Achille Mbembe: «Internet se ha convertido en una religion»

Achille Mbembe analiza con Bregtje van der Haak la historia y el horizonte de la comunicación digital y la identidad en el continente africano. Mbembe sugiere que lo que algunos consideran la explosión de Internet es en realidad la continuación de viejas culturas en la nueva era del afropolitanismo.

Autora: Bregtje van der Haak

La introducción del teléfono móvil ha provocado grandes cambios, especialmente en África. ¿Cree que la convergencia de los teléfonos con la conectividad a Internet producirá un cambio similar?

Por supuesto. La introducción del teléfono móvil en el continente ha supuesto una revolución en las formas de relacionarse de las personas. La forma en que se tratan a sí mismos, la forma en que se cuidan, señala un cambio en la manera en que los africanos contemporáneos se entienden a sí mismos. Cómo se relacionan entre sí y, lo que es más importante, con el mundo, en el sentido de que hoy en día casi cualquier africano no puede estar sin estar conectado con el resto del mundo, con el resto del continente. Internet desempeñará exactamente el mismo papel. Ayudará a África a experimentar el tipo de evolución tecnológica que han experimentado otros continentes y sociedades.

¿Cree que la visión tecno-utópica de llevar todo el conocimiento a todo el mundo es posible?

La tecnología no es nada sin la capacidad de hacer soñar a la gente. Ahí reside el poder de la tecnología. Se adopta en la medida en que la gente cree en la promesa de heredarla, de que mejorará su propia vida, la hará mejor y se liberará de las limitaciones estructurales. Internet intensifica esa capacidad de soñar y esa narrativa de liberación, antes invertida en otro tipo de utopías, revolucionarias y progresistas. Las narrativas de liberación, la promesa de liberación total, reside ahora en dos cosas: por un lado en la religión y por otro en la mercancía y la tecnología. La mercancía, la tecnología y la religión se fusionan de una manera nueva. Internet se ha convertido en una religión electrónica al servicio de la ideología del consumidor. Esa es la importancia del papel clave que desempeñan las multinacionales y otras grandes empresas. El peligro de esto es que la política, tal y como la entendíamos antes, ahora está casi vacía. Como decía hace poco un amigo mío, «la política se está convirtiendo en un negocio para perdedores».

¿Podría Internet revitalizar también la esfera pública, la política?

De forma intermitente. Es un poderoso instrumento de movilización, para la rápida circulación de todo tipo de mensajes, no todos ellos progresistas. Puede servir para cualquier propósito, pero no es suficiente para crear una esfera pública. Es muy efímero, en el sentido de que no se puede prescindir del encuentro cara a cara. Eso es absolutamente central en la política. Internet es un medio, no el fin. Pero vivimos en una coyuntura en la que se nos hace creer que es el fin. Ya no hay distinción. No creo que esto sea sostenible para aquellos que quieran cambiar el actual orden social mundial. Esta confusión de medios y fines es extremadamente peligrosa y sirve a los intereses de los poderosos. Pero la cultura de nuestro tiempo nos pone en una situación en la que tenemos que creer que la distinción entre medios y fines ya no significa nada. Una crítica política de Internet debe partir de ahí.

Esto es lo que se ha eliminado totalmente en los clips promocionales realizados por Google y Facebook. Simplemente dicen: queremos llevar Internet a todos, para hacer del mundo un lugar mejor. Es un mensaje muy simple y unidimensional.

Internet se ha convertido en una religión, pretende ser la salvación. Estás salvado si te quedas pegado a Internet, conectado, porque te traerá todo lo que necesitas para ser feliz.

Facebook y Google han creado estrategias de expansión global. ¿Cree que existe un paralelismo con los tiempos del imperialismo? Ahora Google y Facebook compiten por las partes del mundo que aún no están conectadas a sus redes.

Sí, es más o menos la lógica de la dominación. Es parte de la planetarización del capital, pero no funciona igual en todos los espacios. Una de las principales formas espaciales típicas de la geografía de nuestro tiempo es el enclave (territorio de un Estado con distinciones políticas, sociales o culturales), el offshore (empresas y cuentas bancarias abiertas en territorios donde hay menos impuestos para fines lícitos), la zona. No existe un globo terráqueo plano. Es un globo segmentado, en el que la gente salta sobre grandes porciones de territorio que no están conectadas de ninguna manera. Esto se puede ver muy claramente en África. Tenemos una economía extractiva que está conectada a una economía financiera muy abstracta en este enorme espacio, que está conectada de forma desigual —primero entre sí— y luego con el resto del mundo. Me parece que esta geografía anticipa en qué se está convirtiendo el mundo.

Usted se refirió a África como la última frontera. ¿Qué quiere decir con eso?

Es el último territorio de la tierra que aún no se ha sometido totalmente a la dominación del capital. Sus recursos minerales apenas se han explotado. Es la última gran parte del Universo que aún no se ha relacionado totalmente con sus múltiples partes. Imagínese que, para ir de Casablanca a Ciudad del Cabo, se pasa casi todo el día dentro de un avión. Es un gran continente. Pero no tenemos ningún ferrocarril de Casablanca a Ciudad del Cabo o de Ciudad del Cabo a El Cairo. No tenemos el tipo de carreteras interamericanas. África es la última frontera del capitalismo en el sentido de que, incluso para una gran potencia como China, su economía sólo puede funcionar mediante el suministro de recursos básicos del continente. Y después de China, será África.

Muchas personas encuestadas en Asia y África dicen que Facebook es tan importante para ellos que el resto de Internet no existe. ¿Vivimos en un mundo de Facebook?

Sí, definitivamente. El fantasma de vivir en muchos planos diferentes al mismo tiempo. Me parece que la habilidad de Google y Facebook está en aprovechar las fantasías humanas profundas y ocultas y convertirlas en productos que se venden y compran en un mercado que es global y que desencadena nuevas formas de interacción que no hemos visto antes.

Pero también es una forma de publicar y difundir ideas.

Sí, definitivamente. Pero me interesaba más el tipo de yo que surge en el crisol de estas nuevas tecnologías y cómo estas tecnologías se convierten en una extensión de nosotros mismos y borran la distancia entre el ser humano y el objeto. Los seres humanos ya no se contentan con ser simplemente seres humanos. Quieren añadir a lo que son, los atributos de la cosa y el objeto.

Me refiero a la medida en que nuestra propia relación con nosotros mismos y con nuestro entorno cambia por el tipo de tecnologías que practicamos o intercambiamos; esta capacidad de multiplicación y reproducción cambia algo en nuestra mentalidad. Esta comunión y fusión entre el ser humano vivo y el objeto, o la tecnología, está en el origen de nuevas formas de ser que no hemos visto antes. Tienen serias implicaciones para quienes se interesan por la cuestión de la política y la liberación. La tarea anterior era asegurarse de que el ser humano no es un objeto. La emancipación significa que no puedo ser tratado como un objeto. Ya sea un ser racional, una mujer o un trabajador, quiero ser tratado como un ser humano. Ahora bien, si el humano comienza a desear tener algunos de los atributos del objeto, entonces ¿en qué consiste la emancipación?

¿Hay un giro africano específico en todo esto?

Ahí es donde África se vuelve realmente interesante, porque en las cosmologías africanas, en los sistemas de pensamiento africanos anteriores a la época colonial, e incluso ahora, una persona humana puede metamorfosearse en otra cosa. Puede convertirse en un león y luego en un caballo o en un árbol. Y esta capacidad de conversión en otra cosa se aplicó también a las transacciones económicas. Siempre estabas negociando con alguna otra fuerza o alguna otra entidad. Y tú siempre estabas ocupado tratando de capturar parte del poder invertido en esas entidades para añadirlo a tus propios poderes. Así que, si se quiere pensar en estos términos más bien esencialistas, África es un terreno fértil para las nuevas tecnologías digitales porque la filosofía de estas tecnologías es más o menos la misma que las antiguas filosofías africanas. Este archivo de permanente transformación, mutación, conversión y circulación es una dimensión esencial de lo que podemos llamar cultura africana. Internet responde directamente a este impulso y su éxito cultural se explica por el hecho de que se encuentra a un nivel muy profundo con lo que siempre ha sido el modo en que los africanos transan consigo mismos y con el mundo. Y que, de hecho, los africanos eran posmodernos antes del posmodernismo. Si quieres hacerte una idea del mundo que viene, del mundo que nos espera, ¡fíjate en África! Verás los síntomas y las expresiones de ese mundo que nos espera. Y la mayoría de las lecturas del continente no han sido capaces de ponerlo de relieve porque miran hacia atrás, y no de forma prospectiva.

Entonces, en cierto modo, ¿está diciendo que el mundo digital es un mundo africano?

Por supuesto. De hecho, el mundo de África, el mundo precolonial, así como el mundo actual, siempre ha sido algo digital. Y lo que vemos ahora es la reconciliación de esa cultura y una forma que viene de fuera. Pero, ¿dónde están las fuerzas que ayudarán a domar esa forma y a orientarla hacia fines sociales, la justicia de la igualdad, la libertad y la democracia, en lugar de hacia el empeoramiento de la desigualdad, la depredación y el saqueo?

La idea es que África era digital antes de serlo. Y cuando se estudia detenidamente la historia cultural del continente, salen a la luz una serie de cosas sobre cómo se constituyeron las sociedades africanas y cómo funcionaron. En primer lugar, se constituyeron a través de la circulación y la movilidad. Cuando se examinan los mitos sobre el origen de África, la migración ocupa un papel central en todos ellos. No hay un solo grupo étnico en África que pueda afirmar seriamente que nunca se ha desplazado. Sus historias son siempre historias de migración, es decir, personas que van de un lugar a otro y, en el proceso, se fusionan con muchas otras personas. Así que en ese movimiento y amalgama, recopilas los dioses, conquistas una etnia, la derrotas militarmente y tomas sus dioses como propios, o tomas a sus mujeres como esposas y así se convierten en tus padres.

En segundo lugar, una extraordinaria plasticidad: la capacidad de acoger lo nuevo, lo iniciático. La plasticidad y la voluntad de probar lo nuevo se ha visto en todo el continente. La gente no creerá en el Dios de los musulmanes de la misma manera que la gente de Arabia Saudí. El islam senegalés es muy diferente del islam de Irán o de Arabia Saudí. Tomar formas de moneda, en África Occidental durante siglos se utilizaron todas las monedas. Si vas a Zimbabue ahora mismo, puedes usar el dólar, el rand (moneda sudafricana), la libra, el yen, esa multiplicidad de cosas. Sigues convirtiendo una cosa en otra. Esta flexibilidad y esta capacidad de innovación constante, de ampliación de lo posible, es también el espíritu de Internet, es el espíritu de lo digital, y es el mismo espíritu que se encuentra en el África precolonial y contemporánea. Y lo que se hace es construir el encuentro, la reconciliación entre estas formas y el archivo cultural que aún forma parte de la vida cotidiana, con el propósito de construir una sociedad afropolitana comprometida con los ideales de libertad y liberación.

¿Cómo concilia la idea que acaba de desarrollar, el mundo digital como mundo africano, con el escaso éxito de las aplicaciones y la innovación tecnológica africanas?

Me parece que no hay ninguna otra parte del mundo donde la gente se vea obligada por las malas circunstancias a innovar tanto como en este continente. Es una innovación constante y permanente. Si no innovas en las formas de pensar, en las formas de hacer las cosas, no vas a poder sobrevivir. Pero ¿cómo conseguir que esta inagotable capacidad de innovación esté al servicio de un tipo de creación mayor que pueda impulsar al continente, que pueda ayudarle a levantarse y a convertirse en su propio centro?

¿Cómo podemos asegurarnos de que las instituciones no obstaculicen esta capacidad de innovación? La posibilidad de que Internet ayude a resolver este dilema institucional es algo en lo que debemos pensar de forma creativa. Puede ser la cuña que ayude a cortar el lazo de la supresión entre las instituciones y la innovación.

Los chinos y los indios vienen aquí para obtener algo de África, pero los estadounidenses y los europeos siguen anclados en la idea de que tienen que traer algo …

Sí, esa es la gran división. La división de principios del siglo XXI es precisamente entre los que piensan que esta es una tierra de caridad, en la que se aporta algo a esta pobre gente que apenas puede vivir, y los que vienen aquí porque saben que es el laboratorio del futuro y que aquí hay cosas que se pueden cosechar. Occidente, por supuesto, sigue siendo un actor principal, pero están entrando nuevos actores, se están estableciendo nuevas conexiones para los que vivimos en un lugar como Johannesburgo, por ejemplo. Es fácil verlo. Basta con tomar un vuelo que vaya a Shangai o a Bombay o a São Paulo y compararlo con un vuelo que vaya a Nueva York o a Londres. Son dos mundos totalmente diferentes. Por un lado, el mundo del futuro y, por otro, el del pasado. ¿Dónde quiere ir el continente, con quién? ¿Y cuáles son las fuerzas que deberían movilizarse para marcar la diferencia?

¿Cree que el aumento de la conectividad a Internet disolverá las fronteras entre el campo y las ciudades, o la ciudad será de los conectados y el campo de los desconectados?

En primer lugar, asistimos a una reducción de la distancia entre las ciudades y las zonas rurales, a una intensificación de la circulación y las transacciones entre ambas. La gente va constantemente de un lado a otro, hasta el punto de que resulta un poco difícil distinguir lo que es urbano y lo que es rural. En un lugar como Kinshasa, por ejemplo, según los que estudian la ciudad, se observa una ruralización de la ciudad y una urbanización de lo rural.

Esa es la tendencia que se intensificará en los próximos años. En varios países, hemos visto un aumento de la electrificación de las zonas rurales. En el sur de Camerún, por ejemplo, la mayoría de los pueblos están ahora electrificados. Y con la electricidad viene todo lo que estábamos hablando: la televisión, el acceso a Internet, los teléfonos móviles, etc. Lo que veremos es la densificación de todo tipo de redes, tanto humanas como tecnológicas, que reconfigurarán todo el mapa espacial africano.

¿Cree que con el aumento de la conectividad, las fronteras internas de África tenderán a disolverse?

Lo que veremos es una pluralización de las fronteras, en el sentido de que seguiremos teniendo estas fronteras físicas, las fronteras coloniales. Pero estas fronteras físicas serán sustituidas por todo tipo de interacciones, la mayoría de ellas virtuales. Esto ya está ocurriendo. Así que, poco a poco, la idea de las fronteras físicas se irá deslegitimando debido a la intensidad del tráfico virtual, que podría llevar a la reformulación de las entidades nacionales. Creo que el futuro está abierto, pero la contestación de las fronteras aumentará, más aún porque Europa está ahora fuera del alcance de muchos africanos. Habrá un aumento de la urbanización. Si se viaja hoy de Lagos a Accra, es como una gran ciudad costera. Dentro de 50 años, nadie conocerá las fronteras de Lagos porque se expandirá físicamente desde Lagos hasta Accra. Así que la pregunta es política: ¿nos anticipamos a eso? ¿O esperamos a que se produzca de forma caótica y desorganizada?

Pero cultural y psicológicamente, ¿contribuirá esto a un nuevo tipo de mentalidad e identidad panafricana?

Contribuirá a la aparición de algo que yo llamo mentalidad afropolitana, en el sentido de que habrá más circulaciones dentro de este continente increíblemente grande. Ya te hablé del millón de chinos. En Angola y Mozambique, en los últimos cinco años, hemos visto regresar a 18.000 portugueses, algunos de los cuales se fueron durante la colonización, otros acaban de llegar. Hay gente que viene del sur de Asia. Marroquíes que vienen del norte y se instalan en las principales ciudades sudafricanas. Así que el afropolitanismo es el movimiento cultural que acompaña a estos procesos históricos, algunos de los cuales son totalmente nuevos. Es más que panafricanismo, es algo que hace de África el punto de encuentro de diferentes movimientos migratorios.

En algunos lugares, vemos cómo se establecen nuevas fronteras con el uso de la tecnología, por ejemplo aquí en Sudáfrica.

Esto es típico de la era de la globalización que atraviesa el mundo. También es típico de la era del capital financiero que, para su reproducción, necesita constantemente eximirse de cualquier obligación con una determinada localidad, aumentando así la importancia del offshore, por ejemplo.

¿Cree que los regímenes totalitarios de África pueden transformarse en regímenes totalitarios con ayuda tecnológica?

Si los regímenes totalitarios de África quieren ser más sofisticados en su control del pueblo, pueden hacerlo, pero no estoy seguro de que tengan los medios o la inteligencia. A veces los regímenes totalitarios son bastante estúpidos.

En el mejor de los casos, dentro de cinco o diez años, ¿dónde estaremos?

En 15 años, tendremos un continente totalmente diferente. Tendrá poblaciones que se mueven a un ritmo más rápido que ahora: tendrá más conexiones físicas entre diferentes partes del continente; tendrá una clase media más grande; tendrá enclaves de pobreza, desempleo e incluso guerra; tendrá muchas más personas que vendrán y se establecerán en el continente, especialmente personas que vendrán de Asia; y tendrá, ya que es el tema de nuestra conversación, millones de personas que estarán aún más conectadas a las nuevas tecnologías.

Por cierto, los más pobres se beneficiarán de estos avances. El mayor reto, por supuesto, seguirá siendo cómo poner a la gente a trabajar. Internet por sí solo no resolverá los problemas políticos. Tenemos que reinvertir en lo político, es decir, en las formas de lucha, en las luchas sociales y políticas, con el objetivo de crear sociedades más justas.

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Artículo original publicado en Conexão Malunga

Traducción del portugués: Alejandro de los Santos

Jun Fujita Hirose: Deleuze, Guattari y el devenir-mujer contra el feudalismo de plataformas

¿Por qué la obra de Deleuze y Guattari sigue siendo relevante? ¿No estamos ya mismo en pleno siglo XXI bien lejos del Mayo Francés del 68? Cuando parece que después de casi dos años de pandemia hay que derribar cualquier atisbo de pasado y pensarlo todo de nuevo, el filósofo y crítico de cine Jun Fujita Hirosa (Tokio, 1971) viene a demostrar con dos libros, Cine-capital y ¿Cómo imponer un límite absoluto al capitalismo? (los dos editados por Tinta Limón), que algunas claves combativas de este presente están, todavía, en los escritos de esa unión fructífera como fue la del filósofo Gilles Deleuze y el psicoanalista Félix Guattari.

 

Con amplio recorrido en el ámbito universitario -es docente en la Universidad de Ryukoku (Kioto)- la escritura sobre cine, la traducción y el trabajo con filósofos occidentales (como Toni Negri), Fujita Hirose nos muestra el modo en el que el aparato teórico de Deleuze y Guattari sirve para construir una mirada crítica y alejada de la sumisión respecto del cine y una actualidad asfixiante donde se tensionan un virus mortal, la autoexplotación laboral y la insatisfacción constante como signos ineludibles de época.

 

¿Cuándo tomás contacto con la filosofía de Deleuze y Guattari y en qué momento de tu vida estabas? ¿Qué fue lo que te atrajo en esa primera instancia?

Mi primer contacto directo con su filosofía es cuando compré La imagen-movimiento (1983) y La imagen-tiempo (1985) de Gilles Deleuze en la librería del Museum of Modern Art de Nueva York en 1993, es decir, hace casi treinta años. Cuando era estudiante de la Universidad Waseda de Tokyo, pasé un año en Nueva York como interno de Anthology Film Archives de Jonas Mekas. Frecuentaba diariamente la sala de cine del MOMA y un día encontré en su librería aquellos dos volúmenes de Deleuze sobre cine. Lo que más me atrajo de esos libros es su modo de captar el carácter distintivo de la obra de cada cineasta. Lo condensa prácticamente en una sola frase de tamaño comparable al de un haiku. Por ejemplo, la obra del cineasta japonés Yasujiro Ozu es, según Deleuze, en la que “todo es ordinario, incluso la muerte y los muertos”, y punto final. O el cine de Alfred Hitchcock es en el que “las reacciones del público deben hacerse parte integrante del film”, y punto final. En mi nuevo libro, ¿Cómo imponer un límite absoluto al capitalismo?, adopté ese estilo haiku deleuziano para definir los tres libros principales del dúo Deleuze y Guattari: El anti-Edipo (1972) propone el devenir-fuera-clase de la clase proletaria; Mil mesetas (1980), el devenir-minoritario de las minorías; ¿Qué es la filosofía?, el devenir-animal de los hombres, y punto final. Por eso el libro resultó pequeño y delgado.

 

 

En Cine-Capital abordás la posibilidad del devenir revolucionario de ciertas imágenes…

Las imágenes devienen revolucionarias cuando invierten la primacía del montaje sobre ellas. Las imágenes se ponen a valer por sí mismas, sin pasar por su valorización a través del montaje. El cine de forma clásica muestra las imágenes bajo ciertos aspectos determinados por el montaje que las empalma. Mientras que el cine de forma moderna (el neorrealismo italiano, la Nouvelle Vague francesa, etcétera) tiende a mostrar cada imagen bajo todos sus aspectos, en su totalidad. En el cine moderno ya no ves una parte determinada de la imagen, sino la entera imagen hasta sus signos ópticos más microscópicos, y ya no escuchas una parte determinada de cada elemento sonoro, sino la escucha enteramente. Esto es lo que Deleuze llama “situación óptica y sonora pura” en La imagen-tiempo. Se trata de una democracia absoluta de todos los signos presentes en una imagen o en un sonido. Ya no hay ninguna selección o jerarquización entre los signos de una imagen o de un sonido. A tal aparición inmediata de cada imagen en su plenitud semiótica material, la llamo yo “devenir-revolucionario de las imágenes” en Cine-capital.

 

¿Se puede trasladar eso a Netfilx y otras plataformas de streaming teniendo en cuenta que están modificando la sensibilidad de los espectadores?

Las plataformas de streaming nos invitan a ver las películas en las pequeñas pantallas, que sean de televisor, de computadora, de tableta o de smartphone. Esto constituye condiciones negativas para el devenir-revolucionario de las imágenes, dado que te es tanto más difícil percibir los microsignos cuanta más pequeña sea tu pantalla. En la pantalla de tu smartphone tus ojos captan apenas unos macrosignos y nada más. A veces es difícil incluso seguir lo narrativo. Segundo, las plataformas hacen proliferar “series” que gastan hasta veinte o treinta horas para contar historias que las películas en cine cuentan en una hora y media. Ese alargamiento del tiempo o dilación de la narración puede dejar a los microsignos puramente ópticos y sonoros que penetren en las películas y prevalezcan sobre los macrosignos narrativos. La heroína de la serie coreana de Netflix, Cuando la camelia florece (2019), dice: “Nuestro amor no marcha como los jiaozi cocidos sino como los jiaozi al vapor”. Las películas de cine deben cocinar los jiaozi (ravioles chinos) en un abrir y cerrar de ojos al meterlos en el agua hervida, mientras que las series pueden cocinarlos despacio al “vapor”, es decir, en una neblina semiótica puramente material y no narrativa.


 “Lxs trabajadorxs de plataformas digitales son asimilables a los arrendatarios de antaño, y las plataformas, a los latifundios. La forma de ingresos de las empresas de plataformas digitales es asimilable a la renta feudal.”


 

Los tres libros de Deleuze y Guattari de los que hablás son parte de una suerte de canon revolucionario. ¿Donde considerás que aún reside su potencia creativa y estimulante?

El anti-Edipo invita a los proletarios a devenir “fuera clase”, yendo más allá de su lucha por el interés de clase. Mil mesetas invita a las minorías a devenir-minoritario, yendo más allá de sus luchas por reconocimiento como subconjuntos particulares de la mayoría. Y ¿Qué es la filosofía? invita a los “hombres”, es decir, a los ciudadanos provistos de derechos, a devenir-animal, yendo más allá de su humanitarismo, ante lxs pobres sumidxs en las situaciones asimilables a las de los animales moribundos. El pensamiento de Deleuze y Guattari no para de estimularnos al incitarnos así a hacer un esfuerzo más. En este sentido es nuestra propia creatividad la que está en juego en la lectura de sus libros. Los autores crean “problemas”, para los cuales no hay soluciones más que creativas. Hablar del capitalismo como axiomática es presentarlo como “problema”. Por ejemplo, en ¿Qué es la filosofía?, cuando dicen que los derechos humanos son axiomas que pueden coexistir y coexisten de hecho con axiomas genocidiarios en el sistema capitalista, Deleuze y Guattari presentan este problema para invitar a las personas a hacer un esfuerzo más, el cual consistirá en buscar una solución más general que la de la universalización de los derechos humanos. En los libros de Deleuze y Guattari, nos encontramos antemuros de imposibilidades, que nos fuerzan a trazar líneas de fuga revolucionarias.

 

Pensaba que se viven tiempos de autoexplotación y trabajo precarizado. ¿Cómo generar una revolución o devenir revolucionario cuando el individuo tiene que luchar contra sí mismo inserto en un sistema mediatizado por lo virtual?

Quizá nos sea preciso hablar de la relación “feudal” entre las plataformas y lxs trabajadorxs, antes que de la “autoexplotación”. Es decir, de la relación capitalista o salarial de lxs trabajadorxs con sí mismxs. De hecho, lxs trabajadorxs de plataformas digitales son asimilables a los arrendatarios de antaño, y las plataformas, a los latifundios. La forma de ingresos de las empresas de plataformas digitales es asimilable a la renta feudal. Los “señores” digitales no se disputan para nada por la mejor producción de bienes o de servicios, sino por la conquista de territorios (hasta el espacio sideral en el caso de Jeff Bezos), y los capitales se invierten en actividades destinadas a este objetivo monopolista u oligárquico. En resumen, la economía de plataformas es un feudalismo organizado por el capital. Desde la segunda mitad de los años noventa estamos asistiendo al surgimiento de lo que el eminente economista francés Cédric Durand llama “tecno-feudalismo”. Actualmente, en muchas partes del mundo, lxs trabajadorxs de plataformas digitales se están organizando en sindicatos y se están poniendo a luchar por reivindicar el reconocimiento de su estatus de “trabajador” o “asalariado”. Según Deleuze y Guattari, tal lucha es necesaria pero no suficiente para el devenir-revolucionario: necesaria, porque todos los grupos revolucionarios se forman primero bajo un interés colectivo, y no suficiente, porque los grupos devienen-revolucionario cuando van más allá de la lógica de interés, con la cual el capitalismo somete a los flujos a su control.

 


“Es fácil imaginar que un día dices: “¡Ya basta con la compra interminable de las mismas cosas!”, incluso cuando sigues recibiendo estímulos neuronales, cuando todos los productos están diseñados para morir, y cuando tu poder adquisitivo está amplificado por los dispositivos de endeudamiento.”


 

Por otra parte, la vinculación con el trabajo está siendo cada vez más atomizada y sectorizada. Desde la desintegración de los sindicatos hasta el enaltecimiento engañoso del trabajo freelance

Creo que hablas del fenómeno que David Graeber llama “bullshit jobs”. ¿Qué son los bullshit jobs? Sin retomar el argumento del antropólogo anarquista, yo digo que son simulacros del trabajo. Si el “trabajo” digno de su nombre consiste en crear y socializar nuevos valores, sus simulacros no hacen más que manejar valores ya existentes. El fenómeno se remonta hasta finales de los años sesenta, cuando el capital industrial empezó a sufrir rendimientos decrecientes en la innovación. Con la innovación condenada a escasa eficacia, el capital industrial se financiariza siempre más por un lado, y por otro, se valoriza siempre más por medio de la reproducción de valores existentes, al recurrir a las nuevas estrategias de mercadotécnicas (la obsolescencia programada, el neuromarketing, etcétera) y a la generalización de créditos de consumo. Sin embargo, es fácil imaginar que un día dices: “¡Ya basta con la compra interminable de las mismas cosas!”, incluso cuando sigues recibiendo estímulos neuronales, cuando todos los productos están diseñados para morir, y cuando tu poder adquisitivo está amplificado a lo infinito por los dispositivos de endeudamiento. Es decir que dominados por los mismos valores reciclados, los mercados de bienes están en crisis permanente, tendiendo a su saturación completa. De ahí el hecho de que siempre más empresas se “zombifican” en paralelo con la conversión del trabajo asalariado en simulacro. Las “empresas zombis”, ya muertas al nivel de la rentabilidad y sólo sobrevivientes con financiamientos externos, que sean bancarios o estatales, son empresas simuladas por excelencia.

 

¿Es el momento de mayor alienación a nivel laboral en cuanto a la búsqueda de una zona de placer y realización?

Si, estamos viviendo, como dijiste, en el “momento de mayor alienación”, lo estamos porque una parte siempre mayor del capital industrial se convierte en su simulacro. Pero al contrario, los “trabajos esenciales” no son para nada simulacros. Son “trabajos” dignos de su nombre, en cuanto que siempre producen o contribuyen a producir nuevos valores: la vida. Sin embargo, están mucho menos pagados que los bullshit jobs, como lo señalan todas las investigaciones. Como si el capitalismo te dijera: “Es razonable que te pago tanto menos, cuanto más te realizas en tu trabajo o cuanto menos te sientes alienadx.” A través de tal distribución asimétrica de ingresos, lxs trabajadorxs bullshit (asalariadxs) explotan a lxs trabajadorxs esenciales (precarizadxs). Aquí está la principal división de clases de hoy, mucho más fundamental que aquella paradójicamente sostenida por el propio Graeber en el momento de Occupy Wall Street, a saber, la del 99 por ciento versus el 1 por ciento. A mi juicio, ésta última es un “significante flotante” populista, cuya potencia política es bastante limitada, precisamente porque no se ancla en la realidad ontológica de la estructura de base.


 “Verónica Gago habla del feminismo como movimiento “viral”, que nos afecta a todxs y nos fuerza a hacer alianza entre nosotrxs en un devenir-mujer. Por ejemplo en el estallido chileno, lxs habitantes metropolitanxs devienen-mujer, al mismo tiempo que lo devienen los pueblos minoritarios.»


¿Cuál tu intención final al publicar libros que traten estos temas?

Me preguntas para qué escribo. Te contesto con una famosa frase de ¿Qué es la filosofía?: escribo “para apelar a una tierra nueva [y] a un pueblo nuevo”. En la conclusión de mi nuevo libro, analizo la actual etapa de desarrollo del capitalismo desde el punto de vista deleuziano-guattariano. Ahí sostengo que la crisis del Covid-19 es un verdadero momento de “destrucción creativa”, donde se opera una gran transformación del régimen de acumulación del capital, con una doble transición simultánea en la economía mundial. Estamos asistiendo a la destrucción de los viejos capitales ligados al régimen norteamericano y petrolero, y a la creación o apreciación de los nuevos capitales del régimen chino y de metales raros. Y, a partir de esa observación, planteo una perspectiva hipotética: todo el mundo deviene-revolucionario, cuando se establece una alianza entre las dos frentes de lucha: la de lxs trabajadorxs metropolitanxs abandonadxs por los viejos capitales en destrucción y la de los pueblos minoritarios en lucha por defender sus territorios contra las explotaciones neoextractivistas llevadas a cabo por los nuevos capitales en formación. Esa alianza hará advenir a un nuevo pueblo nunca visto y abrirá una nueva tierra nunca conocida.

 

¿Te interesa que se produzca una revolución en algún sentido?   

Mi nuevo libro, ¿Cómo imponer un límite absoluto al capitalismo?, publicado en junio de 2021, conoce una gratísima simultaneidad con la realidad: desde octubre de 2019, en Chile, se está formando y consolidando una gran alianza muy parecida a aquélla que acabo de dibujar como hipótesis puramente prospectiva. ¿Qué permite a lxs chilenxs que formen una alianza entre las dos máquinas de guerra metropolitana e indígena? El libro de recopilación de entrevistas, Chile despertó (2021), recién editado por Tinta Limón, me deja pensar que es el devenir-mujer. Ya es bien conocido el lema fundamental de las mujeres indígenas y afrodescendientes latinoamericanas en lucha contra el colonialismo neoextractivista: “No se puede descolonizar sin despatriarcalizar.” Y no menos conocido es el hecho de que desde mediados del 2010, el movimiento social y político más potente es el feminismo en todas partes del mundo y en América Latina en particular. En una entrevista que le hice a ella en marzo de 2020, Verónica Gago, autora de La potencia feminista (2019), habla del feminismo como movimiento “viral”, que nos afecta todxs y nos fuerza a hacer alianza entre nosotrxs en un devenir-mujer. En el estallido chileno, lxs habitantes metropolitanxs devienen-mujer (al aire de Lastesis), al mismo tiempo que lo devienen los pueblos minoritarios. Todo Chile deviene-revolucionario a través de un devenir-mujer transversal. En Mil mesetas, Deleuze y Guattari afirman justamente: “todos los devenires comienzan y pasan por el devenir-mujer”. En este sentido, creo que no es en absoluto por casualidad por lo que una mujer mapuche, Elisa Loncón, fue elegida como presidenta de la asamblea constituyente chilena, infortunadamente denominada Convención constitucional. A veces se reprocha a Deleuze y Guattari, diciendo que no hay devenir-revolucionario sin revolución. Sin embargo, el Chile despertado nos enseña que la verdad es la inversa: no hay revolución sin devenir-revolucionario.

 

Dos preguntas sobre la droga

Por Gilles Deleuze

Son solamente dos preguntas. Vemos claramente que no se sabe qué hacer con la droga (ni siquiera los drogadictos), ni tampoco cómo hablar de ella. Ora se invocan los placeres, difíciles de describir, que ya presuponen la droga. Ora se invocan, al contrario, causalidades demasiado generales, extrínsecas (consideraciones sociológicas, problemas de comunicación y de incomunicación, la situación de los jóvenes, etcétera). La primera pregunta sería: ¿hay una causalidad específica de la droga, y dónde puede encontrarse?

Causalidad específica no quiere decir “metafísica” ni tampoco exclusivamente científica (química, por ejemplo). No se trata de una infraestructura de la cual dependería lo demás como de su causa. Habría más bien que dibujar un territorio o un contorno del conjunto-droga, que estaría relacionado, por una parte y en su interior, con las diversas clases de drogas, y por otra parte y en su exterior, con causalidades más generales. Pondré un ejemplo de un dominio completamente ajeno, el del psicoanálisis. Todo cuanto pueda decirse contra el psicoanálisis no anula este hecho: que ha intentado establecer la causalidad específica de un dominio, que no es únicamente el dominio de las neurosis sino de toda clase dé formaciones y producciones psico-sociales (sueños, mitos…). De manera muy sumaria, puede decirse que ha dibujado esta causalidad específica del siguiente modo: mostrar la manera en que el deseo carga un sistema de huellas mnémicas y de afectos. La cuestión no es saber si esta causalidad específica era correcta, pues en cualquier caso se investigaba tal causalidad y, por ello, el psicoanálisis nos libró de las consideraciones demasiado generales, aunque fuera para caer en otras mistificaciones. El fracaso del psicoanálisis respecto de los fenómenos de drogadicción nos enseña también que, en lo que respecta a las drogas, se trata de otra causalidad cabalmente distinta. Pero mi pregunta era: ¿se puede concebir una causalidad específica de la droga, y en qué dirección? Por ejemplo, en la droga encontramos algo muy peculiar: el deseo carga directamente el sistema de la percepción. Por tanto, esto implica una diferencia. Hay que entender por percepción tanto las percepciones internas como las externas, y especialmente las percepciones del espacio-tiempo. Las distinciones entre clases de drogas son secundarias, interiores a este sistema. Creo que en cierto momento se investigaba en este sentido: las investigaciones de Michaux, en Francia, y de otra forma las de la generación beat en América, también las de Castañeda, etcétera. Y es que todas las drogas conciernen a las velocidades, a los cambios de velocidad, a los umbrales perceptivos, las formas y los movimientos, las micropercepciones, el convertirse la percepción en molecular, los tiempos sobrehumanos e infrahumanos, etcétera. Sí, el deseo entra directamente en la percepción, carga directamente la percepción (y de ahí el fenómeno de la desexualización en la droga). Este punto de vista permitiría encontrar el vínculo con las causalidades exteriores más generales, pero sin perderse en ellas: el papel de la percepción, la demanda de percepción en los sistemas sociales actuales, que ha hecho decir a Phü Glass que, en cualquier caso, la droga ha cambiado el problema de la percepción, incluso para los no-drogadictos. Pero este punto de vista permitiría también otorgar la mayor importancia a las investigaciones químicas, sin riesgo de caer en una concepción “cientificista”. Si es cierto que se ha investigado en esta dirección, hacia un sistema autónomo Deseo-Percepción, ¿por qué parece que hoy ese camino se ha abandonado, especialmente en Francia? Los discursos sobre la droga, tanto de los drogadictos como de quienes no lo son, de los médicos y los usuarios, han caído en una gran confusión. ¿O es que se trata de una ilusión y no debemos buscar una causalidad específica? Lo que me parece importante de la idea de causalidad específica es que es neutral, vale tanto para el uso de las drogas como para ^ terapéutica.

La segunda pregunta nos llevaría a tomar en cuenta el “declive” de la droga, a preguntarnos cuándo sobreviene. ¿Sobreviene siempre enseguida, de tal modo que la catástrofe está en el mismo plano que la droga? Es como un movimiento “libre”. El drogadicto fabrica sus líneas de fuga activas. Pero estas líneas se arrollan, comienzan a arremolinarse en torno a agujeros negros, cada drogadicto tiene su agujero, cada grupo y cada individuo, como un bígaro. Más que colgado, está hundido. Guattari ha hablado de esto. Las micropercepciones quedan recubiertas de antemano, según la droga considerada, por las alucinaciones, los delirios, las falsas percepciones, las fantasías, los arrebatos paranoicos. Artaud, Michaux, Burroughs, que lo saben, odiaban estas “percepciones erróneas”, estos “malos sentimientos” que les parecían al mismo tiempo una traición y no obstante una consecuencia inevitable. Es ahí donde se pierde todo control y se instala el sistema de la dependencia más abyecta, dependencia del producto, de la dosis, de las producciones fantasmales, dependencia del camello, etcétera. Abstractamente, habría que distinguir dos cosas: todo el dominio de la experimentación vital, y el de las empresas mortíferas. La experimentación vital tiene lugar cuando una tentativa cualquiera que emprendemos se apodera de nosotros e instaura cada vez más conexiones, nos abre a otras conexiones: esta experimentación puede implicar una especie de auto-destrucción, puede utilizar productos auxiliares o estimulantes, tabaco, alcohol, drogas. No es una tentativa suicida mientras el flujo destructivo no se vuelva sobre sí mismo, sino que sirve para la conjugación de diferentes flujos, sean los riesgos cuales sean. La empresa suicida, al contrario, ocurre cuando todo se vuelca sobre ese único flujo: “mi” dosis, “mi” sesión, “mi” vaso. Esto es lo contrario de la conexión, es la desconexión organizada. En lugar de un “motivo” que sirve para verdaderos temas y actividades, tenemos un desarrollo único y plano, como en una historia de intriga estereotipada, donde la droga sólo es para la droga y conduce a un suicidio cretino. No hay más que una única línea, ritmada por los segmentos “dejo de beber – vuelvo a beber”, “ya no soy drogadicto – puedo volver a serlo”. Bateson ha mostrado que el “ya no bebo” forma parte del alcoholismo en sentido estricto, puesto que es la prueba efectiva de que puede volver a beber. Pasa igual con el drogadicto, que no cesa de dejarlo, puesto que es la prueba de que puede volver a empezar. En este sentido, el drogadicto es el desintoxicado perpetuo. Todo se vuelca sobre una línea mortecina suicida, con dos segmentos alternativos: es lo contrario de las conexiones, de las líneas múltiples e las líneas múltiples entremezcladas Narcisismo, autoritarismo de los drogadictos, drogadictos, chantaje y veneno: se unen a los neuróticos su empresa de joder el mundo, de extender su contagio y de imponer su caso (en suma, la misma empresa del psicoanálisis como droga menor). Pero ¿por qué? ¿Cómo se transforma una experiencia vital, incluso aunque sea auto-destructiva, en una empresa mortífera de dependencia unilateral y generalizada? ¿Es inevitable? Si hay una terapéutica precisa, es en este punto donde tendría que intervenir.

Puede que ambas preguntas puedan unirse. Quizá es en el nivel de la causalidad específica de la droga donde se podría llegar a comprender por qué las drogas conducen a este fracaso, desviándose de su propia causalidad. Una vez más, es algo asombroso que el deseo cargue directamente la percepción, es algo muy hermoso, una especie de tierra aún desconocida. Pero las alucinaciones, las falsas percepciones, los arrebatos paranoicos, la larga lista de dependencias, todo esto es demasiado conocido, aunque lo hayan reactualizado los drogadictos, tomándose por los experimentadores, los caballeros del mundo moderno o los dispensadores universales del remordimiento. ¿Cómo se pasa de una cosa a otra? ¿Se sirven los drogadictos de la invención de un nuevo sistema deseo-percepción para aprovecharse de él y llevar a cabo su chantaje? ¿Cómo se articulan estos dos problemas? Tengo la impresión de que actualmente no se avanza, no se está realizando un buen trabajo. El trabajo, desde luego, va más lejos que estas dos preguntas, pero hoy por hoy no comprendemos en qué podría consistir. Los que conocen el problema, drogadictos o médicos, parecen haber abandonado la investigación tanto para sí mismos como para los demás.

Tronti in memoriam

Por Franco Bifo Berardi

En diciembre del año pasado Il Manifesto publicó una entrevista con Mario Tronti, quizás la última entrevista antes de su partida, hace pocos días.

Tronti dice, con una de las metáforas altisonantes que le han siempre gustado: es preciso hacer retornar a la patria al pueblo del trabajo, actualmente en exilio, en la Babilonia de la derecha.

La ultima vez que tuve ocasión de escuchar a Tronti en vivo fue en 2017, cuando tuvo lugar, en un centro social de Roma, un simposio dedicado al centenario de la revolución soviética. No recuerdo todo su discurso, pero recuerdo muy bien que dijo, entre otras cosas:

“El comunismo no es un proyecto, sino una profecía”.

¿Cómo debemos entender la palabra “profecía” en ese contexto? Tronti ha sido siempre claro en este propósito: el marxismo no es un libro de sueños con recetas para los restaurantes del porvenir, sino una lectura del presente que nos hace capaces de captar esas tendencias que prefiguran el futuro posible.

En este sentido -etimológicamente correcto- profecía no es previsión del futuro, sino enunciación de tendencias que vemos inscritas en el texto del presente.

En griego esa palabra (προϕητεία: pro-fesía) no significa anunciar el futuro, sino decir lo que está adelante nuestro (“pro”).

Cuando leí Obreros y capital tenía diecisiete años. Era comunista pero no sabía exactamente lo que era preciso hacer para que el proceso revolucionario se hiciera algo concreto. Leyendo ese libro lo entendí: era necesario hacer emerger lo que ya estaba presente en las entrañas de la condición obrera, era necesario transformar la condición obrera, su objetividad, en una conciencia difusa, en una acción consciente.

Comencé a ir todos los días a la puertas de una fábrica en mi barrio, todos los días hablaba con las obreras de esa fábrica que se llamaba ICO y producía objetos de vidrio, jeringas, termómetros y cosas por el estilo. Cada día hablábamos de las condiciones de la vida en fábrica, de la nocividad de esas fabricaciones, de la necesidad de aumentos salariales, además de muchas otras cosas. No hablábamos de política, hablábamos de la vida cotidiana. Esto me había enseñado Tronti: que la política es en la vida cotidiana de los obreros y las obreras. Después de un año en que iba allí cada día, decidimos organizar una huelga. No había sindicato en esa fábrica, no había ninguna organización política. Una decena de chicas y un par de obreros varones se reunieron en un bar para decidir la huelga y el día después bloqueamos la fábrica.

El patrón, que no se esperaba algo por el estilo, aceptó las condiciones del comité y de un día para otro el salario aumentó del 25%.

Era octubre de 1968.

Tronti nos había enseñado que “la clase obrera dentro del capitalismo es la única contradicción insoluble del mismo: o, mejor, llega a serlo desde el momento en que se autoorganiza como clase revolucionaria (…) autogobierno político de la clase obrera dentro del sistema económico del capitalismo” (Obreros y capital, pág. 62).

Pero Tronti nos enseñó también el realismo contradictorio de la lucha de clase: “el apoyo estratégico por parte de la clase obrera al desarrollo genérico del capital y la oposición táctica a los modos particulares de este desarrollo” (pág. 96).

El desarrollo del capital nos pareció, entonces, como una posibilidad de emancipación para toda la sociedad y la lucha obrera nos pareció como la posibilidad de aceptar y rechazar al mismo tiempo el desarrollo, la innovación y el progreso.

Aceptar el desarrollo porque el desarrollo hace posible mejores condiciones técnicas materiales para la vida cotidiana, pero, al mismo tiempo, rechazar el desarrollo porque en las condiciones del poder capitalista desarrollo quiere decir sumisión de la sociedad.

Tronti nos enseñó a leer el futuro en el presente de la clase obrera, en la composición presente del trabajo explotado, porque el trabajo explotado, en tanto vida cotidiana, en tanto Erlebnis que se hace subjetividad, contiene en sí las condiciones para la emancipación de la explotación.

“La clase obrera hace lo que es”. (pág. 235)

El presente del trabajo, por su composición técnica, social y cultural contiene en sí las condiciones para el rechazo del trabajo mismo, para la subversión del poder.

Esto es lo que Tronti nos enseñó a mí y a miles de militantes que, como yo, andaban en las fábricas para organizar la revuelta que después del ’68 estallaron por todas partes.

Luego, en los años ’70, muchos de nosotros nos dimos cuenta del hecho de que la dinámica interna a la lucha obrera estaba creando condiciones que ya no se podían confinar dentro de las categorías del leninismo, a las que Tronti nunca dejó de hacer referencia. Muchos de nosotros nos dimos cuenta del hecho de que el trabajo explotado ya no era identificable con la clase obrera de fábrica. El trabajo se había ampliado e infiltraba cada espacio de la vida colectiva, del lenguaje, del imaginario.

Muchos de nosotros abandonamos las organizaciones históricas del movimiento obrero, en particular el Partido Comunista Italiano que nos aparecía como un obstáculo para la creación de nuevas formas de organización adecuadas a la autonomía de lo social (del capital y de la política misma).

Tronti nos enseñó las cosas más importantes, pero como a menudo suele pasar, a un cierto punto a muchos de nosotros (me refiero a lo que se llamó el movimiento del ’77) nos pareció necesario alejarnos de nuestro maestro, de él que nos había enseñado, sobre todo, el método de la composición.

Nuevos actores sociales emergían en la escena y estos nuevos actores no se podían reducir a la dinámica leninista del partido y de la toma del poder.

Quizás el punto de disociación entre nuestro maestro y los nuevos rebeldes que, sin dejar de respetarlo y leerlo, estaban buscando nuevos horizontes (contra su leninismo) fue la interpretación del movimiento de los estudiantes de 1968.

Tronti no se dejó conquistar por la ambigua fascinación del ’68 y vio el movimiento de los estudiantes como una contradicción interna a la burguesía. Escribió: “sabíamos que era una lucha dentro de las líneas del enemigo, con el objeto de determinar quién estaría a cargo de la modernización. La vieja clase dominante, la generación de la guerra, estaba agotada. Una nueva elite empujaba para salir a la luz; una nueva clase dominante para el capitalismo globalizado que preparaba el futuro” (“Nuestro operaismo”. En New Left Review, núm 73, pág. 116).

No cabe duda que, aun en este caso, Tronti vio algo importante, comprendió que el movimiento estudiantil mundial preparaba las condiciones culturales para la grande mutación neoliberal, para la globalización capitalista. Y comprendió que gran parte de los revolucionarios del ’68 se preparaban a entrar en el establishment como recambio generacional. Tenía razón a medias.

Porque la otra mitad, creo la más importante, quizás se le escapó: el ’68 fue también el momento en el que estaba emergiendo la nueva composición del trabajo, conncentrada en el saber, en la tecnología, en el lenguaje.

Sobre el final, sin mebargo, poco antes del morir, me parece, nuestro maestro Mario Tronti -aquel que nos enseñó el método, y a quien luego perdimos de vista- volvió a mirar con perspicacia el horizonte, para ver las líneas de desmoronamiento del mundo moderno. En la bellísima entrevista que Il Manifesto publicó en diciembre de 2022, Tronti delinea el futuro inscrito en el presente de la guerra: luego de invitar a leer a Kissinger y Huntington (más que las proclamas de los belicistas de derecha y de izquierda) para comprender las grandes líneas de la tragedia en curso, concluye, proféticamente: “El Occidente euro-atlántico no se resigna a ser lo que ya es, una minoría de la humanidad que sólo en virtud de su pretendida “razón”, por cierto más que armada, quiere imponer sus formas de vida al resto del mundo, poblado por miles de millones de ser humanos que salen de una condición secular de colonialismo e imperialismo, para reivindicar su propia autónoma redención”.

La trampa de las palabras bellas en un mundo sin utopía

Por Ariel Petruccelli

Para L. C.

Que fácil de apuntalar sale la vieja moral
Que se disfraza de barricada
De los que nunca tuvieron nada.
Qué bien prepara su máscara
El pequeño burgués.
Silvio Rodríguez

En nuestro mundo posmoderno hay palabras fetiche. Alcanza con invocarlas para acabar con cualquier discusión o evitar iniciarla. Palabras fetiche ante las cuales incluso quienes dicen no adorar dioses parecen rendirse, deponer las armas de la crítica, zambullirse en un cálido sopor de embotamiento intelectual. “Felicidad”, “diversidad”, “tolerancia”, “progreso”, “multicultural”. Ante estos ídolos las «almas bellas» se encogen de hombros: ¿Cómo vamos a discutir sobre esto? ¿Quién podría estar en contra? ¿Quién no querría ser feliz? ¿Quién, salvo el conservador más redomado, no estaría a favor de la diversidad? ¿Cómo poner en duda las bondades de la tolerancia? ¿Cómo rechazar el progreso? ¿Qué clase de bestia no anhelaría un mundo multicultural?

Y, sin embargo, estos términos tan simpáticos ocultan peligrosas trampas ideológicas. Para comenzar a desenmascarar esos peligrosos explosivos ocultos, parece pertinente traer a colación algunas viejas palabras que han devenido malditas. Palabras desterradas, exiliadas, olvidadas o, si no lo fueron del todo, tergiversadas hasta volverlas irreconocibles: “revolución”, “utopía”, “alienación”, “comunismo”.

Russell Jacoby lo dijo muy bien en relación al endiosamiento del pluralismo y el multiculturalismo, ya en 1999, en ese libro tan pregnante como poco conocido, The End of Utopia:

“El multiculturalismo tapa un enorme agujero intelectual. Despojados de un lenguaje radical, carentes de una esperanza utópica, liberales e izquierdistas se repliegan en nombre del progreso para celebrar la diversidad. Con pocas ideas sobre cómo debe configurarse el futuro, abrazan todas las ideas. El pluralismo se convierte en el cajón de sastre, el alfa y omega del pensamiento político. Disfrazado de multiculturalismo, se ha convertido en el opio de los intelectuales desilusionados, la ideología de una era sin ideología”1.

E incluso se lo puede decir más breve y enfáticamente, y el propio Jacoby lo hizo: “El secreto de la diversidad cultural es su uniformidad política y económica. El futuro se parece a un presente con más opciones. El multiculturalismo supone la desaparición de la Utopía”. Esto es lo que podríamos considerar una estocada bien dada. Un facazo al corazón. Touché. ¡Tomá pa’ vo!

Sin embargo, aunque el sustrato ideológico del endiosamiento progresista de la diversidad sea el eclipse de las esperanzas revolucionarias, ello no dice necesariamente nada en contra de la diversidad en sí misma. De hecho, no se trata de rechazarla, sino de evitar fetichizarla. Nuevamente, Jacoby lo expresó muy bien: “El problema no es la preferencia por el pluralismo, sino su culto. El fetichismo sabotea una inspección sobria de la realidad al satisfacer el amor estadounidense por la cantidad. Tras la jerga del pluralismo subyace la idea de que más es mejor: más cosas, objetos, coches y culturas”. Y desde luego, no siempre más es mejor. Y no siempre la variedad es la mejor opción. ¿Deberíamos, en nombre de la diversidad cultural, fomentar prácticas crueles, negándonos a criticarlas por respeto a la otredad? ¿Y qué clase de respeto es ese que se niega al diálogo franco? Pluralismo y diversidad son conceptos tan ambiguos y problemáticos como cualquier otro. Demandan una inspección crítica sobria e informada, no la adulación ingenua y despistada.

The end of Utopia contiene un lúcido reconocimiento de un estado de situación, con un talante de resistencia al mismo carente de toda ingenuidad. Su piedra basal, en cierto modo, es una defensa inteligente, informada y sosegada de la dimensión utópica, entendida de manera acotada y realista: la posibilidad de un orden social distinto y mejor que el actualmente existente. Pero, ante todo, explora las consecuencias que se siguen de la pérdida del horizonte utópico. No se trata, para Jacoby, de creer ingenuamente en utopías irrealizables, quimeras. Más bien al contrario: Jacoby no contrapone dimensión utópica y realismo. Pero, sintomáticamente, ese mismo realismo le permite ver que quienes en nombre del realismo o del pragmatismo renuncian a todo horizonte utópico, pagan elevados precios intelectuales y políticos. En particular, una gran miopía. La miopía –que a veces deviene pura y simple ceguera– del especialista que se concentra en lo suyo, deviene experto apolítico (o, si interviene políticamente, lo hace como propagandista acrítico de las «verdades» del momento), que sabe cada vez más de cada vez menos, mutilando muchas facetas y aptitudes humanas. La restitución de la utopía quizá no sea suficiente para acabar con el estrecho ensimismamiento que hoy campea a sus anchas en el mundo académico. Pero cierta dosis de utopía es indudablemente necesaria para curar, al menos en parte, el reduccionismo intelectual.

*                             *                             *

Sin embargo, los problemas más importantes exceden a esas tormentas en un vaso de agua que son las discusiones académicas. Se trata de problemas que tienen un enorme y acuciante estado público. Pluralismo y multiculturalidad, otrora conceptos acuñados y discutidos por especialistas, han devenido en santo y seña políticos a los que el pensamiento progresista se aferra como a un clavo ardiendo. “Tolerancia” tampoco es un concepto inocente, por mucho que lo parezca y por mucha buena prensa que tenga a su favor. Slavoj Žižek escribió un libro tan inteligente como provocador al respecto, pero lo esencial ya lo había dicho mucho antes la antropóloga argentina Dolores Juliano, cuando en una conferencia de 1994 titulada “Universal/particular: un falso dilema”, afirmó que la tolerancia “implica una posición de poder: toleramos aquello que podríamos no aceptar, es decir, tolera el que puede”2. En lugar de tolerancia, pues, habría que apuntar a un horizonte de encuentro cultural que parta, necesariamente, de una concepción problemática de la cultura. Es decir, que entienda a esta no como una entidad cerrada de valores y costumbres, tan completa como homogéneamente compartida por quienes se identifican con ella, sino como modos de vida en transformación, sin contornos fijos, y atravesados por contradicciones y conflictos. Hoy se habla mucho de interculturalidad, pero no está claro que alguien sepa bien qué significa. Y más bien suele ser vista –en este mundo en el que la “apropiación cultural” ha devenido casi un crimen y en el que las personas se comportan como personificaciones de “esencias culturales”– como un mero colocar, una al lado de la otra, como mercancías exóticas en un bazar babélico, supuestas culturas tan acabadas como distantes una de otra. Algo que no resiste la menor inspección crítica: las identidades múltiples, porosas, cambiantes y disputadas son el alfa y omega de la cultura. Por lo demás, tras la fachada de la diversidad cultural, lo que proliferan son, más bien, identidades basadas casi siempre en el culto de las pequeñas diferencias. Lo que hoy se desarrolla con más fuerza es una fuerte uniformidad cultural globalizada, que da lugar a refugios identitarios esencialistas para afrontar los vendavales del capitalismo neoliberal. El problema es que estos refugios son como casitas de cartón en medio de la tormenta.

Tampoco la bien amada “felicidad” es capaz de soportar el peso que se coloca sobre ella. Quien haya leído el inquietante libro de Edgar Cabanas y Eva Illouz, Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas, bien podría verse tentado de buscar un arma al escuchar la palabra “felicidad”. Desde luego que, a veces, es muy bueno sentirse feliz. Pero no siempre. Si alguien se siente feliz por haber dejado sin empleo a miles de trabajadores y trabajadoras deberíamos hacernos unas cuantas preguntas. El problema no es tanto la felicidad en sí, cuanto las formas ideológicas que la misma adopta en la actualidad. Para empezar, la felicidad ha devenido un imperativo. La sociedad que proclama en su bandera el irrestricto derecho individual a “seguir tu propio sueño”, ha conseguido la formidable proeza de que la vida sea una pesadilla para la mayoría de las personas. Anhelando la felicidad, la mayoría es infeliz. Y esto es lo que cabía esperar que sucediera, porque aspirar a una felicidad permanente es una idea tan absurda como pretender un orgasmo indefinido: nada más parecido a un infierno. La sensación de felicidad es ciertamente placentera, pero lo es, en buena medida, porque no es permanente, porque ocurre sólo a veces. Además, cuando ocurre, suele ser debido a que no se la buscó expresamente. Cuando la buscamos de manera obsesiva, tal y como nos conmina a hacer la moderna industria de la felicidad –tan bien estudiada por Cabanas e Illouz–, se nos hace tan inalcanzable como un espejismo. La felicidad, en fin, es significada en nuestros tiempos en términos intrínsecamente individuales. Es lo opuesto a cualquier proyecto colectivo. Ser feliz es el imperativo de una sociedad que ha renunciado a que ella misma, y los individuos que la componen, sean justos, libres e iguales en derechos. La felicidad autonomizada y absolutizada es el norte que se nos fija una vez que hemos renunciado a los sueños de liberación.

El pensamiento «progresista», que siempre fue problemático y nunca revolucionario, hoy en día ha devenido el mejor puntal político-ideológico del capitalismo posmoderno. Sus lógicas más profundas entroncan perfectamente con el individualismo consumista, ensimismado, tribal e identitario del capitalismo neoliberal. Los «progresistas» anhelan un progreso que, en buena medida, ha dejado de ser tal (en los términos, discutibles, por lo demás, en los que se lo concebía tradicionalmente), y no hace más que marchar tras los espejitos de colores que el capitalismo digital presenta como avances inenarrables. En nombre de la rapidez y la comodidad el pensamiento «progresista» se vuelve apologista del desarrollo capitalista, por mucho que no lo quiera reconocer. El anhelo de seguridad, ese sentimiento tan políticamente reaccionario como humanamente comprensible, aniquila cada día más al espíritu de la libertad. Lo que se vivió durante la pandemia es una prueba indesmentible de esto. De golpe y porrazo, los adalides de la diversidad asumieron la más estricta y homogénea de las imposiciones: encierro, restricciones y vacunas para todos y todas. No hubo tolerancia ni comprensión intercultural para las salvajes tribus de los «negacionistas», los «antivacunas» o «la ciencia crítica» (pero en serio). Los relativistas posmodernos se plegaron al cientificismo más rancio y, tan despistadamente como casi siempre, confundieron ciencia con religión (sólo que ahora esa ciencia-religión debía ser obedecida, no deconstruida). ¡Tanto posestructuralismo y tanto “giro lingüístico” para echarse de la noche a la mañana en los brazos del más crudo de los biologicismos! ¡Ay!3

Pero la desmesurada y equivocada –profundamente equivocada– reacción social y política ante la emergencia de un nuevo virus no fue un rayo en cielo sereno. El huevo de la serpiente se venía incubando desde hacía mucho tiempo. Tras la quimera burguesa de la comodidad y la seguridad, se estaba construyendo –y se construye día tras día– una oprobiosa sociedad de control. Las nuevas tecnologías digitales facilitan una tendencia cuyas raíces son mucho más robustas y profundas. Cuánta razón tenía Bernard Charbonneau cuando, tan tempranamente como en 1937, declaró: “La síntesis entre una libertad indefinidamente aumentada y un confort indefinidamente aumentado es una utopía (irrealizable)”. Tras el señuelo del confort, las sociedades capitalistas han derruido las democracias allí donde algo parecido existía, han convertido a las personas en esclavas del crédito y del mercado, han generalizado la alienación y la cosificación. Y todo con el acompañamiento despistado de un posmodernismo empeñado en ignorar el ojo de la tormenta de la sociedad actual, y en proponer remedios que, cuando las papas quemen de veras, pueden ser mucho peores que la enfermedad. Las múltiples formas de “discriminación positiva”, por ejemplo (presentadas siempre como encomiable reparación de alguna injusticia), entronca, pese a las apariencias izquierdistas, mucho mejor con el neoliberalismo y con la sociedad de consumo que con el legado de la ilustración y del socialismo. Lo mismo se podría decir de la “cultura de la cancelación” y de la “corrección política”: tras una fachada izquierdista, subyace un duro núcleo derechista.

Cuando las cosas se pongan verdaderamente fuleras, cuando la crisis energética hacia la que nos encaminamos raudamente estalle en nuestras caras, cuando los efectos del cambio climático alcancen magnitudes desconocidas, cuando la contaminación ambiental vuelva inhabitables porciones crecientes del planeta, cuando la escasez facilite la “guerra de todos y todas contra todos y todas”, entonces vamos a ver en qué deviene el progresismo identitario, individualista y multicultural. Quizá devenga en algo parecido al fascismo, en nombre del antifascismo. Karl Amery ya nos lo alertó en ese libro tan inquietante publicado en el año 2000: Auschwitz: ¿comienza el siglo XXI? Hitler como precursor. Porque, por muy relativistas que nos pensemos, cuando lo que esté en juego sea la supervivencia, sin una utopía universalista todos devendremos criminales que defienden a su propia tribu a expensas de las demás. Y como van las cosas, más temprano que tarde habrá que tomar difíciles decisiones. Aunque las formas puedan cambiar, convendrá mantener la guardia en alto ante las mascaradas de la ideología. Desconfiemos de los discursos emocionales; prefiramos los argumentos claros. Sospechemos de las palabras bonitas; es mejor el lenguaje franco. Aunque a veces la verdad duela.

 

NOTAS

1 Russell Jacoby, The End Of Utopia: Politics and Culture in an Age of Apathy, Nueva York, Basic Books, 1999 (la traducción es nuestra, igual que la de las próximas citas de Jacoby, todas extraídas de la referida obra). Dentro de algún tiempo, publicaremos en Kalewche un artículo de mi autoría sobre la obra y el pensamiento de este ensayista norteamericano, un intelectual de izquierda muy notable, pero poco y nada conocido en el mundo de habla castellana, en gran parte debido a que sus libros no han sido aún traducidos del inglés al español.
2 La autora publicó luego su conferencia en el libro de R. Bayardo y M. Lacarrieu (comps.), Globalización e identidad cultural, Bs. As., CICCUS, 1997, disponible en https://cazembes.files.wordpress.com/2015/03/juliano-d-universal-particular-un-falso-dilema.pdf.
3 El público de Kalewche ya está familiarizado con nuestro abordaje crítico de la gestión pandémica. Pero ante eventuales nuevos lectores, podemos remitir a José Ramón Loayssa y Ariel Petruccelli, Una pandemia sin ciencia ni ética, España, Ed. El Salmón, 2022; así como a todos los artículos de nuestro semanario que figuran aquí, la mayoría de los cuales fueron publicados en Escorbuto, nuestra sección de salud.

China: economía zombi

Por Ho-Fung Hung

A principios de la década de 2010, el economista Justin Lin Yifu, ex-director del Banco Mundial vinculado al gobierno chino, predijo que la economía de China tendría al menos dos décadas más de crecimiento por encima del 8 %. Calculó que, dado que el ingreso per cápita del país en ese momento era aproximadamente del mismo nivel que el de Japón en la década de 1950 y el de Corea del Sur y Taiwán en la década de 1970, no había razón alguna para que China no pudiera replicar los éxitos anteriores de estos otros estados de Asia oriental. El optimismo de Lin fue repetido por los comentaristas occidentales. The Economist proyectó que China se convertiría en la economía más grande del mundo para 2018, superando a Estados Unidos. Otros fantaseaban con que el Partido Comunista se embarcaría en un ambicioso programa de liberalización política. En el New York Times Nicholas Kristof escribió en 2013 que Xi “encabezaría un resurgimiento de la reforma económica, y probablemente también cierta relajación política”. El cuerpo de Mao será sacado de la plaza de Tiananmen bajo su mandato. Liu Xiaobo, el escritor ganador del Premio Nobel de la Paz, será liberado de prisión’. El politólogo Edward Steinfeld también argumentó en 2010 que la aceptación de la globalización por parte de China impulsaría un proceso de «autoritarismo auto-obsolescente» similar al de Taiwán en las décadas de 1980 y 1990.

Diez años después, la ingenuidad de estos pronósticos es evidente. Incluso antes de la aparición de la COVID-19, la economía china se había desacelerado y entró en una crisis de deuda interna, visible en el colapso de importantes promotores inmobiliarios como Evergrande. Después de que Beijing levantase todas las restricciones pandémicas a fines de 2022, el repunte económico ampliamente esperado no se materializó. El desempleo juvenil se disparó por encima del 20%, superando al de todas las demás naciones del G-7 (otra estimación lo sitúa por encima del 45%). Los datos sobre comercio, precios, manufactura y crecimiento del PIB apuntan a condiciones de deterioro, una tendencia que el estímulo fiscal y monetario no ha podido revertir.  The Economist ahora afirma que es posible que China nunca alcance a los EEUU, y se reconoce universalmente que Xi no es un liberal, ya que ha redoblado la intervención estatal en el sector privado y las empresas extranjeras mientras silencia las voces disidentes (incluidas las que anteriormente habían sido toleradas por el Partido).

Sería un error pensar que factores externos han alterado radicalmente las perspectivas de China. Más bien, el declive gradual del país comenzó hace más de una década. Aquellos que analizaron de cerca los datos, más allá de los bulliciosos distritos comerciales y los llamativos desarrollos de edificios, detectaron este malestar económico ya en 2008. Entonces escribí que China estaba entrando en una crisis de sobreacumulación típica. Su floreciente sector exportador había acumulado una enorme cantidad de reservas de divisas desde mediados de la década de 1990. En su sistema financiero cerrado, los exportadores deben entregar sus ganancias extranjeras al banco central, que crea el equivalente en RMB para absorber las divisas extranjeras. Esto condujo a la rápida expansión de la liquidez en RMB en la economía, principalmente en forma de préstamos bancarios. Porque el sistema bancario está estrictamente controlado por el partido-estado, con empresas estatales o relacionadas con el estado que sirven como feudos y vacas lecheras de las familias de élite: el sector estatal disfrutó de un acceso privilegiado a los préstamos bancarios estatales, que se utilizaron para impulsar una ola de inversiones. El resultado fue un aumento del empleo, un auge económico temporal y localizado y unas ganancias inesperadas para la élite. Pero esta dinámica también dejó atrás proyectos de construcción redundantes y poco rentables: apartamentos vacíos, aeropuertos infrautilizados, plantas de carbón y acerías excesivas. Eso, a su vez, resultó en una caída de las ganancias, una desaceleración del crecimiento y un empeoramiento del endeudamiento en los principales sectores de la economía.

A lo largo de la década de 2010, el partido-estado realizó periódicamente nuevos préstamos en un intento por detener la desaceleración. Pero muchas empresas simplemente aprovecharon los préstamos bancarios fáciles para refinanciar su deuda existente sin agregar nuevos gastos o inversiones a la economía. Estas empresas eventualmente se convirtieron en adictos a los préstamos; y como con cualquier adicción, se necesitaban dosis crecientes para generar efectos decrecientes. Con el tiempo, la economía perdió su dinamismo a medida que las empresas zombis se mantenían vivas solo con la deuda: un caso clásico de ‘recesión de balance’ que sacudió a Japón después de que terminó su auge a principios de la década de 1990. Sin embargo, justo cuando estos problemas se volvieron cada vez más claros para los expertos a principios de la década de 2010, fueron censurados en los medios oficiales, lo que amplificó la evaluación optimista de Lin. Mientras tanto, en el mundo occidental, una red de banqueros y ejecutivos corporativos de Wall Street tenía motivos para suprimir análisis más escépticos, ya que seguían lucrandose atrayendo inversores a China. La ilusión de un crecimiento ilimitado a alta velocidad fue la consigna en el mismo momento en que la economía entró en su crisis más grave desde el comienzo de la era de la reforma del mercado.

Pekín sabe desde hace mucho tiempo lo que debe hacerse para paliar esta crisis. Un paso obvio sería iniciar una reforma redistributiva para aumentar los ingresos de los hogares y, por lo tanto, el consumo de los hogares, que, como porcentaje del PIB, se encuentra entre los más bajos del mundo. Desde finales de los 90, ha habido llamamientos para reequilibrar la economía china a favor de un modelo de crecimiento más sostenible, reduciendo su dependencia de las exportaciones y la inversión en activos fijos como la construcción de infraestructura. Esto condujo a algunas políticas reformistas y redistributivas bajo el gobierno de Hu Jintao y Wen Jiabao de 2003–13, como la Nueva Ley de Contratos Laborales, la abolición del impuesto agrícola y la redirección de la inversión gubernamental a las regiones rurales del interior. Pero el peso de los intereses creados (empresas estatales, así como los gobiernos locales que prosperan con los contratos de construcción y los préstamos bancarios estatales que alimentan esos proyectos), y la impotencia de los grupos sociales que se beneficiarían de tal política de reequilibrio (obreros, campesinos y hogares de clase media), hizo que el reformismo no arraigara. . Los logros mínimos en la reducción de la desigualdad en el período Hu-Wen se revirtieron debidamente después de mediados de la década de 2010. Más recientemente, Xi ha dejado meridianamente claro que su ‘programa de prosperidad común’ no es un retorno al igualitarismo de la era de Mao, ni siquiera una restauración del bienestarismo. Es, más bien, una afirmación del papel paternalista del estado frente al capital: aumentar su presencia en los sectores de tecnología e inmobiliario, y alinear el espíritu empresarial privado con los intereses más amplios de la nación.

El partido-estado se ha estado preparando para las repercusiones sociales y políticas de esta terrible situación. En los discursos políticos oficiales, ‘seguridad’ se ha convertido en la palabra más pronunciada, eclipsando a ‘economía’. El liderazgo actual cree que puede sobrevivir a una recesión económica reforzando su control sobre la sociedad, erradicando las facciones de élite autónomas y adoptando una postura más asertiva en el escenario internacional en medio de una creciente tensión geopolítica, incluso si tales medidas sirven para agravar sus problemas de desarrollo. Esto ayuda a explicar la abolición de los límites del mandato presidencial en 2018, la centralización del poder en manos de Xi, la incesante campaña para erradicar las facciones del Partido en nombre de la lucha contra la corrupción, la construcción de un estado de vigilancia cada vez mayor y el cambio de los pilares de la legitimación estatal: más allá de los efectos del crecimiento económico y hacia el fervor nacionalista. El actual debilitamiento de la economía y el endurecimiento del autoritarismo no son tendencias fácilmente reversibles. Son, de hecho, el resultado lógico del desarrollo desigual y la acumulación de capital de China durante las últimas cuatro décadas. Esto significa que están aquí para quedarse.

Ho-Fung Hung
Profesor de Economía Política en la Universidad John Hopkins. Es autor de The China Boom: Why China Will Not Rule the World (Columbia University Press, 2018) y de Clash of Empires: From «Chimerica» to the «New Cold War» (Cambridge University Press, 2022), entre otros libros.

Fuente: https://www.europe-solidaire.org/spip.php?article67402