Figure della povertà

Entrevista a Toni Negri por Francesco Raparelli, en OPERAVIVA Magazine

26 de septiembre de 2016

Francesco Raparelli: En un volumen sobre el materialismo (Kairòs, Alma Venus, Multitudo, manifestolibri, 2000), escrito en los primeros años de tu tormentoso regreso a Italia, has dedicado páginas de gran importancia (y belleza) al tema de la pobreza. Figura que se coloca entre la singular y eterna disposición del común, y el amor como potencia ontológica por excelencia. El pobre al cual te refieres, sin embargo, no tiene nada que ver con el objeto de la caridad cristiana, constituido por la pena. Es, ante todo,  sujeto biopolítico. ¿Puedes aclarar esta definición?

Toni Negri: Esta definición trae consigo dos puntos de vista. En el primero se asume que el pobre es efectivamente desnudez, utilizando un término corriente del lenguaje filosófico de hoy. Y es concretamente miseria, ignorancia, enfermedad. Esta pesadez corpórea, intelectual y moral de la pobreza es el punto que nos afecta, en primer término. En esta ocasión miramos al pobre con una tensión que no es piedad –al menos en lo que a mí respecta– sino, ante todo, curiosidad. Interés por comprender al pobre que está ante mí, y al mismo tiempo, en reconstruir la memoria del pobre que yo fui. ¿Qué cosa es el estar fuera, en el límite, en el margen? No implica una reflexión metafísica: el margen es completamente material. Y es precisamente miseria corporal, enfermedad, ignorancia, incapacidad de estar al nivel de un saber común; es exclusión, por infinitas vías.

¿Qué cosa es pues ser pobre? En nuestro tiempo, por ejemplo, me viene a la mente inmediatamente la pobreza de quien cruza con un bote las aguas del Mediterráneo y sus tormentas; que llega agotado, quemado por el sol, enfermo. Y que es ignorante, sea porque no conoce la lengua del país al que llega, sea porque está fuera de los circuitos culturales del país al que se acercó. Todo eso implica una extrema tensión física. Más que ser moral, intelectual, es corporal. Y es sobre esta tensión, sobre este momento de busca genérica de vida, de riqueza, de salario (todavía no se sabe si lo conocen como tal), sobre esta busca de un bienestar elemental, mínimo… es que se desencadena una fuerza constructiva absolutamente decisiva. Es este “lugar” que debemos buscar para comprender qué cosa es la pobreza.

La pobreza es una reducción a la desnudez, pero es también, a partir de esta reducción –y sin distinguirse de ella– una tensión de vida, un deseo, un pedido de reconocimiento, una apertura a los otros. Cuando se habla de pobreza no se trata sólo de una paradoja lógica, de empujar el concepto al límite para luego recuperar su potencia. Aunque esto sea como un nudo atragantado en nuestro intelecto, se trata esencialmente de una profundización en el bios. No es el reencuentro con un concepto, sino el reencuentro con una fuerza. La pobreza es, desde este punto de vista, tanto miseria absoluta como una fuerza.

Recordemos que esta paradoja suscita una resonancia común con (y el regreso a) nuestra tradición: el descubrimiento que, cuando se llega a la desnudez, no estamos ante una inercia, siempre estamos ante un momento creativo. En nuestra cultura materialista: de Demócrito a Epicuro, de Lucrecio a Giordano Bruno, de Spinoza a Nietzsche, de Leopardi a Deleuze, de Hölderlin a Dino Campana –ya he escrito sobre esto. Y en particular, me vienen siempre dos imágenes a la mente. La rosa de Pascal que resiste: puede estar deshojada por el viento, torcida, rota, pero persiste, está ahí. O la retama leopardiana, que es exactamente signo de actividad, nunca es simplemente un resto.

Para cualificar mejor a esta figura de la pobreza biopolítica no alcanza con decir lo que dije hasta aquí. ¿Qué es esta tensión? Es una tensión puramente demandante o es constitutiva? Evidentemente, la relación entre demandar y constituir siempre es muy equívoca. No obstante, es un vínculo que puede ser simplificado de algún modo cuando se lo asume en la corporeidad, en la vida física: es la necesidad que se transforma en deseo, como base del actuar. Desde este punto de vista es claro que no se trata simplemente de una necesidad que pide, sino de un deseo que produce. Siempre que se toma el ejemplo del migrante, que hoy es el pobre por excelencia, estamos frente a un pedido que es de producción, porque la condición en la cual se encuentra el migrante –el tener frío, tener hambre, estar en la ignorancia, ante lo ignoto, dentro de lo ignoto– se revela inmediatamente con esa pesadez y dureza de humanidad que tiene el migrante dentro de sí: es su experiencia de vida (pasada) y es su grado escolar, si lo tuvo; es la sabiduría de vida de un hombre que ha atravesado el desierto. Son determinaciones que piden resucitar. Si se quiere, hay algo de cristológico en todo esto, en este pasaje de la necesidad al deseo, de la negatividad a la potencia.

Al respecto, necesitamos retomar las grandes narraciones del nacimiento de la modernidad, a la “acumulación originaria”, como la describió Marx. Aquí viene la transformación del individuo natural que vive en la comunidad originaria, y que está sometido, esclavizado, reducido a desnudez, desgajado de las relaciones productivas en las que vivía. Es claro: reducido a la pobreza extrema, el proletario pide trabajo, la necesidad pide. Entonces la desnudez se hace producción; así se da la transformación del pobre en proletario. El pobre, en la forma antigua, no existe más, es el proletario que asume sobre sí todo el peso de la condición humana, en su desnudez. Este pobre que, introducido a un nuevo mundo de riqueza, viene reducido a una nueva pobreza. Es la pobreza de ingresar al mercado.

Este ser proletario se descubre como miseria absoluta en el mercado, dice Marx en los Grundrisse. Miseria absoluta que puede volverse riqueza, desnudez que tiene ya una implícita, constitutiva posibilidad de ser otro. Estamos en un grado más alto, si se quiere, en la consideración de la pobreza. Ya no es la dialéctica pedir-producir, simplemente es el hecho de estar preso dentro del mecanismo productivo.

En Kairos, Alma Venus, Multitudo distinguí siempre varias figuras de la pobreza. En la edad antigua está la pobreza del esclavo. Está la pobreza del proletario, y esta es miseria absoluta, pero que ya está acoplada dentro de un sistema de producción. En este pobre, en el proletario, ya hay una potencia calificada. Prosiguiendo: nos encontramos ante a una potencia que no es simplemente calificada, sino que es, en realidad, apropiante, Y en este punto probablemente el sufrimiento de ser pobre es aún más grande, porque es más alta aún la capacidad de enriquecimiento.

 

FR: Volvamos al ensayo materialista y detengámonos un instante en una afirmación tuya, tan radical como fecunda: “si no eres pobre, no puedes filosofar”. Profundiza un poco más: equiparando la pobreza contemporánea a la “docta ignorancia” humanística (y de Nicolás de Cusa): ¿podemos decir entonces que la pobreza, en un escenario en donde el lenguaje y el cerebro se han vuelto los principales instrumentos productivos, es la matriz misma del pensamiento crítico, o su condición?

TN: Volvería a la profundización de la biopolítica del pobre. Es claro que, como siempre, es una biopolítica histórica. Sin historia no hay biopolítica –a pesar de las tentativas de hacer biopolítica sin historia, bastante frecuentes en el horizonte filosófico en el que vivimos. Volvería a esta determinación histórica, eliminando toda característica teleológica, determinista o causalista del decir “historia”. Asumiendo más bien a la historia en términos puramente factuales.

Es indudable que el ser pobre dentro de un orden esclavista es algo muy distinto que el serlo en un orden industrial; y ser pobre dentro de un régimen de industria es una cosa distinta que el serlo en régimen postindustrial. En este último las cualidades biopolíticas, no sólo bióticas, ligadas a la vida, pero también aquellas ligadas a lo político, han sido profundamente transformadas. La esencia humana misma se ha vuelto un producto del trabajo, y, por lo tanto, inmanencia en el mundo del trabajo, hecho de relaciones sociales productivas y lenguaje. Es claro que, en esta condición, se es pobre principalmente en la relación con los otros. La pobreza se vuelve aislamiento y enajenación. Entonces: en la sociedad contemporánea, la pobreza (miseria, ignorancia, enfermedad) se vuelve siempre más interior, sentida en el cerebro, el lenguaje, en la comunicación. ¿Por qué? Porque el modo de producción en el cual vivimos (es decir el mundo producido), es esencialmente inmaterial, cognitivo, relacional, afectivo. La pobreza, entonces, se redefine en este nuevo contexto, y representa un fenómeno bastante más profundo que lo que ocurría en la edad industrial. Al interior de una sociedad postindustrial, caracterizada en términos de lenguaje y comunicación, ser pobre significa serlo no sólo porque falta la participación en la sociedad, sino porque se está excluido de la sociedad. No es un dato negativo sino afirmativo. No sólo ocurre que estás excluido, sino que lo sufres por un acto relacional específico. Es una exclusión que deriva del comando, de la voluntad de poner afuera, de la imposibilitación de actuar. Es entonces una pobreza que se determina sobre el terreno de la posibilidad de vivir y de no vivir.

¿Qué significa entonces, que si no sos pobre no se filosofa? Significa que si no se está dentro de la relación, una relación comunicativa, si no se está inmerso en este flujo de realidad cognitiva, dentro de este conjunto de participación y de exclusión, de sufrimiento y de alegría que determina el vivir en común, no se puede filosofar, no se puede comprender.

Esto viene junto a otro elemento, que en la temática de la pobreza siempre estuvo presente: el amor. Principalmente en el franciscanismo, pero incluso en la civilización islámica (y seguramente en otras culturas que no conocemos) emergen fenómenos análogos, y se da la profundización de la compasión por el otro en amor por el otro. Parece que aquí se redescubre una condición del origen de la humanidad en donde el padecer juntos la miseria del vivir natural, en vez de resolverse en odio de todos contra todos, se transforma en pasión común de supervivencia y de civilización. Que en el común haya amor es algo que muchos filósofos reconocen, mas pocos filósofos parecen reconocer que este amor que ha atravesado el común constituya el nombre mismo de filosofía. Si no se es pobre no se puede poner a la espalda la carga de la infelicidad del mundo. Si no se reencuentra en la pobreza el sentido del común, no se pueden proyectar formas de vida nuevas y positivas. Si no se recupera la tensión que hay en el pobre hacia superar la propria miseria, la propia ignorancia, la propia enfermedad, entonces no se puede filosofar. Siempre que se entienda por filosofar el vivir bien, el vivir libre, el amor.

En suma: cuando se dice que si no eres pobre, no puedes filosofar se dice en primer término que filosofar es actividad que se inicia dentro de lo biopolítico pobre. Segundo, que dentro de este modo de la pobreza común puede surgir, más allá de la pobreza, ese impulso a construir en qué consiste la filosofía.

FR: No hay pobreza sin “resistencia contra la represión del deseo de vivir”. En este sentido, el pobre no es sólo producto de la violencia, nunca es sólo nuda vida dispuesta por el poder soberano entendido como excepción permanente. No te parece que, en estos temas, hay una distancia considerable entre tu reconocimiento ontológico y los primeros trabajos de Foucault (pienso en la primera parte de Historia de la locura) o en el ciclo Homo sacer de Giorgio Agamben?

TN: Todo el pensamiento de la segunda mitad del siglo XX, al final del “siglo breve”, fue esencialmente dominado, desde el punto de vista antropológico, por la experiencia de la guerra: Hiroshima e Auschwitz. Asimismo, por una profunda asimilación de la experiencia del fin de la racionalidad de la historia. Es el fin de la Aufklärung, su ocaso. No sólo la guerra, la crisis de la razón, sino la experiencia de la causa de todo esto: la totalización de la posesión capitalista del mundo. Esta última viene vivida como triunfo del despotismo, enajenación; por ende, como pobreza de ánimo. La Escuela de Frankfurt, desde este punto de vista, es absolutamente fundamental en la construcción del pensamiento del “fin de siglo”. En particular Adorno y Horkheimer.

El problema era, y es: cómo resistir, y cómo, eventualmente, dar vuelta a esta realidad? Te refieres a Foucault y Agamben conjuntamente. Yo encuentro en cambio una gran diferencia, aún en el primer Foucault, con respecto a lo que luego hará Agamben -en todo caso, más allá de las comparaciones, al menos con respecto a la temática que planteas. Tu insistes que en el primer Foucault, el que va de la Historia de la locura a Vigilar y castigar, hay una clausura. A mi entender, por el contrario, está siempre fuera: la locura subsiste como un punto irreductible de discontinuidad con respecto al esquema cartesiano. El discurso ‘no hay más un afuera’ está roto, se lo ve de modo fantasmático, en la presencia de la locura. En este primer Foucault hay algo de Bataille, quizás un residuo de psicoanálisis, pero es profundamente distinto a Agamben.

En Agamben el problema está negado, hay aceptación de la totalización capitalista, y hay una fuga de ella. Una fuga que poco a poco se vuelve desapropiación. No hay resistencia, si se entiende por resistencia a decir que a este mundo puede encontrársele una alternativa. Diría que en Agamben, en su desapropiación, hay algo todavía más problemático de todo cuanto, (ya bastante negativo), puede rastrearse en Heidegger. Porque en este último –si se me permite esta afirmación, quizás poco correcta desde el punto de vista filológico– todavía hay historia. Es una historia de la decadencia de nuestra civilización, representada de modo obsceno por la judeidad que corrompe el mondo. Es un fantasma de historia, que es un destino, un ocaso; pero que todavía es, de todos modos, una actitud óntica ligada al Ser. En Agamben la fuga se vuelve puramente moral, o estética o, en realidad, gestual. La desapropiación toma el nombre de pobreza. Figura conceptualmente inconsistente, la pobreza se vuelve una determinación fútil, pierde esos restos de humanidad que deben otorgarse en cualquier caso a la pobreza. No es casual que la desapropiación en Agamben vaya más allá de lo humano: se vuelca en el espacio de la animalidad, o se representa en un amor completamente erotizado. Hasta llegar –en los últimos escritos– a la exaltación del gesto privado de todo contenido. O sea que la pobreza se configura come un vaciamiento.

 

FR: Algo más sobre Giorgio Agamben. En su volumen dedicado a la pobreza y a las reglas monásticas (Altissima povertà, Neri Pozza, 2011), [1] Agamben ve en el usus pauper franciscano no sólo la renuncia a la propiedad, sino incluso, de modo más general, a la forma vitæ, la expresión ética, de una abdicatio iuris que se hace desactivación, potencia destituyente. También para ti la pobreza es expresiva, pero sin embargo en la resistencia, y en la composición amorosa, es potencia constituyente y democrática. ¿Podrías profundizar la alternativa?

TN: La desapropiación agambeniana llega hasta el punto de teorizar a la abdicatio iuris y a un vaciamiento del usus pauper. Yo objeto que el usus pauper no es sólo una forma de vida negativa, es más bien una forma de vida equilibrada ante la Naturaleza, en el vínculo entre el sí mismo y los otros. No tiene nada que ver con esa desapropiación agambeniana que poco a poco se vuelve un desistir, una abdicatio iuris et historiæ. El franciscanismo es un hecho histórico, la última, o quizás una de las últimas representaciones religiosas de la lucha contra la riqueza, contra la institución eclesiástica. Es el rechazo político de la propiedad. Y este rechazo es una interpretación de los Hechos de los Apóstoles, en donde la multitud que cree debe tener un solo corazón y una sola alma; y nadie puede afirmar que las cosas que posee sean suyas, sino que todas las cosas están en comunidad.[2] El ataque a la propiedad conducido por el franciscanismo es el elemento decisivo y está históricamente bloqueado, absorbido y usurpado por la iglesia (que lo transforma en un elemento místico, como hace Agamben); ha sido una afirmación revolucionaria de la que la iglesia se aprovecha, mistificándola, ¡Pero es una afirmación revolucionaria hasta el fondo! El

ataque a la propiedad constituye una forma de la última experiencia que se presenta, en código religioso, en el nacimiento de la Modernidad.

No podemos olvidar a esta raíz franciscana, matriz de un comportamiento rebelde, que en la rebelión pone la alegría y en la alegría un principio de comunidad. A la relación entre resistencia, alegría y comunidad la voy reconstruyendo –ya desde hace años– en la línea que de Francisco nos lleva a Maquiavelo, de Maquiavelo a Spinoza y luego hasta Marx. ¡Es un concepto potente de pobreza que es necesario de algún modo recomponer y afirmar! La crítica a Agamben, entonces, no es tanto en el terreno ontológico, sino, fundamentalmente, en el ético-político. A través de la crítica de algunas consecuencias políticas que requiere su pensamiento: por ejemplo el discurso sobre la rebelión sin fin, ritmada por el puro deseo de rebelarse. Pero esto sólo pueden hacerlo quienes no son pobres, que no tienen la necesidad de poner en cuestión el vivir –y que no conocen la materialidad de la relación necesidad-deseo. Desde este punto de vista el discurso de la desapropiación, de la simple desnudez, se vuelve siempre más vacío.

Pero hay más: al interior de la pobreza, cuando se la entiende como expresión de tensión biopolítica, se puede construir lo común. El usus pauper es sin duda una alusión fundamental a lo común. En tal perspectiva aún la abdicatio iuris puede volverse significativa: puede permitir relanzar el proyecto comunista de la extinción del Estado y del derecho, proponiéndolo como construcción que se hace desde abajo. Esto último me parece un nudo sobre el que hay que insistir. Y hacerlo justamente ahora, porque nos hallamos en una sociedad en la cual el trabajo se ha vuelto precario, en donde la pobreza es ubicua, y en la cual la propiedad ya no puede ser considerada motor de producción de la riqueza, sino que es sobre todo destrucción de la riqueza común. Si no se es pobre no se puede filosofar; si no se es pobre y no se destruye la propiedad no se puede hacer política, política activa que sirva a los otros hombres.

 

FR: En Comune (Rizzoli, 2010), el volumen que escribiste junto a Michael Hardt, ensamblaste la noción de pobreza con la de multitud. En la definición multitud de los pobres, excluida del pueblo y por lo tanto de la República de la propiedad, has trazado la genealogía alter-moderna o antimoderna –sobre la cual has insistido bastante aquí– que desde Maquiavelo, pasando por Spinoza, llega hasta Marx. Puedes precisar un poco más, más allá de la genealogía, la pertinencia de la definición?

TN: En la actual situación la pobreza se presenta bajo las formas de vivir trabajando, de la precarización, de la exclusión, articulada de distintos modos, del ciclo de la vida. Claro que superar esta situación implica la afirmación de formas de vida constituyentes, que lograron producir e instituir elementos de riqueza para todos. La pobreza es, en definitiva, principio constructivo; y sin embargo sabemos cuánto pesa, y cuánto impide moverse.

Hasta ahora hemos desarrollado un discurso que se ha movido en el plano teórico, político-ontológico. Vale la pena introducir, aunque brevemente, uno radicalmente político. Esto significa abrir inmediatamente el discurso al presente y al futuro, al por-venir. ¿Qué significa hoy, esta multitud de pobres que está ante nuestros ojos? ¿Cómo se hace para introducir, al interior de esta multitud, con nosotros mismos, la esperanza de una transformación?

Hay algunas dificultades recurrentes de las que tenemos que desembarazarnos. La primera, y más importante, es el abandono de la lucha, de la resistencia. Que puede ser un dejarse estar en afirmaciones de identidad y en comunidades perversas. Es lo que está ocurriendo un poco por doquier: empujado hacia horizontes de derecha, que derivan directamente del ser pobres; tentativas de reconquistar seguridad, transformaciones, banalizaciones, perversiones de la misma idea de lo común. En esta zona se reencuentran instancias religiosas, así como rasgos éticamente perversos, de tipo fascista. El desarrollo de la interdependencia a la cual lleva inmediatamente la idea de pobreza, se traduce, en estos casos, en perspectivas auto-castrantes, por un lado, y ferozmente agresivas, por el otro.

Lo que más llama la atención -de cualquier modo, sorprende a todos, porque es un fenómeno espantoso- es la transformación de la pobreza, de la enajenación, de la expropiación, de la expulsión, en voluntad de martirio. Una forma de vida que corresponde, lamentablemente, a la negación de la potencia de la pobreza, a su estar en tensión con el mundo.

Por el contrario, creo que hoy, en la contemporaneidad, la pobreza puede permitir -además del rechazo de la identidad, y por ende de conceptos como nación, raza, familia, etc. – concebir una inmanencia de la potencia en la relación entre los hombres. Y pensar verdaderamente -a la manera franciscana, es decir, de manera constructiva, transformando la idea de pobreza en un dispositivo práctico- para que la pobreza no sea una privación, sino un estado de tensión y de plenitud, que nos permita luchar contra todas las causas de la pobreza.

La pretensión de riqueza se presenta precisamente como resistencia, conflicto, rechazo, lucha. Es en este plano donde hay que organizar la solidaridad activa con los pobres (migrantes, underclass, excluidos). Esta es, probablemente, la forma de la lucha de clases hoy; y es, seguramente, la forma de la lucha contra el fascismo.

La desintegración de un Estado: el vórtice psicótico

El supremacismo israelí está hoy socavado por el caos mental y por el horror que no se puede soportar indefinidamente sin pagar consecuencias psíquicas

Por Franco «Bifo» Berardi

Después del pogromo del 7 de octubre se ha desencadenado una secuencia de horror y locura que se desarrolla rápida y caóticamente ante los ojos de la humanidad mediatizada.

Desde el primer momento me dio por pensar que este era el comienzo de la desintegración de Israel, una entidad colonial que las potencias occidentales (Gran Bretaña y Estados Unidos) crearon después de la guerra para compensar a las víctimas del Holocausto a costa de otros. Después de haber sufrido a manos de los europeos (alemanes, polacos, franceses, italianos, ucranianos, etc.) la violencia más aterradora, que pasó a la Historia como la Shoah, los judíos fueron enviados a afrontar una nueva guerra contra los habitantes de Palestina, con el apoyo de las potencias imperiales, que se garantizaban así un baluarte en una zona estratégica desde el punto de vista geopolítico y, sobre todo, energético.

Así comenzó una historia que sólo podía evolucionar mal y terminar peor. Setenta y cinco años de guerras, masacres, deportaciones, persecuciones, limpieza étnica, asesinatos selectivos. Luego, el 7 de octubre de 2023, el principio del fin.

Una comunidad que vive en un territorio restringido como el que se encuentra entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, lleno de armas y de hombres que se odian entre sí, no puede sobrevivir por mucho tiempo sin poner en marcha procesos caóticos que hacen la vida imposible para todos.

El supremacismo israelí está hoy socavado, más incluso que por el peligro armado de las formaciones armadas de resistencia palestina, por el caos mental y por el horror que no se puede soportar indefinidamente sin pagar consecuencias psíquicas.

Un episodio recién confirma esta hipótesis de una implosión psíquica al acecho.

El 30 de noviembre, en una parada de autobús en Jerusalén, dos palestinos bajaron de un coche y comenzaron a disparar contra la multitud, matando a tres personas. En ese momento, un joven israelí llamado Yuval Castleman, un expolicía, naturalmente armado, salta de un auto que pasa. Castleman dispara su arma contra los dos palestinos y los mata a ambos (mi información sobre este episodio proviene de The Guardian).

Un video muestra que en ese momento dos uniformados salen de un auto rojo y agarran sus armas. Confundiendo a Castleman con un atacante, uno de los dos soldados israelíes comienza a dispararle, pensando que es un terrorista. Cuando Yuval Castleman se da cuenta de la situación, se abre la chaqueta, se arroja de rodillas y levanta las manos para que vean que ya no está armado, según la reconstrucción realizada por un amigo del pobre Castleman, llamado Itkovich.

Castleman grita en hebreo: “Soy israelí”, saca su billetera para identificarse, pero le disparan sin atender razones. Poco después, Castleman muere en el Centro Médico Shaare Zedek.

Itzkovich, el amigo del desafortunado héroe israelí, que había formado parte del departamento de policía en el que el propio Castleman había servido en años anteriores, acusa a los soldados de haber violado los protocolos.

“Hay cosas que no se deben hacer, según los protocolos. Incluso si Yuval hubiera sido un terrorista, se había rendido, estaba arrodillado en el suelo y levantando las manos. Según los protocolos deberían haberlo detenido. Nunca debieron haberle disparado”.

Los protocolos, dice Izkovitch.

Este episodio muestra que es completamente normal que los soldados israelíes disparen a una persona que está arrodillada en el suelo, con las manos en alto, y que además grita palabras en hebreo: “Soy israelí”.

No importa, le dispararon. Ellos lo mataron.

El héroe Castleman está muerto.

Ciertamente, eso significa que el ejército israelí viola todas las reglas (protocolos) nacionales e internacionales, no respeta los derechos humanos y, en resumen, utiliza métodos criminales.

Pero esto no es todo lo que ese episodio implica.

Desde mi punto de vista hay otra cosa que subrayar: la gran mayoría de los israelíes han entrado en una crisis verdaderamente psicótica.

En el mes siguiente al pogromo de Hamás, hubo 180.550 solicitudes de licencias de armas, unas diez mil por día, mientras que en el período anterior fueron alrededor de 850 por día.

La política de Israel consiste en armar a ciudadanos privados, especialmente a los colonos que atacan a los palestinos todos los días en los territorios de Cisjordania.

En una conferencia tras el asesinato de Castleman, Netanyahu dijo: “En las condiciones actuales tenemos que continuar con esta política, tal vez tengamos que pagar algún precio, pero así es la vida” (literalmente: “That’s life”)”.

Naturalmente, Netanyahu miente sistemáticamente, hasta el punto de utilizar la expresión “así es la vida” cuando es evidente que debería haber dicho “así es la muerte”.

Muerte: este es el mensaje de los israelíes para todos, incluso para los propios israelíes.

La orgía de violencia desatada por las políticas colonialistas de Israel está arrastrando ahora a la propia sociedad civil israelí a un vórtice.

La trampa que los británicos idearon en 1948 para continuar el exterminio de Hitler por otros medios ha saltado.

El horror no cesa, el horror se extiende por todas partes y atrae a los mismos sembradores de horror a su vórtice.

La lengua de tus padres: la imposibilidad de lograr algo viniendo de la clase obrera

Por John Merrick

En cierto momento a finales del 2019 me vi sobrepasado por la sensación de que mi vida había llegado a un impasse. Los problemas personales y profesionales me dejaron aún más precario y desvinculado de mi entorno social inmediato de lo que nunca había estado antes; la vida que tanto me había esforzado en construir parecía desmoronarse lentamente a mi alrededor. Tenía treinta y pocos años, estaba apático e insatisfecho. Muchos de mi generación lo están. Sin embargo, la mayoría tiene una estabilidad que viene tanto del capital cultural aprendido como del heredado, un ancla familiar que les impide flotar demasiado lejos. Yo mismo he deseado a menudo tener ese tipo de anclas. Quizá por eso empecé a sentir la pérdida del hogar con más intensidad que nunca, por muy lejos que lo sintiera ahora.

Sentiría ese tirón en las situaciones más atípicas. Hablando con amigos en el pub después del trabajo, me asaltaban los recuerdos de casa y el olor a cerveza rancia en el suelo pegajoso me traía vívidos recuerdos de mi juventud; la gota de lluvia en la piel me recordaba los días y las noches que pasaba en parques y campos, haciendo novillos en la escuela y haciendo el vago. El tirón, experimentado como si me arrastrara hacia atrás en contra de cada parte de mí que había organizado conscientemente para evitarlo, me devolvía a Crewe, mi ciudad natal y donde aún vive mi familia. Obviamente, aunque de forma inconsciente, estaba buscando algo, alguna respuesta a una pregunta que aún no podía definir. Estar cerca de aquellas personas cuya presencia en los primeros años de mi vida dio forma a la persona que soy hoy, la persona que eligió escapar, ¿ofrecería algún sentido de permanencia, de pertenencia? ¿Podría llenar el agujero que amenazaba con abrirse en abismo?

Era esta nostalgia, este sentimiento de pérdida, más que cualquier ardiente deseo de volver al seno familiar, lo que me trajo de vuelta al norte. O quizás eso es solo lo que me decía a mí mismo. Había también un anhelo extraño, un anhelo de algo más (de comunidad quizás) y un sentimiento que no había experimentado antes, al menos no voluntariamente. Volver a casa siempre había sido más una obligación que un deseo. Cada seis meses más o menos oiría como crecía el tono de reprimenda en la voz de mi madre, cuando hablábamos por teléfono. A menudo en verano y después otra vez en navidad haría visitas, nunca quedándome más de unos pocos días. Pero esta vez el tirón que sentía estaba ahí.

La estación de tren de Crewe, esa famosa terminal antaño tan grandiosa y reluciente, se encuentra ahora en un estado bastante lamentable. La propia estación es, en muchos sentidos, la razón de ser de Crewe. La estación precedió a la ciudad, la llegada del ferrocarril convocó a Crewe de la nada en los campos de la llanura de Cheshire. Sin ella, y sin el trabajo que proporciona, no existiría Crewe.

La línea que viene de Londres atraviesa varios kilómetros de campiña llana antes de llegar a la ciudad. La arquitectura industrial, algunas muy antiguas y otras nuevas aunque no en mejor estado, da idea de la pujanza de la ciudad en años pasados. El estado decrépito de los edificios es quizá una señal de su futuro. Pero si es así, la propia estación es aún más premonitoria.

La relación con mi familia estaba fracturada desde hacía tiempo. No tiene nada de extraño. Me he dado cuenta de que, en contra de la imagen idealizada de las familias felices de clase media, muy pocos tenemos una vida familiar perfecta. Supongo que es aquí donde debo citar a Larkin (“Ellos te joden, tu madre y tu padre./Puede que no lo pretendan, pero lo hacen./Te llenan de los defectos que ellos tuvieron/ Y añaden algunos extra, sólo para ti”). Sin duda, mis padres contribuyeron bastante a mis muchas cagadas, pero siempre he visto el proceso que Larkin compara con la profundización de una plataforma costera como algo más ballardiano: una fachada de civismo que se desmorona, la aparentemente perfecta fachada de la familia suburbana que esconde oscuros secretos y cortinas que se mueven, cada hogar una zona de desastre potencial. En este punto también existe el peligro de caer en la narrativa habitual de la huida de la clase trabajadora, al convertir a mi familia en algo excepcional. Esto no es como en la película Hillbilly: una elegía rural, no hay una historia de mira lo jodida que está mi familia, ¿no soy maravilloso y valiente e inteligente y excepcional por haber escapade? Mi familia es una más entre miles como ella, viviendo en las mismas condiciones, arreglándoselas de la misma manera, intentando hacer algo con lo que les ha tocado. Pero aquí hay algo diferente: a muy pocas personas en estas situaciones se les da voz. No se les permite hablar, por lo que se olvida su existencia, su lugar en el mundo y en los pueblos y ciudades de Gran Bretaña.

Cuando yo era muy joven, mi familia encajaba en la categoría de «clase trabajadora respetable» que Lynsey Hanley ha descrito tan maravillosamente. Entre la capilla y el salón sindical, los trabajos estables y las familias unidas, durante generaciones habían trabajado para forjarse algo más de lo que se les había dado. Mis abuelos se enorgullecían de su laboriosidad, de su vida trabajadora, de las muchas horas dedicadas a crear algo para sus hijos y sus familias, por escasos que parecieran los resultados.

Esta forma de respetabilidad se manifiesta de maneras extrañas. Cada vez que pienso en ello, me imagino a mi abuela presumiendo ante cualquiera que pudiera oírla de que su marido, el padre de mi padre, John, no había probado una gota de alcohol en décadas. La corriente del abstemio laborioso, a menudo de inspiración metodista, fluía con fuerza por esta parte del norte, reuniendo incluso a aquellos cuyo lugar era la iglesia y no la capilla. Era una señal para los de alrededor de que, frente a “los de allí”, ya fueran los borrachos de los pubs, que desperdiciaban su vida, o incluso las élites atiborradas y borrachas, “nosotros” éramos gente trabajadora y honesta. Sin embargo, la tradición familiar, transmitida de boca en boca por primos y sobrinos, desmentía tales alardes. Cuando éramos adolescentes, siempre sabíamos exactamente dónde escondía el abuelo su paquete de seis Boddingtons en el cobertizo, sabiendo también que estaban ahí para que los cogiéramos. No se trataba de un simple odio de clase, era también un odio volcado hacia uno, un miedo a otros muy parecidos a uno mismo.

Sin embargo, cuando yo llegué, a finales de los ochenta, todo eso había empezado a desintegrarse. Mis padres eran los típicos de muchas ciudades obreras del norte que, al ver el declive del empleo industrial sólido de la generación de sus propios padres, buscaron una salida en los negocios independientes. Mi padre, diez años mayor que mi madre, era mecánico; mi madre, cocinera en la comisaría de policía local. Poco después de que naciéramos mi hermana y yo, firmaron el contrato de arrendamiento de un pub en Nantwich, vecino cercano de Crewe, pero culturalmente tan lejano como se pueda imaginar, más parecido a las bucólicas ciudades de mercado de los condados de los alrededores de Londres que a un enclave septentrional. Para ellos, de mediana edad y sin cualificaciones formales, era el último sueño de libertad. Una vida sin las limitaciones de largas horas de trabajo agotador, sin la monotonía de los desplazamientos ni el acoso constante de los superiores. Por fin podrían ser sus propios jefes, trabajar para sí mismos, construir algo para sí mismos y para sus hijos.

Sin embargo, el sueño se agrió rápidamente. A principios de la década de 2000, mi padre se declaró en quiebra. El pub, atrapado entre una población rural-urbana en declive a las afueras de Crewe, el aumento de los impuestos sobre el alcohol y los cigarrillos y el auge de cervecerías baratas como Wetherspoons, tenía pocas posibilidades. Aunque afirmar que éstas fueron las únicas causas del fracaso del pub sería ignorar tanto los cambios más amplios en la vida de la ciudad (¿por qué exactamente lugares baratos y sin alma como Wetherspoons en Crewe, a menudo clasificados como los peores del país, o incluso beber latas tibias en casa, atraían donde los caros pubs locales ya no lo hacían?), como sus fracasos empresariales fundamentales.

Desde los sueños de huida, la caída en picado hasta el fondo fue brusca. Cualquiera que haya vivido caídas tan estrepitosas puede decir que no sólo afecta a la cuenta bancaria: altera el sentido de uno mismo, la relación con el mundo, la fortaleza mental y la capacidad de recuperación. Cuando el nivel de vida cae, o incluso se despeña por el precipicio de esta manera, todas estas cosas son daños colaterales y mucha gente se ve arrastrada por el desastre. Hubo algunas medidas compensatorias, todas probadas, ninguna buena. La única que parecía pegar era la bebida. En 2019, la vida de ambos era cada vez más difícil, con mala salud, más tiempo en el pub bebiendo lo poco que tenían, viviendas precarias y conexiones aún más pobres con el mundo que les rodeaba.

Aunque mi vida familiar no tiene nada de excepcional, la experiencia de las familias de clase trabajadora sí tiene algo de excepcional. Cuando esos trabajos estables se fueron, algo tuvo que ocupar su lugar. Las familias se derrumban, caen sobre sí mismas. Pero es su carácter excepcional lo que también hace que se ignoren los problemas de la vida familiar de la clase trabajadora. Después de los años del Nuevo Laborismo, cuando la vida familiar de tantos fue patologizada como delincuente (pensemos en las representaciones culturales de aquellos años, los Little Britain y los Jade Goody llenando los horarios de todos los canales), desde entonces han retrocedido a un segundo plano, y con ese retroceso también lo ha hecho la comprensión de mucha gente de las causas de las divisiones del país.

Cuando le digo a la gente que soy de Crewe, la respuesta habitual es contar historias de largas esperas en la estación con resaca, encorvados sobre un rollo de salchicha tibio mientras esperan a que el tren, inevitablemente retrasado, les aleje de ese desdichado lugar. Esto parece haber sido un rito de paso para todos los que han viajado al norte de Stockport. Mis propias experiencias en la estación no son mucho mejores: largas esperas en el frío por trenes que nunca llegan y la expectativa de volver a mi vida lejos de allí.

Es como si, para cualquiera que no haya tenido la desgracia de crecer allí, nada definiera a la ciudad excepto su estación. En sus memorias, William Cooper, un novelista ya casi olvidado y uno de los únicos hijos famosos de la ciudad, describe Crewe como “un notable nudo ferroviario”; sólo más tarde añade algunos detalles humanos sobre el lugar (en este caso sus numerosos puentes). Habla del famoso timbre, de las filas y filas de casas uniformes para trabajadores construidas por el ferrocarril, del placer que experimentó más tarde en su vida al contar a la gente que creció con “vapor en las venas” como niño de esa ilustre ciudad ferroviaria.

También hay otros recuerdos de la estación de tren. Una o dos generaciones antes de la mía, la moda del trainspotting se apoderó de los chicos de todo el país. El hecho de que Crewe fuera un nudo ferroviario muy transitado la convertía en la meca de los chavales que, agarrados a un termo de té en una mano y con un cuaderno y un lápiz listos en la otra, esperaban a que pasara a toda velocidad el tren de las 4.30 procedente de Glasgow o los trenes de carga de los campos de carbón de Yorkshire y el sur de Gales.

Si algo hay aquí, es que Crewe es en sí misma una mera estación de paso. Para mí, al menos, y para muchos de los viajeros que atraviesan el vestíbulo de la estación. Pero no para todos. De hecho, mis padres nunca salieron de allí, y ahora rara vez lo hacen. Cuando me casé hace unos años, en Canadá, la enfermedad y la discapacidad les impidieron venir. Puede que su matrimonio se haya desvanecido, como tantas otras cosas, pero ellos siguen ahí. Atascados, dentro. En Crewe.

Unos días antes de mi regreso, mi madre me llamó desde el hospital. Desde hacía unas semanas, mi padre estaba confuso e inquieto. Su memoria iba y venía. Algunos días estaba brillante y lúcido, y otros se olvidaba de comer o beber. Confundía nombres, olvidaba lo que estaba haciendo, entraba en una habitación y volvía a salir. Su estado empeoró rápidamente. Mi madre oyó un ruido sordo en el baño y, al entrar, lo encontró desmayado en el suelo, sin poder moverse. Cuando llegó al hospital, descubrimos que había sufrido una serie de derrames cerebrales, el primero de ellos hacía 18 meses. El diagnóstico era demencia vascular, una enfermedad que afectaría gravemente a su memoria y a su capacidad para funcionar durante el resto de su vida.

A pesar de las protestas de mi madre, volví corriendo a casa. Cuando llegué, mi padre estaba sentado en la cama del hospital. Nunca le había visto tan viejo. Allí estaba, rodeado de geriatras, confuso y desorientado. Tus padres te ayudan a navegar por tu propia vida. Cuando eres niño, parecen casi sobrehumanos, invencibles. Existen en un reino sin edad, vigilándote. A medida que creces, cuando pasas por la adolescencia, puedes notar en ellos los primeros signos de envejecimiento. Cuando te vas de casa y el intervalo entre visitas se alarga, el envejecimiento se hace cada vez más visible.

Pero esta vez el envejecimiento parecía haberse acelerado mucho más de lo que yo había creído posible. Fue hace menos de una década cuando su salud empezó a deteriorarse de verdad. Una diabetes mal controlada provocó la obstrucción de las principales arterias de sus piernas y pies, hasta tal punto que unos pequeños cortes y arañazos en los dedos le provocaron gangrena. Primero le amputaron los dedos para salvarle. Luego se le inflaron artificialmente las venas: se introdujeron pequeños globos en las arterias que conectaban las piernas con el corazón y se bombeó aire para desatascarlas. Pero nada parecía funcionar. La infección se extendía cada vez más. Finalmente, le amputaron toda la pierna, justo por debajo de la rodilla. Décadas de alcoholismo y mala alimentación acabaron por alcanzarle, casi 15 años después de que su mejor amigo muriera de una insuficiencia hepática provocada por toda una vida en los pubs y bares de Cheshire. Cualquier esperanza de que esto calmara su forma de beber se desvaneció rápidamente. Casi tan pronto como le dieron el alta del hospital, con la pierna postiza y la silla de ruedas a cuestas, volvió al bar.

No sólo envejecía antes de tiempo, sino que su posición política empezaba a endurecerse.  Siempre había tenido una vena de reacción en él, pero en los últimos años había empezado a encontrar este maloliente Little Englandism[1] cada vez más presente, y cada vez más repulsivo. Décadas de rodearse de grupos variopintos de albañiles, mecánicos, comerciantes y ex policías le dieron una visión perversa de los los problemas sociales y económicos del país. Sin embargo, tuviera mi influencia sobre ellos algún efecto o no, mi familia mantuvo siempre una especie de laborismo visceral, un pequeño recordatorio de que la política que la gente conforma, y que llega a formarles, se forja en un sistema social contradictorio, a menudo opaco incluso para los que incluso para los que están en él. No parecía haber contradicción alguna entre su apoyo al Partido Laborista, o entre su conservadurismo social y yo, su hijo, cuya vida parecía tan distante.

En diciembre, su deterioro parecía casi total. Apoyado en una cama de hospital, apenas me reconocía. Me sentaba con él mientras regañaba a las enfermeras por indiscreciones imaginarias, gritándoles desde el otro lado de la sala, quejándose de la conspiración para mantenerlo, un hombre perfectamente sano, en el hospital sin ninguna razón. Uno de los aspectos más perjudiciales de la demencia es la incapacidad de quien la padece para reconocer su enfermedad. Es una afección insidiosa, que corroe los vínculos sociales, al tiempo que deja a la persona afectada ajena a sus peores síntomas. Cuando me senté a su lado, pude ver cómo se esforzaba por recordar mi nombre, cómo se le movían los engranajes. ¿Andrew? ¿Jason? Algo así. Se repetía constantemente, preguntando dónde estaba el agua o qué habíamos hecho con sus gafas. Le decía a mi madre que le llevara a casa, a pesar de que su ceguera le había impedido conducir durante los últimos cinco años.

Fue alrededor de navidad cuando por fin le permitieron volver a casa. Esta fue quizás nuestra navidad más incómoda. Yo, solo otra vez. Mi padre, confuso y olvidadizo, su confusión a menudo se convertía en ira. Los problemas menores se convertían rápidamente en grandes discusiones y peleas a gritos entre habitaciones. Se levantaban los puños. Me dijo que no quería volver a verme, que me fuera de casa y no volviera. No era la primera vez, pero sí la más grave.

Uno o dos días después pude ver el dolor en su cara. No habló de ello, pero debió de traerle recuerdos dolorosos. Tengo una familia, dos hermanastras y un hermano, a los que nunca he visto, de los que apenas he oído hablar. Conozco sus nombres, en alguna parte, aunque no puedo recordarlos. Rara vez son mencionados, excepto cuando él me dice que no quiere perderme nunca. No importa lo lejos que esté, no importa lo que pase en mi vida, él nunca quiere perderme como ha perdido a otros antes.

Todo esto me hizo revivir sentimientos que había intentado reprimir con todas mis fuerzas. A los 18 años, juré no mirar atrás. El hecho de irme de casa me liberaba de mi pasado. De adolescente, me escapaba de Crewe a las ciudades cercanas de Manchester y Stoke. Las ciudades ofrecían una sensación de posibilidad. Como el hombre de la multitud de Baudelaire, era anónimo y podía ser quien quisiera. Sin embargo, hay una forma de comunidad que ofrecen las ciudades de clase trabajadora como Crewe, una que proporciona una forma de red de seguridad social básica, por escasa que pueda parecer desde lejos. La familia y los vecinos cuidan de tus hijos por la tarde, lo que permite un respiro momentáneo en el cuidado de los niños, o te ayudan si caes enfermo o te quedas en paro. Pero tener esto significa la presencia de una vigilancia invasiva, aunque se entienda como una forma cariñosa de cuidado. La comunidad puede ser tanto libertad como subordinación, a menudo al mismo tiempo. Al crecer, fue esta sensación la que llegó a dominar. Una sensación a menudo agobiante de que no podía escapar, de que me miraban, me observaban, me cartografiaban, de que lo que hacía y cuándo lo sabía todo el mundo, de que las comunidades que se formaban en torno a mi familia me retenían. Fue esto lo que llegó a definir mi relación no sólo con la ciudad, sino también con los que me rodeaban.

Alejarse, intentar escapar de las ataduras que te mantienen tan firmemente en tu lugar, siempre se siente como una especie de rechazo. Un rechazo de quién eras y de dónde venías. Pero también es entrar en un mundo en el que nunca te sientes del todo a gusto. Aunque las universidades en las que estudié no estaban llenas de hijos e hijas precoces de las élites gobernantes, tampoco estaban llenas de los hijos de los trabajadores de manos callosas. A pesar de estar en Salford, otra zona de clase obrera en la frontera con Manchester, no pude evitar experimentar una profunda sacudida al llegar. Enseguida me di cuenta de que la escuela no sólo ofrece conocimientos. Quizá lo más importante es que transmite una confianza que nace tanto del entorno social como de la propia escuela. A los que van a las mejores escuelas se les inculca la sensación de que éste es su mundo, de que pueden hacer lo que quieran y trabajar para conseguirlo. El único sentimiento que podía ver que me llevaría allí era la evasión.

Pero cuanto más intentas huir de casa, mayor es el sentimiento de pérdida. Durante gran parte de mi vida, después de haberme marchado, intenté ocultar mi origen, mantener los hechos básicos de mi vida antes de los 18 años ocultos a todos menos a los amigos más íntimos. Construí, a base de paciente trabajo, un muro de capital cultural tras el que esconderme. Aprendí a jugar a los juegos de la clase media mejor que ellos, no porque fuera más listo, sino porque para ellos el juego estaba oculto, era lo único que conocían. Yo tuve que aprenderme las reglas.

Como tal, parecía existir en la brecha entre las clases sociales. No era ni uno de ellos, ni uno de nosotros. En la sociedad británica, la mayoría de las veces son simples significantes los que sustituyen al análisis de clase. Pensemos en los interminables artículos y reportajes de televisión llenos de entrevistas a pie de calle en cualquier ciudad del norte en la que acabe el reportero. Todo lo que se necesita para que alguien se convierta en la voz de la auténtica clase trabajadora blanca es un acento regional y una política reaccionaria. Yo había pasado años ocultando conscientemente mi acento, desarrollando una especie de voz sureña genérica, sin lugar ni clase, salpicada de vez en cuando de una “A” minúscula (todavía no me atrevo a decir “baarth” en lugar de “bath”, o “graarse” en lugar de “grass”). Me convertí en un hombre de letras, educado a todos los efectos igual que los demás en los círculos enrarecidos que empecé a frecuentar. Pero, a través de esta oclusión, de este oscurecimiento de una parte fundamental de lo que soy y de cómo llegué a ser, la sensación de pérdida de mí mismo se volvió lentamente abrumadora. Si poco más queda de las lecciones de Freud, sin duda queda la verdad de que lo reprimido siempre vuelve para atormentarnos, tanto más cuanto más intentamos reprimirlo.

Vivir sin un sentido completo de uno mismo, sin sentirse en casa en ningún sitio, es algo demasiado común. Pero quienes cambian de posición social y de clase sienten esta pérdida de forma especialmente aguda. Volver entonces, en palabras de Didier Eribon, es de algún modo “volver sobre uno mismo, redescubrir un yo anterior que ha sido a la vez preservado y negado”. Regreso a Reims, de Eribon, es quizá el mejor documento que tenemos de esta ambigüedad de pérdida y retorno, de lo que significa intentar volver a conectar con un mundo social que uno se ha esforzado tanto en negar. Eribon, sociólogo francés que creció en la ciudad obrera de Reims, comienza el libro con una pregunta sencilla: ¿por qué, cuando lleva tanto tiempo estudiando el sentimiento de vergüenza asociado a salir del armario como homosexual, no ha hecho lo mismo con la clase social? ¿Cuál es la diferencia entre clase social y sexualidad que ha abierto este abismo? Concluye que el establecimiento de una identidad o posición de sujeto conflictiva “se ha valorizado estos días… que incluso se ha fomentado fuertemente en el contexto político contemporáneo (cuando era la sexualidad lo que estaba en cuestión)». La clase, por otro lado, “era extremadamente difícil, y no recibía ningún apoyo de las categorías predominantes del discurso social”. Esto explicaba la diferencia de sus reacciones ante cada una de ellas, y su vergüenza al enfrentarse a sus orígenes obreros.

En muchos aspectos, mis orígenes son similares a los de Eribon. Ambos crecimos en antiguas zonas industriales (Eribon en Reims, al noreste de París), ambos nacimos en el seno de familias de clase trabajadora, y cada uno se debatía entre su vida como nuevo miembro de la clase media que vivía en las grandes ciudades, rodeado de quienes no compartían su mismo origen, y sus hogares perdidos. Sin embargo, hay algo particularmente francés en la obra de Eribon. Aunque yo también sentía vergüenza al revelar mi origen obrero después de haber abandonado mi hogar y haberme unido a las filas de la intelligentsia de clase media, a veces también caía en una especie de pantomima obrera, exagerando mi diferencia ante los que me rodeaban. Acentuaba los aspectos típicos de la identidad de la clase trabajadora (el acento o el tono de voz) y recordaba constantemente a los que me rodeaban que yo no era como ellos, que había crecido más allá de su mundo. Era, supongo, un esfuerzo por conseguir una forma muy particular de autenticidad en este juego de caracteres. Sin embargo, siempre estaba modulado por quienes me rodeaban. Nunca lo hacía cerca de aquellos a los que sentía que tenía que impresionar, sólo cerca de amigos o camaradas, el tipo de gente con la que tener raíces lejos de Londres y el sureste podía conferir cierto capital social. Es difícil imaginar una versión francesa de Cuatro hombres de Yorkshire, de los Monty Python, la famosa parodia de este tipo de nostalgia por los tiempos difíciles, pero, para mi vergüenza, he hecho versiones. Jugar al estereotipo, la representación de los marcadores de clase. A menudo, es más fácil ajustarse al tipo, representar las fantasías de los demás, que cuestionar tu propio lugar.

Sin embargo, también he visto lo contrario. Por lo general, cuando se trata de personas que no conozco bien y que proceden de entornos acomodados o de colegios privados, recibo una especie de confesión avergonzada de culpabilidad por su riqueza familiar. A menudo viene acompañada de la historia de cómo sus padres escatimaron y ahorraron para que fueran a la escuela pública y cómo Oxbridge no merecía la pena. Nunca he pedido tales disculpas, y disculpas son, a nadie. De hecho, cuando admito mis celos, normalmente me sorprenden: ¿cómo es posible que quieras esto? ¡Fue tan duro!

La identidad es siempre ambivalente. ¿Fue esto orgullo o vergüenza? ¿Hogar o pérdida? ¿Cómo puedes relacionarte con un mundo social que ahora parece tan extraño, a años luz de en qué y en quién te has convertido? Sin embargo, a la inversa, ese trasfondo convierte las pequeñas diferencias entre uno y quienes lo rodean en grandes abismos. El proceso es sutil y puede que los demás nunca lo reconozcan, pero los conflictos psíquicos causados por crecer en la clase trabajadora nunca desaparecen, por muy profundamente enterrados que estén. La capacidad de no sentirnos nunca capaces de superar esa división, siempre frente al otro, es una de las grandes heridas ocultas de la clase. También hay una división política que se abre en esta brecha. Para citar a Eribon: “políticamente estaba del lado de los trabajadores, pero odiaba estar atado a su mundo”. Es impactante ver tanta franqueza por parte de alguien de izquierdas, pero si admito mis peores instintos entonces conozco bien ese sentimiento. También hay algo de esto en mis propios compromisos políticos. No odiar a los trabajadores como tales, sino las condiciones en las que viven, las situaciones que se ven obligados a soportar, las que al final los hacen tan detestables. Al menos esa es la versión positiva. Estoy seguro de que hay muchos que, si alguna vez se encontraran con trabajadores, se sorprenderían, si es que no se aterrorizan. Ciertamente hay más honestidad en Eribon que en aquellos que valoran al trabajador heroico, los hombres mitológicos de mono azul que no guardan ninguna relación con la clase trabajadora real. Pero hay un tormento interior que se crea cuando aquellos a quienes uno detesta son parte del pasado, y no sólo del pasado, sino también del presente, por oculto que sea. El deseo de escapar lleva en direcciones extrañas.

Este hecho fue fácilmente percibido por mis padres. Mi madre nunca deja de comentar sobre mis intereses “extraños y maravillosos”: los libros que leo, la música que escucho e incluso la comida que como. Cuando me fui a la universidad, dejé de comer carne. Cuando era niño, las comidas eran invariablemente la combinación estándar inglesa de verduras demasiado cocidas con un trozo de cualquier carne que se ofreciera ese día (rara vez importaba mucho). Para gran molestia ahora muy comprensible de mis padres, anuncié mi decisión el día antes de venir a pasar Navidad cuando tenía 18 años y acababa de aburguesarme. Mi madre, sin tener idea de qué hacer ni de cómo sería una cena navideña vegetariana, estaba angustiada. Ahora me doy cuenta de que este paso me ayudó de alguna manera a poner cierta distancia entre quién era y quién quería ser. Esto no quiere decir que no haya vegetarianos en Crewe (estoy seguro de que hay muchos), sino que esto fue un alejamiento de mis raíces. Quería ser incomprensible para mi familia y eso lo logré.

Ningún escritor ha comprendido mejor esta división que el gran y tan añorado Mark Fisher. Sus escritos en su blog K-Punk fueron formativos para mí, como para muchos de mi generación. De todos sus escritos, siempre destaca un ensayo, sobre el grupo The Fall. En él, Fisher busca comprender el modernismo particular, muy tardío, de aquella banda post-punk de Manchester. Había sido una obseso de The Fall desde la escuela. Había algo en el autodidactismo enojado, desgarrador y surrealista del cantante Mark E. Smith, junto con el punk dentado de la banda, que me atrapó desde el principio. El propio Smith creció como un muchacho de clase trabajadora en las propiedades de Salford y pasó gran parte de su adolescencia y su veintena trabajando en trabajos ocasionales en la ciudad. Y, sin embargo, sus letras mostraban grandes destellos de profundo aprendizaje, desperdiciando “la noción de que la inteligencia, la sofisticación literaria y el experimentalismo artístico son dominio exclusivo de los privilegiados y de los formalmente educados”. Vale la pena citar a Fisher aquí en su totalidad, sobre todo porque no podría resumir la aguda y lírica escritura de Fisher en tales términos:

“Quizás todos sus escritos fueron, desde el principio, un intento de encontrar una salida a esa paradoja que enfrentan todos los aspirantes de la clase trabajadora: la imposibilidad de lograr algo viniendo de la clase de trabajadora. Quédate donde estás, habla la lengua de tus padres y no serás nada; asciende, aprende a hablar en el idioma maestro y te habrás convertido en algo, pero sólo borrando tus orígenes: ¿no es el logro precisamente ese borrado? (‘Puedes encadenar una frase: ¿cómo es posible que seas de clase trabajadora, querida?’)”.

Nada resume mejor la posición distintiva del chico de clase trabajadora que ha hecho el bien y el espacio social y psicológico ambivalente que esto produce. Pero, más que esto, Fisher vincula esta posición peculiar y particularmente dañina con otras enfermedades, entre ellas la depresión. Como escribe Fisher, “Mi depresión siempre estuvo ligada a la convicción de que literalmente no servía para nada”, y este sentimiento tiene sus raíces en una parte específica de la experiencia de la clase trabajadora, una que ninguna cantidad de capital cultural o económico podrá jamás superar o borrar. La clase deja marcas ocultas, manchas indelebles en quienes la han vivido.

La represión no es ninguna cura. Las enfermedades sólo se vuelven más fuertes, regresan con mayor agresividad cuanto más son empujadas hacia los rincones del inconsciente. Entonces, regresar a Crewe, regresar a mi familia y al mundo social que me hizo quien soy, tuvo un elemento terapéutico. Tal vez si pudiera entender de dónde soy, pensé mientras estaba sentado en esa sala húmeda en ese frío día de diciembre, con la televisión a todo volumen desde el otro lado de la habitación, ¿podría entender mejor quién soy ahora?

Algo me ha estado carcomiendo durante años, y esa es la cuestión de cómo exactamente nosotros, como representantes o apóstatas de la clase trabajadora, sus héroes que regresan o sus hijos descarriados, podemos narrar o comprender esa experiencia. Mientras iba y venía entre Londres y Crewe, mis dos vidas, sintiendo la peculiar atracción de fuerzas (tanto de repulsión como de atracción) hacia el lugar que una vez conocí, he luchado con esta pregunta. No es fácil de responder, y cuanto más leo, se vuelve incluso más difícil e indistinta la forma de una respuesta.

Después de mi visita a finales de 2019, una vez más evité ver a mis padres, quizás incluso más ahora que la condición de mi padre estaba empeorando. Y luego llegó la pandemia. Los bloqueos en todo el país hicieron que viajar fuera casi imposible, e incluso si hubiera podido aventurarme, el temor de transmitir una infección potencialmente letal a mis padres ancianos me alejó de la idea. Sin embargo, cuando llegó el verano, todo parecía un poco menos arriesgado, así que di el paso y regresé al norte. El tren que salía de Londres iba extrañamente vacío. Desde que me mudé aquí, tomo el tren más barato y lento, el que pasa por cada parada entre Milton Keynes y Stafford, y estaba acostumbrado a que se llenara de gente a medida que avanzábamos por la región central. El silencio era desconcertante, e incluso el viaje a la estación de Euston, desde donde sale el tren, fue más extraño de lo que jamás había visto, con máscaras ocultando los rostros de mis compañeros de viaje, y el ansioso distanciamiento social de Londres aún más distanciador que nunca.

Me avergüenza admitirlo ahora, pero me alegré de no quedarme con ellos esta vez. Incluso 24 horas ahora me resultan difíciles, sobre todo por la profunda vergüenza que siento al verlos así, al ser yo mismo devuelto a las vidas que viven todos los días. Yo, al igual que Eribon, los detestaba… o, al menos, tener que verlos de esta manera. ¿Quién era yo, en qué me había convertido? ¿Por qué me fui tan fácilmente?

En el viaje hasta allí, mientras observaba pasar los campos y los setos del centro de Inglaterra, leí Politics and Letters, de Raymond Williams, una colección de entrevistas con el gran crítico cultural y literario galés que había cogido de una pila de libros a mi salida de la casa. El libro es la transcripción de una serie de entrevistas que Williams hizo con la New Left Review a finales de la década de 1970 y proporciona un análisis profundo de su desarrollo personal e intelectual. Había leído el libro por primera vez unos seis años antes, una vez más lo comencé en el tren a Crewe, un hecho que solo recordé durante el viaje. En la primera ocasión, quedé hipnotizado por la visión democrática de la cultura de Williams, nacida de su educación de clase trabajadora en el país fronterizo del sur de Gales y fomentada por sus experiencias trabajando en la educación para adultos después de la guerra. Ahora, sin embargo, fue la sección sobre sus novelas, uno de los aspectos menos celebrados o incluso recordados de su obra, la que me llamó la atención.

Tres de sus primeras cuatro novelas, publicadas entre 1960 y 1979, forman una narrativa semiautobiográfica que cuenta la historia de Matthew Price y Peter Owen, dos personajes de ciudades trabajadoras de las fronteras de Gales que se convierten en profesores universitarios. Esta trilogía en sí misma puede verse como el intento de Williams de encontrar una forma adecuada para la narración de la vida de la clase trabajadora en el siglo XX. En Politics and Letters amplía este objetivo, dividiendo la historia de la novela en tres períodos. En el primero, el período del alto capitalismo y la novela realista de finales del siglo XIX, tenemos una forma que también está dominada por la burguesía a la que los escritores de la clase trabajadora consideraban observadores imparciales, escribiendo para imitar el estilo de la novela. principalmente novelistas burgueses. La segunda sigue la pauta marcada por D. H. Lawrence: la novela de fuga. Esto se expande durante las primeras décadas del siglo XX, alcanzando su apogeo con la gran proliferación de libros, obras de teatro y películas de los “jóvenes enojados” de los años cincuenta. Cada uno de estos escritores muestra la rebelión contra la clase, a menudo ejemplificando un desprecio tanto por la vida de la clase trabajadora como por la nueva clase media adinerada a la que se han unido. Lo que hizo posible esto fue el gran aumento de la movilidad social en la posguerra, una ruta de escape de la clase trabajadora que se les brindó a muchos por primera vez, ya sea a través de becas o las oportunidades educativas brindadas por las escuelas primarias, o el auge de nuevos empleos administrativos. Cada una de las novelas aquí presenta personajes que recuerdan la existencia aparentemente estática de su infancia desde la nueva posición alcanzada en el escalafón social, narrando, ya sea con desprecio, lástima o ira, el sentimiento de separación.

La tercera forma que esboza Williams es a la vez más especulativa y más ambigua. Cuando estaba componiendo su primera novela, Border Country, Williams quería encontrar una forma de corresponder a la “experiencia de incertidumbre y contradicción” que él mismo sentía en su vida, tanto ahora como entonces. Lo que más le interesaba era la “tensión continua, atravesada por emociones y relaciones muy complicadas, entre dos mundos que necesitaban volver a unirse”. Sin embargo, para ello no existía una forma adecuada; Border Country es, pues, esa búsqueda de la forma. Es la historia de Harry Price, hijo de un señalero de una ciudad fronteriza de Gales, que ahora es profesor universitario en Cambridge. Al enterarse de que su padre está enfermo, Harry regresa a la casa en la que creció y al pueblo y al mundo social que le conformaron, y al hacerlo vemos las complicadas emociones y sentimientos que provoca este regreso.

Pocas novelas desde entonces han alcanzado este nivel de innovación formal a la hora de narrar la vida de la clase obrera. Sin embargo, al hacerlo, demuestra la dificultad de contar estas historias. Regresar a Crewe, llegar a la estación de tren, ver a mis padres una vez más, ¿cómo podría transmitirse todo esto sin caricaturas, manteniendo abierta la distancia que nos separa, sin reducirla a la nada como si todo volviera a estar bien? Harry está dividido, como el propio Williams. Y es esta escisión el objeto de la novela. En las páginas finales del libro, después de la muerte de su padre y cuando Harry ha abandonado el pueblo de su infancia, nos encontramos con un retrato intensamente conmovedor de la pérdida y la dislocación. La historia se desarrolla literalmente en una serie de viajes en tren que constituyen un elemento central de la trama del libro: viajes de ida y vuelta a la ficticia ciudad galesa de Glynmawr. Al final del libro, Price recuerda aquel primer viaje suyo lejos de la ciudad, cuando “contemplaba el valle desde el tren”. Hay aquí algo tanto literal como figurado, un movimiento entre lugares y un movimiento entre realidades sociales:

“En cierto modo, acabo de terminar ese viaje… Sólo que ahora parece el final del exilio. No el regreso, sino la sensación de que el exilio ha terminado. Porque la distancia se mide, y eso es lo que importa. Midiendo la distancia, volvemos a casa”

Al volver a leer estas palabras, me ha embargado la emoción. Es una distancia que sólo conozco demasiado bien, y puedo sentir esa lucha entre dos mundos, dos existencias, dos hogares, ambos míos y, sin embargo, dentro de cada uno siento una carencia, una falta de hogar, un desamparo que se abre paso. En el tren, leyendo de nuevo estas palabras, siento que las lágrimas llenan mis ojos.

Casi 50 años después de la publicación de Border Country es difícil que esa tercera opción esté cerca de hacerse realidad. Mucho de lo que pasa por representación de la vida de la clase trabajadora en la literatura o en las memorias se queda muy corto. Ni siquiera el propio Williams lo consigue. Había pospuesto la lectura de Border Country durante muchos años, en parte porque sabía que la trama pesaría mucho en mis propios viajes emocionales, pero también por miedo a decepcionarme. El ejemplar que poseía, una vieja y maltrecha edición de Hogarth Press, lo había comprado en una librería de segunda mano de Leeds cuando tenía veintipocos años, y había hojeado sus páginas durante años antes de empezar a leerlo por fin. Quizá fue esto lo que al final me produjo tal sensación de rechazo. Tal vez esperaba demasiado del libro, pensando que me narraría literalmente mi propia vida. Los personajes me parecieron planos, la prosa pesada, a pesar de los evidentes momentos de belleza y claridad.

Sin embargo, es la conciencia de la distancia, los viajes entre mundos y lugares, lo que separa su obra de la de muchos de los que han venido después. En los últimos años se han publicado muchas memorias sobre la clase obrera. Hablando con amigos hace unos años, tras el enorme éxito de Para acabar con Eddy Bellegueule, todo el mundo parecía estar buscando al Edouard Louis británico: un nuevo escritor de la clase trabajadora que pudiera dar voz al sentimiento de injusticia de clase que sienten tantos en la Gran Bretaña contemporánea. Sin embargo, para escribir sobre la clase obrera hoy en día es casi imposible pertenecer a ella. Encontrar el tiempo y la salida para poder, en primer lugar, escribir y, a continuación, navegar por el sistema editorial, requiere un nivel de capital cultural que sugiere que uno ya no pertenece a la clase de la que habla. Volvemos, pues, a la novela de evasión.

Cuando se escribe sobre la evasión, desde la distancia, hay dos modos que resultan fáciles. El primero es la idealización del pasado. Las gafas de color de rosa encajan fácilmente, y el mundo que una vez conocimos que se ve a través de ellas es uno lleno del tipo de mundo social inmutable y estático donde todo el mundo sabe el nombre de todo el mundo, donde se puede jugar en la calle y dejar la puerta de casa sin cerrar. El segundo modo, íntimamente relacionado, es la denuncia de la condición de la clase trabajadora actual. Es el “safari de la pobreza”, la letanía de la degradación y la miseria que es el material de tantas memorias y trabajos de reportaje. Aquí vemos cómo el escritor escapó de su destino seguro, huyendo de la delincuencia, las drogas y la pobreza de su juventud hacia las soleadas tierras altas de la clase media. O bien se trata de una polémica contra la condición que empuja a tantos a ese estado, o bien es el relato de la degeneración moral de la propia clase. Sea cual sea la opción elegida, el final es el mismo. Lo fundamental es que el autor ya no está allí, y la distancia que Williams encuentra tan dolorosa y contradictoria queda relegada a un segundo plano, si es que aparece en algún sitio.

Los viajes ocupan un lugar central en los escritos de Williams sobre las clases sociales. No sólo en los viajes en tren de Harry Price hacia y desde el “exilio”, sino también en el hermoso ensayo de Williams “La cultura es algo ordinario”, en un autobús entre Hereford y la casa de su infancia en las Montañas Negras. Williams había estado visitando la catedral de Hereford y su magnífica representación medieval del mundo, el mapamundi, con sus ríos que salen del paraíso, el Arca de Noé y Jerusalén en el centro alrededor del cual se construye el mundo. Describe subir al autobús y ver al conductor y a la conductora “absortos el uno en el otro”. Tal vez se trate de un encuentro romántico, del suave coqueteo y las burlas de la lujuria, pero también podría tratarse de las absortas conversaciones de dos que “han hecho este viaje tantas veces”. No sólo el conductor y la conductora han hecho este viaje muchas veces, dice Williams, “de una forma u otra todos lo hemos hecho”. Es el viaje desde el mundo de la alta cultura (sus catedrales y obras de arte antiguas) a través del campo, pasando por torres normandas, casas de labranza, gente que trabaja la tierra, sus acerías y sus fábricas de gas y casas con terrazas grises y pedregosas. Este es el viaje que cada uno de nosotros hace, repetidamente, todos los días de su vida. Es el viaje entre culturas y mundos vitales. Para Williams, como debería ser para todos nosotros, la cultura no se limita a las altas instituciones. Más bien, “la cultura es algo ordinario”. Cada sociedad, cada comunidad, tiene su propia cultura, su propio modo de vida y formas de significado y comunicación.

Hay una visión vigorizante y democrática en estos viajes a los que nos lleva Williams. En su profunda igualación de la vida y la cultura, puedo empezar a entender mis propios viajes, el viaje que no sólo me ha dado forma, sino con el que sigo luchando: el viaje entre clases.

Tal vez incluso podríamos seguir a Williams y ver el exilio como ese viaje desde casa, desde un mundo social o habitus particular, ya sea desde una región o desde una clase, a otra. ¿Podría yo ser un exiliado? Creo que afirmarlo sería forzar demasiado la situación. Lo cierto es que sentí que me arrancaban de casa, de la comodidad. La otra cara del exilio es que, incluso al regresar, uno nunca está en casa. ¿Cómo podría hablar con mis padres como lo hacía antes? A menudo, nos sentamos en silencio, con la televisión encendida de fondo, comentarios de fútbol o telenovelas a todo volumen. ¿Podré volver alguna vez a casa?

Edward Said define el exilio como una “grieta incurable forzada entre un ser humano y un lugar nativo, entre el yo y su verdadero hogar”. Esta grieta produce una “tristeza esencial” que “nunca puede superarse”. Cómo afrontar esa tristeza es una cuestión espinosa. Todos hemos perdido algo, todos, cada uno de nosotros, hacemos viajes cada día, ya sea por elección propia o no. Para algunos, ese viaje es forzado; el tiempo, el envejecimiento, es uno de esos viajes. Nada vuelve a ser como cuando uno era niño, el pan ya no es tan dulce, el sabor de la gaseosa se vuelve menos satisfactorio con el paso de los años. Para otros es una elección, queremos alejarnos, crear algo nuevo, convertirnos en algo diferente. Sin embargo, en su lugar es fácil encontrar una nostalgia optimista por los días dorados perdidos, todos los anuncios de Hovis y el deseo de Make Britain Great Again, cada uno de los cuales intenta llenar un hueco dejado por la tristeza del exilio. Ciertamente siento la atracción por esto. Al escribir, intento, quizás con desesperación, alejarme o hacer balance de este deseo, de esta nostalgia. Tal vez sea imposible, tal vez este agujero esté siempre ahí, ardiendo en mi interior. ¿Cómo puede uno crear un hogar?

Para otros, sin embargo, esta tristeza puede convertirse fácilmente en política. El luto se convierte en melancolía, y así cuaja en resentimiento. No es sólo un hogar del que todos, inevitablemente, nos alejamos. A veces esa división se convierte en un abismo insalvable. La división se convierte en un desgarro, en un inmenso abismo que divide familias, que divide naciones.

Si algo hemos aprendido en Gran Bretaña durante la última década es que la visión que tantas veces se nos ha vendido de un país como una comunidad armoniosa, una gran familia feliz con sus políticos como figuras paternas y el pueblo como sus hijos necesitados, ha sido una mentira. Como todas las familias, Gran Bretaña está fracturada y dividida, llena de agravios mezquinos y preocupaciones legítimas, tíos odiados y padres pasivos. Y esto siempre ha sido así. Durante la década de 1990 era fácil ignorar estas desavenencias. Sin embargo, la crisis financiera de 2008, y las muchas convulsiones que la siguieron, han dejado la grieta como una herida abierta. Mientras algunos miembros de la familia pasan sus días en relativa prosperidad y comodidad, otros han sido arrojados al desguace de la historia. Y es este último grupo el que tan a menudo ha sido ignorado, olvidado. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Cómo se ha convertido Gran Bretaña en un país tan ajeno, dividido en dos bandos opuestos que apenas se hablan?

Mientras me siento en el andén, recuerdo que la estación fue en su día una estructura bastante grandiosa. Se pueden ver fragmentos de la arquitectura victoriana, ruinas de la antigua grandeza que asoman ocasionalmente en algunos de los muchos andenes abandonados y sin uso. La mayor parte de la estación que se utiliza hoy lleva el sello del típico programa de reconstrucción de posguerra, el revestimiento y la construcción barata que resultarán familiares a los viajeros de todo el país. Para mí, sin embargo, no es más que una estación de paso, literalmente, y su opulencia decadente un símbolo del estado de la nación fuera de Londres.



[1] Las expresiones “Little England”, “Little Englander” y “Little Englandism” suelen utilizarse para describir las posiciones chovinistas y nacionalistas en el Reino Unido, favorables al Brexit, creyentes en la superioridad de la nación inglesa y reacias a todo tipo de apertura y contacto con el exterior, condensado a menudo en posiciones antiglobalistas.

 

John Merrick es un escritor y editor de Verso Books ubicado en Londres. Twitter: @johnpmerrick

Fuente:

Softpunk, 06/12/2021 https://www.softpunkmag.com/essay/the-language-of-your-fathers

La guerra es el peor negocio excepto para los asesinos

Por Francisco Louça

¿Alguna vez se ha preguntado si algún gobierno en el mundo podría atacar impunemente a otro país y en dos meses asesinar a casi 20.000 personas, la mayoría niños y mujeres, liquidar a más de un centenar de empleados de la ONU y expulsar a sus representantes, atacar a periodistas y arrestar médicos, destruir hospitales y escuelas?… si ya se ha hecho esta pregunta es porque sabe la respuesta. Sólo Netanyahu tiene derecho a liderar una coalición racista para exterminar sistemáticamente a un pueblo, obteniendo financiación y armamento de los gobiernos más poderosos, empezando por la Casa Blanca. La guerra se ha convertido en su instrumento de exterminio y la espiral de destrucción continúa incesantemente. El terrorismo tiene un faro en el mundo hoy: es Netanyahu.

Saramago escribió, mucho antes de esta orgía de muerte, que “un día se hará la historia del sufrimiento del pueblo palestino y será un monumento a la indignidad y la cobardía de los pueblos”. Quizás no podría haber imaginado los abismos de indignidad que estamos presenciando ahora.

Las dos victorias de Netanyahu

El Gobierno de Tel Aviv logró dos victorias importantes. La primera, que atrae la atención de los productores de tecnología militar, es la experimentación de nuevos instrumentos de destrucción. El más destacado es el sistema de inteligencia artificial perversamente llamado “Habsora” o “Evangelio”, que selecciona objetivos para los bombardeos.

Incremento del gasto público por sector (2013-2023)

Según un estudio de Associated Press, durante la guerra de 2014, que duró 51 días, se alcanzaron 6.000 objetivos, provocando el 89% de las muertes de civiles, incluidas 20 familias, que perdieron a más de 10 miembros. Ahora, sólo en el primer mes de combates, 15.000 objetivos fueron destruidos y, según la ONU, alrededor de una quinta parte de las víctimas pertenecen a 312 familias, que perdieron a más de 10 de sus miembros. Pero la determinación de esta mortalidad genera cierta vacilación entre los militares ocupantes, que saben mejor que nadie que están cometiendo crímenes de guerra y matando según un criterio xenófobo: el palestino debe morir. Por tanto, transferir la decisión a una máquina elimina la agencia humana, despersonaliza el misil y permite que la violencia de la ofensiva se multiplique. Netanyahu está utilizando lo que podría ser una de las principales armas del futuro, y los mercaderes de la guerra están encantados con la innovación.

La segunda victoria, quizás a medias, es la sumisión de algunos gobiernos occidentales a la invocación de un “derecho a la defensa” que proclama la legalidad del genocidio y culpa a cualquiera que se oponga a él de promover un “discurso de odio”. Una profesora de derecho de la Universidad de Chicago, Genevieve Lakier, denunció esta lógica como macartista. El caso más famoso de este mecanismo de censura fue la prohibición de la escritora Adania Shibli en la Feria de Frankfurt o la prohibición de manifestaciones propalestinas en Francia. Sin embargo, lo cierto es que en Francia se impusieron las manifestaciones y que la cultura palestina es más escuchada, como muestra de resistencia a la atrocidad. Lo que esto pone de relieve es cómo el conflicto también se produce en la opinión pública.

Después de la violencia del ataque de Hamás del 7 de octubre, que mató a unos 840 civiles y 350 soldados, condujo a la captura de 240 rehenes y, según Médicos por los Derechos Humanos de Israel, a crímenes sexuales, no asistimos a una venganza, ni mucho menos a la defensa de Israel.  Estamos ante la banalización del terror, al aplastamiento literal de un país en nombre de un objetivo imposible, ya que ninguna paz de cementerios resolverá el conflicto en Oriente Medio, ni tampoco es la intención de Netanyahu, que quiere la guerra como forma de supervivencia ante su juicio por corrupción y como cemento del Gobierno que elige la muerte como bandera.

Y mientras tanto el negocio de la muerte

La guerra en Gaza, la guerra en Ucrania, la ampliación de la OTAN, las tensiones en el Mar Meridional de China: este es el paraíso para la venta de armas. Pero ni siquiera esto explica por qué la inversión en armas supera hoy a la de la Guerra Fría, cuando la confrontación planetaria era una amenaza. La razón es otra: se trata de un espléndido negocio, protegido por una pantalla de silencio y complicidades, visible en los países europeos de la OTAN, que en diez años aumentaron el gasto militar de 145 mil millones a 215 mil millones de euros, triplicando las importaciones de armas (la mitad de EEUU).

Ahora bien, este buen negocio es una mala elección para los europeos. Un estudio publicado estas últimas semanas por un equipo de las universidades de Florencia, Milán y Newcastle, liderado por Mario Pianta, “Arming Europe”, indica que entre 2013-2023 el producto real de la Unión aumentó un 12%, el empleo un 9% y el gasto en armas el 46% (ver el gráfico para detalles de algunos países). El problema es que las armas destruyen y no crean: en el caso de Italia, estos académicos estiman el efecto sobre el producto de 1 euro de gasto militares de 0,7 euros, mientras que 1 euro en salud, educación y medio ambiente genera una variación de 1,9 euros. Para vivir mejor es mejor invertir en la vida que en la muerte.

Francisco Louça. Profesor universitario. Activista del Bloque de Izquierda de Portugal.

Texto original: https://www.esquerda.net/opiniao/guerra-e-o-pior-negocio-exceto-para-assassinos/88944

Traducción: Enrique García

Fuente: https://sinpermiso.info/textos/la-guerra-es-el-peor-negocio-excepto-para-los-asesinos

William I. Robinson: “Hay un desfase entre unas masas sedientas de cambio radical y un proyecto izquierdista transnacional viable”

El negocio de la guerra es una de las bases de sostenimiento de la economía capitalista. En esta entrevista, William I. Robinson desarrolla su convicción de que las políticas de mano dura pueden arrastrarnos a la III Guerra Mundial.
Por Pablo Elorduy / El Salto
William I. Robinson (Nueva York, 1959) es el autor de Mano dura. El Estado policial global, los nuevos fascismos y el capitalismo del siglo XXI, un ensayo publicado por Errata Naturae que vincula dos disciplinas que suelen ser tomadas por separado, como son las políticas coercitivas de control social y el análisis de la economía mundial. Profesor de sociología en la Universidad de California, Robinson se expresa en un perfecto español, ya que ha investigado in situ el proceso revolucionario que tuvo lugar en Venezuela bajo el mando de Hugo Chávez.

¿Qué es eso del Estado policial global?
El Estado policial global se refiere a tres cosas. La primera dimensión es la necesidad que tienen los grupos dominantes, lo que llamo la clase capitalista transnacional, de expandir los sistemas de control social y represión transnacional frente a la revuelta popular global que está agarrando fuerza. Pero también es una forma de contención de la potencialidad que la “humanidad excedente” y las clases populares alrededor del mundo tienen de desafiar al sistema. Los niveles de concentración de la riqueza están en cada vez menos manos, es algo sin precedente. Nunca hemos visto unas desigualdades tan agudas. Además de eso, sabemos que las filas de la humanidad excedente se están ampliando a paso galopante. Son de dos a tres mil millones de personas que están en el sector informal, expulsados. Y esas filas se siguen ensanchando. Como consecuencia, la función de control social, de represión, es cada vez más urgente para los grupos dominantes. Muchas personas reconocen esa primera dimensión del Estado policial global, pero la segunda dimensión es igual o más importante.

¿Cuál es?
Se refiere a lo que yo llamo la “acumulación militarizada” o “acumulación por represión”. El capitalismo global ha estado en una crisis estructural muy profunda, que se remonta a 2001: las primeras señales se dan cuando reventó la burbuja de las dotcom. Pero, en realidad, es a partir del colapso del sistema financiero global en 2008 cuando la crisis estructural, o lo que llamamos más académicamente la crisis de la sobreacumulación, se hace extremadamente aguda. La clase capitalista transnacional ha acumulado y sigue acumulando enormes cantidades de beneficios, y no tiene salidas para descargar ese excedente. Entonces, las guerras de baja intensidad, de alta intensidad, los sistemas de represión, de control social, los muros fronterizos, las guerras contra las drogas, las guerras contra los migrantes, las guerras contra las minorías raciales y religiosas, etc., cualquier conflicto social se convierte en una oportunidad para acumular capital. Es decir, el Estado policial global es enormemente rentable.

¿Puedes poner ejemplos?
Voy a dar dos que no salen en el libro porque han tenido lugar después de la publicación del libro en inglés en 2020. Primero, la invasión rusa de Ucrania y segundo, la guerra que se está llevando a cabo, mientras hablamos, contra Gaza. En ambos casos son tragedias para los pueblos, pero son enormes oportunidades para la acumulación de capitales. Son regalos para la clase capitalista transnacional. Cuando Rusia invadió a Ucrania, el valor de las acciones de las principales compañías militares industriales experimentó una escalada de inmediato. Y vale la pena recordar que esas compañías están vinculadas con los grandes conglomerados financieros, que son inversionistas en las compañías, y también con las grandes compañías de alta tecnología. Recojo una cita de un asesor para Northrop Grumman, Raytheon, General Dynamics y para Lockheed Martin, grandes corporaciones transnacionales del complejo militar industrial. Este portavoz dijo que el señor Putin es la mejor persona que tienen para seguir haciendo beneficios y para la industria militar. Esta es una cita exacta: “Han llegado los días buenos”.

El segundo ejemplo es lo que está ocurriendo en Palestina.
En el momento en que Israel lanzó su ofensiva contra Gaza subieron las acciones de estas compañías. El CEO de Raytheon dijo que esas acciones y la solicitud que hizo Biden de 106.000 millones de dólares en ayudas destinadas a Israel “encajan perfectamente bien con nuestro portafolio”. Eso da alguna idea de lo lucrativo que es el Estado policial global en momentos en los que la economía civil, la economía capitalista global, está en un estancamiento crónico y cuando se están limitando otras posibilidades de inversión lucrativas, otras salidas para descargar todo ese excedente acumulado.

¿Cuál es la tercera característica del Estado policial global?
La última dimensión está orientada a llevar a cabo el control social para manejar las contradicciones explosivas de un capitalismo global en crisis. Estamos viendo, hablando académicamente, una transición desde el control social consensual al control social coercitivo. Esto implica el surgimiento de proyectos fascistas, dictatoriales, autoritarios, como respuesta a la crisis alrededor del mundo. Existe una necesidad cada vez más urgente por parte de los grupos dominantes de mantener el control social de unas masas que están en plena revuelta a nivel global.

Has hablado de una crisis existencial, ¿por qué es distinta esta crisis, derivada de la de 2008, de crisis económicas anteriores?.
Hay varias razones. Pero comencemos con algo que no abordé a fondo en el libro: es la crisis del colapso de la biosfera. Esa es una dimensión de la crisis, no solo del capitalismo global, sino de la humanidad. El problema es que es una contradicción fundamental para un sistema que necesita y tiene una sola prioridad, que es la acumulación constante de capital. Frente al estancamiento, el capital transnacional busca cómo expandir, cómo abrir nuevos espacios de acumulación. Y eso quiere decir que se debe privatizar, que se debe invadir cada vez más espacio de la naturaleza. Esto significa que no puede existir una transición verde porque el lucro lo impide. Eso se demuestra en la reunión que está llevando a cabo en Emiratos Árabes Unidos: el director de toda esta Conferencia de las Naciones Unidas es también el ejecutivo de la compañía petrolera del país. Ha habido al menos tres grandes crisis en capitalismo mundial, la crisis del petróleo de los años 70 la Gran Depresión de los 30 —ambas en el siglo XX— y, antes de eso, la crisis del final del siglo XIX. Cada una de estas crisis tuvo consecuencias graves. Una nos condujo a la Segunda Guerra Mundial; todas condujeron a nuevas rondas de colonialismo e imperialismo y a conflictos. Pero esa crisis se resolvieron. ¿Cuál es la diferencia ahora? Primero, la dimensión ecológica.

¿Hay más factores además de la crisis ecológica?
Miremos históricamente. El problema de la crisis de la Gran Depresión de los 1930 era que no había capacidad de mercado para absorber la producción del sistema capitalista: el control de toda riqueza y todos los recursos estaba en manos de los capitalistas. Entonces, por medio de las luchas, las feroces luchas, de las clases obreras y populares alrededor del mundo y —después de la Segunda Guerra Mundial—, de los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo, se produjo un nuevo tipo de capitalismo que se puede llamar capitalismo redistributivo, así lo llamo en el libro, capitalismo de la democracia social o de bienestar social. Ese capitalismo resolvió la crisis en que se encontraba porque abrió mercados. Era un tipo de arreglo entre las clases a partir de la redistribución. Pero, a partir de los años 70, como respuesta a la siguiente crisis estructural, el capital lanza la globalización. Lo hace para escapar del encierro del Estado nación, de las políticas redistributivas y regulatorias del Estado nación. Y, una vez que el capital escapa del Estado nación, ya no se puede regular.

¿Por qué?
No se pueden imponer medidas redistributivas porque el capital puede soslayarse del Estado nación, de los movimientos sociales, obreros, sindicales y populares, que se desarrollan a nivel de Estado nación. Eso es lo que ha conducido a los niveles de desigualdad y polarización social sin precedentes en la historia de la humanidad. Esto pasa desde hace varias décadas, pero es cada vez más agudo. Todo indica que esa polarización social, esa desigualdad, se va a ir intensificando por la introducción de las nuevas tecnologías, sobre todo, la inteligencia artificial. Eso va a ampliar las filas de los desempleados, de los subempleados y los que trabajan en condiciones muy precarias. En resumen, además de la crisis ecológica hay una crisis de reproducción social: la gran masa de la humanidad no tiene cómo sobrevivir.

¿Qué consecuencias tiene eso?
El hecho de que haya una masa de la humanidad, quizá la mayoría de la humanidad, que no puede sobrevivir, no significa necesariamente una crisis para el capital. Solo significa una crisis para el capitalismo global bajo dos instancias: una es cuando esa masa, por su desesperación, desafía al sistema, trata de transformarlo o derrocarlo. Y hacia ahí vamos. Y segundo, representa una crisis para el sistema cuando ya no puede seguir produciendo, porque hay regiones que están en franco colapso, en las que los mercados laborales se colapsan por esta crisis de reproducción social. Por último, hay una cosa más, que es que estamos en el rumbo hacia una tercera Guerra Mundial. Y a esa no sobreviviríamos: 20 millones de muertos en la Primera Guerra Mundial; 80 millones en la Segunda Guerra Mundial. Pero la humanidad sobrevivió. El capitalismo mundial sobrevivió. Se reestructuró, vivió más. Pero no sobreviviríamos a una Tercera Guerra Mundial.

Has mencionado el concepto de humanidad excedente, aquella que no tiene empleo ni formas de supervivencia en su territorio. ¿Cuál es el tratamiento hoy de esas masas de población por parte del Estado policial global?
En diciembre de 2023 estamos viendo la respuesta a la pregunta de cómo controlar a la humanidad excedente: la respuesta está en Gaza. Israel colonizó Palestina. Ocupa militarmente Cisjordania y a Gaza. Pero, hasta hace poco, los palestinos eran la mano de obra súper explotada, barata, controlada, que Israel utilizaba para la agricultura, para la industria, para el sector servicios. Centenares de miles de trabajadores palestinos cruzaban desde Cisjordania, y anteriormente desde Gaza. A partir del cambio de siglo, Israel cambió su estrategia. La nueva estrategia es importar mano de obra migrante desde Filipinas, de Sri Lanka, de Pakistán, de India, de Tailandia, del norte de África, de muchas otras partes. Es mano de obra migrante que en cualquier momento puede ser deportada, expulsada; que no está reclamando derechos civiles, políticos, de ciudadanía, etcétera, porque son migrantes temporales y están fuertemente controlados por fronteras transnacionales. Entonces, de repente, a partir de 2002-2003, los palestinos pasan de ser mano de obra súper explotada a mano de obra excedente y superflua. En ese momento comienza la presión hasta llegar a este genocidio.

¿Cuáles son las respuestas que tienen los grupos dominantes para controlar a la mano de obra excedente?
Lo primero es militarizar las fronteras. Estamos viendo una tremenda escalada de migraciones transnacionales. Están llegando centenares de miles de personas de África, de Asia, de América del Sur, cruzando Centroamérica, México, tratando de llegar a Estados Unidos. Estamos viendo que desde Oriente Medio, desde Asia, desde África, están tratando de entrar en Europa. Hay colapso de las comunidades de donde vienen. Es una crisis de la reproducción social, hay una imposibilidad de sobrevivir. Entonces, ¿qué es lo que pueden hacer los grupos dominantes frente a esas crecientes filas de la humanidad superflua? En el peor de los casos, es el genocidio, como estamos viendo en Gaza. Pero, aparte de eso, se crean fortalezas alrededor de las zonas donde viven las capas privilegiadas y se convierte todo mundo en una fortaleza. Las tecnologías de vigilancia y de control social son extremadamente sofisticadas. Pueden captar cada comunicación en el planeta, pueden identificar por reconocimiento facial a cada a cada ser humano en el planeta. La recolección, el procesamiento y el análisis de enormes cantidades de datos han llegado a un nivel jamás visto. Hay dos formas de genocidio. Uno es eliminar físicamente a la población. Pero la otra forma es simplemente encerrar y no dejar salir a masas que ya no tienen cómo sobrevivir de un día a otro.

En el libro divides el mundo en tres tipos de zona, una de libertad y las otras dos de exclusión y conflicto.
La primera zona es la zona verde. Cuando Estados Unidos invadió Iraq, estableció en el centro de Bagdad la famosa zona verde; ahí estaban los oficiales políticos y militares norteamericanos, pero también la nueva élite iraquí llevada al poder por las tropas invasoras. Y ahí construyeron un muro impenetrable, no solo un muro físico y militarizado, sino un muro electrónico, digital, tecnológico. Dentro había cines, restaurantes, oficinas. Esas “zonas verdes” las estamos viendo en todo el mundo. En mi ciudad, Los Ángeles, tenemos zonas donde viven las capas privilegiadas, donde están las oficinas de las corporaciones. No están detrás de un muro físico, pero sí un muro que el Estado policial global protege con tecnología.

El segundo tipo son las zonas de guerra.
Sí, zonas donde hay guerra abierta, de baja o de alta intensidad o de contención total: ciertas zonas del cuerno de África, por ejemplo, ciertas zonas de la frontera en Estados Unidos y México, o las zonas del Mediterráneo, por supuesto. Israel. Ucrania. Son zonas de guerra abierta, en las que hay destrucción y miseria y está más presente el rostro más terrorífico del Estado policial global.

Y la zona gris.
Es donde está la mayor masa de la humanidad. En esa zona gris se despliega también el Estado policial global. Este es imprescindible para controlar las filas crecientes de esa masa humana. Pero agregaría un punto más: insisto en la crisis estructural de sobreacumulación. Una de las contradicciones del sistema es que, cuanto más beneficio tiene, cuanto más introducen las nuevas tecnologías, cuanto más se concentra el poder y la riqueza en el capital transnacional, más se agravan las contradicciones del sistema.

¿Contradicciones de qué tipo?
Esta nueva generación de alta tecnología, como la inteligencia artificial o el aprendizaje automatizado, va a agravar aun más esas contradicciones: si no hay una reestructuración radical del sistema, un reformismo radical —ni hablar de derrocar al sistema, simplemente reformarlo—, la crisis se va a intensificar, las filas de la humanidad excedente van a aumentar, y la necesidad que tiene el sistema de ese Estado policial global se va a incrementar.

¿No hay esperanza?
Sí hay esperanza. Hay esperanza por varias razones. Primero, por la revuelta global. Este libro tiene una segunda parte que se llama “Guerra civil global”, que aun no se ha traducido al español, donde me enfoco sobre las resistencias, los movimientos populares, alrededor del mundo. Ahí está la esperanza y la respuesta desde abajo. Hay una tremenda y cada vez mayor revuelta global contra este sistema. Las contradicciones del sistema han provocado la revuelta popular. También ha provocado divisiones dentro de los grupos dominantes de la clase capitalista transnacional, y sobre todo de sus intelectuales, de la élite transnacional. Hay una fracción de la élite transnacional que reconoce la gravedad de la crisis y la necesidad de un reformismo muy sustancial. Yo soy socialista, a mí me gustaría derrocar al capitalismo y tener otro sistema, pero no creo que eso esté en la agenda a corto plazo. Lo que sí está dentro de nuestras posibilidades, en esta década y en la siguiente década, es una profunda reforma del sistema… si logramos tener una correlación de fuerzas políticas, sociales, clasistas para permitir ese reformismo radical. Será a través de la revuelta de las clases populares y obreras junto con el ala reformista de la élite transnacional que reconoce la necesidad de estas reformas. Es necesaria una reforma radical del sistema para salvar al sistema de su propio colapso. Ahí está la esperanza inmediata. Eso si antes podemos evitar una guerra mundial.

Con el desarrollo de una industria armamentística y de la vigilancia como la que describes, ¿nos engañamos a nosotros mismos si pensamos que se puede tomar el poder por medio de revoluciones clásicas?
Puede haber revoluciones, no en Estados Unidos, quizás no en España, quizás no en Alemania, no hablemos de China tampoco, pero digamos, todavía pueden darse revoluciones en África, en América Latina, en ciertas circunstancias. Pero el problema es el poder estructural del capital transnacional, el poder estructural de una economía global, integrada. Cada país depende de esa economía global controlada por el capital transnacional. Esto significa que el capital transnacional y sus agentes políticos y estatales tienen capacidad de aplastar cualquier revolución que se produzca en un país individual.

Has desarrollado parte de tu trabajo en Venezuela. ¿Cuál es el aprendizaje de ese contexto?
Venezuela comenzó bajo Chávez con un proceso revolucionario. Se ha deteriorado en gran parte por las sanciones, por la agresión económica, por la necesidad de estar vinculado e integrado en la economía global capitalista. También por los propios errores y limitaciones del gobierno venezolano. Se demuestra que hoy sí puede haber revoluciones en los países periféricos, pero no van a poder llevar a cabo las transformaciones. Van a ser aplastados. Por eso la necesidad de luchas transnacionales.

En los países del centro, España es uno, ¿de qué tipo de revuelta hablamos?
Hay que volver a Gramsci y a su concepto de la contrahegemonía. Realmente puede haber revoluciones una vez que hay una acumulación de fuerzas contrahegemónicas. Esa contrahegemonía puede desafiar la hegemonía de los grupos dominantes. Repito que a mí me gustaría ver revoluciones que derrocan al capitalismo, pero eso lo expreso políticamente. Sin embargo, hablando analíticamente, creo que la esperanza descansa no en que la élite reformista dirija las luchas de masas, sino en que las luchas de las masas obliguen a la élite a sumarse e impulsar una reestructuración radical. Eso es lo que decía Gramsci, que necesitamos primero construir trincheras de contrahegemonía antes de poder derrocar un Estado capitalista.

¿En qué consistiría una reestructuración radical del capitalismo?
Tendría que comenzar por volver a imponer la regulación estatal de los mercados. Pero eso no se puede hacer a nivel de Estado nación, es imposible. De hecho, Estados Unidos lo ha intentado. Cada vez que intenta o propone una regulación del mercado de capital dentro de Estados Unidos, el capital es demasiado fuerte y se marcha a otra parte. Puede hacer lo que quiere. No tiene que quedarse dentro de Estados Unidos. Por tanto, necesitamos medidas de regulación del mercado global. Segundo, necesitamos políticas redistributivas radicales. Muchos están hablando de renta básica universal, aquí en Estados Unidos también. Redistribución y regulación de los mercados, políticas impositivas progresistas y no regresivas, impuestos sobre las transacciones financieras transfronterizas. Todas estas cosas han sido ya debatidas dentro de la élite. Y, al mismo tiempo, las masas exigen las mismas cosas: no están diciendo “queremos una revolución contra el capital”, las masas dicen “necesitamos programas sociales, necesitamos que se acabe la austeridad, necesitamos incrementar los ingresos, necesitamos el poder de enfrentar a nuestros empleadores”. Podríamos imaginar una profunda reestructuración del capitalismo global como primer paso para una acumulación de fuerzas contrahegemónicas. Pero eso también tiene que incluir medidas ambientales radicales.

¿Cuál es el papel del Estado nación a estas alturas del siglo XXI? Entiendo que, pese a todas las limitaciones a las que has hecho referencia, su papel sigue siendo importante, especialmente desde ese punto de vista del control social.
El Estado nación no desaparece, pero sus funciones cambian. El capital necesita el Estado. En mi trabajo teórico anterior introduje el concepto de Estado transnacional. El capital transnacional necesita a los Estados nacionales para lograr una estabilidad macroeconómica que le permita acumular capital dentro de cada país del mundo. Necesita sobre todo del Estado nacional para implementar el control social y la represión. Necesita las fuerzas militares y policiales de cada Estado nacional. Necesita el Estado nacional para proporcionar subsidios. El Estado nacional es útil para abrir fronteras para el capital y cerrar fronteras para movimientos de migrantes transnacionales: contener a la poblaciones dentro mientras desmantela esas fronteras para el capital transnacional. Así que los Estados nacionales son parte integral de toda esta historia de la globalización capitalista. Pero hay que volver al punto clave de que el capital no quiere ninguna restricción del Estado nacional sobre su derecho de libre acumulación de capitales.

¿Puedes poner un ejemplo?
En Estados Unidos hay una situación muy interesante en este momento: el gobierno de [Joseph] Biden ha intentado, con medidas proteccionistas, arancelarias, etc., que la industria transnacional —no voy a decir norteamericana, porque es capital transnacional— regrese a Estados Unidos para proporcionar empleo. Pero es una gran delusión, porque primero no tiene cómo obligar al capital transnacional a regresar. Entonces, ¿qué es lo que ha hecho? Ha aprobado más de un billón de dólares [la unidad seguida de doce ceros] en incentivos para que el capital transnacional sea de donde sea (hay compañías brasileñas, europeas, etc.) vengan a Estados Unidos a situar sus fábricas. Primero: no quieren y no hay forma de obligarlas, pero, segundo, aún cuando regresen o vengan esas compañías, van a instalar fábricas automatizadas. Es una ilusión que el Estado nacional pueda controlar al capital. A menos que haya coordinación transnacional.

Entonces, ¿las medidas proteccionistas de los últimos años no están funcionando?
Hay una contradicción fundamental. La economía globalizada todavía se está globalizando más. Incluso con proteccionismo, con aranceles, con nueva Guerra Fría entre China y Estados Unidos, aún así sigue profundizándose la integración transnacional de capitales. Eso entra en contradicción con un sistema de autoridad política basado en el Estado nación. Cada Estado nación controla su propio territorio políticamente, mientras la economía globalizada es global. Lo político y lo económico chocan. Hay que reconocer eso porque esto produce una crisis de legitimidad en los Estados.

¿De qué tipo?
Se puede decir que hay una contradicción entre las dos funciones que tiene el Estado nacional: su primera función es garantizar las condiciones para la acumulación de capital dentro de esos territorios, cómo atraer al “capital golondrina” a sus territorios. Porque necesita que cree empleos, que haya riqueza dentro del Estado nación. Debe buscar cómo crear todas las condiciones para complacer al capital transnacional para que venga a invertir. Eso es cierto para Estados Unidos, para España, para Guatemala… para cualquier país. La otra función es que el Estado nacional tiene que lograr la legitimidad dentro del Estado nación. Cualquier Estado, aunque sea dictatorial o fascista, necesita una cierta base social, necesita garantizar que la formación social nacional se reproduce, se estabiliza. Entonces, esas dos funciones: lograr legitimidad y lograr la acumulación transnacional capital dentro de sus territorios están en una contradicción fundamental.

No podemos dejar atrás el tema que has planteado del peligro de la III Guerra Mundial.
Tenemos un sistema en crisis, con contradicciones que se van agudizando cada vez más, por eso el peligro de la Tercera Guerra Mundial. Porque, ¿qué hace el Estado frente a esa contradicción y la pérdida de legitimidad, el descontento y las protestas dentro de sus propias fronteras? Externaliza esas tensiones. El Estado norteamericano busca externalizar esas tensiones provocando una nueva guerra fría con China, por ejemplo. La crisis conduce no solo a la intensificación del Estado policial global, sino que está conduciendo a una guerra de mayor envergadura. Sus raíces analíticas teóricas son esa contradicción entre la legitimidad y la acumulación de capitales. Este es un momento de inflexión, un momento muy peligroso.

En el libro diferencias al fascismo clásico del fascismo del siglo XXI en que el primero “ofreció” ciertos beneficios a sus sociedades de referencia y el actual solo puede aportar “prestaciones psicológicas”. Entonces, ¿por qué ha crecido la extrema derecha?
Ha crecido porque el neoliberalismo ha agravado tantas tensiones que la globalización capitalista ha generado ese enorme descontento. La globalización capitalista ha significado que se han venido abajo las capas que anteriormente estaban privilegiadas, con empleos seguros, tanto en los países desarrollados como en ciertas capas de los países que llaman «en vías de desarrollo” (aunque no están desarrollándose). Esas capas experimentan la desestabilización social, económica, la ansiedad social en masa. Tomando el caso de Estados Unidos, aquí tenemos un movimiento fascista muy fuerte, que ha adquirido una expresión política con el trumpismo, ahora con la amenaza del trumpismo toma dos, porque parece que va a ganar las elecciones. Y entonces, ¿cuál es la base social de ese proyecto de fascismo en Estados Unidos? En gran parte es la de sectores de la clase obrera que tenían estabilidad en el periodo post II Guerra Mundial. Hay una desproporción de sectores blancos, pero no solo blancos, también latinos y afroamericanos, que tenían garantías y seguridades sociales hasta el nuevo siglo y ahora pierden su empleo. Se extiende la precariedad y entonces lógicamente tienen mucha ansiedad social, mucha inseguridad. No tenemos una izquierda que pueda decir a esas masas, la base social del fascismo: “mira, el problema es el mismo sistema: te ha jodido —disculpa el lenguaje— ese mismo sistema”. Ante la ausencia de una izquierda viable, y con el fracaso del neoliberalismo, vienen los fascistas con un mensaje anti establishment: “yo entiendo tu sufrimiento, yo os voy a restaurar vuestros privilegios, yo os voy a garantizar la seguridad, la estabilidad, os voy a responder a su sentido colectivo de ansiedad”. Ese es el mensaje de [Donald] Trump. Es el mensaje de los racistas en Alemania, en Países Bajos, donde acaban de ganar las elecciones, es el mensaje de [Javier] Milei en Argentina.

Detalla un poco más esto.
Por un lado tienes a la ultraderecha en Argentina, que es desastrosa y cien por cien neoliberal, y por otro tienes el centro, que es el peronismo, que no puede resolver la crisis por esa contradicción: tiene que defender al capital. No es que las masas estén encantadas con Milei, es que lo ven como algo fuera del sistema político existente. Las masas son susceptibles a ese mensaje fascista. Hay que ver esto desde el punto de vista de la lucha política: de la lucha entre la hegemonía y la contrahegemonía. Pero no es solo ideológico y cultural. Ahí hay que ir más allá de Gramsci. La izquierda debe ser capaz de ofrecer un proyecto transnacional de transformación. Ha habido intentos: miremos el fracaso de Syriza en Grecia. Miremos el caso de Podemos. Alrededor del mundo ha habido muchas esperanzas, pero la izquierda no ha podido organizarse, no ha podido garantizar que haya una izquierda política u organizativa junto con la movilización de masas, y que esa movilización de masas y movimientos sociales desde abajo controle la instancia política. Y entonces, una vez que, ya sea Podemos, ya sea Syriza, entren al poder, enfrenten la presión estructural de capital transnacional, por parte del Banco Central Europeo o del Fondo Monetario Internacional, por parte de los inversionistas privados o de donde venga. En lugar de tener presión desde abajo, que no le empuje a acomodarse con el capital transnacional, más bien las izquierdas han terminado acomodándose. Existe un desfase entre movimiento de masas sedienta de cambio radical, movilizándose desde abajo, y un proyecto izquierdista transnacional viable. Bajo esas condiciones se abren las puertas al fascismo, al otro mensaje.

¿Cuáles son los signos más visibles de esa revuelta global que has mencionado?
Acordémonos de una cosa; eso no sale en el libro, porque sucedió a finales del 2019 y después otra vez a finales de 2020, cuando ya estaba publicado: en la India tuvimos en diciembre de 2019 una huelga general de 150 millones de personas. Sin precedentes en la historia. Y un año después, 250 millones de personas. Imagínate una movilización de las clases populares y una huelga general de esas características, lo que Rosa Luxemburgo llamaba una huelga de masas. Eso asusta mucho a los grupos dominantes, y por lo tanto, intensifican el Estado policial global, pero también se vuelcan cada vez más hacia la respuesta fascista. Por eso la respuesta ha sido mayor represión y el avance del proyecto fascista en India. Hoy en India hay organizaciones de la izquierda, pero en la mayoría de los países tenemos estos estallidos sociales sin izquierda. Entonces terminan en fracaso. Con la desilusión de las masas entra el mensaje fascista. Esa es la disyuntiva. Esta historia no está escrita todavía, pero es el momento de inflexión en el que estamos. Amenaza de fascismo, amenaza la Tercera Guerra Mundial, un sistema en crisis impregnado el sistema de contradicciones, y la posibilidad de rebelión desde abajo.

Me interesa que nos detengamos en el caso de España, no por particularismo, sino porque creo que puede ser útil para la reflexión. Hay una reedición del gobierno de coalición gracias a que, en gran medida, se han mantenido algunas de las bases materiales para la subsistencia de los sujetos tradicionales, trabajadores blancos autóctonos, a través de subsidios, del aumento de salario mínimo, con medidas anti inflacionarias, etcétera. Tenemos esta experiencia y un debate importante sobre si eso es suficiente para contener a la extrema derecha. ¿Cuál es tu opinión?
Cualquier medida que ayude a la masa de los trabajadores y de las masas a sobrevivir es bienvenida y hay que luchar por cada medida proteccionista y de asistencia social. Pero si me preguntas si es suficiente para contener la oleada fascista: absolutamente no. Y te voy a decir por qué. No es por mi sentimiento político, de que quiero revolución y no solo reformismo, nada por el estilo, más bien parte de un análisis estructural. Recuerda que esas medidas temporales dependen de la economía global en su conjunto y, por el momento, la economía global no ha entrado en recesión. Hay muchas tendencias recesionarias, pero no ha colapsado. Sin embargo, a ciencia cierta, a ciencia cierta, va a haber otro colapso financiero, otra crisis de la economía global como la de 2008 o más grande. ¿Y por qué lo digo? Porque el análisis estructural lo indica.

¿Qué bases tiene ese análisis?
¿Cómo ha seguido adelante la economía global desde 2001, o sobre todo desde 2008, hasta acá? Con cuatro medidas. Primero, la especulación financiera, es decir la creación de capital ficticio. Hoy el capital ficticio está alrededor del 1.000% por encima de la economía real. Creo que el dato en el libro es que la economía real de bienes y servicios en el mundo suma 75 billones de dólares y el capital ficticio ¡solo en derivados! es más de un trillón de dólares. La brecha entre el capital ficticio especulativo y la economía real de bienes y servicios va creciendo. Ese es el primer factor. Segundo, se ha mantenido a flote la economía global por medio del crecimiento impulsado por el endeudamiento, y ese endeudamiento llega a niveles jamás vistos: endeudamiento corporativo, endeudamiento de los consumidores y, sobre todo, endeudamiento de los Estados. Estamos hablando de más de 300 billones de dólares. No se puede seguir con más deuda. Y la tercera medida, que funcionó hasta muy reciente, hasta el post-covid, es que los responsables de finanzas, los Bancos Centrales, tanto en Europa como en Estados Unidos y en China, han impreso más dinero, ha sido el Quantitative Easing. Pero ya no tenemos ese instrumento, ya no se puede más, los Estados lo han reconocido.

Ya no se puede seguir la lógica del crecimiento por endeudamiento.
La otra salida ha sido justamente la acumulación militarizada a través del Estado policial global y las guerras. En España, la coalición actual introduce medidas de asistencia, etc. deteniendo momentáneamente el mensaje fascista o la base social de un fascismo. Pero en el momento que mañana, dentro de un año, 18 meses, llegue un colapso financiero global como el de 2008, de repente esas medidas ya no se podrán sostener en medio de una depresión económica global. Y, a menos que haya una radicalización de esas medidas con bases masivas de la izquierda o de las clases populares, vendrá el fascismo.

Hay precedentes en la historia.
Eso es lo que pasó con el colapso de 1929 a 1931, que es justo cuando tanto la izquierda como la derecha fascista subieron y el centro se colapsó. Eso es lo que estamos viendo ahora. Y cuando haya otro colapso, eso es lo que va a pasar. Cuando vino la Gran Depresión de los 30, ganaron los fascistas, porque se juntaron con el capital. Ese fue el viraje en Alemania: en cierto momento el capital alemán, que ahora es capital transnacional, no estaba seguro de apoyar a los nazis. Después tuvo lugar una famosa reunión con los ejecutivos de gran capital y parafraseando, [Adolf] Hitler dijo “cálmense ustedes, vamos a representar sus intereses, vamos a proteger y hacer avanzar sus intereses”. A partir de ese momento, gana el fascismo sobre la respuesta izquierdista a la Gran Depresión. Para concluir quiero decir que esa contención de la amenaza fascista en España es temporal porque depende del estado de toda la economía global. Y esa economía global está en profunda crisis estructural. El riesgo, es como mínimo, de una fuerte recesión, pero creo que mucho más. Y eso está a la vuelta de la esquina.

Diego Salazar: “Si los discursos populistas tienen éxito en nuestros países es porque hay granos de verdad en lo que dicen sus líderes”

Periodista y analista político, Salazar lideró ‘Populismos. Una ola autoritaria amenaza Hispanoamérica’, una ambiciosa publicación que disecciona este fenómeno de la mano de 11 autores

Por Renzo Gómez Vega

Ni de izquierda ni de derecha, ni conservador ni progresista, ni liberal ni estatista. El populismo de hoy es diverso y maleable, y como tal merece analizarse de forma individual conforme a su propio contexto histórico, social, económico y cultural. Conocedor de la realidad latinoamericana, el periodista peruano Diego Salazar (Lima, 42 años) lideró un proyecto ambicioso desde Ciudad de México, donde reside desde hace un lustro: ahondar en los matices del populismo de nuestro vecindario. El coordinador de Populismos. Una ola autoritaria amenaza Hispanoamérica (Ariel), donde una decena de autores ofrecen su lectura del fenómeno, conversa con EL PAÍS sobre el panorama regional.

Pregunta. A lo largo del libro se ensayan varias definiciones sobre qué es el populismo. ¿Cuál es la suya?

Respuesta. Es una estrategia o herramienta política que se basa en una narrativa de blanco y negro, extremadamente polarizante, según la cual existen unas élites malas, corruptas y delincuenciales cuyo único interés es afectar a las mayorías que, en esencia, son el pueblo bueno. Es el mínimo común denominador de todas las definiciones, y lo considero acertado. A ello le sumo que es connatural al populismo que exista un líder o lideresa que enarbole este discurso para que se convierta en una parte relevante de la discusión pública.

P. Promesas históricas no saldadas, fracturas irreconciliables, una prosperidad que nunca llega. ¿Se puede afirmar que Latinoamérica ofrece las condiciones para que el populismo funcione?

R. Hay autores que han debatido si el populismo es una tradición latinoamericana y no estoy de acuerdo. No suelo inclinarme por explicaciones culturalistas. Pero sí existen ciertas condiciones como las que nombrabas que facilitan el arraigo. Si los discursos populistas tienen éxito en nuestros países es porque hay granos de verdad en lo que dicen sus líderes: sí tenemos élites corruptas, sí batallamos todavía por garantizar igualdad ante la ley, sí tenemos instituciones que muchas veces no velan por el bienestar de todos los ciudadanos. De eso se vale el populismo para aportar soluciones simplistas. La paradoja es que el éxito del discurso populista hace que las oportunidades sean menores para las grandes mayorías.

P. ¿Los Gobiernos populistas derivan tarde o temprano en prácticas autoritarias?

R. A mí me gustan esos matices. A ver, lo que voy a decir va a sonar un poco enredado. Si bien no todo populismo necesariamente deriva en autoritarismo, sí creo que en el populismo anida un germen autoritario. Uno de los factores primordiales para definir si un populismo terminará por expresarse de manera autoritaria o no es el paso del tiempo. Cuando un régimen populista tiene éxito por lo general tiende a perennizarse. Y esa sin lugar a dudas es una de las características fundamentales del autoritarismo. El caso de Venezuela es clarísimo.

P. ¿El populismo ciega a sus líderes que acaban por traicionar sus ideales o es una fachada para llegar al poder?

R. Eso es algo bien interesante. Yo me pregunto constantemente: ¿en realidad se están creyendo lo que dicen o es una estrategia, una expresión de cinismo político? Como en la mayoría de asuntos hay parcelas de verdad en uno y otro lado. Por ejemplo, considero que Andrés Manuel López Obrador sí cree estar haciendo el bien al poner énfasis en las personas desfavorecidas aun a despecho de desarmar instituciones fundamentales para el funcionamiento del Estado mexicano. Pero a la vez hay otros asuntos donde no me termino de creer lo que él dice en su famosa conferencia matutina de Las mañaneras. Pese a la virulencia de su discurso en contra de las élites y los bancos es extremadamente conservador en el manejo de la economía. Entonces una cosa es el discurso y otra cosa la acción.

La portada del libro 'Populismos. Una ola autoritaria amenaza hispanoamérica'.
La portada del libro ‘Populismos. Una ola autoritaria amenaza hispanoamérica’.Editorial Ariel

P. ¿Y quién sí podría decirse que terminó cegado por el populismo?

R. Quizá Donald Trump, que no es analizado en el libro porque no es hispanoamericano. No es un tipo extremadamente conservador. De hecho coqueteó con el partido Demócrata durante décadas. Y sin embargo, su deriva populista autoritaria lo llevó al otro extremo del espectro político. Una deriva protofascista incluso. Allí me parece que hay un tipo que acabó devorado por su propio discurso.

P. ¿Fidel Castro?

R. A la luz de los hechos y las décadas tenemos claro que era un proyecto autoritario revestido de cierta justicia social. Eso no quiere decir que haya que dar por buena la dictadura que derribó en Cuba. Se sustituyó una dictadura por otra.

P. ¿Qué le ha parecido Javier Milei en este par de semanas en la Casa Rosada? De momento ha crispado a los argentinos con el anuncio de su megadecreto.

R. Milei candidateó como un populista libertario en lo económico y ultraconservador en lo social. Hasta la elección de primera vuelta se dedicó principalmente a crispar y polarizar a una sociedad que se encuentra entre las más polarizadas de la región, en parte por el fracaso enorme del proyecto kirchnerista. Bajó algunos decibeles de cara a la segunda vuelta, donde se alió con la principal oposición al kirchnerismo, el macrismo, a quienes antes había señalado como miembros de la casta. Tras la victoria ha llegado lo que se esperaba, anuncios de shock económico, que en algunos recuerdan al Perú de inicios de los años noventa, poner en stand by el proyecto de dolarización, durante meses la principal bandera del candidato Milei, y pactos más firmes con el macrismo, traducidos en la colocación de nombres asociados al gobierno de Macri en puestos claves, como Luis Caputo al mando de Economía. Estamos viendo ahora el amplio abanico de reformas del megadecreto de Bases para la reconstrucción de la Economía argentina, que debe entrar en vigencia antes de fin de año. Y es ahí, cuando pasemos de la lírica a la acción, que veremos finalmente al verdadero Milei.

P. ¿Le sorprendió su triunfo y la diferencia con la que se impuso en la segunda vuelta?

R. La sorpresa la dio Milei en las PASO en agosto. A partir de ahí y de los distintos movimientos realizados por la Libertad Avanza y Juntos por el Cambio estaba claro que podía pasar cualquier cosa. Al final, la victoria de Milei termina por inscribirse en la ola anti-incumbentes que venimos viendo en Latinoamérica desde hace ya unos años y que es una expresión, quizá la más importante, del rechazo de las mayorías a la clase política y a las élites en general. La gente está harta y se siente traicionada y termina votando por candidatos que expresan o encarnan esa frustración.

P. En el libro, el escritor Carlos Granés, que analiza los ingredientes del populismo en Colombia, sostiene que como “los populistas defienden sus actos en nombre de un ideal pueden acabar defendiendo ideas cerradas, y que por eso para ellos su proceder siempre será acertado”.

R. Allí está el germen autoritario del que hablábamos. También lo explica muy bien Yanina Welp sobre el caso argentino. El populismo tiene inherentemente una necesidad de hacer ese corte limpio entre buenos y malos. Una distinción arbitraria evidentemente porque depende del líder carismático. Como nosotros somos los buenos, se eleva la violencia del discurso. Porque claro, si hay un Gobierno, una élite o unos actores en la sociedad que son malos en esencia pues casi todo está permitido para luchar contra ellos, incluso desaparecerlos.

P. Un peligro por donde se le mire…

R. Creo que el populismo entraña dos peligros fundamentales: los otros líderes políticos que tal vez no habían contemplado utilizar herramientas de corte populista terminan haciéndolo ante la aparición de un populista exitoso y por otro lado para sostener su narrativa se eleva la violencia del discurso. Y una vez que se cruzan ciertas barreras es muy difícil dar vuelta atrás. La violencia es consustancial al populismo y es el principal peligro que entraña.

P. El caso más reciente es Bukele. Para vencer a la delincuencia se ha legitimado la violencia.

R. Bukele concentra muchas de estas cuestiones para entender el populismo. Cuando tienes altísimos niveles de inseguridad y ves indefenso la inacción del Estado para atajar el problema, llega un momento en que estás dispuesto a abrazar cualquier solución. La solución Bukele pasa por desmantelar el Estado de derecho y cualquier persona que cuestione su narrativa es convertido rápidamente en un enemigo de los salvadoreños. Ahora, tampoco se puede juzgar a la población de una forma muy severa dado el profundo problema que existía, pero lo cierto es que quién sabe si aquellos que se consideran “buenos salvadoreños” terminen siendo parte de los “malos”.

P. ¿Termina siendo una bomba de relojería?

R. Así es. Te puede explotar cuando menos te lo esperas. En esa narrativa de los buenos y malos uno no sabe de qué lado va a estar. Muchas veces quienes se sienten atraídos por discursos populistas lo hacen pensando que no tienen nada que perder porque son los “buenos”, pero eso en realidad depende de los ánimos del líder.

P. Alberto Vergara inicia su ensayo señalando que es difícil imaginar a un populista fracasado, pero que Pedro Castillo hizo todo los méritos para ser la excepción. ¿En medio de esa intrascendencia qué le reconoce?

R. Le reconozco lo que estamos viviendo en el Perú actualmente, con este Gobierno ineficiente que ni siquiera logra ser populista porque no tiene nada que ofrecer, y que está maniatado por completo por sectores conservadores, cuasi mafiosos, del Congreso. Todo eso es consecuencia de un populismo fracasado. Dina Boluarte y su primer ministro Alberto Otárola no existirían si Castillo no hubiese convertido su Gobierno en un populismo de kindergarten mezclado con una mafia que no tenía más objetivo que lucrar del Estado. El actual Gobierno es consecuencia de Castillo.

P. ¿Por qué son tan importantes los simbolismos y los rótulos? Gustavo Petro se empecinó en recibir la banda presidencial con la espada de Bolívar y ha sido catalogado como el primer presidente de izquierda de Colombia por dar un ejemplo.

R. Los populistas suelen ser narradores muy hábiles. Precisamente porque el populismo no es una ideología ni una filosofía política. Es en el fondo una narrativa, un relato, el cual nos puede gustar o no. Muchas veces nos preguntamos cómo la gente es capaz de creerse tal o cual cosa, y tenemos que entender que los relatos tienen una audiencia y no necesariamente esos mensajes están destinados hacia nosotros.

P. La burbuja de X se suele pinchar después de cada elección en Latinoamérica…

R. Exacto. Los seres humanos somos una multitud de factores que configuran la manera en que percibimos, entendemos y sentimos el mundo. Al juzgar estos fenómenos nos resulta increíble cómo puede calar el mensaje de Milei o el de Lula y Rafael Correa en su momento y nos llevamos las manos a la cabeza. Es importante ser capaces de distanciarnos de nuestra mirada de las cosas y expresar cierta empatía para comprender lo que pasa en el vecindario. Ahora, dependiendo del sistema electoral de cada país, no siempre hace falta obtener la mayoría para ser elegido presidente. Es decir, no hace falta convencer a todo el pueblo. Basta que una audiencia suficiente compre la narrativa.