‘Woke’: una ofensiva reaccionaria

Crónicas de la última ofensiva reaccionaria estadounidense

Por Vicente Rubio-Pueyo

Seguramente habrán escuchado en alguna ocasión a lo largo de los últimos años algún lamento por una supuestamente omnipresente “cultura de la cancelación”, una suerte de tácita censura existente sobre todo en redes sociales y caracterizada por ejercer una presión constante que coarta la libre expresión de opiniones, especialmente si estas opiniones cuestionan los principios fundamentales –feministas, antirracistas, transincluyentes, etc.– que conforman una supuesta agenda o cultura woke.

Normalmente quienes esgrimen este tipo de críticas a la cancelación y a “lo woke” en España lo hacen para denunciar que se están importando concepciones teóricas propias de la academia estadounidense, ajenas totalmente a “nuestras” propias tradiciones y comprensiones. Lo cierto es que ese mismo gesto de denuncia de la cancelación y el “wokismo” es, como veremos, también una importación de los Estados Unidos. Un calco exacto, o de hecho un préstamo literal, de las herramientas discursivas y los frames que la derecha y la extrema derecha estadounidense ha venido usando durante los últimos años. En este artículo trataré de explicar esos orígenes y usos de estos términos en Estados Unidos, y los sentidos y contextos que convocan, que a menudo quedan borrados, o son malentendidos (con buena o mala fe) en el proceso de traducción.

Pero aclaremos para empezar un par de cuestiones importantes. Por un lado, es cierto y preocupante que existe un problema con la toxicidad de las redes, con la forma en que se enfocan y dirimen los debates, con la facilidad con que cualquier posición, declaración o tropiezo son inmediatamente caricaturizados, juzgados sumariamente. A ese tipo de síntomas es a los que supuestamente los debates en torno a la supuesta “cultura de la cancelación” ha querido dar nombre. Sin embargo, se trata –como intentaré explicar– de un marco equivocado para diagnosticar el problema, y para ofrecer soluciones. Primero porque en realidad no explica realmente las causas estructurales del problema, sino que ofrece de hecho un moralismo, un virtuosismo conductual, que es reflejo del moralismo que dice denunciar. Segundo porque en realidad, como ha sido señalado en muchas intervenciones, es un marco que proviene de posiciones elitistas y a menudo reaccionarias, espantadas ante una suerte de revolución plebeya de los públicos, de la repentina capacidad que lectores o espectadores anónimos, cualquieras y nadies, parecen haber adquirido para atacar, denunciar o insultar –cuando a menudo se trata de simplemente de comentarios, críticas, matices o respuestas– a columnistas y famosos intelectuales, a los notables de la esfera pública.

Existen otros enfoques mejores para comprender estos problemas: los argumentos que ofrecía Mark Fisher en su famoso ensayo Salir del castillo de los vampiros como crítica de algunas formas contemporáneas del moralismo político; las poderosas aproximaciones de Richard Seymour a la arquitectura ideológica y material profunda que estructura las redes sociales en su The Twittering Machine; y otras muchas intervenciones que se ocupan de la afectividad de las redes, las formas y modos de la conversación pública de masas, las implicaciones de los algoritmos y sus prioridades, la propiedad privada de estos medios y herramientas tan cruciales, y la necesidad de su conversión en recursos y espacios comunes y/o públicos, entre otras muchas perspectivas.

Pero además, la llamada “cultura de la cancelación” no es una perspectiva adecuada porque el origen estadounidense de esta supuesta polémica forma en realidad parte de una constelación de términos, conceptos y problemas que a menudo es olvidada o borrada cuando se traduce a otros parámetros sociales, políticos, mediáticos, ideológicos o culturales. En este texto intentaré explicar qué usos y significados convoca esta supuesta “cultura de la cancelación”, no como fenómeno reciente, como novedoso problema surgido de las redes sociales, sino como un término inserto en un arco histórico mucho mayor, el de las llamadas guerras culturales, las cultural wars, una dimensión político-cultural que ha reflejado y estructurado los desarrollos sociales, políticos, económicos e ideológicos de la sociedad estadounidense a lo largo de las últimas décadas.

Cancelación: origen de una falsa polémica 

El uso en redes del término “cancelar” proviene del llamado Black Twitter. A menudo de forma burlona o satírica, jóvenes afroamericanos solían proclamar en redes la cancelación a una figura famosa por una determinada declaración, una mala canción, un mal gesto en un evento público, cualquier elemento susceptible de ser comentado como parte de un cotilleo, bastante inocente, propio de las redes sociales. En paralelo, es cierto que a lo largo de los últimos años se hablaba también de la llamada call out culture, en cierto modo un fenómeno similar al que Mark Fisher describía en Salir del castillo del vampiro: una cierta tendencia a la denuncia de casos de racismo, machismo, de abusos de poder en colectivos y organizaciones, muchas veces justificada, pero a veces con tintes muy moralizantes. Desde la misma izquierda, y desde espacios militantes y activistas, ya hace años se venía reflexionando sobre el problema, como muestra esta valiosa reflexión de Asam Ahmad.

Estos elementos conectados con las dimensiones y las problemáticas raciales, y con sus particulares dinámicas en Estados Unidos no son un aspecto secundario. Al mismo tiempo, desde la llegada al gobierno de Trump, y seguramente antes, desde su irrupción en la campaña electoral hacia las presidenciales de 2016, se había abierto un clima de continua confrontación discursiva, con una inmensa generación de ruido mediático, de una paulatina intensificación de la toxicidad en redes, de continuas oleadas de acciones y reacciones, de todo tipo de polémicas y spin discursivo, magnificado por las redes. En cierto modo, y como su triunfo demostró, Trump supo extraer una lección profunda de la dinámica entre medios tradicionales y redes, y del poder y afectos que generan: soltar la barbaridad en Twitter, esperar a que unas escandalizadas CNN, MSNBC –y una aliada Fox– le hicieran la campaña gratis regalándole la omnipresencia mediática y la primacía de marcos y mensajes, y capilarizar su efecto a través de la generación de reacciones y respuestas, dando lugar a un clima de “polarización” en el que quien justamente le responde queda inmediatamente reducido a necesaria comparsa complementaria.

Todos estos elementos confluyen, hacia 2020, en el clima que terminará por generar la polémica en torno a la llamada “cultura de la cancelación”. En julio de 2020, la revista Harper’s lanzó la carta-manifiesto “A Letter on Justice and Open Debate”, promovida desde posiciones del centrismo liberal, y firmada por un elenco de figuras, en general integrantes de un rango relativamente transversal del establishment centrista, pero salpimentado inteligentemente por figuras más a la izquierda. Indagar en las interpretaciones de cada firma de aquella carta y en sus intenciones al hacerlo (seguramente buenas en muchos casos) es un ejercicio imposible y además irrelevante. Pero sí es posible poner la carta en su contexto inmediato, preguntarse por su timing, y evaluar sus efectos. La carta se publica en julio de 2020, esto es, en medio de la ola de movilizaciones en protesta por el asesinato de George Floyd a manos de un agente de la policía de Minneapolis. Era el contexto –como han señalado varios estudios– de la mayor ola de movilizaciones sociales en la historia de Estados Unidos, y que obviamente encontraba su reflejo en las redes, y también en el seno de muchas instituciones y, especialmente, en redacciones y órganos de decisión de muchos medios de comunicación.

De hecho, la presencia entre los firmantes de figuras como Bari Weiss, era sintomática: sólo una semana después de la publicación de la carta, y al calor de la polémica generada, Weiss, columnista del New York Times y anteriormente coordinadora de opinión del Wall Street Journal, anunciaba su dimisión de su posición en el Times a causa de lo que ella describió como una guerra civil interna, sugiriendo incluso ribetes de acoso, en lo que para muchos de sus colegas racializados en la redacción no eran más que legítimos debates internos en torno al racismo y sus efectos en la linea editorial del periódico. Un periódico que, por cierto, solo un mes antes había publicado un artículo de opinión del senador republicano Tom Cotton sugiriendo y justificando la persecución militar de manifestantes, y cuya publicación, en circunstancias editorialmente confusas, había llevado a la dimisión del jefe de opinión del medio, James Bennet. Yasha Mounk, uno de los principales promotores de la carta, se disponía por su parte a lanzar en fechas cercanas –oh casualidad– su medio digital Persuasion.

Como en otras ocasiones, lo único que conseguía la llamada centrista a la sensatez entre dos extremos equidistantes (recordemos: un bando ponía comentarios bordes en redes; el otro realizaba detenciones inconstitucionales de manifestantes en las calles con el poder de la policía y los órganos de seguridad del estado) era trabajar para normalizar las posiciones más reaccionarias. Así, era el centrismo liberal el primero en poner, en nombre de las buenas formas, la necesaria politeness en el civilizado intercambio en el “mercado de las ideas”, la primera piedra en toda una contraofensiva reaccionaria que iba a fijar, en el lapso de apenas unos meses, otros objetivos más sensibles y ambiciosos. Habrán escuchado o leído estos términos, convertidos en hombres de paja, en necesarias fantasmagorías de la reacción: la llamada “cultura woke”, la Teoría crítica de la raza o, más recientemente, los ataques a las políticas de DEI (Diversity, Equity and Inclusion).

La ofensiva reaccionaria 

El objetivo de las polémicas construidas en torno a estos y otros términos similares a lo largo de los últimos años es inequívoco: cerrar de un portazo y para siempre el clima que había abierto el movimiento Black Lives Matter en la primavera y verano de 2020. Como hemos señalado antes, esta ola de Black Lives Matter no fue la primera, pero sí la más numerosa. Pero más que una cuestión cuantitativa se trata de comprender los profundos efectos que había generado: un (auto)cuestionamiento profundo de la sociedad estadounidense, de las narrativas históricas que sostenían su autopercepción como país y –sumado a los efectos de la pandemia– su modelo económico, social y político. Este profundo, radical cuestionamiento no consistía únicamente en la expresión de un justo malestar por parte de la población afroamericana, aliados y muestras de solidaridad contra la brutalidad policial. También alcanzaba e interpelaba transversalmente a las grandes mayorías del país, y entre ellas, a la población blanca. De hecho, puede que ese momento de Black Lives Matter en 2020 tenga, entre sus innumerables efectos, haber mostrado un retrato de la sociedad estadounidense en el que la diversidad y complejidad de la misma empieza a dejar atrás la tradicional dinámica de mayoría (implícitamente blanca) y minorías (todo lo demás).

Esa realidad demográfica, no obstante, no se convierte automáticamente en una realidad política. Es cierto que las generaciones más jóvenes, digamos que aproximadamente de los 45 años para abajo –de los millennials a los Z– son en general más diversas, y abrumadoramente más progresistas. Pero también es cierto que son numéricamente más pequeñas que las mayores, como los boomer y los X, notablemente mucho más blancas y en general más marcadamente conservadoras. Posiblemente sea esta certeza demográfica la que moviliza a la derecha y extremas derechas blancas. Porque en todo caso, esos cambios no son uniformes ni unidireccionales. Y sobre todo, deben articularse políticamente de acuerdo a una realidad extremadamente cambiante y, de hecho, a menudo, traumática: pandemia, cambio climático, armas en las escuelas, brutalidad policial, incertidumbre laboral y económica. Si hoy está ocurriendo una verdadera cancelación en el mundo es –citando de nuevo a Mark Fisher– la del futuro.

Esta perspectiva generacional no es el único factor de análisis, ni seguramente el más crucial en términos absolutos. Sin embargo, nos permite entender algunos rasgos importantes de la presente ofensiva reaccionaria. Por ejemplo, el carácter y sentido de la construcción de la polémica alrededor de la cancelación como táctica deslegitimadora de actitudes y subculturas juveniles y –ya señalamos el origen del término– racializadas. Al usar el término de cancel culture se incurre (a menudo involuntariamente, pero en otros casos a sabiendas) en una suerte de dog whistle, el uso de un término de significado aparentemente neutro, pero cuya connotación racista está disponible para quien sabe reconocer ese lenguaje. Esto es todavía más claro en el caso del término woke, también proveniente de la jerga de jóvenes afroamericanos y usada inicialmente para describir a personas “despiertas”, esto es, solidarias, preocupadas por el mundo y por otras personas y sus derechos, especialmente en la lucha contra el racismo. Pero además, lo que estos ataques a la cancelación y a lo woke intentan es castigar las nuevas sensibilidades de jóvenes y adolescentes, criminalizando e infantilizando sus comportamientos. Y tratando de bloquear las formas de incipiente solidaridad entre jóvenes negros y blancos. Unas sensibilidades y prácticas que –los líderes republicanos y los activistas reaccionarios saben muy bien– van camino de convertirse en militancias y giros ideológicos profundos a largo plazo.

Obviamente la explicación de los orígenes de un término no agota los posibles significados que la palabra pueda acabar tomando. Por otro lado, y especialmente cuando hablamos de discursos surgidos en buena medida en redes, no es posible asignar una voluntad o intención monolítica a determinados usos lingüísticos. Es importante remarcar esto por cuestiones metodológicas, pero también de honestidad intelectual, ética y política. Una honestidad de la que, como veremos, carecen muchos de los proponentes de estas polémicas, muy a menudo construidas desde una sistemática mala fe, o una voluntaria falta de comprensión lectora. La polémica sobre la cancelación, o la publicación de la carta en Harper´s, no obedecen completamente a una estratagema conservadora, republicana o reaccionaria. Pero sí abrieron un campo en el que otras fuerzas y sentidos comenzaron a agolparse para cerrar la enorme brecha, el vacío reflexivo e interrogador que Black Lives Matter había abierto en la sociedad estadounidense, en su autopercepción y en su imaginario.

Tras las quejas por la cultura de la cancelación, empezaron a articularse en discursos alrededor de lo woke y la wokeness, a veces descrita como una “agenda woke” o como toda una “ideología woke”, que estaría caracterizada por poseer todo un proyecto social definido y sustentado, parece ser, en el sistemático avergonzamiento de los estadounidenses blancos. En esto, una vez más, los medios del inmaculado centrismo sensato y responsable (CNN, New York Times,Wall Street Journal, etc.) corrieron de nuevo a abrir el espacio a la extrema derecha, alimentando el giro semántico del término mediante el pánico moral.

Pero seguramente el frente más articulado y premeditado de la ofensiva reaccionaria ha sido el ataque a la  Teoría crítica de la raza, a menudo abreviada como CRT. De nuevo hay que empezar hablando de un concepto, de su significado original, y de cómo una mala lectura interesada termina por construir un inmenso hombre de paja. La Critical Race Theory es un conjunto de discusiones y prácticas académicas, fundamentalmente en los campos del derecho y estudios legales, que en términos generales tratan de investigar y explicar cómo el racismo y el supremacismo blanco han determinado los marcos de legales y jurídicos estadounidenses a lo largo de su historia. En el seno de esta corriente hay tradiciones y posiciones muy diversas que obviamente comparten un carácter progresista, por su énfasis antirracista, pero se trata efectivamente de una corriente, una serie de debates y concepciones de un campo académico, con sus lógicos disensos internos, como cualquier otro campo intelectual y académico. Esto es, algo muy lejano de un programa o proyecto definidos.

Remarcar esto sería superfluo si no fuera porque la forma en que se construyó el hombre de paja de la Critical Race Theory, la enésima fantasmagoría de esta historia, consistía precisamente en atribuirle una suerte de voluntad siniestra y maligna, un proyecto unificado y apenas oculto para quien sepa leer los signos. En julio de 2020, el documentalista y activista conservador Christopher F. Rufo publicaba un artículo en el que “descubría” a los lectores del website City Journal (publicación dependiente del think tank conservador Manhattan Institute), por medio de escandalosas filtraciones, que la ciudad de Seattle dedicaba fondos públicos al adoctrinamiento de funcionarios municipales en talleres de antirracismo inspirados en los principios de esa maléfica teoría. Las filtraciones obviamente sacaban de contexto frases usadas en el taller, y el artículo localizaba la existencia de una suerte de canon del adoctrinamiento CRT: los libros bestellers de autores como Ibram X. Kendi (How to Be an Antiracist) o Robyn DiAngelo (White Fragility: Why It’s So Hard for White People to Talk About Racism). Libros, por lo demás, poco sospechosos de un radicalismo político. A partir de esa fórmula, comenzaron a sucederse una oleada de alarmantes “filtraciones” tomadas de talleres similares en empresas, en escuelas secundarias, en reuniones de organismos educativos e instituciones. En realidad no había nada, o poco, de alarmante en ellas. Como señalaba la jurista Kimberlé Crenshaw –quien dio nombre al concepto de interseccionalidad y es, precisamente, una de las figuras más conocidas de la Critical Race Theory– a menudo podían encontrarse en aquellos documentos formulaciones un tanto discutibles (una tendencia a cierta simplificación moralista, por ejemplo), pero eso respondía más a cuestiones como la experiencia y habilidades de los facilitadores de cada taller, o el contexto específico de su impartición (público y participantes, inexperiencia e incomodidad a la hora de discutir de esos temas), no a que obedecieran a ninguna doctrina definida, y menos a una inexistente, supuestamente dedicada a esparcir la culpa y la autoflagelación por toda la población estadounidense blanca en una inmensa operación de ingeniería social.

En un perfil sobre él escrito por Benjamin Wallace-Wells para el New Yorker, el propio Rufo explicaba al periodista: “[Los conservadores] necesitábamos un nuevo lenguaje para estas cuestiones […] Lo de la “corrección política” ya está pasado y no explica lo que está pasando. No es que las élites estén forzando un tipo de modales y de límites culturales, sino que están tratando de rediseñar (reengineer) los fundamentos de la psicología humana y de las instituciones sociales mediantes las nuevas políticas raciales. Es algo mucho más invasivo que la simple ‘corrección’, que es un mecanismo de control social, pero no llega a tocar el núcleo de lo que de verdad está pasando”. Rufo, gracias a esta construcción paranoide, había dado con el enemigo perfecto, y se convirtió rápidamente en una estrella emergente de la derecha reaccionaria, un ideólogo de última hora. Algo fascinante del propio Rufo es la absoluta transparencia de sus intenciones y de sus métodos. Así proseguía detallando las virtudes de su hallazgo: “Los otros marcos son erróneos también: la ‘cultura de la cancelación’ es un término vacuo y no se traduce en un programa político; woke es un buen epíteto, pero es demasiado amplio, demasiado extremo, es muy fácil echarlo a un lado. La ‘Teoría crítica de la raza’ es el villano perfecto. Sus connotaciones condensan todo lo que es negativo para la mayoría de los americanos de clase media, incluso los de minorías raciales. Ellos ven el mundo como algo ‘creativo’, no ‘crítico’, como una realidad ‘individual’ más que ‘racial’, como algo ‘práctico’ antes que ‘teórico’. Escrito todo junto, la ‘Teoría crítica de la raza’ connota algo hostil, académico, divisivo, obsesionado con la raza, venenoso, elitista, antiamericano”.

Merece la pena incluir la cita completa porque ahí se expresa el objetivo de Rufo y de toda la ofensiva reaccionaria. Con el hombre de paja de la Critical Race Theory se intenta cortocircuitar la posibilidad de una solidaridad interracial, estimulando el resentimiento y victimismo blanco. Cortar de raíz la reflexión y el profundo diálogo social iniciado con Black Lives Matter y generar reacciones de cierre a la defensiva. También se puede ver además cómo, sin ser necesariamente lo mismo, el debate en torno a la “cultura de la cancelación” nutre una secuencia conducente a la construcción de ese enemigo perfecto. Entre los últimos objetivos de Rufo se han encontrado la campaña contra la presidenta de Harvard Claudine Gay. Primero, mediante la trampa de la cita a una comparecencia en una comisión del Congreso sobre delitos y lenguaje de odio en el campus. Una cínica campaña sionista con el pretexto de proteger a estudiantes judios de supuestos acosos en protestas contra el genocidio en Gaza en universidades estadounidenses, que explicó en CTXT Sebastiaan Faber. Después mediante unas –más que cuestionables– acusaciones de plagio, que finalmente desembocaron en la dimisión de Gay. Estas últimas semanas, Rufo ha dirigido sus esfuerzos contra los programas de DEI (Diversity, Equity and Inclusion), esto es, como su nombre indica, los programas de apoyo al aumento de la diversidad, la igualdad de oportunidad y la inclusión en instituciones, compañías y centros de trabajo.

De los debates a las escuelas

Pero una ofensiva ideológica no se explica únicamente mediante una figura individual, por muy cínica y oportunista que ésta sea. Lo verdaderamente relevante se mide en los efectos que produce: la normalización de unos discursos y la marginación de otros; el desplazamiento de los parámetros de la discusión pública; los afectos políticos que se convocan en unas y otras acciones y reacciones. Lejos de lo que pudiera parecer, éstas nunca son cuestiones meramente discursivas: el cambio de paisaje que comportan genera el espacio para intervenciones materiales y concretas. En este caso, un ataque frontal y directo contra la educación pública, tanto en escuelas primarias y secundarias como en instituciones universitarias. La ofensiva contra la CRT generó un amplio clima de desconfianza de padres hacia las escuelas y las autoridades educativas por todo el país que –convenientemente amplificada por los medios– dio lugar a una larga serie de protestas, a menudo falsamente espontáneas, otras veces puramente estocásticas, en asambleas y juntas educativas de distritos locales (son eventos normalmente abiertos al público), y un clima de intimidación hacia responsables y funcionarios educativos, provocando multitud de dimisiones. Este debilitamiento de la escuela pública facilita la entrada de nuevos miembros en los órganos locales de decisión de los departamentos de educación, y la aprobación de nuevas normas. A saber: todo tipo de facilidades para la apertura de escuelas privadas y charter (similares a las concertadas), con todo tipo de ventajas regulatorias, exenciones fiscales y total falta de transparencia curricular. Todo en nombre de la lucha contra el adoctrinamiento y, cómo no, de la sacrosanta libertad de elegir.

La inspiración de esta campaña es patente también en las tácticas de figuras políticas como Ron DeSantis. El gobernador de Florida, y hasta hace poco candidato en las primarias republicanas, ha puesto en marcha verdaderas listas negras para la censura de libros, ha implementado medidas como su ley “Don’t Say Gay”, que elimina la educación sexual de las escuelas, y ha intentado –con ayuda de Rufo– tomar por asalto el New College of Florida, una institución pública de educación superior modélica, y tradicionalmente muy progresista, cambiando sus órganos de dirección, cerrando programas y transformando radicalmente la misión educativa del college.

Esta es la forma en que la derecha ha logrado obturar el necesario, vital debate que Black Lives Matter había abierto. Y que precisamente –frente a detractores de la derecha, y de alguna izquierda que opera como tonta útil de la derecha– iba mucho más allá de una demanda identitaria. Se trata de repensar la historia de este país, sus estatuas y sus narraciones colectivas. Pero también de vivir la vida cotidiana y la seguridad de las comunidades en las calles, más allá y más acá de la policía. Y las escuelas, la educación, el futuro de todes. No se trata de vivir aislados en el miedo al otro, encerrados en idealizaciones pasadas y luchando contra fantasmagorías. Se trata de averiguar juntes, conversando en libertad, sobre qué sociedades y qué vidas queremos.

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Vicente Rubio-Pueyo es lecturer en el departamento de Lenguas y Culturas de Fordham University (Nueva York), investigador en estudios culturales peninsulares contemporáneos y miembro del IECCS (Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social).

El Estado no es la solución

UNA ENTREVISTA CON ADRIÁN PIVA

La teoría económica, incluso el marxismo, ha tendido a separar la política de la economía. Esto condujo a que sectores de la izquierda consideren al Estado capitalista como un ente «exterior», capaz de regular al capital a su antojo. Pero cuando la sociedad capitalista entra en crisis, entra en crisis el conjunto de las relaciones sociales, incluyendo el Estado. No se trata de determinismo económico sino de relaciones de fuerza entre clases.

Adrián Piva es especialista en el estudio de la relación entre modo de acumulación de capital y la dominación política, y uno de los marxistas latinoamericanos más interesantes de su generación. En esta entrevista, explica a Jacobin su comprensión de algunos de los puntos centrales del análisis marxista de la economía.

 

MM

¿Qué debe entender un marxista por economía? ¿Cuál es el estatus de la economía como tal desde un punto de vista marxista?

AP

Esa es una pregunta difícil de responder. En principio, tendríamos que empezar diciendo que la distinción entre economía y política es relativamente reciente. Es decir, nace con el capitalismo; previamente, esta separación no existía ni en el pensamiento ni en los hechos: explotación y dominación coincidían, del mismo modo en que la dirección y vigilancia del proceso de trabajo son inseparables del proceso de explotación en la fábrica. Además, el aparato de dominio no estaba separado de la clase dominante. La propia clase dominante era la que ejercía el dominio político a través de aparatos, en ciertos casos con un alto grado de centralización.

Por lo tanto, la separación de economía y política aparece con la transición al capitalismo. Pero tenemos que agregar que esta separación es aparente, porque en realidad no hay explotación sin dominación. La unidad sigue estando presente como condición para la reproducción de las sociedades capitalistas. Esto no significa que sea una simple ilusión ideológica o una apariencia subjetiva, sino que es lo que los marxistas llamamos apariencia objetiva. Efectivamente, los fenómenos se presentan de esa manera y el hecho de que se presenten de esa manera tiene importancia para que la sociedad capitalista se reproduzca. Entonces, esta separación entre economía y política tiene esta doble dimensión: por un lado es aparente, hay una unidad de fondo —no habría explotación económica sin dominación política—; por otro lado, cierto grado de separación objetiva es una necesidad para la reproducción del sistema.

En ese sentido, podemos decir que el estatuto de la economía es ambiguo. Ni es una esfera separada como la consideran los economistas, que piensan que puede tratarse como un área particular, con sus propias leyes (leyes además semejantes a las ciencias naturales, etcétera), ni tampoco podemos decir que carece de importancia analizar aspectos específicamente económicos, que no existen dimensiones específicamente económicas, aunque solo es posible comprenderlas en su relación con las dimensiones específicamente políticas.

Un fenómeno como la inflación es interesante para observar esto. Por un lado, pueden verse en la inflación aspectos específicamente económicos, que tienen que ver con fenómenos monetarios, la productividad de la economía, etcétera. Pero, por otro lado, el hecho de que ciertos procesos se desarrollen o no de manera inflacionaria depende en gran medida de aspectos que llamaríamos propiamente políticos: la relación de fuerzas entre las clases, la manera en que se expresa en el Estado, cómo el Estado da forma a las relaciones de dominación…

 

MM

Hay un debate histórico sobre si el marxismo es un economicismo. Me interesa tu opinión sobre una forma específica del economicismo, que es la lectura que postula al capital como una relación social que totaliza al conjunto de la sociedad y, por lo tanto, como un sujeto que se autodesenvuelve automáticamente. 

AP

Hay una larga tradición en el marxismo que entiende el capital como una relación social que es totalizante en el sentido de que abarca todos los aspectos de la vida social, donde no hay (este es ya un primer debate) ninguna esfera de la vida social que no pueda ser explicada por la teoría del capital. Pensemos en las relaciones de opresión de género. ¿Pueden reducirse a la relación capitalista? Bueno, yo creo que no. Creo, por ejemplo, que el psicoanálisis es efectivamente necesario para entender alguno de esos fenómenos (y que, a su vez, el objeto del psicoanálisis no puede ser reducido completamente a la relación de capital).

Por otro lado, existe también la noción, en la mayoría de los casos asociada a la anterior, de que el capital es un sujeto que se autodesarrolla, se autodesenvuelve. Esta noción encuentra fundamento en la propia apariencia de la relación de capital. La relación de capital se presenta como una relación objetiva, que se autodesarrolla, cuyo desarrollo no tiene límites, o bien, si los tiene, se trata de límites internos, límites que aparecen como resultado de un desarrollo objetivo en el que no es clara la intervención de los seres humanos como sujetos.

Yo no soy afín a ese tipo de lecturas de Marx, aunque hay algunas de ellas que tienen planteos interesantes, como la de Moishe Postone. Pero, todas esas perspectivas se aproximan al capital con la idea de que tiene una lógica, y esa lógica es entendida como un movimiento o proceso que se abstrae de los accidentes, de la contingencia histórica, en el que las relaciones entre los distintos fenómenos son relaciones lógicamente necesarias. Yo, por el contrario, creo que la historia de la relación de Marx con el idealismo alemán, en particular con Hegel, es la de un creciente distanciamiento de una concepción de la historia como movimiento lógicamente necesario.

Marx a lo largo de su obra da cada vez más espacio a la contingencia como clave para entender el desarrollo histórico. Las contradicciones, que son las que explican el movimiento histórico, para Marx son contradicciones históricas que tienen soluciones históricas, contingentes, y por tanto el propio desarrollo del capital está atravesado por esa contingencia, no puede entenderse como el desarrollo de una lógica objetiva. En ese sentido, las relaciones de fuerza, los conflictos sociales, la lucha de clases son elementos centrales para entender las formas históricas que asume el capital y cómo se desarrolla en el tiempo.

 

MM

¿Cuáles son las principales diferencias entre el marxismo y las escuelas económicas «heterodoxas», especialmente las que provienen del keynesianismo?

AP

En primer lugar, una aclaración: hay que distinguir, por un lado, entre el keynesianismo y las corrientes poskeynesianas, sobre todo de los años sesenta y setenta, (e incluso de los cincuenta), y, por otro lado, la llamada síntesis neoclásico – keynesiana (mainstream en la segunda posguerra) y los contemporáneos neokeynesianos (algo así como el keynesianismo después del neoliberalismo). Las teorías keynesianas y poskeynesianas han hecho aportes interesantes a la comprensión del funcionamiento del capitalismo; y el marxismo, en ese sentido, tiene una relación con esos enfoques, como la que  ha tenido con la economía política clásica en sus orígenes, en el sentido de que su crítica permite recuperar y transformar esos aportes para integrarlos en una teoría marxista del capital.

Dicho esto, el agrupamiento del marxismo junto con las corrientes keynesianas y poskeynesianas dentro de ese gran paraguas que se denomina «heterodoxia» está bastante vinculado a la etapa que se inicia con el predominio del neoliberalismo. Y con cierta tendencia, sobre todo en algunos sectores de la izquierda, a identificar al neoliberalismo como enemigo principal. En un modo no siempre explícito, se construyó una especie de «frente único» entre keynesianos y marxistas contra el neoliberalismo. Yo creo que ahí hay un problema de fondo, que tiene que ver con la manera en que se comprendió al neoliberalismo y con la forma en que se comprende al Estado. En líneas generales, la tendencia fue asumir que el Estado era capaz de regular la economía en un sentido favorable a los trabajadores y que, en ese punto, había confluencia en torno a dos aspectos: una crítica teórica de la economía neoclásica y de las corrientes neoliberales en particular, por una parte, y la defensa del Estado de bienestar en los países europeos, la defensa de determinados aspectos de los Estados nacional-populares o populistas en América Latina, la defensa de cierta intervención del Estado, en definitiva, por otra.

El problema no es tanto que pueda haber una confluencia política o práctica en la oposición a determinada privatización, en la defensa de determinado derecho laboral o en la demanda de la intervención del Estado en algún punto especifico, lo que es una práctica habitual de la lucha social, tanto en el terreno sindical como el terreno político. El problema está cuando empieza a asumirse que efectivamente el Estado, de alguna manera, es un tercero que puede arbitrar, que puede regular la acumulación desde fuera, e impedir que o bien las crisis se desarrollen o bien que sus efectos se descarguen sobre la vida de la clase trabajadora.

Esto se conecta con lo que decía antes, el hecho de que Estado y capital están solo en apariencia separados, pero, tras esa apariencia, hay unidad entre ambos. El capital no es una relación social puramente económica, el Estado es uno de los modos en que la sociedad capitalista se desenvuelve, se desarrolla, se reproduce. El Estado es parte del problema, no de la solución. Cuando la sociedad capitalista entra en crisis, entra en crisis el conjunto de esas relaciones sociales; entra en crisis lo que llamamos «la economía» y entra en crisis también lo que llamamos «la política».

Por otro lado, la intervención del Estado tiene límites. La separación entre economía y política se origina en el hecho de que la relación de capital tiene ciertas características que hacen que la regulación estatal de las relaciones económicas no pueda desarrollarse más allá de cierto punto sin poner en crisis esa misma relación. ¿Por qué? Porque esas relaciones están articuladas a través del mercado. Y esto no es ficción, es una realidad. Capitalista y trabajadores se vinculan a través de la compra y venta de mercancías: compra – venta de la fuerza de trabajo, compra – venta de bienes de consumo, compra – venta de medios de producción, etcétera. El conjunto de las relaciones sociales está mediado, articulado, por relaciones de mercado. El Estado, entonces, tiene límites reales para la intervención; si la intervención del Estado disuelve la separación entre economía y política, que es la condición de funcionamiento del mercado, pone en crisis la forma en que se articulan las relaciones sociales.

Un ejemplo clásico de esto es el problema de la regulación de los precios. Ciertas corrientes heterodoxas (aunque no Keynes, por cierto) parecen pensar que el Estado podría regular los precios de manera casi ilimitada. Esto no es así. Más allá de cierto punto se producen fenómenos de escasez, aparecen «mercados negros» y procesos de desinversión, etcétera. Entonces, emergen concretamente los límites del Estado para regular la economía y, más en general, los límites que tiene para intervenir de manera favorable a los trabajadores. En cierto punto, los gobiernos y el personal del Estado, sienten la necesidad de dar solución a los problemas que creó su propia intervención, porque afectan a la reproducción del aparato estatal: si la economía entra en crisis, el Estado no tiene recursos, pierde capacidades,  etcétera.

Por lo tanto, la diferencia de fondo con la heterodoxia, creo yo, gira en torno a la naturaleza y el rol del Estado. En el keynesianismo, en el poskeynesianismo y en otras corrientes heterodoxas existe la idea de que el Estado es un tercero que puede regular la acumulación de manera que las crisis desaparezcan, o de que la intervención del Estado puede hacer compatible el desarrollo capitalista con una tendencia permanente a la mejora de la vida de los trabajadores. Estas nociones, desde el punto de vista marxista, son utópicas. Existe un límite objetivo a esas intervenciones: en algún momento la crisis se precipita y afecta al propio Estado; por ello, las mejoras en la vida de los trabajadores están siempre amenazadas, son precarias. Las épocas de retroceso, como pasó en toda la fase neoliberal, ponen de manifiesto esos límites: detrás del neoliberalismo está la crisis del keynesianismo.

 

MM

¿Hay una teoría marxista de la crisis? ¿En qué consiste? Y, más en particular, ¿no hay una tendencia del marxismo a enfatizar unilateralmente el papel disruptivo de la dominación de la crisis capitalista, subestimando su posible carácter disciplinante? 

AP

Como lo demuestran la teoría del Estado, la teoría de las ideologías, la teoría de las clases, etcétera., el marxismo está en construcción. No podemos pensar que la teoría marxista es una teoría ya terminada. La construcción de varias ortodoxias y, en particular, la transformación del marxismo en ideología de Estado en los «socialismos reales», han hecho difícil el desarrollo de la teoría. Pero la derrota catastrófica de las estrategias revolucionaria y reformista de la clase obrera desde los setenta, ambas ligadas al marxismo, han producido crisis y dispersión. De hecho, en muchos aspectos vemos que todavía nos encontramos en el lugar donde Marx dejó las cosas. Si bien hay muchos avances teóricos, son avances heterogéneos, fragmentarios, con bajo grado de integración. A lo que hay que agregar la marginalización de nuestro pensamiento en ámbitos intelectuales y académicos, acompañada de desconocimiento y caricaturización.

Sin embargo, las teorías marxistas de la crisis tuvieron mucho más desarrollo que otros temas. Lo que dejó Marx son apenas esbozos, en distintas partes de los Grundrisse y El capital, interpretables de modos muy diversos. El gran debate teórico sobre las crisis se inicia después de la muerte de Marx e incluso de Engels. En el marxismo clásico podemos encontrar explicaciones multicausales e incluso eclécticas, pero en todas ellas están presentes elementos de una teoría que explica la crisis por el subconsumo o insuficiencia de la demanda. Este enfoque ha seguido muy presente en el marxismo. También desde los primeros debates encontramos a quienes explican las crisis como producto de la tendencia a la sobreproducción; en estos casos el énfasis de la explicación está puesto en la anarquía de la producción capitalista. Las explicaciones por sobreproducción han ganado terreno entre los marxistas en las últimas décadas. Desde los años 1930 hasta la actualidad ha tenido mucha difusión la teoría de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, aunque en las últimas décadas muchos marxistas la han abandonado. Y después están las teorías más recientes, sobre el carácter financiarizado de las relaciones capitalistas en los últimos cuarenta años.

Ante tal variedad, no podemos hablar de «una» teoría sino de diversas teorías marxistas de la crisis. Pero lo que sí me parece importante destacar, como un rasgo compartido por la mayoría de esos enfoques, es el énfasis en la producción y en la tendencia al desequilibrio del proceso de acumulación de capital que creo que es un punto de partida muy importante para entender la cuestión. En el centro del análisis marxista de la producción capitalista está la tendencia a la acumulación de capital; dicha tendencia impulsa a aumentar continuamente la producción y esto es lo que genera desequilibrios y finalmente conduce a fenómenos de crisis. Marx en los Grundrisse insiste mucho en este punto frente a la economía vulgar (hoy la neoclásica) pero también frente a la economía política clásica (y hoy diríamos también la heterodoxia). Marx señala una y otra vez que el problema central de la economía es que en el fondo siempre entiende la producción capitalista como producción para el consumo y al intercambio como intercambio mercantil simple. Más allá de los mecanismos específicos que conducen a las crisis (esto es lo que discuten, a fin de cuentas, las diversas teorías) el énfasis en la acumulación permanente —y el hecho de que esta acumulación tiene un límite, que conduce finalmente a la crisis— me parece el rasgo más valioso de las teorías marxistas de la crisis. Ante ciertas corrientes del marxismo, que en los últimos cuarenta o cincuenta años han puesto cada vez más énfasis en fenómenos de carácter financiero, creo que hay que volver a centrarnos en la producción.

Ahora bien, en lo que refiere al énfasis que la izquierda en general ha hecho en la crisis como momento de desestructuración de la dominación y, por lo tanto, como oportunidad política, creo que ha habido una subestimación del carácter disciplinante de la crisis. La crisis general – de eso hablamos – es una crisis de reproducción de la sociedad, es decir, un proceso de disolución de la sociedad, más o menos agudo según la crisis sea más o menos profunda. Puede ser catastrófico o puede desarrollarse gradualmente en el tiempo pero, como sea, se trata de procesos de crisis de reproducción de la sociedad, de disolución de los lazos sociales, que afectan a todos los sectores sociales. Y a medida que la crisis se profundiza, se agrava, se prolonga en el tiempo, afecta mucho a la clase trabajadora y a los sectores populares.

Ese efecto disciplinante es muy importante sobre todo en períodos de crisis de alternativa política. Porque ante la ausencia de alternativa política, la clase trabajadora, si está movilizada y organizada,  solo puede tener cierta capacidad de bloqueo. Y el éxito en el bloqueo a la ofensiva capitalista lo que tiende a provocar es una prolongación en el tiempo de la crisis y, en algún momento, inevitablemente, su profundización. Entonces es ahí donde el efecto disciplinante juega un papel importante.

En ese sentido, no creo que sea casual que este papel disciplinante apareciera como un problema en la Europa de los años 1920 y los 1930, pasada la primera oleada revolucionaria tras la Revolución de Octubre y un contexto de reflujo y derrota de la revolución en Europa. En ese momento, la revolución dejó de ser vista como inmediatamente posible; creció la demanda de orden y empezó a hacer mella en los propios trabajadores. Lo mismo pasó en Argentina durante la hiperinflación: un fenómeno muy agudo de disolución de lazos sociales que generó una demanda de orden y de estabilidad en todos los grupos sociales. Y lo mismo podría pasar con fenómenos como el que vivimos actualmente en Argentina, con una prolongación indefinida de la crisis.

Ahora bien, también es cierto que, en tanto la crisis no está resuelta, el juego está abierto. Por lo tanto, es verdad que es una oportunidad política y que el futuro se juega también en los modos en que la clase trabajadora y los sectores populares se organizan y responden. Pero la estrategia a seguir no puede basarse en la idea de que la profundización de la crisis vuelve más probable procesos de radicalización popular, porque ese es solo uno de los cursos posibles.

 

MM

¿Qué pensás del debate en torno a que asistimos al final del ciclo neoliberal del capitalismo?

AP

En principio hay que definir qué fue el neoliberalismo. Podemos decir que fue dos cosas: primero, una estrategia de ofensiva del capital contra el trabajo que se desarrolla tras la crisis del capitalismo de posguerra, una respuesta a la crisis de acumulación global y a la  crisis del Estado keynesiano en USA, de los Estados de bienestar keynesianos de Europa, de los Estados populistas de América Latina y también de los «socialismos reales».

El neoliberalismo dio unidad y coherencia a una ofensiva que ya se había iniciado molecularmente: los procesos de deslocalización de capitales del centro a la periferia son parte de esa respuesta que comenzó entre fines de los sesenta y mediados de los setenta y que dieron inicio al proceso de internacionalización de la producción.

La especificidad de la estrategia de ofensiva neoliberal fue el uso de la coerción del mercado como medio de disciplinamiento. Esto no quiere decir que haya estado ausente la violencia o que no haya jugado un papel fundamental. Las dictaduras militares de los setenta en América Latina son una evidencia elocuente. Pero la violencia es un rasgo siempre presente en las estrategias de ofensiva del capital, no es una especificidad histórica. El uso de la violencia estatal es un rasgo inherente a cualquier ofensiva capitalista, nunca va a estar ausente.

El problema es, entonces, ¿qué fue lo específico de la ofensiva neoliberal? Y es que la violencia estatal estuvo orientada a transformar las relaciones entre Estado y acumulación de modo que se convirtió al mercado en un medio de disciplinamiento, de desorganización de la clase obrera y de individualización de los comportamientos sociales. Se podría objetar que la coerción mercantil también es un elemento siempre presente en el capitalismo, pero esa coerción que estructura la relación de explotación capitalista se define, justamente, por su carácter económico, no político, como un aspecto esencial de la separación entre explotación y dominación que mencionábamos antes. En el neoliberalismo la coerción del mercado se transforma en un arma política. La segunda dimensión del neoliberalismo, por lo tanto, es como modo de dominación política. Porque lo que vemos desde fines de los años 1980 (en algunos casos, desde principios de los años 1980) es la estabilización del neoliberalismo como modo duradero de dominación. Sobre la base de un proceso de internacionalización en marcha – y al que, a su vez, dio impulso – la combinación de apertura comercial y financiera, desregulación de los mercados y políticas monetarias restrictivas transformó la coerción mercantil en un mecanismo duradero de dominación sobre masas desmovilizadas e individualizadas.

Sin embargo, ya desde la segunda mitad de los años noventa se empezaron a ver los límites de esa estructura de dominación y se desarrollaron una serie de crisis en la periferia: en el sudeste asiático en 1997, la crisis rusa de 1998, en el 2001 la crisis en Argentina y también la crisis turca… En fin, una serie de fenómenos puso de manifiesto que el mecanismo de dominación neoliberal se empezaba a agrietar. El mecanismo de coerción mercantil resultaba ineficaz como mecanismo de dominio y se desarrollaban procesos de movilización popular. En ese contexto, en algunas regiones de la periferia se desarrollaron ensayos posneoliberales. Es lo que ocurrió en gran parte de Sudamérica.

Una de las condiciones para que el neoliberalismo funcione es que el mercado sea eficaz para sostener la desmovilización. En la medida en que se producen procesos de movilización y los mecanismos de coerción mercantil empiezan a fracasar, podemos decir que comienza la crisis del neoliberalismo. Tras la crisis mundial de 2008, la crisis de estos mecanismos se demostró cada vez más global.

La principal evidencia de esta crisis es la ruptura de la restricción monetaria. La restricción monetaria es un mecanismo esencial del neoliberalismo. Elmar Altvater, en un viejo artículo, decía que la política monetaria era la trinchera de la ofensiva neoliberal contra la clase trabajadora. No se trata simplemente de limitar la emisión como política antiinflacionaria. Se trata del uso político, disciplinante, de la moneda. Es un límite a la expansión monetaria y fiscal como respuesta a la presión de las demandas populares. ¿Qué significa, entonces, el fin de la restricción monetaria? Que de alguna manera los procesos de movilización obligan al Estado a relajar esa restricción. La emisión de moneda es una respuesta a demandas que comienzan a emerger y que no se pueden simplemente reprimir (no hablamos solo del ejercicio de la violencia material sino, sobre todo, de la coerción del mercado).

Esto me parece muy claro en Estados Unidos después de la crisis mundial del 2008. Las llamadas políticas de «flexibilización cuantitativa», al comienzo, fueron una repuesta a la crisis financiera, un mecanismo para transferir dinero a los bancos y otras entidades financieras en un contexto de falta de liquidez. Pero llegaron para quedarse, y se transformaron en un mecanismo más o menos permanente hasta el alza reciente de los índices de inflación. Los sucesivos gobiernos (el final de la administración Bush, Obama, Trump y el propio Biden) no pueden escapar del aumento de gastos, el déficit fiscal y la expansión monetaria. Los intentos de volver al corset monetario neoliberal no tienen viabilidad política.

Pero si volvemos la vista al resto del mundo podemos ver, como decíamos antes, que desde fines de los noventa y agudamente desde 2008 la crisis del neoliberalismo es un fenómeno global. En el caso de Rusia y su zona de influencia, particularmente el Cáucaso y el Asia central, después de la crisis de 1998 comienza un proceso de salida del neoliberalismo. En todas esas economías se observa un rol creciente del Estado y una reversión parcial de las reformas neoliberales tras la disolución de la URSS. A eso hay que agregarle el crecimiento global de la economía china. Si bien China inicia su crecimiento con la transición al capitalismo desde fines de la década de los setenta, hasta fines de los años noventa la economía china no era un actor tan relevante. Pero desde principios de los 2000 China aumentó notablemente su peso económico global. Y China es un país que nunca llevó adelante políticas neoliberales en el sentido que las hemos conocido en gran parte del mundo desde los ochenta. Podríamos seguir agregando casos: el caso japonés desde los años noventa que, ante el inicio de un largo estancamiento, giró hacia políticas de aumento del gasto público e inversión en infraestructura.

Entonces, en mi opinión, existe un conjunto de elementos que muestran claramente una crisis del neoliberalismo y la tendencia a su abandono, sobre todo a partir de 2008. La Unión Europea ha sido una excepción parcial. En particular en la zona Euro la restricción monetaria y fiscal juega un papel político relevante por la modalidad de integración regional. La integración monetaria en un contexto en que los Estados nacionales retienen decisiones importantes en el terreno fiscal otorga a la disciplina monetaria impuesta por el BCE un papel central. Pero también allí hay elementos de agrietamiento del mecanismo de coerción de mercado. Desde 2008 crecieron las presiones por el relajamiento de la restricción monetaria y las crisis de gobierno se han vuelto recurrentes en muchos de los países europeos. En ese contexto, creció la oposición a la Unión Europea. En fin, existen una serie de elementos tanto en la Zona Euro como en la Unión Europea en general que plantean, si bien no una salida del neoliberalismo, sí una crisis en ciernes, e incluso cierta tendencia del Banco Central Europeo a relajar la restricción monetaria.

Ahora bien, que el neoliberalismo esté en crisis no quiere decir que no haya intentos de restauración neoliberal. En América Latina los hemos visto recientemente. Es el caso del macrismo en Argentina, que fue un intento de restauración neoliberal fallido. También podemos citar el caso brasileño, y la experiencia de Bolsonaro no se puede considerar tampoco exitosa.

Sin embargo, que el neoliberalismo esté en crisis a nivel mundial y que los intentos de restauración neoliberal en la región hayan fracasado no quiere decir que haya un proceso de mejora en la situación de las clases populares. La crisis del neoliberalismo es un aspecto de una crisis global que atraviesa el capitalismo desde 2008. Y el capitalismo no termina de encontrar respuesta. Se enmarca en un proceso de transformación muy profundo del capitalismo desde mediados de los setenta, una transformación como no veíamos desde fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Y en ese proceso de crisis y de transformación profunda del capitalismo, las presiones por llevar adelante una ofensiva sobre la clase trabajadora son muy fuertes en todo el mundo. La emergencia de las nuevas derechas es un aspecto de este proceso. Sobre todo, frente a la ausencia de alternativas anticapitalistas, por lo menos en lo inmediato. Por lo tanto, la crisis del neoliberalismo no significa que estemos ante la inminencia de un giro progresista a nivel mundial. La crisis del neoliberalismo es el terreno de una disputa: hay intentos de restauración neoliberal, hay ensayos posneoliberales de izquierda o populistas como ocurrió en América Latina, y también hay nuevos fenómenos de derecha posneoliberal, que son cada vez más amenazantes.

En este sentido, yo creo que la difusión del término «neoliberalismo autoritario» ha tendido a inflar el concepto de neoliberalismo hasta volverlo inútil para entender lo que está ocurriendo. Porque autoritario, en mi opinión, tiende a dar cuenta de lo que empieza a ser el rasgo más claro de la respuesta a la crisis del neoliberalismo: una cierta repolitización de la lucha de clases. Es decir, si el neoliberalismo se caracterizó por un predominio de la coerción mercantil como mecanismo de disciplina, cuando el mercado empieza a fallar y la dominación se agrieta aparece como respuesta cierta repolitización de la lucha de clases. Crece el papel del Estado en ese disciplinamiento. Me parece que el adjetivo «autoritario» que se agrega a neoliberalismo trata de captar esto.

Si me preguntás cuales son los rasgos de ese posneoliberalismo emergente, sinceramente no sé, porque estamos en un proceso de transformación y los bordes no se ven claros todavía, las tendencias no son tan claras. Pero un elemento que sí me parece persistente es esta repolitización autoritaria de la lucha de clases. Pero esa repolitización no es necesariamente progresiva, y eso nos devuelve al principio, cuando hablábamos de las diferencias con el keynesianismo, sobre si un mayor papel del Estado es siempre favorable a las clases populares. Si fuera el caso, una repolitización de la lucha de clases sería una buena noticia. Pero no necesariamente es así.

Una repolitización de la lucha de clases y un creciente papel del Estado pueden significar un proceso de disciplinamiento autoritario. En muchos lugares, lo que podemos ver es que, ante la dificultad del Estado para integrar demandas, se producen procesos mixtos: se integran las demandas de algunos sectores, se reprimen o neutralizan las de otros. Experiencias tan disímiles como las de Turquía de Erdoğan, El Salvador de Bukele, la Rusia de Putin, la deriva autoritaria de la derecha republicana en USA (el «trumpismo») y  los mecanismos de integración y represión políticos del régimen chino parecen orientarse en esa dirección común. Incluso, tras el fracaso de la restauración neoliberal, el «bolsonarismo» en su etapa final en el gobierno y en su debut como oposición parece dirigirse hacia allí. En algunos casos estas tendencias se desarrollan en los marcos de la democracia formal, aunque tensionando sus límites, en otros en el marco de regímenes autoritarios.

Los fenómenos de crisis o al menos de puesta en discusión de los mecanismos de representación también son parte de estos cambios que están ocurriendo. Se pone de manifiesto en las disputas sobre los resultados electorales (EE. UU.), las luchas en torno a los mecanismos de elección popular y los cambios en los distritos electorales (Venezuela), la crisis de los gobiernos y la formación de mayorías parlamentarias (Unión Europea), etcétera, que la democracia tiene algo de ficción, que la construcción de una voluntad mayoritaria implica la definición de cómo se construye esa mayoría.

Ahora bien, el cuestionamiento a los mecanismos de representación no es del mismo tipo que a fines de los noventa y principios de los dos mil cuando, por ejemplo en Sudamérica, la crisis de representación tenía un elemento progresivo, en el sentido de que lo que se reivindicaba era la autoorganización popular, la acción directa de las masas, etcétera. Por el contrario, hoy aparece como un cuestionamiento a la democracia. Entonces, yo hoy no le veo un carácter tan progresivo a la crisis de los mecanismos de representación, por lo menos en lo inmediato… Desde la izquierda tenemos mucho para decir en relación a eso, pero lo cierto es que hoy esos cuestionamientos aparecen como parte de aquellos elementos de repolitización autoritaria de lucha de clases, como intentos de desconocimiento de las mayorías populares, seas cuales sean las formas de su construcción, intentos de exclusión de sectores populares que se movilizan y cuyas demandas no se pueden integrar, etcétera. Hablo de indicios, de tendencias incipientes, no necesariamente tiene que desarrollarse ese sendero. Lo central, en todo caso, en mi opinión, es que la repolitización autoritaria de la lucha de clases es un elemento común de estas formas posneoliberales. Incluso en aquellos gobiernos que intentan llevar adelante, por lo menos en sus intenciones explícitas o en sus discursos, salidas progresistas o de izquierda: veamos sino la deriva venezolana o lo que está ocurriendo en Nicaragua, incluso – en un grado muy diferente y como manifestación de la combinación de potencia popular y disciplinamiento estatal – el papel de control de la movilización y la organización populares ligado a la expansión del gasto social, como sucede actualmente en Argentina y aprovechó muy bien el macrismo. Esto no es nuevo, conocemos de sobra ese costado autoritario de los Estados de bienestar de posguerra, a pesar de su embellecimiento posterior por algunos sectores de la izquierda.

 

MM

¿Cómo entiende el marxismo la inflación? Y, más concretamente, ¿cuál es tu opinión sobre el retorno de la inflación como una problemática global?

AP

Primero, sobre el aspecto más conceptual de la inflación: antes decíamos que había una diversidad de teorías marxistas de la crisis, y con la inflación pasa algo parecido, porque el problema de la inflación está ligado a ciertas perspectivas marxistas sobre la acumulación, el dinero, etcétera.

En primer lugar, hay una diferencia importante con la heterodoxia, en particular con los keynesianismos. Lo digo en plural porque es muy difícil atribuir a Keynes ciertas afirmaciones: si hay algo que Keynes jamás ha dicho —y tenía razón— es que se pueda emitir indefinidamente. Keynes decía que mientras hubiera niveles altos de desempleo podía emitirse sin que esto generara inflación o, por lo menos, no una alta inflación; pero que mas allá de cierto punto empezaba a aparecer lo que llamaba la «verdadera inflación». Es decir, la emisión descontrolada no podía ser la respuesta a los problemas económicos. Keynes nunca dijo esto.

Pero en las últimas décadas han aparecido reinterpretaciones del keynesianismo y del poskeynesianismo que han negado cualquier vínculo entre emisión monetaria e inflación y que han tendido a aseverar que es posible emitir dinero siempre sin que esto genere inflación.

Afirmar que  existe un «lado monetario» de la inflación no es lo mismo que decir, como dicen los neoclásicos, que la inflación es puramente de origen monetario y que la emisión monetaria per se genera inflación. Esto evidentemente también es falso. Nunca se ha podido demostrar una correlación entre la emisión monetaria y la inflación como la que pretenden los neoclásicos, no existe tal cosa.

Los neoclásicos sostienen que el dinero es exógeno, es decir, que la determinación de la cantidad de dinero es básicamente una decisión política. Un aspecto valioso de las perspectivas poskeynesianas (los poskeynesianos tienen un punto a favor en esto respecto de Keynes), es que han enfatizado que el dinero es endógeno. Afirman que la cantidad de dinero depende, básicamente, de la demanda de dinero que genera la propia economía.

Ahora bien, en las últimas décadas entre los poskeynesianos surgió una corriente —que tiene su mayor expresión en la llamada Teoría Monetaria Moderna— que, simplificando,  plantea que podríamos aumentar siempre la cantidad de moneda sin efectos inflacionarios porque eso provocaría un aumento de la demanda, ese aumento de la demanda generaría una expectativa de mayor ganancia y, por lo tanto, un aumento de la inversión. Entonces siempre tendríamos niveles de inflación bajos, no se desataría un proceso inflacionario.

Para los marxistas esto no es así y, en general, aceptamos que existe un lado monetario de la inflación. Las explicaciones que dan los keynesianos y la mayoría de los poskeynesianos de los fenómenos económicos, en última instancia, son subjetivas, dependen de la psicología de las personas, de lo que esperan, de las expectativas que se forman. Para los marxistas existen determinaciones materiales, objetivas, de la acumulación de capital y de su tendencia a las crisis. La inversión depende, en lo esencial, de la tasa de ganancia y que la tasa de ganancia sea más alta o más baja no depende de expectativas. La inversión depende también de ciertas condiciones sociales, por ejemplo, será baja si existen problemas de dominación política que hagan que el marco de la inversión sea inestable. En tales condiciones — baja tasa de ganancia, problemas de dominación política, etcétera—, por más que se emita moneda e incluso que esto se traduzca en aumentos de la demanda, es altamente probable que la inversión no aumente o no aumente lo suficiente. Esto genera desajustes que terminan produciendo inflación. En particular, el financiamiento permanente del déficit fiscal por la vía de la emisión monetaria en condiciones de baja inversión puede generar fenómenos inflacionarios.

En segundo lugar, la inflación expresa ciertas relaciones de fuerzas. Antes yo hablaba de la restricción monetaria: si la respuesta frente a ciertas demandas es la restricción monetaria, lo más probable es que todo un conjunto de fenómenos económicos que comúnmente asociamos con la inflación – el ejemplo más usual, los aumentos de salarios – no se expresen de manera inflacionaria, que incluso las crisis den lugar a una dinámica deflacionaria, como pasó en Argentina en los años noventa.

Ahora bien, la ruptura de la restricción monetaria no es el simple producto de una decisión política, como sostienen los neoclásicos, tiene que ver con cierta incapacidad política para sostenerla. En muchos casos, lo que sucede es que la propia movilización de los trabajadores genera un relajamiento de la emisión monetaria, es decir, que se responda a esas demandas aumentando el gasto, emitiendo moneda, etcétera., en condiciones en que la inversión, por razones objetivas, no aumenta o no lo hace lo suficiente. De esa manera se valida el aumento de gastos, se valida el aumento de los ingresos populares, etcétera. En esas condiciones de ruptura de la restricción monetaria pueden aparecer, entonces, fenómenos inflacionarios.

Pero veamos ahora cómo opera esto concretamente para entender lo que pasó en los últimos años a nivel mundial y por qué tenemos fenómenos de inflación a nivel global.

Primero, independientemente de algunas de las cuestiones que estuvimos planteando, tenemos factores que impulsan el aumento de los precios por el lado de los costos de producción. Efectivamente, aumenta el precio de la energía producto de la guerra de Rusia contra Ucrania, y esto impacta en el costo de producción de las mercancías. Tenemos, además, problemas de suministro que se originaron con la pandemia. La internacionalización capitalista hizo de la producción un proceso global, lo que vuelve muy dependiente la cadena de suministros de ciertas condiciones de la circulación de mercancías a nivel mundial. La pandemia alteró estas condiciones de circulación y generó cuellos de botella en el suministro de determinadas materias primas, insumos, etcétera, que crearon presiones inflacionarias.

Todo esto ha jugado un papel en el aumento de precios de los últimos años, pero lo llamativo es cómo distintos fenómenos se expresan últimamente de manera inflacionaria después de 40 años de baja inflación. Incluso la inflación núcleo en Estados Unidos, sacando energía y alimentos, es históricamente alta. Creo, entonces, que es posible adjudicar los aumentos generalizados de precios de los últimos años a nivel global, y cierta tendencia a que fenómenos muy diversos se expresen de manera inflacionaria, al relajamiento de la restricción monetaria que identificamos como uno de los indicadores de la crisis del neoliberalismo. Allí donde aparecen obstáculos, restricciones, a la inversión, al aumento de la oferta, pueden desarrollarse tendencias inflacionarias. Yo creo que es una combinación de factores coyunturales (pandemia, guerra de Ucrania) y de transformaciones en la estructura de dominación lo que explica el retorno de la inflación.

 

MM

¿Y cómo explicás la prácticamente crónica inflación en Argentina?

AP

En Argentina tenemos una larga historia de inflación. En todo caso, en Argentina podemos decir que lo que sucede en estos momentos es que se agudizan tendencias que son locales. La aceleración de la inflación el último año obedece también en parte a estos problemas globales. Pero tenemos un problema de inflación profundo en el país. Pensemos que estamos hablando, aproximadamente, de un 10% de inflación anual en Europa… en Argentina esa cifra alcanza el 100 % anual. Entonces, efectivamente hay un problema más profundo y de larga data. Pero acá no me quiero ir tan atrás; quisiera limitarme a lo que pasa desde 2002 en adelante, desde la salida del plan de convertibilidad hasta hoy.

En el plano más general, existe un elemento que ha señalado el estructuralismo económico latinoamericano, en particular en Argentina, que creo que es correcto: la tendencia a la restricción externa al crecimiento. El hecho de que cuando la economía argentina crece tienden a aparecer problemas en el sector externo. Básicamente, faltan dólares porque salen más dólares de los que entran, por diversos motivos. El primero, el más profundo, tiene que ver con las importaciones que se generan por la propia producción; la industria argentina es una industria deficitaria que importa más de lo que exporta. Muchos de estos sectores orientan la producción hacia el mercado interno y otros, aunque exportan, no compensan lo que importan. Hay algunos sectores industriales que son netamente exportadores, que son superavitarios. Son los sectores que industrializan recursos naturales y otros de manufactura de origen industrial de bajo valor agregado. Pero, en líneas generales, se trata de una estructura industrial que genera déficit comercial.

También inciden otros comportamientos, como la fuga de capitales de los capitalistas locales, la remisión de utilidades de las empresas extranjeras y la salida de dólares por pago de intereses de la deuda externa. Y en los últimos años se suma también el tema de la energía, que fue particularmente duro este ultimo año por el aumento de precio del petróleo y del gas. Entonces, existe un problema de restricción externa al crecimiento, que durante las fases expansivas tiende a generar déficit de cuenta corriente y que produce presiones por la devaluación. Y la devaluación genera inflación. ¿Qué es la devaluación? La pérdida de valor de la moneda local, que hace que los precios expresados en moneda local aumenten, incluso aunque tengamos deflación en dólares, que es lo que suele pasar en los procesos de crisis. Tenemos un aumento notable de los precios en moneda local y una caída de los precios medidos en dólares, eso pasó en los últimos años.

Ahora bien, ¿cómo se responde a esa presión recurrente por la devaluación? Ahí entran a jugar otros elementos. Y para abordar esto quiero venir más acá en el tiempo, a la crisis de la convertibilidad en 2001. La crisis de la convertibilidad obedeció a factores de restricción externa, de falta de divisas, de la dinámica desequilibrada de crecimiento de un capitalismo dependiente periférico como el de Argentina. Pero en parte también respondió a la capacidad de la clase obrera de bloquear esa salida deflacionaria a la que me refería antes, de sostener un proceso deflacionario en el tiempo. Grecia demuestra que se puede; demuestra que era posible una salida que no fuera del tipo de la que se produjo en Argentina. En ese sentido, la movilización popular de diciembre de 2001 rompió la restricción monetaria, obligó a la devaluación e hizo que retorne esa tendencia a la expresión inflacionaria de ciertos fenómenos económicos y políticos (que, como decíamos, tienen una larga historia en Argentina).

Como la salida de la crisis de 2001 estuvo determinada por la movilización popular, la recomposición del poder político requirió la integración de demandas. Y ese proceso de integración de demandas se desarrolló en base a políticas fiscales y monetarias expansivas en un marco de comportamiento inversor reticente. Ese, de manera muy simplificada, es el núcleo del problema inflacionario, que se agudizó con la vuelta del déficit fiscal y de los problemas de restricción externa entre 2010 y 2011. A partir de ahí se combinan los problemas locales, la tendencia inflacionaria local, con los problemas globales: la crisis global de 2008 y su impacto pleno en la región después de 2013, tras la desaceleración de China y la caída de los precios de los commodities. En este escenario global, se desarrollaron presiones renovadas por el ajuste y la reestructuración. Cuando hablamos de reestructuración nos referimos a una renovación profunda de la base productiva local —la última se produjo en la primera mitad de los noventa—, a una transformación de los procesos de trabajo y un cambio en la estructura de gastos y funciones del Estado de naturaleza regresiva. Pero esas presiones se desarrollaron en un contexto local marcado por el bloqueo popular a los intentos de avanzar en ese proceso de reestructuración. Eso explica la irresolución de la crisis y la tendencia a la espiralización de devaluación e inflación.

Yo creo que en la base de la dinámica inflacionaria de los últimos diez años está esto. Después, específicamente, los momentos de aceleración o de cierta desaceleración requieren explicaciones particulares que me llevarían a una discusión mucho más larga…

Sin embargo, hay ciertas evidencias de que en el marco del estancamiento y la crisis las grandes empresas exportadoras han avanzado en el proceso de reestructuración y está además la discusión previa, la referida al impacto de la prolongación de la fase de estancamiento y crisis en la capacidad y la voluntad de bloqueo popular. Los procesos inflacionarios son particularmente eficaces para desarmar la resistencia popular en ausencia de alternativas políticas.

Las ondas largas son clave para el desarrollo del capitalismo

Por Manuel Kellner
Traducción: Pedro Perucca

El marxista belga Ernest Mandel explicó las ondas largas como un factor clave en el desarrollo del capitalismo. La teoría de Mandel es uno de los intentos más sofisticados de demostrar por qué el capitalismo atraviesa largos periodos de expansión y estancamiento.

Desde Carlota Pérez hasta Paul Mason y Cédric Durand, muchos analistas del capitalismo contemporáneo han adoptado el concepto de ondas largas que propuso por primera vez el economista ruso Nikolai Kondratiev. Pero si el capitalismo se desarrolla a través de ondas largas, con altibajos en su trayectoria, ¿cuál es la lógica que subyace a dichas ondas?

El marxista belga Ernest Mandel ofreció una de las explicaciones más detalladas en su libro Las ondas largas del desarrollo capitalista, basado en una serie de conferencias impartidas por el autor en la Universidad de Cambridge en 1978. Para Mandel, la existencia de estas «ondas largas» es un hecho empíricamente establecido. Su explicación marxista se basa esencialmente en las fluctuaciones a largo plazo de la tasa de beneficio que, a su vez, determinan en última instancia el ritmo de acumulación de capital (es decir, el crecimiento económico y la expansión en el mercado mundial).

Mandel cita dos indicadores cruciales que confirman empíricamente la existencia de «ondas largas», a saber, la producción industrial y el crecimiento de las exportaciones en su conjunto. Los datos indican los siguientes periodos con tendencia ascendente o estancada-depresiva: 1826-47 (estancada-depresiva), 1848-73 (expansiva), 1874-93 (estancada-depresiva), 1894-1913 (expansiva), 1914-39 (estancada-depresiva), 1940-67 (expansiva) y a partir de 1968 de nuevo una onda larga con tendencia estancada-depresiva.

 

Explicación de las ondas largas

Desde un punto de vista marxista, el crecimiento industrial a largo plazo en el capitalismo es impensable en condiciones de caída de la tasa de beneficio. En la medida en que, también desde una perspectiva marxista, se afirma que la tendencia a largo plazo de la tasa de beneficio a la baja es válida para el desarrollo general del capitalismo, surge obviamente el problema de explicar las fases prolongadas de crecimiento. De ahí surge la necesidad no sólo de examinar las fluctuaciones de la tasa de beneficio en el contexto del ciclo económico y su tendencia secular, sino también de introducir un tercer marco temporal, a saber, las «ondas largas».

El repentino aumento de la tasa media de beneficio durante un periodo prolongado podría explicarse con referencia a una serie de factores. Mandel cita en primer lugar un aumento repentino de la tasa de plusvalía. También son posibles una desaceleración repentina del crecimiento de la composición orgánica del capital, un aumento repentino de la tasa de rotación del capital o una combinación de estos factores. Mandel cita otras causas potenciales, como un aumento brusco de la masa de plusvalía y un fuerte flujo de capital hacia países con una composición orgánica del capital significativamente inferior a la de las áreas metropolitanas.

En general, las ondas largas expansivas se producen cuando los factores que contrarrestan la caída de la tasa de beneficio tienen un efecto fuerte y sincrónico. Sin embargo, también hay que intentar explicar por qué las tendencias contrarrestantes no prevalecen dentro de la onda larga particular. Según Mandel, las fluctuaciones del «ejército de reserva», es decir, el peso relativo del desempleo, desempeñan allí un papel importante.

Una de las tesis principales de Mandel es que, a diferencia de los ciclos comerciales capitalistas normales, en los que las transiciones a la depresión y a la recuperación corresponden a leyes internas de la economía capitalista, la transición a una onda larga con una tendencia básica expansiva debe explicarse por factores no económicos («exógenos»). Esta es precisamente la razón por la que Mandel, a diferencia de Nikolai Kondratiev, no habla de «ciclos largos» sino de «ondas largas».

En su opinión, la «onda larga» con una tendencia básica depresiva no contiene en sí misma, en términos puramente económicos, las condiciones para cambiar a una «onda larga» con una tendencia básica expansiva. A la inversa, una «onda larga» con tendencia básica expansiva contiene en sí misma las condiciones para pasar a una «onda larga» con tendencia estancada-depresiva.

 

Factores exógenos

Para explicar los aumentos repentinos y permanentes de la tasa media de ganancia después de 1848, 1893 y 1940 (o 1948 en Europa), Mandel identifica factores no económicos específicos para cada uno de estos periodos. El año 1848 se caracterizó por las revoluciones, las conquistas y el descubrimiento de los yacimientos de oro californianos. Estos tres factores provocaron una expansión cualitativa del mercado mundial capitalista.

La industrialización y la revolución tecnológica asociada a ella avanzaron masivamente. Este proceso estuvo marcado sobre todo por la transición de la máquina de vapor al motor de vapor y por el paso de la producción artesanal a la producción industrial de capital fijo. Esto permitió un aumento espectacular de la productividad del trabajo y, debido al aumento de la plusvalía relativa, también de la tasa de plusvalía.

Además, el uso de barcos de vapor, telégrafos y ferrocarriles supuso una revolución en la tecnología del transporte y las telecomunicaciones, acelerando la velocidad de rotación del capital. A ello se sumó la expansión de las sociedades anónimas y la aparición de los grandes almacenes, que impulsaron la realización de la plusvalía. Según Mandel, todo ello combinado condujo a un crecimiento permanente de la tasa de beneficio.

Los rasgos explicativos análogos del inicio de una onda larga expansiva después de 1893 coinciden con los rasgos principales del «imperialismo» incipiente en el sentido que Vladimir Lenin daba al término: el reparto del mundo entre los países capitalistas industriales desarrollados, el aumento de las exportaciones de capital a los países pobres, atrasados y dependientes y la caída de los precios relativos de las mercancías. La tasa de crecimiento de la composición orgánica del capital disminuyó y la revolución tecnológica provocada por la electrificación general en los países industrializados ricos permitió a su vez aumentar la producción de plusvalía relativa.

Para la onda larga expansiva posterior a 1940 (en Estados Unidos) y 1948 (en general), Mandel cita las «derrotas históricas de la clase obrera internacional» como principal factor explicativo. El fascismo y el nazismo fueron responsables de la destrucción del movimiento obrero en los países afectados. La Segunda Guerra Mundial, la posterior Guerra Fría y la era McCarthy en Estados Unidos fueron otros enormes reveses para el movimiento obrero organizado y su capacidad para defender eficazmente los intereses de los asalariados.

Todos estos factores juntos permitieron aumentos sensacionales de la tasa de plusvalía, en algunos casos de hasta el 300%. Una vez más, el crecimiento de la composición orgánica del capital se ralentizó, esta vez debido a un acceso más barato al petróleo de Oriente Medio, a una nueva caída de los precios de las materias primas y a un descenso de los precios de los elementos del capital fijo.

Una nueva revolución en las telecomunicaciones y los préstamos, la aparición de un verdadero mercado monetario internacional y la proliferación de empresas multinacionales fueron factores de la nueva situación. Para Mandel, la expansión de la producción de armas con beneficios garantizados por el Estado desempeña un papel muy importante, pero no decisivo, en este contexto.

 

Revoluciones tecnológicas

Mandel argumenta que, si bien los «factores exógenos» deben considerarse como «disparadores» en los respectivos casos, desencadenaron un proceso dinámico que se autoperpetuó durante décadas y que, a su vez, puede explicarse con la ayuda de las categorías marxistas tradicionales de la crítica de la economía capitalista. ¿Qué papel desempeñan las revoluciones tecnológicas en el modelo explicativo de Mandel si éste no cree que puedan desencadenar períodos con una tendencia básica expansiva?

En el período de ondas largas con tendencia básica estancada-depresiva, se desarrolla una «reserva» de innovaciones tecnológicas, pero éstas no se introducen masivamente en el proceso de producción. Lo mismo ocurre con las reservas monetarias. Sólo un cambio en el clima económico y, en consecuencia, unas expectativas de beneficios más elevadas impulsan la inversión masiva con el fin de utilizar estas innovaciones en la producción.

Durante una ola expansiva, la productividad media del trabajo en las empresas tecnológicamente más avanzadas determina el valor. Las empresas que utilizan tecnología más avanzada para la producción obtienen beneficios adicionales. Aquí es donde el valor viene determinado por los nuevos sectores industriales que impulsan la revolución tecnológica y tienen los costes de producción más elevados. Por lo tanto, no sólo generan plusvalía a expensas de las empresas menos productivas sino que también hacen subir la tasa media de beneficios.

Al comienzo de una onda expansiva larga, la clase obrera aún sufre las consecuencias de la época anterior y, por lo tanto, no está en condiciones de detener de una vez el descenso de los salarios en relación con los beneficios. Los salarios reales empiezan a subir en el periodo siguiente, pero sólo de forma muy gradual, notablemente más despacio de lo que aumenta la productividad en el «departamento II» (la producción de artículos de consumo). Una mayor tasa de inmigración también contrarresta el aumento de los salarios reales.

Por esta razón, la tasa de plusvalía puede seguir creciendo durante bastante tiempo, a pesar del aumento de los salarios reales. Las ondas expansivas suelen contener ciclos comerciales con fases de auge más largas y pronunciadas y crisis más cortas y menos pronunciadas, cuyas formas más leves se perciben como «recesiones». Durante una onda estancada-depresiva ocurre lo contrario, aunque incluso durante esas ondas largas hay, por supuesto, periodos de auge económico.

Otros aspectos que Mandel añade a su explicación son las tendencias a largo plazo de la competencia entre los principales Estados nación capitalistas y las fluctuaciones de la producción de oro. Las dos primeras ondas largas expansivas coinciden con la hegemonía británica, la tercera con la hegemonía de Estados Unidos como primera potencia imperialista.

En opinión de Mandel, la importancia del poder del país hegemónico para gestionar las crisis mundiales es obvia, por lo que el declive relativo de la hegemonía estadounidense hace más difícil contrarrestar una evolución generalizada similar a una crisis. En general, los cambios drásticos en el equilibrio político de poder en el escenario mundial son factores importantes (no económicos) que configuran el clima económico general de la época.

 

¿La regla de oro?

Mandel menciona que muchos historiadores económicos se han sentido «fascinados» por la tesis, basada en los trabajos de Gustav Cassel, de que las ondas largas están determinadas por las fluctuaciones a largo plazo de la producción de oro. Sin embargo, considera que esta tesis es insostenible desde un punto de vista marxista. Su defecto es que el valor medio de las mercancías, y por tanto la tendencia general de los precios, no está determinado por la cantidad de oro sino por su valor.

En el siglo XIX, los factores de «azar», como el descubrimiento de nuevos y ricos yacimientos de oro, desempeñaron un papel importante, ya que presionaron radicalmente a la baja el valor del oro, contribuyendo así a aumentar la tasa de beneficio mediante la subida general de los precios. En el siglo XX, por el contrario, la propia minería del oro se convirtió en una industria capitalista, y por tanto sujeta a la lógica de la producción capitalista, desde el descubrimiento de las minas de oro sudafricanas.

Para Mandel, existe una interacción entre las revoluciones tecnológicas, los avances de la ciencia y la lógica interna del desarrollo capitalista. Sostiene que es una tendencia fundamental del capitalismo transformar el trabajo científico en una forma específica de trabajo asalariado. Esta tendencia sólo se ha materializado plenamente en el capitalismo tardío.

Fue precedida por dos fases. En la primera, la experimentación de los artesanos fue la base directa de la mayoría de los avances en la fabricación. En la segunda, las observaciones de los ingenieros sistematizaron este proceso. Apareció así una síntesis de «ciencia abstracta» e «invenciones tecnológicas concretas»: «ciencia aplicada».

Según Mandel, la tendencia a subsumir el trabajo científico en el proceso de producción se deriva de la «sed implacable de más… plusvalía» del capital y está interconectada con el movimiento rítmico de acumulación de capital. Por supuesto, habrá alguna inversión en investigación en el curso de una onda larga con un trasfondo de estancamiento-depresivo, pero el objetivo principal serán los avances tecnológicos destinados a reducir radicalmente los costes.

Los gastos de inversión destinados a la introducción masiva de nuevas tecnologías en el proceso de producción suelen comenzar unos diez años después del inicio de una onda larga expansiva. Aunque la correlación básica está clara, Mandel advierte que no debemos interpretarla de forma demasiado mecánica. Lo mismo ocurre, según él, con la correlación entre una determinada tecnología fundamentalmente nueva y los tipos específicos de organización del trabajo.

Sin embargo, los cuatro sistemas de máquinas siguientes corresponden a grandes rasgos a cuatro tipos diferentes de organización del trabajo: máquinas operadas por artesanos y producidas artesanalmente impulsadas por la máquina de vapor; máquinas operadas por maquinistas y producidas industrialmente impulsadas por motores de vapor; máquinas combinadas de cadena de montaje atendidas por maquinistas semicualificados e impulsadas por motores eléctricos; máquinas de producción de flujo continuo integradas en sistemas semiautomáticos controlados por la electrónica.

La introducción de cada uno de estos sucesivos tipos de tecnología radicalmente diferentes supuso históricamente una fuerte resistencia por parte de los trabajadores asalariados. La razón de la introducción de nuevos sistemas de organización del trabajo fue, en cada caso, un intento del capital de derribar los crecientes obstáculos a nuevos aumentos de la tasa de plusvalía. El movimiento rítmico a largo plazo de la acumulación de capital está así conectado con el mayor o menor empuje del capital hacia cambios radicales en la organización del trabajo.

Este interés es menos urgente durante la mayor parte de la duración de una onda larga con trasfondo expansionista, en la que predomina la necesidad de reducir las tensiones sociales y mitigar las causas de la resistencia y la rebelión. Por el contrario, cuando finaliza una onda expansionista y comienza una onda con trasfondo estancado-depresivo, el interés del capital por introducir cambios radicales en la organización del trabajo aumentará a pesar del riesgo de que aumenten las tensiones sociales, que de todos modos no pueden evitarse.

 

Ondas largas y lucha de clases

Mandel también intentó establecer una correlación con los «ciclos de lucha de clases», es decir, con los altibajos de la movilización de la clase obrera en defensa de sus intereses de clase o, de hecho, con la intensidad creciente y decreciente de las luchas entre el trabajo y el capital. El taylorismo (trabajo en cadena de montaje) y la semiautomatización (electrónica) se introdujeron por primera vez, o de forma experimental, cerca del final de una onda larga con un trasfondo expansionista, pero no se aplicaron de forma generalizada hasta la siguiente onda larga con un trasfondo estancado-depresivo.

Según Mandel, estas conclusiones confirman la siguiente correlación con las «ondas largas». Al principio, las nuevas tecnologías tienen un «carácter innovador» e impulsan al alza la tasa media de beneficio. Luego, en los largos periodos durante los cuales adoptan la forma de generalización, presionan a la baja y mantienen baja la tasa media de ganancia. Además, cualquier innovación revolucionaria en la organización del trabajo surge de los intentos de acabar con la resistencia de la clase obrera a aumentar aún más la tasa de plusvalía, es decir, la tasa de explotación.

Por lo tanto, la primera revolución tecnológica fue también una respuesta a la lucha de la clase obrera por una jornada laboral más corta. La segunda estaba estrechamente relacionada con la resistencia contra un control más estricto y directo de la dirección sobre el proceso de trabajo. Por último, la tercera revolución tecnológica fue una respuesta al crecimiento de la organización sindical y a los esfuerzos de los trabajadores y sus sindicatos por debilitar el poder de control de la dirección sobre la producción de las cintas transportadoras.

La interacción de los «factores subjetivos» (la fuerza, la confianza y la conciencia de clase del proletariado) es decisiva para la capacidad de invertir una tendencia a largo plazo en la tasa de plusvalía y, por tanto, también en la tasa de beneficio. Así, las consecuencias de la lucha de clases de todo un período histórico aparecen para Mandel como «factores exógenos» que determinan los puntos de inflexión. Se trata de la dialéctica entre factores objetivos y subjetivos, en la que estos últimos se caracterizan por una «autonomía relativa».

Mandel asume un ciclo de lucha de clases que se entrelaza con las «ondas largas», aunque no corre simplemente paralelo a ellas. Según Mandel, los grandes acontecimientos históricos y los resultados de los grandes conflictos históricos no pueden deducirse simplemente de las leyes del movimiento capitalista. Eso sería un burdo «economicismo». Sin embargo, las grandes tendencias tienen raíces económicas objetivas.

 

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Este es un extracto de Against Capitalism and Bureaucreacy: Ernest Mandel’s Theoretical Contributions de Manuel Kellner, disponible en rústica este mes de abril en Haymarket Books.

Experiencia y pobreza

Por Walter Benjamin

Nuestros libros de texto contenían la fábula del anciano que, en su lecho de muerte, hizo creer a sus hijos que había un tesoro escondido en su viña. Solo tenían que cavar. Y así lo hicieron: cavaron, pero ni rastro del tesoro. Cuando llegó el otoño, la viña estuvo cargada de frutos como ninguna otra en toda la región. Entonces se dieron cuenta de que su padre les había dejado una enseñanza: la prosperidad no se encuentra en el oro, sino en el esfuerzo. Crecimos con la imposición –amenazante o tranquilizadora– de ese tipo de enseñanzas: “El muchacho quiere opinar. Algún día tendrás experiencia”. Sabíamos perfectamente qué era la experiencia: algo que los mayores daban a los jóvenes en refranes cortos cargados de la autoridad de la edad; en historias llenas de verbosidad; a veces, sentados alrededor de la chimenea con sus hijos y nietos, en relatos de lugares exóticos y lejanos. ¿Qué pasó con todo eso? ¿En dónde están las personas que son capaces de contar una historia como es debido? ¿Cuándo tienen los moribundos la oportunidad de decir algo memorable que pase de generación en generación como un anillo? ¿A quién ayuda, hoy, un refrán? ¿Quién podría lidiar con la juventud solo con el apoyo su experiencia?

Un cosa es clara: la experiencia está devaluada y, precisamente, para una generación que, entre 1914 y 1918, tuvo una de las experiencias más terribles de la historia de la humanidad. Tal vez no sea tan extraño como parece. Ya entonces se podía comprobar que los soldados regresaban enmudecidos del frente. No enriquecidos de experiencias que podían compartir, sino empobrecidos. Diez años después, la marejada de libros sobre la guerra transmite algo completamente distinto a la experiencia que se narra directamente. No hay nada extraño en eso. Pues nunca se ha castigado tanto a la experiencia: la estratégica con la guerra de trincheras, la económica con la inflación, el cuerpo con el hambre, la moral con los líderes. Una generación que todavía iba al colegio en un tranvía tirado por caballos estuvo a la intemperie en un paraje donde todo había cambiado menos las nubes, y en el medio, atrapado en un campo de fuerzas y explosiones destructivas, el insignificante y frágil cuerpo humano.

Una nueva forma de miseria se esparció sobre el ser humano a partir de ese nefasto desarrollo técnico. Y su reverso es la opresiva abundancia de ideas que lo atropellan con el resurgimiento de la astrología y el yoga, la christian science y la quiromancia, la escolástica y el espiritualismo. No se trata de un resurgimiento auténtico, sino de una galvanización. Se imponen, en la mente, los cuadros desconcertantes de Ensor, en los que espectros recorren las calles de grandes ciudades: pequeñoburgueses deambulan por los callejones disfrazados para el carnaval con máscaras desfiguradas y cubiertas de harina, y coronas de oropel en la frente. Estos cuadros quizá no sean más que el retrato del terrible y caótico renacimiento en el que muchos ponen sus esperanzas. Pero es aquí donde se evidencia con más claridad que nuestra pobreza de experiencia es solo una parte de otra más grande, y que ha vuelto a tener un rostro –tan claro y concreto como el del vagabundo en la Edad Media–. ¿Qué valor tiene la cultura sin ningún vínculo con la experiencia? Conocemos las consecuencias de simularla, de alcanzarla de forma indirecta: se evidencia en la confusión de estilos e ideologías del siglo pasado. Declarar nuestra pobreza debería ser un acto honorable. Sí, admitámoslo: la pobreza de experiencia no es solo pobreza individual, sino también colectiva. Y, por lo tanto, es una nueva forma de barbarie.

¿Barbarie? Es un hecho. Y lo pregonamos para poder introducir una barbarie nueva y positiva. ¿Qué consiguen los bárbaros con la pobreza de la experiencia? El principio, la posibilidad de comenzar de cero, que poco sea suficiente, poder crear desde la nada sin mirar a izquierda o derecha. Entre los grandes creadores siempre ha habido espíritus implacables, cuya primera acción fue barrer con todo. Es decir, necesitaban un espacio de trabajo, pues eran constructores. Descartes fue uno de ellos, porque, para generar toda su filosofía, no buscó más que una evidencia: “pienso, luego existo”. Así también fue Einstein, quien, súbitamente, dejó de preocuparse por las innumerables posibilidades del mundo de la Física y se interesó por una pequeña divergencia entre las ecuaciones de Newton y el saber de la Astronomía. La misma voluntad de comenzar de cero que tuvieron los artistas al orientarse por las matemáticas para construir un mundo cubista a partir de formas estereométricas, o como Klee que se inspiró en los ingenieros. Sus figuras fueron diseñadas en un tablero de dibujo y la expresión de sus rostros responden exclusivamente a su interior, así como en un buen auto la carrocería responde sólo a las necesidades del motor. El interior más que la interioridad: eso los hace bárbaros.

Hace tiempo que las mejores mentes comenzaron, aquí y allá, a trabajar en estos términos. Se caracterizan por una ausencia total de esperanza en la época y, sin embargo, están incondicionalmente comprometidos con ella. Poco importa si el poeta Bert Brecht declara que el comunismo no se trata de la distribución justa de las riquezas, sino de la pobreza; o si el precursor de la arquitectura moderna, Adolf Loos, expresa: “Solo escribo para personas que tienen una sensibilidad moderna… No escribo para los nostálgicos del Renacimiento o el Rococó”. Tanto un artista tan complicado como el pintor Paul Klee y uno tan programático como Loos rechazan la tradicional, solemne y refinada idea de ser humano –decorada con todos los sacrificios rituales del pasado– y se dirigen al contemporáneo desnudo que, como un neonato, llora en los pañales sucios de esta época. Nadie lo recibió con más alegría y jolgorio que Paul Scheerbart. Sus novelas, a la distancia, podrían parecerse a las de Julio Verne, en las que generalmente jubilados insignificantes, franceses o ingleses, pasean por el espacio en los vehículos más extravagantes. Scheerbart se interesó en cómo nuestros telescopios, nuestros aviones y cohetes pueden transformar al ser humano que conocemos en un ser completamente nuevo y digno de ser amado. Y claro, esos nuevos seres hablan en una lengua completamente nueva. Lo más interesante es, justamente, que se trata de una construcción arbitraria, opuesta al lenguaje orgánico. Esto es lo inconfundible en la lengua de los seres humanos –mejor dicho, personas– de Scheerbart; pues niegan el parecido con los seres humanos, ese principio del humanismo. Hasta en sus nombres propios: Peka, Labu, Sofanti, así se llaman los personajes en el libro que lleva el nombre de su héroe: Lesabéndio. También a los rusos les gusta ponerle nombres “deshumanizados” a sus hijos: Octubre, por el mes en que tuvo lugar la Revolución; Pjatiletka, por el plan quinquenal; Awiachim, por la aerolínea estatal. No se trata de una renovación de la lengua, sino de su movilización al servicio de la lucha o del trabajo; en cualquier caso, la transformación de la realidad, no de su descripción.

Volviendo a Scheerbart: ponía el mayor empeño en que sus personas –y siguiendo su ejemplo, todos los ciudadanos– vivieran en alojamientos adecuados a su condición, en casas móviles de vidrio, como las que ahora construyen Loos y Le Corbusier. No en vano es el vidrio un material resistente y liso, en el que nada se fija. Las cosas de vidrio no tienen aura. El vidrio es el enemigo de los secretos. También el enemigo de las posiciones. El gran poeta André Gide dijo una vez: “Todo lo que quiero poseer se vuelve opaco”. ¿Personas como Scheerbart sueñan con construcciones de vidrio porque profesan la nueva pobreza? Quizás una comparación diga más que la teoría. Si uno entra en un cuarto burgués de los años 1880, se tiene la impresión de “aquí no he perdido nada”, independientemente de toda la “comodidad” que irradia. Aquí no has perdido nada… porque no hay lugar en donde su habitante no haya dejado sus rastros: baratijas en los estantes, mantelitos sobre los asientos, visillos en las ventanas, rejilla en la chimenea. Una bella frase de Brecht nos pueden ayudar: “¡Borra las huellas!” dice el estribillo en el primer poema del Manual para habitantes de ciudades [Lesebuch für Städtebewohner]. El comportamiento opuesto es lo normal en el cuarto burgués. Y a la inversa, el interior obliga a aceptar la mayor cantidad de costumbres que se ajustan más a sus necesidades que a las de quien lo habita. Esta situación la conoce cualquiera que haya experimentado el estado emocional absurdo en que los habitantes de esos cuartos pomposos entran cuando algo se rompe. Hasta la forma en que se molestan –y esa emoción, que poco a poco comienza a desaparecer, la podrían representar con virtuosismo– es sobre todo la reacción de un ser humano que siente que han borrado “la huella de su existencia en el mundo”. Esto lo han alcanzado Scheerbart con el vidrio y la Bauhaus con el acero: crearon espacios en los que es difícil dejar huellas. “En consecuencia –explica Scheerbart– podemos hablar de una ‘cultura del vidrio’. El nuevo ambiente de vidrio va a transformar completamente al ser humano. Solo podemos esperar que la nueva cultura del vidrio no tenga demasiados adversarios”.

Pobreza de experiencia: no hay que pensar que el ser humano ansía una nueva experiencia. No, ansía liberarse de la experiencia, ansía un espacio en el que pueda poder imponer su pobreza –externa como, en última instancia, interna– con tanta pureza y énfasis que resulte de ella algo respetable. Tampoco es siempre ignorante o inexperto. Por lo general, sucede lo contrario: se ha “comido” todo, a la “cultura” y al “ser humano” y ha quedado repleto y exhausto. Nadie se siente más identificado con las palabras de Scheerbart: “Ustedes están extremadamente cansados, y solo porque no focalizan todos sus pensamientos en un plan simple, pero extraordinario”. El cansancio lleva al sueño, y no es nada raro que compense la tristeza y la falta de coraje al mostrar una existencia sencilla pero extraordinaria, para la que faltan fuerzas en la vigilia. La existencia de Mickey Mouse es uno de esos sueños para el contemporáneo. Una existencia llena de prodigios que no solo superan la técnica, sino también se burlan de ella. Pues lo más extraño de estos prodigios es que surgen sin la ayuda de ningún aparato. Surgen, de improviso, del cuerpo de Mickey Mouse, de sus compañeros y sus enemigos, de los muebles más ordinarios como también de un árbol, una nube o el mar. Naturaleza y técnica, primitivismo y confort, se han unificado ante la mirada de quienes están cansados de las complicaciones de lo cotidiano, y para quienes el sentido de la vida solo aparece como un lejano punto de fuga en una perspectiva infinita de medios, y para quienes una existencia así parece ser liberadora porque todo se soluciona de la manera más simple y confortable, y en la que un auto no es más pesado que un sombrero de paja y los frutos en los árboles crecen tan rápido como un globo. Y ahora queremos distanciarnos, retroceder.

Nos hemos empobrecido. Hemos sacrificado, poco a poco, la herencia de la humanidad. Muchas veces la hemos empeñado por un centésimo de su valor, para recibir, a cambio, la moneda de lo “actual”. Es un hecho que detrás de la crisis económica está la sombra de la futura guerra. Aferrarse a las cosas es, hoy en día, cuestión de los pocos poderosos, y Dios sabe que no son más humanos que los demás; por lo general son más bárbaros, pero no de forma positiva. El resto tiene que volverse a acomodar, ahora con menos. Confían en las personas que han hecho de lo nuevo su causa, y la justifican a partir del saber y la renuncia. En sus contradicciones, sus cuadros e historia, la humanidad se prepara para sobrevivir a la cultura si es necesario. Lo más importante es que lo hace riendo. Quizás suene bárbara. Mejor. Esperemos que, de vez en cuando, el individuo entregue un poco de humanidad a aquella masa que, algún día, se la devolverá con intereses e intereses acumulados.

De esta edición: Gesammelte Schriften, II-1, 213-2196.

Traducción Buchwald Editorial

Johann Hari: «Una población que no puede prestar atención no puede ser a largo plazo una democracia»

Vivimos en un mundo de distracciones. La velocidad excesiva, el estrés, las tecnologías intrusivas, el agotamiento, entre otros factores, han desatado una crisis atencional que se expande alrededor del mundo. Pero, como afirma el reconocido divulgador Johann Hari en su libro ‘El valor de la atención’ (Península, 2023), la buena noticia es que podemos darle la vuelta a esta situación.

Por Mariana Toro Nader / ethic.es


El subtítulo de tu libro en inglés es evocador: «Why you can’t pay attention». En español decimos «prestar atención», pero en inglés se paga por ella, la atención cuesta algo. ¿Por qué es tan importante tener cuidado con las cosas en las que invertimos nuestra atención?

No lo sabía, qué interesante. Le diría a quien lee que piense en cualquier cosa que haya hecho de la que esté orgulloso, iniciar un negocio, ser un buen padre, aprender a tocar la guitarra, sea lo que sea, eso de lo que estás orgulloso requiere concentración y atención sostenidas. La atención sostenida está en el centro de todos los logros humanos: deportivos, musicales, la consecución de amistades. Prestar atención es nuestro superpoder como especie, y cuando tu capacidad de prestar atención disminuye, tu capacidad para lograr tus objetivos, para resolver problemas, se ve disminuida. Te sientes peor contigo mismo porque eres menos competente. Recuperar tu atención es como recuperar tu superpoder. Vivimos en una gran crisis de atención. El oficinista medio se concentra actualmente en una sola tarea menos de tres minutos. Por cada niño que fue identificado con problemas graves de atención cuando yo tenía siete años, ahora se identifican 100. James Williams me dijo: «Imagina que estás conduciendo y alguien tira barro sobre el parabrisas. No importa lo que tengas que hacer en tu destino, lo primero que tienes que hacer es quitar el barro porque así no vas a llegar a ninguna parte». La crisis de la atención es así: hay problemas mayores en el mundo, pero si no afrontamos la crisis de atención, nos va a costar mucho afrontar cualquier cosa.

Como en tu analogía entre la obesidad y la distracción, nos hacen creer que es nuestra culpa. Pero no se trata solamente de una cuestión de autodisciplina o autocontrol: es un problema sistémico. Hablas de doce factores que están perjudicando nuestra atención, y todos ellos están vinculados a algo que no podemos resolver solo a nivel individual.

Yo pensaba que era culpa mía cuando durante años sentí que mi atención estaba empeorando. Cada año sentía que mi capacidad para hacer cosas que requieren una concentración profunda y que son tan importantes para mí, como leer libros, tener conversaciones largas, ver películas, se estaban volviendo cada vez más difíciles, y podía ver que le estaba sucediendo a la mayoría de las personas que me rodeaban. Pero pensaba: algo anda mal en mí, me falta fuerza de voluntad, ¿por qué no puedo resistir estas tentaciones? Para el libro realicé un gran viaje por el mundo y entrevisté a más de 200 de los principales expertos y lo que aprendí es que hay evidencia científica de doce factores que pueden empeorar la atención. Y muchos han aumentado enormemente en los últimos años. Ciertamente tenemos agencia individual, hay cosas que podemos hacer como individuos para mejorar nuestra situación. Pero tu atención no colapsó, fuerzas grandes y poderosas te la han robado. Y podemos actuar en dos niveles: como defensa y como ataque. Hay cosas que todos podemos hacer como individuos para proteger y defender nuestra atención y la de los niños, pero también tenemos que atacar a las fuerzas que nos están haciendo esto.

Gran parte de la crisis de atención tiene que ver con el «capitalismo de la vigilancia»: hay una maquinaria gigantesca trabajando específicamente para que nos quedemos enganchados a las pantallas. ¿Cómo podríamos luchar contra, como dice Tristan Harris, ese «constante goteo de cocaína conductual»?

Una de las cosas que más me llamó la atención en Silicon Valley fue lo increíblemente culpables y avergonzados que se sienten los creadores de estas tecnologías por lo que han hecho. Un día James Williams habló en una conferencia de tecnología donde la audiencia eran literalmente las personas que diseñaron las cosas que usamos hoy y que sus hijos usarán mañana, y les dijo: «¿Hay alguien aquí que quiera vivir en el mundo que estamos creando? Por favor levante la mano». Nadie la levantó. Al principio yo pensaba que el problema era la invención del teléfono inteligente, lo que me dejó con una sensación de desesperanza porque no vamos a desinventarlo, ¿verdad? Ni deberíamos. No vamos a unirnos a los amish. Entrevistando gente en Silicon Valley empecé a darme cuenta de que el problema tecnológico es, en cierto punto, más limitado: el problema no es la existencia de la tecnología, es el diseño actual de las apps.

¿Por qué?

Si estás leyendo ahora y abres TikTok, Facebook, Twitter, Instagram o cualquier red social, esas empresas inmediatamente comienzan a ganar dinero contigo de dos maneras: la primera es que ves publicidad; la segunda forma es mucho más importante: todo lo que haces es escaneado y ordenado por sus algoritmos para descubrir quién eres y qué te motiva, qué te enoja, qué te entristece. Si has estado en estas aplicaciones durante algún tiempo, sus algoritmos sabrán decenas de miles de cosas sobre ti, están leyendo tus mensajes privados, saben lo que te gusta y lo que no. Saben muchísimo más sobre ti que tus vecinos. Y están acumulando toda esta información para descubrir qué mostrarte a continuación que te mantenga haciendo scroll. Cuanto más scroll haces, más dinero ganan. Cada vez que cierras la aplicación, ese flujo de ingresos desaparece. Entonces todo está diseñado para: ¿cómo hacer para que las personas utilicen la app con la mayor frecuencia posible y se queden en ella el mayor tiempo posible? Es una maquinaria diseñada para hackear e invadir tu atención. Así como al director de KFC lo único que le importa es con qué frecuencia fuiste a KFC esta semana y qué tamaño tenía el balde de alitas que compraste. Pero podemos tener todas las redes sociales que hay actualmente y que no estén diseñadas para funcionar así. Azar Raskin me dijo: «Hay que prohibir el modelo de negocio actual de las redes sociales».

¿Qué opciones habría?

Esencialmente, hay tres formas en que se pueden financiar las redes sociales. La primera es la que tenemos ahora, lo que Shoshana Zuboff llama «capitalismo de vigilancia»: parece que obtienes el producto gratis, no pagas nada por adelantado, pero a cambio te vigilan y escanean en secreto, hackean tu atención y la venden a los anunciantes; no pagas con dinero, sino con tu atención. Y hay dos modelos alternativos. Uno es la suscripción. Sabemos cómo funciona Netflix: pagas una cierta cantidad a cambio de obtener acceso. Y la clave de ese cambio es que todos los incentivos cambian. En este momento, estas empresas están pensando: ¿cómo puedo hackearla para que siga en esta app el mayor tiempo posible? No eres el cliente. El cliente es el anunciante. Eres el producto. Pero con la suscripción de repente ya no dicen: ¿cómo la hackeamos e invadimos?, sino: es nuestra clienta, ¿qué quiere ella? Resulta que se siente bien cuando se encuentra con personas y las mira a la cara, diseñemos nuestra aplicación para maximizar su encuentro con la gente. Tristan y sus amigos podrían hacerlo mañana. Pero los incentivos tienen que estar ahí. El tercer modelo posible, que probablemente sería mi preferido, aunque hay que tener cuidado, es pensar en el alcantarillado público. Antes había caca en las calles, la gente contrajo cólera, era horrible. Así que todos pagamos juntos para construir y mantener las alcantarillas. Quizá querríamos ser dueños de las tuberías de información porque estamos recibiendo el equivalente al cólera por nuestra atención. Cualquier modelo que elijamos, la clave es entender que se volverán cada vez mejores en hackear e invadir nuestra atención. Hay que romper ese eslabón de la cadena. Una vez que rompes esa conexión, se abren todo tipo de posibilidades. Pero si no se rompe ese vínculo, estas empresas extremadamente sofisticadas e inteligentes mejorarán cada vez más. Piensa en cuánto más adictivo es TikTok que Facebook en este momento. Imagina la próxima iteración de TikTok usando IA supergenerativa.

Un argumento que aparece comúnmente cuando alguien critica las redes sociales es la tecnofobia

La forma en que las big tech quieren enmarcar este debate es: ¿eres pro-tecnología o anti-tecnología? Y si ese es el debate, simplemente piensas: bueno, no voy a renunciar a mi teléfono y unirme a los amish. Ese no es el debate. Todos somos pro-tecnología, mejora enormemente muchos aspectos de nuestras vidas. El debate es: ¿qué tecnología se diseñó y con qué fines? ¿Trabaja en interés de quién? Quiero tecnología que funcione a nuestro favor para mejorar nuestras vidas, no tecnología que funcione en nuestra contra para enriquecer aún más a Mark Zuckerberg y Elon Musk.

Con respecto a la radicalización en las redes sociales, se estaría poniendo en peligro algo más importante a nivel político: ¿cuál es el precio que paga la democracia en la crisis atencional?

En los años 80 usábamos lacas para el cabello que contenían una sustancia química llamada CFC que destruía la capa de ozono. Los científicos descubrieron el problema, el público absorbió la ciencia y presionó a sus líderes para que actuaran para abordarlo. Como resultado, la capa de ozono está casi curada. Ahora nos polarizaríamos. Debido a la dinámica de las redes sociales, algunas personas absorberían la ciencia y defenderían lo correcto. Otras dirían «¿cómo sabemos siquiera que existe la capa de ozono?». Estaríamos inundados de desinformación y locura. La democracia es una forma de atención colectiva sostenida. Y no es coincidencia que estemos teniendo la mayor crisis de la democracia en el mundo desde 1930 al mismo tiempo que tenemos esta crisis de atención individual. Una población que no puede prestar atención y pensar profundamente no puede ser, a largo plazo, una democracia.

Es muy peligroso.

No tiene por qué suceder. Cuando los países se enfrentan a estas empresas y exigen un cambio, lo obtienen. En Australia, Scott Morrison le dijo a Facebook: «Tienes que dar parte de tu dinero, de tus ingresos publicitarios, a los medios australianos porque son una parte esencial de una democracia». Facebook se volvió loco, amenazó con aislar a Australia. Pero Morrison mantuvo los nervios y Facebook cedió. Porque somos mucho más poderosos que ellos. Si queremos, podemos regular estas empresas. James Williams siempre me decía: «Los seres humanos tuvieron el hacha durante millones de años antes de que alguien dijera “muchachos, ¿deberíamos ponerle un mango?”. Internet existe desde hace menos de 10.000 días». Podemos ocuparnos de estas cosas si queremos, pero ellos no lo harán por nosotros. Tenemos que obligarlos.

Según Gallup, los empleados desmotivados le cuestan al mundo 8 billones de dólares en pérdida de productividad. ¿Por qué hay tan pocas empresas implementando la semana laboral de cuatro días si los estudios demuestran que las personas son más productivas y felices?

Tenemos, y me incluyo, un concepto profundamente disfuncional de lo que es la productividad. Pensamos que el trabajador productivo es aquel que contestará tu correo electrónico inmediatamente, que será la primera persona en llegar a la oficina y la última en salir, quien absorberá la máxima cantidad de estrés y seguirá sin quejarse. Pero, el neurocientífico Earl Miller dice: «Solo puedes pensar conscientemente en una o dos cosas a la vez, eso es todo». Es una limitación fundamental del cerebro humano. Pero hemos caído en una especie de engaño masivo. El adolescente promedio cree que puede seguir seis o siete plataformas al mismo tiempo. Pero lo que haces es malabarismos entre tareas y eso tiene el efecto del coste de cambio: cometes más errores, recuerdas menos, eres mucho menos creativo. Si te interrumpe algo tan simple como un mensaje de texto, te toma, en promedio, 23 minutos recuperar el nivel de concentración que tenías antes de la interrupción. Pero la mayoría de nosotros nunca tenemos 23 minutos sin ser interrumpidos, por lo que operamos constantemente al nivel más bajo de capacidad. Según Miller, vivimos en una tormenta perfecta de degradación cognitiva. Tu jefe te envía un correo electrónico y dice «bueno, solo le tomará 10 segundos leer mi correo electrónico y responder». No, te llevará 10 segundos más los 23 minutos necesarios para recuperar la concentración. Y si no duermes lo suficiente, te costará mucho prestar atención al día siguiente. De hecho, dormir seis horas por noche te deja con la atención equivalente a estar legalmente borracho. Y a nadie le gustaría que su personal fuera a trabajar borracho. El estrés crónico, sostenido y endémico destruye la atención.

En el mito de la multitarea, ante el tsunami de emails y la saturación laboral, ¿crees que esto podría conducir también a una crisis de creatividad?

Sí, la creatividad proviene 100% del pensamiento y la reflexión profundos. ¿Y qué hemos exprimido de nuestras vidas? Exactamente eso. El CEO promedio de las Fortune 500 tiene 28 minutos al día para pensar. Esto es particularmente importante a la luz del desafío que plantea la IA generativa porque ¿qué podemos hacer nosotros que las máquinas no puedan? Conectar con otros seres humanos y ser creativos, pero la conexión y la creatividad requieren tiempo ininterrumpido y pensamiento profundo. Por eso vale la pena pensar en el derecho a la desconexión.

Estamos ante una crisis de pérdidas: la pérdida de la concentración, de la divagación mental, del sueño, del tiempo libre, del juego. Pero tú no eres pesimista. ¿Cómo podemos unirnos esa «rebelión de la atención» que dices en el libro?

Hay varias razones por las que no soy pesimista. Una es que soy gay y he visto al mundo transformarse totalmente a lo largo de mi vida. No digo que todavía no haya desafíos, pero la diferencia entre cómo era el mundo para los homosexuales cuando yo tenía 16 años y cómo es ahora es asombrosa, y los homosexuales eran una pequeña minoría, del 3 al 5% de la población. La crisis de la atención afecta literalmente a todo el mundo. No conozco a ningún padre que no esté preocupado por la atención de sus hijos. Y pienso en mis abuelas: cuando tenían mi edad, no se les permitía tener una cuenta bancaria y era legal que sus maridos las violaran. A mi abuela suiza ni siquiera le permitieron votar. Y esto no fue hace un millón de años. Nunca llegaron a ser las personas que podrían haber sido. Pensaban: «Esto apesta, es terrible, pero así es como funciona el mundo». Pero hubo una generación de mujeres que dijo que no tenía por qué ser así. Y ahora la vida de mi sobrina es muy diferente a la vida de mi abuela. Esa transformación ocurrió en un par de generaciones porque suficientes personas lucharon por ella. Pero creo que dónde estamos con la atención es un poco como donde estaban mis abuelas con el sexismo: odiamos lo que nos está pasando, pero creemos que así es el mundo. Se trata de explicarle a la gente que esto no es inevitable. Como sociedad podemos tomar diferentes decisiones, pero requiere un cambio en la psicología. Necesitamos dejar de culparnos a nosotros mismos y a nuestros hijos y darnos cuenta de lo urgente que es esto, porque en este momento estamos en una carrera. En un lado, están los doce factores que están socavando nuestra atención y que se volverán más poderosos y adictivos en los próximos 40 años. Del otro lado tiene que haber un movimiento en el que todos digamos: «No, no puedes hacerle eso a mi cerebro, no puedes hacerles esto a mis hijos». Por supuesto, elegimos una vida con tecnología, pero también elegimos una vida en la que podemos pensar profundamente, leer libros, donde nuestros hijos pueden jugar al aire libre. Si queremos eso, podemos conseguirlo.

Uno de los aspectos más preocupantes es la relación que acaba teniendo la crisis de la atención con la crisis climática: una sociedad distraída y «hackeada» no podrá enfrentar el mayor desafío de nuestros tiempos. ¿Cómo hablar entonces de neuroderechos y neuroética?

Creo que es un muy buen punto. Somos ciudadanos libres en democracias a veces conquistadas con mucho esfuerzo. Somos dueños de nuestras mentes y juntos podemos recuperarlas si queremos. Porque si te roban la concentración, como está sucediendo ahora, aspectos de tu ser, de tu identidad y de tu vida están siendo robados. Cuando vemos a un niño que no puede concentrarse, sabemos que ese niño tendrá dificultades para ser todo lo que podría ser. Eres la suma total de cómo pasas tus minutos y horas. ¿Cuál es la cifra promedio ahora? La persona promedio toca su teléfono 2.687 veces al día. Y esa es la cifra antes del covid-19. Es deprimente. No deberíamos aceptar esto. Nunca tuvo que suceder. No tiene por qué continuar. Podemos darle la vuelta. Pero para hacerlo tenemos que entender lo que nos está sucediendo en un nivel profundo. Comprender los factores que están dañando nuestra atención y abordarlos uno por uno. Hemos hablado sobre los grandes cambios colectivos, pero también debemos defendernos como individuos. A nosotros mismos y a nuestros hijos. Enfrentarnos a las fuerzas que nos están haciendo esto. Tenemos que hacer ambas cosas, no es lo uno o lo otro. No somos impotentes, tenemos que aprovechar nuestro poder en ambos niveles. Y cuando lo hacemos podemos recuperar nuestra atención.

Karen Nussbawm: “En los 60, la lucha por los derechos civiles eliminó un elemento clave: el de clase”

Por Sebastiaan Faber

A principios de 1970, cuando Karen Nussbaum (Chicago, 1950) cursaba el segundo año en la Universidad de Chicago –después de un primer año en el que pasó menos tiempo en las aulas que en las protestas contra la guerra de Vietnam–, decidió abandonar sus estudios y viajar a Cuba con la “Brigada Venceremos”, una organización fundada el año anterior por los Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS) para canalizar la solidaridad con la Revolución Cubana.

Poco después, Nussbaum se encontró en Boston, trabajando en una oficina de Harvard y manifestándose contra la guerra y por los derechos de la mujer. Un día, en un piquete en favor de ocho camareras de un restaurante de Harvard Square que se habían declarado en huelga, le llamó la atención la brecha que separaba al movimiento feminista del movimiento obrero. Decidió que era hora de hacer algo al respecto. Así, en 1972, Nussbaum y diez compañeras lanzaron un boletín informativo, 9to5, dirigido a mujeres que trabajaban de oficinistas. Al año siguiente, crearon una organización con el mismo nombre, que acabaría convirtiéndose en “9to5: National Association of Women Office Workers” (Asociación Nacional de Trabajadoras de Oficina), que a su vez engendraría el Distrito 925 del SEIU (el mayor sindicato del país de trabajadores de servicio). El Distrito 925 organizó campañas sindicales para trabajadoras de todo el país, logrando victorias históricas –y encajando algunas derrotas–, como relata un reciente documental de Julia Reichert y Steve Bognar. En 1980, su trabajo inspiró la película Nine to Five, con Jane Fonda, Lily Tomlin y Dolly Parton, cuya canción principal le valió una nominación al Óscar y dos Grammy.

Nussbaum, mientras tanto, siguió en su lucha por los derechos de las trabajadoras. En la década de 1990, fue directora de la Oficina de la Mujer del Ministerio de Trabajo de Estados Unidos y del Departamento de la Mujer Trabajadora de la AFL-CIO, la mayor federación sindical del país. Posteriormente fundó Working America, la filial comunitaria de la AFL-CIO, de la que hoy es asesora principal. Aunque nació y se crió en Chicago –donde su padre, el legendario actor Mike Nussbaum, falleció hace poco– lleva muchos años viviendo en Washington D.C.

¿Se crió en un hogar politizado?

La verdad es que no. Mis padres eran demócratas del New Deal. Mi madre era diputada del Partido Demócrata en nuestro distrito y mi padre era un observador del mundo que le rodeaba. Pero mi hermana, mi hermano y yo crecimos con una idea clara de lo que significaba ser una buena persona. También se valoraba mucho la lectura, porque permitía verse a uno mismo como parte de un mundo más amplio. A finales de los sesenta, cuando ese mundo empezó a explotar a nuestro alrededor, pudimos aplicar esos principios. En ese momento, mis padres también se volvieron más activos. Todos los sábados íbamos a una vigilia silenciosa frente a nuestra biblioteca pública contra la guerra de Vietnam. Y cuando mi madre invitó al activista progresista Staughton Lynd a hablar sobre la guerra en nuestro centro recreativo comunitario, recibimos cartas de odio de los Minutemen, una organización ultraderechista, con dibujos de dianas. De adolescente no entendía que aquello podía ser peligroso. No me di cuenta hasta más tarde de lo valiente que había sido mi madre.

Usted fue a la universidad en 1968, justo cuando el activismo estudiantil estaba en auge en todas partes. Sin ir más lejos, ese mismo agosto, en la misma ciudad de Chicago, se celebra la Convención Nacional del Partido Demócrata…

No había mejor momento para convertirse en adulto. Era como si el mundo estuviera estallando y pudieras hacer lo que quisieras para intentar cambiarlo.

No tardó en abandonar la carrera.

La política era mucho más interesante. En febrero de 1970 acabé yendo a Cuba en el segundo viaje de la Brigada Venceremos, que había sido fundada por la SDS en 1969. Éramos unos 700, entre ellos varios miembros de los Weathermen [también conocido como Weather Underground, una organización revolucionaria y militante que el FBI tildó de terrorista]. Aunque todo el viaje fue un poco un desastre, también fue muy emocionante formar parte de un ambiente totalmente internacionalista. Cuando volví, me di cuenta de que quería utilizar lo que había estado aprendiendo en el movimiento por los derechos civiles, el movimiento contra la guerra y el movimiento feminista en el contexto del mundo laboral. Pero como en aquella época todas rechazábamos las viejas estructuras, fueran del tipo que fueran, decidimos construir las nuestras propias. Y pronto nos dimos cuenta de que lo más importante que podíamos hacer era organizar a la gente por encima de las diferencias.

¿Se refiere a diferencias de clase y de raza?

Exactamente. Queríamos organizar a las mujeres, para las que había muy pocas oportunidades laborales. Pero no nos interesaba el movimiento feminista tradicional. Queríamos construir nuestro propio feminismo entre las mujeres trabajadoras. En aquella época, muchas mujeres de todas las clases y razas hacían el mismo tipo de trabajo. Nada menos que un tercio de las mujeres trabajadoras eran oficinistas. Y como estas mujeres se encontraban en los mismos lugares de trabajo, se creaba un potencial de solidaridad entre clases y razas que normalmente es muy difícil de encontrar o construir. Pensamos que debíamos aprovecharlo.

¿Qué tácticas adoptaron?

Solíamos decir: “No dejes que tus palabras sean enemigas de tus ideas”. Como el movimiento feminista estaba formado principalmente por mujeres blancas de clase media, decidimos echar su retórica por la borda. De hecho, nunca utilizamos la palabra “feminismo”. Las mujeres que organizábamos nos decían: “No soy una women’s libber [defensora de la liberación de las mujeres], pero creo que debo recibir el mismo salario, ascensos justos y ser tratada con respeto” –todos, claro está, elementos de la agenda feminista–. El caso es que no teníamos que llamarlo feminismo para encontrar un terreno común. Y creo que ese principio sigue siendo importante: no es buena idea imponer un marco político a la gente antes de que esté preparada para adoptarlo.

Eso suena como una crítica a la actual generación de activistas…

Yo no lo llamaría una crítica. Pero sí creo que organizar a la gente de forma efectiva implica no decirle que está equivocada desde el principio.

Hablando de dinámica generacional, ¿cómo se relacionaron ustedes, de la Nueva Izquierda o New Left, con la llamada Old Left, que para entonces había sufrido dos décadas de macartismo y tensiones de la Guerra Fría?

Con la vieja izquierda apenas había continuidad, ni a nivel organizativo ni a nivel de liderazgo. En retrospectiva, creo que esa fue una verdadera debilidad de mi generación. Personalmente, sí pude conectar con algunas personas mayores que, en mi opinión, sabían lo que hacían. En un momento dado, me puse en contacto con una mujer que había sido una militante comunista. Al principio, no quiso discutir nada de aquello conmigo. Cuando finalmente crucé todo Connecticut para reunirme con ella, me dijo: “No tienes nada que aprender de nosotros. Lo que hicimos nosotros estuvo mal. Nos equivocamos”. Pero cuando le pregunté por su experiencia cotidiana, surgieron detalles sobre la estructura diaria de su militancia. “Teníamos reuniones masivas los lunes, martes, jueves y viernes”, me dijo, por ejemplo, “porque las reuniones de tu célula las tenías los miércoles”. Nuestra conversación me ayudó a entender lo que significaba operar desde una estructura de partido en lugar de desde esas organizaciones de masas desordenadas, más bien flojas, en las que participábamos, y que a menudo ni siquiera eran verdaderas organizaciones de masas.

¿Fue la Guerra Fría la que rompió ese vínculo de transmisión generacional entre la vieja y la nueva izquierda?

Así es. Si el episodio nos enseña algo, es que la represión funciona. Algo parecido ocurrió después de la Primera Guerra Mundial, cuando la represión política logró acabar con un movimiento socialista de masas que había en este país. La Guerra Fría tuvo el mismo efecto. Eso significó que en los años 60 se produjeron diferentes tormentas, ya fueran de derechos civiles, antibelicistas o feministas, pero no había buenas estructuras para unirlas. Esto significó, por ejemplo, que tan pronto como abolieron el servicio militar obligatorio, se derrumbó el movimiento antiguerra. El feminismo también fue cooptado: cuando se abrieron los puestos profesionales y directivos a las mujeres, perdimos la solidaridad de clase que existía entre las trabajadoras. En ese momento, la lucha por los derechos civiles pasó de centrarse en la justicia a centrarse en las oportunidades. Este cambio eliminó de la lucha un elemento clave: el de clase.

Justo en el momento en que el movimiento 9to5 empieza a ganar terreno, a comienzos de los 80, Ronald Reagan sale elegido presidente y, después de la huelga de los controladores del tránsito aéreo en 1981, el movimiento obrero entra en un largo periodo de austeridad y recortes. Estos últimos años, sin embargo, el péndulo parece estar volviendo a favor de los trabajadores. ¿Está de acuerdo?

La opinión pública ha cambiado, pero no sé si las barreras estructurales al poder sindical se superarán en este periodo. Te diré por qué. Hace unos años leí The Romance of American Communism, un gran libro de Vivian Gornick, publicado en 1977, que reúne una serie de entrevistas con personas que habían sido militantes comunistas en los años cuarenta y cincuenta. Algunos de los entrevistados son críticos con el Partido, algunos están enfadados y algunos piensan que fue una buena experiencia. Pero todos coinciden en una cosa, que lo emocionante del movimiento era que había dos elementos clave: visión y disciplina. Lo que tenemos ahora, en mi opinión, es mucha estrategia y táctica. Pero no hay demasiada visión o disciplina. Y son indispensables para este trabajo, como también lo es mantener claro un marco de clase. Sin ese marco, es demasiado fácil dividir a la gente. La clase dominante no se llama así por casualidad. Gobiernan, y siempre lo harán para avanzar en sus propios intereses. Necesitas un movimiento y pasión, claro está, pero también necesitas una organización y un control democrático. Sin ellos, se pueden hacer cambios en la política, pero no se conseguirán cambios en el poder que sean duraderos.

Pone el dedo en la llaga: este ha sido un reto estructural para la izquierda en este país.

Ya lo creo. Michael Kazin tiene un gran libro sobre ello, American Dreamers. Podemos conseguir ciertos avances sociales y culturales, pero éstos no alteran fundamentalmente el equilibrio de poder. ¿Cómo organizar el poder a largo plazo? Esa es la verdadera pregunta que deben plantearse los activistas políticos. La respuesta, por supuesto, puede adoptar distintas formas según el momento. Hoy, me parece, una prioridad es un frente unido contra el fascismo, igual que hace cien años.

Usted ha pasado toda su vida profesional construyendo y trabajando en organizaciones, desde 9to5 y el SEIU hasta el gobierno de Bill Clinton y la AFL-CIO, la federación sindical. Las organizaciones son instrumentos de cambio, pero también son lentas e inertes, lastradas por sus culturas internas y sus ideologías arraigadas. Cuando empezó a militar, por ejemplo, el propio movimiento obrero era profundamente sexista, como explica en el documental de Julia Reichert. ¿Cómo afronta las frustraciones asociadas a las inercias y demás disfunciones institucionales?

Nunca me lo tomo como algo personal. Mira, yo creo en el poder de las organizaciones, pero como tú dices, las organizaciones pueden degenerar, estropearse. Pero una vez que decides intentar cambiar una organización desde dentro, nunca te puedes tomar las cosas como algo personal. No durarías ni un minuto. Y eso es especialmente cierto para mi generación de mujeres en el movimiento obrero. Mi objetivo era claro: lograr cambios para las mujeres trabajadoras. Pensé que el movimiento obrero era el lugar adecuado para hacerlo. Al fin y al cabo, es una de las tres instituciones de masas que hay en este país, junto con las iglesias y los partidos políticos.

Sin embargo, incluso en el movimiento obrero, lograr cambios es difícil. Los obstáculos no faltan.

Por supuesto. Por las dinámicas internas que has mencionado y por el simple hecho de que cualquier movimiento u organización siempre está sujeto a fuerzas externas. El neoliberalismo, por ejemplo. O el ataque masivo a los sindicatos que vimos en los años ochenta y noventa, que buscaba destruirlos. Cuando el cielo se nos cae encima, hay que aguantar. Y luego, toca asomarte a la superficie para evaluar los daños. Tampoco podemos olvidar que el movimiento obrero estadounidense tiene la peor estructura y el peor código laboral de todos los movimientos obreros del mundo desarrollado. Está diseñado para la inercia.

¿Cómo afronta esos retos?

Hay que seguir trabajando y buscar momentos históricos que puedan abrir una brecha.

En otras palabras, hay que ser pragmático y realista.

Cada victoria genera un contragolpe que pretende debilitar el movimiento victorioso desde dentro. No hay más que ver lo que Phyllis Schlafley [una conocida activista conservadora antifeminista] hizo con los derechos de la mujer en este país. No se puede ser ingenua. Tienes que anticipar la reacción. No hay que olvidar que un tercio de este país es sólidamente de derechas. Eso ha sido así al menos desde los años 30. Cuando asociamos los años 30 con el New Deal, olvidamos lo grande y poderoso que fue aquí el movimiento fascista. El truco está en realizar cambios sociales y culturales, y hacer que sean permanentes, asegurándose al mismo tiempo de estar preparadas para la respuesta –y de estar preparada para las oportunidades que puedan darse para dar un salto adelante–.

Lo que nos lleva de nuevo a la importancia de la organización.

Exactamente. Ahí es donde está el reto hoy. A lo largo de los años, siempre planteaba la misma pregunta a las mujeres que conocía: “¿A quién recurres cuando tienes un problema en el trabajo?”. Al principio, en los años 70, las mujeres decían: “Bueno, puede que llame a mi congresista, o puede que llame a la Comisión de Igualdad de Oportunidades o a 9to5”. Pero a medida que pasaba el tiempo, la gente decía: “Bueno, podría hablar con una compañera de trabajo”. Luego se convirtió en: “Bueno, podría hablar con mi madre”. Las vías se fueron estrechando hasta que, en la década de 2000, la gente decía: “Bueno, podría rezar a Dios”. En otras palabras, las soluciones colectivas se han ido reduciendo o han desaparecido. Ahora bien, reconstruirlas es una tarea ingente. Las mujeres se han vuelto más autosuficientes individualmente desde los años 70. Pero también se han vuelto menos poderosas como grupo.

¿Tiene esperanzas?

Eso es irrelevante. Soy una persona muy positiva, y hay que hacer lo que hay que hacer. Tengo una nieta de cinco años que hace poco estaba practicando el abecedario con su madre. Mi hija le preguntó qué quería escribir. Lo que escribió fue “La abuela se cayó en un bache”. Era cierto: seis meses antes, yo le había contado que había estado montando en bicicleta aquí en Washington DC, me había caído por un bache en la calzada y me había roto un dedo. Cuando mi hija me contó la historia, pensé que ése podría ser mi epitafio. Voy montada en mi bicicleta, pedaleando y, de repente, aparece el neoliberalismo. Un bache. Vuelvo a subirme a la bici y sigo pedaleando, y entonces, pum, ocurre el 11-S y todo se paraliza. Pero vuelvo a subirme y a seguir el camino, porque creo que es nuestra obligación. Al final, es una suerte poder vivir nuestras vidas con un propósito.