Más allá del neoliberalismo: lecciones para la izquierda

Por Perry Anderson

En mis intervenciones he tratado de enfatizar deliberadamente la fuerza tanto intelectual como política del neoliberalismo señalando que su energía, su intransigencia teórica y su dinamismo estratégico todavía no se han agotado. Creo que es necesario e imprescindible subrayar estos aspectos si queremos combatir eficazmente las políticas neoliberales en el corto y en el largo plazo. Una de las observaciones más importantes de Lenin de cuya herencia la izquierda sigue precisando posee hoy plena vigencia: jamás subestimar al enemigo. Es peligroso ilusionarse con la idea de que el neoliberalismo es un fenómeno frágil y anacrónico. Teórica y políticamente, él continúa siendo una amenaza activa y muy poderosa, tanto aquí en América Latina como en Europa y en otras partes. Un adversario formidable y victorioso, aunque no invencible.

Si miramos las perspectivas que podrían emerger más allá del neoliberalismo vigente, y buscamos orientarnos en la lucha política contra él, no debemos olvidar tres lecciones básicas legadas por estos regímenes.

Primera lección

No tener ningún miedo a estar contra la corriente política de nuestro tiempo. Hayek, Friedman y quienes los siguieron originariamente tuvieron el mérito mérito entendido a los ojos de cualquier burgués inteligente- de realizar una crítica radical del statu quo, aun cuando hacerlo era aventurarse en una empresa muy impopular. No dudaron en mantener una postura de oposición marginal durante un largo período, a pesar de que el saber convencional los trataba como excéntricos y locos. Simplemente, perseveraron hasta el momento en que las condiciones históricas cambiaron y su oportunidad política llegó.

Segunda lección

No transigir en nuestras ideas, no aceptar ninguna dilución de nuestros principios. Las teorías neoliberales fueron extremas y marcadas por su falta de moderación, una iconoclastia chocante para los bienpensantes de su tiempo. Pero a pesar de esto, no perdieron eficacia. Fue precisamente su radicalismo, la dureza intelectual de su agenda, lo que les aseguró una vida tan vigorosa y una influencia tan abrumadora. El neoliberalismo no puede ser confundido con un pensamiento débil, para usar un término de moda e inventado por algunas corrientes posmodernistas con el objeto de avalar teorías eclécticas y flexibles. El hecho de que ningún régimen político realizó jamás la totalidad del sueño neoliberal no es una prueba fehaciente de su ineficacia práctica. Por el contrario, la intransigencia del temario aportado por los ideólogos neoliberales permitió a los gobiernos de derecha implementar el conjunto de medidas drásticas y decididas que ya conocemos. La teoría neoliberal supo proveer, mediante sus principios radicales, una ambiciosa agenda en la cual los gobiernos podían elegir los ítems más oportunos, según sus coyunturales conveniencias políticas o administrativas. El maximalismo neoliberal fue, en este sentido, altamente funcional: proveía un repertorio muy amplio de medidas radicales que se ajustaban a las circunstancias concretas de cada momento específico.

Esta dinámica demostró, al mismo tiempo, el largo alcance de la ideología neoliberal, su capacidad para abarcar todos los aspectos de la sociedad, y así desempeñar el papel de una macrovisión verdaderamente hegemónica del mundo.

Tercera lección

No aceptar como inmutable ninguna institución establecida. Cuando el neoliberalismo era un fenómeno menospreciado y marginal durante el gran auge del capitalismo de los años ‘50 y ‘60, parecía inconcebible para el consenso burgués de aquel tiempo que, en los países ricos, cerca de cuarenta millones de personas fueran conducidas al desempleo sin que esto provocase graves trastornos sociales. Asimismo, parecía impensable proclamar abiertamente la redistribución de los ingresos de los pobres hacia los ricos en nombre del valor de la desigualdad. Era inimaginable, también, la sola posibilidad de privatizar el petróleo, el agua, los correos, los hospitales, las escuelas y hasta las prisiones. Como bien sabemos, cuando la correlación de fuerzas cambió a partir de la larga recesión, todo esto se evidenció como una alternativa factible e, incluso, necesaria. El mensaje de los neoliberales fue, en este sentido, electrizante: ninguna institución, por más consagrada que sea, es, en principio, intocable. El paisaje institucional es mucho más maleable de lo que se cree.

El pensador brasileño norteamericano Roberto Mangabeira Unger teorizó desde la izquierda este proceso más sistemáticamente que cualquier otro intelectual de la derecha, dándole una fundamentación histórica y filosófica en su libro Plasticidad y Poder. Se trata de un viejo tema siempre actual en el pensamiento marxista, “todo lo sólido se desvanece en el aire”, según la célebre proclama del Manifiesto Comunista. Ahora bien, una vez recordadas las lecciones que el neoliberalismo nos ha legado, ¿cómo encarar su superación? ¿Cuáles serían los elementos de una política capaz de vencerlo? El tema es amplio; por eso voy a indicar aquí solamente tres dimensiones que, a mi modo de ver, nos ayudan a pensar un pos neoliberalismo factible.

1. Los valores

Tenemos que atacar sólida y agresivamente el terreno de los valores, resaltando el principio de la igualdad como criterio central de cualquier sociedad verdaderamente libre. Igualdad no quiere decir uniformidad, como afirma el neoliberalismo, sino, por el contrario, la única auténtica diversidad.

El lema de Marx conserva toda, absolutamente toda, su vigencia pluralista: “a cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus capacidades”. La diferencia entre las características, los temperamentos y los talentos de las personas está expresamente grabada en dicha concepción clásica de una sociedad igualitaria y justa. ¿Qué significa esto hoy en día? Igualar las posibilidades reales de cada ciudadano de vivir una vida plena, según sus propias opciones, sin carencias o desventajas debidas a los privilegios de otros. Iguales oportunidades de salud, educación, vivienda y trabajo son el punto de partida. No hay ninguna posibilidad de que el mercado pueda proveer, en cada una de estas áreas, ni siquiera el mínimo requisito de acceso universal a los bienes imprescindibles en cuestión. Solamente una autoridad pública puede garantizar la protección contra la enfermedad, la promoción de los conocimientos y de la cultura, la provisión de vivienda y empleo para todos, etc. Göran Therborn insistió con elocuencia, y yo coincido con él, en la necesidad de defender el principio del Estado de Bienestar. Esta defensa debe articularse a la necesaria extensión de las redes de protección social, no confiando necesariamente su gestión a un aparato estatal centralizado (problema éste que asume una vital importancia no sólo en América Latina sino también en algunos países europeos, como Inglaterra y Suecia).

Para ello precisamos una fiscalización absolutamente distinta de la que existe hoy en nuestros países. No es necesario subrayar aquí el escándalo material y moral del sistema impositivo en Brasil, por ejemplo. Sin embargo, la evasión fiscal por parte de los sectores ricos o meramente acomodados no es solamente un fenómeno de lo que alguna vez se llamó el Tercer Mundo, sino también, y cada vez más, del propio Primer Mundo. Aun cuando no siempre es aconsejable entregar la provisión de los servicios públicos al aparato estatal centralizado, la extracción de los recursos necesarios para financiar los servicios sociales es una función intransferible e indelegable del Estado. Pero, para esto, se precisa un Estado fuerte y disciplinado, capaz de romper la resistencia de los privilegiados y bloquear así la fuga de capitales que cualquier reforma tributaria desencadenaría. Todo discurso antiestatista que ignore esta necesidad, es demagógico.

2. La propiedad

La mayor hazaña histórica del neoliberalismo ciertamente ha sido la privatización de las industrias y los servicios estatales. Aquí se consumó su larga cruzada antisocialista. Paradójicamente, lanzándose a tal proyecto ambicioso, tuvo que inventar nuevos tipos de propiedad privada, como por ejemplo los certificados distribuidos gratis a cada ciudadano en la República Checa o Rusia, dándoles derecho a una proporción igual en acciones de las nuevas empresas privadas. Estas operaciones, claro está, se transformarán, a final de cuentas, en una farsa: esas acciones equitativamente distribuidas serán pronto adquiridas por especuladores extranjeros o mafiosos locales. Sin embargo, lo que estas operaciones demostraron es que no hay ninguna inmutabilidad en el modelo tradicional de propiedad burguesa. Nuevas formas de propiedad popular deberán ser inventadas; formas que desarticulen la rígida concentración del poder que caracteriza a la empresa capitalista. Este es otro de los grandes temas que aborda Mangabeira Unger en su obra, y también una de las cuestiones que discute el gran intelectual marxista, John Roemer, en su nueva obra Un futuro para el socialismo.

Existe hoy una discusión mucho más rica en los países occidentales sobre este tema: la invención de nuevas formas de propiedad popular, con numerosas contribuciones y propuestas diversas. Pero el tema está lejos de ser sólo una preocupación de los países ricos. Por el contrario, gran parte de la discusión más reciente sobre estas cuestiones se desprende directamente de la observación de formas mixtas de propiedad en las empresas colectivas chinas. Las famosas TVES, o sea, las llamadas empresas municipales y de aldeas, que hoy son el motor central del aparente “milagro” que registra una economía que posee el único crecimiento realmente vertiginoso del mundo contemporáneo. En China encontramos formas de propiedad tanto industrial como agraria que no son ni privadas ni estatales sino colectivas, ejemplos vivos de una experiencia social creativa que demuestra un dinamismo sin par en el mundo actual.

3. La democracia

El neoliberalismo tuvo la audacia de decir abiertamente que la democracia representativa no es un valor supremo en sí mismo. Por el contrario, se trata de un instrumento intrínsecamente falible, que puede, y de hecho lo hace, tomarse excesivo. Su provocativo mensaje era claro: precisa mos menos democracia. De ahí, por su insistencia en un Banco Central jurídicamente independiente de cualquier gobierno; o sea, de una constitución que prohíba taxativamente el déficit presupuestario. Aquí también debemos considerar e invertir su lección emancipadora, y pensar que la democracia que tenemos si la tenemos no es un ídolo que debemos adorar, como si fuera la perfección final de la libertad humana. Es algo provisorio y defectuoso, que se puede remodelar. Nuestro desafío es exactamente contrario al que se proponen los neoliberales: precisamos más democracia. Esto no quiere decir que debamos defender una aparente simplificación del sistema de voto, aboliendo la representación proporcional en favor de un mecanismo al estilo norteamericano (propuesta que ha sido preconizada por algunos líderes políticos latinoamericanos). Esta es una receta descaradamente reaccionaria mediante la cual se pretende imponer un sistema de fuerte contenido antidemocrático (de hecho, en Estados Unidos, ni siquiera vota en las elecciones la mitad de la población). Tampoco “más democracia” quiere decir conservar o fortalecer el presidencialismo. Tal vez la peor de las transferencias extranjeras a América Latina haya sido, históricamente, la servil imitación de la constitución de los Estados Unidos del siglo XVIII, la cual, dicho sea de paso, está siendo imitada por los nuevos gobernantes semicoloniales de la Rusia contemporánea.

Una democracia profunda exige exactamente lo opuesto a este poder plebiscitario. Precisa de un sistema parlamentario fuerte, basado en partidos disciplinados, con financiamiento público equitativo y sin demagogias cesaristas. Sobre todo, exige una democratización de los medios de comunicación, cuyo monopolio en manos de ciertos grupos capitalistas superconcentrados y prepotentes es incompatible con cualquier justicia electoral o soberanía democrática real.

En otras palabras, estos tres temas pueden ser traducidos al vocabulario clásico: son las necesarias formas modernas de la libertad, igualdad y no digamos fraternidad, término un tanto sexista, sino solidaridad. Para realizarlas precisamos un espíritu sin complejos, seguro, agresivo, no menos determinado de lo que fue en sus orígenes el neoliberalismo. Esto será lo que un día, tal vez, se llame neosocialismo. Sus símbolos no serán verborrágicos: ni la arrogancia de un águila, ni un burro de sagacidad tardía, ni una paloma de convivencia pacífica y menos aún un tucán de connivencias fisiológicas. Los símbolos más viejos, aquellos instrumentos de trabajo y de guerra, capaces de golpear y de cosechar, tal vez volverán a ser los más apropiados.

Tomado de: La trama del Neoliberalismo. Mercado, Crisis y exclusión social. CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales. Buenos Aires. 2003.

El siglo breve de Toni Negri

Traducción: Agustín Artese

El operaismo, los años setenta, el 7 de abril, Rossana Rossanda, el reconocimiento global: el siglo breve de Toni Negri, o 90 años de un filósofo comunista.

Entrevista por Roberto Ciccarelli

Catedrático de doctrina del Estado en la Universidad de Padua, Toni Negri ha sido uno de los organizadores y teóricos del área de la autonomía obrera y ha enseñado en algunas de las más importantes universidades europeas. Entre sus obras cabe destacar Il potere constituenteSpinoza subersivo y Marx más allá de Marx, además de la celebrada trilogía que conforman ImperioMultitud y Commonwealth, escrita junto a Michael Hardt.

En esta entrevista realizada por Roberto Ciccarelli a propósito de su 90º aniversario, Negri reflexiona sobre los años setenta, el operaismo y su tiempo en el exilio. Para Antonio Negri, ser comunista hoy «significa lo mismo que significaba cuando era joven»: un futuro en el que conquistemos el poder para ser libres, para trabajar menos y para querernos los unos a los otros.

La versión original de esta conversación, en italiano, fue publicada por Il Manifesto el 5 de agosto de 2023. Las notas de la presente versión en castellano, incluidas con el objetivo de aclarar algunas referencias y contextualizar a los lectores, pertenecen a su traductor, Agustín Artese.

 

RC

Toni Negri, cumpliste noventa años. ¿Cómo vivís tu tiempo en este momento de tu vida?

TN

Recuerdo que Gilles Deleuze sufría una enfermedad parecida a la mía. Por ese entonces, no existían la asistencia y la tecnología de la gozamos hoy. La última vez que lo vi estaba en silla de ruedas, respirando con tubos de oxígeno. Era una situación verdaderamente dura. También hoy lo es para mí. Pienso que, a esta edad, cada día que pasa es un día menos. No tienes ya la fuerza para convertirlo en un día mágico. Es como cuando comes una buena fruta y te deja en la boca un gusto maravilloso. Esta fruta es la vida, probablemente. Es una de sus grandes virtudes.

 

RC

Noventa años son un siglo breve…

TN

Siglos breves puede haber de diferentes tipos. Existe el clásico período definido por Hobsbawn, que va desde 1917 hasta 1989. Existió el siglo norteamericano que, sin embargo, fue aún mucho más breve: duró desde los acuerdos monetarios y la definición de una governance global en Bretton Woods hasta los atentados a las Torres Gemelas en septiembre de 2001. Por lo que me respecta, mi largo siglo inició con la victoria bolchevique, un poco antes de que yo naciera, y continuó con las luchas obreras y con todos los conflictos políticos y sociales en los que participé.

 

RC

Este siglo breve se cerró con una derrota colosal.

TN

Es verdad. Pero pensaron que la historia había terminado y que había comenzado una época de globalización pacificada. Nada más falso, como podemos ver todos los días desde hace más de treinta años. Estamos en un periodo de transición, aunque —en realidad— siempre lo hemos estado. Incluso en forma subterránea, nos encontramos en un nuevo tiempo, signado por una recuperación global de las luchas, contra las cuales se está desarrollando una dura respuesta. Las luchas obreras han comenzado a entramarse cada vez más con las luchas feministas, antirracistas, en defensas de los migrantes y por la libertad de movimiento, ecologistas, etc.

 

RC

Sos filósofo, ganaste una cátedra en Padova cuando eras jovencísimo. Participaste en los Quaderni Rossi, la revista del operaismo italiano. Investigaste, hiciste trabajo político de base en las fábricas, comenzando por el Petrolchimico de Marghera[1]. Primero formaste parte de Potere Operaio y, después, de Autonomia Operaia. Viviste el largo ciclo del 68 italiano, empezando por el impetuoso 69 obrero en Corso Traiano en Turín[2]. ¿Cuál fue el momento político culminante de esta historia?

TN

Los años setenta, cuando el capitalismo anticipó con fuerza una estrategia para su propio futuro. A través de la globalización, el capitalismo precarizó al trabajo industrial junto al entero proceso de acumulación de valor. En esta transición, se encendieron nuevos polos productivos: el trabajo intelectual, el trabajo afectivo, el trabajo social que construye la cooperación. En la base de esta nueva acumulación de valor obviamente están el aire, el agua, lo viviente y todos los bienes comunes que el capital continuó a explotar para poder combatir la caída de la tasa de ganancia que conoció a partir de los años sesenta.

 

RC

¿Por qué, desde mediados de los años setenta, la estrategia capitalista resultó victoriosa?

TN

Porque faltó una respuesta desde la izquierda. Mejor dicho, por un largo tiempo, la izquierda ignoró totalmente estos procesos. Desde de fines de los años setenta, fue reprimida cualquier forma de potencia intelectual o política, puntual o general, que intentase mostrar la importancia de esta transformación y que tendiera a la reorganización del movimiento obrero alrededor de nuevas formas de socialización y de nuevas formas de organización política y cultural. Fue una tragedia. Es allí donde podemos ver la continuidad entre siglo breve y el tiempo que vivimos ahora. Y desde la izquierda, se buscó congelar el cuadro político en aquello que se poseía.

 

RC

¿Y qué poseía esa izquierda?

TN

Un imagen poderosa, aunque inadecuada incluso para ese entonces. Mitificó la figura del obrero industrial sin comprender que el propio obrero industrial deseaba una cosa completamente diferente. El obrero industrial no quería estar bien en la fábrica de Agnelli, sino que pretendía destruir su organización; quería fabricar autos para ofrecérselos a los demás, pero sin la necesidad de esclavizar a nadie. En Marghera no hubiera querido morirse de cáncer ni destruir el planeta.

Esto es básicamente lo que escribió Marx en su Crítica del programa de Gotha: contra la emancipación del trabajo mercantilizado de la socialdemocracia y por la liberación de la fuerza de trabajo del trabajo mercantilizado. Estoy convencido de que la dirección tomada por la Internacional Comunista —de forma evidente y trágica durante el estalinismo y, después, en una manera cada más contradictoria e impetuosa— destruyó el deseo que había movilizado a masas gigantescas. A lo largo de toda la historia del movimiento comunista, esa fue la batalla.

 

RC

¿En qué consistía el enfrentamiento en ese campo de batalla?

TN

De un lado, estaba vigente la idea de la liberación, que en Italia fue iluminada por la resistencia contra el nazi-fascismo. La idea de la liberación se proyectó en la propia Constitución [italiana], en la forma en que la interpretamos quienes éramos jóvenes por ese entonces. En este proceso no subestimaría la evolución social de la Iglesia Católica, cuyo punto cúlmine fue el Concilio Vaticano II. Del otro lado, se encontraban el realismo de la socialdemocracia, heredado por el Partido Comunista Italiano, el realismo de los Amendola y de los togliattianos de diversa procedencia. Todo esto comenzó a desmoronarse en los años setenta, cuando, en cambio, se presentó la posibilidad de inventar una nueva forma de vida, un nuevo modo de ser comunistas.

Marco Pannella, Rossana Rossanda, Toni Negri y Jaroslav Novak.
RC

Aun te definís como comunista. Hoy en día, ¿qué significa ser comunista?

TN

Lo que significaba para mí cuando era joven: conocer un futuro en el cual habríamos conquistado el poder para ser libres, para trabajar menos, para queremos los unos a los otros. Estábamos convencidos de que conceptos burgueses como «libertad», «igualdad» y «fraternidad» podían realizarse en las consignas como cooperación, solidaridad, democracia radical y amor. Lo pensábamos y lo actuábamos, y era lo que pensaba la mayoría de la izquierda y lo que la hacía existir.

Pero el mundo era y es insoportable, tiene una relación contradictoria con las virtudes esenciales del vivir juntos. Y, aun así, estas virtudes no se pierden, se conquistan con las prácticas colectivas, son acompañadas por la transformación de la idea de productividad, que no significa producir más mercancías en menos tiempos, ni librar guerras cada vez más devastantes. Por el contrario, se trata de darle de comer a todos, de modernizar, de ser felices. El comunismo es una pasión colectiva feliz, ética y política, que combate contra la trinidad de la propiedad, de las fronteras y del capital.

 

RC

La detención del 7 de abril de 1979, en la primera fase de la represión del movimiento de la autonomía obrera, fue un antes y un después. Por diferentes motivos, en mi opinión, fue también un parteaguas para la historia de Il Manifesto, gracias a una intensa campaña garantista que duró varios años. Fue un episodio periodístico único, llevado adelante junto a los militantes de los movimientos, un grupo de intelectuales valientes, el Partido Radical, etc. Ocho años más tarde, el 9 de junio de 1987, cuando fue demolido el castillo de las acusaciones dudosas e infundadas, Rossana Rossanda escribió que fue una «reparación tardía y parcial de algo irreparable». ¿Qué significa para vos todo esto hoy en día?

TN

Antes que nada, fue el símbolo de una amistad innegable. Para nosotros, Rossana fue una persona de una generosidad increíble. Aun cuando, en cierto punto, incluso ella encontró un límite: no lograba imputar al PCI aquello en lo que el PCI se había realmente convertido.

 

RC

¿En qué se había convertido?

TN

En un opresor. Masacró a aquellos que denunciaban el desastre en el que se había metido. En aquellos años fuimos muchos quienes lo dijimos. Existía otro camino, escuchar a la clase obrera, al movimiento estudiantil, a las mujeres, a todas aquellas nuevas formas en las que se estaban organizando las pasiones sociales, políticas y democráticas. Nosotros propusimos una alternativa de masas, en forma honesta y limpia. Participábamos de un movimiento enorme que involucraba a las grandes fábricas, a las escuelas, a las distintas generaciones.

La política de clausura por parte del PCI determinó el nacimiento de formas de radicalización terrorista: esto es indudable. Fuimos nosotros quienes terminamos pagando y muy caro. Considerando solo mi caso, en total viví catorce años en el exilio y once años y medio en la cárcel. Il Manifesto siempre defendió nuestra inocencia. Era una completa idiotez pensar que yo y otros miembros de la Autonomia fuésemos considerados los secuestradores de Aldo Moro o asesinos de compañeros. Sin embargo, en la propia campaña por nuestra inocencia, que fue importante y valiente, quedó sin tocar un aspecto sustancial.

 

RC

¿Cuál?

TN

Éramos políticamente responsables de un movimiento mucho más amplio contra el «compromiso histórico» entre el Partido Comunista y la Democracia Cristiana. Contra nosotros fue desatada una respuesta policíaca de la derecha, como podía esperarse. Aquello que, sin embargo, aún no se reconoce es la cobertura que el propio Partido Comunista le dio a esta misma respuesta. En el fondo, teníamos miedo de que cambiase el horizonte político de la clase. Si no se entiende este nudo histórico, ¿cómo hacemos para quejarnos de la inexistencia de la izquierda en la Italia de hoy?

 

RC

El 7 de abril y el así llamado «teorema Calogero»[3] fueron considerados como un paso hacia la conversión de una parte no desdeñable de la izquierda al «justicialismo», es decir, que delegó su política en el poder judicial. ¿Cómo fue posible dejarse arrastrar en una trampa semejante?

TN

Cuando el PCI sustituyó la lucha económica y política por la centralidad de la lucha moral, y lo hizo a través de una serie de jueces que gravitaban en su área de influencia, terminó de recorrer su propio camino. ¿En serio creían que podían usar la justicia para construir el socialismo? La justicia es una de las cosas más caras a la burguesía. Es una ilusión devastadora y trágica que no permite ver el uso de clase del derecho, de la cárcel o de la policía contra los subalternos.

En aquellos años, incluso los jueces jóvenes cambiaron. Antes eran muy diferentes. Los llamaban «pretores de asalto». Recuerdo los primeros números de la revista Democrazia e diritto, donde también trabajé: me alegraba porque hablábamos de justicia de masas. Más tarde, la idea de justicia fue derivada en un sentido muy diferente, retrotraída a los conceptos de «legalidad» y «legitimidad». Y, en el poder judicial, terminaron desapareciendo los posicionamientos políticos y quedaron solamente los posicionamientos entre sus distintas corrientes internas. Hoy nos queda una Constitución reducida a un paquete de normas que ni siquiera se corresponden ya con la realidad del país.

Potere operaio en una manifestación.
RC

En los años de la cárcel, ustedes continuaron con su batalla política. En 1983 escribieron un documento desde la cárcel, publicado por Il Manifesto, titulado «Do you remember revolution?». Se hablaba de la originalidad del 68 italiano, de los movimientos de los años setenta, irreductibles a los «años de plomo». ¿Cómo viviste esos años?

TN

Ese documento decía cosas importantes, pero con un poco de timidez. Creo que decía más o menos las cosas que acabo de mencionar. Fueron tiempos duros. Nosotros estábamos adentro, necesitábamos salir de alguna forma.

Te confieso que, en medio de aquel terrible sufrimiento, para mí era mejor estudiar a Spinoza que pensar en la absurda oscuridad en la que estábamos sumergidos. Sobre Spinoza escribí un libro voluminoso, una especie de acto heroico. No podía disponer de más de cinco libros dentro de mi celda. Y todo el tiempo cambiaba de cárcel «especial»: Rebibbia, Palmi, Trani, Fossombrone, Rovigo. En cada una, una celda nueva con gente nueva. Esperaba algunos días y comenzaba de nuevo. El único libro que llevaba conmigo era la Ética de Spinoza. Tuve la suerte de poder terminar el texto antes del motín de 1981 en la cárcel de Trani, cuando las fuerzas especiales terminaron destruyendo todo. Estoy contento que ese libro haya sacudido un poco la historia de la filosofía.

 

RC

En 1983 fuiste elegido como diputado y pudiste salir de la cárcel por algunos meses. ¿Qué pensás del momento en el que, dentro de la cámara, votaron para hacerte volver a la cárcel y vos decidiste exiliarte en Francia?

TN

Es un episodio que aún me duele. Si debo hacer un juicio histórico y desapegado, pienso que hice bien en irme. En Francia fui útil para establecer relaciones entre distintas generaciones y también pude estudiar. Tuve la posibilidad de trabajar con Félix Guattari, logré insertarme en el debate del momento. Me ayudó muchísimo para entender la vida de los indocumentados [sans papiers]. Lo fui también yo, enseñé aun sin tener documentos. Me ayudaron mis compañeros de la universidad de París VIII.

Pero, en otro sentido, a mí mismo me digo que me equivoqué. Me duele profundamente el hecho de haber dejado a mis compañeros en la cárcel, aquellos con quienes viví los mejores años de mi vida, con quién viví las revueltas durante los cuatro años de prisión preventiva. Haberlos dejado todavía me duele. La cárcel destruyó la vida de compañeros muy queridos y, muchas veces, también a sus familias. Tengo noventa años y pude salvarme. Pero haberme salvado no me tranquiliza frente a ese drama.

 

RC

Incluso Rossanda te criticó…

TN

Sí, me pidió que me comportara como Sócrates. Le respondí que estaba arriesgándome a terminar también yo como el filósofo. Según los informes de la cárcel, de hecho, podría haber muerto. Pannella[4] me sacó materialmente de la cárcel y después me echó todas las culpas del mundo porque no quería volver adentro. Fueron muchos los que me engañaron. Rossana me había puesto en guardia ya por ese entonces y quizás tenía razón.

 

RC

¿Lo hizo alguna otra vez?

TN

Sí, cuando me dijo que no volviera desde París a Italia en 1997, después de catorce años de exilio. Antes de partir, nos encontramos en un café cerca del Museo de Cluny, el museo nacional del Medioevo. Me dijo que habría querido encadenarme para que no me subiera a ese avión.

 

RC

¿Por qué en ese momento decidiste volver a Italia?

TN

Estaba convencido de dar la batalla por la amnistía para todos los compañeros de los años setenta. Por ese entonces funcionaba la comisión bicameral, parecía posible. Terminé otros seis años en la cárcel, hasta 2003. Quizás Rossana tenía razón.

 

RC

¿Qué recuerdo conservas hoy de ella?

TN

Recuerdo la última vez que la vi en París. Una amiga muy tierna, que se preocupaba por mis viajes a China, estaba preocupada por mi salud. Fue una persona maravillosa, entonces y siempre.

 

RC

Anna Negri, tu hija, escribió «Con un pie enredado en la historia» [Con un piede impigliato nella storia] (DeriveApprodi, 2009), donde cuenta esta misma historia desde el punto de vista de sus afectos y también con el punto de vista de otra generación.

TN

Tengo tres hijos maravillosos —Anna, Francesco y Nina— que sufrieron todo lo sucedido de una forma indecible. Miré la serie de [Marco] Bellocchio sobre Moro [Esterno Notte] y aun me sorprende haber sido acusado de aquella increíble tragedia. Pienso en mis dos primeros hijos, que por esos años iban a la escuela. Algunos los veían como los hijos de un monstruo. Estos jóvenes, de una forma u otra, soportaron acontecimientos enormes. Tuvieron que dejar Italia y volvieron, atravesaron ese largo invierno en primerísima persona. El mínimo que pueden sentir es un poco de bronca contra los padres que los pusieron en esa situación. Y yo mismo tengo mis responsabilidades en esta historia. Ahora nos llevamos bien de nuevo. Y esto, para mí, es un regalo de una belleza inmensa.

 

RC

A fines de los años noventa, coincidiendo con los nuevos movimientos globales y con el movimiento contra la guerra, ganaste una fuerte posición de visibilidad junto a Michael Hardt, comenzando por «Imperio». ¿Hoy cómo definirías, en un momento de regreso al especialismo, pero también de regreso de ideas reaccionarias y elitistas, la relación entre filosofía y militancia?

TN

En mi caso, es difícil responder esta pregunta. Cuando me hablan de mi obra [opera], yo respondo «¿Lírica? ¿En serio?». Me dan ganas de reír, porque yo soy más un militante que un filósofo. A algunos les causará gracia, pero yo me veo como Papageno…

 

RC

Es indudable, sin embargo, que vos escribiste muchos libros…

TN

Tuve la suerte de encontrarme a medio camino entre la filosofía y la militancia. En los mejores años de mi vida, pasé permanentemente de una a la otra. Esto me permitió cultivar una relación crítica con la teoría capitalista del poder. Pivoteando sobre Marx, fui de Hobbes a Habermas, pasando por Kant, Rousseau y Hegel. Nombres bastante importantes contra los cuales medirse. En cambio, la línea Maquiavelo-Spinoza-Marx fue una alternativa fructífera.

Insisto: para mí, la historia de la filosofía no es una especie de texto sagrado que mezcla todo el saber occidental —desde Platón hasta Heidegger— con la propia civilización burguesa, legándonos conceptos funcionales al poder. La filosofía es parte de nuestra cultura, pero tenemos que usarla para lo que sirve, es decir, para transformar el mundo y para volverlo más justo. Deleuze hablaba de Spinoza recuperando la iconografía que lo representaba con las ropas de Masaniello. Ojalá fuera así también para mí. Incluso ahora, a mis noventa años, sigo teniendo esta relación con la filosofía. Vivir la militancia es menos fácil y, aun así, logro escribir y escuchar, desde mi situación de exiliado.

 

RC

¿Exiliado, aún hoy?

TN

Un poco, sí. Es un exilio diferente, de todos modos. Depende del hecho que los dos mundos en los que vivo, Italia y Francia, tienen dinámicas de conflicto muy diferentes. En Francia, el operaismo no tuvo muchos seguidores, aunque hoy está siendo redescubierto. La izquierda movimentista francesa estuvo siempre conducida por el trotskismo o por el anarquismo. En los años noventa, con la revista Futur antérieur, con mi amigo y compañero Jean-Marie Vincent, habíamos encontrado una mediación entre gauchisme y operaismo: funcionó por unos diez años. Pero lo hicimos con mucha prudencia, la opiniones sobre la política francesa se lo dejábamos a los compañeros franceses. El único editorial importante escrito por los italianos que participaban en la revista fue aquel sobre la gran huelga ferroviaria de 1995, que tanto se parecía a las luchas italianas.

 

RC

¿Por qué el operaismo está encontrando esta resonancia a nivel global?

TN

Porque responde a las exigencias de la resistencia y de una recuperación de las luchas, como sucede en otras culturas críticas con las cuales dialoga: el feminismo, la ecología política, la crítica poscolonial, por ejemplo. Y, después, porque no es una apéndice de nada ni de nadie. Nunca lo fue. Tampoco fue un capítulo de la historia del PCI, como se ilusionan algunos. En cambio, es una idea precisa sobre la lucha de clases, es una crítica a la soberanía que coagula el poder alrededor del polo patronal, propietario y capitalista. Pero ese poder siempre está dividido y está siempre abierto, incluso cuando parece que no existe alternativa.

Toda la teoría del poder como extensión del dominio y de la autoridad propuesta por la Escuela de Frankfurt y por su evoluciones más recientes es falsa, aun cuando, lamentablemente, sigue siendo hegemónica. El operaismo echa por tierra esta lectura brutal. Es un estilo de trabajo y de pensamiento. Retoma la historia desde abajo, hecha por las grandes masas en movimiento, busca la singularidad en una dialéctica abierta y productiva.

 

RC

Siempre me sorprendieron tus constantes referencias a San Francisco de Asís. ¿De dónde nace tu interés por este santo y por qué lo tomaste como ejemplo de tu alegría de ser comunista?

TN

Desde que era joven, me cargaban porque usaba la palabra «amor». Me tomaban por un poeta o por un iluso. Por el contrario, siempre pensé que el amor era una pasión fundamental que mantiene al género humano en pie. Puede convertirse en un arma para vivir. Vengo de una familia que sufrió mucho durante la guerra y que me enseñó un amor que todavía me hace vivir. Francisco es, en el fondo, un burgués que vive en un tiempo en el que ve la posibilidad de transformar a la propia burguesía, para hacer un mundo en el que la gente se ame y que ame lo viviente.

La referencia a él es, para mí, como la referencia a los Ciompi por parte de Maquiavelo. Francisco es el amor contra la propiedad: exactamente aquello que hubiéramos podido hacer en los años setenta, derribando el desarrollo y creando una nueva forma de producir. Francisco nunca fue retomado como merecía, ni fue tenida en cuenta como se debía la importancia que tuvo el franciscanismo en la historia italiana. Lo cito porque quiero que palabras como «amor» o «alegría» entren en el lenguaje político.

 

Notas

[1] Negri se refiere al establecimiento Petrolchimico en Porto Marghera, en la región italiana del Veneto, sede de intensas experiencias de organización y lucha obrera hacia fines de los años sesenta, particularmente durante los meses de julio y agosto del año 1968, así como durante el «otoño caliente» de 1969.

[2] El entrevistador hace referencia al proceso de lucha de los obreros industriales del complejo metalmecánico de Turín, iniciado en abril de 1969, que culminaría con la «revuelta» de Corso Traiano —sede del establecimiento FIAT Mirafiori, símbolo de la industria automovilística de la ciudad— el 3 de julio del mismo año.

[3] El entrevistador se refiere al «teorema» atribuido al juez Pietro Calogero durante los eventos de represión, persecución y judicialización de dirigentes y militantes de la izquierda extraparlamentaria italiana en los meses que siguieron al secuestro y asesinato de Aldo Moro, en mayo de 1978. Calogero fue el responsable del arresto de Antonio Negri junto a otros dirigentes de Autonomia Operaia, durante las detenciones masivas del día 7 de abril de 1979. La hipótesis avanzada por el juez —el «teorema», apoyado incluso por el propio Partido Comunista Italiano— asociaba directamente la actividad política y académico-intelectual de los detenidos con la «formación y participación de bandas armadas» y la incitación a la «insurrección armada contra el Estado». Como conclusión del desarrollo procesal del «teorema», Negri fue condenado a 12 años de prisión.

[4] Negri se refiere a Marco Pannella (1930-2016), dirigente del Partido Radical Italiano (PR), quién le propuso formar parte de las listas electorales del PR durante las elecciones parlamentarias de 1983, considerándolo referente de un proceso de judicialización, persecución y represión de las disidencias políticas de izquierda durante los años setenta. A pesar de obtener el escaño parlamentario y con ello la inmunidad en las elecciones de junio de 1983, la Cámara de Diputados abriría nuevamente el debate por su arresto, motivo por el cual Negri se exiliaría en Francia pocos meses después, en septiembre del mismo año. Por su negativa de volver a Italia y someterse a un nuevo arresto, el dirigente del PR acusaría públicamente al filósofo y militante de haber abandonado la lucha por la liberación de los compañeros que aún estaban encarcelados.

 

Rusia: La perpetua conspiración «trotskista»

Por Ilya Budraitskis

¿Por qué la propaganda rusa ha atacado al «trotskismo» durante más de 20 años de gobierno de Putin? ¿Cómo se relaciona su fijación con el «trotskismo» con el contexto ruso? El teórico político Ilya Budraitskis rastrea los orígenes de las teorías conspirativas del KGB.

Vladimir Putin se refirió recientemente al trotskismo como una «mala teoría» basada en la idea de que «el objetivo no es nada, el movimiento lo es todo». A lo largo de su presidencia, Putin ha repetido a menudo esta extraña fórmula, que al no tener nada que ver con las opiniones originales de León Trotsky ayuda a comprender mejor la propia psicología de Putin. Por ejemplo, los objetivos de la sangrienta guerra que libra desde hace dos años siguen siendo incomprensibles para cualquiera, incluidos los que ahora mueren por ellos. Hace casi una década, Ilya Budraitskis analizó en detalle la paradójica fijación de Putin por un imaginario «trotskismo». Este análisis sigue siendo actual.

Hablando en una reunión de su Frente Popular de toda Rusia hace un par de días, Vladimir Putin dijo: «Trotsky tenía este [dicho]: el movimiento lo es todo, el objetivo final no es nada. Necesitamos un objetivo final». La proposición de Eduard Bernstein, citada erróneamente y atribuida por alguna razón a León Trotsky, es probablemente el recurso retórico más común del presidente ruso. Lleva muchos años repitiéndola ante audiencias de periodistas y funcionarios mientras habla de política social, retrasos en la construcción de las obras olímpicas o el descontento de la llamada clase creativa. «La democracia no es anarquismo ni trotskismo», advirtió Putin hace casi dos años.

Las invectivas antitrotskistas de Putin no dependen del contexto ni están influidas por su audiencia, y mucho menos son amenazas veladas a los pequeños grupos políticos que hoy en Rusia se reclaman herederos de la IV Internacional. El trotskismo de Putin es de otro tipo. Sus causas no se encuentran en el presente sino en el pasado, enterradas profundamente en el inconsciente político de la última generación de la nomenklatura soviética.

El extraño mito de la conspiración trotskista, que surgió hace décadas, en otra época y en otro país, ha experimentado un renacimiento a lo largo del gobierno de Putin. Percibiendo, al parecer, la debilidad personal del presidente por el «trotskismo», medios de comunicación serviciales y expertos corruptos han convertido este trotskismo en parte integrante del gran estilo propagandístico. Hasta su muerte, el infatigable «trotskista» Boris Berezovsky tejió su sucia red desde Londres. Hasta que se convirtió en un patriota conservador, el incendiario «trotskista» Eduard Limonov sedujo a los jóvenes con el extremismo. Los «trotskistas» camuflados de las administraciones Bush y, más tarde, Obama han seguido sembrando la guerra y las revoluciones de colores. Desenmascarar a los «trotskistas» se ha convertido en un ritual tan importante que, para la buena suerte, por así decirlo, el famoso Dmitry Kiselyov decidió lanzar un nuevo recurso mediático invocándolo. ¿Cuál es la historia de esta conspiración? ¿Y qué tienen que ver con ella los trotskistas?

Las teorías de la conspiración son siempre conservadoras por naturaleza. No ofrecen una valoración alternativa de los acontecimientos, sino que, constantemente tardías, van detrás de ellos, inscribiéndolos a posteriori en su propia lectura pesimista de la historia. Así, en sus Memorias que ilustran la historia del jacobinismo (1797), el sacerdote jesuita Augustin Barruel, pionero de la moderna teoría de la conspiración, situaba la Revolución Francesa, que ya había tenido lugar, en el catastrófico final de una gran conspiración de los templarios contra la Iglesia y la dinastía capeta. Las teorías de la conspiración masónica cobraron verdadera fuerza a finales del siglo XIX, cuando el apogeo del poder de los masones ya había pasado. Por último, la idea de una conspiración judía adquirió su forma definitiva en Los protocolos de los sabios de Sión, fabricados por la policía secreta zarista a principios del siglo XX, cuando el poder del capital financiero judío ya había sido socavado por el creciente poder del capital industrial. Las teorías de la conspiración siempre han sacado energía de este vínculo distorsionado con la realidad, porque cuantos menos conspiradores se pudieran observar en el mundo real, más audazmente se les podía dotar de increíbles poderes mágicos en el mundo imaginario.

En consonancia con la naturaleza reactiva y tardía de las teorías de la conspiración, el mito de la conspiración trotskista surgió en la Unión Soviética cuando la Oposición de Izquierda, los verdaderos partidarios de Trotsky, hacía tiempo que habían sido destruidos. Sin embargo, a diferencia de las conspiraciones del pasado, generadas por agentes secretos y locos de las letras, los cimientos de la conspiración trotskista fueron colocados ordenadamente por los investigadores de la NKVD. La lógica de espejo distorsionador del Gran Terror dictaba que, aunque los «trotskistas» se ocultaran hábilmente, y cualquier persona pudiera demostrar ser uno de ellos, la conspiración debía ser necesariamente desenmascarada. Una ley no escrita del socialismo estalinista era que la verdad saldría a la luz, y esto, por supuesto, privó a la teoría de la conspiración de su reveladora aura de misterio.

Tras la muerte de Stalin, cuando las Purgas eran cosa del pasado y la sociedad soviética había empezado a inhibirse y a volverse conservadora, el mito de la conspiración adquirió rasgos más familiares. El periodo de estancamiento, con su apatía general, desconfianza y depresión social, fue un caldo de cultivo ideal para la teoría de la conspiración. Hacía tiempo que nadie veía trotskistas vivos y parecía una tontería denunciarlos, pero todo el mundo estaba bien informado sobre los peligros del trotskismo.

 

es historiador y activista cultural y político. Desde 2009 en el Instituto de Historia Mundial de la Academia Rusa de Ciencias, Moscú. En 2001-2004 organizó a activistas rusos en movilizaciones contra el G8, en Foros Sociales Europeos y Mundiales. Desde 2011 ha sido activista y portavoz del Movimiento Socialista Ruso. Miembro del consejo editorial de «Moscow Art Magazine». Colaborador habitual de numerosas páginas web de carácter político y cultural.

Fuente:

https://posle.media/language/en/the-perpetual-trotskyist-conspiracy/

Milei, el anuncio de un futuro distópico

Por Decio Machado / Sociólogo y consultor político

Entre las 2.848 páginas manuscritas en la cárcel italiana de Turi que dejara como legado un enfermizo y bajito recluso de origen sardo, quien fuera condenado por un tribunal fascista bajo la proclama “tenemos que impedir que este cerebro funcione durante veinte años”, aparece el siguiente texto:

«Si la clase dominante ha perdido el consentimiento, o sea, ya no es ‘dirigente’, sino sólo ‘dominante’, detentadora de la mera fuerza coactiva, ello significa que las grandes masas se han desprendido de las ideologías tradicionales, no creen ya en aquello en lo cual antes creían, etc. La crisis consiste precisamente en que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo, y en ese interregno ocurren los más diversos fenómenos morbosos.”

A partir de ahí, Antonio Gramsci crea y desarrolla en sus Quaderni del carcere el concepto de “crisis orgánica”, básicamente una crisis de representatividad, indicando su dimensión de largo plazo y afectación sobre estructuras permanentes de la sociedad. Por ende, las crisis de hegemonía -característica esencial de las crisis orgánicas- abren la oportunidad para la irrupción de un sujeto político nuevo capaz de originar las tensiones sociales y discursivas propias para la construcción de una nueva hegemonía. Para Gramsci, la reconfiguración del universo de los posibles solo es factible en condiciones de crisis y desplazamiento de equilibrios, motivo por lo cual los momentos de excepcionalidad son “momentos comunistas”.

Pese a que lo sustancial de dicha tesis sigue vigente, estamos cada vez más distantes del aquel utópico momento comunista, habiendo quedado atrapados en un intervalo del espacio-tiempo especialmente propicio para la aparición de monstruos y el auge de lo políticamente trágico.

Pues bien, esto es lo que estamos viendo en Argentina y no solamente en Argentina.

Si bien es cierto que el malestar “con” y “en” las democracias contemporáneas es un fenómeno marcado desde el arranque del presente siglo, lo que combina malestar objetivo (contraste entre democracia ideal y una democracia real cada vez más deteriorada) y malestar subjetivo (desafecto ciudadano al sistema y establishment político), también lo es que la pandemia agudizó la frustración colectiva, el desánimo comunitario y la crisis del sistema.

Es en esa insatisfacción, hartazgo y malestar social profundo, combinada con una crisis civilizatoria en la cual se incluyen valores, creencias y proyectos de vida, en la que se ancla el proyecto autoritario de la extrema derecha global y cuya expresión en Argentina encarna la figura de Javier Milei.

Argentina, pese a sus abundantes recursos naturales energéticos y agrícolas, acumula una década de estancamiento económico y una crisis que durante los últimos cinco años impactó negativamente en la capacidad adquisitiva de amplios sectores de la población. Ante esto, ni el modelo económico neoliberal ni la economía kirchnerista ha tenido capacidad de respuesta.

Pese a la sorpresa generalizada por los resultados de las PASO el pasado 13 de agosto, lo realmente sorprendente hubiera sido que el clivaje “lo nuevo vs lo viejo” no se hubiera impuesto a la tradicional fractura “izquierda vs derecha”. De ahí la disparidad sociológica del voto a Milei, donde se combina lo rural y urbano, pobres y ricos, trabajadores de la economía formal e informal, así como ancianos y jóvenes.

Es un hecho que la ultraderecha a nivel global ha conseguido elaborar relatos que, según las particularidades de cada lugar, articulan valores irrenunciables para ciertos sectores. Valores que quedaron menospreciados o ausentes en los discursos del establishment político tradicional. Estos no necesariamente se interrelacionan con sus planes de gobierno, sino que buscan activar otras lógicas más profundas -miedo, odio y frustración- que en el actual entorno de incertidumbres movilizan a la gente.

Pero más allá de lo anterior, el fenómeno de proletarización del voto a la ultraderecha tiene que ver con que la izquierda ha renunciado a una obviedad axiomática fundamental: los problemas que sufren nuestras sociedades derivan de la estructura del sistema político-económico al que estamos sometidos. Desde esa posición conservadora y derrotista, el rol de la izquierda quedó acotado a la defensa desesperada de unos derechos cada vez más menguados con cada nuevo ciclo económico, acomodándose ideológicamente a los términos políticos que paulatinamente van imponiendo capital y mercado.

En el caso argentino, el acomodo del progresismo al “realismo capitalista” permitió que Milei se apropiara de significantes y consignas propias de una izquierda que antaño se reivindicaba transformadora y hoy es parte del statu quo.

Así las cosas, mientras el peronismo tiene como única respuesta a la crisis amortiguar su dolor mediante asistencia económica del Estado, Milei promociona el frame (representación mental) de la injusticia -agenda tradicional de la izquierda- redefiniendo los porqués del desequilibrio social y presentándose como el único capaz de solucionarlo.

Es ahí, en esa asunción de la idea post-política del “no hay alternativa” -acuñado por Margaret Thatcher en los ochenta- donde se enmarca el drama peronista.

Sin alternativas políticas a una crisis de carácter terminal como la que hoy vive Argentina, no queda otra opción que gestionarla a través de medidas asistencialistas que eviten que el empobrecimiento se convierta en indigencia. En paralelo y mientras se cierran los ojos ante desequilibrios macroeconómicos de una magnitud sin precedentes, el déficit fiscal es financiado con una emisión de moneda muy superior a la capacidad productiva de bienes y servicios, generándose una espiral inflacionaria que -de forma gradual- agrava el empobrecimiento. Todo ello con la notoria ilusión de que con el paso del tiempo se superará una crisis para la cual no consideran más vía de solución que las propias del capital: intensificación del modelo extractivo, recortes presupuestarios, reforma previsional y algunas vueltas de tuerca más en la explotación laboral.

Milei ocupa el espacio vacío dejado por la izquierda tras su renuncia al cuestionamiento del sistema, lo cual en un contexto de crisis prolongada carente de solución orgánica, le permitió proyectarse al centro de la escena política argentina. Ante esto la izquierda quedó sin respuesta, pues enfrentar el discurso del odio sin plantear alternativas a sus causas más profundas refuerza su efecto entre las mayorías silenciosas carentes de expresión pública.

El exitoso impacto del discurso de Milei está más relacionado con las emociones que con sus propuestas o ideología. Se trata de una pulsión, que en el actual marco de indignación generalizada, incita a la apuesta por algo diferente.

Milei no necesita de la razón como elemento vehiculizador o motivador del voto. Es por ello que le basta con posicionar ideas simplistas como resolución de graves problemas estructurales de la economía argentina, tales como dolarizar la economía, privatizar las empresas públicas o “dinamitar” el Banco Central. Lo que en paralelo combina con la construcción populista de un “otro” como enemigo, en este caso la “casta política”, instalando además una serie de valores ultraconservadores de perfil involucionista para terminar de redondear su relato.

Pero más allá del histrionismo y discurso agresivo propio de los líderes de la ultraderecha, su puesta en escena es coherente con la coyuntura política existente. Ante la normalización de la corrupción institucional, la falta de respuestas desde el establishment político a las demandas populares, el agotamiento de un modelo económico sin soluciones ante una crisis eterna o la carencia de propuestas que aunque sean utópicas nos hagan creer en un futuro mejor, Milei aparece como una excepcionalidad que plantea -más allá de lo excéntrico y regresivo de sus propuestas- alternativas que aparecen como radicales y encarnan la rebeldía ante un sistema generador constante de injusticias. Es decir, todo aquello que tiempo atrás representó la izquierda transformadora.

Dicho esto, tomemos la propuesta de la pretendida dolarización de la economía cuyo referente es el modelo ecuatoriano, eje central de la campaña de Milei y sobre la cual sustenta tanto el cierre del Banco Central como el fin de una inflación en crecimiento continuo, para denotar la falta de solvencia y la inconsecuencia de sus argumentaciones.

Vale señalar como primera cuestión, las notables diferentes existentes entre las economías de Argentina y Ecuador. Ni la estructura del PIB, ni el volumen de los mercados, ni los productos de exportación, ni los principales socios comerciales son coincidentes.

Mientras los principales productos de exportación del Ecuador son el petróleo, el camarón y el banano; Argentina exporta maíz, harina y aceite y otros derivados de la soja. Similar disparidad existe respecto a los mercados de exportaciones entre ambos países, dos de los tres principales países receptores de los productos ecuatorianos -Estados Unidos y Panamá- tienen el dólar como divisa, mientras que el caso argentino expresa una realidad diferente teniendo a la cabeza del ranking de demandantes a Brasil y China.

Pero más allá de lo anterior, si bien es cierto que la dolarización trajo estabilidad a la economía ecuatoriana, también lo es que limitó las tasas de crecimiento económico del país, es decir, su capacidad de desarrollo. Lo que genera desempleo, altos índices de pobreza y descontento social. Valga como ejemplo indicar que Ecuador es uno de los pocos países cuya economía no recuperó sus niveles previos a la pandemia.

Por si esto fuera poco, la pérdida de soberanía monetaria implica una renuncia al principal mecanismo de coordinación social y económica de un país, limitándose la capacidad operativa de su gobierno en condiciones de estancamiento o crisis económica.

En paralelo, la experiencia ecuatoriana demuestra que la dolarización requiere de mucha disciplina fiscal y cuentas públicas equilibradas, complejizando el uso de las reservas internaciones existentes en el banco central en caso de ser necesarias.

Como quinto elemento de riesgo destacado a señalar, la dolarización implica un equilibrio permanente entre la salida y entrada de moneda en la economía nacional, algo complejo para países sometidos a la volatilidad de precios de los commodities y con alta vulnerabilidad a shock externos.

La repercusión inicial de la dolarización sobre las remuneraciones de los trabajadores es otro elemento importante a considerar, pues convierte a estos en salarios miseria, obligando a la población a pasar por un período transitorio de alto sufrimiento. Al Ecuador le costó años de dignificar los salarios a través de su incremento paulatino.

Por último, la dolarización eleva la estructura costos en el sistema productivo nacional, lo que hace a la industria poca competitiva, teniendo como resultado procesos de reprimarización económica.

Para terminar un par de apuntes, pese al sorprendente estado de shock en el que vive la clase política, está por ver que Javier Milei gané las elecciones. De hecho, la diferencia entre La Libertad Avanza y Unión por la Patria apenas llega a los 700.000 votos en un proceso que involucró a más de 24 millones de electores, lo que deja abierto el escenario futuro.

Pero si algo diagnostica los resultados del pasado 13 de agosto, es el fracaso de la clase política argentina y en especial el de un progresismo cuyos incumplimientos e inconsecuencias son el caldo de cultivo de la extrema derecha.

Fuente: Revista Coyunturas

 

Entrevista a Roberto Gargarella: «Rawls te espera, como el tango»

Este domingo, 17 de septiembre de 2023, hemos finalmente logrado lanzar a la nueva Babel de internet, tras muchos días de febril esfuerzo editorial, el cuarto número (invierno austral 2023) de Corsario Rojo, la revista trimestral en PDF de la página Kalewche. Entre los ocho textos que conforman la publicación, mayormente ensayos, hay una estupenda entrevista de nuestro compañero Fernando Lizárraga al jurista argentino Roberto Gargarella, que empieza así:

Socialista, marxista, rawlsiano de izquierda y, sobre todo, igualitarista radical, Roberto Gargarella es una de las voces más potentes, eruditas y sofisticadas en el campo académico del derecho constitucional, y también en los debates públicos sobre temas de coyuntura y asuntos de espesor estructural. En la UBA se recibió de sociólogo y abogado; se graduó como Doctor en Leyes por la Universidad de Chicago y realizó estudios posdoctorales en el Balliol College de Oxford. Es profesor en la Facultad de Derecho de la UBA y en la Universidad Torcuato Di Tella. En una entrevista para Corsario Rojo, realizada vía Zoom, recorrimos algunos de los temas centrales de sus obras que, vale decirlo, van mucho más allá del constitucionalismo, el derecho penal y la democracia. Gargarella ha sido uno de los principales promotores de la traducción y difusión de la obra de Gerald Allan Cohen (G. A. o Jerry), su maestro en Oxford, como así también de los principales referentes del marxismo analítico. Además, sus intervenciones sobre la protesta social, como Carta abierta sobre la intolerancia, fijaron una doctrina que, en varios casos, hizo que activistas sociales no fueran condenados por haber ejercido el súper-derecho a la libertad de expresión. Coherente con su visión de que la constitución, o el derecho en general, deben ser resultado de una conversación entre iguales, Gargarella también participó activamente en las audiencias por la ley del aborto en Argentina y en el diseño de la nueva constitución de Chile. Sus principales intervenciones en la prensa gráfica, además de diarios de viaje, notas sociológicas, apuntes teóricos y hasta críticas de cine, pueden leerse y disfrutarse en http://seminariogargarella.blogspot.com.

Queremos expresar, desde Corsario Rojo, nuestra gratitud con Roberto Gargarella por haber aceptado nuestra invitación. Valoramos profundamente su predisposición y gentileza. Va también un agradecimiento, por supuesto, a nuestro camarada Fernando Lizárraga, por haber realizado y desgrabado con tanta seriedad y esmero la entrevista, y por haber escrito las líneas de presentación que preceden a este párrafo.

Una aclaración final: en la edición de la entrevista, hemos procurado respetar el espíritu de la oralidad todo lo posible. Hicimos algunas correcciones o retoques de estilo aquí y allá, pero siempre tratando de no extralimitarnos. Más que la fría perfección, hemos buscado una cálida recreación.

Fernando Lizárraga: Antes de meternos con tu obra El derecho como una conversación entre iguales (2021), nos gustaría remontarnos a aquel libro de 1999, Las teorías de la justicia después de Rawls, que con mucha modestia subtitulaste Un breve manual de filosofía política. Esa obra es, a nuestro juicio, una de las primeras en introducir en Argentina, de manera integral, el repertorio de temas que venía discutiendo el marxismo analítico. Para muchos, seguramente, ese libro fue el primer contacto con esta modalidad del marxismo. Allí, nos enteramos de los debates e ideas de autores como G. A. Cohen, Jon Elster, John Roemer, Erik Olin Wright… Fue, además, una apertura decisiva para conocer y continuar con el giro normativo que experimentaba el marxismo. Vos mismo promoviste la traducción y difusión de la obra de Cohen, en particular. Entonces, con este marco, y habiendo trabajado con varios de los principales exponentes del Grupo de Septiembre, ¿qué balance hacés de aquella experiencia, ahora que algunos de sus principales protagonistas –como Cohen y Wright– ya fallecieron y otros –como Elster y Roemer– están casi retirados? ¿Hay alguna segunda generación? ¿Cuál es el principal legado?

Roberto Gargarella: Yo había conocido la existencia del marxismo analítico de un modo similar, porque me había vinculado con la gente que hacía la revista Zona Abierta en España. Entre ellos, había intelectuales del PSOE que venían de la izquierda marxista, y que después pasaron a una posición social democrática muy moderada. Pero lo más importante es que, durante la primera etapa de la Transición española, publicaron varias revistas espectaculares. Entre ellas Leviatán y la que era más interesante: Zona Abierta. Y Zona Abierta traducía regularmente trabajos importantes de los marxistas analíticos. Un día conseguí un número que editaron Andrés de Francisco Y Fernando Aguiar (que siguen siendo queridos colegas), y se trataba de toda una compilación y traducción de textos del marxismo analítico. Ahí aparecían textos de Elster, de Cohen, de Roemer. ¡Yo no lo podía creer! Fueron al menos dos números dedicados enteramente al marxismo analítico. Y después se publicaron más aisladamente algunos textos de Erik Olin Wright y Joshua Cohen, entre otros. Debo mencionar, además, a un juez liberal-conservador, argentino, muy lector, que tuvo un rol importante en el diseño del juicio a las Juntas: Martín Farrell. Es un hombre cuya función judicial estuvo siempre al servicio de su curiosidad académica. Y aunque tengo muchas diferencias con él, si algo le destaco es que era un tremendo lector. Cuando, para muchos de nosotros, era imposible estar al tanto de las discusiones de afuera, él compraba regularmente libros, que muchas veces luego resumía o criticaba en sus propias publicaciones. En este caso, escribió un librito que se llamaba El marxismo analítico. Y ese fue mi segundo refuerzo, porque allí Farrell presentaba un panorama exhaustivo y vinculaba textos que yo había recibido de manera aislada.

En esos días, yo estaba por irme a estudiar a Estados Unidos. Y, a diferencia de la gente con la que estudiaba, en el grupo de Carlos Nino, que iba en general a Yale; yo varío el eje y me voy a estudiar a Chicago, porque ése era el lugar en donde se habían juntado los marxistas analíticos. Entre ellos estaban Jon Elster y Adam Przeworski. Ahí conocí a fondo ese mundo; me pareció deslumbrante, y a varios de ellos les seguí la trayectoria. Después me fui a Inglaterra a estudiar con G. A. Cohen. De la gente que conocí más y que, según me parecía, tenía un rol centralísimo, creo que los dos pilares del grupo eran Przeworski y Elster. En los 90, ambos me dijeron más o menos esto: Ya está; se terminó. Nuestra intervención cumplió un rol y esa es una etapa superada. Hicimos el aporte que teníamos que hacer. Ellos ya no se consideraban más marxistas analíticos, sino que se consideraban personas de formación marxista que habían aportado la mirada crítica que merecía el marxismo, al que habían tamizado a través de herramientas analíticas. Y también habían sido vanguardia en los estudios de psicología para pensar la alienación, o de nuevas teorías económicas para pensar la explotación. Eso es lo que llamaban marxismo sin bullshit; marxismo sin tonterías. Ellos decían, de modo modesto, que habían ayudado a limpiar el marxismo de varias cuestiones que no sirven más, que no se sostienen más. Y, en todo caso, hay muchas otras cosas interesantes que se mantienen y sobre las que sí merece que sigamos pensando.

Hay un libro de Elster que a mí me gusta mucho, al que considero una obra monumental: Making Sense of Marx. Fue una obra muy criticada por el marxismo tradicional. Pero para mí es un librazo, que me interesó muchísimo, porque ahí hay una cantidad infinita de herramientas analíticas, que nos ayudan a pensar más limpiamente sobre Marx. Más allá que uno pueda estar de acuerdo o desacuerdo en cómo cierra algunos temas, es una obra espectacular, de una erudición increíble, al punto de que es de lo mejor que ha hecho Elster. Después escribió An Introduction to Karl Marx, que terminaba con un capítulo en el que desarrollaba una especie de resumen: qué quedaba vivo y qué no en la filosofía de Marx. Es un texto muy interesante, incluso para publicar como separata. Me parece muy lúcido, sobre todo en torno a cómo algunos estudios contemporáneos podían ayudar a respaldar mucho de lo que decía Marx. Es un gran aporte para seguir pensando. Y esto es consistente con la trayectoria de actores centrales del grupo. Uno de los que no renunció al marxismo, Gerald Cohen, también tiene un escrito que habla del partial demise, el abandono parcial del marxismo, y su puente hacia John Rawls. Y termina considerándose un rawlsiano marxista o rawlsiano de izquierda.

Para seguir leyendo esta entrevista, hágase clic aquí y se accederá al cuarto número de Corsario Rojo.

La política del decrecimiento: tecnología, ideología y lucha por el ecosocialismo

Por Paul Fleckenstein

El decrecimiento ha contribuido al despertar medioambiental del marxismo en las dos últimas décadas. Pero a diferencia de algunos decrecentistas que ven el crecimiento económico como el producto de factores psicológicos o culturales, o de una industrialización no teorizada, el marxismo puede -y debe- teorizar el paradigma del crecimiento como una ideología central de la sociedad capitalista, un mito complejo que presta ropaje democrático al impulso de acumulación. Paul Fleckenstein, miembro de Tempest, entrevista a Gareth Dale sobre la política del decrecimiento y la crítica de la ideología del crecimiento en la sociedad capitalista.

Paul Fleckenstein: Gareth, ¿podrías presentarte tú mismo?

Gareth Dale: Soy profesor de política en una universidad de Londres. Mis investigaciones se centran principalmente en políticas ambientales y en la ideología del crecimiento económico. Milito en mi sindicato y en varias campañas políticas, así como en un pequeño grupo socialista, pese a que la falta de resonancia de las ideas socialistas radicales me quita el sueño alguna que otra noche.

¿Cómo explicarlo? Es interesante estar vivo en esta coyuntura, en la que, si el capitalismo sigue arrasando todo, existe un riesgo acumulativo de múltiples puntos de no retorno que nos hacen trastabillar en el camino hacia el exterminio de millones de especies, incluida tal vez la nuestra. Alternativamente, por supuesto, los movimientos radicales podrían construir y alcanzar una masa crítica, tirar del freno de emergencia y vislumbrar un sistema social diferente, basado en la solidaridad y la planificación, no en la acumulación compulsiva.

P. F.: De un salto has ido a parar directamente al meollo del momento peligroso en que nos hallamos y de la cuestión estratégica de cómo podemos abordar el reto y responder. Decenios de inacción no han hecho más que ampliar la magnitud de la destrucción, a pesar de la retórica verde de las elites.

G. D.: Yo añadiría: la inacción ha afectado a la ciencia climática y al discurso alrededor de la misma. Marginaron a quienes predijeron la terrible amplitud de la destrucción. A comienzos de la década de 2000, cuando empecé a leer sistemáticamente sobre estos temas, las mentes más agudas formulaban a menudo las predicciones más lúgubres. Podían ver cómo el peso del capital, de los Estados y de los intereses asociados a los combustibles fósiles distorsionan las lentes climatológicas, empujando las predicciones hacia el lado complaciente de la escala, en un intento de justificar la lentitud y parquedad de las reformas. Sus predicciones, a veces tachadas de catastrofismo, tenían en cuenta esas presiones, y con razón, como podemos ver ahora a la vista de las crestas montañosas en llamas. Las concentraciones de gases de efecto invernadero están acelerándose incluso en la actualidad: no solo crecen y crecen, sino que su crecimiento es más rápido.

P. F.: Así es. Y todo esto marca el contexto en que surgen las alternativas propuestas ‒y en algunos casos adoptadas‒ por diversos movimientos, como crecimiento verde, justicia climática, el Green New Deal, ecosocialismo y el tema principal de nuestra entrevista, el decrecimiento. Esta última propuesta es más conocida en Europa que en EE UU. ¿Puedes explicar el concepto para quienes no están familiarizados con él?

G. D.: Cada una de estas alternativas abarcan amplios conjuntos de posiciones, muchas de las cuales muestran coincidencias. Sin embargo, mientras que el Green New Deal es en el fondo socialdemócrata, el decrecimiento es más próximo al socialismo utópico, al anarquismo y al populismo (en el sentido de los naródniki rusos). El decrecimiento es una posición ecopolítica asociada a un movimiento más bien difuso. Empezó a formularse a comienzos de la década de 2000 en Francia, una de las razones por las que es más conocida en Europa que en EEUU.

Otras razones incluyen la cultura más radicalmente capitalista de EE UU, que hace del decrecimiento una cima más difícil de escalar. Con su uso prolijo del avión, el consumo de carne y la dependencia del automóvil, además de la calefacción y refrigeración de esas casonas unifamiliares de los extrarradios, las emisiones per cápita de gases de efecto invernadero duplican en EE UU los niveles de Europa. Pero si he calificado de difuso el movimiento decrecentista, debo añadir que está adquiriendo perfil, que su ala socialista es muy prominente y que además gana conversos también en EE UU, siendo el caso más reciente el de la revista marxista Monthly Review.

P. F.: Podemos retomar más adelante las cuestiones relativas al movimiento, pues me pregunto ante todo si podrías explicar cuáles son en tu opinión los planteamientos básicos del decrecimiento en relación con el crecimiento económico a expensas del planeta.

G. D.: En primer lugar, el decrecimiento considera que el crecimiento es consustancial al sistema capitalista y elabora una crítica al respecto. El crecimiento suele enriquecer a los propietarios de bienes y a los ricos, dejando atrás al resto de la población. Y las consecuencias ambientales del crecimiento continuo son desastrosas. Quienes abogan por el decrecimiento están en guardia frente a las fuerzas destructivas que surgen de lo que el marxismo denomina fuerzas productivas.

En segundo lugar, la crítica al crecimiento se basa firmemente en posiciones de izquierda: la profundización de la democracia, el feminismo y el antirracismo. En la medida en que su objetivo es reducir el consumo agregado, tiene en el punto de mira a los ricos y al mundo adinerado.

En tercer lugar, su crítica del capitalismo no se limita a las relaciones de propiedad (propiedad privada frente a propiedad nacionalizada), sino que abarca también la naturaleza y los fines de la tecnología y del consumo. El decrecentismo no acepta que las necesidades y deseos estén anclados en la naturaleza de las personas. Miran con ojo crítico la fabricación de necesidades.

Finalmente, el decrecentismo reconoce que la necesidad humana más básica es la de un planeta habitable. Sus defensores son más austeros, más lúcidos que la mayor parte de la izquierda al reconocer que para hacer frente a las múltiples crisis ambientales hará falta mucho más que la nacionalización del sector energético y que la inversión masiva en energía renovable y coches eléctricos. Exige una reducción extrema del consumo de energía y de la producción material, al menos en el mundo rico, una reducción que, por mucho que se centre en los mayores consumidores de energía, también afectará a la clase trabajadora, sobre todo en lo tocante al consumo de servicios como los viajes en avión y de bienes como la carne de vacuno. La idea del decrecentismo es que en un mundo de lujo público y suficiencia privada, con mayor igualdad y democracia, menos jerarquía y mucho más tiempo libre, algunos productos de consumo se caigan del menú.

P. F.: El decrecentismo rechaza el paradigma crecentista como motor de la política económica nacional, que equipara el progreso y el bienestar social con el aumento del producto interior bruto (PIB). Sin duda existe una ideología del crecimiento que está a favor de seguir como si nada, pero el crecimiento capitalista hunde sus raíces materiales en la propiedad privada, la clase, los mercados y la acumulación. Has mencionado el desarrollo de un ala socialista del decrecentismo, que incluye a Monthly Review. ¿Qué aporta el marxismo al decrecentismo, o qué aporta el decrecentismo al marxismo?

G. D.: El decrecentismo ha contribuido al despertar ambiental del marxismo a lo largo de los dos últimos decenios. Sin embargo, a diferencia de algunos decrecentistas que consideran que el crecimiento económico es fruto de factores psicológicos o culturales, o de una industrialización no teorizada, el marxismo puede ‒y debería‒ teorizar el paradigma del crecimiento como ideología fundamental de la sociedad capitalista, un mito complejo que presta ropaje democrático a la dinámica acumuladora. Pese a que en tiempos de Marx no se utilizaba el crecimiento en su sentido actual, no es difícil hallar en sus escritos una crítica del imperativo del crecimiento. Y seguidores del siglo pasado como Walter Benjamin, Erich Fromm, Herbert Marcuse, André Gorz y Cornelius Castoriadis desarrollaron ideas que, junto con las críticas romántica y religiosas de la modernidad industrial, constituyen la prehistoria del movimiento decrecentista.

La conexión entre la ideología del crecimiento y la acumulación de capital la ven con mayor claridad las y los marxistas que teorizan los regímenes chino y soviético como capitalistas de Estado. Si esos regímenes se consideran socialistas, la dinámica de crecimiento no sería característica del capitalismo. ¿Qué es entonces? No es una coincidencia que uno de los primeros pensadores que identificaron la ideología de la modernidad capitalista como fetichismo crecentista fue un teórico del capitalismo de Estado de Rusia, Mike Kidron, en el año 1966.

Estos son algunos aspectos teóricos que el marxismo puede aportar al decrecentismo, pero ¿qué decir de la práctica? Las corrientes marxistas alineadas con las tradiciones que fetichizan el crecimiento ‒la socialdemocracia, el estalinismo, el maoísmo‒ no simpatizan en su mayoría con la idea del decrecimiento. En cuanto a las y los leninistas, en el sentido que tiene el término para ti y para mí, pienso que nuestra función, además de participar activamente en campañas, consiste en crear un terreno común con fuerzas de izquierda tanto de la corriente descrecentista como de la del Green New Deal. Con unas compartimos el lenguaje de la aspiración utópica, la emancipación humana y la necesidad de aprender el respeto por el mundo natural. Con las otras compartimos el compromiso de impulsar la acción basada en los sindicatos a favor del empleo climático y de una transición justa.

P. F.: A veces, la izquierda muestra una aceptación acrítica de la tecnología capitalista. Bastaría con que se le diera un uso social en vez de dedicarla a obtener beneficios para que permitiera abordar el calentamiento global y tal vez otros problemas catastróficos asociados a los límites del planeta, como la destrucción de los ecosistemas naturales, el agotamiento de las aguas subterráneas y la contaminación por nitrógeno. La electrificación de todo, por ejemplo. ¿Qué tienen que decir de la permanente expansión de la minería colonial encaminada a extraer metales y productos químicos complejos que se precisan para implantarla? Y quienes defienden la energía nuclear, ¿qué tienen que decir de la proliferación de armas y residuos nucleares y de los peligros de la minería de combustible? ¿Pueden hablar de la transición a una sociedad ecosocialista y de hasta qué punto tecnologías altamente productivas, digamos, en la agricultura o la industria manufacturera, pueden aplicarse para fines sociales y no para generar beneficios? ¿Justo cuando se precisa más pensamiento radical sobre tecnologías diferentes, aún más intensivas en mano de obra?

G. D.: “Aceptación acrítica”, eso es, exactamente. En mi opinión, el fetichismo tecnológico es un elemento central de la ideología capitalista, de las fantasías a través de las cuales nos reconciliamos con este sistema brutal y desquiciado. Hallamos esperanza, incluso asombro, en el estilo tecnocéntrico con el que el capital y sus acólitos hacen ver que se enfrentan a la crisis ambiental. Su tecnooptimismo nos ofrece una zona de confort. Podemos seguir volando sin límites porque los aviones volarán con biocombustible y baterías. No hemos de preocuparnos por la quema de petróleo y gas porque la magia tecnológica capturará y almacenará todo el carbono. La navegación marítima sustituirá los hidrocarburos como el hidrógeno. En cuanto a la electricidad, podemos intensificar la fisión nuclear y ¿por qué no apostar también por la fusión nuclear?

La fábrica de noticias produce masivamente notas de prensa de las empresas que difunden los últimos avances: árboles artificiales que absorben el carbono del aire, aviones que funcionan con hidrógeno, etc. Puede que algún día lejano esas cosas funcionen, pero de momento no son más que sueños escapistas de un mundo en que las tecnologías son propiedad del capital, hechas a su imagen y desarrolladas con el fin de generar ganancias y ventajas militares. El mito tecnocrático es que la descarbonización debe basarse en la invención y el despliegue de nuevas tecnologías, rebajando el potencial de la aplicación de las tecnologías existentes y del cambio del sistema social. Nos hacen creer que esas nuevas tecnologías pueden incrementarse simplemente de escala y aplicarse.

Es una mentalidad que refleja nuestra propia condición alienada. Cuando queremos un producto, simplemente pulsamos un botón y como por arte de magia nos lo traen a la puerta de casa en menos de 24 horas. La prehistoria de trabajo y naturaleza del producto ‒la extracción de minerales, la producción, la distribución, etc.‒ están más lejos que nunca.

Como ocurre con la mayoría de ideologías, estas promesas tecnológicas no son bulos. Hay un grano de sentido en cada una de ellas, al menos en términos de ingeniería, pero solo parecen capaces de reducir efectivamente las emisiones de gases de invernadero si se contemplan haciendo abstracción del sistema en su conjunto. Es de perogrullo que los avances tecnológicos permiten mejorar la eficiencia energética, pero en un sistema capitalista esas mejoras suelen malgastarse por los efectos de rebote. Y todas las apuestas tecnoutópicas implican que asumimos que solo el mundo rico seguirá siendo rico.

Veamos unos cuantos ejemplos. Uno es la energía nuclear. Es una industria sumamente centralizada y opaca, un subproducto de la carrera de armamentos, del mismo modo que la fusión nuclear también está estrechamente relacionado con la guerra. Las centrales de fisión generan electricidad cara y residuos peligrosos. Lo lógico sería que la amenaza de un ataque con misiles contra la central nuclear ucraniana de Zaporishya acelerara el abandono de la energía nuclear, pero lo cierto es que la guerra campa a sus anchas, supuestamente por motivos de seguridad energética, incluso entre socialistas.

Aunque pasemos por alto los residuos y el riesgo de daños causados por la guerra, como mínimo deberíamos hacer cuentas. Si el nivel de consumo per capita actual de EE UU se extendiera por todo el mundo (¿acaso no somos internacionalistas?) y se alimentara a partir de centrales nucleares, habría que multiplicar su número por 88. Para visualizar esto, si el número actual de centrales en todo el mundo es de 440, habría que aumentarlo a 38.720, y si además el modelo contempla un crecimiento del PIB, habría que seguir escalando. Incluso si se piensa que la energía nuclear solo debería representar, digamos, una cuarta parte de la energía mundial, el aumento debería ser de varios cientos a casi 10.000 centrales nucleares, situadas en su mayoría a orillas de mares cuyo nivel no deja de subir.

¿Y qué hay del hidrógeno? Hay mucho ruido en torno a su potencial verde, pero la mayor parte del hidrógeno se produce mediante un proceso que emite enormes cantidades de carbono. Menos del 1 % de la producción de hidrógeno es azul, y tan solo el 0,04 % es verde. El hidrógeno azul es un timo para prolongar las perforaciones en busca de petróleo y gas, con montones de fugas de metano y probablemente del dióxido de carbono que se “capturará y almacenará”. Lo que vemos son los intereses del combustible fósil que utilizan el hidrógeno como arma de márketing. Sus campañas de publicidad y su labor de presión comprenden una sustancia sumamente ficticia, el hidrógeno azul, como “puente” bajo en carbono para una imprecisa transición verde en el futuro. El motivo ulterior es contrarrestar y confundir al creciente movimiento contra las perforaciones en busca de petróleo y gas.

O hablemos de la aviación. Hay mucho bombo en torno a los aviones eléctricos, pero estos solo pueden funcionar con pequeños aeroplanos y en cortas distancias. Los biocombustibles sirven, pero compiten con los cultivos de alimentos. Los combustibles de aviación sostenibles (Sustainable Aviation Fuels, SAF) también funcionan, pero no son ninguna varita mágica. En el Reino Unido, una empresa ha conseguido convertir residuos en SAF. Sin embargo, me entrevisté con ella y después hice el cálculo. Incluso si pudiéramos recoger todos los residuos municipales y de las empresas del Reino Unido, la producción anual de SAF no superaría el par de millones de toneladas, mucho menos que la cantidad de combustible consumida todos los años por los aviones en los aeropuertos británicos.

De ahí que una serie de ingenieros serios, quienes contemplan la situación en su conjunto y no exclusivamente la tecnología de que se trate, sostienen que la industria aeronáutica tiene que cerrar en lo esencial: se puede leer en el informe Absolute Zero del grupo de investigación UK FIRES. No son marxistas ni decrecentistas; son ingenieros e ingenieras que se toman en serio la Ley de Cambio Climático del Reino Unido, que obliga al gobierno a dirigir la economía hacia el cero neto de aquí a 2050. Calculan que si se pretende alcanzar este objetivo, es preciso cerrar todos los aeropuertos británicos, salvo los de Glasgow y Heathrow, para el año 2030, y probablemente también estos dos en 2050, y solo entonces, si se dispone de nuevas tecnologías y masas de electricidad renovable, podría procederse a la reapertura de algunos.

Un último ejemplo es el de los vehículos eléctricos. Con respecto a estos productos debemos preguntar: ¿son la clave de una transición verde o simplemente una nueva mercancía que permita que siga rodando la rueda de la acumulación, para asegurar que cada conductor o conductora trasladen dos toneladas de metales y plásticos a dondequiera que vayan, mientras los gobiernos siguen marginando alternativas que reduzcan la demanda de viajes o expandan el transporte público y los carriles bici? Y ¿de dónde sacan la energía los vehículos eléctricos? De baterías, o sea, del litio.

Echemos mano nuevamente de la calculadora. Si se sustituyera la flota automovilística del mundo por vehículos eléctricos, las reservas de litio del planeta se agotarían o bien la extracción del fondo marino llenaría los océanos de residuos. Gran parte de esta actividad reproduce relaciones de imperialismo extractivista. Véase por ejemplo el intento de Alemania de extraer litio de Bolivia. Los tecnofetichistas dirán que “el litio se descubrió como producto químico para las baterías en la década de 1990. Dentro de diez años se habrá descubierto uno nuevo”. Es posible, pero no podemos hacer depender el futuro del planeta de esta clase de especulación.

Estas son cuestiones en las que ecosocialistas y decrecentistas deberían estar de acuerdo. El planteamiento implica insistir tanto en el cierre en los países ricos como en la nueva construcción. Claro que existe una urgente necesidad de más conexiones eléctricas y agua limpia en el Sur global ‒aunque también en el Norte‒ para sacar de la pobreza a millones de personas. Evidentemente, algunos sectores habrán de crecer, pero en los países grandes consumidores de energía es preciso cerrar casi completamente la aviación, así como prescindir de la carne de vacuno y reducir drásticamente el uso del automóvil y de energía en general.

Podemos encontrar cierta inspiración perversa en los EE UU del periodo de guerra. Perversa en el sentido de que todo programa serio de decrecimiento o ecosocialista ha de ser antimilitarista. Pienso más bien en las cosas que expone Mike Davis en su ensayo Home-Front Ecology. Davis relata cómo la vida cotidiana en EE UU cambió durante la segunda guerra mundial. Se abandonaron los coches y se pasó a usar la bicicleta, la gente levantó el pavimento de hormigón de los patios de sus casas para plantar hortalizas. Hoy podemos imaginar cómo la agroecología transforma los extrarradios.

El típico césped, por ejemplo. Actualmente es un monocultivo que se mantiene sin vida mediante herbicidas y plaguicidas. En su lugar, ajardinémoslo, dejemos que brote la vida, plantemos frutales y flores, y en este proceso transformaremos nuestra relación con la naturaleza. Habría más trabajo, pero se produciría una gran cantidad de alimentos, y encima a escala local, sin necesidad de transporte, conservantes, etc. Esto requiere menos tecnología en el sentido usual del término.

Empresas de alta tecnología como Bayer ‒fabricante del plaguicida Roundup‒ verían sus beneficios caer en picado. Pero esto favorecería el desarrollo de lo que el marxismo llama fuerzas productivas. Estas no se centran en la tecnología per se, sino en los conocimientos y las capacidades humanas. Si multiplicamos el ejemplo del césped de las casas unifamiliares del extrarradio podemos imaginar cómo se sustituirá la agricultura industrial por la agroecología y la agrosilvicultura, una transformación que mitigaría notablemente el cambio climático, incrementaría la oferta, la diversidad y la resiliencia de los cultivos, y en general comenzaría a superar la “antítesis entre la ciudad y el campo”. Libros como Braiding Sweetgrass están repletos de sugerencias sobre la manera en que podríamos revolucionar nuestra relación con el mundo natural.

P. F.: Quisiera concluir con algunas palabras sobre la estrategia ecosocialista. Tempest entrevistó hace unos meses a David Camfield, autor de Future on Fire. David destacó, a mi juicio con razón, la importancia de los movimientos de masas y de la lucha por conseguir los cambios económicos y sociales necesarios para hacer frente al calentamiento global. Tú has criticado a una corriente predominante en la política decrecentista radical, el localismo, es decir, el hecho de centrarse en cooperativas, reformas municipales y ayuda mutua. ¿Cómo ves los objetivos del decrecimiento en relación con el reto de construir luchas y movimientos de masas y de hacer frente al poder del Estado?
G. D.: Que quede claro que en mi ensayo publicado en Spectre no pretendía formular una crítica general al localismo. Como puedes ver por mis comentarios sobre los jardines y la horticultura, toda transición ecosocialista implicará la localización de la producción, particularmente de los alimentos. Mi crítica se refiere más bien a quienes, aun criticando con acritud las tendencias de los sindicatos y los socialdemócratas por conformarse con las exigencias del sistema, preconizan una política de decrecimiento en sus formas municipalista y cooperativa. Sin embargo, en este terreno, como en el de los sindicatos, el reto está en actuar de manera que podamos construir movimientos de masas capaces de abrir vías para romper las estructuras existentes.

Del mismo modo que quienes abogan por el Green New Deal pueden aprender el movimiento decrecentista, este debería poner más el acento en la lucha de clases. El crecimiento contra el que luchan es estructural, endémico de un sistema gobernado por una clase de magnates que resultan ser también ávidos consumidores. Nos hallamos en un periodo caracterizado por una amplia conciencia antisistema, pero la lucha antisistema solo cobrará impulso real si es capaz de unir las luchas obreras tradicionales por salarios y condiciones de trabajo con las luchas contra la opresión y la guerra y por la democratización, el medio ambiente, etc.

Así, por ejemplo, en mi lugar de trabajo, una universidad, ahora mismo estoy participando en una lucha sindical por una cuestión salarial y de condiciones laborales, pero también, junto con un grupo de colegas, presionamos a la dirección para que actúe en cuestiones de sostenibilidad. Propusimos ‒con éxito‒ que cuando la universidad paga nuestros viajes a conferencias, insista en que utilicemos medios de trasporte terrestres en vez de aéreos, al menos para distancias cortas.

La cuestión es que debemos hacer más por definir colectivamente cuáles son las necesidades humanas en la época del colapso climático. Demasiado a menudo, todo lo relacionado con el consumo se contempla de un modo dicotómico: la culpabilización moralizante frente al todos queremos más. Hay marxistas que combinan esto último con el hecho de que Marx ensalzara la continua expansión de las necesidades humanas, pero ambas cosas no son lo mismo. Lo que a veces se considera un prometeísmo en Marx es, en última instancia, la fe en la capacidad de la especie humana para definir colectivamente y volver a definir continuamente su propio ser especie, incluida su relación con el medio ambiente. Esta confianza en la capacidad de la humanidad de redefinirse radicalmente es perfectamente compatible con el movimiento decrecentista, al menos en su flanco izquierdo. De hecho, en la época de la crisis climática, la supervivencia de la especie dependerá de esta redefinición.