porque es muy difícil atribuir a Keynes ciertas afirmaciones: si hay algo que Keynes jamás ha dicho —y tenía razón— es que se pueda emitir indefinidamente. Keynes decía que mientras hubiera niveles altos de desempleo podía emitirse sin que esto generara inflación o, por lo menos, no una alta inflación; pero que mas allá de cierto punto empezaba a aparecer lo que llamaba la «verdadera inflación». Es decir, la emisión descontrolada no podía ser la respuesta a los problemas económicos. Keynes nunca dijo esto.

Pero en las últimas décadas han aparecido reinterpretaciones del keynesianismo y del poskeynesianismo que han negado cualquier vínculo entre emisión monetaria e inflación y que han tendido a aseverar que es posible emitir dinero siempre sin que esto genere inflación.

Afirmar que  existe un «lado monetario» de la inflación no es lo mismo que decir, como dicen los neoclásicos, que la inflación es puramente de origen monetario y que la emisión monetaria per se genera inflación. Esto evidentemente también es falso. Nunca se ha podido demostrar una correlación entre la emisión monetaria y la inflación como la que pretenden los neoclásicos, no existe tal cosa.

Los neoclásicos sostienen que el dinero es exógeno, es decir, que la determinación de la cantidad de dinero es básicamente una decisión política. Un aspecto valioso de las perspectivas poskeynesianas (los poskeynesianos tienen un punto a favor en esto respecto de Keynes), es que han enfatizado que el dinero es endógeno. Afirman que la cantidad de dinero depende, básicamente, de la demanda de dinero que genera la propia economía.

Ahora bien, en las últimas décadas entre los poskeynesianos surgió una corriente —que tiene su mayor expresión en la llamada Teoría Monetaria Moderna— que, simplificando,  plantea que podríamos aumentar siempre la cantidad de moneda sin efectos inflacionarios porque eso provocaría un aumento de la demanda, ese aumento de la demanda generaría una expectativa de mayor ganancia y, por lo tanto, un aumento de la inversión. Entonces siempre tendríamos niveles de inflación bajos, no se desataría un proceso inflacionario.

Para los marxistas esto no es así y, en general, aceptamos que existe un lado monetario de la inflación. Las explicaciones que dan los keynesianos y la mayoría de los poskeynesianos de los fenómenos económicos, en última instancia, son subjetivas, dependen de la psicología de las personas, de lo que esperan, de las expectativas que se forman. Para los marxistas existen determinaciones materiales, objetivas, de la acumulación de capital y de su tendencia a las crisis. La inversión depende, en lo esencial, de la tasa de ganancia y que la tasa de ganancia sea más alta o más baja no depende de expectativas. La inversión depende también de ciertas condiciones sociales, por ejemplo, será baja si existen problemas de dominación política que hagan que el marco de la inversión sea inestable. En tales condiciones — baja tasa de ganancia, problemas de dominación política, etcétera—, por más que se emita moneda e incluso que esto se traduzca en aumentos de la demanda, es altamente probable que la inversión no aumente o no aumente lo suficiente. Esto genera desajustes que terminan produciendo inflación. En particular, el financiamiento permanente del déficit fiscal por la vía de la emisión monetaria en condiciones de baja inversión puede generar fenómenos inflacionarios.

En segundo lugar, la inflación expresa ciertas relaciones de fuerzas. Antes yo hablaba de la restricción monetaria: si la respuesta frente a ciertas demandas es la restricción monetaria, lo más probable es que todo un conjunto de fenómenos económicos que comúnmente asociamos con la inflación – el ejemplo más usual, los aumentos de salarios – no se expresen de manera inflacionaria, que incluso las crisis den lugar a una dinámica deflacionaria, como pasó en Argentina en los años noventa.

Ahora bien, la ruptura de la restricción monetaria no es el simple producto de una decisión política, como sostienen los neoclásicos, tiene que ver con cierta incapacidad política para sostenerla. En muchos casos, lo que sucede es que la propia movilización de los trabajadores genera un relajamiento de la emisión monetaria, es decir, que se responda a esas demandas aumentando el gasto, emitiendo moneda, etcétera., en condiciones en que la inversión, por razones objetivas, no aumenta o no lo hace lo suficiente. De esa manera se valida el aumento de gastos, se valida el aumento de los ingresos populares, etcétera. En esas condiciones de ruptura de la restricción monetaria pueden aparecer, entonces, fenómenos inflacionarios.

Pero veamos ahora cómo opera esto concretamente para entender lo que pasó en los últimos años a nivel mundial y por qué tenemos fenómenos de inflación a nivel global.

Primero, independientemente de algunas de las cuestiones que estuvimos planteando, tenemos factores que impulsan el aumento de los precios por el lado de los costos de producción. Efectivamente, aumenta el precio de la energía producto de la guerra de Rusia contra Ucrania, y esto impacta en el costo de producción de las mercancías. Tenemos, además, problemas de suministro que se originaron con la pandemia. La internacionalización capitalista hizo de la producción un proceso global, lo que vuelve muy dependiente la cadena de suministros de ciertas condiciones de la circulación de mercancías a nivel mundial. La pandemia alteró estas condiciones de circulación y generó cuellos de botella en el suministro de determinadas materias primas, insumos, etcétera, que crearon presiones inflacionarias.

Todo esto ha jugado un papel en el aumento de precios de los últimos años, pero lo llamativo es cómo distintos fenómenos se expresan últimamente de manera inflacionaria después de 40 años de baja inflación. Incluso la inflación núcleo en Estados Unidos, sacando energía y alimentos, es históricamente alta. Creo, entonces, que es posible adjudicar los aumentos generalizados de precios de los últimos años a nivel global, y cierta tendencia a que fenómenos muy diversos se expresen de manera inflacionaria, al relajamiento de la restricción monetaria que identificamos como uno de los indicadores de la crisis del neoliberalismo. Allí donde aparecen obstáculos, restricciones, a la inversión, al aumento de la oferta, pueden desarrollarse tendencias inflacionarias. Yo creo que es una combinación de factores coyunturales (pandemia, guerra de Ucrania) y de transformaciones en la estructura de dominación lo que explica el retorno de la inflación.

 

MM

¿Y cómo explicás la prácticamente crónica inflación en Argentina?

AP

En Argentina tenemos una larga historia de inflación. En todo caso, en Argentina podemos decir que lo que sucede en estos momentos es que se agudizan tendencias que son locales. La aceleración de la inflación el último año obedece también en parte a estos problemas globales. Pero tenemos un problema de inflación profundo en el país. Pensemos que estamos hablando, aproximadamente, de un 10% de inflación anual en Europa… en Argentina esa cifra alcanza el 100 % anual. Entonces, efectivamente hay un problema más profundo y de larga data. Pero acá no me quiero ir tan atrás; quisiera limitarme a lo que pasa desde 2002 en adelante, desde la salida del plan de convertibilidad hasta hoy.

En el plano más general, existe un elemento que ha señalado el estructuralismo económico latinoamericano, en particular en Argentina, que creo que es correcto: la tendencia a la restricción externa al crecimiento. El hecho de que cuando la economía argentina crece tienden a aparecer problemas en el sector externo. Básicamente, faltan dólares porque salen más dólares de los que entran, por diversos motivos. El primero, el más profundo, tiene que ver con las importaciones que se generan por la propia producción; la industria argentina es una industria deficitaria que importa más de lo que exporta. Muchos de estos sectores orientan la producción hacia el mercado interno y otros, aunque exportan, no compensan lo que importan. Hay algunos sectores industriales que son netamente exportadores, que son superavitarios. Son los sectores que industrializan recursos naturales y otros de manufactura de origen industrial de bajo valor agregado. Pero, en líneas generales, se trata de una estructura industrial que genera déficit comercial.

También inciden otros comportamientos, como la fuga de capitales de los capitalistas locales, la remisión de utilidades de las empresas extranjeras y la salida de dólares por pago de intereses de la deuda externa. Y en los últimos años se suma también el tema de la energía, que fue particularmente duro este ultimo año por el aumento de precio del petróleo y del gas. Entonces, existe un problema de restricción externa al crecimiento, que durante las fases expansivas tiende a generar déficit de cuenta corriente y que produce presiones por la devaluación. Y la devaluación genera inflación. ¿Qué es la devaluación? La pérdida de valor de la moneda local, que hace que los precios expresados en moneda local aumenten, incluso aunque tengamos deflación en dólares, que es lo que suele pasar en los procesos de crisis. Tenemos un aumento notable de los precios en moneda local y una caída de los precios medidos en dólares, eso pasó en los últimos años.

Ahora bien, ¿cómo se responde a esa presión recurrente por la devaluación? Ahí entran a jugar otros elementos. Y para abordar esto quiero venir más acá en el tiempo, a la crisis de la convertibilidad en 2001. La crisis de la convertibilidad obedeció a factores de restricción externa, de falta de divisas, de la dinámica desequilibrada de crecimiento de un capitalismo dependiente periférico como el de Argentina. Pero en parte también respondió a la capacidad de la clase obrera de bloquear esa salida deflacionaria a la que me refería antes, de sostener un proceso deflacionario en el tiempo. Grecia demuestra que se puede; demuestra que era posible una salida que no fuera del tipo de la que se produjo en Argentina. En ese sentido, la movilización popular de diciembre de 2001 rompió la restricción monetaria, obligó a la devaluación e hizo que retorne esa tendencia a la expresión inflacionaria de ciertos fenómenos económicos y políticos (que, como decíamos, tienen una larga historia en Argentina).

Como la salida de la crisis de 2001 estuvo determinada por la movilización popular, la recomposición del poder político requirió la integración de demandas. Y ese proceso de integración de demandas se desarrolló en base a políticas fiscales y monetarias expansivas en un marco de comportamiento inversor reticente. Ese, de manera muy simplificada, es el núcleo del problema inflacionario, que se agudizó con la vuelta del déficit fiscal y de los problemas de restricción externa entre 2010 y 2011. A partir de ahí se combinan los problemas locales, la tendencia inflacionaria local, con los problemas globales: la crisis global de 2008 y su impacto pleno en la región después de 2013, tras la desaceleración de China y la caída de los precios de los commodities. En este escenario global, se desarrollaron presiones renovadas por el ajuste y la reestructuración. Cuando hablamos de reestructuración nos referimos a una renovación profunda de la base productiva local —la última se produjo en la primera mitad de los noventa—, a una transformación de los procesos de trabajo y un cambio en la estructura de gastos y funciones del Estado de naturaleza regresiva. Pero esas presiones se desarrollaron en un contexto local marcado por el bloqueo popular a los intentos de avanzar en ese proceso de reestructuración. Eso explica la irresolución de la crisis y la tendencia a la espiralización de devaluación e inflación.

Yo creo que en la base de la dinámica inflacionaria de los últimos diez años está esto. Después, específicamente, los momentos de aceleración o de cierta desaceleración requieren explicaciones particulares que me llevarían a una discusión mucho más larga…

Sin embargo, hay ciertas evidencias de que en el marco del estancamiento y la crisis las grandes empresas exportadoras han avanzado en el proceso de reestructuración y está además la discusión previa, la referida al impacto de la prolongación de la fase de estancamiento y crisis en la capacidad y la voluntad de bloqueo popular. Los procesos inflacionarios son particularmente eficaces para desarmar la resistencia popular en ausencia de alternativas políticas.