La revolución digital: Una revolución técnica entre libertad y control

Por André Vitalis

Al calificar la revolución digital de revolución técnica se señala de partida la inspiración elluliana de mi escrito. Como se sabe, Jacques Ellul escribió mucho tanto sobre la técnica como sobre la revolución. No conoció Internet pero se interesó por la informática, e hizo diferentes valoraciones a medida que ésta iba evolucionando. A comienzos de los años 1950, en La técnica o la apuesta del siglo, la presenta como una “técnica en segundo grado” a la que augura un hermoso futuro; en 1977, en El sistema técnico, constituye el aglutinante que facilitará la integración de los distintos subconjuntos; en Cambiar de revolución, en 1982, es susceptible, gracias a la aparición del microordenador, de ser puesta al servicio de un proyecto revolucionario; en fin, en El bluf tecnológico, publicado en 1988, se revisa su importancia a la baja, en la medida en que no ha ayudado al sistema a reformarse. Al comienzo de esta última obra, Ellul nos confía que había comenzado, diez años antes, la redacción de un libro sobre el impacto de la informática en la sociedad pero que ante la rapidez de la evolución técnica renunció a su proyecto y abandonó las doscientas páginas ya redactadas: “No llegaba a dominar la materia a tratar, escribe. Huía entre mis dedos tan pronto pensaba haberla comprendido” (Ellul, 1988, p. 11). Hay que recordar esta bella lección de modestia y de apertura por parte de un pensador mundialmente conocido por sus análisis de la técnica.

De esta “revolución digital”, esta puesta en red y en datos que estamos viviendo con Internet, no conocemos ni todas las prolongaciones ni todas las consecuencias. Como antes de ella la revolución de la escritura o de la imprenta (Goody 1978 ; Eisenstein 1991), esta revolución nos transforma mucho más de lo que podemos transformarla. Es una revolución técnica en que la mejora de los medios precede muy ampliamente a las ventajas e inconvenientes que puede aportar. Se puede constatar hoy día que ha abierto nuevos espacios de libertad, aunque al precio de un mayor control sobre el individuo.

Se puede y se debe dar un mayor rigor semántico a la palabra revolución que, en sentido estricto, supone siempre una intencionalidad y la realización de un cambio social en profundidad. En relación a esta perspectiva de un cambio radical, la revolución digital es entendida de diferentes maneras. Tras hacer mención a una concepción optimista que Ellul siempre criticó, trataremos de mostrar que su contribución a un verdadero proyecto revolucionario no se puede dar por sentada.

La “revolución digital” es a la vez previsible e inesperada. Nacida del cruce de una lógica liberal con una lógica libertaria, ofrece nuevas posibilidades de expresión que no deben hacer olvidar otros aspectos menos positivos.

Esta revolución de lo digital prolonga una sociedad industrial en crisis preservando sus posibilidades de crecimiento. A comienzos de los años 1970, sociólogos y economistas anunciaron el advenimiento de una sociedad post-industrial, en la que las tecnologías de la información tendrían un lugar central. Informes oficiales, como el japonés Jacudi de 1972, mostraron que una sociedad de la información podía constituir una alternativa a una sociedad industrial considerada demasiado contaminante. En 1978, el informe Nora/Minc, en Francia, aboga en el mismo sentido, y diez años más tarde en Estados Unidos, un informe del MIT (Massachusetts Institute of Technology) recomendaba al Estado federal invertir masivamente en las industrias electrónicas para conservar la supremacía del país en la economía mundial. En 1993, el anuncio por el gobierno americano de la construcción de autopistas de la información y, dos años más tarde, el del G7 de construcción de una sociedad mundial de la información, nos hicieron entrar de lleno en la era digital.

Todos estos proyectos se caracterizaron par una gran impronta liberal. Se reconoce a las empresas privadas el papel principal en la edificación de esta sociedad de la información con una intervención mínima de los Estados. El sello liberal se encuentra también en la prioridad dada al crecimiento de los medios, sin definir antes los objetivos o las reformas deseables a las que deberían servir estos medios. Como señala Jean-Claude Michéa en su libro El imperio del mal menor (2007), el pensamiento liberal siempre se ha mostrado pesimista sobre las capacidades humanas para construir una buena sociedad. Prefiere verles perseguir sus intereses personales regulados por la mano invisible del mercado y actuar en el mundo con las armas de la ciencia y de la técnica. A falta de definición de finalidades, las nuevas técnicas y las redes de información son consideradas buenas y útiles en sí mismas, y volvemos a encontrar aquí, multiplicado por diez, el encantado discurso que desde el telégrafo ha acompañado siempre a la innovación en la comunicación. Como por un efecto mágico, estas nuevas técnicas permitirán trabajar con más eficacia, participar mejor en la vida democrática, difundir más y mejor el conocimiento y, en general, aportar una solución a todos los problemas sociales (Breton, 1992).

Veinte años más tarde, todas estas promesas están lejos de cumplirse. Sin embargo, se puede considerar que las opciones adoptadas tenían una pertinencia económica real. La puesta en marcha de une infraestructura mundial de información ha asegurado un desarrollo de los intercambios y permitido a las empresas americanas reforzar su supremacía. Tras el reinado de la máquina, con IBM, y el del software después, con Microsoft, ahora son los datos, con Google y Facebook, quienes dominan el mundo digital.

La revolución digital ha abierto nuevos espacios de libertad gracias a las funcionalidades que proponen las nuevas herramientas, pero también, y sobre todo, gracias al carácter democrático de Internet. Esta red universal es un espacio de comunicación mundial al alcance de todos. Constituida por un número indeterminado y potencialmente ilimitado de puntos interconectados, ofrece un modo de comunicación desterritorializado y sin punto central de control.

Este carácter democrático de la red que, en 2014, tenía 3.000 millones de usuarios, lo debemos a una sorprendente conjunción, que habría podido no producirse, entre instituciones financiadas por fondos públicos y la actividad autónoma de investigadores y apasionados de la informática, en muchos casos influenciados por los medios americanos de la contracultura (Halpin, 2009). Internet fue construido de partida para poder resistir a un ataque militar, después fue puesto al servicio de la comunidad científica. Gracias a la contribución de científicos independientes y de hackers con la consigna de “la Web para todos, para todo y en todas partes”, a comienzos de los años 1990 la red fue puesta a disposición de la mayoría. Estos contribuidores compartían una cultura común de la solidaridad y de la ayuda mutua, que se encuentra en su obra. Para ellos, la prioridad debía estar en el interés colectivo y en la gratuidad, por delante de cualquier otra consideración.

Pronto aparecieron empresas sensibles al interés de la red como fuente de ganancias pero, a pesar de ocupar un lugar cada vez más importante, no han podido cuestionar en lo fundamental estas opciones de partida. Estas decisiones de apertura, de universalidad y de gratuidad, por encima de la potencia de una herramienta digital interactiva, son las que han permitido a un número cada vez mayor de individuos acceder a enormes stocks de informaciones, comunicarse entre sí en foros y poder expresarse en el espacio público. Desde 2003, la Web participativa ha multiplicado estas posibilidades con los blogs, las wikis y las redes sociales. El mundo de la información se ha transformado. He estudiado en detalle un caso ejemplar de esta transformación en el momento de la marea negra del Erika, a finales de 1999, cuando en Francia había 6 millones de internautas y acababa de aparecer la primera página web colaborativa (Vitalis, 2005). La información difundida por Internet en esos momentos de crisis cuestionó la información ofrecida por el gobierno, los expertos y los medios de comunicación, mostrándose por lo general más fiable. Aparecieron de forma inesperada en la escena pública nuevos actores informativos que no habían sido invitados, rompiendo el monopolio de la palabra gubernamental y mediática.

La revolución digital es ambivalente porque las nuevas libertades que permite van a la par de un aumento del control social. Le contrapartida de la sociedad de la información es la sociedad de control. Internet facilita la participación, pero es al mismo tiempo un sistema que despoja a los internautas de sus datos.

Todo soporte digital (redes de telecomunicación, pero también las tarjetas bancarias o los teléfonos móviles) comporta una característica fundamental: conserva el rastro de las diferentes transacciones efectuadas, ya sea el haber pasado por tal lugar a tal hora, haber accedido a tal servicio o a tal banco de datos. Estos rastros no son inmediatamente perceptibles para el usuario, que ignora en general su captación, almacenaje y tratamiento. Esta producción automática e invisible de informaciones personales constituye un recurso comercial de primer orden. Gracias a ellas se conoce el gusto de los individuos, sus centros de interés o sus opiniones, y el marketing puede establecer perfiles y segmentaciones de comportamientos.

La recogida y el tratamiento de estos rastros son, si se puede hablar así, el precio de la gratuidad de los servicios ofrecidos en Internet. El individuo digital goza de la mayor libertad en la red, pero bajo la mirada de los poderes económicos y policiales. El ejemplo del navegador Google es, en este sentido, particularmente esclarecedor. Los rastros dejados por sus millones de usuarios son almacenados y tratados en 30 enormes centros de datos y de cálculo repartidos por el mundo. El tratamiento de estos datos partiendo de palabras clave permite a la empresa remunerarse con la publicidad contextual que aparece en los márgenes de las respuestas logradas en una búsqueda. La mayor libertad de acción lleva paradójicamente a la mayor posibilidad de observación y de análisis. Esta cartografía planetaria de identidades atenta gravemente al derecho a la vida privada, que las muchas leyes informáticas y las libertades intervenidas desde hace treinta años se muestran incapaces de proteger. La empresa, después de haber querido conservar indefinidamente estos datos, ha aceptado reducir la duración de su conservación a nueve meses. El problema de la propiedad de los datos producidos por la digitalización de los soportes nunca se ha planteado. La centralización y el tratamiento de los datos personales por empresas privadas atentan al derecho a la intimidad de las personas, pero implican también intereses para la gestión colectiva. Así, aunque Google no entiende nada del mecanismo de propagación de los virus, esta empresa puede sin embargo prever dos semanas antes que las autoridades sanitarias competentes el grado de propagación del virus de una gripe.

Como muestra el éxito de las redes sociales donde los individuos desvelan por sí mismos informaciones consideradas hasta entonces confidenciales, la preservación del derecho a la vida privada no parece hoy una preocupación prioritaria. No obstante, desde las revelaciones de Edward Snowden en junio de 2013, esta cuestión retiene más la atención (Lefébure, 2014). Es difícil permanecer indiferente, sobre todo para los Estados, ante el saqueo mundial de datos personales efectuado por la Agencia Nacional de Seguridad Americana (NSA) con la complicidad de los operadores de telecomunicaciones y de los gigantes de Internet. En el Net mundial organizado en Sao Paulo en abril de 2014 por la presidenta de Brasil, las prácticas de esta agencia fueron objeto de una condena unánime, así como el actual modo de gobierno de la red.

La digitalización de los soportes posibilita la puesta en práctica de un modelo inédito de vigilancia, tanto mejor tolerado al ser invisible y no estar en manos de un único Big Brother. Los objetivos de esta vigilancia son esencialmente comerciales y securitarios. Es una vigilancia masiva, basada en la captación y el tratamiento de los rastros de cerca de 3.000 millones de internautas; es una vigilancia de anticipación, que trata de prever el comportamiento del individuo para determinar estrategias muy orientadas a influir en sus compras o para tomar las medidas necesarias en caso de comportamiento desviado. Como se ve, el internauta y el usuario de soportes digitales es un individuo que goza de una gran libertad, pero es también un individuo convertido en un sospechoso y en una diana comercial (Mattelart et Vitalis, 2014).

La revolución digital como fundamento de una revolución política que permitirá realizar todas sus promesas

Para algunos, hace falta una revolución política para que se puedan manifestar todas las potencialidades liberadoras de las técnicas digitales. Para ello, hay que suprimir las relaciones de clase y de dominación del capitalismo que hoy día impiden esta manifestación. Se puede reconocer aquí una recuperación del pensamiento marxista que las teorías de las multitudes se esfuerzan en actualizar (Granjon, 2006). Voy a presentar brevemente las distintas componentes de estas teorías que se complementan y refuerzan entre ellas, a saber: la tesis del nuevo imperio, del capitalismo cognitivo y de la era post-mediática. Es útil mencionar las teorías de las multitudes, en la medida en que ponen en el centro de sus análisis las nuevas herramientas y las redes de comunicación, concediéndoles un papel decisivo. Se encuentran también en forma edulcorada en muchos discursos.

La teoría del nuevo imperio fue defendida por Antonio Negri y Michael Hard en el libro Imperio, publicado en 2000, que hizo mucho ruido y se convirtió en una de las referencias del movimiento altermundialista. Para estos autores, el imperio es un aparato descentralizado y desterritorializado de gobierno que está en todas partes y en ninguna. El poder de un capital mundializado se ejerce ahora en un espacio global en el que las antiguas soberanías de los Estados-naciones se han vuelto caducas. En este contexto emerge un nuevo sujeto revolucionario, la multitud, a partir de formas de producción cada vez más inmateriales y comunicacionales. Internet constituiría una primera aproximación y un primer modelo. La multitud reúne a individuos singulares cuya principal característica es organizarse en red y participar en un trabajo basado en la cooperación. Este nuevo actor es un sujeto sometido a los nuevos modos de producción y, al mismo tiempo, un sujeto político que posee la capacidad de emanciparse de esta dominación para promover el bien común.

Estamos en definitiva ante una nueva etapa de la lucha de los explotados contra el poder del capital. Negri y Hardt quisieron escribir un nuevo manifiesto comunista para nuestro tiempo. El proletariado industrial es sustituido por un sujeto más colectivo e híbrido, adaptado al trabajo en red y comunicacional. Estas nuevas herramientas, desprendidas del dominio del capital, permitirán construir una sociedad más libre, más justa y más democrática. No hay que esperar una gran noche pero, a la larga, la victoria sobre las fuerzas de explotación es ineluctable y desembocará en la invención de nuevas formas de representación y de gobierno.

La teoría del capitalismo cognitivo, anunciando el advenimiento de una tercera revolución industrial y la emergencia de nuevas relaciones de producción, refuerza la filosofía política del nuevo imperio. Una forma todavía inédita de capitalismo, el capitalismo cognitivo, habría sucedido desde 1975 al capitalismo industrial, que, por su parte, había suplantado al capitalismo mercantilista y esclavista (Vercellone, 2003). El trabajo industrial ha cedido el lugar a un trabajo inmaterial donde la información y la comunicación ocupan un lugar esencial. Al igual que antes debieron industrializarse todas las formas de la vida social, el trabajo y la sociedad deben hoy informatizarse. A medida que se generaliza la automatización, ya no se valoriza la fuerza de trabajo, sino la inteligencia y la creatividad. El valor ya no se mide en tiempo de trabajo, sino que se refugia en adelante en lo que no puede ser programado y en la capacidad de resolución de los problemas. Para el economista Yann Moulier Boutang, teórico de esta nueva forma de capitalismo, “el nuevo sistema de producción se basa en el trabajo de cerebros reunidos en red por medio de ordenadores. La sociedad en red, hecha posible por la informática, transforma las condiciones de intercambio de conocimiento, de producción de la innovación y las posibilidades mismas de captación de valor por las empresas” (Boutang, 2007: 87).

Los trabajadores de esta vida reticular y colaborativa, que gozan de una amplia autonomía, no pueden dejar de cuestionar un sistema basado en la apropiación privada de las riquezas que no permite que el mayor número se beneficie de las ventajas aportadas por las tecnologías de información y de comunicación. La experiencia del software libre muestra que el derecho de propiedad puede ser reinterpretado radicalmente, así como que se puede revisar de arriba abajo la condición salarial en un momento en que las fronteras entre trabajo y no-trabajo se vuelven cada vez más sutiles.

Las teorías de la era postmediática se interesan, por su parte, en el cambio radical aportado por una red interactiva como Internet en un espacio hasta entonces monopolizado y modelado por medios de comunicación unilaterales, a los que no se puede responder y que desde un centro irrigan una lejana periferia. La entrada en una era postmediática consiste en una reapropiación individual y colectiva de las máquinas de información, de arte y de cultura.

Podemos liberarnos ya del dominio de un medio de comunicación como la televisión que, basándose en una disociación entre la producción y la recepción, ha aplastado las subjetividades (Stiegler, 2009). Internet pone en entredicho esta lógica unilateral al permitir a la mayoría ser a la vez receptora y productora de información. La red permite la expresión de uno mismo, la participación, la organización de una inteligencia colectiva y la creación de medios de comunicación alternativos. En lugar de comportamientos de consumo pueden manifestarse comportamientos de contribución. La creación de una enciclopedia en línea como Wikipedia demuestra lo que puede producir una lógica de intercambio y de participación. Si, en el pasado, los llamados medios comunitarios no pudieron cuestionar seriamente el unilateralismo de los medios de comunicación masivos, el medio digital y reticular les pone fin.

Otra idea de la revolución que pone en cuestión la revolución digital

Tras los acontecimientos de mayo 68 en Francia, Jacques Ellul emprendió una reflexión de largo alcance sobre el fenómeno revolucionario, al que dedicó varios libros (Vitalis, 2013). A partir de una amplia aproximación histórica, muestra ante todo que no se debe confundir una revuelta con una revolución. A diferencia de la primera, en la segunda hay un pensamiento previo y la voluntad de imponer un proyecto por la vía de los hechos, creando nuevas instituciones. Sobre todo, muestra que después de la Revolución francesa de 1789, la revolución, que había sido asimilada hasta entonces en términos negativos de terror y de violencia, va a ser considerada desde una imagen positiva. Marx se apoyó en este ejemplo para elaborar su teoría de la lucha de clases y del proletariado revolucionario. Él y sus sucesores contribuyeron a poner en orden la revolución, que se vuelve un fenómeno previsible que va en el sentido de la historia mientras que anteriormente expresaba un rechazo a avanzar hacia el futuro. De alguna manera, se va a insertar en un modelo preestablecido, donde la libertad se confunde con la necesidad. Ya no hay lugar para la expresión espontánea y la búsqueda de vías originales e inéditas. Se necesitan profesionales de la revolución y un partido, y aplicar tácticas y estrategias para apoderarse del poder. El Estado, así como las posibilidades técnicas, nunca son cuestionados. Al contrario, se quiere hacer de éstos los principales vectores de realización y de avances de la revolución. En una célebre fórmula pronunciada en un congreso de los Soviets en 1920, Lenin decía: “El socialismo es el poder de los soviets más la electrificación”.

Ellul critica radicalmente esta concepción de una revolución política que se piensa en el sentido de la Historia, realizando por medio de un cambio de poder todas las promesas de la técnica. Para él, la técnica puede constituir una ayuda, pero puede ser también un obstáculo. No yendo necesariamente en el sentido de la historia, no estando a remolque del cambio técnico, una verdadera ruptura revolucionaria es siempre algo improbable.

Voy a retomar tres problemáticas ellulianas, en el cuestionamiento de la revolución digital: la problemática de la técnica apropiada, la problemática de la relación fin/medio y la problemática de los límites.

El autor de La técnica y la apuesta del siglo considera que las sociedades más desarrolladas económicamente son sociedades técnicas donde lo que importa ante todo es la elección de los medios más eficaces. La neutralidad de la técnica es cuestionada por tanto en la medida en que ésta, al volverse autónoma, ya no depende de las decisiones políticas y del libre arbitrio del usuario. La elección de los medios es esencial y se puede comprender por qué rechazar determinadas técnicas para no estar sometido a su lógica. En la historia ha habido muchos rechazos a recurrir a nuevas técnicas de comunicación, como lo testimonian el rechazo a la escritura, la contestación de la imagen o la oposición a la imprenta. También hoy se observan rechazos a la utilización de Internet por personas muy minoritarias que poseen todos los medios intelectuales y financieros para volverse internautas. Las razones del rechazo son múltiples y siempre motivadas: temor de dependencia y de manipulación, vinculación a otros soportes que se estiman más propicios a la reflexión, falta de utilidad, etc. (Boudokhane, 2008).

Las técnicas son más o menos favorables a la libertad y a la creatividad del individuo. Es conocida en este sentido la elección de Ivan Illich en favor de técnicas amigables que favorecen la autonomía y el dominio humanos. La noción de tecnología apropiada o de tecnología dulce de Ellul es muy cercana. Hasta 1970, éste último consideraba que el sistema técnico era un sistema inquebrantable que no tenía más que una orientación de poder. A partir de esta fecha, la automatización y la informatización pueden permitir cambiar esta orientación. En su libro Cambiar de revolución, la microinformática, a diferencia de la gran informática, es considerada como un posible instrumento de liberación en la medida en que hace posible la descentralización, la coordinación entre pequeños grupos a través de redes o llevar la decisión a la base.

Esta evaluación positiva podría también hacerse hoy a una red como Internet, habida cuenta de su carácter democrático. Sin embargo debe ser revisada cuando se constata que la red se ha convertido en el instrumento de una vigilancia masiva y de una centralización de los datos personales por Estados y empresas. Lo primero para hacer de ella un instrumento de comunicación apropiado sería elaborar una carta mundial de la informática y de las libertades que protegiera la vida privada en todas las partes del mundo, garantizando a todo internauta el acceso a su duplicado digital, con la posibilidad de borrar las partes que desee (Vitalis, 2008a).

Intervenir lo más arriba posible la oferta de tecnologías antes de que éstas se impongan sería la mejor manera de beneficiarse de tecnologías dulces y apropiadas. Por ejemplo, las empresas de distribución han sido hasta ahora las más interesadas en el Internet de los objetos y han financiado los primeros estudios. No es cierto que la mayoría vea con buenos ojos esta invasión próxima de su vida cotidiana por miles de microchips comunicantes e indiscretos.

Una técnica orientada hacia el poder es siempre un obstáculo para un proyecto revolucionario que debe hacerse contra él. Una técnica apropiada es necesaria pero no suficiente para hacer una revolución. Hace falta también y sobre todo una voluntad revolucionaria, una decisión. Volvemos a encontrar aquí la problemática esencial de las relaciones entre los medios y los fines, debiendo darse la prioridad, a diferencia de lo que ocurre en una sociedad, a las finalidades. El contexto político y social es por tanto determinante. Ellul pensó que a comienzos de los años 1980 era posible una revolución, porque acababa de aparecer una técnica apropiada como la microinformática, pero también, y sobre todo, porque en ese momento histórico preciso se manifestaba una profunda voluntad de cambio.

Para dar una idea de la radicalidad de un cambio verdaderamente revolucionario, voy a recordar los cinco cambios que, según Ellul (1982), debería realizar la revolución de finales del siglo 20: una ayuda totalmente desinteresada a los países del Sur gracias a una reconversión de la potencia industrial occidental; la opción de no-potencia, privilegiando el medio más humano y más respetuoso con la naturaleza respecto al medio más eficaz; la separación y la diversificación en todos los ámbitos con una preferencia por la autogestión; la reducción drástica del tiempo de trabajo; y, en fin, el abandono del trabajo asalariado gracias a nuevas modalidades de reparto de la riqueza.

En este comienzo del siglo 21 nos encontramos ante una situación paradójica. Mientras a las revoluciones del pasado les faltaron medios, hoy día la superabundancia de medios parece quitarnos todo deseo de revolución. Se multiplican las revueltas, pero cuanto más técnica es la sociedad, más imposible se vuelve la revolución. El dominio de la técnica exige la determinación de límites. En otras palabras, no siempre se debe hacer lo que técnicamente es posible hacer. A falta de capacidad de autolimitación de nuestras sociedades, de alguna manera las presiones externas, como el calentamiento climático o las contaminaciones del medio ambiente, nos obligan a modificar nuestros modos de producción y de consumo. Parece que las técnicas digitales, a priori no contaminantes y que pueden permitir economizar energía, deberían ser excluidas de este cuestionamiento. Ante su continuo y rápido crecimiento, algunos consideran sin embargo que habría que reexaminar esta opinión (Flipo, 2007). En algunos países, las infraestructuras digitales consumen cerca del 10% del consumo total de electricidad. Un estudio reciente afirma que hasta 2020, el impacto de los enormes centros de datos y de cálculo en CO2 sobre el medio ambiente sería más importante que el de toda la industria de transporte aéreo.

El movimiento por el decrecimiento muestra que se puede escoger voluntariamente la vía de la autolimitación. Poniendo en entredicho un imaginario demasiado exclusivamente económico y la noción de progreso que lo acompaña, este movimiento, directamente inspirado en las tesis de Ellul, propone una verdadera ruptura. El problema, en este caso, es saber si las tecnologías digitales pueden ser afectadas por este movimiento. No se entiende por qué hay que fijar límites a técnicas de almacenaje y de tratamiento de signos que ofrecen nuevos espacios de expresión y de relación muy útiles y apreciados en estos tiempos de crisis social. El éxito de las redes sociales parece ir a la par con el ascenso de las incertidumbres, como si sus participantes tuvieran necesidad de asegurar su identidad y sus lazos sociales.

Las nuevas redes y las herramientas de comunicación no deben sin embargo convertirse en el todo de la información y de la comunicación. Aunque las consecuencias de su utilización sobre las percepciones y las representaciones son difíciles de evaluar, es verdad que no siempre son positivas (Virilio, 1995, 1996). En estas condiciones, un derecho a la desconexión debe ser acogido favorablemente, así como la iniciativa de algunas escuelas de privar de pantalla y de televisión durante una decena de días a los nativos digitales.

André Vitalis es profesor emérito de la Universidad de Burdeos, Francia.

https://journals.openedition.org/communiquer/1494

Traducción: Javier Garitazelaia para viento sur

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