por Lucio Castellano, Arrigo Cavallina, Giustino Cortiana, Mario Dalmaviva, Luciano Ferrari Bravo. Chicco Funaro, Antonio Negri, Paolo Pozzi, Franco Tommei. Emilio Vesce, Paolo Virno.
[Propuesta de lectura histórico-política para el movimiento de los años Setenta: Estas páginas, escritas por 11 detenidos del 7 de abril en Rebibbia, no son un documento para la defensa. Son un trazado de identidad y una propuesta de interpretación de lo que era la Autonomía en la realidad política y social de la Italia de los años 70’s. Es necesario iniciar una discusión, que nosotros ya hemos iniciado.
De ahora en adelante nos gustaría decir dos cosas. La primera es que este escrito es un acto de lealtad; los acusados del 7 de abril no se presentan como víctimas y mucho menos como arrepentidos, aunque se pregunten por una derrota; a pesar de saber que esto no les granjeará la benevolencia de una opinión que hoy rechaza toda memoria (de ahí el título irónico y autocrítico que eligieron). La segunda es que todo lo relacionado con este documento suyo, nos parece, se puede discutir, e incluso radicalmente, pero con honestidad, reubicando las palabras y su significado en el contexto de los años a los que se refieren («violencia «Será la prueba del buen teórico). Después de eso, también puedes estar en desacuerdo con todo. El manifiesto está abierto a cualquier aportación que tenga este espíritu. (rr)]1
Mirando hacia atrás, reexaminando una vez más los años setenta con memoria y razón, estamos seguros de al menos una cosa: que la historia del movimiento revolucionario, de la oposición extraparlamentaria primero y de la autonomía después, no ha sido distorsionada por los marginados o los excéntricos, crónica de alucinaciones sectarias, sucesos de catacumbas o furia del ghetto. Creemos realista afirmar, por otra parte, que esta historia ¾parte de la cual se ha convertido en un «asunto procesal» está indisolublemente entrelazada con la historia general del país, con los pasajes y cesuras cruciales que la marcaron.
Manteniendo firme este punto de vista (de por sí banal, pero, en estos tiempos, temerario e incluso provocador), planteamos un bloque de hipótesis histórico-políticas sobre la última década, que van más allá de las preocupaciones de la defensa judicial inmediata. Las consideraciones que siguen, a menudo en forma de simple exposición de problemas, no están dirigidas a los jueces, que hasta ahora sólo se han interesado por la mercancía de los «arrepentidos», sino a todos aquellos que han luchado en los últimos años: a los camaradas del 68, a los del 77, a los intelectuales que «disienten» (¿es eso lo que dicen ahora?) juzgando racional la revuelta. Para que ellos a su vez intervengan, rompiendo el círculo vicioso de represión y nuevo conformismo.
Creemos que ha llegado el momento de volver a afrontar la verdad histórica de los años setenta. Contra el arrepentido, la verdad. Después y contra los arrepentidos, un juicio político. Una asunción global de responsabilidad es hoy posible y necesaria: es uno de los pasos funcionales hacia la plena afirmación del «post-terrorismo» como dimensión específica de la confrontación entre nuevos movimientos e instituciones.
Es obvio que no tenemos nada que ver con el terrorismo; que hemos sido «subversivos» lo es igualmente. Nuestro juicio se desarrolla entre estas dos «cosas obvias». Nada se da por sentado, el deseo de los jueces de uniformar la subversión y el terrorismo es conocido, es intenso: llevaremos la batalla defensiva con los medios técnico-políticos adecuados. Pero la reconstrucción histórica de los años 1970 no puede desarrollarse cómodamente sólo en la sala del Foro Itálico: debe abrirse un debate franco y amplio, en paralelo al juicio, entre los sujetos reales que fueron protagonistas de la «gran transformación». Éste es, entre otras cosas o sobre todo, un requisito indispensable para hablar en términos adecuados de las tensiones que impregnan nuestros años 80.
1– La característica específica del 68 italiano es la mezcla entre fenómenos sociales innovadores y disruptivos ¾en muchos sentidos típicos de la industrialización madura¾ y el paradigma clásico de la revolución política comunista.
La crítica radical del trabajo asalariado fue la fuerza impulsora central detrás de las luchas de masas, la matriz de un antagonismo fuerte y duradero, el contenido material de toda la esperanza futura que el movimiento representa. Esto dio sustancia al desafío masivo dirigido contra roles y jerarquías; hacia lucha por la igualdad salarial, por los ingresos separado de la productividad; al ataque sobre la organización del conocimiento social; a las exigencias cualitativas por cambios en la estructura de vida cotidiana ¾en una palabra, al esfuerzo general por lograr objetivos concretos, formas de libertad.
En otros países del Occidente capitalista (Alemania, EE.UU.), estas mismas fuerzas transformadoras se habían desarrollado como un cambio molecular en las relaciones sociales, sin plantear directa e inmediatamente el problema del poder político, de una gestión alternativa del Estado.
En Francia e Italia, debido a las rigideces institucionales y a la forma muy simplificada de regular los conflictos, el tema del poder, de su «toma», se vuelve inmediatamente preeminente.
En Italia, especialmente, a pesar de que en muchos aspectos el año 1968 marcó una aguda discontinuidad con la tradición «laborista» y estatista del movimiento obrero histórico, el modelo político comunista fue injertado de manera vital en el cuerpo de los nuevos movimientos. La extrema polarización del conflicto de clases y la pobreza de un tejido de mediación política (por un lado, las comisiones internas, por otro, antes del nacimiento de las autoridades locales, un Estado de Bienestar aún hipercentralista) favorecen un entrelazamiento efectivo entre las peticiones de mayores ingresos y mayor libertad y el objetivo leninista de » destruir la máquina estatal».
2– Entre el 68 y principios de los 70, el problema de encontrar una salida política y un resultado para las luchas estuvo en la agenda de toda la izquierda, tanto la «vieja» como la «nueva».
Tanto el PCI como los sindicatos, así como los grupos extraparlamentarios, aspiraban a un cambio drástico en el equilibrio del poder, que completaría y estabilizaría el cambio en las relaciones de fuerza que ya se había producido en las fábricas, en la industria y en el mercado del trabajo. Hubo una larga y atormentada batalla por la hegemonía dentro de la izquierda en relación a la naturaleza y la calidad de esta solución política (comúnmente considerada necesaria y decisiva).
Los grupos revolucionarios, mayoritarios en escuelas y universidades, pero arraigados también en las fábricas y en los servicios, tenían muy claro que el reciente impulso de transformación había coincidido con una deslumbrante ruptura del anterior marco de legalidad, y pensaba insistir en ese camino, impidiendo una recuperación institucional de los márgenes de mando y de beneficio. La extensión de las luchas al interior de todo el territorio metropolitano y la construcción de formas de contrapoder eran consideradas necesarias para contrarrestar el chantaje de la crisis económica. PCI y sindicato, en cambio, veían en el desmoronamiento de la centro-izquierda y en las “reformas de estructura” el resultado moral del 68. Un nuevo “marco de compatibilidades” y una red de mediación institucional más compleja y articulada hubieran debido garantizar una especie de protagonismo obrero en el relanzamiento del desarrollo económico.
Si la polémica más áspera se ha planteado entre organizaciones extraparlamentarias e izquierda histórica, no es menos cierto que la lucha ideal para cualificar el resultado del movimiento ha atravesado, también, horizontalmente estas dos formaciones. Basta con recordar aquí, a título de ejemplo, la crítica formulada por Amendola a la Federación Unitaria de Metalúrgicos (F.L.M.) de Turín, y, en general, al “sindicato del movimiento». O bien las diversas interpelaciones que daban los componentes del sindicato unitario del naciente fenómeno de los «consejos de zona». Del mismo modo, en la otra vertiente, basta con citar la diferencia entre el filón “obrerista” y el marxista-leninista. Así y todo, la división de las orientaciones se producía, como ya se ha dicho, en torno a un único, esencial problema: la traducción en términos de poder político de la conmoción que se produjo en las relaciones sociales a partir del 68.
3– Al principio de los años 70, los grupos extraparlamentarios plantearon el problema del empleo de la fuerza, de la violencia, en absoluta coherencia con la tradición comunista revolucionaria: o sea, considerándola uno de los instrumentos necesarios para incidir en el terreno del poder.
No hay ahí fetichismo alguno de la violencia como medio, sino por el contrario su estrecha subordinación al avance del enfrentamiento de masas; y al mismo tiempo, aceptación plena de su pertinencia. Respecto al tejido mismo de la conflictividad social, la cuestión del poder político ofrecía una indudable discontinuidad, un carácter no lineal, especifico. Después de Avola, de Corso Traiano, de Battipaglia, “el monopolio estatal de la fuerza” aparecía un obstáculo ineludible con el que confrontarse sistemáticamente.
Desde un punto de vista programático, entonces, la ruptura violenta de la legalidad se concibe en términos ofensivos, como manifestación de un contrapoder: consignas como “tomarse la ciudad” o “insurrección” sintetizaban esta perspectiva, considerada inevitable, pero no inmediata.
Desde un punto de vista concreto, en cambio, la organización sobre el plano de la ilegalidad es una cosa muy modesta, con una finalidad exclusivamente defensiva y contingente: defensa del piquete, de las ocupaciones de casas, de la manifestación, medidas de prevención y de seguridad ante un eventual ataque de la derecha (que, desde el atentado de Piazza Fontana, no se podía excluir).
En definitiva: una teoría de ataque, de ruptura, correspondiente a la fusión de un nuevo sujeto político, el del 68, con la cultura comunista, y por otra parte realizaciones prácticas minimalistas. Sin embargo, es claro que, tras el “bienio rojo” 68-69, para miles y miles de militantes, incluidos los cuadros de base del sindicato, fuese absolutamente un hecho de sentido común el organizarse en el terreno de la “ilegalidad”, así como debatir públicamente tiempo y modo del choque con las estructuras represivas del Estado.
4– En aquellos años, el rol de las primeras organizaciones clandestinas (GAP [Grupos de Acción Partisana-Ejército Popular de Liberación], BR [Brigadas Rojas]) es absolutamente marginal y ajeno a la temática del movimiento.
La clandestinidad, la evocación obsesiva de la tradición partisana, la referencia al obrero profesional, no tienen nada que ver con la organización de la violencia por parte de las vanguardias de clase y de los grupos revolucionarios.
El GAP, remitiéndose al antifascismo de la resistencia y a la tradición comunista de la “doble vía” de los años 50’s, propugnaba la adopción de medidas preventivas ante un golpe que se daba por inminente. Las BR formadas por la confluencia de los marxistas-leninistas de Trento, con los ex PCI de las bases milanesas y de los ex FGCI [Federazione Giovanile Comunista Italiana] de la Reggio Emilia buscaron, durante toda la primera fase, simpatía y contacto en la base comunista, no en el movimiento revolucionario. Antifascismo y “lucha armada por las reformas” caracterizaban su accionar.
Paradojalmente, la propia aceptación de una perspectiva de lucha, incluso, ilegal y violenta por parte de la vanguardia comunista del movimiento, volvía absoluta e insuperable la distancia respecto a la clandestinidad y a la “lucha armada” como opción estratégica. Los esporádicos contactos que hubo entre “grupos” y las primeras organizaciones armadas, no solo no atenuaron, sino que, muy por el contrario, acentuaron, exponencialmente, lo irreconciliable de la cultura y línea política de ambos bandos.
5– En el ’73-’74, el trasfondo político global en el que durante años había crecido el movimiento estalla. En un breve arco de tiempo se producen múltiples rupturas de las continuidades existentes, mutando perspectivas y comportamientos, se alteran las propias condiciones del conflicto social. Este brusco viraje se explica en base a numerosas causas concomitantes e interdependientes. La primera está constituida por el juicio del PCI sobre el cierre de espacios a nivel internacional, con la consiguiente urgencia de encontrar una “salida política” inmediata en base a las condiciones existentes.
Ello conlleva una fractura, destinada a ampliarse, en el interior de ese medio político-social compuesto, pero hasta entonces sustancialmente unitario, que había buscado, tras el 68, un aterrizaje en el terreno del poder que reflejase la radicalidad de las luchas y de sus contenidos transformadores. Una parte de la izquierda (PCI y sindicatos confederados) empieza a aproximarse al terreno gubernamental, en contra de amplios sectores del movimiento.
La oposición extraparlamentaria se ve obligada a volver a definirse sobre el “compromiso” perseguido por el PCI. Y esta redefinición significa crisis, y progresiva pérdida de identidad. En efecto, la lucha por la hegemonía en la izquierda, que en cierta medida había justificado la existencia de los “grupos”, parece ahora resolverse mediante una decisión unilateral, que rompe, separa las perspectivas, pone fin a la dialéctica.
De ahora en adelante el tema de la “salida política”, de la gestión alternativa del Estado, se identifica con la moderación de la política del PCI. Las organizaciones extraparlamentarias, aún decididas a moverse en ese territorio, sólo pueden tratar de perseguir y condicionar la trayectoria del “compromiso”, constituyendo su “versión extremista” (recuérdese la presentación de listas “revolucionarias” a las elecciones administrativas de 1975, y a las legislativas de 1976). Otros grupos, en cambio, comprueban los límites de su experiencia, y antes o después caminan hacia su disolución.
6.- En segundo lugar, con los contratos del 72-73, la figura central de las luchas en las fábricas, el obrero de la cadena de montaje, el obrero-masa, pierde su papel ofensivo y unificado. Comienza la restructuración de la gran empresa.
El uso de indemnizaciones por despido y la primera renovación parcial de las tecnologías cambiaron fundamentalmente la estructura de producción, mitigando la intensidad de las formas de lucha anteriores, incluidas las huelgas. Los “grupos hegemónicos” y su poder sobre la organización del trabajo se ven desplazados por la reestructuración de la maquinaria y de la jornada laboral. La representatividad de los consejos de fábrica, y por tanto, la dialéctica entre “derecha” e “izquierda” que existía en su interior, se encoge rápidamente.
El poder del obrero de línea no se debilita por la presión de un “ejército industrial de reserva” tan tradicional como fantasmático, o sea, por la competencia de los parados. El punto es que la reconversión industrial privilegia inversiones en sectores ajenos a la producción de masa, convirtiendo así en centrales, de relativamente marginales, a otros segmentos de fuerza trabajo (mujeres, jóvenes, y diplomados), con menor historia organizativa a sus espaldas. Ahora el terreno de enfrentamiento concierne siempre más a los equilibrios globales del mercado de trabajo, el gasto público, la reproducción del proletariado y la juventud, la distribución de cuotas de renta independientes de la prestación laboral.
7– En tercer lugar, se produce un cambio interior en la subjetividad del movimiento, de su “cultura”, de su horizonte proyectual. En resumen: se consuma una ruptura con la tradición interna del movimiento obrero, con la idea de la “toma del poder”, con el objetivo canónico de la “dictadura del proletariado”, con los últimos destellos del “socialismo real”, con toda vocación de gestión.
Lo que ya chirriaba en el matrimonio sesentayochista entre contenidos innovadores del movimiento y modelo de la revolución política comunista, se convierte ahora en abismo total. El poder es visto como una realidad ajena y hostil, de la que hay que defenderse, pero a la que no se puede conquistar o derribar, sino sólo reducir, mantener alejada. El punto crucial está en la afirmación de sí mismo como sociedad alternativa, como riqueza de comunicación, de libre capacidad productiva, de formas de vida. Conquistar y gestionar “espacios” propios: ésta es la práctica dominante de los sujetos sociales para los que el trabajo asalariado ha dejado de ser punto y simple “episodio”, contingencia, disvalor.
El movimiento feminista, con su práctica de comunidad, y su separación del resto de la sociedad, con su crítica de la política y de los poderes, con su áspera desconfianza hacia toda representación institucional y “general” de necesidades y deseos, con su amor por la diferencia, es emblemático de la nueva fase. En él se inspirará más o menos explícitamente la trayectoria del proletariado juvenil a mediados de los años 70.
El propio referéndum sobre el divorcio es un indicio de gran significado de la tendencia a la “autonomía de lo social”. Imposible seguir hablando del “álbum de familia”, ni siquiera de una familia mal avenida. La nueva subjetividad de masa es ajena al movimiento obrero: lenguajes y objetivos han dejado de comunicarse. La propia categoría de “extremismo” no explica ya nada, todo lo contrario, confunde y enturbia. Se puede ser “extremista” sólo en relación con algo semejante: pero es precisamente esa “semejanza” la que va desapareciendo rápidamente. Quien busca continuidad, quien aprecia el “álbum”, sólo puede dirigirse al universo separado de las “organizaciones combatientes” marxistas-leninistas.
8.- Los tres aspectos del giro que se dio entre 1973 y 1975, pero en particular el último, concurren en el nacimiento de la “Autonomía Obrera”.
La Autonomía se forma contra el proyecto del “Compromiso”, en respuesta al fracaso de los grupos, más allá del obrerismo, mediante una interacción conflictual permanente con la reestructuración productiva. Pero sobre todo expresa la nueva subjetividad, la riqueza de sus diferencias, su distanciamiento de la política formal y de los mecanismos de representación. No ya “salida política”, sino potencia articulada y concreta de lo social.
En ese sentido, el localismo es una característica definitoria de la experiencia autónoma. La profunda distancia de la perspectiva de una posible gestión alternativa del Estado, excluye una centralización del movimiento. Cada corriente regional de la Autonomía reproduce las particularidades concretas de la composición de clase, sin sentir esto como una limitación, sino más bien como una razón de ser. Es literalmente imposible, por tanto, trazar una historia unitaria de la Autonomía romana o milanesa, la del veneto o la meridional.
9– De 1974 a 1976 se intensifica y difunde la práctica de la ilegalidad y de la violencia. Pero esta dimensión del antagonismo, desconocida en el período precedente, carece de toda finalidad global antiestatal, no prefigura ninguna “ruptura revolucionaria”. Éste es el aspecto esencial. En las metrópolis la violencia aumenta, en función de una satisfacción inmediata de necesidades, de la conquista de “espacios” que gestionar con total independencia, y como respuesta a las reducciones de los gastos públicos.
En 1974 la “autorreducción” de las tarifas del trasporte, organizada en Turín por el sindicato, vuelve a lanzar de modo clamoroso la “ilegalidad de masas” ya experimentada antes, sobre todo en el campo de los alquileres. Casi en todas partes, y en relación con todo el abanico de los gastos sociales, se pone en práctica esta particular forma de garantía de la renta. Si el sindicato había considerado la autorreducción como un gesto simbólico, el movimiento la convierte en un camino material generalizado.
Pero más aún que la autorreducción, es la ocupación de casas en San Basilio, en octubre de 1974, lo que señala un punto de inflexión, al presentar un alto grado de “militarización” espontánea, de defensa de masas en respuesta a la sanguinaria agresión policial. La otra etapa decisiva para el movimiento es la de las grandes manifestaciones de la primavera de 1975 en Milán, tras el asesinato de Varalli y Zibecchi a manos de fascistas y carabineros. Los durísimos enfrentamientos en la calle son el punto de partida de una secuencia de luchas que atacan las medidas económicas de la austeridad, la que ya se empieza a llamar “política de los sacrificios”. A lo largo de todo el 75 y 76 se conforma el tránsito -en muchos aspectos “clásico” en la historia del welfare- de la autorreducción a un comportamiento de apropiación: de un comportamiento defensivo en relación con los continuos aumentos de los precios, a una práctica ofensiva de satisfacción colectiva de las necesidades, tendente a subvertir los mecanismos de la crisis.
La apropiación -cuyo máximo ejemplo a nivel internacional fue la noche del black-out neoyorkino- alcanza todos los aspectos de la existencia metropolitana: es “gasto político”, ocupación de locales para actividades asociativas libres, es el “tranquilo hábito” del proletariado juvenil de no pagar la entrada en el cine o en los conciertos, es el rechazo de las horas extraordinarias, y la dilatación de las pausas en la fábrica. Pero es sobre todo apropiación del “tiempo de vida”, la liberación del mando de la fábrica, la búsqueda de comunidad.
10- A mediados de los 70 se perfilan dos tendencias distintas en la reproducción ampliada de la violencia. Esquematizando, con una satisfactoria aproximación, se pueden distinguir dos génesis diferentes del impulso hacia la militarización del movimiento. La primera es la resistencia a ultranza frente a la restructuración productiva en las grandes y medianas empresas
10– A mediados de los 70 se perfilan dos tendencias distintas en la reproducción ampliada de la violencia. Esquematizando con una satisfactoria aproximación, se pueden distinguir dos génesis diferentes del impulso hacia la militarización del movimiento. La primera es la resistencia a ultranza frente a la restructuración productiva en las grandes y medianas empresas.
Sus protagonistas son muchos cuadros obreros formados políticamente entre el 68 y el 73, decididos a defender a toda costa las bases materiales de su fuerza contractual. La reconstrucción es vivida como catástrofe política. Sobre todo los militantes de fábrica que se habían comprometido más a fondo con la experiencia de los consejos, tienden a identificar restructuración con derrota, encontrando confirmación a su postura en las repetidas concesiones sindicales en el tema de las condiciones de trabajo. La sustancia de su postura estaba en dejar la fábrica como era, para preservar así una relación de fuerza favorable. Entre este núcleo de problemas, y entre las filas de este personal político-sindical, las Brigadas Rojas, del 74 al 75 y en adelante, despiertan simpatías y alcanzan cierto nivel de implantación
11– La otra corriente ilegal -en muchos aspectos diametralmente opuesta a la primera- está formada por los sujetos sociales que son el resultado de la restructuración, de la descentralización productiva, de la movilidad. La violencia se genera aquí por la ausencia de garantías, por las formas fragmentadas y precarias de conseguir la renta salarial, por el choque inmediato con la dimensión social, territorial, global del mando capitalista.
La figura proletaria que emerge de la restructuración choca violentamente con la organización urbana, con la administración de los flujos de beneficios, y se bate por el autogobierno de la jornada laboral. Este segundo tipo de ilegalidad, que a grosso modo puede conectarse con la experiencia autónoma, no posee nunca el carácter de un proyecto orgánico, y se distingue por la total coincidencia entre la forma de lucha y la consecución del objetivo. Esto conlleva a la ausencia de “estructuras” o “funciones” separadas, específicas, predispuestas al empleo de la fuerza.
A menos que se quiera aceptar el “pasolinismo” como categoría suprema de comprensión sociológica, resulta inevitable resaltar que la violencia difusa del movimiento de aquellos años era un instrumento necesario de autoidentificación y de afirmación de un nuevo y poderoso sujeto productivo, nacido del declinar de la centralidad de la fábrica, y sometido a las fuertes presiones de la crisis económica.
12– El movimiento del 77 expresa, en sus connotaciones esenciales, una nueva composición de clase, y no fenómenos de marginación.
La “segunda sociedad” es, o va camino de serlo, la “primera” en cuanto a capacidad productiva, inteligencia técnico-científica, riqueza de cooperación. Los nuevos sujetos de las luchas reflejan, o anticipan, la identificación creciente entre proceso de trabajo material y actividad comunicativa, en breve, la realidad de la fábrica informatizada y del terciario avanzado. El movimiento es fuerza productiva rica, independiente, conflictual. La crítica del trabajo asalariado muestra ahora una vertiente positiva, creativa, bajo la forma del “autoempleo”, y de gestión parcial desde la base de los mecanismos del welfare. La “segunda sociedad”, que ocupa el escenario en 1977, es “asimétrica” en relación con el poder estatal: no busca oposición frontal, sino elusión, es decir, en concreto, busca espacios de libertad y de renta donde consolidarse y crecer. Esta “asimetría” era un dato inestimable, que testimoniaba la consistencia del proceso social en marcha. Pero necesitaba tiempo. Tiempo y mediación. Tiempo y negociación.
13– En cambio, la operación restauradora del Compromiso histórico niega al movimiento tiempo y espacios, al volver a proponer un antagonismo simétrico en relación con el Estado.
El movimiento se ve sometido a un espantoso proceso de aceleración, que bloquea su potencial articulación, y lo deja sin márgenes de mediación. Contrariamente a lo que ocurre en otros países europeos, y en especial en Alemania, donde la operación represiva se acompaña de formas de negociación con los movimientos, y no incide en su reproducción, el compromiso histórico procede con un largo mazo, negando legitimidad a todo lo que escapa y se opone a la nueva reglamentación corporativa del conflicto. La intención represiva posee en Italia tal generalidad, que se resuelve directamente contra los impulsos sociales espontáneos.
Sucede entonces que la adopción sistemática de medidas político-militares por parte del Gobierno reintroduce de modo “exógeno” la necesidad de la lucha política general, a menudo como pura y simple “lucha por la supervivencia”, mientras que margina y condena al ghetto a las prácticas emancipadoras del movimiento, así como a su densa positividad en el terreno de la calidad de vida y de la satisfacción directa de las necesidades.
14– – La Autonomía organizada se encuentra atenazada entre el ghetto y el enfrentamiento inmediato con el Estado. Su “esquizofrenia” y después su derrota nacen de su intento de escapar a esta tenaza, manteniendo una relación entre riqueza y articulación social del movimiento, por una parte, y las necesidades propias del enfrentamiento antiestatal por otra.
Esta tentativa resulta, al cabo de pocos meses, del todo imposible y fracasa en ambos frentes. La “aceleración” sin precedentes del 77 lleva a la Autonomía organizada a perder lentamente los contactos con estos sujetos que, sustrayéndose de la lucha política tradicional, recorren senderos diversificados ¾unas veces individuales, otras incluso de cogestión ¾ para trabajar menos, vivir mejor, producir libremente. Por otra parte, la propia “aceleración” lleva a la Autonomía a cortar todo contacto con aquellas pulsiones militaristas que estaban presentes en el movimiento, y en la propia Autonomía, y que se convierten, en poco tiempo, en tendencia separada hacia la formación de bandas armadas.
La tenaza, en lugar de abrirse, se cierra aún más. La forma organizativa de la Autonomía, su discurso político sobre el poder, su concepción de la política, son duramente cuestionadas tanto por el ghetto como por las formaciones “militaristas”.
Hay que añadir, sin embargo, que la autonomía también paga todas las debilidades de su propio modelo político-cultural, centrado en el crecimiento lineal del movimiento, en su continua expansión y radicalización. Es un modelo en el que lo viejo y lo nuevo se entrelazan: el «viejo» extremismo anti institucional y las nuevas necesidades emancipadoras. La separación y la «otredad» que distinguen a los nuevos sujetos y sus luchas son a menudo interpretadas por la autonomía como una negación de cualquier mediación política, más que como un apoyo a ella. El antagonismo inmediato contrasta con cada interlocución, con cada «negociación», con cada «uso» de las instituciones.
15– Al finalizar el 77 y a lo largo de todo el 78 se multiplican las formaciones organizadas que operan en un terreno específicamente militar, mientras se acentúa la crisis en la Autonomía organizada.
Para muchos la ecuación: “lucha política = lucha armada”, aparece como la última respuesta realista al cepo que el Compromiso histórico ha cerrado en torno al movimiento. En una primera fase ¾según un esquema repetido innumerables veces ¾ grupos de militantes al interno del movimiento realizan el así llamado “salto” de la violencia endémica a la lucha armada, aun concibiendo esta elección y sus pesadas obligaciones, como “articulación” de las luchas, como creación de una especie de “estructura de servicios”. Pero una forma de organización destinada específicamente a la acción armada se revela estructuralmente inadecuada a las prácticas del movimiento, y no puede dejar de separarse de él en un tiempo más o menos breve.
Ocurre entonces que las numerosas siglas de “organizaciones combatientes” nacidas entre el 77 y 78, terminan por imitar el modelo, al principio combatido, de las Brigadas Rojas, o incluso por entrar en ellas. Los guerrilleros históricos, las BR, precisamente como detentadores de una “guerra contra el Estado” completamente aislada de la dinámica del movimiento, acaban por ampliarse de forma “parasitaria” a costa de las derrotas de la lucha de masas.
En particular en Roma, a finales del 77, las BR reclutan de forma masiva entre las filas de un movimiento en crisis. La Autonomía, a lo largo de ese año, había constatado sus propias graves limitaciones, oponiendo al militarismo de Estado una radicalización iterativa del enfrentamiento en la calle, que no le permitía consolidarse, sino más bien dispersaba la potencialidad del movimiento. El acentuarse de la represión y los errores cometidos por la Autonomía en Roma y en alguna que otra ciudad han allanado el camino a las B.R. Esta última organización, que había criticado violentamente las luchas del 77, se encuentra, paradójicamente, recogiendo sus frutos más visibles en términos de reforzamiento organizativo. La represión y los errores de la autonomía en Roma y en algunas otras ciudades allanaron el camino a las BR. Esta última organización, que había criticado duramente las luchas del 77, se encontró, paradojalmente, cosechando conspicuos frutos, en términos de fortalecimiento organizativo.
16– La derrota del movimiento de 1977 comienza con el secuestro y asesinato de Aldo Moro.
Las BR, de manera análoga, aunque trágicamente paródica de lo que había hecho la izquierda histórica a mediados de los años 70, persiguen una “salida política” propia, separada y a expensas del antagonismo social.
La “cultura” de las BR con sus tribunales, cárceles, prisioneros, procesos ¾ y su práctica de “fracción armada” en la autonomía de lo político, se empleaban tanto en contra de los nuevos sujetos del conflicto, como contra el aparato institucional.
Con la “operación Moro” la unidad del movimiento se quiebra de manera definitiva, y comienza una fase de crepúsculo y de deriva, caracterizada por la lucha frontal de la Autonomía contra el brigadismo, pero también por la regresión de la lucha política de amplios sectores proletarios y juveniles. . La «emergencia», que el Estado y el PCI enarbolan con bombos y platillos, golpea en la oscuridad y, de hecho, elige lo que ha surgido y es público y «subversivo» como cabeza de turco sobre la que ejercer su destructividad en primera instancia. La autonomía se ve así sometida a un ataque violentísimo que pretende, en primer lugar, crear tierra arrasada en las grandes fábricas del norte. Y así los “colectivos autónomos” de fábrica son en seguida acusados de probable filo terrorismo por parte del sindicato y del PCI, y convertidos en sospechosos, denunciados, fichados. Y cuando, precisamente en los días del secuestro de Moro, la Autonomía lanza la lucha contra el restablecimiento del sábado como día laboral en Alfa Romeo, la respuesta de la izquierda histórica es una respuesta “antiterrorista”, militar, demonizante. Comienza así el proceso de expulsión de la fábrica de la nueva generación de vanguardia de las luchas ¾proceso que culminará con el despido de 61 obreros de la FIAT en otoño de 1979.
17–Después de Moro, en el escenario desolado de una sociedad civil militarizada, Estado y BR se enfrentan con lógica especular.
Las BR recorren rápidamente esa parábola irreversible que conduce a la lucha armada a convertirse en “terrorismo” en su auténtico sentido: comienzan las campañas de aniquilamiento. Carabineros, jueces, magistrados, dirigentes de empresa, sindicalistas son asesinados ya únicamente por la “función” que ocupaban, como explicaron más adelante los “arrepentidos”. Los “peinados” policiales sistemáticos contra la Autonomía, en el 79, han eliminado el único tejido colectivo político del movimiento con capacidad de combatir con eficacia la lógica terrorista. Así, entre 1979 y 1981, las BR pueden por vez primera reclutar militantes no sólo entre las “organizaciones combatientes” menores, sino directamente entre jóvenes y adolescentes, apenas politizados, cuyo descontento y rabia carecen ya de toda mediación política y programática.
18– Los “arrepentidos”, como fenómeno de masa, son la otra cara el terrorismo, igualmente militarizada, igualmente horrible.
El “arrepentidismo” es la variante extrema del terrorismo, su pavloviano “reflejo condicionado”, el testimonio último de su total extrañeza y abstracción con respecto al tejido del movimiento. La incompatibilidad entre el nuevo sujeto social y la lucha armada se manifiesta de manera distorsionada y terrible en las confesiones pactadas de los arrepentidos.
El “arrepentidismo” es “lógica de aniquilamiento” judicial, venganza indiscriminada, celebración de la ausencia de memoria histórica, precisamente cuando, de manera perversa y manipulada, se pone en funcionamiento una “memoria individual”. Los “arrepentidos” mienten incluso cuando dicen la “verdad”, unificando lo que está dividido, eliminando las motivaciones y el contexto, evocando los efectos sin las causas, estableciendo presuntos nexos, interpretando la realidad con las lentes de los diversos “teoremas”.
El “arrepentidismo” es terrorismo introyectado en las instituciones. No hay post-terrorismo sin una superación paralela de la cultura del arrepentimiento.
19– La derrota seca y definitiva de las organizaciones políticas de movimiento, a finales de los 70, no ha coincidido ni de forma parcial con una derrota del nuevo sujeto político y productivo, que en el 77 había realizado su “ensayo general”.
Este sujeto político ha realizado una larga marcha en los lugares de trabajo, en la organización del saber social, en la “economía alternativa”, en las instancias locales, en el aparato administrativo. Se ha propagado a ras de tierra, rehuyendo el enfrentamiento político directo, maniobrando entre ghetto y negociación, entre separación y cogestión. Aunque comprimido y obligado a menudo a la pasividad, constituye, hoy más que ayer, el nudo no resuelto de la crisis italiana.
La reorganización de la jornada laboral, la presión sobre el gasto público, las cuestiones de la defensa del ambiente y la elección de tecnologías, la crisis del sistema de partidos y el problema de un nuevo pacto constitucional: detrás de todo esto, y no sólo en los pliegues del Informe Censis, vive intacta la densidad de un sujeto de masa con sus exigencias de salario, de libertad, de paz.
20– Tras el Compromiso histórico y después del terrorismo, otra vez se trata, exactamente como en 1977, de abrir espacios de mediación, que permitan a los movimientos expresarse y crecer.
Lucha y mediación política. Lucha y negociación con las instituciones. Esta perspectiva ¾aquí como en Alemania ¾ se hace posible y necesaria no por la timidez y el atraso del conflicto social sino, por el contrario, por la extrema madurez de sus contenidos.
Contra el militarismo estatal, y contra toda nueva propuesta de “lucha armada” (de la que no existe una versión “buena”, alternativa a la ideología de la Tercera Internacional de las BR, ya que resulta, como tal, inadecuada y hostil a los nuevos movimientos), es necesario retomar y desarrollar la línea del 77. Una potencia productiva, colectiva e individual, que se sitúa en contra y más allá del trabajo asalariado, y con la que el Estado debe medirse también en términos administrativos y econométricos, debe ser capaz de ser al mismo tiempo autónoma, antagonista y capaz de mediaciones.
Prision de Rebibbia, Rome
Traducción del italiano de Santiago Arcos-Halyburton
Notas
1.- Nota de los redactores de https://archivioautonomia.it/