La ley del valor en el paso del capitalismo industrial al nuevo capitalismo

por Carlo Vercellone

El objetivo de este artículo es el de caracterizar, en el marco teórico post-operaista, el sentido lógico e histórico de la marxiana ley del valor, en el paso del capitalismo industrial al capitalismo cognitivo. Desde esta perspectiva, el análisis se desarrollará en tres fases. En la primera nos proponemos precisar qué es necesario entender por ley del valor/tiempo de trabajo y en qué consiste su articulación a la ley del plusvalor de la cual es una variable dependiente e históricamente determinada. En referencia a esta articulación utilizaremos la noción de ley del valor/plusvalor. En una segunda y tercera fase, la atención se focalizará sobre las principales dinámicas que explican la fuerza progresiva de la ley del valor/plusvalor en el capitalismo industrial, por tanto, su crisis en el capitalismo cognitivo.

  1. Dos principales concepciones de la ley del valor-trabajo

En la tradición marxista cohabitan, como señala Negri (1992), dos concepciones de la teoría del valor. La primera insiste sobre el problema cuantitativo de la determinación del volumen del valor. Esta considera el tiempo de trabajo como el criterio de medida del valor de las mercancías. Es la que llamamos la teoría del valor tiempo de trabajo. Esta concepción es bien definida, por ejemplo, por Paul Sweezy, cuando afirma que en una sociedad mercantil-capitalista “el trabajo abstracto es abstracto solamente en el sentido, dicho rotundamente, que son ignoradas todas las características especiales que diferencian un tipo de trabajo de otro. En definitiva, la expresión trabajo abstracto, como resulta claramente del propio uso que hace Marx, equivale a trabajo en general; es lo que es común a toda actividad productiva humana”. En esta visión, la ley del valor es concebida esencialmente como una ley ahistórica de la medida y del equilibrio que rige la asignación de los recursos. La noción de trabajo abstracto devine casi una categoría natural, una simple abstracción mental, libre de todas las características que, de la alienación mercantil a la expropiación del acto del trabajador, hacen de ella una categoría específica del capitalismo. Tenemos aquí una aproximación más ricardiana que marxiana a la teoría del valor-trabajo, cuya genealogía se refiere a un hipotético modo de producción mercantil simple para extenderse después al capitalismo.

La segunda concepción insiste sobre la dimensión cualitativa de la relación de explotación sobre la que descansa la relación capital-trabajo, relación que presupone la transformación de la fuerza de trabajo en mercancía ficticia. Es aquella que podemos llamar teoría del valor/plusvalor. Esta concibe el trabajo abstracto como sustancia y fuente del valore en una sociedad capitalista regida por el desarrollo de las relaciones mercantiles y por la relación antagonista capital-trabajo. Hacemos notar que en Marx la ley del valor-trabajo es concebida directamente en función de la ley del plusvalor y carece de autonomía alguna respecto a esta última, es decir la ley de la explotación. A tal propósito, la propia elección tan controvertida de Marx, en el primer capítulo del libro I del Capital, de partir del análisis de la mercancía, no tiene nada que ver con la hipótesis de una sociedad mercantil simple que habría precedido al capitalismo. Deriva, sin embargo, de la necesidad de mostrar cómo la transformación de la fuerza de trabajo en una mercancía ficticia –y por lo tanto la articulación entre su valor de cambio y su valor de uso (el trabajo mismo) – explica el misterio del origen del beneficio. En definitiva, en Marx no existe ningún fetichismo concerniente a la ley del valor/tiempo de trabajo, en cuanto ley del intercambio de equivalentes, que supondría una suerte de invariante estructural del funcionamiento de la economía. Al contrario, la ley del valor-plusvalor debe ser pensada, primero sobre el plano macroeconómico de la oposición entre capital social y trabajador colectivo y no como una problemática de la determinación de la medida del valor de las mercancías individuales. Esta lectura –nos parece– es tanto más pertinente en cuanto, como observa Hai Hac “el capital es indiferente al valor de las mercancías que produce, puesto que lo que le interesa es solo el plusvalor del cual el valor es portador. Además, en la medida en que el plusvalor crece con el desarrollo de la fuerza productiva del trabajo social, el valor decrece en razón del mismo movimiento, dándose un mismo proceso que disminuye el valor de las mercancías y aumenta el plusvalor que contiene”.

A partir de esta segunda concepción, en el resto de este artículo, nos proponemos caracterizar la génesis y el despliegue histórico de la ley del valor/plusvalor, después el sentido y los desafíos de su crisis en una economía basada sobre el rol motor del saber y de su difusión.

1.2 De la ley del plusvalor a la ley del valor basada en el tiempo de trabajo

Comenzamos por tanto por definir la ley del plusvalor. Esta expresa de hecho la racionalidad económica del capitalismo en su esencia, independientemente de su forma históricamente determinada: la de ser un sistema orientado hacia la acumulación ilimitada del capital. Encontramos esta idea en la célebre formula general del Capital de Marx (D-M-D’), en que la valorización del capital es un proceso que no conoce límites en la medida en que su objetivo no es ni el consumo ni el valor de uso, sino la acumulación de la riqueza abstracta representada por el dinero. La mercancía y la producción son para el capital son simples instrumentos para alcanzar este objetivo, la acumulación de dinero en cuanto tal, y esto a fin de aumentar incesantemente el poder de mando que el dinero le confiere sobre la sociedad y sobre el trabajo (fuente y sustancia del valor), permitiéndole apropiarse (de modo directo e indirecto) de un plusvalor.

En este sentido, siguiendo a Negri (1979 & 1996), puede afirmarse que la ley del plusvalor se presenta a primera vista y de modo indisociable como una ley de la explotación y del antagonismo. Esta es anterior y precede, desde un punto de vista tanto lógico como histórico, a la ley del valor que hace del tiempo de trabajo abstracto la medida del trabajo y del valor de las mercancías. Esta última es solo un subproducto y una variable dependiente de la ley del plusvalor. El origen y el sentido histórico de la ley del valor/tiempo de trabajo están estrechamente ligados a la configuración de la relación capital-trabajo que se desarrolla con la revolución industrial. En esta coyuntura histórica la racionalidad económica del capital, esto es la ley del plusvalor, asume de hecho el control directo y afirma su conquista tanto sobre la esfera de la producción como sobre la de las necesidades, dando impulso progresivamente a una lógica de producción/consumo en masa de mercancías.

En este contexto, la ley del valor/tiempo de trabajo se afirma, (incluso antes de que la economía política de los clásicos elabore la teoría del valor-trabajo), como la expresión concreta de una práctica de «racionalización» de la producción y de abstracción del contenido mismo del trabajo, que hace del reloj, después del cronómetro, los medios por excelencia para cuantificar el valor económico resultante del trabajo, prescribir los modos operativos y aumentar la productividad. La homogeneización del trabajo que resulta de su descomposición en tareas elementales se presenta de hecho, dentro de las empresas, como el medio de su control y del cálculo económico. Esta permite optimizar la relación entre el input y el output medidos en tiempos de trabajo “hombres y máquinas”, pagando, como ya había señalado Babbage, el salario más bajo para cada trabajo. Al mismo tiempo, la ley del valor/tiempo de trabajo asegura, en función del tiempo de trabajo socialmente necesario, la regulación a posteriori de las relaciones de competencia ligadas a la actividad descentralizada de unidades productivas independientes unas de otras.

  1. Racionalidad económica del capital y ley del valor-plusvalor en el capitalismo industrial

Sobre esta base somos capaces de caracterizar con una cierta precisión lo que se puede llamar la racionalidad económica de la ley del valor/plusvalor que ha marcado el desarrollo del capitalismo industrial.

Sobre un plano general, esta racionalidad económica descansa sobre una concepción productivista y puramente cuantitativa del crecimiento de la producción y de la productividad. Puede ser definida como una lógica consistente en la fabricación y venta de mercancías con el fin de maximizar el beneficio produciendo cada vez más, con menos horas de trabajo y con menos capital (Gorz, 1989). Por esto, como ya señalaba Marx en los Grundrisse, “El capital es él mismo una contradicción en proceso: por una parte, se esfuerza en reducir el tiempo de trabajo [necesario para la producción de las mercancías] a un mínimo, y por otra pone el tiempo de trabajo como la única fuente y la sola medida de la riqueza”. En definitiva, es el propio desarrollo de la racionalidad de la ley del valor/plusvalor el que, empujando al límite la propia lógica, conduce de modo endógeno a su agotamiento y a la crisis.

Por concepto de racionalidad económica de la ley del valor/plusvalor es necesario entender con más exactitud dos dimensiones complementarias (dos dimensiones cuyo agotamiento está en el corazón de la crisis actual).

Según la primera dimensión, la ley del valor designa la relación social que hace de la lógica de la mercancía y del beneficio el criterio clave y progresivo del desarrollo de la riqueza social y de la satisfacción de las necesidades. Notamos que esta lógica presenta, sobre varios planos, una ambivalencia económica, social y política esencial, una ambivalencia que, como señalaba Gorz (1988), ha nutrido la ideología del progreso del capitalismo industrial permitiéndolo obtener incluso la adhesión de parte de sectores consistentes del movimiento obrero y socialista, a costa del abandono de toda crítica de la división capitalista del trabajo y de la alienación en la esfera del trabajo y de las necesidades. ¿En qué consiste esta ambivalencia?

Consiste de hecho en que la disminución continua del tiempo de trabajo necesario para la producción en masa de mercancías materiales, por tanto, la caída de su valor unitario, ha podido presentarse como el instrumento que permitía «liberar a la humanidad de la escasez» satisfaciendo así una masa creciente de necesidades, poco importa si esenciales o superfluas. Este aspecto «progresivo» de la racionalidad del capital se presentaba también, al menos en potencia[1], como el medio para reducir gradualmente el tiempo de vida dedicado al trabajo asalariado a un mínimo. En tal lógica está presente, en definitiva, una dimensión utópica –el desarrollo de las fuerzas productivas como instrumento de lucha contra la escasez­– sobre el que el capitalismo industrial pudo edificar una suerte de legitimidad histórica, cuyos fundamentos serán sin embargo profundamente desestabilizados en el capitalismo cognitivo.

La segunda dimensión de la racionalidad económica de la ley del valor/plusvalor concierne a su aplicación en la organización de la producción. En ella se encuentra el origen de la norma que, en el sentido de Marx, hace del tiempo de trabajo abstracto, medido en unidades de trabajo simple, no cualificado, la sustancia del valor de las mercancías y el instrumento conjunto de valoración, control y prescripción del trabajo. Para comprender la instauración y la profundización progresiva de esta norma hay que partir de la incertidumbre estructural que caracteriza el intercambio capital-trabajo. La compra y venta de la fuerza de trabajo giran, en efecto, sobre la disponibilidad de una cantidad de tiempo y no sobre el trabajo efectivo de los asalariados. Tal aspecto del análisis marxiana[2] está expresada de manera extremamente consonante por P. Virno (2008) mediante la distinción entre el concepto de potencia y el de acto. Esto permite comprender dos razones esenciales por las cuales las relaciones de saber y de poder, que se enlazan en torno a la organización de la producción constituyen un elemento esencial del antagonismo capital-trabajo.

La primera se explica en la facultad de controlar la intensidad y la calidad del trabajo por parte de aquellos que, teniendo conocimiento y savoir-faire, pueden dictar los tiempos y las modalidades operativas. La segunda consiste en que quienes tienen las potencias intelectuales de la producción pueden igualmente aspirar a gestionar la regulación colectiva, es decir definir las propias finalidades sociales de la producción, respondiendo a las cuestiones fundamentales de cómo producir, de qué producir y para quién.

Estamos en presencia de un desafío central que está ya en el corazón de la reflexión de los primeros grandes teóricos de la revolución industrial, como Ure y Babbage. Esta reflexión será retomada y sistematizada por Taylor confrontándose con el poder de la composición de clase del obrero profesional en las industrias motrices de la segunda revolución industrial. Taylor, al tiempo que reconoce que el «saber es el bien más precioso» de que disponen los obreros frente al capital, hará de ello el objetivo explícito en su análisis de sus prácticas sistemáticas de ralentización de la producción, deduciendo la necesidad de sacar y expropiar a los trabajadores su conocimiento tácito, para convertirlo, mediante el estudio de los tiempos y de los movimientos, en un saber codificado detentado por la dirección y reenviado a los asalariados, bajo forma de prescripción estricta de los tiempos y de los procedimientos operativos. Taylor pensará haber puesto así las bases irreversibles de una organización científica del trabajo que suprima toda incertidumbre sobre la ejecución del contrato de trabajo, garantizando al capital la planificación ex ante de la ley del valor-plusvalor. De esta manera, en la fábrica taylorista, la medida del trabajo y de la productividad, así como el volumen y el valor de la producción, eran programados y conocidos de antemano por los ingenieros. El conjunto de estos indicadores podía, así, ser reconducido a una unidad conocida y homogénea de cálculo en términos de tiempo que suministraba también un indicador bastante preciso de la tasa de explotación. La norma industrial del tiempo de trabajo abstracto encarnaba, además, la utopía capitalista y gerencial de una organización productiva capaz de privar al trabajo de toda autonomía y de toda dimensión cognitiva. Se podía creer en transformarlo en su contrario, esto es en una actividad en principio puramente mecánica, repetitiva, impersonal y totalmente subordinada a la ciencia incorporada en el capital fijo. Tenemos aquí la tendencia que Marx caracteriza como lógica de la subsunción real del trabajo en el capital. Sin embargo esta tendencia, que ha encontrado por múltiples aspectos su cumplimiento histórico en los modelos de crecimiento fordista y de la gran empresa gerencial, siempre será imperfecta. Un nuevo tipo de saber tenderá incesantemente a reconstituirse a un nivel más elevado de desarrollo de la división técnica y social del trabajo.

El mismo Marx había identificado bien la exasperación de los conflictos sobre las relaciones de saber/poder y sobre el control de las potencias intelectuales de la producción, de la cual era portadora la lógica de la subsunción real, cuando en un célebre paso del primer libro del Capital anotaba: “Para la gran industria deviene cuestión de vida o muerte sustituir la monstruosidad que es una miserable población obrera disponible, dispuesta en reserva para la necesidad variable de explotación del capital, la disponibilidad absoluta del hombre ante las variaciones de las exigencias del trabajo; sustituir al individuo parcial, mero vehículo de una función social de detalle, al individuo totalmente desarrollado, para el cual las diferentes funciones sociales son modos de actividad que se intercambian entre sí”.

En la coyuntura histórica que ha llevado a la crisis del fordismo, esta dinámica se expresa a través de los conflictos que han conducido a la formación de una intelectualidad difusa y al desarrollo de los servicios colectivos del Welfare (sanidad, educación, investigación) más allá de la compatibilidad de la regulación fordista. Se han puesto así las condiciones para el despegue de una economía basada en el rol motor del saber y su difusión.

Es necesario destacar un punto esencial para caracterizar adecuadamente la génesis y la naturaleza del capitalismo cognitivo. La puesta en práctica de una economía basada en el conocimiento precede y se opone, desde un punto de vista tanto lógico como histórico, a la formación del capitalismo cognitivo. Este último es el resultado de un proceso de restructuración mediante el cual el capital intenta absorber y someter, parasitariamente, las condiciones colectivas de la producción del conocimiento, sofocando el potencial de emancipación inscrito en la sociedad del general intellect. Por capitalismo cognitivo se entiende entonces el paso del capitalismo industrial a una nueva fase del capitalismo, en que la dimensión cognitiva e inmaterial del trabajo deviene dominante desde el punto de vista de la creación de valor y de la competitividad de las empresas. En este contexto el desafío central de la valorización del capital y de las formas de la propiedad se apoya directamente sobre la apropiación rentista del común y sobre la transformación del conocimiento en una mercancía ficticia (Negri y Vercellone, 2008).

  1. La crisis de la ley del valor-plusvalor en el capitalismo cognitivo

La mayor transformación que, desde la crisis del fordismo en adelante, señala una salida del capitalismo industrial se encuentra precisamente en el retorno de la dimensión cognitiva e intelectual del trabajo. Cabe señalar que este ascenso del trabajo cognitivo está lejos de ser privilegio de una élite de trabajadores de investigación y desarrollo (I+D) o de los sectores de alta intensidad de conocimiento e información. Esta se manifiesta en toda actividad productiva, material o inmaterial (dos dimensiones por otra parte a menudo inextricables); también respecto a aquellos de débil intensidad tecnológica, como muestra el aumento de los indicadores de autonomía del trabajo y la difusión de las funciones de producción de conocimiento y de tratamiento de la información en el conjunto de la economía.

Ciertamente, existen retrocesos; la historia no es un proceso lineal, sino que procede por superposiciones e hibridaciones. Así la tendencia hacia una nueva organización cognitiva de la producción no supone, ipso facto, el fin del taylorismo, ni siquiera en el campo del trabajo intelectual. El capital siempre se esforzará por limitar lo más posible el contro l real ejercitado por los trabajadores sobre su trabajo. En el nuevo capitalismo, diferentes modelos productivos continuaran coexistiendo y articulándose. No obstante, como muestra la reciente encuesta sobre las condiciones de trabajo en Europa de la European Foudantion for the Improvement of Living and Working Conditions, es la forma de organización considerada de tipo inteligente (Learning Organisation) que tiene cada vez más un rol hegemónico respecto a otros modelos productivos (Merllié et Paoli 2001).

En general, esta evolución corresponde, en las empresas como en la sociedad, a la afirmación de una nueva preponderancia cualitativa del conocimiento viviente, incorporado y movilizado por los trabajadores, respecto a los saberes formalizados, incorporados en el capital fijo y en la organización administrativa de las empresas. Está estrechamente asociada a una serie de tendencias que marcan la crisis de la ley del valor/plusvalor y lo que llamamos «el devenir de la renta en beneficio».

¿Qué hay que entender por crisis de la ley del valor? Tal crisis se presenta, en primer lugar, como una pérdida de relevancia de las categorías fundamentales de la economía política del capitalismo industrial: el capital, el trabajo y, por supuesto, el valor. Fundamentalmente, se corresponde con la consunción de las dos dimensiones de la racionalidad económica de la ley del valor/plusvalor sobre las, como hemos visto, el capitalismo industrial había podido afirmar su dominio sobre el trabajo y encontrar una especie de legitimidad histórica, como instrumento de lucha contra la escasez.

3.1 Agotamiento de la racionalidad económica del capital y disociación del valor de la riqueza

La primera dimensión corresponde por tanto al agotamiento de la ley del valor/tiempo de trabajo pensada como criterio de «racionalización» capitalista de la producción que hace de la norma del trabajo abstracto, medido en unidades de trabajo simple, no cualificado, el instrumento conjunto de la valoración y de la subsunción real del trabajo al capital. El aumento de potencia de la dimensión cognitiva del trabajo determina, en este sentido, una doble crisis de la ley del valor.

Una crisis de la medida, porque el trabajo cognitivo es una actividad que se desarrolla sobre el conjunto de los tiempos de vida[3]. El tiempo pasado y certificado en la empresa es generalmente una fracción del tiempo social efectivo de trabajo. En el nuevo capitalismo, la fuente principal de la creación del valore se sitúa, de hecho, cada vez más a lo largo de la esfera de la producción directa y del universo de las empresas. En este contexto, no solo las modalidades organizativas del trabajo son cada vez menos establecidas, sino que las fuentes de la competitividad dependen de manera creciente de una cooperación social productiva que se desarrolla dentro de los límites corporativos. Resulta además que el beneficio, como la renta, descansa cada vez más sobre mecanismos de apropiación del plusvalor efectuados a partir de una relación de exterioridad del capital respecto a la organización de la producción.

Una crisis del control, porque el encuentro entre la intelectualidad difusa y las tecnologías de la información y de la comunicación hace de la reapropiación colectiva del trabajo y de los medios de producción una perspectiva de nuevo plausible, generando potencialmente conflictos relativos a la autodeterminación misma de la organización del trabajo y de la finalidad social de la producción. Debido a esto, el modelo taylorista de la prescripción de las tareas cede a la prescripción de la subjetividad en muchas actividades productivas. Mientras tanto, como para la producción de valor, el control sobre el trabajo se desplaza cada vez más a lo largo del acto productivo mismo, haciendo del control total del tiempo y de los comportamientos de los asalariados la apuesta central. Esto se concretiza en la multiplicación de toda una panoplia de instrumentos de valoración de la subjetividad del trabajador y de su conformidad con los valores de la empresa, induciendo a menudo a lo que en psicología llamamos mandamientos paradójicos[4].

La segunda dimensión remite a la crisis de la ley del valor pensada como la relación social que hace de la lógica de la mercancía y el beneficio el criterio clave y progresivo del desarrollo de la riqueza social y de la satisfacción de las necesidades. Esta crisis se expresa con un divorcio crecente entre la lógica del valore y la de la riqueza. Para entender mejor el sentido de esta afirmación, conviene recordar cómo para Marx (pero también para Ricardo), el valor de las mercancías depende de la dificultad de la producción y por tanto del tiempo de trabajo. El concepto de valor es por tanto completamente diferente del concepto de riqueza, que sin embargo depende del valor de uso (no del valor de cambio), de la abundancia y por lo tanto de la gratuidad[5]. Así, la lógica capitalista de la producción mercantil encuentra, como se ha visto, en el capitalismo industrial, una suerte de legitimidad histórica en la capacidad de desarrollar la riqueza, produciendo siempre más mercancías con menos trabajo, por tanto con precios unitarios cada vez más bajos, permitiendo satisfacer una masa creciente de necesidades. Sin embargo, en el capitalismo cognitivo, la ligazón positiva entre valor y riqueza, entre producción mercantil y satisfacción de las necesidades, se rompe. Lo que significa que la ley del valor, sobrevive actualmente como una especie de envoltorio vaciado de aquello que Marx consideraba la función progresiva del capital, es decir, el desarrollo de las fuerzas productivas como instrumento de lucha contra la escasez, que habría permitido a largo plazo favorecer el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad.

Numerosas evoluciones del capitalismo cognitivo ilustran esta disociación del valor de la riqueza[6] que expresa, en lo que es más importante, la pérdida progresiva de fuerza de la ley del plusvalor y la imposibilidad de restablecer cualquier dialéctica lucha-desarrollo, remitiendo a la contradicción fundamental entre la lógica de valorización del capitalismo cognitivo y aquella intrínsecamente no mercantil de la economía del conocimiento.

Observamos que esta contradicción se hunde las raíces de las propiedades particulares del conocimiento como bien común y en su carácter irreductible al estatuto de mercancía y de capital. En comparación con los bienes clásicos, la particularidad del conocimiento como bien común consiste, efectivamente, en su carácter no rival, difícilmente excluible y acumulativo. A diferencia de los bines materiales, no se destruye con su consumo, sino que más bien se enriquece cuando circula libremente entre los individuos. Cada nuevo conocimiento genera más conocimiento, según un proceso acumulativo. Por tal motivo la apropiación privada del conocimiento solo es realizable estableciendo barreras artificiales a su acceso. Este intento se encuentra sin embargo con mayores obstáculos, referentes tanto a la exigencia ética de los individuos como al modo en que el uso de las tecnologías informáticas y comunicativas hace cada vez más difícil la ejecución de los derechos de propiedad intelectual. Por otra parte, la tentativa de transformar el conocimiento en una mercancía ficticia genera una situación paradójica, una situación en la que cuanto más aumenta artificialmente el valor de cambio del conocimiento, más disminuye su valor de uso, por el hecho mismo de su privatización y escasez. En definitiva, el capitalismo cognitivo solo puede reproducirse obstaculizando las condiciones objetivas y las facultades creativas de los agentes en la base del desarrollo de una economía basada en el saber y su difusión.

En general observamos que para múltiples bienes de alta intensidad de conocimiento (software, bienes culturales digitalizados, fármacos, etc.…), los tiempos de trabajo y por tanto los costes de reproducción son muy bajos, a veces tendentes a cero. En consecuencia, el valor-tiempo de trabajo de estas mercancías debería traducirse en una drástica disminución de sus precios, del valor monetario de la producción y de los beneficios asociados. Se convierte estratégico entonces para el capital implementar una política de refuerzo de los derechos de propiedad intelectual, que permita construir artificialmente una escasez de recursos. El capital se ve abocado cada vez más a desarrollar nuevos mecanismos de disminución de la oferta, en el intento de mantener forzosamente la primacía del valor de cambio y salvaguardar los beneficios. Tal lógica es una de las expresiones principales del devenir renta del beneficio. El resultado es una situación que contradice los propios principios sobre los que los padres fundadores de la economía política justificaban la propiedad como instrumento de lucha contra la escasez. Ahora para que haya propiedad hay que crear escasez. En cierto sentido, se puede por tanto afirmar que el intento mismo de mantener forzosamente en vigor la primacía de la lógica de la mercancía y del valor de cambio conduce al capital a intentar emanciparse de la ley del valor/tiempo de trabajo. Se abre una contradicción cada vez más aguda entre el carácter social de la producción y el carácter privado de la apropiación, que constituye una de las principales manifestaciones de la crisis de la ley del valor en la época del capitalismo cognitivo. Esta contradicción está asociada al fuerte aumento de formas de captación del valor basadas en la renta.

3.2 Capital inmaterial y producciones del hombre para el hombre: más allá de la forma-valor

El agotamiento de la racionalidad de la ley del valor/plusvalor implica además otras manifestaciones cruciales que dan cuenta de la profundidad de la crisis del capitalismo y de su divorcio de las necesidades sociales. Una primera manifestación concierne al papel creciente del capital considerado inmaterial, que representa actualmente la mayor parte de la capitalización bursátil. Este capital, llamado inmaterial, escapa también a cualquier medida objetiva en términos de «costes históricos» (y por tanto en términos de tiempo de trabajo necesario a su producción). Su valor no puede ser sino la expresión de la valoración subjetiva de los beneficios anticipados efectuada por los mercados financieros que así acaparan una renta. Esto contribuye a explicar porque el valor bursátil de este capital es esencialmente ficticio y está sometido a fluctuaciones de gran amplitud, basándose en una lógica auto referencial, propia de las finanzas, que alimenta burbujas especulativas destinadas invariablemente a explotar, arrastrando al conjunto del sistema crediticio y económico a una profunda recensión. La imposibilidad de determinar una medida objetiva y fiable del capital inmaterial se confirma también en la controversia sobre el origen del célebre goodwill (que designa el desvío creciente entre el valor de mercado de las empresas y el valor de sus activos tangibles): el principal activo inmaterial, del que deprendería el plusvalor encarnado por el goodwill, no sería otro que el «capital intelectual» representado por la competencia, la experiencia, el saber tácito, la capacidad de cooperación de la fuerza de trabajo. En definitiva, no se trata de capital (a pesar de la torsión operada por los conceptos de capital intelectual o de capital humano), sino en realidad de la calidad intelectual de la fuerza de trabajo. Ahora, esta última constituye por definición, (a menos de reducirla a la esclavitud) un activo no negociable en el mercado. Como observa Halary (2004), el intento de explicar el goodwill con la existencia de activos inmateriales no clasificados, queda prisionero de un razonamiento circular que no permite eliminar la indeterminación del valor de estos activos inmateriales porque a la pregunta: “¿De qué depende el goodwill?” La respuesta es: “Del capital humano de la empresa”, y “¿Cómo se determina el valor del capital humano?”, “¡Con el goodwill!”

Esto significa que la medida del capital y el fundamento de su poder sobre la sociedad, dependen cada vez menos del trabajo pasado y del saber incorporado en el capital constante y hoy se fundan principalmente en una convención social que encuentra su meollo principal en el poder de las finanzas[7].

Una segunda manifestación está relacionada al modo en que las producciones del hombre para el hombre, aseguradas tradicionalmente por el Welfare State según una lógica no mercantil, son el principal sector motor de una economía fundada en el conocimiento. Son las que aseguran una parte esencial del proceso de transmisión y de producción del conocimiento, y por tanto de la formación del considerado capital inmaterial. Frente a tendencias paralizantes cada vez más profundas, las producciones de hombre para el hombre representan también uno de los raros sectores en que necesidades y demanda social están en continua expansión. Estos elementos constituyen uno de los principales indicadores del agotamiento de la esfera de las necesidades que la lógica de la mercancía y el trabajo abstracto puede satisfacer progresivamente. Al mismo tiempo, contribuyen a explicar la extraordinaria presión ejercida por el capital para privatizar y mercantilizar estos servicios colectivos. Las producciones del hombre para el hombre no pueden, todavía, ser sometidas a la racionalidad económica de la ley del valor/plusvalor, sino al precio de una pérdida de recursos y de profundas desigualdades sociales que, además, amenazaría con desestructurar las fuerzas creativas que sustentan una economía basada en el conocimiento. Tres argumentos principales corroboran esta tesis. El primero está relacionado con el carácter intrínsecamente cognitivo, interactivo y afectivo de estas actividades en las cuales el trabajo no consiste en actuar sobre la materia inanimada sino sobre el propio ser humano en una relación de coproducción de servicios. Por tanto, como ya había sugerido Marx en pasajes del Capítulo VI inédito del Capital dedicado al trabajo inmaterial, las producciones del hombre para el hombre difícilmente pueden ser subsumidas a la racionalidad productiva del capital como la subjetividad de los trabajadores, igual que “el producto es inseparable del acto productor”. En definitiva, ni el acto de trabajo ni su producto (que corresponde al propio hombre en la singularidad de cada individuo) pueden ser realmente estandarizados. La eficacia en términos de resultado depende sin embargo de toda una serie de variables cualitativas relacionadas con la comunicación, con la densidad de las relaciones humanas, con la atención desinteresada y por tanto con la disponibilidad de tiempo para el otro, que la contabilidad analítica empresarial es incapaz de integrar si no es como costes o tiempos muertos improductivos. El intento de aumentar la productividad y la rentabilidad de estos servicios colectivos no puede por tanto conseguirse sino en detrimento de su calidad y su rendimiento social. En definitiva, en el plano de la organización social de la producción, nos encontramos aquí a una contradicción evidente entre la concepción capitalista y cuantitativa de la productividad y el conocimiento social de la productividad, resultante del carácter intrínsecamente común de estas actividades y de sus resultados materiales e inmateriales[8]. El segundo argumento remite a las profundas distorsiones que la aplicación del principio de la demanda solvente introduciría en el derecho al acceso de estos bienes comunes, provocando un deterioro de la calidad colectiva de la fuerza de trabajo. Tanto por razones de justicia social como de eficacia económica, las producciones del común deben fundarse sobre la gratuidad y sobre el libre acceso. Su financiación no puede por tanto asegurarse sino a través del precio colectivo y político representado por la fiscalidad, por las contribuciones sociales o por otras formas de mutualización de los recursos. El tercer argumento está relacionado a la no existencia (por ejemplo, tanto en la sanidad como en la educación) de la figura mítica del consumidor que efectuaría sus propias elecciones sobre la base de un cálculo racional costes/beneficios, dictado por la búsqueda de la máxima eficiencia de la inversión en el propio capital humano. Afortunadamente, no es cierto que este sea el criterio principal que anima al estudiante en su investigación del saber. Menos lo es todavía el del enfermo que, frecuentemente, está prisionero de un estado de ansiedad que lo hace incapaz de tomar una elección racional y lo predispone, sin embargo, a todas las trampas de una lógica mercantil en la que vender esperanzas e ilusiones es un medio para tener beneficios.

Última manifestación, pero no menos importante, la crisis de racionalidad de la ley del valor que expresa la dinámica del capitalismo cognitivo, no solo consiste en volver artificialmente recursos escasos que son de por sí abundantes y gratuitos. Esto se expresa también en la aceleración de lógica de depredación y disminución de los recursos naturales no renovables. De hecho, el capitalismo cognitivo no suprime la lógica productivista del capitalismo industrial. La rearticula y refuerza, gracias especialmente a una subordinación de la ciencia al capital que pone las nuevas tecnologías al servicio de una estrategia de estandarización y trasformación mercantil de lo viviente que acentúa los riesgos de destrucción de la biodiversidad y de estabilización ecológica del planeta. Generalmente, la crisis ecológica marca a escala planetaria los límites estructurales de una política de salida de la crisis que no puede basarse en ningún caso en la coordinación del mercado y en el relanzamiento del consumo privado de las familias. Más bien se requiere reinventar una política de planificación democrática del común, basada en una auténtica socialización de la inversión y de la innovación tecnológica en actividades que permitan repensar el urbanismo, la agricultura, las energías economías, etc… –elementos todos, que por su naturaleza, en gran parte escapan a una lógica mercantil.

Para concluir, el conjunto de las contradicciones subjetivas y objetivas que atraviesan el capitalismo cognitivo, señalando la crisis de la ley del valor/plusvalor, son de tal agudeza que nos recuerdan la situación descrita por Marx en el penúltimo capítulo del libro III de El Capital, cuando afirma: “Se reconoce que ha llegado el momento de una crisis tal cuando ganan en amplitud y profundidad las contradicciones entre las relaciones de distribución y por tanto también la forma histórica determinada por las relaciones de producción correspondientes, por un lado, y las fuerzas productivas, las capacidades productivas y el desarrollo de sus factores por otro”.

Traducción del italiano: Santiago de Arcos-Halyburton

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[1] Es decir, una condición de luchas sociales que garantizaran la conversión de los incrementos de productividad en reducción del tiempo de trabajo.

[2] Que anticipa al menos un siglo, la teoría económica mainstream de la insuficiencia del contrato de trabajo.

[3] Sobre este punto véase la importante contribución de Fumagalli y Morini (2009).

[4] Es necesario señalar que una de las dimensiones más significativas de esta evolución no es solo el endurecimiento de la explotación, en el sentido más clásico y económico del término. Desclasamiento y precariedad también van de la mano con una creciente alienación del trabajo. Se trata de una contradicción cada vez más profunda entre la potencia de actuar inscrita en la dimensión cognitiva del trabajo, por una parte, y la obligación de someterse a objetivos heterodeterminados y pesados en contraste con los valores éticos de los trabajadores, por otra. Es precisamente en la raíz de esta contradicción donde crece el fenómeno del sufrimiento en el trabajo, de la cual la multiplicación de los suicidios en el trabajo en Francia representa la punta del iceberg.

[5] La distinción, o mejor, la oposición entre el concepto de valor y el de riqueza, es enunciada por David Ricardo en los Principios. Recordamos che, según Ricardo, el aumento del valor de las mercancías, lejos de significar una mayor riqueza para la sociedad, es el indicador del aumento de la dificultad de la producción que amenaza con bloquear la dinámica del crecimiento económico y de la acumulación de capital. Sobre esta base desarrolla la tesis de la tendencia hacia el estado estacionario ligada a la lógica de los rendimientos decrecientes en la agricultura y el consiguiente aumento del precio natural del grano. La riqueza depende sin embargo de la abundancia, en el sentido de que la cantidad disponible de bienes, considerados desde un punto de vista de su valor de uso, es inversamente proporcional a su valor de cambio. En otros términos, cuánto más aumenta la fuerza productiva del trabajo, más disminuye el valor de las mercancías, según una lógica que, llevada a sus últimas consecuencias, conduce a la de la gratuidad (por cuanto Ricardo, a diferencia de Marx, no explicita esta conclusión).

[6] Sobre este punto véase también l’entretien avec Gorz (2004).

[7] Sobre este punto véase en particular Marazzi (2010).

[8] En este sentido, como observan Hardt y Negri, más generalmente “los productos biopolíticos tienden […] a exceder cualquier medida cuantitativa y a asumir formas comunes que son fácilmente compartibles y por lo tanto son difícilmente subsumibles por la propiedad privada”, (Hardt e Negri, 2010, p. 141).

 

Un comentario en «La ley del valor en el paso del capitalismo industrial al nuevo capitalismo»

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