Tras las huellas del pensamiento estratégico

Este 2023 se cumplen treinta años desde que Perry Anderson publicara su célebre Tras las huellas del materialismo histórico. Pese a la distancia que separa nuestro presente de los años setenta, muchos de los interrogantes de la teoría y la práctica marxista allí examinados siguen vigentes.

Por Santiago Pulido

Este 2023 se cumplen treinta años de la publicación de Tras las huellas del materialismo histórico (1983), de Perry Anderson. Allí el historiador británico analiza las transformaciones del marxismo occidental tras el advenimiento de Mayo del 68 y el predominio intelectual de las ideas posmodernas en la izquierda y en los procesos de emancipación y transformación social. La efeméride sirve como excusa para señalar algunas consideraciones generales en torno a dicho trabajo y sus implicaciones políticas en nuestros días.

El marxismo como teoría autocrítica

Anderson inicia su recorrido por el materialismo histórico partiendo de un presupuesto fundamental: el marxismo, a diferencia de cualquier otra tradición de pensamiento, tiene como principal característica la autocrítica. Es decir, el marxismo desarrolla una teoría que se cuestiona a sí misma permanentemente. Esto implica, según el autor, una teoría histórica en un doble sentido: tanto del desarrollo histórico del régimen de acumulación y producción capitalista como una historia interna de sus ideas y de su constelación conceptual.

Así, el marxismo tiene la capacidad no solo de explicar el mundo, sino también de explicarse a sí mismo, de dar cuenta del origen de sus categorías de análisis y de su marco investigativo. Desde luego, esta capacidad de historizar sus variables de estudio lo pone en condición de ventaja frente a cualquier otra teoría, y hace del marxismo una teoría histórica y autocrítica capaz de comprender su génesis y metamorfosis.

Según Anderson,

la necesidad de una historia interna complementaria de la teoría que mida su vitalidad en cuanto programa de investigación guiado por la búsqueda de la verdad, característica de cualquier conocimiento racional, es lo que separa al marxismo de cualquier variante del pragmatismo o del relativismo.

Por lo general, las humanidades no poseen esta movilidad autorreflexiva que permite explicar el origen de los modelos y variables de investigación en función de sus propios conceptos. He ahí, precisamente, la virtud que le ha permitido al marxismo (a pesar de sus derrotas históricas) mantenerse en pie. Es, sobre todo, un modelo teórico que reflexiona sobre la historia de sus impedimentos y avances.

Ahora bien, Anderson reconoce que estas «ventajas» metodológicas y epistemológicas no producen, por sí solas, triunfos en el plano político. De hecho, a pesar de tener un aparato teórico-conceptual relativamente sólido, el marxismo vivió una serie de derrotas en el marco del capitalismo avanzado de la Europa continental. El aislamiento y la supuesta crisis del marxismo fueron, en sentido estricto, resultado de las derrotas de la lucha obrera en Europa.

Tres situaciones históricas rodean tal aislamiento y crisis: en primer lugar, el aplastamiento del levantamiento proletario de la Europa central entre 1918 y 1922 (Alemania, Austria, Hungría e Italia); en segundo lugar, la derrota de los frentes populares en la década del 30 (España y Francia); en tercer lugar, la derrota de los movimientos de resistencia en Europa occidental en 1945-1946. El boom de la posguerra, asegura Anderson, «subordinó gradual e inexorablemente el trabajo al capital en las democracias parlamentarias establecidas».

La suma de estas derrotas condujo, rápidamente, a un desplazamiento del discurso marxista. Se pasó del sindicato y del partido a los institutos de investigación. Las condiciones de la derrota, junto con el ascenso de un régimen de Estado altamente represivo, desplazaron el discurso marxista de los espacios político-estratégicos al ámbito meramente investigativo-universitario. Con esto, asegura Anderson, se debilitan los grandes análisis económicos del capitalismo, decae el análisis del Estado burgués, desaparece la discusión estratégica socialista y, en su lugar, nace un discurso preocupado por las consideraciones filosóficas y estéticas del método marxista «de carácter más epistemológico que sustantivo».

Se trató de una verdadera hipertrofia de la estética por culpa de la atrofia de la política socialista. Sin embargo, la larga década del 70 fue agotando el grado de importancia de esta tradición. De la mano del nuevo ascenso de la lucha de clases se produjo un resurgimiento de las preocupaciones ancladas a problemas prácticos y estratégicos. Anderson circunscribe dicho resurgimiento en cuatro grandes debates: las leyes del movimiento de producción capitalista (Ernest Mandel), el debate sobre la naturaleza (capitalista) del Estado contemporáneo (Poulantzas, Miliband, Offe y Laclau), los nuevos tipos de estratificación social en el capitalismo tardío y la naturaleza de los Estados poscapitalistas del Este.

Puede decirse que la lucha revolucionaria instaura (prioriza) nuevas preocupaciones políticas e intelectuales en el marxismo. No quiere decir esto que la producción teórica asociada a las dimensiones estéticas y epistemológicas realizadas en condiciones de relativa «normalidad» y reflujo movilizatorio sean secundarias para la teoría y práctica revolucionaria. Por el contrario, son cuestiones que, mientras fortalecen el cuerpo teórico marxista, no deben representar un abandono del terreno de la lucha de clases.

Ahora bien, a pesar de esta «reunificación» del «núcleo duro» del marxismo, la reconciliación entre teoría marxista y práctica revolucionaria no fue del todo exitosa. Este fracaso obedece, a juicio del historiador inglés, a la ausencia de un pensamiento estratégico en la izquierda de los países avanzados. No habría, según esto, una estrategia los suficientemente ambiciosa alrededor de la transición de una democracia capitalista a una de tipo socialista.

Contrario a lo que afirmaba el ambiente intelectual de su época, Anderson se negó a considerar la supuesta «crisis» como una expresión de «miseria de la teoría» (una teoría sin efectos prácticos). Se trataba, más bien, de una miseria de la estrategia (vacío táctico de la práctica revolucionaria). Así las cosas, la «crisis del marxismo» era, en realidad, la crisis de un marxismo política y geográficamente delimitado: Francia, España e Italia.

Alrededor de esta área cultural y política se presentó un verdadero derrumbamiento de la tradición marxista. El recrudecimiento del anticomunismo en los gobiernos capitalistas de Francia e Italia despertaron una «generalizada renuncia al marxismo en su conjunto por parte de pensadores tanto de las generaciones más viejas como de las más jóvenes de la izquierda». Sería el mismo Althusser quien, en adelante, difundiría la idea de una «crisis general del marxismo» de la cual debía recomponerse la izquierda revolucionaria.

Precisamente en este tipo de escenarios de decaimiento y reflujo político la autocrítica representa una función clave: esta vez no para hacer una revisión interna de sus ideas o conceptos, sino para comprender las condiciones históricas y políticas que explican la derrota del movimiento obrero y revolucionario y, sobre ellas, avanzar en una nueva estrategia anticapitalista. De cierto modo, las derrotas constituyen nuevos marcos de oportunidad: evaluar los procesos revolucionarios era fundamental para construir un nuevo proyecto socialista internacional.

El dominio del (pos)estructuralismo en la izquierda y la superación marxista 

La derrota que vivía el marxismo —hasta cierto punto a causa de sus propios pensadores— demostraba que era necesario avanzar con urgencia en la reconstrucción de esa historia interna y en la reformulación de una nueva estrategia revolucionaria. En un segundo momento de su trabajo, Anderson se ocupó de tal tarea. Para el historiador inglés, el marxismo francés enfrentó, tras un largo periodo de dominación cultural e intelectual, un rival capaz de imponérsele. «Su victorioso oponente fue el amplio frente teórico del estructuralismo y, después, sus sucesores posestructuralistas».

No fue una derrota circunstancial, sino una derrota en toda regla. Las ideas estructuralistas y posestructuralistas triunfaron allí donde intelectual y culturalmente había dominado el marxismo. El cambio, según Anderson, fue virtualmente epistémico: la relación estructura-sujeto sería, en adelante, la clave para leer los procesos políticos de transformación. Hubo, en ese sentido, un paso de pensar la agencia colectiva del movimiento obrero en los procesos revolucionarios a una radical determinación por parte de las estructuras.

Sería el propio Althusser, según Perry Anderson, la prueba de esa íntima y fatal dependencia con el estructuralismo: para el primero, los sujetos serían completamente abolidos, a no ser como efectos ilusorios de unas especificas estructuras ideológicas. Ante el repliegue del «núcleo duro del marxismo» y ante la ausencia de un pensamiento estratégico, fue Althusser el llamado a explicar —en nombre del marxismo— la explosión social de Mayo del 68.

Ante la evidente ruptura histórica y ante la aparición de una nueva situación revolucionaria, Althusser estaba obligado a ajustar su teoría estructuralista concediendo un papel relativamente importante a las masas. Sin embargo, esta concesión advertía de un cierto retraso: «las masas estaban haciendo historia, aunque no la hicieran en el sentido amplío». Esta inconsecuencia fue clausurando, de manera cada vez más acelerada, el marxismo althusseriano en la Francia de mediados de los años 70.

Según Anderson, quien sí superó el desafío del 68 fue el estructuralismo. Desde ese momento, viviría un cambio decidido hacia el posestructuralismo. Para nuestro autor, tanto el estructuralismo como el posestructuralismo comparten un programa común y múltiples operaciones: en primer lugar, la exorbitancia del lenguaje; en segundo lugar, la atenuación de la verdad; en tercer lugar, la accidentalización de la historia.

El estructuralismo hizo de la lingüística la piedra angular de su teoría. La distinción saussureana entre lengua y habla fue el marco de referencia para explicar fenómenos políticos, sociales y económicos de mayor magnitud. De hecho, Lévi-Strauss se encargó de llevar este argumento al límite: la economía, desde la perspectiva del antropólogo francés, sería tan solo un intercambio de productos que ocurre dentro de un marco simbólico. Por tanto, el intercambio de productos o mujeres en redes de parentesco no es nada distinto al intercambio de palabras en el lenguaje.

Nuevamente, la izquierda vivía un proceso de desintegración del núcleo duro de las preocupaciones marxistas. Además, este tipo de apreciaciones terminaba por disminuir la radicalidad de la ola de revueltas y protestas: si la economía es sencillamente un sistema de intercambio comparable al intercambio de palabras, no hay detrás de ella un régimen de desigualdad, explotación e injusticia, sino una mala función del intercambio.

No habría necesidad, pues, de transformaciones sustanciales sino una suerte de redirección estructural. Anderson asegura que Strauss ignoraba las advertencias y límites que demarcaba el mismo Saussure en su teoría: la economía y el parentesco son inconmensurables con la red semántica y de significaciones del lenguaje. El lingüista sueco comprendía bastante bien los límites de su teoría a la hora de proponer una posible universalización.

Entre las principales debilidades de las extrapolaciones lingüísticas de Strauss, Perry Anderson destaca tres: que las estructuras lingüísticas tienen un coeficiente de movilidad excepcionalmente bajo entre las instituciones sociales; que, mientras el intercambio de palabras puede ser producido, multiplicado y modificado a voluntad (dentro de los marcos del significado), el resto de prácticas sociales están sujetas, generalmente, a las leyes de la escasez natural —los efectos del lenguaje sobre las estructuras de dominación son prácticamente nulos—; y que, por naturaleza, el sujeto del habla es siempre individual. En palabras de Anderson:

El sistema lingüístico proporciona las condiciones formales de posibilidad del habla, pero no tiene jurisdicción sobre sus verdaderas causas. Para Saussure, el patrón de las palabras habladas —la desenmarañada de la parole— caía necesariamente fuera del dominio de la lingüística: estaba relacionado con una historia más general y requería otros principios de investigación.

Dicho de otro modo, la lingüística no es una disciplina que logre explicarse a sí misma. De hecho, el propio Saussure reconoce esos límites, pero los estructuralistas terminan por extrapolar de manera abusiva sus contribuciones. Estos desplazamientos arbitrarios tienden, antes que explicar el movimiento general de la sociedad capitalista, a tipificar y clasificar (fragmentar) permanentemente los análisis sobre la sociedad.

De allí que Anderson sostenga: «la causalidad, aunque supuestamente admitida, nunca adquiere una centralidad plena en el terreno del análisis estructuralista». Este punto encierra, precisamente, la paradoja estructuralista: la historia que, en principio estaba sujeta al desenvolvimiento de las estructuras, es arrojada a la absoluta contingencia. Lo que inicialmente era un determinismo estructural queda a la suerte del absoluto relativismo.

Las transformaciones históricas más profundas son interpretadas teóricamente por el estructuralismo en términos de una ruleta múltiple en la que «la combinación ganadora que hace posibles estas sacudidas se consigue mediante una coalición de jugadores en varias ruedas, más que mediante uno solo de ellos (…) el desarrollo diacrónico es reducido al resultado fortuito de una combinación sincrónica».

Es aquí donde la interpretación del poder reticular foucaultiano gana terreno, pues «el poder pierde [desde la perspectiva (pos)estructuralista] cualquier determinación histórica: ya no hay detentadores específicos del poder, ni metas especificas a las que sirva su ejercicio». Esta voluntad absoluta del poder solo puede conducir a su propia satisfacción y, en la medida que se extienda, multiplique y descentre, creará su propio contrario. Esta concepción tiene dos implicaciones fundamentales: por un lado, desentraña la cuestión política del poder, es decir, concibe un poder sin política; por otra parte, renuncia enteramente a la posibilidad de indagar por las causas, el origen y los objetivos de ese poder.

Con esto, resulta fácil identificar por qué el estructuralismo engendró al posestructuralismo con tanta facilidad. Es cuestión de simple consecuencia lógica: al convertir la contingencia y la singularidad en el centro de análisis, el estructuralismo fundió las bases teóricas sobre las cuales el posestructuralismo disolvería el papel y función de las mismas estructuras. Anderson denomina este movimiento como «inversión estructural»: «si las estructuras existen por sí solas en un mundo situado fuera del alcance de los sujetos, ¿qué es lo que asegura su objetividad? Nunca el alto estructuralismo fue tan estrepitoso como cuando anunció el fin del hombre».

Derrida identificó tal contradicción y, antes que corregir dicha incongruencia, la profundizó. Según Anderson, el filosofo francés advirtió que al liberar las estructuras de todo sujeto, estas quedarían entregadas a su propio juego, perdiendo todo tipo de coordenada objetiva. Fue Derrida quien dio la última puntada para radicalizar la absoluta casualidad e indeterminación genética de las estructuras sociales. Así las cosas, el estructuralismo fecunda el subjetivismo sin sujeto del posestructuralismo.

Hasta aquí, hemos visto cómo en el seno de la teoría estructuralista se cultivó un movimiento intelectual absolutamente desestructurante y relativista. La promesa inicial del estructuralismo de superar la interpretación marxista frente a los acontecimientos que escurrían en la Francia del 68 terminó siendo, más que un enredijo, un callejón sin salida. El problema central, a juicio de Perry Anderson, estuvo en la adopción del modelo lingüístico como clave explicativa de los problemas sociales. En ese aspecto puntual, el estructuralismo renunció a una teoría de las relaciones sociales y tomó partido por un absolutismo retórico.

La superación marxista consiste, en ese sentido, en recuperar el sentido dialéctico de la relación estructura-sujeto. Para salir del callejón, es necesario reconocer la interdependencia entre estructura-sujeto, es decir, partir del hecho de que ambas se constituyen recíprocamente. El marxismo explica, precisamente, a la luz del desarrollo histórico capitalista, cómo ha sido esa relación tensionante. En esto, la teoría marxista vuelve a ser autocrítica: corrige el determinismo economicista que embebió a algunos autores en los 70 y reconstruye una teoría relacional y revolucionaria entre estructura-sujeto.

De la lingüística a la acción comunicativa: ¿una extensión del mismo problema? 

En el anterior apartado se comentó el ascenso y caída de las ideas (pos)estructuralistas en el ámbito de la izquierda. Sin embargo, el trabajo comparativo de Anderson sigue siendo mucho más ambicioso: para él, era necesario detenerse también en otra de las grandes figuras intelectuales del siglo XX: J. Habermas, quien representaba, a juicio del historiador inglés, el proyecto teórico más integrador y ambicioso del panorama alemán contemporáneo.

Según Anderson, Habermas comparte elementos comunes con el estructuralismo francés. El filósofo alemán parte de la idea de que Marx se equivocó al «conceder una primacía fundamental a la producción material en su definición de la humanidad como especie y en su concepción de la historia como evolución de las formas sociales». La interacción social era, para Habermas, una condición irreductible de la práctica humana. En dicha interacción hay siempre un juego de mediación simbólica que, a su vez, constituye la actividad comunicativa.

Así como la producción garantiza el control sobre la naturaleza exterior, la comunicación es el soporte de la vida y el orden social. De modo tal que el progreso económico no era condición suficiente para liberar cultural o políticamente a la humanidad. A pesar de que la interacción social no es únicamente lingüística o comunicativa, el ambiente intelectual de los años 60 y 70 tendió a identificarla como tal. En ese sentido, Habermas destacó la primacía de las funciones comunicativas sobre las productivas (la primacía del lenguaje sobre el trabajo).

Según Habermas, las principales transformaciones históricas han requerido más de regulaciones morales que del desarrollo de las fuerzas productivas. Incluso, son estas mismas regulaciones las que han permitido, a juicio del alemán, reordenar las relaciones económicas. Habermas establece ese orden de primacía en los orígenes del capitalismo, sin embargo, vale la pena destacar que, en nuestras actuales sociedades capitalistas, el sentido de primacía defendido por Habermas tiende a replantearse: pues, claramente, las transformaciones de las fuerzas económicas son superiores a la regulación moral. De hecho, buena parte de las normas y leyes son consecuencia de un profundo proceso de transformación económica.

He ahí, nuevamente, el problema de sostener una teoría sobre la autonomía de la acción comunicativa: se pretende ajustar la regla general (patrón de regularidad histórica) a la excepción. Aunque con diferencias sustanciales con el estructuralismo francés, en el fondo, hay un intento, nuevamente, de hipertrofiar lo contingente y atrofiar la regularidad histórica. Se cuestiona Anderson: ¿cuál es la relación entre el margen lógico y el registro histórico real de las sucesivas sociedades?

Para Habermas, la sucesión de transformaciones sociales en la historia es esencialmente contingente. «No existe, pues, garantía alguna de que el orden social contemporáneo corresponda al nivel más alto de desarrollo moral inscrito en la lógica procesual de la mente», argumenta Anderson. El lenguaje se transforma, además del rasgo distintivo de la humanidad, en el pagaré de la democracia. Habermas, sostiene el marxista inglés, ve en la comunicación la piedra angular de una verdad consensual.

Dicho consenso lo logran «sujetos de buena voluntad en situación de habla». La democracia sería, en ese sentido, la institucionalización de las condiciones para la práctica del habla ideal (libre de dominación). Puede verse, con esto, una relación estrecha y curiosa entre el universo habermasiano y el estructuralismo francés: «ambas empresas han representado esfuerzos sostenidos por erigir el lenguaje como árbitro y arquitecto último de toda sociabilidad».

Cabe señalar además que, en ambos casos, la representación del lenguaje como elemento constitutivo de la sociabilidad termina por hacer abstracción del curso de la lucha de clases y su carácter irreconciliable. Es decir, ambas propuestas pierden de vista el conflicto como principio del cambio y de la transformación política. Por esta razón, Anderson no duda en afirmar que la confusión del paradigma del lenguaje radica «en el desplazamiento del medio al fundamento». Sin embargo, el lenguaje en Habermas, a diferencia del estructuralismo francés, procura restaurar el orden de la historia, asegurar los fundamentos de la moral y forjar los elementos de la democracia.

Pese a todas las limitaciones compartidas de su modelo lingüístico común, lo sorprendente en Habermas es la coherencia y fidelidad de su compromiso con su propia versión de un socialismo al estilo con su propia versión de la Escuela de Francfort, sin vacilaciones si sobresaltos, en los últimos veinticinco años.

Mientras muchos intelectuales saltaban del pensamiento radical y emancipador al anticomunismo de la Guerra Fría, Habermas se mantuvo firme en su proyecto frente a las purgas represivas del Berufsverbot. A pesar de que su compromiso nunca fue revolucionario y no se sobrepuso al impacto del 68, la empresa habermasiana no se vio doblegada por las consecuencias de aquel acontecimiento. Aún así, la propuesta habermasiana no pudo explicar, por sus mismas contradicciones, cómo la aparición de un agente colectivo convierte la deslegitimación del orden social existente hacia una nueva legitimidad de un orden socialista. En esto, el marxismo seguía teniendo una mayor capacidad explicativa.

Las oportunidades del socialismo: una nueva brújula para el materialismo histórico

El recorrido de Perry Anderson mostró los diversos campos de batalla que libró el socialismo y el materialismo histórico en el transcurso del siglo XX. Tras el proceso de desestalinización de la sociedad soviética se creyó abrir una ventana de oportunidad para el socialismo; sin embargo, esta aspiración rápidamente se diluyó con la redirección conservadora del régimen. El ascenso de la revolución cultural en China pretendió superar el desanimo y los errores del socialismo soviético; no obstante, la imagen de un proceso revolucionario solidario con los pueblos y las causas del Tercer Mundo prontamente se desvaneció.

Para Anderson existe una evolución desde el maoísmo al eurocomunismo. Ambas experiencias, a pesar de sus diferencias tácticas, compartían un rechazo común al socialismo soviético. En el caso del eurocomunismo, se proponía una vía pacífica, gradual y constitucional al socialismo. Finalmente, el resultado fue desalentador: la expectativa electoral de gobiernos de coalición se hizo agua con la derrota de varios de ellos en Francia y España. La disputa interna dentro del Estado capitalista y sus múltiples derrotas habían generado un efecto desmoralizador en el movimiento obrero.

Es en este punto donde Anderson ubica la «crisis del marxismo»:

Lo que la desencadenó fue una doble decepción: ante la alternativa de China, primero, y de Europa occidental, después, (…). Cada una de esas alternativas se había presentado como una nueva solución histórica, capaz de superar los dilemas y evitar los desastres de la historia soviética; todos sus resultados, sin embargo, resultaron ser un retorno a callejones sin salida ya familiares. El maoísmo desembocó en poco más que un truculento jruschovismo oriental. El eurocomunismo cayó en lo que parecía más una versión de segunda clase de la socialdemocracia occidental, vergonzante y subordinada a la II internacional.

El reformismo socialdemócrata aportó, en ese sentido, pocas novedades al desarrollo del marxismo de los años 60. Incluso, asegura Anderson, en el campo de la estrategia revolucionaria no se produjo ninguna obra significativa. El ascenso de la lucha revolucionaria no se tradujo en una reunificación entre la teoría marxista y la práctica popular o, mejor, «el circuito que las unía no era predominantemente revolucionario, sino reformista». De modo que el reformismo fue el eje estratégico del movimiento obrero durante la expansión del eurocomunismo.

El curso de acontecimientos de esta experiencia no condujo, de ninguna forma, a la renovación del pensamiento estratégico. De hecho, según Anderson, la literatura crítica del eurocomunismo (especialmente el trotskismo de Ernest Mandel) dejó sin solucionar el problema estratégico y el sentido del proyecto alternativo y anticapitalista en Occidente: «este bloqueo provenía de una excesiva adhesión imaginaria al paradigma de la revolución de Octubre, realizada contra el cascarón de una monarquía feudal y demasiado distante como referencia teórica de los contornos de una democracia capitalista».

Por esta razón, el problema estratégico sigue siendo, en nuestros días, como ha sido desde hace más de cinco décadas, el problema nodal del marxismo occidental. Anderson sugiere algunas preguntas en ese sentido: ¿cómo pueden ser superadas la estructuras flexibles y duraderas del Estado burgués e infinitamente rígidas en su preservación de la coacción de la que depende en última instancia? ¿Qué bloque de fuerzas sociales puede ser movilizado, y de qué forma, para hacer frente a los riesgos que conlleva la desconexión del ciclo de acumulación del capital en nuestra integrada e intrincada economía de mercado?

Una vez más, estos cuestionamientos nos recuerdan que el problema entre estructura y sujeto (estructuras de poder político y económicamente efectivas) es un problema tanto de la teoría crítica como de la más concreta de las prácticas. En este terreno, fundamentalmente, el marxismo debe ser autocrítico para vincular la teoría histórica del desarrollo social al horizonte socialista, lo que implica claramente reconocer las contradicciones del presente y la dependencia relativa con las estructuras del pasado. He ahí la perspectiva de futuro de la actual lucha obrera y revolucionaria.

 

Daniel Bensaïd renovó el marxismo para el siglo XXI

Por Darren Roso

Traducción: Florencia Oroz

El marxista francés Daniel Bensaïd abordó la historia de las derrotas del socialismo y trazó una hoja de ruta para el presente. El resultado fue una brillante reformulación del marxismo que puede guiar a los movimientos de izquierda de hoy en sus luchas.

Daniel Bensaïd señaló en una ocasión que la era del «maestro pensador» en el marxismo europeo, representada por figuras como Jean-Paul Sartre o Georg Lukács, había pasado: «Y esto es más bien algo bueno: un signo de la democratización de la vida intelectual y del debate teórico». Sin embargo, el propio Bensaïd destaca claramente como uno de los pensadores marxistas más importantes de la última generación.

Antes de su muerte en 2010, Bensaïd publicó una extraordinaria secuencia de libros y ensayos en los que exploraba las principales cuestiones políticas y teóricas a las que se enfrenta el marxismo actual. Lo hizo en un contexto intelectual francés en el que la amarga hostilidad hacia las ideas marxistas se había convertido en la norma, a menudo expresada por veteranos de 1968 que, a diferencia de Bensaïd, habían renegado de sus compromisos anteriores.

Parte de la obra de Bensaïd se ha traducido al inglés, en particular Marx for Our Times: Adventures and Misadventures of a Critique y sus memorias, An Impatient Life. Sin embargo, la mayoría de sus escritos siguen siendo inaccesibles para el público anglófono. Este ensayo ofrece una breve visión general de los principales temas articulados por Bensaïd en su intento de renovar la teoría marxista para que pudiera procesar las derrotas y decepciones del siglo pasado y proporcionarnos una hoja de ruta intelectual para el presente.

Una vida política

Nacido en 1946, Bensaïd pasó sus años de formación en el café de su madre, Le Bar des Amis, en Toulouse, justo al norte de Barcelona, si se hubieran cruzado los Pirineos. Veteranos de la Guerra Civil española, comunistas franceses, obreros y antifascistas italianos frecuentaban el café. Era un lugar de encuentro de radicales obreros de distintos lugares y tradiciones.

En Le Bar des Amis, Bensaïd aprendió la cultura de la conversación entre radicales, pero también las posturas políticas que adoptó su madre, como ir a la huelga cuando el gobierno de Francisco Franco asesinó al dirigente comunista español Julián Grimau. En sus memorias contrastó su propia perspectiva de la clase obrera con la de los intelectuales franceses de extracción social elitista que empezaron idealizando a la clase obrera desde lejos antes de renunciar a sus convicciones izquierdistas cuando sus miembros no pudieron estar a la altura de sus expectativas poco realistas. Bensaïd plasmó su relación real con la clase obrera de la siguiente manera:

Mis años de aprendizaje en el bar me sirvieron para inmunizarme contra ciertas mitologías que florecieron en torno a 1968. No me reconocí en el culto religioso del proletario rojo, en las genuflexiones de los noviciados maoístas y sus himnos al Pensamiento Mao Zedong (no más, de hecho, que en la edificante vida de San Maurice Thorez o San Jacques Duclos). Las personas de mi infancia no eran imaginarias, sino de carne y hueso. Eran capaces de lo mejor y de lo peor, de la dignidad más noble y del servilismo más abyecto. Pierrot, el tirador comunista résistant, estaba tan sometido a su patrón que los domingos llevaba sus caballos al hipódromo ¡por nada! Los mismos individuos, según las circunstancias, eran capaces del valor más sorprendente o de la cobardía más desoladora. No eran héroes, sino personajes tragicómicos llenos de arrugas y contradicciones, ingenuidad y superchería. Pero eran «mi gente». Me había puesto de su parte.

Durante la juventud de Bensaïd, Francia estaba inmersa en su brutal embestida contra la lucha argelina por la independencia. Bensaïd creó un grupo de jeunesse communiste en su liceo al día siguiente de que la policía parisina golpeara y asfixiara hasta la muerte a nueve comunistas en febrero de 1962 en la estación de metro de Charonne. La policía infligió la violencia en una manifestación contra la campaña de atentados terroristas orquestada por los matones fascistas de la Organisation armée secrète (OAS).

La afiliación de Bensaïd al Partido Comunista Francés (PCF) solo duró hasta 1965. Fue expulsado junto con otros estudiantes, y pasó a fundar un pequeño grupo llamado Jeunesse Communiste Révolutionnaire (JCR), junto con figuras como Henri Weber y Alain Krivine. La JCR desempeñó un papel fundamental en los acontecimientos de mayo de 1968 y en las trayectorias posteriores de la izquierda radical francesa.

Mayo del 68 tuvo un impacto electrizante en Francia y en todo el mundo. Una convergencia de estudiantes y trabajadores paralizó el país con la mayor huelga general de la historia de Francia. Bensaïd se curtió en estos acontecimientos, pasando a la clandestinidad con Weber para eludir las detenciones, alojándose en el apartamento de la novelista Marguerite Duras. Casualmente, Bensaïd estaba escribiendo una tesis sobre la noción de crisis revolucionaria de Lenin bajo la supervisión de Henri Lefebvre, el gran filósofo marxista de los años de entreguerras.

Teoría en un clima frío

Bensaïd y la JCR hicieron todo lo posible por construir a partir del movimiento estudiantil radicalizado y trataron de forjar vínculos con los radicales de la clase obrera. Entraron en la década de 1970 con la sensación de que los tiempos estaban cambiando y de que la revolución volvía a estar a la orden del día. En 1974, lanzaron la Ligue Communiste Révolutionnaire (LCR) después de que las autoridades francesas prohibieran su predecesora. La LCR se convirtió en una de las principales fuerzas de la izquierda radical francesa.

Con la huelga general de 1968, seguida de luchas clave como la ocupación en 1973 por los relojeros de la fábrica LIP de Besançon, estaba claro que los trabajadores tenían potencial para transformar la sociedad. Se derrumbaban las ideas de que la clase obrera industrial de los países capitalistas avanzados estaba liquidada e inmóvil.

Sin embargo, el potencial de la clase obrera no se hizo realidad en Francia durante los años 70 y posteriores. El Partido Socialista (PS) se convirtió en la fuerza dominante de la izquierda pocos años después de Mayo del 68. François Mitterrand llegó al poder en 1981, prometiendo inicialmente reformas radicales antes de imponer rápidamente un giro hacia la austeridad. Bensaïd tuvo que reflexionar sobre el significado de las derrotas sufridas por el movimiento obrero y la izquierda fuera del PS y el PCF.

En la escena internacional, se interesó vivamente por la construcción del Partido de los Trabajadores de Brasil en oposición a la dictadura militar, viajando a América Latina para participar en debates con camaradas brasileños de la LCR en la IV Internacional. Sin embargo, hacia finales de los años 80, Bensaïd contrajo el SIDA y ya no pudo viajar como antes. Con el estímulo del periodista Edwy Plenel, Bensaïd inició un giro hacia el trabajo literario y teórico, habiéndose concentrado anteriormente en las publicaciones del partido.

Este giro dio lugar a un salto cualitativo de iluminación teórica. La creatividad de Bensaïd cambió el terreno de la teoría marxista, descubriendo muchas posibilidades para una nueva generación que se encontraba con el marxismo por primera vez. La renovación de Bensaïd recorrió tres caminos: la historia y la memoria, la teoría marxista y una articulación de la política profana. Cada uno de estos caminos se cruzó en el esfuerzo de Bensaïd por hacer dialogar una interpretación filosófica del marxismo con las estrategias políticas para derrocar al capitalismo.

En la senda de Benjamin

En el campo memorialístico de la historia y el recuerdo, las obras más significativas de Bensaïd fueron su estudio sobre Walter Benjamin, su libro sobre la Revolución Francesa (narrado en primera persona del singular, la voz de la Revolución) y su conmovedor libro sobre Juana de Arco, que es un testimonio de los esfuerzos por honrar con fidelidad las convicciones revolucionarias juveniles en un contexto de triunfo neoliberal.

A lo largo de estos libros podemos ver un hilo conductor en la determinación de representar la historia de un modo distinto a como la había concebido una generación anterior de marxistas. Los escritos de Bensaïd sobre la historia y la memoria fueron importantes, sobre todo en relación a la observación de Perry Anderson en el epílogo de Consideraciones sobre el marxismo occidental acerca de que la idea misma de historia no había sido debidamente dilucidada, deliberada y explorada en la tradición marxista.

Aunque no enmarcó su obra como una respuesta directa a Anderson, Bensaïd desarrolló la noción de bifurcación histórica (la ramificación de la historia). Al hacerlo, se apartó de la idea de la historia vigente en gran parte de la tradición trotskista, que había unido inadecuadamente la ciencia y las leyes de la historia al sugerir que, de algún modo, la historia trabajaba hacia el comunismo como un resultado predestinado. Bensaïd rompió con esta ilusión insistiendo en que la historia no conoce calles de sentido único.

En este contexto, criticó «cierto tipo de optimismo sociológico» que había prevalecido entre los marxistas: «la idea de que el desarrollo capitalista trae consigo casi mecánicamente el crecimiento de una clase obrera cada vez mayor, cada vez más concentrada, cada vez más organizada y cada vez más consciente». Para Bensaïd, esto obviaba el duro trabajo de la organización política, que no tenía resultados predeterminados:

Un siglo de experiencias ha dejado clara la magnitud de las divisiones y diferenciaciones en las filas del proletariado. La unidad de las clases explotadas no es un hecho natural, sino algo por lo que se lucha y se construye.

Su aproximación a la historia tomó lo que él denominó la «senda de Benjamin», a través de la cual intentó salvar la primacía de la acción política frente a las deformaciones estalinistas del marxismo. Bensaïd plasmó este movimiento en su autobiografía, recordando cómo el rastro de Benjamin había revelado un «paisaje de pensamiento» que resultaba «desconcertante para un marxista ortodoxo», poblado por figuras como Auguste Blanqui, Charles Péguy, Georges Sorel y Marcel Proust:

Para Péguy, socialista militante, el supuesto sentido de la historia solo podía servir para distraernos de una imperiosa responsabilidad aquí y ahora. No podía liberarnos, en nombre de leyes históricas abstractas, de la cita del presente. Nadie puede sustraerse al temible deber de decidir faliblemente, humanamente, en la carne. A riesgo de perderse a sí mismo. El socialismo no es una tierra prometida, un juicio final, una meta final y cerrada de la humanidad. Permanece «ante el umbral», apoyado en lo desconocido, en la inquietud del presente y en el «poder de la disidencia histórica».

El «poder de la disidencia histórica» fue un rasgo básico de la trayectoria benjaminiana de Bensaïd, implicando la memoria de las tradiciones de los oprimidos. La fidelidad a esos pasados acompañó a Bensaïd, desde la resistencia anticolonial de las luchas indígenas hasta la Oposición de Izquierda contra el estalinismo y las víctimas del Holocausto nazi, el terror franquista o la represión dictatorial en gran parte de América Latina que acabó con una generación. Esto le llevó a centrar su trabajo en torno a una forma de memoria capaz de entretejer las tradiciones de los oprimidos, formulando un campo de la memoria que impone un deber en el presente.

Un Marx plural

La reconfiguración de Bensaïd del pensamiento histórico y la memoria tomó forma en el plano de la metáfora, iluminando expresiones de la teoría marxista que podían identificar y superar los puntos frágiles del marxismo. Pasó gran parte de la década de 1980 enseñando en la Universidad de París 8, trabajando con sus alumnos la inacabada crítica de Marx a la economía política. Los resultados más notables de este trabajo fueron el libro Marx, Intempestivo, junto con La discordance des temps: Essais sur les crises, les classes, l’histoire.

En cierto modo, la reinterpretación metafórica del «materialismo histórico» que Bensaïd emprendió en el camino de Benjamin desembocó en una presentación de las obras clave de Marx de carácter teórico. Reunió los elementos, centrados principalmente en el tiempo, para otra forma de interpretar el materialismo histórico.

La interpretación de Bensaïd apareció junto a otros esfuerzos por ampliar la comprensión de Marx más allá de la imagen homogénea del marxismo como sistema cerrado de pensamiento. Ahora es habitual, al menos en la izquierda continental y anglófona, rechazar la idea del marxismo como doctrina unificada. Esto nos permite hoy tomarnos en serio y sin resistencias dogmáticas los caminos abiertos por la crítica de Marx.

Como dijo Bensaïd en una entrevista de 2006 cuando le preguntaron qué cosas de la «herencia marxista» seguían siendo válidas:

No hay una herencia, sino muchas: un marxismo «ortodoxo» (de partido o de Estado) y marxismos «heterodoxos»; un marxismo cientificista (o positivista) y un marxismo crítico (o dialéctico); y también lo que el filósofo Ernst Bloch llamó las «corrientes frías» y las «corrientes calientes» del marxismo. No se trata simplemente de lecturas o interpretaciones diferentes, sino de construcciones teóricas que a veces sustentan políticas antagónicas. Como Jacques Derrida repetía a menudo, el patrimonio no es algo que pueda transmitirse o conservarse. Lo que importa es lo que sus herederos hacen con él, ahora y en el futuro.

Por supuesto, la pluralidad de descripciones e historias que se pueden contar sobre la teoría marxista tiene el efecto de reavivar y desarrollar la teoría. Sin embargo, no se trata de un pluralismo del «todo vale», en el sentido de que la fidelidad a los textos del propio Marx sigue siendo crucial. Además, los argumentos políticos y la práctica siguen siendo una prueba extrateórica para el pensamiento.

Contretemps

Cuando examinamos las intervenciones teóricas emblemáticas de Bensaïd, la noción de contretemps pasa a primer plano. Se trata de reflexionar sobre la organización antagónica del tiempo. Para Bensaïd, esto significaba interpretar El capital para exponer la compleja multiplicidad de los tiempos tal y como los organiza el capitalismo.

Leer a Marx desde el punto de vista de la temporalidad condujo al encuentro con una teoría intempestiva que no estaba en perfecta sincronía con el propio tiempo de Marx. Esta no sincronicidad significaba que se podía continuar siguiendo la obra de Marx, encontrando en ella una forma científica única de pensar sobre el capitalismo, las luchas de clases y las complejidades del mundo moderno si se quería luchar por el socialismo.

El siguiente pasaje da una idea del argumento que Bensaïd quería transmitir sobre la organización del tiempo y El capital:

El tomo 1 desvela el secreto de la plusvalía. El tomo 2 revela la forma en que ésta se realiza a través de la alienación. Su transfiguración en ganancia constituye el centro del Volumen 3, sobre «el proceso de producción capitalista en su conjunto», o proceso de reproducción. Solo aquí aparecen las formas concretas que genera «el movimiento del capital considerado en su conjunto». De este modo, la crítica de la economía política resulta ser tanto una lógica como una estética del concepto, yendo «hasta el malestar interno de todo lo que existe». En su arquitectura global, El capital se presenta como una organización contradictoria de los tiempos sociales. Marx realizó aquí un trabajo pionero.

Las temporalidades del capitalismo también están conformadas por clases en lucha. La orientación de Bensaïd hacia Marx se centraba en la comprensión de las clases en términos de sus luchas, no como datos sociológicos manipulables por la sociología burguesa.

Significativamente para Bensaïd, el trabajo pionero de Marx sobre la organización capitalista del tiempo exigía una deconstrucción de la idea de que Marx era un filósofo de la historia. Gran parte del marxismo del siglo XX había permanecido confuso sobre este punto, que Bensaïd aclaró mostrando que el enfoque de Marx sobre la historia, basado en el materialismo y la crítica de la economía política, no era una filosofía.

Por el contrario, insistió en la forma en que surgen en la historia las crisis del capitalismo, que deben abordarse mediante la acción política sin el consuelo de un relato filosófico sobre la historia. Esto iba de la mano de la noción de bifurcación de Bensaïd mencionada anteriormente. La deconstrucción de Marx como filósofo de la historia implicaba descartar la creencia de que la historia se regía por leyes generales que le permitirían llegar, finalmente, a un destino socialista.

La política profana

Podemos comprender la especificidad de Bensaïd como marxista si lo comparamos con la caracterización que hace Perry Anderson del marxismo occidental. En el esquema de Anderson, el rasgo definitorio del marxismo occidental fue la retirada de la política revolucionaria, la deliberación estratégica y la crítica de la economía política, para huir en su lugar hacia la filosofía y la estética. El precio de esta concentración en el pensamiento filosófico fue el abandono del pensamiento político y de los análisis necesarios de las coyunturas en las que operaban los marxistas.

Bensaïd no encaja en el esquema de Anderson del marxismo occidental, en buena medida porque gran parte de su obra estaba dedicada a un elogio de la política profana apuntalado por la crítica de la economía política y el diagnóstico del presente histórico en el que operaba. De producción desigual, entre los principales escritos de Bensaïd en este terreno figuran La Révolution et le pouvoir, Le Pari mélancolique: Métamorphoses de la politique, politique des metamorphoses y Elogio de la política profana.

Cada uno de estos libros tiene el mérito de combinar debates políticos y estratégicos, diagnósticos de la coyuntura capitalista y las tendencias de la reflexión teórica y filosófica contemporánea. El arco de cada obra se desarrolla esencialmente hacia la política y la transformación revolucionaria.

Los caminos metafóricos y teóricos de Bensaïd le condujeron hacia la primacía de lo que él llamaba «política profana». Se trata de un término muy apreciado por Bensaïd, precisamente porque era una forma de política sin ilusiones sobre la historia como proceso automático, en la que la acción y la responsabilidad políticas seguían siendo vitales y ciertamente ganaban en sustancia.

Al aceptar las consecuencias imprevisibles de la acción política y defender la necesidad revolucionaria de transformar el mundo, la obra de Bensaïd aportó al marxismo la idea de la apuesta melancólica. Esencialmente, se trataba de una evolución de la famosa apuesta del filósofo francés del siglo XVII Blaise Pascal, que sostenía que una persona racional debía actuar partiendo del supuesto de que Dios existe. Si apostaba correctamente, recibiría la vida eterna; si, por el contrario, apostaba por la inexistencia de Dios y se equivocaba, el precio sería la condenación eterna.

Reformulada en términos materialistas, la apuesta de Bensaïd era la siguiente. Si apostamos a que el socialismo es posible, entonces podemos hacer realidad la abolición de las clases. Si apostamos que el socialismo es imposible, y no luchamos por él, entonces continuará la dominación de clases, y el capitalismo destruirá las vidas humanas y el planeta del que dependen.

Para Bensaïd, esta forma de expresar nuestro dilema nos permite conservar la esperanza en una transformación socialista de la sociedad, reconociendo al mismo tiempo las posibilidades de fracaso. Significa establecer una relación recíproca entre esperanza y fracaso que la experiencia política podría resolver en la dirección de un futuro socialista.

El neoliberalismo destruye la innovación científica

Por Simon Grassmann

Traducción: Florencia Oroz / Jacobinlat.com

En las últimas décadas, los científicos han realizado cada vez menos avances innovadores. La culpa la tiene el modelo académico, cada vez más competitivo y basado en métricas, que desalienta la creatividad y la asunción de riesgos.

Cuando pienso en ciencia «disruptiva», recuerdo al primer científico pionero que vi: el difunto premio Nobel Oliver Smithies. En la presentación que le escuché, reflexionó sobre su vida y aconsejó a jóvenes científicos sobre sus carreras. «Muy a menudo las ideas para investigar surgen de nuestras experiencias o recuerdos», dijo. «Solo hace falta un momento para que surja la idea, pero a veces hace falta toda una vida para demostrar que funciona».

Smithies pensaba que era importante perseguir pacientemente las grandes ideas, aunque eso supusiera largos periodos de baja productividad. El consejo era estupendo, pero seguirlo hoy sería probablemente un suicidio profesional.

Smithies se doctoró en un tema que no interesaba a nadie. Inventó una máquina, el osmómetro, un aparato para medir la concentración de partículas en una solución, que nadie acabó utilizando. La publicación de su tesis apenas fue citada por otros científicos. Pero para Smithies, este momento de científico en formación fue crucial: adquirió independencia y aprendió a investigar correctamente.

Tras su tesis, decidió cambiar totalmente de rumbo y estudiar la insulina. Su investigación fracasó en gran medida a la hora de aportar nuevos conocimientos, pero en sus proyectos paralelos hizo su primer descubrimiento «disruptivo». A partir de las observaciones que hizo viendo a su madre lavar la ropa cuando era niño, Smithies desarrolló geles de almidón para la purificación de proteínas. Estos geles serían la base de uno de los métodos más transformadores de la biología molecular: el Western blot. En la actualidad, los Western blots se realizan con regularidad en laboratorios de todo el mundo y suelen ser el paso previo para muchas incursiones en nuevas investigaciones científicas.

Aunque es difícil pensar en una contribución más digna, Smithies nunca ganó el Premio Nobel por el Western blot. En cambio, recibió el premio por otra cosa, después de volver a cambiar de campo. Smithies recibió el Nobel por el primer enfoque exitoso de la selección de genes en ratones.

Según un estudio reciente, los descubrimientos disruptivos como los de Smithies han disminuido drásticamente en las últimas décadas. Los artículos y patentes disruptivos se definen como publicaciones que cambian la dirección de un campo, redefinen la ciencia ya existente y tienen el potencial de transformar nuestra comprensión del mundo, incluido lo que se enseña en los cursos de introducción a la ciencia en todo el mundo. Los datos de los autores son convincentes: tales disrupciones en la ciencia han experimentado un descenso constante y pronunciado en las últimas décadas.

Cuando la ciencia aún era disruptiva

¿Por qué la ciencia es cada vez menos disruptiva? La reciente publicación de Michael Park, Erin Leahey y Russell J. Funk en Nature suscitó un animado debate en la comunidad científica. Muchos creen que es una característica inherente al campo que los hallazgos más disruptivos se produzcan en el momento de la concepción de nuevas áreas de estudio: avances «al alcance de la mano». Pero los autores sostienen que tales hipótesis no explican adecuadamente sus observaciones. En su lugar, sugieren varios problemas sistémicos que pueden explicar el declive de la capacidad disruptiva, como el hecho de centrarse en la cantidad de publicaciones en lugar de en la calidad.

En mi opinión, los principales problemas que conducen al declive de la «ciencia disruptiva» son estructurales. El principal es el carácter cada vez más competitivo y basado en métricas del mundo académico. Aunque este sistema pretende ofrecer criterios objetivos de mérito científico, en realidad resta la libertad necesaria para la ciencia disruptiva e incentiva a los investigadores a aumentar sus «puntuaciones de éxito» en lugar de centrarse en la ciencia innovadora.

Hoy en día, una carrera como la que describe Smithies es impensable. Los científicos no cambian el enfoque de su investigación. Más bien, tienden a ser cada vez más estrechos en su investigación, algo que Park et al. cuantifican. También es casi imposible tener una carrera científica sin publicar artículos importantes a cada paso del camino.

Publicar o perecer

¿Por qué los científicos de hoy en día evitan tomarse la libertad que Smithies consideró tan crucial para su propia carrera? La razón por la que es tan raro que los científicos se tomen un año sabático o cambien de campo es sencilla: están atrapados en un sistema de competencia brutal. Si te tomas un descanso o no publicas durante un tiempo, estás fuera.

En un elegante artículo, la socióloga francesa Christine Musselin muestra cómo la competencia llegó a estructurar la ciencia académica. La competencia entre universidades por el estatus se convierte en una rivalidad alimentada por el Estado como «organizador de la competencia».

Al principio, el Instituto Nacional de Salud (NIH) concedía financiación sobre todo a centros o proyectos comunes («subvenciones P01»). En la década de 1970, este sistema de financiación fue rápidamente sustituido por subvenciones para investigadores individuales concedidas en concursos cada vez más estandarizados («subvenciones R01»). Mediante el mecanismo de una «tasa de costes indirectos», parte del dinero que los investigadores individuales reciben de estas subvenciones va a parar a sus universidades. De este modo, la financiación federal de las universidades pasó a depender de los buenos resultados que obtuvieran sus investigadores en los concursos para obtener subvenciones federales.

En teoría, las contiendas entre científicos no tienen por qué ser algo malo. Como dice Musselin, la competencia existía en la ciencia incluso cuando era más disruptiva. Lo que cambió fue la naturaleza de esta competición entre científicos. En la búsqueda de medidas que las universidades y el Estado puedan utilizar para clasificar a sus competidores, estas instituciones buscan métricas objetivas de la calidad de los investigadores. Es este intento de «objetivar al genio» lo que acaba erosionando la ciencia disruptiva.

Estas métricas se basan en las publicaciones de los investigadores. Algunas mediciones, como el Índice H, miden la frecuencia con la que las publicaciones de un científico son citadas por otros científicos. Otras, como el «factor de impacto», utilizan como indicador el registro de citas de las revistas en las que publica el científico. El valor «objetivado» de los investigadores no solo ha servido para las clasificaciones universitarias, sino que también ha llegado a determinar la distribución de las subvenciones federales y los puestos de profesorado.

A primera vista, el sistema parece una forma elegante de abordar un problema que probablemente era aún peor en el pasado: si atribuimos puntuaciones objetivas de calidad a los científicos y las utilizamos, por ejemplo, para distribuir los puestos de profesor, dependemos menos de decisiones subjetivas, que pueden permitir el nepotismo y los prejuicios individuales para determinar quién avanza. Pero el descenso medido de la ciencia disruptiva sugiere que el sistema no funciona realmente como se pretende. Al contrario, crea incentivos que son veneno para la investigación innovadora.

El «laboratorio productivo»

Una vez que una carrera depende de un sistema de puntuación, los investigadores tratarán de optimizar sus puntuaciones. En lugar de una competición por hacer la mejor ciencia, los científicos cazan «puntos de impacto».

¿Cómo se llega a ser el mejor puntuado? En primer lugar, se obtiene una mejor puntuación cuando se aumenta la producción de artículos. La forma más fácil de aumentar esa producción es contratar a personas cuyo trabajo y capacidad intelectual le permitan producir más artículos por los que obtendrá reconocimiento.

El incentivo para los profesores es claro: consiga el mayor número posible de trabajadores subordinados y tendrá más publicaciones. Cierta característica del sistema de publicación garantiza que contratar a más aprendices nunca sea perjudicial: la división entre «primer» y «último» autor. Los profesores obtienen su moneda por ser últimos autores (el último nombre en la lista de personas que publican el artículo), mientras que los trabajadores reciben créditos de primer autor. Para los investigadores, «último autor» significa «esta persona es el cerebro del estudio», y «primer autor» significa «esta persona hizo el trabajo práctico».

El ejemplo de Smithies demuestra que los científicos disruptivos necesitan libertad para plantearse cuestiones por curiosidad. Smithies tenía esa libertad porque sus profesores, en todas las etapas de su carrera, le veían como a un compañero y no como a un empleado. En los laboratorios modernos con profesores que adoptan plenamente el modelo de competencia en el mundo académico, los jóvenes investigadores son empleados, no compañeros.

Como sugiere un comentario reciente en el debate en torno a la ciencia disruptiva, los jóvenes científicos se centran hoy en día en un «enfoque ejecutivo y basado en los resultados» en lugar de dedicarse a la investigación creativa impulsada por la curiosidad. En mi opinión, este cambio en la formación de los jóvenes investigadores no se debe a estilos de enseñanza erróneos. Por el contrario, es la consecuencia lógica de la transformación de la relación profesor-formando, alimentada por el actual esquema de competencia en la ciencia.

Productividad y especialización

El énfasis en la «productividad de la investigación» no solo determina la forma de actuar de los científicos senior, sino que también restringe fundamentalmente a los científicos junior. Estas restricciones son más evidentes en el punto de transición entre aprendiz y profesor.

Para ser profesor, hay que conseguir «becas de inicio». En Estados Unidos, la principal beca inicial en ciencias biológicas es la K99 de los NIH. Para recibir una beca K99, tienes que demostrar tu productividad. Y tu productividad se demuestra con publicaciones a lo largo del tiempo.

Para medir esta productividad, necesitas un plazo de tiempo determinado. Los científicos noveles solo pueden solicitar una beca K99 durante los tres primeros años y medio de su posdoctorado. Durante este tiempo, los científicos tienen que demostrar su productividad con artículos como primeros autores.

Pero los distintos tipos de investigación no son racionalmente comparables de este modo. Digamos que hay dos investigadores: uno es un biólogo computacional que utiliza datos preexistentes para su investigación y el otro investigador estudia el efecto del envejecimiento del sistema inmunitario y debe realizar sus propios experimentos. El biólogo computacional no tiene problemas para publicar en tres años y medio. Pero para el investigador centrado en el envejecimiento, cada experimento le lleva un año. A menos que tengan mucha suerte, no hay forma de que puedan publicar a tiempo.

Debería ser obvio que las limitaciones de tiempo como las impuestas por la necesidad de ganar subvenciones de inicio seleccionan un determinado tipo de investigación. El investigador interesado en el envejecimiento probablemente tendrá que elegir entre proseguir su investigación impulsada por la curiosidad y arriesgar su carrera, o perseguir un proyecto que sea «factible» para publicar más artículos rápidamente. Por desgracia, la ciencia más fácilmente publicable es probablemente la menos perturbadora. La probabilidad de publicar es mayor si se sigue la investigación de su supervisor y se estudian cuestiones que arrojan resultados predecibles.

Las restricciones impuestas a los investigadores por la «viabilidad» y la «productividad» no se limitan a las subvenciones iniciales: los NIH enumeran explícitamente la «viabilidad» como uno de los criterios clave en la evaluación de todas las subvenciones. Detrás de esta decisión se esconde una valoración de la «productividad» por encima de la «creatividad» en la estructura competitiva del mundo académico.

El corsé neoliberal

Los incentivos que se derivan del modelo competitivo del mundo académico moderno limitan la libertad de los investigadores de un modo que suprime la ciencia disruptiva. Pero, ¿cómo podemos deshacerlo? Un primer paso es entender por qué el mundo académico se transformó de esta manera en primer lugar. Y en el centro de esta transformación está la neoliberalización de la ciencia.

El punto de vista imperante del capitalismo neoliberal dice que una competencia (supuestamente) meritocrática es la mejor manera de estructurar la sociedad y maximizar el crecimiento económico. La objetivación del valor de la investigación es una forma del fenómeno más amplio de la mercantilización en constante expansión bajo el capitalismo; la transformación de los aprendices en manos de alquiler es un ejemplo de la alienación descrita por Karl Marx, en la que los trabajadores son separados de los frutos de su propio trabajo y de su control sobre el proceso productivo. Y detrás de los métodos actuales de evaluación de la «viabilidad» de la investigación científica, podemos encontrar las mismas prácticas que despliegan las instituciones financieras para el «análisis de riesgo» de las inversiones.

Enfrentarse a una catástrofe climática y a una crisis en la distribución de la riqueza debería hacernos repensar este enfoque de la organización de la vida social. Pero para la ciencia, el problema es evidente: la estructura de un mercado competitivo no favorece en primer lugar una buena investigación.

En primer lugar, la objetivación de la exploración y la innovación científicas de la forma que exige el capitalismo no favorece los avances científicos, porque la mayoría de los descubrimientos revolucionarios, por su naturaleza, son impredecibles. Por ejemplo, cuando Francis Mojica empezó a estudiar patrones repetitivos en el ADN de las bacterias, a nadie le importó. Las grandes revistas se negaron a publicar sus hallazgos. Hoy sabemos que ese trabajo fue, de hecho, la base de quizá el mayor descubrimiento de la biología moderna: las tijeras genéticas CRISPR/Cas9, que están revolucionando la biología molecular y las ciencias de la vida.

En segundo lugar, la transformación de la relación mentor-aprendiz de igual a igual en jefe-trabajador asalariado tampoco tiene mucho sentido para el mundo académico a gran escala: los aprendices de hoy son los profesores de mañana. Suprimir la autonomía y la creatividad de los aprendices convirtiéndolos en trabajadores asalariados es perjudicial para la futura generación de profesores, que entonces habrán perdido su capacidad de pensar creativamente y habrán sido entrenados para tomar opciones menos arriesgadas.

Por último, si aceptamos que los avances son impredecibles, debemos comprender que la buena ciencia nunca puede «cuantificarse» como un producto. La ciencia más disruptiva requiere probablemente mucho más tiempo que otras investigaciones. También requiere asumir grandes riesgos: por ejemplo, que los científicos decidan cambiar de campo o estudiar algo totalmente nuevo. Si seguimos midiendo la calidad de la investigación como «productividad predecible» y distribuimos los recursos y los puestos en consecuencia, nos perderemos mucha ciencia disruptiva.

Recuperar la disrupción limitando la competencia

Para recuperar la ciencia disruptiva, tenemos que limitar el esquema de competencia que, en última instancia, ha mermado nuestra capacidad para llevar a cabo una investigación impulsada por la curiosidad. Un primer paso podría ser reforzar la financiación garantizada de las instituciones y reducir los recursos que hay que adquirir en los concursos de subvenciones, especialmente para los jóvenes investigadores.

Además, habría que reducir drásticamente los intentos de «puntuar» el valor de los investigadores a través de su historial de publicaciones. En su lugar, debemos aceptar el hecho de que el valor científico no puede cuantificarse. Por tanto, las decisiones sobre los puestos del profesorado deben basarse en gran medida en juicios cualitativos. Para evitar el nepotismo y la discriminación injusta, deberíamos aumentar radicalmente la participación democrática en la toma de decisiones institucionales. La contratación de profesores, por ejemplo, podría ser votada por todo el profesorado, e incluso por los posdoctorales.

Por último, debemos invertir la reciente transformación de la relación mentor-aprendiz. Los límites a la composición de los grupos de investigación podrían ayudar en este sentido, ya que la mayoría de las estructuras «explotadoras» se caracterizan por un gran número de posdocs altamente cualificados que permanecen durante mucho tiempo bajo el control de un único profesor. Y los sindicatos de estudiantes de postgrado y postdoctorales son esenciales para empoderar a los becarios y hacer oír sus preocupaciones de una forma que el sistema actual no permite.

No se predijo que el trabajo de Kati Kariko sobre las vacunas de ARNm tuviera algún valor. Como consecuencia, casi se vio obligada a abandonar el mundo académico porque no pudo conseguir financiación ni un puesto de profesora titular. Según un artículo del New York Times, Kariko «necesitaba subvenciones para llevar a cabo ideas que parecían descabelladas y extravagantes. No las consiguió, a pesar de que se premiaron investigaciones más mundanas».

Su trabajo, por supuesto, acabaría siendo la base de las vacunas COVID-19 que salvan vidas. Reformando la ciencia para volver a poner en el centro la investigación impulsada por la curiosidad, podemos asegurarnos de no perdernos más descubrimientos importantes como el suyo.

Entrevista histórica a Toni Negri

Por Pablo Elorduy y Pedro Castrillo

El desastre de la deuda que se avecina

por Michael Roberts

La próxima semana, 300 organizaciones internacionales y 100 jefes de estado se reunirán en París para discutir cómo «construir un sistema financiero internacional más receptivo, más justo y más inclusivo para luchar contra las desigualdades, financiar la transición climática y acercarnos a la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible». Esta reunión tiene lugar en París porque el llamado Club de París durante los últimos 60 años ha monitoreado y administrado los préstamos y créditos públicos y de los bancos privados garantizados por los gobiernos a los llamados países en desarrollo, vagamente llamado el Sur Global estos días.

La reunión tiene lugar cuando la situación de grandes sectores del Sur Global tras la pandemia es grave. Se habla mucho en el Norte Global de que el aumento de las tasas de interés causa crisis bancarias y amenaza con las quiebras de las llamadas «empresas zombis» sobrecargadas de deuda. Pero esto no es nada comparable con el daño económico y social que están sufriendo los países de bajos ingresos y con mucha deuda en África, Asia y América Latina.

Ha pasado más de un año desde que escribí una nota titulada La crisis sumergida de la deuda, en la que describí el estrés económico al que se está sometiendo a las economías pequeñas y de bajos ingresos de todo el mundo debido a la inflación de alimentos y energía, el aumento de las tasas de interés y un dólar fuerte. Además, señalaba especialmente a Ghana, Sri Lanka, Egipto y Argentina. De hecho, ya cuando estabamos en medio de la pandemia en 2020, destaqué el creciente desastre de la deuda para más de 30 economías «emergentes», donde viven muchas de las personas más pobres del planeta.

Durante la pandemia, el FMI y el Banco Mundial acordaron una moratoria limitada en el servicio y pago de las deudas de estos países. Pero no fue una cancelación y la moratoria ya ha concluido. Y no se hizo nada en relación con las deudas del Club de París o sobre las enormes deudas con los bancos privados y otras instituciones financieras, que continuaron exigiendo, como en el drama de Shakespeare, su libra de carne. Y desde el final de la pandemia, el fuerte aumento de las tasas de interés de la deuda global y un fuerte dólar estadounidense (gran parte de la deuda global está en dólares) han puesto a todavía más países al borde del incumplimiento de los pagos y a una mayor pobreza.

La mayoría de los países pobres dependen de la venta de materias primas y productos agrícolas o el ensamblaje industrial en maquiladoras para el Norte. Eso significa que los ingresos por exportación son vitales para el ingreso nacional. Pero el crecimiento del comercio mundial ha disminuido, particularmente desde la Gran Recesión de 2008-9 y aún más desde la pandemia. El volumen del comercio mundial creció a una tasa media anual del 5,8 % entre 1970 y 2008, mientras que el crecimiento medio del PIB fue del 3,3 %. Pero en la Larga Depresión de 2011 a 2023, el crecimiento promedio del comercio mundial fue de solo un 3,4 % anual, mientras que el crecimiento medio del PIB mundial fue solo del 2,7 %. De hecho, el PIB real per cápita del Sur Global, excluyendo China, se ha estancado en relación con las economías capitalistas avanzadas.

La reducción del crecimiento del comercio mundial es particularmente crítica para las economías «emergentes». El crecimiento de las exportaciones en las economías del Sur Global ha caído más de la mitad en comparación con la tasa alcanzada antes de la Gran Recesión. E incluye a China, la economía exportadora más grande del mundo.

Fuente: CPD, cálculos MR

El crecimiento del comercio mundial en el primer trimestre de 2023 se sitúa ahora en el -0,9 %, tras una disminución de 2,0 % en el último trimestre del año pasado. La mayoría de las regiones han experimentado una disminución en el comercio de mercancías en los dos últimos trimestres, lo que indica una nueva caída en el comercio de bienes, según CPD. Y ahora tenemos una recesión manufacturera mundial.

PMI de fabricación global (cualquier cosa por debajo de 50 es recesión)

Fuente: Economía comercial

La reciente edición de las Perspectivas Económicas Globales del Banco Mundial pinta una situación grave para muchas economías más pobres. Señala que los objetivos de desarrollo en la lucha contra la pobreza de la ONU, la Agenda 2030, están por ahora «muy lejos del objetivo». Se espera que los países más pobres del mundo paguen un 35 % más en intereses de la deuda este año para cubrir el coste adicional de la pandemia de Covid-19 y el aumento dramático en el precio de las importaciones de alimentos. Los 75 países más pobres, muchos de ellos en el África subsahariana, gastarán más de 100.000 millones de dólares adicionales para cubrir los préstamos obtenidos en su mayoría durante la última década.

Los pagos de la deuda están consumiendo más gasto público en los países pobres cuando ya les estaba costando mucho proporcionar servicios de educación y salud. Es más probable que las guerras y los fenómenos meteorológicos extremos vinculados a la crisis climática afecten con más intensidad a los países de bajos ingresos que a otros lugares debido a la debilidad de las redes de seguridad social. En promedio, los países más pobres gastan solo el 3 % del PIB en sus ciudadanos más vulnerables, en comparación con un promedio del 26 % en otras economías.

El crecimiento económico en las economías en desarrollo que no son China caerá del 4,1 % en 2022 al 2,9 % en 2023. El economista jefe del Banco Mundial, Gill, ha escrito: «A finales de 2024, el crecimiento de los ingresos per cápita en aproximadamente un tercio de los EMDE será más bajo que en vísperas de la pandemia. En los países de bajos ingresos, especialmente los más pobres, el daño es aún mayor: en aproximadamente un tercio de estos países, los ingresos per cápita en 2024 se mantendrán por debajo de los niveles de 2019 en un promedio del 6 %». Catorce países de bajos ingresos ya tienen dificultades con la deuda o en alto riesgo, en comparación con solo seis en 2015. Hasta 21 países son vulnerables.

Analicemos algunos de esos desastres de deuda.

Ghana ha sido considerada durante mucho tiempo una historia de éxito y un modelo para el desarrollo africano. Es un importante productor de oro y cacao y tiene uno de los mayores PIB per cápita de la región. Pero el gobierno se ha visto obligado a solicitar un rescate del FMI de 3 mil millones de dólares cuando incumplió sus deudas en diciembre pasado. El gobierno pidió muchos préstamos para aislar a la economía de los efectos de la pandemia. Como resultado, la deuda del sector público pasó del 62 % del PIB en 2020 a más del 100 % el año pasado. El servicio de la deuda supone ahora alrededor del 70 % de los ingresos del gobierno.

Ghana se vio excluida de los mercados internacionales de deuda a medida que crecía la preocupación sobre su capacidad para pagar lo que debía. Para obtener los fondos del FMI, los prestamistas nacionales, es decir, los bancos locales, deben aceptar una pérdida en sus préstamos. Pero Ghana también tiene que conseguir que los prestamistas extranjeros acepten un recorte a perdida en los 34 mil millones de dólares de la deuda y eso no será fácil. Los prestamistas privados son responsables del 60 % del valor nominal de la deuda externa de Ghana, pero las altas tasas de interés que cobran implican que tienen derechos sobre el 75 % de los pagos de la deuda. Estos prestamistas no aceptarán recortes sin pelear. El gobierno de Ghana ha dejado de pedir más préstamos y está imponiendo severos recortes en el gasto en los servicios públicos. Está subiendo los impuestos, pero esto solo afectará a quienes tienen un empleo «formal». La mayoría de la gente trabaja «informalmente» con dinero en efectivo y muchas empresas evaden impuestos por completo. La corrupción es generalizada.

La cercana Nigeria también está en problemas. El país más grande de África está plagado de guerras internas, corrupción endémica y despilfarro de ingresos energéticos. La inversión extranjera directa ha caído a sus niveles más bajos en nueve años: de 3.000 millones de dólares en 2015 a 468 millones. Se prevé que 13 millones más de nigerianos caigan por debajo de la línea de pobreza entre 2019 y 2025.

El Líbano es un país que todavía no tiene gobierno un año después de las elecciones nacionales, solo una administración interina en funciones, y ha estado sin presidente durante siete meses. El ex gobernador del banco central está acusado de corrupción, lavado de dinero y malversación de fondos. La libra libanesa ha perdido más del 98 % de su valor frente al dólar desde 2019, mientras que la inflación anual subió al 269% en abril.

En Asia, Pakistán, un país enormemente poblado (230 m), se encuentra en una profunda crisis política y económica y ahora está recurriendo al FMI para un rescate. El país tiene 126 mil millones de dólares en deuda externa y debe pagar 80 mil millones de dólares de ellos en los próximos tres años. La rupia ha perdido el 50 % de su valor en comparación con el dólar estadounidense. Las reservas de divisas para cubrir los pagos se han reducido a solo 4.500 millones de dólares. El PIB está cayendo. El país se ha visto afectado por terremotos e inundaciones y lo dirige el ejército, que absorbe gran parte del gasto público. La inflación está en un máximo histórico del 38 %.

Además está Argentina, una de las economías «emergentes» más acomodadas. La economía está atrapada en la hiperinflación crónica y la deuda. Se ha visto obligada una vez más a acudir al FMI en busca de más fondos para devolver lo que ya debe. El país se enfrenta a grandes pagos de deudas este mes y el próximo.

Y las reservas de divisas se han agotado. Las reservas netas de Argentina se volvieron negativas en mayo.

La pesadilla de la deuda de Sri Lanka en 2021 culminó con una protesta masiva y la huida del entonces presidente del país. Pero las deudas permanecen. Se ha hablado mucho de la deuda con China, afirmando que China es el problema al llevar a los países pobres a una «trampa de la deuda». Pero solo el 14 % de la deuda externa de Sri Lanka se debe a China, mientras que el 43 % se debe a los tenedores de bonos privados (en gran parte fondos buitre occidentales como BlackRock y bancos como el HSBC de Gran Bretaña y el Crédit Agricole de Francia). Otro 16 % se debe al Banco Asiático de Desarrollo (sobre el que EEUU tiene una influencia significativa) y un 10 % al Banco Mundial (dominado también por EEUU). Así que la deuda «multilateral» realmente significa deuda con instituciones dominadas por Estados Unidos.

¿Qué hay que hacer? Claramente, la primera medida inmediata es cancelar las enormes deudas acumuladas por estos países pobres. Las deudas son el resultado de una economía capitalista mundial débil; la corrupción y la mala gestión por parte de los gobiernos locales; y la avaricia rapaz sobre los recursos e ingresos públicos de los prestamistas extranjeros.

Hay una concentración significativa de participaciones en manos de algunos de los principales acreedores externos. En la década de 1990, los cinco principales acreedores externos representaban el 60 % del crédito externo total a países de bajos ingresos y consistían principalmente en acreedores multilaterales y del Club de París. A finales de 2021, la concentración de los cinco principales acreedores externos había aumentado aún más, representando el 75 % del total de crédito externo a los países de bajos ingresos (LIC). Y la parte de la deuda con el sector privado se ha duplicado aproximadamente del 8 % al 19 %. Por lo tanto, si el FMI, el Banco Mundial y solo unos pocos países acreedores clave estuvieran de acuerdo, las deudas de los países pobres podrían cancelarse. ¿La reunión de París hará algo al respecto? Lo dudo.

Luego está el problema a largo plazo: la explotación continua por parte del bloque imperialista, a través de sus empresas multinacionales e instituciones financieras, de la fuerza de trabajo del Sur Global con la connivencia de las corporaciones nacionales y los gobiernos oligárquicos locales. Sin una reestructuración total de la economía mundial hacia la propiedad colectiva y la planificación con gobiernos obreros, la miseria de la deuda continuará.