La paradoja del intelectual comunista

Por Adriana Petra

El comunismo le dio una identidad política y cultural a trabajadores y campesinos pero también a escritores y artistas. La historiadora Adriana Petra indaga sobre el compromiso político de una parte de la intelectualidad argentina con una experiencia partidaria que exigía una lealtad sin fisuras. Un fragmento de “Intelectuales y cultura comunista” (FCE).

Los proletarios
vienen al comunismo desde abajodesde los bajos, mineros,

de la hoz,

y el martillo.

Yo,

me arrojo del cielo poético al comunismo, porque sin él,

no tengo amor.

Da lo mismo que  yo mismo me deporte,

o me envíen al diablo.

Se oxida el acero de las palabras,

el cobre ennegrece con  el tiempo.

Vladímir  Maiakovski

 

El comunismo, uno de los movimientos político-ideológicos cruciales del siglo XX, dotó de una identidad y una cultura política a millones de hombres y mujeres alrededor del mundo; no solo trabajadores y campesinos, por derecho propio llamados a integrar los partidos obreros, sino también amplios sectores de las capas medias o pequeñoburguesas, incluyendo profesionales, artistas, escritores y científicos. Desde la Revolución Rusa de 1917, verdadero acontecimiento catalizador de una generación que abrazó la promesa de redención nacida en Oriente, pasando por las grandes campañas antifascistas de la década de 1930,  hasta los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando luego  de un combate que exigió enormes sacrificios y produjo millones de muertos la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) emergió con todo el prestigio que le daba su papel principal en la derrota del nazismo, muchos intelectuales se sintieron atraídos por  la idea  comunista y el experimento soviético.

Para la tradición marxista, la cuestión de los intelectuales ha sido objeto de no pocas controversias. Sin embargo, el movimiento político fundado en su nombre fue apadrinado por representantes conspicuos de esas capas, desde Marx y Engels hasta las grandes figuras de la Segunda Internacional. El socialismo, afirmaba Karl Kautsky en 1895,  nació en la mente de los intelectuales burgueses. De los 15  miembros del Consejo de Comisarios del Pueblo, el primer gobierno soviético, 11 eran intelectuales. En las décadas siguientes, ya consolidado el proyecto estalinista, los intelectuales y expertos fueron objeto de persecuciones y purgas, sospechados, por su origen de clase, de atentar contra su partido y su pueblo, aliarse con sus  enemigos  y mantener viejos  vicios individualistas y antipopulares. Sin  embargo, escritores como Máximo Gorki e incluso el malogrado Vladímir Maiakovski  fueron ungidos con atributos casi sagrados, y el movimiento comunista internacional no dejó de cortejar a los intelectuales occidentales, muchos de los cuales prestaron su apoyo a las causas comunistas, incluso a costa de su  silencio sobre el terror soviético y poniendo en juego su propio prestigio en cuestiones tales como el realismo socialista y la teoría de las dos ciencias.

 

Alrededor del mundo, los partidos que nacieron bajo la inspiración bolchevique concitaron la atención y el apoyo de intelectuales y artistas, si bien cada uno  lo hizo bajo particulares condiciones, y Argentina no fue  la excepción. Durante décadas, el Partido Comunista Argentino (PCA) contó con la adhesión de un amplio grupo de figuras que participaron de la vida cultural y los debates públicos a través de una nutrida red de organizaciones, editoriales y publicaciones periódicas. Sin embargo, son escasos los trabajos dedicados a estudiarlos, probablemente porque la propia figura del “intelectual comunista” conlleva una dificultad que la excede y atraviesa otras múltiples experiencias: ¿cómo pensar el compromiso político de los intelectuales con un proyecto o una experiencia partidaria que exige una lealtad sin  fisuras? La recurrente y controversial pregunta acerca de las razones que  llevaron a individuos cultivados y sensibles a someterse a una doctrina desplegada en  forma elemental y aceptar un papel subordinado en un concierto dirigido por líderes pragmáticos, e incluso mediocres, que despreciaban o simplemente desconfiaban de aquellas cualidades ha recibido variadas respuestas, sobre todo en aquellos países donde la experiencia comunista fue un hecho de masas longevo y de gran arraigo social, como Francia. De todos modos, es necesario advertir que el compromiso intelectual con un  proyecto político e ideológico que  promete una radical transformación del mundo social y moviliza una serie de representaciones y discursos vitalistas, intransigentes y totalizadores no fue solo patrimonio de los  comunistas, ni  siquiera de las izquierdas. El bruto de Savonarola, afirma Giuliano Procacci en su Storia degli Italiani, no sedujo solo a una Florencia profundamente atravesada de animosidad popular, sino también al elegante Botticelli y al muy  sabio Pico della Mirandola. La experiencia del comunismo intelectual en el corto siglo XX, sin embargo, continúa siendo paradigmática, pues concentra sobre sí todas las paradojas de ese personaje moderno que es el intelectual.

 

Este libro se propone estudiar las relaciones entre los intelectuales y el comunismo en Argentina durante el período comprendido entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y los primeros años de la década del sesenta, cuando emergen las manifestaciones iniciales de una “nueva izquierda” y se inicia una serie de crisis y quebrantamientos que con los años reducirán el PCA a su mínima expresión. Aunque aborda una cronología más extensa, se trata de un libro que estudia, fundamentalmente, los años cincuenta, una de las décadas que menor atención ha concitado entre los historiadores de las ideas y la cultura, que en general la consideran un  preámbulo un poco deslucido de los sixties.

 

Para la cultura comunista, y podría decirse que para la cultura argentina en general, se trata, sin embargo, de un período clave y, en varios sentidos, definitivo. Son años complejos en los que acontecimientos y procesos ideológicos y políticos globales, como la emergencia de Estados Unidos como potencia mundial, la Guerra Fría, el deshielo soviético y la irrupción del Tercer Mundo, se entrecruzan de modos nunca lineales con el contexto argentino, dentro del cual el peronismo ocupará —como gobierno, movimiento de masas, hecho cultural y motivo ideológico— el centro de la escena. Como se ve, no se trata solo de una cronología política; también en el mundo específico de las ideas y de la vida intelectual se produjeron modificaciones profundas, aunque con sus propias lógicas y temporalidades. Establecer las relaciones entre ambos procesos para iluminar la historia de los intelectuales comunistas argentinos es uno de los objetivos que  guiaron la investigación que dio origen a estas páginas.

 

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Dado que se ocupa de los vínculos que  los intelectuales mantuvieron con la institución partidaria y de las funciones que se les asignaron y cumplieron en ella, el libro aborda una porción de la historia del PCA, aquella referida a sus figuras y políticas de y sobre la cultura. En tanto analiza el modo en  que  los intelectuales comunistas produjeron discursos sociales, intervinieron en la vida pública y participaron en instituciones, publicaciones, redes y espacios de  sociabilidad que  los convocaron como creadores, productores culturales, profesionales o artistas, también considera a una franja del campo intelectual argentino, aquella que  ocuparon los que se identificaron con el comunismo como militantes orgánicos, simpatizantes o compañeros de ruta. Se trata de una historia de los intelectuales comunistas que presta particular atención tanto a las características sociales y culturales del espacio cultural partidario, a sus estructuras de participación y a los itinerarios de los intelectuales que se comprometieron con él, como a los clivajes políticos de ese compromiso y a los discursos y las representaciones que  esos  intelectuales elaboraron sobre su misión y su lugar en la estructura que los albergaba. Atiende, al mismo tiempo, el modo en que el partido les otorgó a sus “trabajadores intelectuales” diversas funciones y definió el contorno de su actividad pública de acuerdo con coyunturas precisas, que matizaron o modificaron la percepción sobre el rol  que  aquellos debían o podían desempeñar en  su  interior y en relación con  el campo cultural más  amplio.

 

(…) La pertenencia a mundos sociales y culturales largamente sedimenta- dos, la pervivencia de tradiciones y afinidades personales e intelectuales, las disputas generacionales, las jerarquías y lógicas disciplinares y los diferentes modos de concebir la “ortodoxia” e interpretar la dirección del partido en los asuntos que les concernían indican que estos tramitaron de maneras diversas la voluntaria cesión de autonomía que caracteriza su condición de intelectuales de partido. Obligado a moverse en un espacio permanentemente tensionado entre valores e intereses casi siempre contradictorios —aquellos que provienen de las  lógicas del campo intelectual y aquellos que provienen de las demandas político- partidarias—, el intelectual comunista es un personaje entre dos mundos propenso a la paradoja. Para ponerse al servicio de una causa universal y trascendente, acepta la dependencia de una autoridad exterior, no intelectual, que le demanda un compromiso total y frente a la cual debe legitimarse. Sin embargo, en tanto mantiene su identidad como intelectual, debe actuar en el mundo de la cultura sin renunciar por  completo a sus lógicas específicas y, por  consiguiente, asociarlas a la idea  de que la misión que le confiere su posición se cumple, o solo puede cumplirse, en el marco de una organización que le otorga a su práctica un sentido y una dirección no puramente intelectual y, en consecuencia, la libera del individualismo, el elitismo y la alienación del mundo capitalista.

 

En conclusión, los diversos modos en que los intelectuales comunistas gestionaron su aspiración a obtener, no sin padecimientos, una “autonomía siempre relativa” e integraron las demandas políticas a sus prácticas intelectuales obligan a establecer distinciones en el interior de un espacio erróneamente revestido de rasgos monolíticos.

 

¿De qué hablamos, entonces, cuando nos referimos a los intelectuales comunistas en este período? En primer lugar, este libro toma distancia del criterio sustancialista mediante el cual el propio partido definía a los intelectuales; esto es, como un grupo social particular caracterizado por realizar trabajos intelectuales y que, por lo tanto, incluía una amplia gama de actividades y profesiones, desde los artistas y escritores hasta los abogados, los ingenieros y los médicos. Adoptar este punto de vista nos hubiera obligado a emprender una investigación diferente, capaz de dar cuenta de realidades muy diversas sin que ello significara precisar con justicia la propia política del partido, que no era una y la misma para cada una de las categorías que englobaba bajo el término “trabajadores intelectuales”.

 

Nuestro criterio, por lo tanto, fue político-cultural antes que sustancial o socioprofesional, por lo que comprendimos por intelectuales comunistas a aquellos que, dotados de un capital cultural específico, intervinieron en el debate público a través de sus obras, sus escritos y sus  tomas de posición. En  consecuencia —y aunque su estudio resulte imprescindible para una historia social de la cultura comunista—, aquellos que,  ejerciendo profesiones intelectuales, actuaron fundamentalmente en el ámbito político, comunitario, gremial o en la esfera de su actividad experta (aun cuando esta  fuera puesta al servicio de las necesidades partidarias, como los abogados) no fueron considerados como objeto de esta  investigación, como así tampoco los artistas, que formaron parte de un espacio y unos circuitos que, aun compartiendo ciertos datos relativos a la producción simbólica y el compromiso, tuvieron lógicas muy  acusadas.

 

Al entender que existió una serie amplia de gradaciones en las formas que adoptó la estructura de adhesión de los intelectuales al comunismo de acuerdo tanto al tipo de profesiones intelectuales como a la función que el partido les otorgó según el campo en el que les tocaba actuar, este libro pone el foco en la figura del  escritor-intelectual o, dicho de otro modo, en los “intelectuales creadores” en el ámbito de la literatura y el ensayo cultural.

 

A diferencia de otros ámbitos disciplinares, como el de la medicina y los saberes psiquiátricos, donde un sector de la intelectualidad comunista logró articular el ejercicio de un saber experto y una práctica profesional autónoma (incluso económicamente) con las demandas de la lucha ideológica y el partidismo cultural que caracterizaron la política intelectual del comunismo internacional desde 1946, en el ámbito cultural-literario esta operación encontró múltiples dificultades, y los comunistas no fueron capaces de generar obras relevantes o disputar un espacio de reconocimiento y legitimidad más allá del círculo partidario. Esto es importante porque, a pesar de que en el período aquí estudiado la proyección social antes reservada al representante del arte literario se extendió al universitario, el sabio o el experto, la figura del escritor-intelectual, a través de Sartre y el sartrismo, continuó  vigente como la referencia matricial del intelectual moderno y tuvo un  particular peso en Argentina, donde la literatura gozó de una prolongada centralidad en el campo intelectual. Dentro de la propia tradición comunista, la literatura fue objeto de una particular atención por parte de las autoridades políticas, y los escritores disfrutaron de  un reconocimiento tan inusitado como el rigor con el que se controlaba su producción artística y su función en la construcción de una imagen prestigiosa de la cultura soviética y el mundo socialista. Dado  que para los comunistas —retomando una idea que no nació con ellos,  sino que puede rastrearse en todos los discursos sobre el arte social que produjo el movimiento socialista desde fines del siglo XIX—constituía una evidencia que la literatura y el arte eran herramientas útiles en la obra de emancipación del proletariado y el pueblo, les otorgaron a sus producciones un alto valor pedagógico y promovieron una estética de la representación basada en la accesibilidad y transmisibilidad de un  mensaje progresista y esperanzador.

 

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Los escritores y artistas revolucionarios eran, por lo tanto, aquellos capaces de asumir conscientemente que su obra solo alcanzaría un sentido auténtico cuando, despojada del envilecimiento que le inflige el mundo burgués, fuera capaz de ponerse al servicio de una causa cuya realización también albergaba la promesa de restituir el arte a su función verdadera, sustrayéndolo de la lógica mercantil y restableciendo sus lazos con la totalidad del mundo social.

 

El “realismo socialista” soviético, que desde los primeros años de la década de 1930  hasta bien entrados los años sesenta pretendió regir la vida artística en el mundo comunista, codificó esta  idea de la funcionalidad social del arte en una estética que redujo el trabajo creador a un conjunto de fórmulas esquemáticas y propagandísticas, y legitimó la concepción del rol dirigente del partido tanto en el ámbito ideológico como en los aspectos formales de la producción artístico-literaria.

 

En el espacio del comunismo intelectual argentino, los escritores fueron la categoría dominante, aunque no exclusiva, a lo largo del período estudiado en este libro. Fueron escritores y artistas provenientes del anarquismo y de las vanguardias estéticas, muchos de ellos de origen inmigrante, los primeros compañeros de ruta del comunismo vernáculo. Durante la etapa antifascista, si bien el espectro de adhesión al partido se amplió considerablemente hacia otras categorías, será en el ámbito literario donde se organice una densa red de sociabilidad política y cultural que estructurará tanto una identidad ideológica perdurable como un circuito de vocaciones intelectuales liga- das  a la escritura. Los escritores serán las figuras más numerosas a lo largo de las décadas de 1940  y 1950 en buena parte de las iniciativas partidarias en materia político-cultural: desde los frentes de masas como el Movimiento por la Paz, pasando por las organizaciones culturales que los comunistas impulsaron a nivel nacional y regional, hasta las páginas del órgano intelectual más importante que tuvo el comunismo, la revista Cuadernos de Cultura.

 

En el reverso, los escritores fueron un constante foco  de problemas para la institución partidaria pues, al contrario de otras profesiones intelectuales cuya funcionalidad política o gremial era más evidente o inmediata, aquellos carecían de una tarea específica más allá de disponer su nombre para la batalla ideológica y cultural. Por esta razón, consideramos que, mediante el prisma de la figura del escritor- intelectual, es posible iluminar con mayor nitidez las tensiones que  se produjeron entre la voluntad de intervención pública de los intelectuales comunistas en la disputa por  la definición de interrogantes largamente transitados (la cultura nacional, las tradiciones culturales, las funciones de la crítica) y los límites impuestos por  las lógicas y demandas de la institución partidaria.

 

El PCA careció de una figura relevante en el campo literario. A diferencia de otros partidos latinoamericanos, el argentino no contó con firmas equivalentes a Pablo Neruda, Jorge Amado o Nicolás Guillén, quienes fueron capaces de dotar de prestigio a las posiciones comunistas  en el campo de la cultura, articulando su compromiso político con una popularidad conquistada por la escritura inspirada. Por el contrario, los escritores comunistas argentinos ocuparon espacios marginales tanto en el campo intelectual nacional como en el propio espacio transnacional del comunismo, cuyas tribunas raramente les estaban reservadas. En el ámbito del ensayo cultural, Héctor P. Agosti constituyó una excepción,  puesto que  gozaba de un reconocimiento genuino en los círculos de la intelectualidad progresista, la que advertía en él un par de méritos probados “a pesar” de ser un comunista y detrás de las concesiones que su escritura debía rendir a las exigencias de su condición.

 

Aun así,  en el campo artístico-literario es posible verificar con mayor claridad el “sistema de compensaciones” que Jeannine Verdès-Leroux analizó para evaluar la figura del “intelectual de partido”. Este, afirma, a diferencia del “intelectual autónomo”, carece de un nombre propio, de una formación universitaria legítima o de una práctica artística reconocida por los “tribunales burgueses” y, en consecuencia, debe su prestigio, su poder y sus  privilegios únicamente a la institución partidaria, que premia su disciplina y su celo doctrinario con una amplia gama de gratificaciones y oportunidades culturales: un vasto conjunto de revistas y editoriales en las que promueve su participación, un circuito internacional de traducción y circulación de obras, una buena crítica acorde con el “espíritu de partido”, la posibilidad de viajar y participar en eventos internacionales, etcétera.

 

Aunque no sea la intención de este libro explicar el compromiso de los intelectuales con  el comunismo estableciendo una analogía entre posiciones marginales del campo intelectual y posiciones políticas favorables al partido, el dato no  puede soslayarse. En efecto, una de las funciones principales del espacio cultural comunista y sus instituciones fue actuar como instancia de legitimación de sus propios intelectuales, lo que puede verificarse con  solo repasar quiénes publicaban en las editoriales ligadas al partido o el sistema semicerrado de reseñas de su prensa y sus publicaciones especializadas. Este mecanismo fue más fluido en ciertas fracciones del campo literario y artístico a las cuales se les ofrecía, con mayor vigor si respondían a los cánones estéticos esperables, tanto un respaldo crítico como un mercado y un público. En el mismo sentido, Ricardo Pasolini ha señalado el modo en que  las instituciones culturales animadas por comunistas al calor de la batalla antifascista facilitaron el ingreso a la carrera de escritor de figuras marginales cultural y geográficamente. Esta dependencia de la institución partidaria facilitó que las dirigencias se sintieran en particular atraídas por  intervenir y legislar en  cuestiones literarias y artísticas, como lo demuestran las polémicas sobre el “realismo socialista” y la “herencia cultural” que  se sucedieron desde fines de la década de 1940.

 

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El mundo cultural de los comunistas argentinos fue un espacio estructurado en una amplia red de instituciones, editoriales, publicaciones periódicas y emprendimientos asociativos que tuvieron un impacto y ocuparon un lugar en el campo intelectual, y generaron una imagen acerca del “aparato cultural” del PCA que logró imponerse sobre su mediana producción teórica y creativa. Fue,  también, uno de los elementos a través de los cuales se construyó el relato del “peligro”  comunista, largamente extendido en la vida  política argentina. En 1956,  por  ejemplo, la revista nacionalista Esto es afirmaba, no sin alarma, que  la “poderosa organización” del PCA controlaba, además de sus organizaciones oficiales, más de cuarenta asociaciones culturales, profesionales y comunitarias, y editaba 16 publicaciones, sin contar una abundante masa de boletines y periódicos mimeografiados. Según los cálculos del redactor, la prensa periódica comunista lanzaba a la calle unos doscientos mil  ejemplares semanales. Si a esto se sumaban las publicaciones procedentes del exterior, se llegaba al exorbitante número de un millón de ejemplares por mes.

 

A lo largo de estas páginas, analizaremos algunas instituciones y emprendimientos de este  entramado en cuyo interior los intelectuales interpretaron de modos diversos y a menudo complejos la obediencia política que el partido les demandaba. Esto se manifestó tanto en el debate público como en sus producciones culturales y textos políticos y teóricos, de acuerdo con contextos locales e internacionales precisos que es necesario restituir.

 

En  efecto, también en el ámbito de la cultura los partidos comunistas deben ser analizados atendiendo a su doble carácter de miembros del movimiento comunista internacional y actores de la vida política de sus  respectivos países. La dimensión internacional de la adhesión de los intelectuales al comunismo es clave para comprender las lógicas del compromiso de un grupo particularmente sensible a las ideas del mundo y sobre el cual  tuvieron un peso determinante acontecimientos globales como la Revolución Rusa, las dos guerras mundiales, la guerra civil española, la Guerra Fría, la Revolución Cubana, verdaderos “eventos catalizadores” de identidades y sensibilidades generacionales, políticas y culturales.

Fuente: http://www.revistaanfibia.com/ensayo/la-paradoja-intelectual-comunista/

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