Rusia: La perpetua conspiración «trotskista»

Por Ilya Budraitskis

¿Por qué la propaganda rusa ha atacado al «trotskismo» durante más de 20 años de gobierno de Putin? ¿Cómo se relaciona su fijación con el «trotskismo» con el contexto ruso? El teórico político Ilya Budraitskis rastrea los orígenes de las teorías conspirativas del KGB.

Vladimir Putin se refirió recientemente al trotskismo como una «mala teoría» basada en la idea de que «el objetivo no es nada, el movimiento lo es todo». A lo largo de su presidencia, Putin ha repetido a menudo esta extraña fórmula, que al no tener nada que ver con las opiniones originales de León Trotsky ayuda a comprender mejor la propia psicología de Putin. Por ejemplo, los objetivos de la sangrienta guerra que libra desde hace dos años siguen siendo incomprensibles para cualquiera, incluidos los que ahora mueren por ellos. Hace casi una década, Ilya Budraitskis analizó en detalle la paradójica fijación de Putin por un imaginario «trotskismo». Este análisis sigue siendo actual.

Hablando en una reunión de su Frente Popular de toda Rusia hace un par de días, Vladimir Putin dijo: «Trotsky tenía este [dicho]: el movimiento lo es todo, el objetivo final no es nada. Necesitamos un objetivo final». La proposición de Eduard Bernstein, citada erróneamente y atribuida por alguna razón a León Trotsky, es probablemente el recurso retórico más común del presidente ruso. Lleva muchos años repitiéndola ante audiencias de periodistas y funcionarios mientras habla de política social, retrasos en la construcción de las obras olímpicas o el descontento de la llamada clase creativa. «La democracia no es anarquismo ni trotskismo», advirtió Putin hace casi dos años.

Las invectivas antitrotskistas de Putin no dependen del contexto ni están influidas por su audiencia, y mucho menos son amenazas veladas a los pequeños grupos políticos que hoy en Rusia se reclaman herederos de la IV Internacional. El trotskismo de Putin es de otro tipo. Sus causas no se encuentran en el presente sino en el pasado, enterradas profundamente en el inconsciente político de la última generación de la nomenklatura soviética.

El extraño mito de la conspiración trotskista, que surgió hace décadas, en otra época y en otro país, ha experimentado un renacimiento a lo largo del gobierno de Putin. Percibiendo, al parecer, la debilidad personal del presidente por el «trotskismo», medios de comunicación serviciales y expertos corruptos han convertido este trotskismo en parte integrante del gran estilo propagandístico. Hasta su muerte, el infatigable «trotskista» Boris Berezovsky tejió su sucia red desde Londres. Hasta que se convirtió en un patriota conservador, el incendiario «trotskista» Eduard Limonov sedujo a los jóvenes con el extremismo. Los «trotskistas» camuflados de las administraciones Bush y, más tarde, Obama han seguido sembrando la guerra y las revoluciones de colores. Desenmascarar a los «trotskistas» se ha convertido en un ritual tan importante que, para la buena suerte, por así decirlo, el famoso Dmitry Kiselyov decidió lanzar un nuevo recurso mediático invocándolo. ¿Cuál es la historia de esta conspiración? ¿Y qué tienen que ver con ella los trotskistas?

Las teorías de la conspiración son siempre conservadoras por naturaleza. No ofrecen una valoración alternativa de los acontecimientos, sino que, constantemente tardías, van detrás de ellos, inscribiéndolos a posteriori en su propia lectura pesimista de la historia. Así, en sus Memorias que ilustran la historia del jacobinismo (1797), el sacerdote jesuita Augustin Barruel, pionero de la moderna teoría de la conspiración, situaba la Revolución Francesa, que ya había tenido lugar, en el catastrófico final de una gran conspiración de los templarios contra la Iglesia y la dinastía capeta. Las teorías de la conspiración masónica cobraron verdadera fuerza a finales del siglo XIX, cuando el apogeo del poder de los masones ya había pasado. Por último, la idea de una conspiración judía adquirió su forma definitiva en Los protocolos de los sabios de Sión, fabricados por la policía secreta zarista a principios del siglo XX, cuando el poder del capital financiero judío ya había sido socavado por el creciente poder del capital industrial. Las teorías de la conspiración siempre han sacado energía de este vínculo distorsionado con la realidad, porque cuantos menos conspiradores se pudieran observar en el mundo real, más audazmente se les podía dotar de increíbles poderes mágicos en el mundo imaginario.

En consonancia con la naturaleza reactiva y tardía de las teorías de la conspiración, el mito de la conspiración trotskista surgió en la Unión Soviética cuando la Oposición de Izquierda, los verdaderos partidarios de Trotsky, hacía tiempo que habían sido destruidos. Sin embargo, a diferencia de las conspiraciones del pasado, generadas por agentes secretos y locos de las letras, los cimientos de la conspiración trotskista fueron colocados ordenadamente por los investigadores de la NKVD. La lógica de espejo distorsionador del Gran Terror dictaba que, aunque los «trotskistas» se ocultaran hábilmente, y cualquier persona pudiera demostrar ser uno de ellos, la conspiración debía ser necesariamente desenmascarada. Una ley no escrita del socialismo estalinista era que la verdad saldría a la luz, y esto, por supuesto, privó a la teoría de la conspiración de su reveladora aura de misterio.

Tras la muerte de Stalin, cuando las Purgas eran cosa del pasado y la sociedad soviética había empezado a inhibirse y a volverse conservadora, el mito de la conspiración adquirió rasgos más familiares. El periodo de estancamiento, con su apatía general, desconfianza y depresión social, fue un caldo de cultivo ideal para la teoría de la conspiración. Hacía tiempo que nadie veía trotskistas vivos y parecía una tontería denunciarlos, pero todo el mundo estaba bien informado sobre los peligros del trotskismo.

 

es historiador y activista cultural y político. Desde 2009 en el Instituto de Historia Mundial de la Academia Rusa de Ciencias, Moscú. En 2001-2004 organizó a activistas rusos en movilizaciones contra el G8, en Foros Sociales Europeos y Mundiales. Desde 2011 ha sido activista y portavoz del Movimiento Socialista Ruso. Miembro del consejo editorial de «Moscow Art Magazine». Colaborador habitual de numerosas páginas web de carácter político y cultural.

Fuente:

https://posle.media/language/en/the-perpetual-trotskyist-conspiracy/

Milei, el anuncio de un futuro distópico

Por Decio Machado / Sociólogo y consultor político

Entre las 2.848 páginas manuscritas en la cárcel italiana de Turi que dejara como legado un enfermizo y bajito recluso de origen sardo, quien fuera condenado por un tribunal fascista bajo la proclama “tenemos que impedir que este cerebro funcione durante veinte años”, aparece el siguiente texto:

«Si la clase dominante ha perdido el consentimiento, o sea, ya no es ‘dirigente’, sino sólo ‘dominante’, detentadora de la mera fuerza coactiva, ello significa que las grandes masas se han desprendido de las ideologías tradicionales, no creen ya en aquello en lo cual antes creían, etc. La crisis consiste precisamente en que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo, y en ese interregno ocurren los más diversos fenómenos morbosos.”

A partir de ahí, Antonio Gramsci crea y desarrolla en sus Quaderni del carcere el concepto de “crisis orgánica”, básicamente una crisis de representatividad, indicando su dimensión de largo plazo y afectación sobre estructuras permanentes de la sociedad. Por ende, las crisis de hegemonía -característica esencial de las crisis orgánicas- abren la oportunidad para la irrupción de un sujeto político nuevo capaz de originar las tensiones sociales y discursivas propias para la construcción de una nueva hegemonía. Para Gramsci, la reconfiguración del universo de los posibles solo es factible en condiciones de crisis y desplazamiento de equilibrios, motivo por lo cual los momentos de excepcionalidad son “momentos comunistas”.

Pese a que lo sustancial de dicha tesis sigue vigente, estamos cada vez más distantes del aquel utópico momento comunista, habiendo quedado atrapados en un intervalo del espacio-tiempo especialmente propicio para la aparición de monstruos y el auge de lo políticamente trágico.

Pues bien, esto es lo que estamos viendo en Argentina y no solamente en Argentina.

Si bien es cierto que el malestar “con” y “en” las democracias contemporáneas es un fenómeno marcado desde el arranque del presente siglo, lo que combina malestar objetivo (contraste entre democracia ideal y una democracia real cada vez más deteriorada) y malestar subjetivo (desafecto ciudadano al sistema y establishment político), también lo es que la pandemia agudizó la frustración colectiva, el desánimo comunitario y la crisis del sistema.

Es en esa insatisfacción, hartazgo y malestar social profundo, combinada con una crisis civilizatoria en la cual se incluyen valores, creencias y proyectos de vida, en la que se ancla el proyecto autoritario de la extrema derecha global y cuya expresión en Argentina encarna la figura de Javier Milei.

Argentina, pese a sus abundantes recursos naturales energéticos y agrícolas, acumula una década de estancamiento económico y una crisis que durante los últimos cinco años impactó negativamente en la capacidad adquisitiva de amplios sectores de la población. Ante esto, ni el modelo económico neoliberal ni la economía kirchnerista ha tenido capacidad de respuesta.

Pese a la sorpresa generalizada por los resultados de las PASO el pasado 13 de agosto, lo realmente sorprendente hubiera sido que el clivaje “lo nuevo vs lo viejo” no se hubiera impuesto a la tradicional fractura “izquierda vs derecha”. De ahí la disparidad sociológica del voto a Milei, donde se combina lo rural y urbano, pobres y ricos, trabajadores de la economía formal e informal, así como ancianos y jóvenes.

Es un hecho que la ultraderecha a nivel global ha conseguido elaborar relatos que, según las particularidades de cada lugar, articulan valores irrenunciables para ciertos sectores. Valores que quedaron menospreciados o ausentes en los discursos del establishment político tradicional. Estos no necesariamente se interrelacionan con sus planes de gobierno, sino que buscan activar otras lógicas más profundas -miedo, odio y frustración- que en el actual entorno de incertidumbres movilizan a la gente.

Pero más allá de lo anterior, el fenómeno de proletarización del voto a la ultraderecha tiene que ver con que la izquierda ha renunciado a una obviedad axiomática fundamental: los problemas que sufren nuestras sociedades derivan de la estructura del sistema político-económico al que estamos sometidos. Desde esa posición conservadora y derrotista, el rol de la izquierda quedó acotado a la defensa desesperada de unos derechos cada vez más menguados con cada nuevo ciclo económico, acomodándose ideológicamente a los términos políticos que paulatinamente van imponiendo capital y mercado.

En el caso argentino, el acomodo del progresismo al “realismo capitalista” permitió que Milei se apropiara de significantes y consignas propias de una izquierda que antaño se reivindicaba transformadora y hoy es parte del statu quo.

Así las cosas, mientras el peronismo tiene como única respuesta a la crisis amortiguar su dolor mediante asistencia económica del Estado, Milei promociona el frame (representación mental) de la injusticia -agenda tradicional de la izquierda- redefiniendo los porqués del desequilibrio social y presentándose como el único capaz de solucionarlo.

Es ahí, en esa asunción de la idea post-política del “no hay alternativa” -acuñado por Margaret Thatcher en los ochenta- donde se enmarca el drama peronista.

Sin alternativas políticas a una crisis de carácter terminal como la que hoy vive Argentina, no queda otra opción que gestionarla a través de medidas asistencialistas que eviten que el empobrecimiento se convierta en indigencia. En paralelo y mientras se cierran los ojos ante desequilibrios macroeconómicos de una magnitud sin precedentes, el déficit fiscal es financiado con una emisión de moneda muy superior a la capacidad productiva de bienes y servicios, generándose una espiral inflacionaria que -de forma gradual- agrava el empobrecimiento. Todo ello con la notoria ilusión de que con el paso del tiempo se superará una crisis para la cual no consideran más vía de solución que las propias del capital: intensificación del modelo extractivo, recortes presupuestarios, reforma previsional y algunas vueltas de tuerca más en la explotación laboral.

Milei ocupa el espacio vacío dejado por la izquierda tras su renuncia al cuestionamiento del sistema, lo cual en un contexto de crisis prolongada carente de solución orgánica, le permitió proyectarse al centro de la escena política argentina. Ante esto la izquierda quedó sin respuesta, pues enfrentar el discurso del odio sin plantear alternativas a sus causas más profundas refuerza su efecto entre las mayorías silenciosas carentes de expresión pública.

El exitoso impacto del discurso de Milei está más relacionado con las emociones que con sus propuestas o ideología. Se trata de una pulsión, que en el actual marco de indignación generalizada, incita a la apuesta por algo diferente.

Milei no necesita de la razón como elemento vehiculizador o motivador del voto. Es por ello que le basta con posicionar ideas simplistas como resolución de graves problemas estructurales de la economía argentina, tales como dolarizar la economía, privatizar las empresas públicas o “dinamitar” el Banco Central. Lo que en paralelo combina con la construcción populista de un “otro” como enemigo, en este caso la “casta política”, instalando además una serie de valores ultraconservadores de perfil involucionista para terminar de redondear su relato.

Pero más allá del histrionismo y discurso agresivo propio de los líderes de la ultraderecha, su puesta en escena es coherente con la coyuntura política existente. Ante la normalización de la corrupción institucional, la falta de respuestas desde el establishment político a las demandas populares, el agotamiento de un modelo económico sin soluciones ante una crisis eterna o la carencia de propuestas que aunque sean utópicas nos hagan creer en un futuro mejor, Milei aparece como una excepcionalidad que plantea -más allá de lo excéntrico y regresivo de sus propuestas- alternativas que aparecen como radicales y encarnan la rebeldía ante un sistema generador constante de injusticias. Es decir, todo aquello que tiempo atrás representó la izquierda transformadora.

Dicho esto, tomemos la propuesta de la pretendida dolarización de la economía cuyo referente es el modelo ecuatoriano, eje central de la campaña de Milei y sobre la cual sustenta tanto el cierre del Banco Central como el fin de una inflación en crecimiento continuo, para denotar la falta de solvencia y la inconsecuencia de sus argumentaciones.

Vale señalar como primera cuestión, las notables diferentes existentes entre las economías de Argentina y Ecuador. Ni la estructura del PIB, ni el volumen de los mercados, ni los productos de exportación, ni los principales socios comerciales son coincidentes.

Mientras los principales productos de exportación del Ecuador son el petróleo, el camarón y el banano; Argentina exporta maíz, harina y aceite y otros derivados de la soja. Similar disparidad existe respecto a los mercados de exportaciones entre ambos países, dos de los tres principales países receptores de los productos ecuatorianos -Estados Unidos y Panamá- tienen el dólar como divisa, mientras que el caso argentino expresa una realidad diferente teniendo a la cabeza del ranking de demandantes a Brasil y China.

Pero más allá de lo anterior, si bien es cierto que la dolarización trajo estabilidad a la economía ecuatoriana, también lo es que limitó las tasas de crecimiento económico del país, es decir, su capacidad de desarrollo. Lo que genera desempleo, altos índices de pobreza y descontento social. Valga como ejemplo indicar que Ecuador es uno de los pocos países cuya economía no recuperó sus niveles previos a la pandemia.

Por si esto fuera poco, la pérdida de soberanía monetaria implica una renuncia al principal mecanismo de coordinación social y económica de un país, limitándose la capacidad operativa de su gobierno en condiciones de estancamiento o crisis económica.

En paralelo, la experiencia ecuatoriana demuestra que la dolarización requiere de mucha disciplina fiscal y cuentas públicas equilibradas, complejizando el uso de las reservas internaciones existentes en el banco central en caso de ser necesarias.

Como quinto elemento de riesgo destacado a señalar, la dolarización implica un equilibrio permanente entre la salida y entrada de moneda en la economía nacional, algo complejo para países sometidos a la volatilidad de precios de los commodities y con alta vulnerabilidad a shock externos.

La repercusión inicial de la dolarización sobre las remuneraciones de los trabajadores es otro elemento importante a considerar, pues convierte a estos en salarios miseria, obligando a la población a pasar por un período transitorio de alto sufrimiento. Al Ecuador le costó años de dignificar los salarios a través de su incremento paulatino.

Por último, la dolarización eleva la estructura costos en el sistema productivo nacional, lo que hace a la industria poca competitiva, teniendo como resultado procesos de reprimarización económica.

Para terminar un par de apuntes, pese al sorprendente estado de shock en el que vive la clase política, está por ver que Javier Milei gané las elecciones. De hecho, la diferencia entre La Libertad Avanza y Unión por la Patria apenas llega a los 700.000 votos en un proceso que involucró a más de 24 millones de electores, lo que deja abierto el escenario futuro.

Pero si algo diagnostica los resultados del pasado 13 de agosto, es el fracaso de la clase política argentina y en especial el de un progresismo cuyos incumplimientos e inconsecuencias son el caldo de cultivo de la extrema derecha.

Fuente: Revista Coyunturas

 

Entrevista a Roberto Gargarella: «Rawls te espera, como el tango»

Este domingo, 17 de septiembre de 2023, hemos finalmente logrado lanzar a la nueva Babel de internet, tras muchos días de febril esfuerzo editorial, el cuarto número (invierno austral 2023) de Corsario Rojo, la revista trimestral en PDF de la página Kalewche. Entre los ocho textos que conforman la publicación, mayormente ensayos, hay una estupenda entrevista de nuestro compañero Fernando Lizárraga al jurista argentino Roberto Gargarella, que empieza así:

Socialista, marxista, rawlsiano de izquierda y, sobre todo, igualitarista radical, Roberto Gargarella es una de las voces más potentes, eruditas y sofisticadas en el campo académico del derecho constitucional, y también en los debates públicos sobre temas de coyuntura y asuntos de espesor estructural. En la UBA se recibió de sociólogo y abogado; se graduó como Doctor en Leyes por la Universidad de Chicago y realizó estudios posdoctorales en el Balliol College de Oxford. Es profesor en la Facultad de Derecho de la UBA y en la Universidad Torcuato Di Tella. En una entrevista para Corsario Rojo, realizada vía Zoom, recorrimos algunos de los temas centrales de sus obras que, vale decirlo, van mucho más allá del constitucionalismo, el derecho penal y la democracia. Gargarella ha sido uno de los principales promotores de la traducción y difusión de la obra de Gerald Allan Cohen (G. A. o Jerry), su maestro en Oxford, como así también de los principales referentes del marxismo analítico. Además, sus intervenciones sobre la protesta social, como Carta abierta sobre la intolerancia, fijaron una doctrina que, en varios casos, hizo que activistas sociales no fueran condenados por haber ejercido el súper-derecho a la libertad de expresión. Coherente con su visión de que la constitución, o el derecho en general, deben ser resultado de una conversación entre iguales, Gargarella también participó activamente en las audiencias por la ley del aborto en Argentina y en el diseño de la nueva constitución de Chile. Sus principales intervenciones en la prensa gráfica, además de diarios de viaje, notas sociológicas, apuntes teóricos y hasta críticas de cine, pueden leerse y disfrutarse en http://seminariogargarella.blogspot.com.

Queremos expresar, desde Corsario Rojo, nuestra gratitud con Roberto Gargarella por haber aceptado nuestra invitación. Valoramos profundamente su predisposición y gentileza. Va también un agradecimiento, por supuesto, a nuestro camarada Fernando Lizárraga, por haber realizado y desgrabado con tanta seriedad y esmero la entrevista, y por haber escrito las líneas de presentación que preceden a este párrafo.

Una aclaración final: en la edición de la entrevista, hemos procurado respetar el espíritu de la oralidad todo lo posible. Hicimos algunas correcciones o retoques de estilo aquí y allá, pero siempre tratando de no extralimitarnos. Más que la fría perfección, hemos buscado una cálida recreación.

Fernando Lizárraga: Antes de meternos con tu obra El derecho como una conversación entre iguales (2021), nos gustaría remontarnos a aquel libro de 1999, Las teorías de la justicia después de Rawls, que con mucha modestia subtitulaste Un breve manual de filosofía política. Esa obra es, a nuestro juicio, una de las primeras en introducir en Argentina, de manera integral, el repertorio de temas que venía discutiendo el marxismo analítico. Para muchos, seguramente, ese libro fue el primer contacto con esta modalidad del marxismo. Allí, nos enteramos de los debates e ideas de autores como G. A. Cohen, Jon Elster, John Roemer, Erik Olin Wright… Fue, además, una apertura decisiva para conocer y continuar con el giro normativo que experimentaba el marxismo. Vos mismo promoviste la traducción y difusión de la obra de Cohen, en particular. Entonces, con este marco, y habiendo trabajado con varios de los principales exponentes del Grupo de Septiembre, ¿qué balance hacés de aquella experiencia, ahora que algunos de sus principales protagonistas –como Cohen y Wright– ya fallecieron y otros –como Elster y Roemer– están casi retirados? ¿Hay alguna segunda generación? ¿Cuál es el principal legado?

Roberto Gargarella: Yo había conocido la existencia del marxismo analítico de un modo similar, porque me había vinculado con la gente que hacía la revista Zona Abierta en España. Entre ellos, había intelectuales del PSOE que venían de la izquierda marxista, y que después pasaron a una posición social democrática muy moderada. Pero lo más importante es que, durante la primera etapa de la Transición española, publicaron varias revistas espectaculares. Entre ellas Leviatán y la que era más interesante: Zona Abierta. Y Zona Abierta traducía regularmente trabajos importantes de los marxistas analíticos. Un día conseguí un número que editaron Andrés de Francisco Y Fernando Aguiar (que siguen siendo queridos colegas), y se trataba de toda una compilación y traducción de textos del marxismo analítico. Ahí aparecían textos de Elster, de Cohen, de Roemer. ¡Yo no lo podía creer! Fueron al menos dos números dedicados enteramente al marxismo analítico. Y después se publicaron más aisladamente algunos textos de Erik Olin Wright y Joshua Cohen, entre otros. Debo mencionar, además, a un juez liberal-conservador, argentino, muy lector, que tuvo un rol importante en el diseño del juicio a las Juntas: Martín Farrell. Es un hombre cuya función judicial estuvo siempre al servicio de su curiosidad académica. Y aunque tengo muchas diferencias con él, si algo le destaco es que era un tremendo lector. Cuando, para muchos de nosotros, era imposible estar al tanto de las discusiones de afuera, él compraba regularmente libros, que muchas veces luego resumía o criticaba en sus propias publicaciones. En este caso, escribió un librito que se llamaba El marxismo analítico. Y ese fue mi segundo refuerzo, porque allí Farrell presentaba un panorama exhaustivo y vinculaba textos que yo había recibido de manera aislada.

En esos días, yo estaba por irme a estudiar a Estados Unidos. Y, a diferencia de la gente con la que estudiaba, en el grupo de Carlos Nino, que iba en general a Yale; yo varío el eje y me voy a estudiar a Chicago, porque ése era el lugar en donde se habían juntado los marxistas analíticos. Entre ellos estaban Jon Elster y Adam Przeworski. Ahí conocí a fondo ese mundo; me pareció deslumbrante, y a varios de ellos les seguí la trayectoria. Después me fui a Inglaterra a estudiar con G. A. Cohen. De la gente que conocí más y que, según me parecía, tenía un rol centralísimo, creo que los dos pilares del grupo eran Przeworski y Elster. En los 90, ambos me dijeron más o menos esto: Ya está; se terminó. Nuestra intervención cumplió un rol y esa es una etapa superada. Hicimos el aporte que teníamos que hacer. Ellos ya no se consideraban más marxistas analíticos, sino que se consideraban personas de formación marxista que habían aportado la mirada crítica que merecía el marxismo, al que habían tamizado a través de herramientas analíticas. Y también habían sido vanguardia en los estudios de psicología para pensar la alienación, o de nuevas teorías económicas para pensar la explotación. Eso es lo que llamaban marxismo sin bullshit; marxismo sin tonterías. Ellos decían, de modo modesto, que habían ayudado a limpiar el marxismo de varias cuestiones que no sirven más, que no se sostienen más. Y, en todo caso, hay muchas otras cosas interesantes que se mantienen y sobre las que sí merece que sigamos pensando.

Hay un libro de Elster que a mí me gusta mucho, al que considero una obra monumental: Making Sense of Marx. Fue una obra muy criticada por el marxismo tradicional. Pero para mí es un librazo, que me interesó muchísimo, porque ahí hay una cantidad infinita de herramientas analíticas, que nos ayudan a pensar más limpiamente sobre Marx. Más allá que uno pueda estar de acuerdo o desacuerdo en cómo cierra algunos temas, es una obra espectacular, de una erudición increíble, al punto de que es de lo mejor que ha hecho Elster. Después escribió An Introduction to Karl Marx, que terminaba con un capítulo en el que desarrollaba una especie de resumen: qué quedaba vivo y qué no en la filosofía de Marx. Es un texto muy interesante, incluso para publicar como separata. Me parece muy lúcido, sobre todo en torno a cómo algunos estudios contemporáneos podían ayudar a respaldar mucho de lo que decía Marx. Es un gran aporte para seguir pensando. Y esto es consistente con la trayectoria de actores centrales del grupo. Uno de los que no renunció al marxismo, Gerald Cohen, también tiene un escrito que habla del partial demise, el abandono parcial del marxismo, y su puente hacia John Rawls. Y termina considerándose un rawlsiano marxista o rawlsiano de izquierda.

Para seguir leyendo esta entrevista, hágase clic aquí y se accederá al cuarto número de Corsario Rojo.

La política del decrecimiento: tecnología, ideología y lucha por el ecosocialismo

Por Paul Fleckenstein

El decrecimiento ha contribuido al despertar medioambiental del marxismo en las dos últimas décadas. Pero a diferencia de algunos decrecentistas que ven el crecimiento económico como el producto de factores psicológicos o culturales, o de una industrialización no teorizada, el marxismo puede -y debe- teorizar el paradigma del crecimiento como una ideología central de la sociedad capitalista, un mito complejo que presta ropaje democrático al impulso de acumulación. Paul Fleckenstein, miembro de Tempest, entrevista a Gareth Dale sobre la política del decrecimiento y la crítica de la ideología del crecimiento en la sociedad capitalista.

Paul Fleckenstein: Gareth, ¿podrías presentarte tú mismo?

Gareth Dale: Soy profesor de política en una universidad de Londres. Mis investigaciones se centran principalmente en políticas ambientales y en la ideología del crecimiento económico. Milito en mi sindicato y en varias campañas políticas, así como en un pequeño grupo socialista, pese a que la falta de resonancia de las ideas socialistas radicales me quita el sueño alguna que otra noche.

¿Cómo explicarlo? Es interesante estar vivo en esta coyuntura, en la que, si el capitalismo sigue arrasando todo, existe un riesgo acumulativo de múltiples puntos de no retorno que nos hacen trastabillar en el camino hacia el exterminio de millones de especies, incluida tal vez la nuestra. Alternativamente, por supuesto, los movimientos radicales podrían construir y alcanzar una masa crítica, tirar del freno de emergencia y vislumbrar un sistema social diferente, basado en la solidaridad y la planificación, no en la acumulación compulsiva.

P. F.: De un salto has ido a parar directamente al meollo del momento peligroso en que nos hallamos y de la cuestión estratégica de cómo podemos abordar el reto y responder. Decenios de inacción no han hecho más que ampliar la magnitud de la destrucción, a pesar de la retórica verde de las elites.

G. D.: Yo añadiría: la inacción ha afectado a la ciencia climática y al discurso alrededor de la misma. Marginaron a quienes predijeron la terrible amplitud de la destrucción. A comienzos de la década de 2000, cuando empecé a leer sistemáticamente sobre estos temas, las mentes más agudas formulaban a menudo las predicciones más lúgubres. Podían ver cómo el peso del capital, de los Estados y de los intereses asociados a los combustibles fósiles distorsionan las lentes climatológicas, empujando las predicciones hacia el lado complaciente de la escala, en un intento de justificar la lentitud y parquedad de las reformas. Sus predicciones, a veces tachadas de catastrofismo, tenían en cuenta esas presiones, y con razón, como podemos ver ahora a la vista de las crestas montañosas en llamas. Las concentraciones de gases de efecto invernadero están acelerándose incluso en la actualidad: no solo crecen y crecen, sino que su crecimiento es más rápido.

P. F.: Así es. Y todo esto marca el contexto en que surgen las alternativas propuestas ‒y en algunos casos adoptadas‒ por diversos movimientos, como crecimiento verde, justicia climática, el Green New Deal, ecosocialismo y el tema principal de nuestra entrevista, el decrecimiento. Esta última propuesta es más conocida en Europa que en EE UU. ¿Puedes explicar el concepto para quienes no están familiarizados con él?

G. D.: Cada una de estas alternativas abarcan amplios conjuntos de posiciones, muchas de las cuales muestran coincidencias. Sin embargo, mientras que el Green New Deal es en el fondo socialdemócrata, el decrecimiento es más próximo al socialismo utópico, al anarquismo y al populismo (en el sentido de los naródniki rusos). El decrecimiento es una posición ecopolítica asociada a un movimiento más bien difuso. Empezó a formularse a comienzos de la década de 2000 en Francia, una de las razones por las que es más conocida en Europa que en EEUU.

Otras razones incluyen la cultura más radicalmente capitalista de EE UU, que hace del decrecimiento una cima más difícil de escalar. Con su uso prolijo del avión, el consumo de carne y la dependencia del automóvil, además de la calefacción y refrigeración de esas casonas unifamiliares de los extrarradios, las emisiones per cápita de gases de efecto invernadero duplican en EE UU los niveles de Europa. Pero si he calificado de difuso el movimiento decrecentista, debo añadir que está adquiriendo perfil, que su ala socialista es muy prominente y que además gana conversos también en EE UU, siendo el caso más reciente el de la revista marxista Monthly Review.

P. F.: Podemos retomar más adelante las cuestiones relativas al movimiento, pues me pregunto ante todo si podrías explicar cuáles son en tu opinión los planteamientos básicos del decrecimiento en relación con el crecimiento económico a expensas del planeta.

G. D.: En primer lugar, el decrecimiento considera que el crecimiento es consustancial al sistema capitalista y elabora una crítica al respecto. El crecimiento suele enriquecer a los propietarios de bienes y a los ricos, dejando atrás al resto de la población. Y las consecuencias ambientales del crecimiento continuo son desastrosas. Quienes abogan por el decrecimiento están en guardia frente a las fuerzas destructivas que surgen de lo que el marxismo denomina fuerzas productivas.

En segundo lugar, la crítica al crecimiento se basa firmemente en posiciones de izquierda: la profundización de la democracia, el feminismo y el antirracismo. En la medida en que su objetivo es reducir el consumo agregado, tiene en el punto de mira a los ricos y al mundo adinerado.

En tercer lugar, su crítica del capitalismo no se limita a las relaciones de propiedad (propiedad privada frente a propiedad nacionalizada), sino que abarca también la naturaleza y los fines de la tecnología y del consumo. El decrecentismo no acepta que las necesidades y deseos estén anclados en la naturaleza de las personas. Miran con ojo crítico la fabricación de necesidades.

Finalmente, el decrecentismo reconoce que la necesidad humana más básica es la de un planeta habitable. Sus defensores son más austeros, más lúcidos que la mayor parte de la izquierda al reconocer que para hacer frente a las múltiples crisis ambientales hará falta mucho más que la nacionalización del sector energético y que la inversión masiva en energía renovable y coches eléctricos. Exige una reducción extrema del consumo de energía y de la producción material, al menos en el mundo rico, una reducción que, por mucho que se centre en los mayores consumidores de energía, también afectará a la clase trabajadora, sobre todo en lo tocante al consumo de servicios como los viajes en avión y de bienes como la carne de vacuno. La idea del decrecentismo es que en un mundo de lujo público y suficiencia privada, con mayor igualdad y democracia, menos jerarquía y mucho más tiempo libre, algunos productos de consumo se caigan del menú.

P. F.: El decrecentismo rechaza el paradigma crecentista como motor de la política económica nacional, que equipara el progreso y el bienestar social con el aumento del producto interior bruto (PIB). Sin duda existe una ideología del crecimiento que está a favor de seguir como si nada, pero el crecimiento capitalista hunde sus raíces materiales en la propiedad privada, la clase, los mercados y la acumulación. Has mencionado el desarrollo de un ala socialista del decrecentismo, que incluye a Monthly Review. ¿Qué aporta el marxismo al decrecentismo, o qué aporta el decrecentismo al marxismo?

G. D.: El decrecentismo ha contribuido al despertar ambiental del marxismo a lo largo de los dos últimos decenios. Sin embargo, a diferencia de algunos decrecentistas que consideran que el crecimiento económico es fruto de factores psicológicos o culturales, o de una industrialización no teorizada, el marxismo puede ‒y debería‒ teorizar el paradigma del crecimiento como ideología fundamental de la sociedad capitalista, un mito complejo que presta ropaje democrático a la dinámica acumuladora. Pese a que en tiempos de Marx no se utilizaba el crecimiento en su sentido actual, no es difícil hallar en sus escritos una crítica del imperativo del crecimiento. Y seguidores del siglo pasado como Walter Benjamin, Erich Fromm, Herbert Marcuse, André Gorz y Cornelius Castoriadis desarrollaron ideas que, junto con las críticas romántica y religiosas de la modernidad industrial, constituyen la prehistoria del movimiento decrecentista.

La conexión entre la ideología del crecimiento y la acumulación de capital la ven con mayor claridad las y los marxistas que teorizan los regímenes chino y soviético como capitalistas de Estado. Si esos regímenes se consideran socialistas, la dinámica de crecimiento no sería característica del capitalismo. ¿Qué es entonces? No es una coincidencia que uno de los primeros pensadores que identificaron la ideología de la modernidad capitalista como fetichismo crecentista fue un teórico del capitalismo de Estado de Rusia, Mike Kidron, en el año 1966.

Estos son algunos aspectos teóricos que el marxismo puede aportar al decrecentismo, pero ¿qué decir de la práctica? Las corrientes marxistas alineadas con las tradiciones que fetichizan el crecimiento ‒la socialdemocracia, el estalinismo, el maoísmo‒ no simpatizan en su mayoría con la idea del decrecimiento. En cuanto a las y los leninistas, en el sentido que tiene el término para ti y para mí, pienso que nuestra función, además de participar activamente en campañas, consiste en crear un terreno común con fuerzas de izquierda tanto de la corriente descrecentista como de la del Green New Deal. Con unas compartimos el lenguaje de la aspiración utópica, la emancipación humana y la necesidad de aprender el respeto por el mundo natural. Con las otras compartimos el compromiso de impulsar la acción basada en los sindicatos a favor del empleo climático y de una transición justa.

P. F.: A veces, la izquierda muestra una aceptación acrítica de la tecnología capitalista. Bastaría con que se le diera un uso social en vez de dedicarla a obtener beneficios para que permitiera abordar el calentamiento global y tal vez otros problemas catastróficos asociados a los límites del planeta, como la destrucción de los ecosistemas naturales, el agotamiento de las aguas subterráneas y la contaminación por nitrógeno. La electrificación de todo, por ejemplo. ¿Qué tienen que decir de la permanente expansión de la minería colonial encaminada a extraer metales y productos químicos complejos que se precisan para implantarla? Y quienes defienden la energía nuclear, ¿qué tienen que decir de la proliferación de armas y residuos nucleares y de los peligros de la minería de combustible? ¿Pueden hablar de la transición a una sociedad ecosocialista y de hasta qué punto tecnologías altamente productivas, digamos, en la agricultura o la industria manufacturera, pueden aplicarse para fines sociales y no para generar beneficios? ¿Justo cuando se precisa más pensamiento radical sobre tecnologías diferentes, aún más intensivas en mano de obra?

G. D.: “Aceptación acrítica”, eso es, exactamente. En mi opinión, el fetichismo tecnológico es un elemento central de la ideología capitalista, de las fantasías a través de las cuales nos reconciliamos con este sistema brutal y desquiciado. Hallamos esperanza, incluso asombro, en el estilo tecnocéntrico con el que el capital y sus acólitos hacen ver que se enfrentan a la crisis ambiental. Su tecnooptimismo nos ofrece una zona de confort. Podemos seguir volando sin límites porque los aviones volarán con biocombustible y baterías. No hemos de preocuparnos por la quema de petróleo y gas porque la magia tecnológica capturará y almacenará todo el carbono. La navegación marítima sustituirá los hidrocarburos como el hidrógeno. En cuanto a la electricidad, podemos intensificar la fisión nuclear y ¿por qué no apostar también por la fusión nuclear?

La fábrica de noticias produce masivamente notas de prensa de las empresas que difunden los últimos avances: árboles artificiales que absorben el carbono del aire, aviones que funcionan con hidrógeno, etc. Puede que algún día lejano esas cosas funcionen, pero de momento no son más que sueños escapistas de un mundo en que las tecnologías son propiedad del capital, hechas a su imagen y desarrolladas con el fin de generar ganancias y ventajas militares. El mito tecnocrático es que la descarbonización debe basarse en la invención y el despliegue de nuevas tecnologías, rebajando el potencial de la aplicación de las tecnologías existentes y del cambio del sistema social. Nos hacen creer que esas nuevas tecnologías pueden incrementarse simplemente de escala y aplicarse.

Es una mentalidad que refleja nuestra propia condición alienada. Cuando queremos un producto, simplemente pulsamos un botón y como por arte de magia nos lo traen a la puerta de casa en menos de 24 horas. La prehistoria de trabajo y naturaleza del producto ‒la extracción de minerales, la producción, la distribución, etc.‒ están más lejos que nunca.

Como ocurre con la mayoría de ideologías, estas promesas tecnológicas no son bulos. Hay un grano de sentido en cada una de ellas, al menos en términos de ingeniería, pero solo parecen capaces de reducir efectivamente las emisiones de gases de invernadero si se contemplan haciendo abstracción del sistema en su conjunto. Es de perogrullo que los avances tecnológicos permiten mejorar la eficiencia energética, pero en un sistema capitalista esas mejoras suelen malgastarse por los efectos de rebote. Y todas las apuestas tecnoutópicas implican que asumimos que solo el mundo rico seguirá siendo rico.

Veamos unos cuantos ejemplos. Uno es la energía nuclear. Es una industria sumamente centralizada y opaca, un subproducto de la carrera de armamentos, del mismo modo que la fusión nuclear también está estrechamente relacionado con la guerra. Las centrales de fisión generan electricidad cara y residuos peligrosos. Lo lógico sería que la amenaza de un ataque con misiles contra la central nuclear ucraniana de Zaporishya acelerara el abandono de la energía nuclear, pero lo cierto es que la guerra campa a sus anchas, supuestamente por motivos de seguridad energética, incluso entre socialistas.

Aunque pasemos por alto los residuos y el riesgo de daños causados por la guerra, como mínimo deberíamos hacer cuentas. Si el nivel de consumo per capita actual de EE UU se extendiera por todo el mundo (¿acaso no somos internacionalistas?) y se alimentara a partir de centrales nucleares, habría que multiplicar su número por 88. Para visualizar esto, si el número actual de centrales en todo el mundo es de 440, habría que aumentarlo a 38.720, y si además el modelo contempla un crecimiento del PIB, habría que seguir escalando. Incluso si se piensa que la energía nuclear solo debería representar, digamos, una cuarta parte de la energía mundial, el aumento debería ser de varios cientos a casi 10.000 centrales nucleares, situadas en su mayoría a orillas de mares cuyo nivel no deja de subir.

¿Y qué hay del hidrógeno? Hay mucho ruido en torno a su potencial verde, pero la mayor parte del hidrógeno se produce mediante un proceso que emite enormes cantidades de carbono. Menos del 1 % de la producción de hidrógeno es azul, y tan solo el 0,04 % es verde. El hidrógeno azul es un timo para prolongar las perforaciones en busca de petróleo y gas, con montones de fugas de metano y probablemente del dióxido de carbono que se “capturará y almacenará”. Lo que vemos son los intereses del combustible fósil que utilizan el hidrógeno como arma de márketing. Sus campañas de publicidad y su labor de presión comprenden una sustancia sumamente ficticia, el hidrógeno azul, como “puente” bajo en carbono para una imprecisa transición verde en el futuro. El motivo ulterior es contrarrestar y confundir al creciente movimiento contra las perforaciones en busca de petróleo y gas.

O hablemos de la aviación. Hay mucho bombo en torno a los aviones eléctricos, pero estos solo pueden funcionar con pequeños aeroplanos y en cortas distancias. Los biocombustibles sirven, pero compiten con los cultivos de alimentos. Los combustibles de aviación sostenibles (Sustainable Aviation Fuels, SAF) también funcionan, pero no son ninguna varita mágica. En el Reino Unido, una empresa ha conseguido convertir residuos en SAF. Sin embargo, me entrevisté con ella y después hice el cálculo. Incluso si pudiéramos recoger todos los residuos municipales y de las empresas del Reino Unido, la producción anual de SAF no superaría el par de millones de toneladas, mucho menos que la cantidad de combustible consumida todos los años por los aviones en los aeropuertos británicos.

De ahí que una serie de ingenieros serios, quienes contemplan la situación en su conjunto y no exclusivamente la tecnología de que se trate, sostienen que la industria aeronáutica tiene que cerrar en lo esencial: se puede leer en el informe Absolute Zero del grupo de investigación UK FIRES. No son marxistas ni decrecentistas; son ingenieros e ingenieras que se toman en serio la Ley de Cambio Climático del Reino Unido, que obliga al gobierno a dirigir la economía hacia el cero neto de aquí a 2050. Calculan que si se pretende alcanzar este objetivo, es preciso cerrar todos los aeropuertos británicos, salvo los de Glasgow y Heathrow, para el año 2030, y probablemente también estos dos en 2050, y solo entonces, si se dispone de nuevas tecnologías y masas de electricidad renovable, podría procederse a la reapertura de algunos.

Un último ejemplo es el de los vehículos eléctricos. Con respecto a estos productos debemos preguntar: ¿son la clave de una transición verde o simplemente una nueva mercancía que permita que siga rodando la rueda de la acumulación, para asegurar que cada conductor o conductora trasladen dos toneladas de metales y plásticos a dondequiera que vayan, mientras los gobiernos siguen marginando alternativas que reduzcan la demanda de viajes o expandan el transporte público y los carriles bici? Y ¿de dónde sacan la energía los vehículos eléctricos? De baterías, o sea, del litio.

Echemos mano nuevamente de la calculadora. Si se sustituyera la flota automovilística del mundo por vehículos eléctricos, las reservas de litio del planeta se agotarían o bien la extracción del fondo marino llenaría los océanos de residuos. Gran parte de esta actividad reproduce relaciones de imperialismo extractivista. Véase por ejemplo el intento de Alemania de extraer litio de Bolivia. Los tecnofetichistas dirán que “el litio se descubrió como producto químico para las baterías en la década de 1990. Dentro de diez años se habrá descubierto uno nuevo”. Es posible, pero no podemos hacer depender el futuro del planeta de esta clase de especulación.

Estas son cuestiones en las que ecosocialistas y decrecentistas deberían estar de acuerdo. El planteamiento implica insistir tanto en el cierre en los países ricos como en la nueva construcción. Claro que existe una urgente necesidad de más conexiones eléctricas y agua limpia en el Sur global ‒aunque también en el Norte‒ para sacar de la pobreza a millones de personas. Evidentemente, algunos sectores habrán de crecer, pero en los países grandes consumidores de energía es preciso cerrar casi completamente la aviación, así como prescindir de la carne de vacuno y reducir drásticamente el uso del automóvil y de energía en general.

Podemos encontrar cierta inspiración perversa en los EE UU del periodo de guerra. Perversa en el sentido de que todo programa serio de decrecimiento o ecosocialista ha de ser antimilitarista. Pienso más bien en las cosas que expone Mike Davis en su ensayo Home-Front Ecology. Davis relata cómo la vida cotidiana en EE UU cambió durante la segunda guerra mundial. Se abandonaron los coches y se pasó a usar la bicicleta, la gente levantó el pavimento de hormigón de los patios de sus casas para plantar hortalizas. Hoy podemos imaginar cómo la agroecología transforma los extrarradios.

El típico césped, por ejemplo. Actualmente es un monocultivo que se mantiene sin vida mediante herbicidas y plaguicidas. En su lugar, ajardinémoslo, dejemos que brote la vida, plantemos frutales y flores, y en este proceso transformaremos nuestra relación con la naturaleza. Habría más trabajo, pero se produciría una gran cantidad de alimentos, y encima a escala local, sin necesidad de transporte, conservantes, etc. Esto requiere menos tecnología en el sentido usual del término.

Empresas de alta tecnología como Bayer ‒fabricante del plaguicida Roundup‒ verían sus beneficios caer en picado. Pero esto favorecería el desarrollo de lo que el marxismo llama fuerzas productivas. Estas no se centran en la tecnología per se, sino en los conocimientos y las capacidades humanas. Si multiplicamos el ejemplo del césped de las casas unifamiliares del extrarradio podemos imaginar cómo se sustituirá la agricultura industrial por la agroecología y la agrosilvicultura, una transformación que mitigaría notablemente el cambio climático, incrementaría la oferta, la diversidad y la resiliencia de los cultivos, y en general comenzaría a superar la “antítesis entre la ciudad y el campo”. Libros como Braiding Sweetgrass están repletos de sugerencias sobre la manera en que podríamos revolucionar nuestra relación con el mundo natural.

P. F.: Quisiera concluir con algunas palabras sobre la estrategia ecosocialista. Tempest entrevistó hace unos meses a David Camfield, autor de Future on Fire. David destacó, a mi juicio con razón, la importancia de los movimientos de masas y de la lucha por conseguir los cambios económicos y sociales necesarios para hacer frente al calentamiento global. Tú has criticado a una corriente predominante en la política decrecentista radical, el localismo, es decir, el hecho de centrarse en cooperativas, reformas municipales y ayuda mutua. ¿Cómo ves los objetivos del decrecimiento en relación con el reto de construir luchas y movimientos de masas y de hacer frente al poder del Estado?
G. D.: Que quede claro que en mi ensayo publicado en Spectre no pretendía formular una crítica general al localismo. Como puedes ver por mis comentarios sobre los jardines y la horticultura, toda transición ecosocialista implicará la localización de la producción, particularmente de los alimentos. Mi crítica se refiere más bien a quienes, aun criticando con acritud las tendencias de los sindicatos y los socialdemócratas por conformarse con las exigencias del sistema, preconizan una política de decrecimiento en sus formas municipalista y cooperativa. Sin embargo, en este terreno, como en el de los sindicatos, el reto está en actuar de manera que podamos construir movimientos de masas capaces de abrir vías para romper las estructuras existentes.

Del mismo modo que quienes abogan por el Green New Deal pueden aprender el movimiento decrecentista, este debería poner más el acento en la lucha de clases. El crecimiento contra el que luchan es estructural, endémico de un sistema gobernado por una clase de magnates que resultan ser también ávidos consumidores. Nos hallamos en un periodo caracterizado por una amplia conciencia antisistema, pero la lucha antisistema solo cobrará impulso real si es capaz de unir las luchas obreras tradicionales por salarios y condiciones de trabajo con las luchas contra la opresión y la guerra y por la democratización, el medio ambiente, etc.

Así, por ejemplo, en mi lugar de trabajo, una universidad, ahora mismo estoy participando en una lucha sindical por una cuestión salarial y de condiciones laborales, pero también, junto con un grupo de colegas, presionamos a la dirección para que actúe en cuestiones de sostenibilidad. Propusimos ‒con éxito‒ que cuando la universidad paga nuestros viajes a conferencias, insista en que utilicemos medios de trasporte terrestres en vez de aéreos, al menos para distancias cortas.

La cuestión es que debemos hacer más por definir colectivamente cuáles son las necesidades humanas en la época del colapso climático. Demasiado a menudo, todo lo relacionado con el consumo se contempla de un modo dicotómico: la culpabilización moralizante frente al todos queremos más. Hay marxistas que combinan esto último con el hecho de que Marx ensalzara la continua expansión de las necesidades humanas, pero ambas cosas no son lo mismo. Lo que a veces se considera un prometeísmo en Marx es, en última instancia, la fe en la capacidad de la especie humana para definir colectivamente y volver a definir continuamente su propio ser especie, incluida su relación con el medio ambiente. Esta confianza en la capacidad de la humanidad de redefinirse radicalmente es perfectamente compatible con el movimiento decrecentista, al menos en su flanco izquierdo. De hecho, en la época de la crisis climática, la supervivencia de la especie dependerá de esta redefinición.

Conocimiento Libre (o lo que está detrás del Software Libre)

«Todo hacer es conocer y todo conocer es hacer. Todo lo dicho siempre es dicho por alguien»

(Humberto Maturana)

 

«Si tú tienes una manzana y yo tengo una manzana e intercambiamos manzanas, entonces tanto tú como yo seguimos teniendo una manzana. Pero si tú tienes una idea y yo tengo una idea e intercambiamos ideas, entonces ambos tenemos dos ideas»

Georges Bernard Shaw 1856-1950

 

¿Qué es el conocimiento?

  • Para plantear nuestro punto de vista comenzamos por observar que los conceptos de información y conocimiento suelen confundirse, al punto de utilizarse como términos equivalentes. Mientras que la información se compone de datos contextualizados por medio de la semántica, conocimiento es capacidad humana para resolver problemas utilizando información. Por eso, el conocimiento no es un objeto, ni un contenido, ni puede ser apropiado como si fuera un bien material.
  • Adoptamos una de las definiciones de conocimiento sugeridas por Petrizzo [3]: «Reflejo de la realidad objetiva percibida por el hombre a través de sus formas sensoriales y racionales fundamentales, y verificado por la práctica individual».
  • Por otra parte, conocimiento y aprendizaje son dos caras de una misma moneda [2]. El conocimiento es producto y es insumo del proceso de aprendizaje. Producto porque el proceso de aprendizaje conduce a un cultivo del conocimiento, e insumo porque el conocimiento cultivado permite crear el sustrato para el aprendizaje [3].
  • La esencia humana es el conjunto de las relaciones sociales [4]. En ese contexto, el proceso de aprendizaje ocurre no sólo como práctica individual sino también colectiva, y ambas se consolidan mutuamente a través de las comunicaciones interpersonales que ocurren en el desarrollo de las prácticas y en sus cercanías.

¿Qué es el conocimiento libre?

  • «El conocimiento libre es aquel que puede adquirirse libremente, sin requerir ningún permiso, que puede compartirse con otros, puede modificarse de acuerdo a las necesidades, y permite que esas modificaciones se distribuyan de nuevo para beneficiar a todos». Esta definición surge de la ingenua extensión de la idea de software libre. Sin embargo, el conocimiento no es un producto ni una mercancía, y su existencia social escapa a la aplicación de las cuatro libertades.
  • El conocimiento es tratado como producto o mercancía, como consecuencia de las condiciones socio-históricas existentes, y ese tratamiento se concreta sobre los procesos de intercambio del mismo. El conocimiento aparece entonces parcelizado en especialidades que se presentan como «propiedad» de élites económicas o meritorias. De manera que hoy tenemos al conocimiento atomizado de acuerdo a intereses de dichos «propietarios» (y en perjuicio del bien común), con el respaldo de normas legales hechas a su medida (propiedad intelectual, patentes, títulos universitarios, etc).
  • Las restricciones a la libertad que dificultan la creación de conocimiento, se ubican en el ámbito socio-institucional, por medio del paradigma de producción industrial masiva, más conocido como «taylorismo» o «fordismo». Se trata de una cultura o «sentido común» muy arraigado, cuyos orígenes se remontan a una realidad muy distinta de la actual y que afecta a todo tipo de organizaciones.
  • En este contexto, interpretamos el significado del conocimiento libre como la aplicación de más grados de libertad para las personas, en tanto portadoras y creadoras del conocimiento. Implica la superación de su condición de “recursos” asignada por las organizaciones tayloristas, para conquistar la de personas creadoras de conocimiento, quienes desarrollan sus propias redes sociales: las comunidades de práctica..
  • En este sentido, la actual tendencia hacia la libertad del conocimiento implica la liberación de capacidades humanas casi inexplotadas hasta ahora, y cuenta a su favor con la disponibilidad de redes informáticas y computadoras a bajo precio, que han ampliado el horizonte de acción a millones de personas en todo el mundo. De allí provienen la mayoría de los grandes avances actuales del conocimiento informático, y seguramente, los que vendrán.

Referencias

[1] Grupos de trabajo en comunidades virtuales, Robert Lewis
[2] El suicidio de la gestión del conocimiento, Javier Martinez Aldanondo
[3] Conocimiento emancipado para el desarrollo endógeno, Mariángela Petrizzo, Essentia Libre Nº 10
[4] Tesis sobre Feuerbach (6ª tesis), Carlos Marx

La alianza con las clases medias en la experiencia de la Unidad Popular, Chile 1970-1973

por Jesús Sánchez

 En las reflexiones que los distintos protagonistas o estudiosos hacen sobre estos temas nuevamente volvemos a encontrar las mismas posturas enfrentadas que caracterizaron a los dos polos de la UP. Las visiones de la problemática sobre la alianza con la clase media están sesgadas por el proyecto estratégico que sostiene cada uno de los dos polos. No vamos a encontrar soluciones definitivas estos problemas, solo reflexiones interesantes derivadas de una experiencia intensa, pues cada estrategia es interpelada por la contraria con los problemas e interrogantes que la hacen a sus ojos inviable.

 EL PROBLEMA DE LA ALIANZA CON LA CLASE MEDIA

En estas páginas irán apareciendo las distintas posturas adoptadas en relación con la clase media. En el polo gradualista hay un intento deliberado de ganarlas para el proceso o, al menos, obtener su neutralidad, buscando evitar en última instancia su inclinación por el campo de la contrarrevolución porque esta situación levantaría un muro insalvable para continuar por una vía pacífica o político-institucional. Sin embargo, hay un matiz importante en este polo fruto de la divergencia de proyectos en su seno como hemos comprobado. El Presidente y el sector allendista del PS quieren impulsar “el segundo modelo de transición a la sociedad socialista” a partir de la victoria de 1970 y para este objetivo prefieren ganarse a la clase media directamente mediante los efectos de la política económica, sin tener que pactar con la que sería su principal representación política, la DC, pues ello podría desvirtuar su proyecto, de ahí su búsqueda de una sobre legitimación a través de un referéndum que no llegarían a conseguir.

Pero, para el PC, la principal fuerza política sostenedora del polo gradualista, los objetivos son distintos en la etapa abierta en 1970 y, por lo tanto, también es diferente su posición para ganarse a las clases medias. Si para el PC no se trataba aún del inicio de la transición al socialismo, sino de conseguir objetivos antimonopolistas, anti latifundistas y antiimperialistas, concebía que ello era posible con la colaboración de las clases medias a través de su principal expresión política, la DC, de ahí su insistencia en alcanzar un acuerdo con este partido.

En el polo rupturista, sin embargo, aún reconociendo teóricamente la necesidad de evitar la atracción de las clases medias por la contrarrevolución, en la práctica no se muestran dispuestos a hacer concesiones para conseguirlo como lo expresa su consigna de avanzar sin transar o su oposición a las negociaciones con la DC. Están más interesados en alcanzar la unidad de la clase obrera y su alianza con el campesinado como base sólida para lo que consideran un inevitable enfrentamiento definitivo con la contrarrevolución. El caso más claro en este aspecto es el del MIR, cuyo proyecto de alianzas se basa en la convergencia del proletariado y el campesinado con las capas pobres del campo y la ciudad, y no contempla para nada a las clases medias.

A continuación vamos a ver como analizan más en profundidad sobre este tema algunos de los protagonistas y autores que se han ocupado de él en sus obras. Entre los factores que Garcés[i] considera indispensables para una vía político- institucional de transición al socialismo está el problema de las alianzas, o mejor dicho, y tal y como el mismo lo presenta, el problema de aislar social, política y militarmente a las fuerzas conservadoras de manera que no puedan utilizar el expediente de la guerra para evitar el cambio.

Esto supone ser capaz de diferenciar entre los sectores que pueden ser aliados y los que son antagónicos. La coexistencia o alianza con los primeros significa reconocer sus intereses y ser capaz de integrarles en el proyecto de transición. El fracaso en ésta tarea lleva inevitablemente, en un proceso de creciente polarización en todos los terrenos, a que los sectores medios no socialistas terminen aliados con los sectores conservadores enemigos de la transformación socialista y, de esta manera, se produzca un crecimiento del campo contrarrevolucionario. Garcés ve necesarios dos requisitos para que los sectores medios se incorporen a una alianza con los trabajadores con el objetivo de la transición a socialismo; primero que no se les exija hacerlo en el papel de satélites, sino que se «les garanticen la libre manifestación de su personalidad social y política»; segundo, que la incorporación sea por libre consentimiento, no por medios coercitivos, garantizándoles que no se trata de una alianza coyuntural hasta que una correlación de fuerzas más favorables a los trabajadores les permita aplastarlos.

En la política práctica esto significaba por parte de la UP articular mecanismos de participación de los sectores medios con las instituciones gubernamentales, lo que su vez remite a un importante «problema teórico-práctico» en el cual, como recuerda Garcés, existió una grave discrepancia entre los componentes de la UP; es el problema que versa sobre la posibilidad de coexistencia, durante el proceso de transición, de un sector privado de la economía junto a otro de orientación socialista. El programa común de la UP era favorable a dicha coexistencia, pero el polo rupturista sólo la entendida de forma coyuntural, como una concesión en tanto el proletariado acumulaba el poder suficiente para «someter por la fuerza los pequeños y medianos propietarios». Garcés responsabiliza, así, al polo rupturista de lanzar a los brazos de la contrarrevolución a los sectores medios. En una situación así, concluye Garcés, la única manera de «desconocer a los medianos y pequeños propietarios su supervivencia» durante el periodo de transición socialista es al precio de una guerra civil seguida de una férrea dictadura.

Durante 1970- 71 la UP consiguió mantener la coexistencia con los sectores medios y el proceso gozó del respaldo de la mayoría social, pero, en 1972 bajo los efectos de la crisis económica, utilizada por la oposición conservadora, esta situación se alteró. También Altamirano[ii], representando la defensa de una línea táctica muy diferente a la de Garcés concuerda en que el tratamiento de las clases medias es uno de los problemas «más complejos y controvertidos» para toda experiencia revolucionaria. La primera dificultad consiste en hacer una definición correcta de su significado, de los sectores sociales que realmente la componen. Altamirano propone incluir en dicho término a los siguientes sectores: la pequeña burguesía no asalariada (pequeños propietarios, rentistas, artesanos y trabajadores por cuenta propia); la pequeña burguesía asalariada (empleados y funcionarios); capas intelectuales (artistas, profesiones liberales y técnicos); y estudiantes. Considera que en Chile todos estos sectores representaban el 50% de la población activa. Su incorporación al sistema político se realizó, como ya tuvimos ocasión de ver, en los años veinte. Altamirano realiza un análisis de estos sectores cargado de rasgos negativos, que les presenta como unos aliados imposibles del proletariado en sus proyectos transformadores. Representa, en este sentido, el sentimiento de gran parte del PS que, como vimos anteriormente, rechazaba las experiencias de alianzas mantenidas con las clases medias durante el período del Frente Popular y en años posteriores y, cuyo revulsivo, se plasmó en la línea del Frente de Trabajadores. Altamirano les considera de una «extrema versatilidad política», identificándose con caudillos civiles y militares, o con partidos como el PR o la DC. En gran parte de América Latina estos sectores medios han servido de vehículo al proyecto de desarrollo capitalista de la burguesía industrial.

A pesar de ciertas discrepancias con el conjunto de valores burgueses, para Altamirano las clases medias mantienen la unidad ideológica con la burguesía a través de «su adhesión irrestricta al concepto de propiedad y al modo de vida burgués». Su sistema de valores la hace ser profundamente desconfiada hacia la «ideología del proletariado” y sentir como una grave amenaza «cualquier proyecto de transformación revolucionaria».

La victoria de la UP va a significar que estos sectores medios pierden el protagonismo político que habían ejercido desde los años veinte. Pero la UP se propone una amplia alianza con ellos. Es su seno hay partidos que tienen en dichos sectores su base social, como el PR, MAPU, API, SD, o la IC, pero su representatividad social es de escasa relevancia y tampoco representan los valores reales de estas capas. La UP no logró hacer realidad esa ansiada alianza y, por ello, afirma Altamirano, es un error hablar de una retirada del apoyo de las clases medias al gobierno en el transcurso del proyecto. «Este apoyo jamás existió en términos masivos», es más correcto decir que pasaron de una neutralidad inicial a la oposición.

Las clases medias en América Latina gozaban de privilegios relativos, de un nivel de vida superior a las grandes masas empobrecidas, por eso en un proceso revolucionario que impulse una política de redistribución es inevitable rebajar esos privilegios.

La política de la UP hacia las clases medias fue «más costosa que eficaz», enfocada a «satisfacer sus necesidades materiales», con declaraciones de que el proceso revolucionario «no afectaría sus intereses».

El carácter economicista, pero inviable de esta política, queda claro cuando, a pesar de las ganancias obtenidas por estos sectores en el primer periodo del gobierno popular, gran parte de ellos adopten una oposición enconada al proceso transformador, normalmente instrumentalizados por las fuerzas de la oligarquía y el imperialismo.

Altamirano piensa que esta actitud de las clases medias chilenas responde a un comportamiento general; que por encima de cualquier promesa o decisión legal que busque tranquilizarlas, las tensiones y la inestabilidad propia de un proceso de cambio van a ser las que definan su actitud. Su conducta se orienta más a garantizar la seguridad de su forma de vida, vinculada a los valores burgueses, que a obtener beneficios inmediatos.

Para Altamirano sólo existía un medio, durante el gobierno UP, de tranquilizar a la pequeña burguesía e incorporarla a una alianza con el proletariado, y consistía en transformar la experiencia revolucionaria abierta 1970 en «un intento reformista más». Las conclusiones, pesimistas, de Altamirano son interesantes. Considera que las capas medias son en todo el mundo «una parte integrante del bloque ideológico de la burguesía» y que, sin duda, quebrar ese bloque es uno «de los desafíos de mayor trascendencia que enfrenta el movimiento revolucionario contemporáneo». Se pregunta dónde se ha dado alguna vez esa alianza entre el proletariado y las clases medias para un proceso revolucionario emancipador, o, donde los partidos obreros han aglutinado alguna vez un bloque social que represente a más de 50% de la población. Su última reflexión al respecto es elocuente:

 «Una política para ser eficaz – sobre todo frente a las clases medias – exige disponer de fuertes elementos coercitivos, de la sólida evidencia de que existe una fuerza real, potencialmente utilizable, que puede y debe ser flexible, pero sobre cuya determinación de emplearla no quepa duda alguna. Sin la existencia de esa autoridad, las concesiones, el diálogo y cualquier tipo de transacciones, son percibidas como signos de debilidad «.[iii]

 ¿A qué fuerza se refiere Altamirano? Sólo cabe disponer de ella si se ejerce la dictadura del proletariado Bitar[iv] también concuerda en que en las sociedades con un cierto desarrollo relativo el problema de la política hacia las clases medias por parte de las fuerzassocialistas es fundamental, exigiendo un análisis serio de estos sectores y su comportamiento. La primera cuestión a responder es sobre la posibilidad de que existan intereses convergentes entre el proletariado y las capas medias y, sobre si un posible acuerdo político sería espontáneo o necesitaría una política definida y orientada previamente a este objetivo.

En la UP predominó, en relación con las clases medias, una concepción que ponía el énfasis en los aspectos económicos como táctica para atraerlas hacia una alianza con el proletariado, subestimando el peso de los factores ideológicos en su comportamiento político.

Otro error de esta concepción era definir esa alianza con un carácter coyuntural y no estratégico, esto implicaba que las concesiones económicas tenían un carácter temporal y, se corría el riesgo, como así ocurrió en la práctica, de que los sectores medios terminasen por desconfiar del proyecto que se les ofrecía. Ganar a estos sectores suponía concebir una alianza con carácter estratégico, representar sus intereses y alcanzar la hegemonía ideológica a través de una lucha en el terreno de los valores durante todo el proceso.

El tercer aspecto de dicha concepción radicaba en la suposición de que existía una contradicción principal entre los sectores oligárquicos y el resto del pueblo y, que la contradicción secundaria entre los distintos sectores que conforman el bloque popular sería regulable, pudiéndose, además, mantenerse esta contradicción controlada y eclipsada por la principal. Sin embargo, en la práctica, las contradicciones secundarias alcanzaron un alto nivel del conflicto y frustraron, en última instancia, la alianza entre el proletariado y la clase media. Finalmente, un último error de esta concepción consistía en suponer que, en presencia de un conflicto agudo, las clases medias se inclinarían por el más fuerte de los dos grupos en liza.

¿Dónde y por qué empezó a fallar este planteamiento de la UP? En primer lugar, la posible alianza social entre el proletariado y las clases medias partía de una base fundamental, que la política de redistribución puesta en marcha por la UP se realizase a expensas de la burguesía, terratenientes y sectores ligados al imperialismo, evitando perjudicará a las capas medias. Pero, a pesar de la voluntad del gobierno en este sentido, este objetivo no se cumplió debido a la  inflación, la especulación y el mercado negro que alcanzó una enorme amplitud.

En segundo lugar, el gobierno popular siguió una política económica favorable a los pequeños propietarios a través de créditos o contratos a la producción para evitar que éstos fuesen atraídos por los grandes propietarios, que comenzaban a ser intervenidos con la política de transformaciones económicas estructurales delgobierno. Pero, como apunta Bitar, dos hechos contrarrestaron estas intenciones; de un lado, la intervención de unas 50 empresas medianas y pequeñas durante 1971, muchas de ellas como consecuencia de conflictos laborales; de otro, el alargamiento de la discusión sobre los límites del APS que permitió a la derecha desplegar su propaganda atemorizante sobre los pequeños propietarios. En tercer lugar, se cometió el error de intentar alcanzar la alianza social con los sectores medios sin la mediación de una alianza política, la cual debería pasar necesariamente por un acuerdo con la DC. Se concibió la posibilidad de atraer a las bases democristianas hacia el proyecto de la UP como consecuencia del carácter progresivo de las políticas económicas. En realidad, Bitar señala acertadamente el conjunto de obstáculos de tipo económico, social e ideológico que obstaculizaron la concreción de la alianza a la que se aspiraba y, que terminaría por situar en el campo de la contrarrevolución a la mayoría de los sectores medios: en unos casos parece tratarse de errores imputables a la UP y, por tanto, susceptibles de ser sorteados; en otros casos, son obstáculos insalvables en el supuesto de mantener el rumbo revolucionario de las transformaciones. Entre los primeros se pueden citar dos fenómenos frutos de la reacción a la especulación y el mercado negro: los controles administrativos y la organización popular, que provocaron sentimientos de amenaza a la propiedad; también, el sectarismo y el obrerismo frente al personal técnico y administrativo; o, el problema de la escasez de repuestos de los camioneros. Son ejemplos donde cabía un cierto margen de maniobra, negociación y actuación para evitar el rechazo de los sectores medios.

Entre los obstáculos insalvables, sin embargo, podemos encontrar la actitud de las profesiones liberales o los profesionales-funcionarios, con valores y estilos de vida basados en expectativas de progresión individual, o la de los pequeños y medianos empresarios que viven del sector obrero super explotado y temen los planes estatales sobre la modificación del sistema de propiedad o, la participación y el control de los trabajadores en las empresas. En relación con estos últimos obstáculos ninguno de los analistas situados entre los partidarios del mantenimiento de la alianza con los sectores medios ofrece soluciones claras. El pulso en la UP entre gradualistas y rupturistas tuvo un claro exponente en las diferentes posiciones sustentadas en relación con los sectores medios. Los gradualistas insistieron en la concesión de ventajas económicas a dichos sectores para atraerlos o, al menos, obtener su neutralidad, evitando, así, una polarización social que les situaría en el campo de la oposición. Los rupturistas, por su parte,  sostenían que las capas medias se terminarían alineando en función de la relación del poder que percibieran en el enfrentamiento.

Lo paradójico es que, en parte, ambos polos tuvieron razón; la situación se termino polarizando y, ante la unidad alcanzada por la derecha (alianza DC-PN), que la llevó a tomar la iniciativa en el enfrentamiento con el gobierno popular, las clases medias terminaron formando parte de la oposición activa gobierno. La batalla ideológica, llevada a cabo en el terreno de los valores a los que eran sensibles los sectores medios (estatizaciones, proletarización, control obrero, pérdida de libertad, caos), fue más decisiva que las concesiones económicas que les ofreció el gobierno popular. Y ello tuvo por consecuencia, como apunta Bitar, que al final del período de la UP, se generó entre la pequeña burguesía un repudio más visceral y una intransigencia mayor a la experiencia chilena que entre la gran burguesía. Una situación que, en cierto sentido, recuerda a otras experiencias críticas, como la acaecida en la Europa de entreguerras Hugo Cancino[v] va más lejos en el análisis sobre el desencuentro entre la UP y las capas medias y apunta, como responsable de aquél, más allá de los errores concretos de concepción o aplicación de políticas, al «propio discurso ideológico hegemónico en la UP», al que responsabiliza de impedir consensos o la ampliación de la base social de apoyo al proceso. Acusa a este discurso de ser «tributario de las tradicionales de la III Internacional», asignando el rol de vanguardia al proletariado, y de clases de apoyo o aliados tácticos a los sectores medios; lo que, unido a las experiencias históricas del socialismo realmente existente, género sentimiento de inseguridad entre estos sectores, de incertidumbre sobre su supervivencia como categoría social. Cancino reconoce que la actitud ante las clases medias en la izquierda chilena, que se expresaba en términos políticos en la actitud ante la DC, recorría un espectro que iba desde la posición del Presidente Allende, en un extremo, defendiendo constantemente «la necesidad de articular a la Unidad Popular a los sectores medios»; hasta el extremo opuesto representado por la visión totalmente negativa de las capas medias del MIR, el cual las calificaba de «vacilantes, potencialmente contrarrevolucionarias y legalistas». En posiciones más cercanas a las de Allende se situaba el PC que, en su estrategia del Frente de Liberación Nacional, reclamaba a las capas medias como aliados tácticos para la etapa de la «revolución democrática, anti-oligárquica y anti-imperialista», y era, en consecuencia, un claro defensor de alcanzar acuerdos con la DC. Sin embargo, el PS estaba más próximo a la visión del MIR, con una concepción ininterrumpida del proceso revolucionario al socialismo sostenido en una alianza obrero-campesina que renegaba de la posibilidad de extenderla a las capas medias. A pesar de reconocer esta variedad de posiciones al interior de la izquierda chilena, sin embargo, Cancino critica a ésta globalmente por la incapacidad para «reconceptualizar a las capas medias”, fruto de lo que considera como «crisis ideológica y teórica de izquierda chilena», que la lleva a contemplar la realidad histórica chilena «a través de la perspectiva de la revolución rusa, cubana y de sus marcos de referencia». El análisis de Ruy Mauro Marini[vi] sobre las clases medias chilenas tiene dos características destacables. La primera es que está realizado en enero de 1973, es decir, durante el desarrollo de la experiencia chilena, a diferencia de los otros análisis realizados tras la trágica cancelación de ésta por el golpe militar del 11 de septiembre. La segunda característica es su perspectiva más amplia, temporal y geográficamente, a la vez que busca encajar sus conclusiones en la matriz del pensamiento marxista-leninista. En este último sentido su análisis va destinado a intentar demostrar que la «vía chilena al socialismo» es una vía irrealizable y, que, por el contrario, la única vía confirmada por la experiencia revolucionaria del siglo XX y teorizada por Lenin, precisamente como un rasgo peculiar de la revolución socialista, es aquella en la cual ha transformación social es un proceso que se lleva a cabo sólo después de la toma del poder por el proletariado, nunca antes. Al ser diferente el sistema de dominación – que comprende los elementos en los que se sustenta el poder de una clase – y, el Estado – como expresión institucional de dicho poder -, la simple conquista del aparato estatal no soluciona por sí misma el problema del poder, ni, por tanto, suspende la lucha de clases. Pero, su conquista para el proletariado le abre la posibilidad «de cambiar la correlación social de fuerzas, antes favorable a la burguesía, y volcarla en su favor». En las estructuras sociales complejas cualquier sistema de dominación se asienta siempre en una alianza de clases, esto ocurrió con las revoluciones burguesas y, también, en las de carácter proletario llevadas a cabo en el siglo XX. Para conseguir el apoyo necesario de la mayoría para la trasformación socialista, el proletariado dispone de tres instrumentos, el partido, las organizaciones amplias de masas y, especialmente, el Estado. Mauro Marini acude a Lenin para argumentar que no es intentando ganar el apoyo de la mayoría del pueblo como el proletariado puede tomar el poder, sino que, por el contrario, es tomando el poder como el proletariado puede obtener el apoyo de la mayoría, porque es entonces cuando puede demostrar su proyecto de liberación de la opresión y explotación capitalista. Desde el ejercicio de la dictadura del proletariado se pueden practicar, entonces, dos políticas; una de carácter coercitivo contra la burguesía para quebrar su resistencia, otra de carácter persuasivo y educativo sobre las clases aliadas para ganarlas para el socialismo. Mauro Marini debía saber que ésta podría ser la teorización de Lenin, pero no el desarrollo real que siguieron las revoluciones proletarias triunfantes, sobre todo en lo que se refiere a la segunda política.

En relación con las clases medias chilenas, su análisis parte de los años treinta, cuando, como la mayoría de los países de América Latina de mayor desarrollo capitalista relativo, el sistema de dominación se recompone en torno a una alianza entre la oligarquía y las clases medias que acceden en esta manera a toda una serie de beneficios. Pero, aquí acaban las similitudes de las clases medias chilenas con las de otros países de América Latina. En Chile, la «capa burocrática de extracción pequeño burguesa» mantiene las posiciones conquistadas sin llegar a incorporarse a la burguesía. Se convierte, así, en una clase de apoyo activa al sistema de dominación y, explica, también, su fuerte adhesión a las instituciones y valores que ha ayudado a forjar. Ésta era la diferencia con la mayoría de las capas medias de América Latina en la década de 1960, pues mientras éstas, en posición subordinada al sistema de dominación y con un deterioro de su situación económica se radicalizaban, la clase media chilena no era movilizable en torno a una política insurreccional.

Donde el análisis de Mauro Marini se hace más confuso es a la hora de explicar el cambio de posición de las clases medias acaecido durante la segunda parte del mandato de Frei. Consecuencia de cambio de orientación de la política económica, en favor de las posiciones de la burguesía, el descontento de los sectores medios llevaría a una parte de ellos a posiciones reaccionarias y, a otra parte, a desviarse a la izquierda.

De esta manera, el autor puede encajar el nacimiento y la política de la UP dentro del matiz de interpretación leninista de los hechos. Pero decir que «la UP corresponde a un reflejo del descontento de la pequeña burguesía» y, que el deseo de atraer a sectores de ésta explica el compromiso de la UP con el sistema político vigente, es olvidar la trayectoria de, por ejemplo, el PC y su línea del Frente Liberación Nacional, o de las alianzas anteriores a la UP, como el FRAP. Desde esta visión interpretativa, las dificultades asociadas a la estrategia de la «vía chilena socialismo» son imputadas a los problemas derivados de la alianza de clases en la que se pretende apoyar. Debido a la heterogeneidad de su composición, la UP fue incapaz de «definir una clara jerarquía entre los sectores sociales aliados y los sectores por neutralizar».

Finalmente, en el transcurso de la experiencia del gobierno popular se habría acentuado el carácter específico de la pequeña burguesía chilena, «su capacidad como agente del consenso entre las clases, sobre cuál reposan las instituciones vigentes». Privilegiada como aliado fundamental en el sistema de dominación levantado en los años treinta y durante el gobierno UP, ésto la lleva a acentuar «su autonomización relativa», hasta que la crisis de octubre de 1972 desvele lo ilusorio de dicha autonomía al poner en primer plano de manera cruda el enfrentamiento entre el proletariado y la burguesía.

NOTAS

[I] Garcés, Joan E., Allende y la experiencia chilena, Ariel, Barcelona, 1976

[II] Altamirano, Carlos, Dialéctica de una derrota I, Dialéctica de una derrota,  http://www.salvador-allende.cl , pp. 31-7 Reflexiones sobre la revolución chilena.

[iii] Altamirano, Carlos, Dialéctica de una derrota, http://www.salvador-allende.cl pág. 37, Reflexiones sobre la revolución chilena.

[IV] Seguiremos aquí las reflexiones de Sergio Bitar contenidas a lo largo de su obra Transición, socialismo y democracia. La experiencia chilena, México, Editorial Siglo XXI, 1979. 380 pp.

[V] Cancino, Hugo, La problemática del poder popular en el proceso de la vía

chilena al socialismo. 1970-1973, Ed. Aurhus University Press, 1988. pp. 290-2

[VI] Mauro Marini, Ruy, La pequeña burguesía y el problema del poder,  http://www.marini-escritos.unam.mx/010_pburguesia_es.htm , (25 Abril 2004)