por Felipe Fortes
La insistencia en tratar al “neoliberalismo” como la llave maestra para comprender una serie de transformaciones y rupturas históricas, que se intensifican con la emergencia y los efectos ya visibles del gobierno de Trump 2.0, se ha repetido, justamente, cuando esa llave se revela cada vez más ineficaz para abrir cualquier puerta. El propio escenario político ya apunta hacia mutaciones mas profundas y peligrosas. Aun así, se busca, con frecuencia, reactualizar el concepto, como si el aun pudiese dar cuenta de las nuevas formas de dominación y de las rupturas institucionales en curso.
El diagnostico de una ruptura con el neoliberalismo, para nosotros, ya no es sorprendente: vivimos, de hecho, una crisis inminente que atraviesa tres dimensiones interconectadas —de la democracia, de la globalización y de los ciclos de lucha democráticos que, en la última década, venían democratizando y globalizando, además, al propio neoliberalismo. Sin embargo, los conceptos que heredamos para describir el desorden mundial parecen cada vez menos adecuados para definir esas nuevas mutaciones. Lo que nos sorprende, entonces, es que tantos sigan repitiendo “neoliberalismo” como si aun nombrasen algo latente y vivo. De este modo, la pregunta que hacemos hoy es: ¿por qué aun insistimos en ese concepto, cuando los propios autodenominados “neoliberales” parecen haberlo abandonado como horizonte de su política? Al fin y al cabo, nos hace girar en círculos -como la danza de un trompo, que gira hasta que pierde su eje y cae- y ya no es capaz de hacer frente a la crisis actual.
Responder esta pregunta exige más que una polémica terminológica. Se trata de interrogar al propio vocabulario que compone la caja de herramientas de la crítica contemporánea y sus visibles limitaciones. El termino “neoliberalismo”, al permanecer como centro gravitacional de explicación de las transformaciones de las políticas globales, puede producir un efecto paralizante: el de mantener el análisis prisionero de un pasado -reciente, es verdad-, pero que ya no esta más en disputa, en cuanto el presente se reorganiza mediante nuevas dinámicas, más violentas, más rápidas, más difíciles de nombrar y, en nuestra perspectiva, antineoliberales (1).
Esta parálisis se torna aun mas evidente cuando recordamos que gran parte de la doxa de izquierda asimilo, voluntaria o involuntariamente, el neoliberalismo como uno de los simulacros del fin de la historia: un ciclo únicamente de derrotas, cierres y regresión, en el cual ya no habría espacio para antagonismos vivos. Con eso, se volvió incapaz de percibir la potencia de resistencia e invención que emergía, justamente, al interior de las formas ambiguas de gubernamentalidad neoliberal. Ante las transformaciones actuales, seguir usando ese termino es como intentar leer el nuevo mapa del poder con el blueprint de un edificio que acaba de colapsar.
Nuestra intención aquí no es negar la existencia o los efectos del neoliberalismo, mucho menos ignorar hasta que punto fue, por décadas, una matriz eficaz de gubernamentalidad capitalista global. En la mejor de las lecturas, inspirada en Foucault, el neoliberalismo puede ser comprendido como un dispositivo de gubernamentalidad política que, si por un lado profundizaba una lógica de comando, por el otro abría campos inesperados de subjetivación, movilización y antagonismo. No sólo la lógica de la producción de subjetividad, sino la subjetividad pensada dinámicamente como producción. Sin embargo, a diferencia de Foucault —quien lamentablemente solo vivió los albores de este proceso—, lo experimentamos en su enésima potencia y también en su inminente crisis terminal. Y esto nos permite percibir con mayor claridad la ambivalencia de su matriz.
La paradoja es conocida, pero precisa ser reafirmada: el neoliberalismo fue también el terreno de emergencia de una serie de ciclos de luchas que, en su pluralidad, dieron forma -aunque disforme – a las dinámicas que, en esa época, llamamos como alterglobalizacion. Del Occupy a la Primavera Árabe, pasando por Junio de 2013 y Maidan, lo que llamábamos neoliberalismo aparecía menos como una totalidad cerrada y mas como un campo de gubernamentalidad inestable, llena de disputas, resistencias, antagonismos e invenciones.
El problema es que es ciclo parece haberse agotado. Y tal vez -no por casualidad – 2013 haya sido el canto del cisne del neoliberalismo -del punto de vista del Brasil – en cuanto que campo de experimentación productiva de ambivalencias, en el cual, por método, interpretábamos las crisis como desestabilizaciones del sistema que proyectaban aun más lejos sus propias contradicciones, abriendo, así, brechas democráticas a lo largo del recorrido. Desde entonces, a lo que asistimos es al bloqueo de esas derivas y su inversión: la aceleración de dinámicas que ya no operan según la ambivalencia o la ambigüedad, sino que según una tentativa de cierre y destitución de ese espacio global que antes pretendíamos liberar en toda su potencia y que ahora necesitamos, ante todo, reconstruir.
Entonces, antes de definir lo que esta por venir, tenemos que preguntarnos lo que ese concepto esconde hoy. Cuando un concepto sobrevive mas por inercia que por precisión, corre el riesgo de tornarse un obstáculo: en lugar de rastrear el presente, lo encubre; en vez de abrir posibilidades, las cierra. Es este punto ciego el que no interesa explorar.
Esta reflexión nace, no de una polémica dirigida, sino que a la urgencia critica de reevaluar los nombres con que describimos las aporías del presente. Porque, en ciertos momentos, la fidelidad a la realidad exige infidelidad al vocabulario que heredamos. La pregunta, finalmente, no es mas ¿“que es el neoliberalismo?”, sino: ¿qué nos impide ver nuestro apego a este concepto? Y, más aún, ¿qué luchas reales no reconocemos cuando seguimos describiendo el mundo a través de la misma lente que ha sido arañada por los últimos veinte años?
Tal vez sea hora de retomar el gesto de Spinoza -aquel que, al pulir lentes, no solo miraba mas lejos, sino que miraba mejor, enseñando que ver el mundo exige fabricar nuevas superficies de reflexión.
“Neoliberalismo” fue, a pesar de su inflación, durante décadas, un concepto eficaz: nominó políticas, estrategias y racionalidades especificas de gobierno que marcaran la reestructuración global del capitalismo posfordista desde los años 1970. Fue, sin duda, una herramienta importante para describir una fase determinada de la articulación entre mercado, Estado y subjetividad.
Nomino con precisión los dispositivos de desregulación -conducida, contra la propia ideología del mercado, por medio de la intervención directa del Estado, en momentos específicos, como regulador de la liberalización -, de la financiarización, de la privatización de la vida y de la modulación de la conducta individual bajo la forma del emprendedurismo difuso. Pero, para cada uno de esos dispositivos, descubríamos -alegremente – sus contrarios: formas transversales de cooperación, producción y saberes no capturables, explosiones subjetivas y líneas de fuga que atravesaban los propios mecanismos de control.
El crédito, por ejemplo -aunque operase como motor de la deuda -, cargaba también una tensión interna: podía servir a la lógica de la culpabilización individual, pero igualmente abrir espacio para experimentaciones colectiva basadas en la confianza, afecto y riesgo compartido. En los barrios periféricos, entre migrantes y poblaciones racializadas, surgirán practicas informales de rotación del crédito, asociaciones de microcrédito, solidaridades financieras que desafiaban la lógica de la escasez y de la responsabilización individual. La figura del “pobre endeudado”, lejos de ser solo pasiva, rebelaba una potencia de organización económica desde abajo -que, muchas veces, escapaba al radar de la critica y a la captura institucional e, infelizmente, tampoco encontró resonancia en dinámicas institucionales capaces de traducirlas en nuevos derechos. Las instituciones, en este caso, fallaron en reconocer y acompañar la emergencia de esas subjetividades, dejando sin traducción jurídica y política formas vivas de invención social.
A contrapelo de la precarización, se abrió espacio para una multiplicidad de subjetividades móviles, femeninas, migrantes, cognitivas, que comenzaron a reconocer y polinizar mutuamente sus luchas, atravesando el desierto de las garantías en las disputas por los nuevos derechos. Plataformas y redes fueron, desde el inicio, zonas ambiguas: simultáneamente vehículos de invención política e infraestructuras de captura. Y, si su potencia de circulación y conexión nunca existió separada de la lógica de extracción y modulación, eso no impidió que fuesen atravesadas por prácticas de cooperación, creación y organización democrática descentralizada
La tensión, entonces, estaba inscrita en la propia forma del neoliberalismo. Esta era la ambivalencia radical del neoliberalismo en tanto que campo de gubernamentalidad: producía antagonismo junto a modulación, resistencia junto a captura, deseo de libertad y autonomía junto a difusión social del mando. No era un régimen de pura dominación, sino que un terreno inestable de luchas.
Hoy, sin embargo, esa fase esta en crisis, una crisis tríptica, que atraviesa simultáneamente la globalización, la democracia y las formas contemporáneas de subjetivación política. Los lazos institucionales del orden internacional se rompen a cada nuevo decreto de excepción -como los de Trump – y cada vez que los representantes electos de las democracias liberales flirtean con la fuerza bruta de regímenes autoritarios. Fue el caso de la vergonzosa ceremonia en que el presidente Lula, electo democráticamente, asistió al desfile militar de Putin, en Moscú, un gesto simbólico que, en nombre de una diplomacia pretendidamente “equilibrada”, acaba por normalizar un régimen que ataca frontalmente la soberanía y la vida democrática de otros pueblos (2).
Al mismo tiempo, muchos movimientos sociales enfrentan un impasse interno: en lugar de la continua producción de nuevos puntos de vista -un perspectivismo radical de las luchas, capaz de abrir composiciones y reorganizar estrategias -, observase frecuentemente la cristalización del gesto político de la cooperación transversal en lógicas identitarias de autodefensa, que reproducen fronteras y bloquean la creación de dinámicas comunes. La diferencia, que podría ser fuerza de invención, es transmutada en la repetición de la identidad; y la cooperación, antes experimentada como motor político, cede lugar al aislamiento estratégico y al agotamiento de las luchas en el atrincheramiento simbólico, lo que, paradojalmente, refuerza las dinámicas xenófobas y racistas de la extrema derecha.
Esas infraestructuras hibridizan lo artificial y lo orgánico -un proceso que, en sí, carga potenciales expresivos y cooperativos -, pero que hoy viene siendo capturado por una nueva arquitectura de poder orientada al cierre de las derivas democráticas. Esta reorganización opera mediante la saturación de los espacios de decisión y por la modulación de los afectos, del lenguaje y de la percepción, estrechando los horizontes de lo posible en la tentativa de someter la inteligencia algorítmica a una arquitectura de control (3). Lo que esta en curso es la explotación de un nuevo nomos global -aún inestable y no completamente mapeado-, en el cual las alianzas entre regímenes autoritarios y conglomerados tecnológicos moldean, en tiempo real, los limites de la política, del lenguaje y de la vida.
Es importante dejar claro: el problema no es la algorítmica en si -ella es, cada vez más, el nuevo campo de lucha. Es en ese plano que se reorganiza hoy la disputa por la democracia, por el lenguaje y por la imaginación política. Se trata, entonces, de una configuración emergente entre autoritarismo y tecnologías de control- algo que, por aproximación, podemos denominar como tecno fascismo. La palabra es provisoria y ya aparece en muchos contextos diferentes, pero nos parece mas que adecuada para abrir la caja-negra del presente que seguir insistiendo en un concepto -”neoliberalismo” – que ya no lo describe (4).
El efecto del uso inercial de ese concepto es el de una critica que gira en falso: ella continúa describiendo al enemigo con los mismos términos, aun cuando ya admite que las formas de dominación, los dispositivos de gubernamentalidad y, por consecuencia, los focos de resistencia se han transformado radicalmente. Persistir en una critica a lo “neoliberal” cuando ya se opera en un régimen tecno-político que, al mismo tiempo, se declara post-global -y lo hace no a través de la complacencia de las democracias liberales (que todavía están tratando de contener la marea), sino a través de la militarización y la multiplicación de zonas de guerra —, es como intentar descifrar el presente con un mapa antiguo, donde las nuevas fronteras aun no fueron trazadas.
El problema, entonces, no está en haber usado el termino, sino que en seguir usándolo como si el presente aun estuviese contenido en él. El apego a lo familiar produce un efecto de seguridad, pero también de ceguera: al mantener la critica donde ella ya no opera con eficacia, no se ve lo que esta emergiendo. Como toda lente desgastada, el concepto comienza a distorsionar en lugar de aclarar. Y, peor: se corre el riesgo de no reconocer como política y resistencia a aquello que ya esta aconteciendo, simplemente porque acontece fuera del vocabulario autorizado de la crítica. Es el caso de la resistencia ucraniana que no usa el rojo porque allí, el rojo, es el color favorito de sus verdugos.
La guerra de Ucrania representa, hoy, un divisor tanto conceptual como político. Contra toda tentación de verla apenas como un “conflicto geopolítico entre imperialismos”, lo que sucede allí es mucho mas profundo y urgente: una resistencia real, material y organizada, de una población que se moviliza para recomponer instituciones democráticas en medio de la destrucción. La resistencia ucraniana, en este caso, recoloca la política en el terreno de la inmanencia no como ideología, sino que como practica cotidiana de defensa de un deseo democrático claro: el de vivir en libertad, reconstruir instituciones y escoger sus propios aliados, inclusive el ingreso en la Unión Europea y en la OTAN. Zelensky fue electo justamente con ese mandato, que, nos guste o no, expresa un proyecto político legitimo ante un régimen autoritario que niega a Ucrania hasta el mismo derecho de existir en tanto país soberano.
Al acusar a Zelensky de ser un “payaso neoliberal”, es la propia izquierda la que acaba vistiendo la nariz roja del payaso. No se trata allí de un proyecto revolucionario trascendente, sino que, de la defensa, con las herramientas disponibles, de la continuidad de un proceso democrático ya instituido, así como precario, incompleto y marcado por contradicciones. Reconstruir las ciudades, mantener escuelas y hospitales funcionando, sustentar el vinculo colectivo bajo el trauma: ese es el gesto radical de la política en Kiev, Mykolaiv o Kharkiv.
Incluso en contextos diferentes, como la Franja de Gaza, reconocemos fuerzas que resisten a la destrucción absoluta, incluso sin un marco democrático ya establecido y atravesadas por mediaciones trágicas, como el ataque de Hamas a civiles israelíes: expresión de un fundamentalismo religioso que, en sí mismo, debería preocupar seriamente a la izquierda. La extrema violencia de los bombardeos ordenados por Netanyahu contra los palestinos -las masacres sobre la población civil, los cercos prolongados, los cortes de agua, luz y comida – y la catástrofe humanitaria en curso producen, bajo los escombros, redes de solidaridad, formas elementales de organización colectiva, tentativas concretas de sustentar la vida.
Estas formas de resistencia -diversas en sus condiciones, estrategias y horizontes – tienen en común la tentativa de sustentar la vida y recomponer vínculos políticos bajo las ruinas. Pero es justamente en Ucrania donde esa resistencia asume, de manera mas explicita, la tarea de reconstruir instituciones democráticas ya existentes, aunque frágiles y atravesadas por contradicciones. Es en ese terreno que se torna indispensable reconocer el gesto político que allí se afirma.
Reconocer ese proceso no es romantizar ningún nacionalismo, tampoco apagar las contradicciones internas de la democracia en Ucrania. Se trata de comprender que, ante la destrucción militar y simbólica conducida por Putin, la sociedad ucraniana produjo redes, formas de gobierno descentralizadas, alianzas democráticas y practicas tecno-políticas de resistencia (5). De modo paradojal, la guerra se transformó en un laboratorio de reinvención política —en que la defensa de la democracia no es una bandera abstracta, sino que un acto de sobrevivencia y de creación institucional. Incluso en medio de los escombros y los asedios, hay un gesto a la vez constituyente e instituyente —real, inmanente, político— que se opone tanto al imperialismo ruso como a la normalización de la excepción como régimen global.
Es por la lucha en Ucrania que pasa el futuro de Europa, no porque ella represente un ideal de pureza ideológica o un nuevo mesianismo, sino porque allí se torna visible la posibilidad concreta de recomponer un espacio político común en medio del colapso. La defensa de Ucrania es, en este sentido, también la defensa de Europa, en tanto proyecto federativo inconcluso y como campo en disputa donde la democracia aun puede ser ampliada, reinventada y pluralizada. Frente al ascenso de la extrema derecha, la crisis migratoria manipulada por intereses xenófobos y la erosión de la solidaridad transnacional, la experiencia ucraniana recoloca la cuestión europea como tarea política -no como bloque geo-económico cerrado, sino que como horizonte federativo abierto a la recomposición democrática entre pueblos, lenguas, culturas y luchas.
Su lucha opera en el plano de la urgencia: reconstruir ciudades, defender lenguas, mantener redes eléctricas, proteger a los niños, conectar redes civiles, reorganizar la vida común bajo bombardeo. Esta dimensión material de la resistencia es justamente lo que la crítica abstracta no consigue nominar porque no cabe en el vocabulario consagrado de la izquierda “antiimperialista” y de su foco monotemático sobre el neoliberalismo.
La negativa de amplios sectores de la crítica global, en reconocer esta lucha como política revela más sobre sus prisiones conceptuales que sobre la realidad concreta en la que la defensa de la democracia solo se vuelve posible enfrentando la brutalidad de la guerra desde dentro. Y quienes se niegan a armar a Ucrania en nombre del pacifismo abstracto también se convierten en corresponsables de la erosión del espacio democrático.
La preocupación de “no legitimar el Occidente neoliberal” se transforma, en este caso, en parálisis analítica y, en ultima instancia, en complicidad pasiva con la destrucción de los espacios que aun sostienen derechos e instituciones. Se trata no solo de un error político, sino que de una traición a la propia pretensión de pensar lo real a partir de la dinámica de las luchas y de la producción de derechos.
La pregunta, por lo tanto, no es «¿cuál es el lado correcto de la geopolítica?», sino: ¿dónde están hoy las fuerzas que intentan reconstruir, tras el colapso, las condiciones constituyentes e institucionales de la democracia?
Lo mismo aplica a la crítica de las plataformas digitales, la inteligencia artificial y la aceleración algorítmica. La tentación de fusionarlos bajo la etiqueta de «neoliberalismo digital» —o «capitalismo de vigilancia»— bloquea la pregunta más difícil y urgente: ¿qué tipo de intervención política es posible en este nuevo régimen de abstracción, control y mando? ¿Cómo podemos disputar el poder que se ejerce no solo sobre los cuerpos, sino también sobre las mentes, los datos, las conexiones, los afectos y los modelos de predicción?
La respuesta, si ha de ser estratégica, no puede basarse en la nostalgia de un Afuera. Lo que la perspectiva «afuera del neoliberalismo» nos trajo, como un caballo de Troya, fueron los regímenes de Trump y Putin. Exige, pues, la afirmación de un punto de vista inmanente en las luchas que ya están en curso: en los movimientos migratorios que escapan a la vigilancia —y a los que les importa poco o nada si están “reproduciendo una lógica neoliberal” cuando, en sus luchas, más allá de las ideologías, van a América a pelear por un pedazo del futuro, por la constitución e institución de sus derechos—; en las redes de solidaridad en medio de la multiplicación de las guerras; en los experimentos aún no nacidos de luchas algorítmicas; en los choques contra el cierre territorial y epistémico.
La política actual no se resume en la resistencia a la dominación- pasa por la invención de formas de vida que desafíen el colapso. Y esto no ocurre desde fuera, sino desde dentro de la crisis, desde dentro de la guerra, incluso para que esta no se extienda ni alcance los «márgenes» donde la paz, más que una opinión, sigue siendo, con todos sus problemas, un derecho establecido.
De esta manera, la política no solo se hace nombrando a los enemigos del pasado, sino reconociendo los conflictos del presente.
Finalmente, lo que escapa al «neoliberalismo» es la dimensión completa de la reconfiguración planetaria de las infraestructuras algorítmicas, ahora concentradas en formas del monopolio y oligopolio, operadas por las Big Tech: formas privadas post-soberanas que, no solo extraen datos, sino que modulan el deseo, el lenguaje, los comportamientos y las decisiones. Esta reorganización está vinculada al regreso de los nacionalismos como barreras activas al mercado global, produciendo una estriación del espacio mundial que interrumpe los circuitos de circulación e interdependencia que han marcado abiertamente las últimas décadas. Al mismo tiempo, se intensifica el intento de derrumbar el régimen de derechos universales, sustituyéndolo por formas selectivas de excepción y un apartheid jurídico-tecnológico. La multiplicación de zonas de guerra de alta intensidad —desde Europa del Este hasta Oriente Medio— se entrelaza con guerras comerciales, expresadas en aumentos arancelarios, sanciones unilaterales y embargos cruzados. En este escenario, el dólar —la moneda global por excelencia, sustentada por una hegemonía construida no solo sobre la fortaleza económica, sino también sobre la estabilidad institucional y la confianza depositada en las democracias liberales— comienza a perder su centralidad. Su papel no se limitaba a la convertibilidad o la reserva de valor: funcionaba como ancla monetaria para un cierto horizonte de previsibilidad global, basado en acuerdos legales, marcos multilaterales y, aunque de forma desigual, en la referencia a una base institucional democrática mínima.
El debilitamiento del dólar, en este sentido —sin que ninguna otra moneda pueda sustituirlo, ya que una moneda no se crea por decreto— no solo es un síntoma del declive de un dispositivo técnico-financiero asociado al desmoronamiento de la hegemonía estadounidense. Es, sobre todo, un indicio de la erosión de las condiciones políticas que sustentaban un tipo de articulación planetaria abierta a las disputas democráticas, a la circulación y negociación de diferencias, y que permitió el surgimiento de formas políticas transnacionales, redes insurgentes y experimentos democráticos globales.
Lo que amenaza con surgir en su lugar es un sistema fragmentado, guiado por esferas de influencia, sostenido por fuerzas mucho más letales que el dólar —o cualquier moneda—, como el pánico nuclear, eficaz precisamente en la medida en que erosiona la confianza en la democracia.
A esto se suma el surgimiento de formas de resistencia que, paradójicamente, también son acusadas de neoliberales, precisamente porque despojan a la sociedad de las apariencias ideológicas consagradas por las tradiciones. Estas son luchas que no se reconocen en fórmulas heredadas, sino que operan en un plano concreto: supervivencia, recomposición institucional, cuerpos asediados, y, por esta misma razón, escapan a la crítica que insiste en guiarse por una cartografía conceptual obsoleta.
Si hay un nombre que deba reinscribirse en el centro del debate, quizás sea otro: democracia. No como una fórmula vacía o un fetiche institucional, sino como un campo inestable de experimentación, defensa y reconstrucción. La democracia como tarea. Como proceso. Como riesgo, pero también como una garantía mínima de que es posible competir sin miedo a la muerte ni al asesinato político.
Los procesos democráticos pueden perderse, capturarse, derrotarse, pero hay que luchar por ellos y vivirlos como lo que son: campos de lucha y experimentación de la libertad, expresiones de poder constituyente e instituyente. Y por esta misma razón, necesitan ser defendidos en los lugares concretos donde se ven amenazados y reinventados: dentro de la guerra, y no fuera de ella; En Ucrania, en las batallas de las redes, con los migrantes, con quienes sufren bombardeos, en las brechas de las infraestructuras algorítmicas.
Más que acertar con el nombre, se trata de reabrir la escucha hacia dónde se mueve algo, y nombrar, aquí, no es describir: es elegir un campo de intervención inmediata. Y quizás, en este momento, el nombre más incómodo, más exigente, más olvidado, es precisamente el que más importa.
Repitámoslo, entonces: DEMOCRACIA
Felipe Fortes: es Doctor en Filosofía; investigador del pos-doctorado en el Programa Pós-Graduação de Comunicação e Cultura da UFRJ, con beca de la FAPERJ. Es miembro de los grupos de investigación Laboratório Território e Comunicação (LABTeC) y de la Rede Universidade Nômade. Con Giuseppe Cocco, dicta la catedra “Aceleração Algorítmica, Democracia e Trabalho” en el Colégio Brasileiro de Altos Estudos da UFRJ (CBAE).
Traducción del portugués: Santiago Arcos-Halyburton
NOTAS:
1.- Ideológicamente, muchas de las nuevas dinámicas pueden incluso presentarse bajo formas neoliberales: discursos de mercado, lenguaje empresarial, retórica de la eficiencia o la libertad individual. Pero lo que importa no es la forma ideológica en que se anuncian, sino sus implicaciones materiales. La forma de gobierno de Trump es un ejemplo paradigmático: aunque a menudo se le asocia con el «neoliberalismo», rompió con los pilares centrales de las prácticas neoliberales, adoptando políticas proteccionistas agresivas —como aranceles unilaterales contra China, Europa y México—, desmantelando acuerdos multilaterales y reestructurando el papel del Estado como agente económico nacionalista. Esto no es, por lo tanto, una continuación del neoliberalismo ni un simple cambio, sino una ruptura efectiva con su lógica —económica, jurídica y geopolítica—.
2..- Lula representa, ejemplarmente, el impasse conceptual y político que este texto pretende criticar. Al mismo tiempo que denuncia, con razón, la violencia perpetrada por Israel en Gaza, flirtea sistemáticamente con el putinismo, ya sea minimizando la responsabilidad de Rusia en la guerra en Ucrania o reiterando críticas asimétricas a Zelenski y la resistencia ucraniana. Esta postura, disfrazada de diplomacia «equilibrada», revela no neutralidad, sino una división cínica y selectiva que se niega a reconocer como política legítima la lucha de un pueblo por la autodeterminación democrática.
3.- Hemos llamado a esta forma de poder noopoder. En: COCCO, Giuseppe; FORTES, Felipe. Aceleración algorítmica, crisis de soberanía y noopolítica: la batalla por el control de las redes. Common Place – Estudios de medios, cultura y democracia, Río de Janeiro, n.º 72 (Guerras), sección “Rede Moitará”, pp. 43–70, 30 de abril de 2025. Disponible en:
https://revistas.ufrj.br/index.php/lc/article/view/68200/43224
4.- Como nos recuerda Marx, es el ser humano quien explica al mono, y no al revés. Del mismo modo, no son los residuos del neoliberalismo los que explican las transformaciones actuales del capitalismo, sino estas mismas transformaciones las que reconfiguran el significado de los elementos heredados. El emprendimiento difuso, por ejemplo, persiste, pero ya no es un vector de reorganización estructural: es un punto de partida, no un punto final. Las dinámicas que importan aquí son aquellas que desestabilizan la forma consolidada del sistema, no aquellas que, aunque incorporadas, persisten como residuos dentro de un nuevo orden social, un nuevo modo de acumulación, un nuevo nomos. Lo mismo ocurre en el campo de la inteligencia: es la hibridación entre la inteligencia humana y la artificial la que desafía y redefine lo que entendemos por inteligencia, y no al revés.
5.- Un ejemplo concreto de estas prácticas tecnopolíticas de resistencia es el desarrollo, en plena guerra, de tecnologías de desminado territorial, llevadas a cabo mediante colaboraciones público-privadas entre el gobierno ucraniano y startups locales. Estas innovaciones se guían no solo por objetivos militares, sino también por la reconstrucción civil y la protección de la población. Véase: Innovation Under Fire: Inside Ukraine’s Race to Reinvent Demining, disponible en:
https://tech.eu/2025/06/04/innovation-under-fire-inside-ukraines-race-to-reinvent-demining/