Paolo Virno: «La antropología es el campo de batalla de la política»

Por Colectivo Situaciones

Colectivo Situaciones: Nos parece que un diálogo con vos tiene que partir de lo que parece ser una gran premisa de tus trabajos y el de otros tantos compañeros italianos, como es la teorización del posfordismo desde el punto de vista del trabajo y sus mutaciones. Es claro que en tu punto de vista el posfordismo pone en juego –saca a la superficie– rasgos o caracteres de especie –y por tanto, no especializados– que antes se hallaban por fuera de la producción capitalista. Y bien: ¿es posible encontrar, según esta perspectiva, en tus últimos textos –que reunimos en este libro– una cierta continuidad entre las preocupaciones que aparecen en Gramática de la multitud y estas indagaciones en torno al animal humano, el lenguaje, la innovación y lo “abierto”? ¿Dirías que la propia investigación sobre el posfordismo y la multitud requieren un giro por las neurociencias, la antropología y la lingüística moderna como modo de arribar a la naturaleza del animal lingüístico y a sus perspectivas políticas actuales? ¿Por qué? ¿Es siempre la misma preocupación política la que persiste en esta deriva de tus investigaciones?

Paolo Virno: Puedo equivocarme, es cierto, pero me parece que incluso las investigaciones más abstractas que he tratado de desarrollar en estos últimos quince años han tenido como punto de partida la multitud contemporánea. La multitud es el sujeto gramatical y el análisis sobre la estructura del tiempo histórico (El recuerdo del presente, Paidos, 2003) y las principales prerrogativas del lenguaje verbal (Cuando el verbo se hace carne, Tinta Limón-Cactus, 2004) son los predicados. Estoy verdaderamente convencido de que la multitud es el modo de ser colectivo caracterizado por el hecho de que todos los requisitos naturales de nuestra especie adquieren una inmediata importancia política. Por esto me pareció importante indagar en profundidad estos requisitos. Es claro que no sirven para nada los cortocircuitos, las fórmulas brillantes con las que, melancólicamente, se intenta ganar un gran aplauso. Si se habla de lenguaje verbal, o de tiempo histórico, es necesario asumir una travesía en el desierto, en la que nos vamos a encontrar con paradojas y callejones sin salida, en la que nos perderemos en análisis complicados que requieren instrumentos específicos. Tan solo al final de un recorrido teórico no poco tortuoso –y precisamente gracias a eso– se descubre (sólo a veces,  por supuesto) que los problemas enfrentados permiten comprender mejor –no metafórica, sino literalmente– las acciones y las pasiones más actuales.

La indagación sobre la “naturaleza humana” concierne centralmente a la lucha política. Pero a condición, por supuesto, de evitar algunas  tonterías significativas. La más tonta de estas tonterías consiste en querer deducir una estrategia política –y, en el peor de los casos, hasta una táctica– de los rasgos distintivos de nuestra especie. Es lo que hace Chomsky (admirable, por otra parte, por el vigor con el que pelea contra los canallas de la administración de los Estados Unidos) cuando dice: el animal humano, dotado por motivos filogenéticos de un lenguaje capaz de hacer cosas siempre nuevas, debe batirse contra los poderes que mortifican su congénita creatividad. Buenísimo, ¿pero qué ocurre si la creatividad lingüística se vuelve recurso económico fundamental  en el capitalismo posfordista? La antropología es el campo de batalla de la política, no un apuntador teatral que nos dice qué es necesario hacer. La “naturaleza humana” –es decir, las invariantes biológicas de nuestra especie– nunca dispone una solución: es siempre parte del problema.

Los grandes clásicos del pensamiento político moderno, Hobbes y Spinoza para mencionar sólo a los más notorios, han visto en la naturaleza humana la materia prima de la acción política: una materia prima a partir de la cual la acción política puede generar formas histórico-sociales harto diversas. Por eso Hobbes y Spinoza han sido, entre otras cosas, dos antropólogos profundos y realistas. Pero, ¿qué cosas han cambiado hoy respecto de la época en la que se formó el estado moderno? Una sobre todo: las principales facultades del animal humano, además de sus afectos característicos, son colocadas como resortes de la producción social. Marx definía la fuerza de trabajo como “el conjunto de las capacidades psíquicas y físicas de un cuerpo humano”. Pues bien, esta definición se vuelve completamente verdadera sólo en los últimos treinta años. En efecto, solo recientemente las competencias cognitivas y lingüísticas han sido puestas a trabajar. De este modo, quien –con gestos de desprecio– descuida la indagación sobre la “naturaleza humana”, no está en condiciones de comprender las características sobresalientes de la fuerza de trabajo contemporánea. El panorama teórico actual está atestado de naturalistas ciegos a la historia y de historicistas que se indignan si se habla de naturaleza. El defecto de unos y de otros no está en la parcialidad de sus acercamientos, sino, por el contrario, en la incapacidad de ambos para aprehender los aspectos sobre los que concentran unilateralmente su atención. Los cultores de una naturaleza humana de la que ha sido borrada la dimensión histórica equivocan, en última instancia, su percepción sobre la naturaleza; los cultores de una historia escindida del trasfondo biológico no dan cuenta, de ninguna manera, de la historia. La teoría de la multitud debe sustraerse a este doble impasse.

CS: Tal vez no sea justo hablar de un “pesimismo” en estos textos pero, sin dudas, la cuestión del “mal” en el “animal abierto”, ya no protegido por la soberanía del estado –ahora en crisis–, recoloca la cuestión de lo negativo en el centro de tu reflexión, dando a la noción de ambivalencia una mayor nitidez. ¿Por qué surge la necesidad de abundar en lo “negativo” ahora? ¿Se debe a coyunturas políticas y teóricas que nos puedas explicar o, más bien, a otro tipo de exigencia reflexiva? ¿Qué consecuencias tiene, en tu trabajo, este énfasis? ¿Cómo definírías el estatuto teórico y político de la “negación no dialéctica”?

PV: En los últimos años trabajé sobre dos cuestiones –una lógico-ligüística, la otra antropológica— que tienen mucho que ver con la multitud. La primera cuestión, la lógico-lingüística, dice así: ¿cuáles son los recursos mentales que nos permiten cambiar nuestra forma de vida? ¿En qué consiste una acción innovadora? ¿Qué ocurre precisamente cuando una regla deja de funcionar, pero aún no se ha encontrado otra que la reemplace? A estas preguntas he tratado de responderlas examinando detalladamente un ejemplo significativo de creatividad lingüística: el chiste. El chiste es un microcosmos en el que operan las mismas fuerzas que, a gran escala, nos permiten un éxodo social y político. Por eso, hablando del funcionamiento de la frase humorística, me he encontrado discutiendo, entre otras cosas, el estado de excepción y la crisis de un sistema normativo.

La segunda cuestión, la antropológica, concierne a la carga destructiva inscripta en nuestra especie, a la “negatividad” con la que tiene que lidiar un ser dotado de lenguaje. Entre las dos cuestiones hay un vínculo muy estrecho: por paradójico que pueda parecer, los requisitos que posibilitan la innovación son los mismos que alimentan la agresividad en los enfrentamientos entre semejantes. Basta pensar en la negación lingüística: ésta permite oponerse a una ley injusta, pero abre la posibilidad, también, de que pueda tratarse a alguien (a un hebreo o a un árabe, por ejemplo) como a un no-hombre. Los ensayos recogidos en este libro están dedicados a la “lógica del cambio” y al llamado “mal”. Ambos términos, repito, tienen su referente carnal en la multitud posfordista. Se podría decir: la multitud está caracterizada por una fundamental oscilación entre la innovación y la negatividad.

Pero la pregunta de ustedes se refiere, sobre todo, a la negatividad, a la peligrosidad del animal humano. Procuraré, por consiguiente, decir algo más sobre este aspecto. La reflexión sobre la negatividad, sobre el mal, no nace de un juicio pesimista sobre el presente, de una desconfianza en los nuevos movimientos. Al contrario, es la madurez de los tiempos la que impone esta reflexión: hoy es concebible una esfera pública por fuera del estado, más allá del estado. Esto significa que es totalmente realista construir –en las luchas sociales– instituciones que ya no tengan como jefe al “soberano”, que disuelvan todo “monopolio de la decisión política”. Estas instituciones pos-estatales deben ofrecer de distintos modos –y resolver de distintos modos– el problema de cómo mitigar la agresividad del animal humano, su carga (auto)destructiva. Es la actualidad de la superación del estado la que vuelve imperiosas preguntas como éstas. Y repito: no es precisamente una injustificada melancolía por el curso del mundo. Pensar que la multitud es absoluta positividad es una tontería inexcusable. La multitud está sujeta a disgregación, corrupción, violencia intestina. Por otro lado, sus primeras manifestaciones no suelen ser exaltadas: en los años ’80 –mientras el fordismo entraba rápidamente en crisis– las nuevas figuras del trabajo social se presentaron con rasgos “desagradables”: oportunismocinismomiedo. Si el nuestro es un éxodo que nos conduce más allá de la época del estado, no podemos no tener en cuenta las “murmuraciones en el desierto”. Para pensar las murmuraciones, es decir, la negatividad inscripta en la multitud (acordémonos de la violencia sobre los más débiles que fue verificada en el estadio de New Orleans donde estaban refugiados los “muchos” que no tenían los medios para  escapar del ciclón Katrina…), son necesarias categorías diferentes a las dialécticas y nociones distintas, por ejemplo, de aquella de “antítesis”. De acuerdo. Pero necesitamos categorías que estén en condiciones de asumir toda la realidad de lo negativo –en lugar de excluirlo o velarlo. En este libro propongo las nociones de “ambivalencia” y de “oscilación”. Y también un uso no freudiano del término freudiano “siniestro”. Freud dice que lo que nos aterroriza es precisa y solamente aquello que, en otro momento, tuvo la capacidad de protegernos y tranquilizarnos. Así, esta duplicidad de lo siniestro puede servir, tal vez, para decir que la destructividad es sólo un modo “otro” de manifestarse de aquella capacidad que nos permite, por otro lado, inventar nuevos y más satisfactorios modos de vivir.

CS: Hay en tu trabajo una discusión en torno a la noción schmittiana de soberanía. Esa discusión, sin embargo, se relativiza ante el diagnóstico de la crisis profunda de los estados centrales. Aún así, a lo largo de tus textos persiste una preocupación por evitar recaer en perspectivas políticas “estatistas”. Pero si la soberanía estatal está en crisis ¿cuáles serían estos riesgos?

En todos tus textos se percibe además la supervivencia de un razonamiento caro a la tradición del obrerismo italiano sobre el posfordismo, según el cual la medida del valor, que ha entrado en crisis con las mutaciones del proceso productivo, vive, sin embargo, una sobrevida reaccionaria en la forma salarial. ¿Crees que algo similar ocurre con la soberanía política? ¿Es ella también una forma anacrónica pero paradojalmente presente de la medida de la vida contemporánea, como el salario?¿Y cómo convive todo esto con la noción de un “estado de excepción permanente”?

PV: El estado central moderno conoce una crisis radical, pero no cesa de reproducirse a través de una serie de metamorfosis inquietantes. El “estado de excepción permanente” es, sin duda, uno de los modos en que la soberanía sobrevive a sí misma, prolonga indefinidamente la propia decadencia. Vale para el “estado de excepción permanente” aquello que Marx decía de las sociedades por acciones: estas últimas constituían, a su juicio, una “superación de la propiedad privada sobre la base misma de la propiedad privada”. Dicho de otra manera, las sociedades por acciones dejaban filtrar la posibilidad de superar la propiedad privada, pero, al mismo tiempo, articulaban esta posibilidad reforzando y desarrollando cualitativamente la misma propiedad privada. En nuestro caso se podría decir: el “estado de excepción permanente” indica una superación de la forma-estado sobre la base misma de la estatalidad. Es una perpetuación del estado, de la soberanía, pero también la exhibición de su propia crisis irreversible, de la plena madurez de una república ya no estatal.

Yo creo que el “estado de excepción” sugiere algunos puntos para pensar las instituciones de la multitud de manera positiva, su posible funcionamiento, sus reglas. Un ejemplo solamente: en el “estado de excepción” se atenúa –hasta desaparecer casi por completo– la diferencia entre ”cuestiones de derecho” y “cuestiones de hecho”: las normas vuelven a ser hechos empíricos y algunos hechos empíricos adquieren un poder normativo. Así, esta relativa indistinción entre norma y hecho –que hoy produce leyes especiales y cárceles como Guantánamo– puede tener, sin embargo, una declinación alternativa, voviéndose un principio “constitucional” de la esfera pública de la multitud. El punto decisivo es que la norma debe exhibir siempre su origen actual y, al mismo tiempo, mostrar la posibilidad de influir en el ámbito de los hechos. Debe exhibir, en fin, su revocabilidad y su sustituibilidad. Toda regla debe presentarse, al mismo tiempo, como una unidad de medida de la praxis y como algo que debe, a su vez,  ser medido siempre de nuevo.

CS: Todo esto se articula con tu crítica a un cierto antiestatismo ingenuo, que se pronuncia en nombre de una supuesta bondad originaria de la multitud, una y otra vez arruinada -rousseauneanamente- por la institución (del lenguaje, de la propiedad, etc.). Por nuestra parte encontramos mucha potencia en esta argumentación que nos coloca, por así decirlo, “de cara a la ambivalencia” radical. Y agradecemos mucho esta valentía de complejizar allí donde nuestras debilidades pueden ser más notables.

En este contexto, sin embargo, tu advertencia no llega al escepticismo, en la medida en que evocás de muchas maneras la noción de “institución” de la multitud (katechon, “negación de la negación”, etc). Entonces: ¿cómo pensar la dimensión política de estas “instituciones” (¿de éxodo?) en relación con el diagrama estratégico en el que encontramos de un lado a la soberanía estatal (¿en crisis pero revivida?)pero también respecto del mal con el que la multitud debe coexistir mediante operaciones de diferimiento, desplazamiento y contención? ¿Hay relación entre “mal” y “soberanía” en la época en que “lo abierto” del animal lingüístico fuerza la excepción cotidiana (“¿fascismo postmoderno?”)? ¿Podrías explicarnos cómo vislumbrás este juego político-institucional en su “nueva” complejidad?

PV: A esta pregunta he intentado responderla de modo detallado en el ensayo “El llamado mal y la crítica del estado”, incluido en este volumen. Incluso una respuesta parcial está contenida, creo, en algunas de las cosas que he dicho anteriormente. Quisiera agregar ahora, un par de consideraciones polémicas. Verdaderamente “escéptico” sobre la suerte del movimiento internacional me parece ser aquel que pinta la multitud como “buena por naturaleza”, solidaria, inclinada a actuar en armonía, ausente de toda negatividad. Quien piensa así, ya se ha resignado a reducir al movimiento new global a fenómenos contraculturales o mediáticos, a su metamorfosis en un conjunto de tribus marginales, incapaces de incidir realmente sobre las relaciones de producción. Reconocer el “mal” de la (y en la) multitud significa enfrentarse con las dificultades inherentes a la crítica radical de un capitalismo que valoriza a su modo la misma naturaleza humana. Quien no reconoce este “mal” ya se ha resignado a no tener demasiado vuelo; o, dicho de otro modo, se resigna al peligro de hacer vivir al movimiento por debajo de sus propios medios.

Segunda observación. Pongámonos de acuerdo con el uso de la palabra “institución”. ¿Es un término que pertenece exclusivamente al vocabulario del adversario? Creo que no. Creo que el concepto de “institución” es decisivo, también (y, acaso, sobre todo) para la política de la multitud. Las instituciones son el modo en que nuestra especie se protege del peligro y se da reglas para potenciar la propia praxis. Institución es, por lo tanto, también un colectivo de piqueteros. Institución es la lengua materna. Instituciones son los ritos con los que tratamos de aliviar y resolver la crisis de una comunidad. El verdadero desafío es individualizar cuáles son las instituciones que se colocan más allá del “monopolio de la decisión política” encarnado en el estado. O incluso: cuáles son las instituciones a la altura del “General Intellect” del que hablaba Marx, de aquel “cerebro social” que es, al mismo tiempo, la principal fuerza productiva y un principio de organización republicana.

CS: A diferencia de otras lecturas sobre el posfordismo, en tus argumentos pareciera que un cierto énfasis en la ambivalencia del animal lingüísitco y su relación con el Estado, llevan a una indiferencia respecto de los diagnósticos sobre las nuevas formas de control y gestión de las vidas que van más allá del poder de las soberanías de los estados nacionales (“sociedades de control”, la “noopolítica”, la “biopolítica”, etc). ¿Cómo plantearías tu posición al respecto?

PV: No, no soy en absoluto indiferente a otros análisis del posfordismo. Algunos los aprecio, otros los critico; todos, no obstante, me implican y me obligan a formularme preguntas, a reflexionar mejor.

Pongo dos ejemplos: la “sociedad de control”. Es una buena categoría. Significa, en líneas generales, que la cooperación del trabajo social perdería parte de su potencia (y de su eficacia en vistas de la valorización capitalista) si fuese dirigida y disciplinada en cada detalle. La invención y la innovación no son ya patrimonio del emprendedor shumpeteriano, sino prerrogativas del trabajo vivo. Para el capitalista es necesario apropiarse de la innovación a posteriori, seleccionando en ella los aspectos afines a la acumulación y eliminando todo lo que puede dar lugar a libres instituciones de la multitud. En cierto sentido, hay un retorno desde la “subsunción real” del trabajo hacia la “subsunción formal”. O, dicho de otra manera y dejando de lado la jerga marxiana, hay un pasaje desde formas de dominio basadas en la negación de toda autonomía de la fuerza de trabajo hacia  formas de dominio que impulsan a la fuerza-trabajo a producir innovación, cooperación inteligente, etc. Es necesario añadir: la “sociedad de control”, con su modernísima “subsunción formal”, requiere más, y no menos, violencia represiva. Y se entiende el por qué: la valorización capitalista del trabajo vivo en cuanto general intellect, si por un lado exige que el trabajo vivo goce de una cierta autonomía, por el otro debe impedir que ésta se transforme en conflicto político. Y lo impide con una ferocidad de la que el fordimo no tenía necesidad.

Segundo ejemplo: la biopolítica. El gobierno de la vida depende del hecho de que se vende la propia fuerza de trabajo. La fuerza de trabajo es pura potencia sin aún aplicación efectiva: potencia de hablar, de pensar, de actuar. Pero una potencia no es un objeto real. Ella existe en cuanto “alojada” por un organismo biológico, el cuerpo de obrero. Para esto el capital gobierna la vida: porque, precisamente, la vida es portadora de la fuerza de trabajo, sustrato de una pura potencia. No porque quiera mandar sobre los cuerpos como tales. Entonces, es de la noción de fuerza de trabajo que surge el gobierno de la vida. Foucault (junto a tantos otros) se desembarazó con demasiado apuro de Marx, con el efecto de llegar tiempo después a ciertos resultados marxianos, pero poniendo la cabeza en el lugar de los pies.

CS: Todas las noticias que llegan del mundo de las tecnociencias y la digitalización nos hablan de un intento directo de alterar la propia composición y forma de las especies, incluyendo la humana. Con la promesa de “mejorar lo humano” o simplemente “evitar el sufrimiento” existe actualmente un cúmulo de experimentos dirigidos a modificar la memoria, intervenir sobre el cebrero, el sistema nervioso, etc. Las tecnociencias operan sobre la hipótesis de un hombre-informático, genoma, ADN, etc. ¿Cómo leés estos intentos de modificación genética, de lo animal y de lo humano? ¿Apuntan realmente a desdibujar sus fronteras? ¿Qué naturaleza tiene el tipo de poder que opera en este nivel del tecnocapitalismo?

PV: El problema no es nuevo. El animal humano es el único que, más allá de vivir, debe volver posible la propia vida. Por un lado, esto es correlato de su contexto ambiental; por el otro, él mismo reformula siempre de nuevo la relación con este contexto. Es un animal naturalmetne artificial. Esto para decir que el hombre ha modificado siempre, al menos en cierta medida, su propio ambiente e, incluso, su propio cuerpo. O mejor: la praxis humana es siempre aplicada a las mismas condiciones que vuelven humana a la praxis. Hoy este aspecto se ha puesto en primer plano, ha devenido industria. En mi opinión, los movimientos deberían mostrar una cauta simpatía por las tecnociencias. Cauta, obviamente, porque éstas están sobrecargadas de intereses capitalistas. Pero simpatía, porque éstas muestran –aunque sea, incluso, de una forma a menudo detestable– la posibilidad de recomponer la antigua fractura entre ciencias del espíritu y ciencias naturales.

CS: Sobre la “ocurrencia”. Dado que la “ocurencia” es el diagrama interno de la innovación, y por qué no, de la praxis misma, surge de inmediato el problema del estatuto del “Tercero” que es a la vez “Público”. En una primera lectura nos ha parecido que si bien la “ocurrencia” reúne tres figuras o posiciones (el ocurrente, aquel sobre el que cae la ocurrencia y el tercero que aprueba o desaprueba la ocurrencia) en la que descansa toda esta estructura, que así es inmediatamente pública, sin embargo, pareciera subsistir un lugar más activo en el ocurrente mismo, es decir, en quien elabora su hipótesis-ocurrencia, cuya suerte será luego evaluada. La pregunta que te formulamos, entonces, es la siguiente: ¿qué hay de una política activa y posible del lado del Tercero Mismo? ¿No demanda la propia condición de la “inteligencia general” una permanente sensibilización respecto de las ocurrencias de los otros, y no sólo una búqueda atenta del momento propicio para devenir uno mismo ocurrente?

PV: Estoy completamente de acuerdo con la hipótesis que formulan. En el chiste, la “tercera persona” (así la llama Freud), esto es, el público, es un componente esencial, pero pasivo. Equivale, a groso modo, a aquellos que asisten a una asamblea política, valorando los discursos que se suceden en ella. Sin la presencia de estos espectadores, los discursos pronunciados no tendrían sentido alguno. Pero, al menos a primera vista, ellos no hacen nada. ¿Es realmente así? Quizás no. Sobre todo al interior del movimiento new global, el rol de la “tercera persona”, del público, es, ya de por sí, una forma de intervención activa. Hoy, quien escucha una ocurrencia o un discurso político, lo rearticula mientras lo escucha, elabora sus desarrollos posibles, modifica su significado: en síntesis, lo transforma en el momento mismo en que lo recibe. Tiene que ver, en fin, con un público activo.

Afrontar la guerra en Ucrania: argumentos para una «agenda de izquierdas»

Por Catherine Samary

Al comienzo de la invasión, personas de todas las clases sociales hacían cola ante los centros de reclutamiento. Casi dos años después, esto ya no es así (…). Para que la gente arriesgue su vida, tiene que estar segura de que es lo correcto (…). Tienen que tener la oportunidad de participar en la definición del futuro del país[1].

Como miembro de la organización ucraniana Sotsialny Rukh (Movimiento Social)[2], Oleksandr Kyselov comienza recordando un rasgo esencial ignorado por muchos en la izquierda: la masiva movilización popular ante la invasión rusa de Ucrania el 24 de febrero de 2022. Frente a la dificultad de mantener este nivel de movilización en el contexto de una guerra asesina en curso y de los ataques sociales del régimen de Zelensky, Kyselov subraya a continuación el doble desafío: democrático y social. Esta es la sustancia de lo que él llama una «agenda para la izquierda», que debemos aprovechar[3] escuchando lo que expresan la izquierda ucraniana y las organizaciones de esta sociedad directamente afectadas por la guerra.

Esta ha sido y sigue siendo la orientación de la red de izquierda europea RESU/ENSU[4], creada en la primavera de 2022: su plataforma expresa el apoyo a la resistencia popular ucraniana contra la invasión rusa, rechazando todas las formas de colonialismo y basada en la independencia de todos los gobiernos. Esta orientación nos distingue de otros programas antibelicistas de corrientes que se reclamaban de la izquierda: nos desmarca de quienes sitúan al mismo nivel Ucrania y a Rusia, donde prepondera el capitalismo oligárquico, porque su internacionalismo no ve las relaciones de dominación neocoloniales e imperiales de Rusia. Criticamos las posturas que ignoran la dimensión esencial de la lucha de liberación nacional de Ucrania contra la ocupación rusa. Esto también les lleva a ocultar (o denigrar) el papel clave de la resistencia armada y no armada de Ucrania, considerada como un mero corre-vete-y-dile de los intereses de las potencias occidentales. Cierto, pueden sentir lástima por el pueblo ucraniano, condenado a no ser más que carne de cañón para una causa extranjera (los objetivos del imperialismo occidental), una víctima pasiva en cuyo nombre reclaman el derecho a decretar el cese de los combates. A esta posición se le añadieron dos variantes: si se reconocía la existencia del imperialismo ruso, se denunciaba la guerra como interimperialista, es decir, que Estados Unidos y la OTAN rivalizaban con Rusia por el control de Ucrania. Y otras corrientes consideran que los argumentos rusos estaban bien fundados (incluso si la invasión les pare abusiva): hicieron de la OTAN la razón de la guerra lanzada por Rusia para protegerse de la OTAN, retomando, de ese modo, la opinión de que la caída del presidente ucraniano Yanukóvich (del que se decía que era prorruso en 2014) habría sido una especie de golpe de Estado fascista y antirruso apoyado por la OTAN[5]. Un manifiesto feminista de marzo de 2022 también defendió una postura pacifista frente a la guerra, ignorando el punto de vista de las feministas ucranianas. Me negué a firmarlo por esta razón[6], aunque obviamente comparto el apoyo a las feministas rusas pacifistas. Como crítica a este Manifiesto, el taller feminista de la RESU/ENSU se puso en contacto con las mujeres ucranianas y apoyó su Manifiesto feminista El derecho a resistir[7]. Esta fue la primera acción internacional que ilustró la agenda de izquierdas por una Ucrania independiente y democrática, ampliada por numerosas iniciativas de colectas y convoyes sindicales que se realacionan directamente con las organizaciones de la sociedad civil ucraniana.

Hacer visibles las causas de la guerra y de la resistencia ucraniana
Varias características de esta guerra explican –sin justificarlas– la tendencia dominante en la izquierda a ocultar Ucrania y su resistencia popular a la invasión imperial rusa. Se pueden explicar por la dificultad de existir como izquierda en Ucrania porque hay que luchar en varios frentes[8],: desvincularse del pasado estalinista (alabado por Putin); oponerse a la invasión y a la voluntad imperial gran rusa impugnando al mismo tiempo los ataques sociales del régimen neoliberal de Zelensky y sus posiciones ideológicas tanto más apologéticas de los valores occidentales cuanto que el país necesitaba imperiosamente la ayuda financiera y militar de Occidente frente a la potencia rusa y el hecho de que la guerra ha consolidado la OTAN y ha favorecido la militarización de los presupuestos.

Pero además de estas dificultades, hay un factor ideológico y político esencial en la posición de la izquierda ante esta guerra: ¿cómo tratan la cuestión nacional en general, y la cuestión ucraniana en particular, los marxistas y, más ampliamente, los movimientos que se reclamaban emancipadores[9]? ¿La defensa de la identidad ucraniana es reaccionaria o pequeñoburguesa en esencia?  En vísperas de la invasión de febrero de 2022, Putin reivindicó a Stalin frente a Lenin que habría inventado Ucrania, una narrativa que Hanna Perekhoda cuestiona enérgicamente[10]. Por otra parte, para la evolución del pensamiento de Lenin, Ucrania fue sin duda lo que Irlanda había sido para Marx[11] en el rechazo de un seudo universalismo proletario autodenominado marxismo, ciego a las relaciones de dominación y opresión combinadas con las relaciones de clase. El reconocimiento del derecho de los pueblos a la autodeterminación y, por tanto, de la realidad de una lucha por la liberación nacional, era y sigue siendo esencial –y profundamente relevante– hoy en día contra la invasión imperial rusa de Ucrania[12].

El programa de izquierdas que aquí se defiende implica, por tanto, una tarea esencial: verificar/demostrar la realidad de la resistencia popular ucraniana a la guerra. Laurent Vogel (miembro de la red belga RESU/ENSU) subraya en un texto que analiza el trabajo y la guerra[13] en la sociedad ucraniana «hasta qué punto la resistencia es global: en el frente contra el ocupante, en la retaguardia por una sociedad más igualitaria y democrática. En varias pequeñas empresas han surgido formas de autogestión (…). Para todas las actividades esenciales, como la sanidad, la educación y el transporte, la creatividad de los grupos de trabajo ha tenido que improvisar soluciones de emergencia que han resultado más eficaces que las propuestas por la dirección».

Como analiza Oksana Dutchak, miembro del consejo editorial de la revista ucraniana Commons[14], tras dos años de guerra, la fragilidad de la resistencia popular es real. Destaca un sentimiento de injusticia: «injusticia en relación con el proceso de movilización, en el que las cuestiones de riqueza y/o corrupción conducen a la movilización principalmente (pero no exclusivamente) de las clases trabajadoras, lo que va en contra de la imagen ideal de la guerra popular en la que participa toda la sociedad». Por otra parte, añade, «la ausencia de una realidad y de perspectivas de futuro relativamente atractivas y socialmente justas desempeña un papel importante en las opciones individuales de todo tipo». Pero, prosigue, «esto no significa que la sociedad en su conjunto haya decidido abstenerse de luchar contra la agresión rusa, sino todo lo contrario: la mayoría comprende las sombrías perspectivas que impondría una ocupación o un conflicto enquistado, que podrían intensificarse con los renovados esfuerzos [de Rusia]». Aunque la mayoría se opone a muchas decisiones gubernamentales y puede que incluso que las deteste (una actitud tradicional en la realidad política de Ucrania desde hace décadas), la oposición a la invasión rusa y la desconfianza ante cualquier posible acuerdo de paz con el gobierno ruso (que ha violado y sigue violando desde los acuerdos bilaterales hasta el derecho internacional y el derecho humanitario internacional) son más fuertes, y es muy poco probable que esta situación cambie en el futuro». Por esta razón, «una visión socialmente justa de las políticas aplicadas durante la guerra y la reconstrucción de posguerra es un requisito previo para canalizar las luchas individuales por la supervivencia hacia un esfuerzo consciente por librar una lucha comunitaria y social: contra la invasión y por la justicia socioeconómica».

La lucha en varios frentes, contra todas las formas de campismo
Es esa lucha en varios frentes la que da a nuestro programa de izquierdas vías de acción social y sindical para ayudar a la resistencia ucraniana. Pero es también con esta lógica con la que debemos tratar concretamente la cuestión de la ampliación de la UE a Ucrania y el apoyo a la lucha armada ucraniana, fuente de las principales divergencias[15]. Esto debería ayudar a superar los diversos campismos[16], o la elección de un enemigo principal que lleva a apoyar al enemigo de mi enemigo mientras se guarda silencio sobre las propias políticas reaccionarias.

No sólo nos enfrentamos al histórico imperialismo occidental, encarnado en particular por Estados Unidos y la OTAN.  En Europa del Este, el agresor o la amenaza directa es el imperialismo ruso de Putin[17], apoyado por todos los antiguos ultraderechistas del mundo. El impacto de la propaganda de Putin en la izquierda o en las poblaciones alejadas de Rusia es su denuncia de las pretensiones hegemónicas del imperialismo occidental, como hacen los demás autócratas reaccionarios a la cabeza de los BRICS+. Lo que en realidad rechazan de Occidente no es la política imperialista de dominación, sino el monopolio occidental de esas relaciones. Lo que denuncian de Occidente no es todo lo que oculta las diferencias entre las libertades y los derechos reconocidos (para las mujeres, LGBT+, etc.) y la realidad, sino esos mismos derechos.

Pero también en contra de un campismo antirruso, una apología de Occidente. Esta no es la lógica de la plataforma RESU/ENSU[18]. Por otra parte, los frentes amplios de solidaridad con Ucrania pueden incluir –y esto es importante– una inmigración ucraniana antirrusa (entendemos por qué) que apoye las políticas neoliberales (como las de Zelensky) y a-crítica en relación a la UE y la OTAN. Es esencial trabajar por el respeto del pluralismo dentro de estos frentes, permitiendo a la RESU/ENSU y a las corrientes sindicales[19] preservar su autonomía de expresión. Pero también es necesario impulsar los debates en el seno de las corrientes de izquierda sobre cómo hacer avanzar una alternativa a las soluciones prácticas ofrecidas al pueblo ucraniano para protegerse de las amenazas de gran rusas.

De la UE a la OTAN: ¿qué tipo de Europa igualitaria basada en la solidaridad?
Las respuestas concretas basadas en la solidaridad y desde abajo a los ataques sufridos por la sociedad ucraniana son a menudo suplantadas en la izquierda por pseudo-orientaciones que se reducen a calificar a la UE y a la OTAN de capitalistas, y a calificar de pro (pro-UE o pro-OTAN) cualquier aceptación de la adhesión de Ucrania a estas instituciones. Sin embargo, la mayoría de estas mismas corrientes de izquierda se encuentran en países que son miembros de estas instituciones. Y no siempre se les oye hacer campaña para abandonarlas. Lo que no significa que hayan renunciado a analizarlas y combatirlas. La cuestión es ¿cómo hacerlo?

Independientemente de la guerra de Ucrania y de sus efectos, la izquierda anticapitalista se enfrenta desde hace décadas a la necesidad de un análisis crítico de estas instituciones (cada una con su historia y sus especificidades, pero todas marcadas por estar bajo la dominación de las fuerzas que dirigen el mundo capitalista), sin que sea posible ni eficaz hacer campaña para salirse de ellas independientemente de las crisis que las afectan.

Por lo que respecta a la UE: el Brexit está lejos de haber encarnado o permitido una orientación de izquierda convincente; como tampoco lo está la capitulación de Tsipras a los dictados de la Comisión Europea. Necesitamos construir una lógica de propaganda y lucha dentro/contra/fuera de la UE[20], con sus dimensiones tácticas transitorias, a actualizar en función de los contextos. La UE se enfrenta a contradicciones que se han agudizado con la crisis de la Covid, las emergencias medioambientales y la guerra de Ucrania.  Analicémoslas y debatámoslas concretamente. En lugar de rechazar la adhesión de Ucrania –como planteó dramáticamente Jean-Luc Mélenchon–, debemos plantear a escala europea las mismas batallas que libra la izquierda ucraniana: por la justicia social y medioambiental, la democracia y la solidaridad en la gestión de los bienes comunes, y la derrota de todas las relaciones neocoloniales de dominación.

Es necesario que las aspiraciones populares que se expresan en Ucrania -ampliamente compartidas por los pueblos de Europa- sirvan para cuestionar la gobernanza de la UE, dispuesta a ampliarse, con el objetivo de hacer avanzar una alternativa progresista en todo el continente. Por lo tanto, hagamos balance de las políticas neoliberales de dum-ping fiscal y social que han acompañado a las ampliaciones anteriores y que se están aplicando en Ucrania: ¿son capaces de derrotar la invasión rusa y de garantizar que la UE funcione de forma eficaz y solidaria? ¿O son una fuente de desunión, de aumento de las diferencias y de fracaso explosivo?

La victoria contra la invasión rusa no puede ser simplemente militar, pero no puede prescindir de las armas. Las armas son desesperadamente necesarias para proteger a la población civil, las infraestructuras del país y las exportaciones a través del Mar Negro.  Pero la paz sólo es posible si es justa porque es decolonial, respetando el derecho de los pueblos a la autodeterminación y, por tanto, también sus aspiraciones a la igualdad y la dignidad. Por ello, la decisión de construir una unión ampliada a Ucrania y a los demás países candidatos debe combinarse con un replanteamiento radical de las políticas basadas en la competencia de mercado y la privatización. La financiación pública debe destinarse prioritariamente a los servicios públicos (nacionales y europeos, en transporte, educación y sanidad), sobre todo en lo que respecta a los fondos de ampliación. Exigen otra forma de gobernanza para la Unión y una revisión a fondo de los Tratados para hacer viable una Unión ampliada y más heterogénea. Esto debe afectar también a la salida que se le dé a la guerra.

Sobre la OTAN
La izquierda europea perdió la oportunidad de hacer campaña por la disolución de la OTAN cuando estaba en el orden del día (en 1991 ante la disolución de la URSS y del Pacto de Varsovia). Pero también se encierra en escenarios míticos. Estados Unidos mantuvo la OTAN no contra Rusia, sino para controlar la unificación alemana –y la creación de la UE con la inclusión de una Alemania unificada–. Una OTAN que de repente se encontró sin enemigo: porque fue el propio Yeltsin quien desmanteló la URSS y lanzó las privatizaciones. Además, la Rusia de Yeltsin y luego la de Putin al inicio, fue uno de los socios de la OTAN y compartió la definición de su nuevo enemigo –el islamismo– en las guerras sucias libradas en Chechenia…

Fue tanto la consolidación de un Estado ruso fuerte, en frente interno como externo, como su temor a las revoluciones de colores y a la desconexión de los autócratas lo que tensó las relaciones con los vecinos de Rusia y con las potencias occidentales en la segunda mitad de la década de 2000. Estas tensiones no eliminaron la interdependencia entre la UE y Rusia en términos de energía, finanzas, comercio e incluso la seguridad. Al mismo tiempo, tras las crisis de Bielorrusia y Kazajstán (en 2021 y principios de 2022), Putin esperaba consolidar la Unión Euroasiática con la participación de Ucrania en el comercio con la UE, por una parte, y ofrecer a Occidente los servicios de la OTSC (Organización del Tratado de Seguridad Colectiva) tras el colapso de Estados Unidos y la OTAN en Afganistán. La OTAN (liderada por EE UU) estaba «en muerte cerebral» [Macron dixit] y no constituía una amenaza en vísperas de la invasión rusa. EE UU y las potencias occidentales esperaban, al igual que Putin, una rápida caída de Zelensky.

Pero si la Ucrania de 2014 estaba polarizada en sus intercambios y su proximidad entre la UE y Rusia, la invasión de Ucrania ha profundizado radicalmente el odio antirruso, incluso en las regiones más rusoparlantes que están siendo bombardeadas y ocupadas. Y la guerra ha dado una nueva razón de ser a la OTAN y a la industria armamentística, y ha reforzado el peso de Estados Unidos en la UE.

Sin embargo, nada de esto es estable: lo atestigua los intereses divergentes y en materia de energía en relación a China, la presión del Estado Mayor de la OTAN para presionar a Ucrania para que detenga la guerra y ceda algún territorio, o las incertidumbres de las elecciones estadounidenses… La noción de Gilbert Achcar[21] de una nueva Guerra Fría está abierta al debate. Pero es cierto que la guerra en Ucrania ha tenido efectos globales, aunque no se trate de una guerra mundial, y que ha desencadenado una nueva carrera armamentística que recuerda a la Guerra Fría.  El ascenso de los BRICS+ no les da coherencia sin conflictos; incluso entre Rusia y China. Marca el final de un periodo histórico de dominación occidental, pero sin eliminar el legado de interdependencia económica y financiera heredado de la era posterior a 1989, si bien la crisis financiera de 2008/9 y la de la covid han provocado nuevas reubicaciones regionales. Las relaciones de Alemania con Rusia se han visto profundamente perturbadas por las sanciones contra Rusia. Pero el peso y la dependencia de Estados Unidos y de la OTAN en Europa cambiarán en función de las futuras elecciones en Estados Unidos, y no se perciben de la misma manera en el sur de la UE o en los países de Europa central y oriental próximos a Rusia.

¿Qué movimiento contra la guerra?
La UE (todos sus Estados miembros e instituciones comunitarias) se ha convertido en el mayor contribuyente de la ayuda financiera, militar y humanitaria a Ucrania (por delante de Estados Unidos).  Las mayores contribuciones en % de los respectivos PIB (entre el 1 y el 1,5% del PIB del país) proceden de los países bálticos, nórdicos y centroeuropeos, los más directamente sensibles a la amenaza rusa para ellos mismos.  ¿Podemos culparles? Por supuesto, esta amenaza se explota hipócritamente para poner en tela de juicio los criterios ecológicos y sociales de las políticas europeas  y para aumentar los presupuestos militares.  La forma en que se evalúan las contribuciones, la distancia entre las promesas y las entregas son todo menos transparentes, al igual que lo es la proporción de los presupuestos de defensa que se destina realmente a Ucrania: debemos esforzarnos por impulsar un control social y democrático de las opciones presupuestarias y de producción, así como de la ayuda real que se presta a Ucrania, a nivel de cada país y de la UE. Esto choca con el afán de lucro de las industrias armamentísticas, que se escuda tras los secretos de defensa que rodean a los presupuestos. Eso es lo que debe abordar un movimiento antibelicista basado en el derecho de los pueblos a la autodeterminación, que podría defender la ayuda a Ucrania al mismo tiempo que un control social general sobre la producción y el uso de armamento[22].

De Ucrania a Palestina: “la ocupación es un crimen»[23]. Esto es lo que podemos avanzar con nuestros camaradas ucranianos. Un movimiento de izquierdas «a favor de una paz decolonial» debe enfrentarse a la mercantilización de las armas para controlar su uso cuestionando la lógica del beneficio ciego de los países receptores, como Israel o las autocracias reaccionarias. Del mismo modo, debemos emprender una campaña urgente para poner en tela de juicio el poder nuclear y denunciar todos los chantajes nucleares llevados a cabo por Putin.

El hecho de que Ucrania haya recurrido a la OTAN y a la UE para defender su soberanía no niega la realidad de la resistencia popular armada y desarmada, que hay que apoyar: si Rusia se retira, se acabó la guerra. Si Ucrania no resiste –sea cual sea el origen de las armas que utilice– ya no hay Ucrania independiente. Y otros países fronterizos con Rusia están amenazados. La derrota de Rusia por la resistencia popular es una condición previa para poner en el orden del día otras relaciones europeas, disolver todos los bloques militares y poner en tela de juicio cualquier lógica de reparto de las esferas de influencia.

¿Qué alternativa anticapitalista, qué visión de otra Europa y de otro mundo (ecosocialista) puede pretender ofrecer la izquierda si acepta la invasión rusa y no ayuda a la resistencia popular?

Notas
[1]  Extracto de “La Guerra en Ucrania: una agenda para la izquierda» del académico ucraniano Oleksandr Kyselov. Versión original en inglés en la revista ucraniana Commons/Spilne 21/12/2023.

[2] Véase «Quiénes somos» https://rev.org.ua/Sotsialnyii-rukh-who-we-are/

y la página web de la organización creada en 2019, en ucraniano e inglés: https://rev.org.ua/english/.

[3] Ver “La Guerra en Ucrania: una agenda para la izquierda»

[4] La NPA es miembro de esta red, en la que vengo participando desde el principio. Consulte su plataforma y actividades en la página web de ENSU (Red Europea de Solidaridad con Ucrania) (en varios idiomas) https://ukraine-solidarity.eu/.

[5] Ver Daria Saburova “Preguntas sobre Ucrania

[6] Catherine Samary  ¿Por qué no he firmado el Manifiesto Feminista contra la guerra en Ucrania?

[7] Feministas de Ucrania. El derecho a resistir.

[8] Catherine Samary La izquierda ucraniana se construye en varios frentes.

[9] Lowy, Michale, Haupt, Georges (1980) Los marxistas y la cuestión nacional. Barcelona: Fontamara.

[10] Para contrarrestar esta falsa narrativa, leáse a Hanna Perekhoda, «Lénine a-t-il inventé l’Ukraine ? Poutine et les impasses du projet impérial russe», en el trabajo colectivo L’invasion de l’Ukraine: conflits histoires et résistances populaires

[11] Anderson, Kevin B. (2024) Marx en los márgene: nacionalismo, etnicidad y sociedades no occidentales. Madrid: Verso.

[12] Cf. Lenin, Vladimir I. «La revolución socialista y el derecho de los pueblos a la autodeterminación”, Cf. También mi contribución “Le prisme de l’autodétermination des peuples. L’enjeu ukrainien” en el libro colectivo, L’invasion de l’Ukraine.

[13] Publicado en la revista del Institut syndical européen n° 28 (2º semestre de 2023) reproducido en la web Solidarité Ukraine Belgique

[14] Entrevista realizada por Patrick Le Tréhondat

[15] Ver en Contretemps las diversas controversias, sobre todo  entre Gilbert Achcar y Stathis Kouvélakis, o el debate entre entre Taras Bilous (miembro de Sotsialny Rukh en Ukraine) et Suzan Watkins ; la contribución de Andreu Coll

https://www.contretemps.eu/gauche-anticapitaliste-guerre-ukraine-russie-otan/. Ver también el debate “La gauche doit-elle soutenir l’envoi d’armes à l’Ukraine?” entre Taras Bilous y Dimitri Lascaris organizado por la web Passage, publicado en français et anglais sur ESSF  https://europe-solidaire.org/spip.php?article66254

[16] Ver sobre el Medio Oriente, Gilbert Achcar, Y en relación a la criss del Kosovo (1999) y de Ucrania (2014) ¿Qué internacionalismo ante la crisis de Ucrania?

[17] CF. Zbigniew Marcin Kowaleski La conquista de Ucrania y la historia del imperialismo ruso

[18] Cf. su plataforma en distintas lenguas https://ukraine-solidarity.eu/manifestomembers

[19] Ver la Lettre d’information regular de las actividades sindicales puyblicada por la red.

[20] https://www.cadtm.org/Pas-de-LEXIT-sans-Une-autre-Europe

[21] Leer Achcar, Gilbert (2023) La nouvelle guerre froide, Paris: Éditions du Croquant.

[22] Cf. Johnson, Mark y Rousset, Pierre En esta hora grave, en solidaridad…

[23] Es el título de la declaración adoptada por el Movimiento social el  31/01/2024 https://rev.org.ua/from-ukraine-to-palestine-occupation-is-a-crime/

Susan Neiman: «El victimismo se ha convertido en una fuente de autoridad»

La filósofa estadounidense Susan Neiman, que dirige desde el año 2000 el Einstein Forum en Potsdam, acaba de publicar ‘Izquierda no es woke‘ (Debate, 2024), una defensa de la izquierda ilustrada y una crítica a los enemigos de la razón. Más que criticar al movimiento ‘woke’ –que se niega a definir porque lo considera incoherente– su libro defiende aspectos de la Ilustración que considera que están en peligro: desde el universalismo de los valores a la noción de progreso o la idea de que la razón es emancipadora y no un instrumento de dominación como sugieren sus críticos.


Por Ricardo Dudda

 Hay siempre un debate sobre lo que es exactamente lo woke. Una definición breve podría ser «política de la identidad desde la izquierda», es decir, la politización de unas identidades concretas que son esencializadas.

En primer lugar, no uso el concepto de política de la identidad. Creo que está mal y tenemos que dejar de usarlo. Yo uso tribalismo. Pero ese es solo uno de los problemas de lo woke. Hay otros dos problemas en los que creo que lo woke se acerca a una visión reaccionaria y que abordo en el libro, que es la distinción entre justicia y poder y la cuestión del progreso humano. Creo que son más importantes que la cuestión de la identidad, pero son menos atendidas. En segundo lugar, no creo que sea posible definir lo woke, porque es un concepto incoherente. Una de las razones por las que escribí el libro era para explicarme eso. Lo woke se construye sobre una base de emociones muy de izquierdas (estar del lado de los oprimidos, corregir los errores del pasado), con las que estaba y estoy de acuerdo. El problema es que las emociones están completamente separadas de las ideas. Y se usan ideas muy reaccionarias.

Hace décadas, esencializar a la gente («los blancos son así», «los negros son de esta manera», «las mujeres de esta otra») era algo reaccionario, pero hoy es progresista. Cita una frase de Benjamin Zachariah: «La autoesencialización y el autoestereotipo no solo están permitidos, sino que se consideran emancipadores».

Creo que tiene que ver con algo que estoy investigando para otro libro. Hemos pasado de identificarnos con el héroe como el sujeto de la historia a identificarnos con la víctima. El héroe es activo, nadie es un héroe solo por sufrir. Pero en los últimos setenta años nos hemos centrado en la víctima. Es una corrección, era algo positivo al principio. Siempre se ha dicho que la historia la escriben los vencedores. Y las víctimas de la historia quedan fuera de la historia. Y a mitad del siglo XX nos dimos cuenta de que estábamos dejando fuera de la historia a mucha gente. Y hubo individuos que comenzaron a sentir que no debían rechazar su condición de víctimas, e incluso comprobaron que había incluso ventajas materiales al identificarse como miembro de un grupo históricamente oprimido.

«La distinción entre justicia y poder y la cuestión del progreso humano son más importantes que la cuestión de la identidad, pero menos atendidas»

¿Qué ocurrió a mitad del siglo XX para que se produjera ese cambio? ¿Es consecuencia del movimiento anticolonial o poscolonial?

Creo que hubo dos causas, una el anticolonialismo y el otro el Holocausto, que pusieron a la víctima en el centro. Igual que muchas cosas, la gente quería corregir un error y una ausencia (la falta de víctimas en el relato histórico) pero se pasaron de la raya. Alemania es un ejemplo de esa «sobrecorrección» con respeto al Holocausto.

Quien quiere identificarse como víctima es porque espera algún tipo de reparación. Y esto es algo que solo puede ocurrir en una democracia. A nadie se le ocurriría exigir el estatus de víctima en una dictadura totalitaria.

Es cierto, pero creo que no es un proceso tan consciente. Sí, hay individuos que se posicionan como víctimas para obtener beneficios, pero la mayoría no. Por ejemplo, odio absolutamente cuando me invitan a un acto o comité solo porque necesitan una mujer. Y odio cuando se me identifica como «filósofa mujer». Hago filosofía y mi género quizá sea importante en otras situaciones pero no es importante en mi profesión. Y la mayoría de gente creo que en cierto modo se siente así, se sienten incómodos explotando su posible victimismo. Pero incluso aunque no sea una cuestión de reparaciones monetarias, hay una reparación simbólica: hoy parece que tienes más autoridad por haber sido víctima. El victimismo se ha convertido en una fuente de autoridad. Antes mencioné a Alemania. He escrito bastante al respecto. Una de las cosas que cambió mi opinión fue convertirme en una conferenciante prominente en cuestiones sobre el antisemitismo e Israel y Palestina desde una perspectiva de una judía de izquierdas, que es algo común en Israel y en EE.UU. pero muy poco común en Alemania. Hay muy pocos judíos de izquierdas. Y los pocos que se atreven a hablar en contra de Israel son incluso llamados nazis. En Alemania no hay muchos judíos en puestos importantes. Yo dirijo el Einstein Forum. Me he dado cuenta de que las voces más autorizadas de la comunidad judía en Alemania son los judíos que hablan solo de antisemitismo. Y es lo que hacen constantemente las organizaciones oficiales judías, de tendencia de derechas. Y los judíos que no queremos ser vistos simplemente como posibles víctimas del Holocausto somos considerados menos auténticos. Es un cambio bastante interesante. Ha pasado también en EE.UU. con el racismo. Las voces negras auténticas son las que enfatizan la historia del racismo. Estoy leyendo mucho a Franz Fanon, y en uno de sus ensayos dice: «No soy esclavo de la esclavitud que deshumanizó a mis antepasados». Y dice muchas cosas parecidas, que resultan chocantes hoy. Se ha convertido en un símbolo de la teoría poscolonial, que por cierto es algo muy diferente al movimiento anticolonial. Pero no se suelen mirar esas citas de Fanon, en las que insiste una y otra vez que no quiere ser una víctima, que esa no es su identidad.

«El problema es que las emociones están completamente separadas de las ideas»

Es un debate parecido al de una película reciente, American fiction, en la que un escritor negro cansado de las novelas «auténticamente negras» escribe una parodia que acaba siendo un éxito.

La disfruté mucho, pero tengo entendido que el libro de Percival Everett es mucho mejor. Curiosamente, si no hubiera estado viviendo tanto tiempo en Alemania habría visto la película y me habría gustado pero habría estado más nerviosa sobre mi propia posición en el establishment cultural. Habría estado más preocupada. Pero ahora que los alemanes me han llamado nazi… la veo con otros ojos.

Su libro, más que una crítica a lo woke, es una defensa de la Ilustración.

Mi objetivo en este libro no era definir lo woke sino definir a la izquierda. Porque conozco a mucha gente confundida sobre lo que significa ser de izquierdas hoy. Y creo que es una categoría que sigue teniendo sentido. Hay gente que se pregunta, y lo entiendo, por qué seguimos definiendo las ideologías políticas según la distribución accidental de asientos del Parlamento francés en 1789. Puedes cuestionar eso, pero hay una tradición que yo reivindico, que comienza en la Ilustración, y que creo que hemos perdido hoy. Es verdad que ha habido muchos críticos de la Ilustración durante mucho tiempo, en el siglo XX especialmente, Adorno y Horkheimer con Dialéctica de la Ilustración, un libro un poco deslavazado… Me sorprendió que fuera un libro que atrajera tanto a la izquierda. Pero su importancia fue sobre todo en Alemania a finales de los 60. Lo que sí que trascendió más allá fue la teoría poscolonial. La primera vez que escuché una crítica a la Ilustración fue con el término «eurocéntrico», me acuerdo exactamente que fue en 2006. Estaba escribiendo un libro en defensa de la Ilustración desde otra perspectiva. Me pareció una crítica tan estúpida que pensé que ni merecía la pena preocuparse, pensé que desaparecería pronto. Porque fueron precisamente los pensadores de la Ilustración los primeros en avisar de la necesidad de ver el mundo desde una perspectiva no europea. Me equivoqué. 2024 es el año de Kant, el aniversario 300 de su nacimiento. Desde el Einstein Forum he estado pensando en programas y eventos que hacer. Muchas instituciones llevan meses y años preparando algo, pero todas piensan que tienen que enfatizar en que la Ilustración fue un proyecto colonial, que Kant era racista… En Alemania se están centrando en eso. Es la imagen que se está trasladando al público. El problema es que si descartamos la Ilustración perdemos muchas ideas genuinamente de izquierdas. Y me parecía importante preservar estos valores y criticar la idea de que la razón es un instrumento de dominación, que está en Adorno y Horkheimer pero también en Foucault, los pensadores poscoloniales. Piensan que podemos deshacernos de la razón, que es un concepto occidental, y centrarnos solo en la «posicionalidad».

«Conozco a mucha gente confundida sobre lo que significa ser de izquierdas hoy»

Carl Schmitt es otro de los pensadores que analiza en el libro. Su atractivo para la izquierda es sorprendente, teniendo en cuenta sus explícitas inclinaciones nazis. Dice una cosa interesante: «Schmitt sugiere que conceptos universalistas como la humanidad son invenciones judías […] El argumento está peligrosamente cerca de la tesis contemporánea de que el universalismo de la Ilustración disfraza intereses europeos particulares».

Se critica a Kant por sus opiniones racistas puntuales pero se obvia que el pensamiento central schmittiano es básicamente nazi. La idea más célebre de Schmitt es que las categorías básicas en política son las de amigo y enemigo. Me encanta que Adorno criticó esto como algo infantil, porque lo es. Una parte de la fascinación de la izquierda por Schmitt tiene que ver con su fascinación con la voluntad política, la política sin límites, cierto autoritarismo. Pero creo que lo que gusta realmente es su crítica a la hipocresía liberal. Es la idea de que el liberalismo realmente no consigue lo que se propone. Su crítica del imperialismo británico y estadounidense. La izquierda alaba que critique eso. Pero sigo sin entender la fascinación. Organicé un simposio precisamente sobre eso, sobre por qué a la izquierda le fascina Carl Schmitt. Y fue muy gracioso porque atendió más gente que nunca a las conferencias. Los participantes eran gente muy respetable, casi todos alemanes. Y todos demostraron su absoluta fascinación con Schmitt. No eran capaces de criticarlo. La prosa de Schmitt es hipnótica pero de una manera distinta a la de Foucault o Judith Butler, que es una prosa densa e imposible, son pensadores que agitan las aguas para que parezcan profundas. Schmitt tiene una capacidad de atracción diferente, porque su prosa es muy simple. Basta con pararse a analizar su tesis de amigo y enemigo, que es de una simpleza asombrosa y resulta casi infantil, pero lo dice con tanta autoridad… Toda su obra es así, llena de pronunciamientos contundentes. Y uno piensa que no debe ser tan sencillo, que debe haber algo detrás más complicado. Y por eso creo que se considera uno de los pensadores alemanes más profundos.

En el libro hace una distinción interesante entre optimismo y esperanza. Me da la sensación de que hoy el pesimismo es de izquierdas (por ejemplo con respecto al cambio climático), cuando quizás antes era considerado reaccionario.

Tienes razón, pero quizá no es algo nuevo. Piensa en el movimiento antinuclear hace décadas, en los 50 y los 60. La izquierda reivindicaba una preocupación por la destrucción nuclear. Soy suficientemente mayor como para recordar que mucha gente tenía pesadillas nucleares, y construían refugios y decidían no tener hijos por miedo a que nacieran en un mundo inhabitable (algo que también dicen muchos con respecto al cambio climático). Al mismo tiempo, creo que no era la misma desesperanza. Hay varios factores que explican esta mayor desesperanza actual en la izquierda. Una es el fin del socialismo real en 1991. Para mucha gente de izquierdas, tras la caída de la URSS, cayó toda posibilidad de aplicar una idea de justicia social global. También influyó mucho, para los pocos que lo leyeron en su momento, la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer. Pero sobre todo Foucault: todo lo que crees que es un paso adelante y un progreso es en realidad una forma de dominación sutil. Y esto es algo que se traslada al debate público y a los medios. La gente se ríe de ti si hablas del progreso. Piensan que eres naíf o estás cerrando los ojos ante la injusticia. Se ha convertido en una performance. Si quieres ser considerado alguien inteligente, no puedes hablar de esperanza.

«Me preocupa la libertad de expresión, pero sobre todo me preocupa que el debate se está planteando de manera errónea»

Dirige el Einstein Forum, que está radicado en Potsdam, y ha escrito a menudo sobre Alemania y sobre cómo está gestionando su pasado, su posición con respecto al conflicto palestino-israelí… ¿Se está restringiendo la libertad de expresión cuando se tratan esos temas?

Por primera vez en mi vida me estoy autocensurando cuando hablo de Israel en Alemania. Incluso alguien como Thomas Friedman de The New York Times es considerado radical. No puedo ni citar sus textos sobre Israel, que son bastante moderados. Hace poco se canceló un evento de derechos humanos, lo canceló la propia organización, porque no podrían hablar del tema. Me preocupa la libertad de expresión, pero sobre todo me preocupa que el debate se está planteando de manera errónea: ¿te preocupa más la libertad de expresión o el antisemitismo? Es un falso dilema. La cuestión es si lo que consideran antisemitismo es realmente antisemitismo. Muchas veces no. Hemos visto un aumento terrible de antisemitismo, pero es en parte por el comportamiento del Gobierno israelí. Y también porque el Gobierno israelí y el establishment judío conservador han convertido toda crítica al Gobierno de Israel en antisemitismo. Por eso la gente rescata los viejos clichés del estilo de «los judíos controlan los medios»… Si fuera ignorante llegaría a esa posición, entiendo que se llegue a esas conclusiones. Durante mucho tiempo, especialmente desde el gobierno de Menájem Beguín, las críticas al Estado de Israel han sido etiquetadas de antisemitas. Y ha sido una estrategia muy exitosa. Y la derecha en todo el mundo, da igual lo antisemita que sea (de Orbán a Trump o Modi), se ha dado cuenta de que la manera de que no te tachen de fascista es apoyar incondicionalmente al Gobierno de Israel.

Libertad y liberación: Foucault, Arendt y Fanon

Por Enzo Traverso

Las distinciones conceptuales entre libertad y liberación van más allá del conflicto canónico entre liberalismo y socialismo. Según Michel Foucault, la libertad no es un reino ontológico sino más bien una forma de vida socialmente producida y, como tal, no se opone sino que, al contrario, se inscribe en el poder a través de múltiples tensiones y prácticas. Hay «prácticas de la libertad» que transforman las relaciones sociales, modifican las jerarquías consolidadas y afectan las estructuras de los aparatos estatales dominantes, con lo cual actúan dentro de la «microfísica» de un poder difundido, rizomorfo y omnímodo1. Si el poder es un todo de relaciones y redes que nos dan forma y nos construyen, y con ello disciplinan nuestro cuerpo y cuidan nuestra vida tal como «un pastor protege su rebaño», la oposición entre poder y libertad no tiene sentido, habida cuenta de que el primero no puede ser destruido por una acción «liberadora». A juicio de Foucault, la liberación en cuanto enfrentamiento violento entre un Estado soberano y un sujeto insurgente era un relato mítico que presentaba la libertad como una especie de sustrato original cubierto, oculto y encadenado por la autoridad política. La libertad no puede «conquistarse», es preciso construirla mediante la introducción de prácticas de resistencia en las relaciones de poder; es el resultado de un proceso, la consecuencia de la construcción de nuevas subjetividades. Por ejemplo, la sexualidad no puede «liberarse» sino, antes bien, recibir una nueva forma de las «tecnologías del yo» apropiadas; en otras palabras, de nuevas prácticas de existencia –hechas de deseos, fuerza, resistencia y movimientos– por medio de las cuales los sujetos puedan constituirse2.

Esta distinción foucaultiana entre libertad y liberación es a la vez fructífera y problemática. Es un valioso recordatorio de que un «reino de la libertad» no puede simplemente proclamarse o establecerse por un acto de la voluntad: todas las revoluciones quedaron atrapadas en el legado del pasado, un hecho que modeló profundamente cualquier intento de construir una nueva sociedad. Pero Foucault no era del todo original al criticar el fetichismo de la liberación: desde mediados del siglo xix, Karl Marx había hecho advertencias contra la ilusión de Mijaíl Bakunin de alcanzar la libertad mediante la «abolición» del Estado y contra la tentación de Louis-Auguste Blanqui de reducir la revolución a una suerte de técnica insurreccional. El quid es que, al criticar una concepción tan ingenua de la libertad, Foucault suprime simplemente la cuestión de la liberación.

Vale la pena meditar seriamente sobre sus observaciones, y su oposición comprometida a la condición carcelaria de la década de 1970 es una prueba de que sus «prácticas de la libertad» no eran una fórmula vacía. No obstante, su rechazo de la liberación en nombre de la libertad suscita un legítimo escepticismo. Desde luego, el vínculo entre ambas no es teleológico y no traza una curva lineal ascendente para representar una expansión continua e irreversible de las capacidades y el goce, tal como la descripta por Nicolas de Condorcet en su famoso Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1795)3. La libertad no es el resultado de una autorrealización providencial e ineluctable. A fines del siglo xx, Eric Hobsbawm ya no creía en ese relato teleológico. A comienzos de los años 60 había comenzado su tetralogía sobre la historia de los siglos xix y xx como una sucesión de olas emancipatorias: 1789, 1848, la Comuna de París en 1871, luego la Revolución Rusa y por último, desde la Segunda Guerra Mundial en adelante, las revoluciones de Asia y América Latina, de China a Cuba y Vietnam. La historia tenía un telos y la libertad era su horizonte natural. Implicaba progreso y el movimiento obrero era su herramienta. Después de 1989 y el derrumbe del socialismo real, Hobsbawm reconoció que esa periodización no reflejaba ninguna causalidad determinista ni describía una trayectoria lineal, pero, pese a todo, las experiencias de liberación que recorrían su relato histórico habían existido. Bajo el Antiguo Régimen, la libertad significaba una serie de «libertades» concretas: exenciones, permisos y privilegios otorgados a ciertos grupos4. Las revoluciones atlánticas establecieron una nueva idea universal de la libertad, inscripta tanto en los derechos naturales como en las leyes positivas, que creció en la imaginación colectiva y movilizó un poderoso simbolismo durante más de dos siglos. Las rupturas revolucionarias investigadas por Hobsbawm en su tetralogía sobre los siglos xix y xx prueban que esa idea universal tenía un carácter performativo.

Foucault elaboró su dicotomía entre la libertad y la liberación en los años 80, la etapa final de su trayectoria intelectual, un momento en que, según muchos críticos, expresaba una franca inclinación hacia el individualismo y el neoliberalismo. Es cierto que en algunos textos marginales no excluía los levantamientos entre las prácticas de la libertad –«Hay sublevaciones», escribió, y «así es como la subjetividad (no la de los grandes hombres sino la de cualquiera) entra en la historia y le da su aliento»5–, pero eran excepciones. Su obra no expresa en ninguna parte interés alguno en las revoluciones, ni en las clásicas ni en las de su propio tiempo (con la extraña excepción de la Revolución Iraní, cuya crónica aceptó hacer para el diario italiano Corriere della Sera). Un uso fructífero de Foucault consistirá, tal vez, en rehistorizar su visión de la libertad para reconectarla de tal modo con la liberación. Es discutible que, en el siglo xix, la aparición de un nuevo poder biopolítico –lo que él llamaba «gubernamentalidad»– haya remplazado finalmente a formas anteriores de soberanía: la administración de cuerpos, poblaciones y territorios en vez del «derecho a decidir sobre la vida y la muerte»6. La gubernamentalidad dio nueva forma a la soberanía sin agotarla. La historia del siglo xx, con sus guerras totales y revoluciones, presenta la arrogancia apocalíptica del poder soberano. Muchas categorías foucaultianas son inútiles para los historiadores si no se conectan con las de Marx, Max Weber y Carl Schmitt7. Históricamente entendida, la libertad surgió como un poder constituyente que tuvo que vérselas con un poder soberano anterior y lo desestimó.

De manera análoga a Foucault, aunque a partir de premisas filosóficas diferentes, Hannah Arendt trazó una línea entre liberación y libertad. En su famoso ensayo Sobre la revolución (1963) describió la liberación como un acto de voluntarismo –transicional y efímero por definición– que puede crear libertad pero también engendrar despotismo, en tanto que la libertad, puntualizaba Arendt, es un estatus permanente que requiere un sistema político republicano. La libertad permite a los seres humanos interactuar como ciudadanos, esto es, participar como sujetos iguales en una esfera pública común. Arendt se interesaba en la revolución exclusivamente como un momento fundacional de la libertad republicana, una constitutio libertatis. Sobre esa base, comparaba las revoluciones estadounidense y francesa como dos modelos antagónicos. Su intención no era cotejar dos experiencias históricas sino, antes bien, yuxtaponer dos tipos ideales en conflicto. Y su conclusión era clara: en tanto que la Revolución Estadounidense logró establecer la libertad republicana, la Revolución Francesa fracasó debido a su ambición de combinar la conquista de la libertad con la emancipación social. Más allá de la libertad, pretendía liberar a la sociedad de la explotación y la necesidad. Pero esto implicaba intervenciones autoritarias en el cuerpo social, y dado que la revolución era incapaz de preservar la autonomía del campo político, producía autoritarismo, despotismo y finalmente totalitarismo. «La Revolución Estadounidense siguió comprometida con la fundación de la libertad y el establecimiento de instituciones duraderas», escribía Arendt, mientras que la Revolución Francesa «estaba condicionada por las exigencias de liberarse no de la tiranía sino de la necesidad»8. Al separar de manera radical la política de la sociedad como dos esferas inconciliables, Arendt consideraba a la vez «fútil» y «peligroso» «liberar a la humanidad de la pobreza por medios políticos» y, por lo tanto, veía la Revolución Francesa como un fracaso global: el resultado, escribía, «fue que la necesidad invadió la esfera política, la única donde los hombres pueden ser verdaderamente libres»9. Curiosamente, su ensayo no analiza la Revolución Rusa, que persiguió de manera consciente el objetivo de cambiar las bases mismas de la sociedad mediante la abolición del capitalismo.

 

En Los orígenes del totalitarismo (1951), Arendt dedica varias páginas a Edmund Burke, el primer crítico conservador de la filosofía de los derechos humanos, y lo presenta como un precursor del régimen totalitario10. Diez años después, lo valorará como un lúcido detractor de la Revolución Francesa. A su juicio, la crítica que hace Burke de los derechos humanos no es «ni obsoleta ni reaccionaria», dado que ha entendido que los iluministas franceses reprochaban al Antiguo Régimen haber privado a los seres humanos, no de la libertad y la ciudadanía, sino de los «derechos de la vida y la naturaleza»11Sobre la revolución es un texto contradictorio. Por un lado, defiende una concepción de la libertad cercana al anarquismo, sobre todo en su visión de la república como una forma de democracia directa que tiene sus encarnaciones en la Comuna de París, los soviets de 1917 y la revolución húngara de 1956. Por otro, su crítica de la Revolución Francesa reproduce muchos de los lugares comunes del liberalismo conservador, que siempre denigró el utopismo democrático radical de Jean-Jacques Rousseau como una premisa del totalitarismo. Esta contradicción merece explorarse.

Según Arendt, la libertad implica una participación directa y activa en la vida pública; es una forma «agonal» u «ocular» de democracia, que rechaza el principio de representación: un campo de acción en el cual «el ser y el aparecer coinciden»12. No designa el pluralismo democrático como una multiplicidad de partidos políticos representados en un Parlamento; significa antes bien una esfera pública animada por la interacción de ciudadanos libres. En la concepción arendtiana, la política es el ámbito de lo infra, que es una reformulación del concepto heideggeriano de ser (Sein) como «ser con» (Mitsein)13. En una obra anterior, La condición humana (1958), Arendt había distinguido entre tres grandes formas de existencia humana: la labor, que implica un intercambio primario y casi metabólico entre los seres humanos y la naturaleza; el trabajo, que crea el mundo material y nuestro entorno social, y la acción, el reino de la libertad que no está sujeto a ninguna dialéctica entre medios y fines, porque es su propio fin14. En otras palabras, la libertad, la forma más alta y noble de política, es un campo autónomo radicalmente separado de la sociedad, y cualquier interferencia en ella plantea la amenaza del despotismo. En consecuencia, la república de Arendt carece de todo contenido social: la libertad no significa la emancipación respecto de la opresión económica y social, significa ciudadanos libres que fluctúan libremente en un vacío social.

Su distinción radical entre libertad y necesidad excluye implícitamente de la política a todos aquellos cuyo principal interés es satisfacer sus necesidades vitales antes de participar en la esfera pública, y se limita a ignorar a quienes no lo hacen por falta de tiempo, conocimiento, educación, etc. Pero las revoluciones son precisamente los momentos en que los excluidos ya no carecen de voz y claman ser escuchados. Marx definió el comunismo como un «reino de libertad» que podía establecerse más allá del campo de la producción. Arendt se mostraba hostil a las revoluciones sociales, que a su entender eran o bien prepolíticas o antipolíticas. En su opinión, la responsabilidad última de ese trágico malentendido correspondía a Marx, un pensador cuyo «lugar en la historia de la libertad humana será siempre equívoco», dado que, concluía, «la abdicación de la libertad ante el dictado de la necesidad» había encontrado en él a «su teórico»15. Al criticar su concepto de revolución, Hobsbawm señalaba que, como historiador, no podía entrar en diálogo con ella. Hablaban lenguas diferentes, como los teólogos y los astrónomos en la Europa de la Era Moderna (y cabe imaginar quién, en esta analogía, encarnaba a Galileo y quién a la Inquisición)16.

Este conflicto se remonta simplemente a la aporía original de la libertad moderna: la contradicción interna entre el hombre y el ciudadano que da forma a toda la cultura de la Ilustración y que el joven Marx había analizado en 1842 en sus escritos sobre los cercados renanos. Los más ricos y los más pobres son «iguales» como ciudadanos pero no, por supuesto, como «individuos particulares», esto es, como propietarios, condición que es el núcleo de la libertad tal como la define el liberalismo clásico. La Constitución francesa de 1793 había tratado de superar esta dicotomía entre el hombre y el ciudadano: todos los seres humanos (que encarnaban derechos universales e inalienables) eran ciudadanos (que disfrutaban de derechos positivos, instituidos y concretos) y la propiedad estaba subordinada al «derecho a la existencia». En otras palabras, la libertad y la igualdad iban juntas; no era la propiedad individual la que establecía vínculo entre ellas, sino las necesidades de la comunidad. Étienne Balibar describe esta unión con el concepto de igualibertad17.

En la comparación de las revoluciones estadounidense y francesa, Alexis de Tocqueville fue probablemente más lúcido que Arendt. En tanto que la Revolución Estadounidense se dirigía contra un poder externo y no pretendía destruir ninguna estructura económica y social heredada del pasado, la Revolución Francesa apuntaba contra el Antiguo Régimen; su emancipación política no podía producirse sin destruir el edificio entero del absolutismo, un sistema de poder que había gobernado durante siglos y moldeado mentalidades, culturas y comportamientos18. La revolución no podía separar emancipación política y emancipación social: estaba forzada a inventar una nueva sociedad para remplazar la vieja. La Revolución Estadounidense resolvió la cuestión social por medio de la frontera: el espacio era el horizonte de su libertad y la democracia se concibió como una conquista, con la instalación de colonos y propietarios de tierras. La frontera era un horizonte inagotable de apropiación19. A fin de idealizar la Revolución Estadounidense, Arendt se vio obligada a pasar por alto sus estigmas originales: el genocidio de los pueblos indígenas y la aceptación de la esclavitud. Un siglo después, sin embargo, la Guerra de Secesión fue tan violenta y letal como lo había sido o lo sería el Terror en las revoluciones francesa y rusa. Arendt defendía una extraña concepción de la libertad, oscilante entre Rosa Luxemburgo y Tocqueville, otro gran admirador de la democracia estadounidense.

En un famoso y controvertido artículo sobre Little Rock escrito en 1957, en el momento de la batalla por los derechos civiles en Estados Unidos, Arendt denunció vigorosamente toda forma de discriminación legal contra los afroestadounidenses, pero consideró su segregación social como un hecho inevitable y en definitiva aceptable que no podría resolverse a través de medidas políticas. «El interrogante», escribió en 1959, «no es cómo abolir la discriminación, sino cómo mantenerla confinada dentro de la esfera social, donde es legítima, e impedir que invada la esfera política y personal, donde es destructiva»20. Cabría señalar que la exclusión de la cuestión social de la esfera política es precisamente el argumento por medio del cual el liberalismo clásico siempre trató de legitimar los privilegios y poderes relacionados con la propiedad. En el siglo xix, la democracia era vista como la «invasión de la esfera política por la cuestión social», un peligroso sistema que los pensadores más prominentes del liberalismo, de John Stuart Mill a Benjamin Constant, rechazaban al vincular el derecho al voto con la propiedad. Es cierto que la ceguera de Arendt respecto de la cuestión social no procedía de la tradición filosófica del liberalismo clásico, sino más bien de una concepción existencialista de la «autonomía» de lo político21. El resultado, sin embargo, es el mismo: o bien al sacralizar la propiedad (Constant y Mill) o al ignorarla (Arendt), todos ellos excluían a los pobres del reino de la política.

¿Cómo podemos explicar la controvertida visión que Arendt tenía de la libertad? Tal como escribió en varias oportunidades, había descubierto la política por conducto de la «cuestión judía», en cuanto era la cuestión de una minoría políticamente discriminada y perseguida pero socialmente integrada. Arendt escribió poderosas e iluminadoras páginas sobre el modo en que el antisemitismo había transformado a los judíos en parias, personas apátridas privadas de ciudadanía y, por lo tanto, de toda existencia jurídica y política; lo veía como el reflejo de las contradicciones internas de la Ilustración –la división irresuelta entre seres humanos y ciudadanos– y la crisis del Estado-nación en el siglo xx. El hecho es que, en eeuu, la segregación negra tenía su propia historia y no podía interpretarse desde una óptica judía22. Cuando los nazis promulgaron las leyes de Núremberg en 1935, hacía más de un siglo que los guetos judíos habían dejado de existir en Alemania. La abolición de la discriminación legal era sin duda un progreso, pero no puso fin ni al racismo ni a la opresión social que en la práctica vaciaba la propia emancipación legal.

En términos más generales, Arendt era indiferente a cualquier forma de revolución anticolonial. Tal como hizo notar David Scott, «para Arendt solo hay dos revoluciones del siglo xviii, la francesa y la estadounidense», mientras que la Revolución Haitiana era simplemente impensable23. En su ensayo titulado Sobre la violencia (1970), ella señalaba «la escasez de rebeliones de esclavos y de levantamientos entre los desheredados y oprimidos» y agregaba que, cuando ocurrían, se generaba una «furia loca» que «convertía los sueños en pesadillas para todo el mundo»24. La violencia de los colonizados era peor que la opresión que sufrían –escribió contra Jean-Paul Sartre–, dado que era una «explosión volcánica» prepolítica que no podía producir nada fructífero más allá de remplazar a los líderes sin cambiar el mundo. El «Tercer Mundo» no era «una realidad sino una ideología» y su unidad era un mito tan peligroso como el llamado de Marx a la unidad de los proletarios con prescindencia de su nacionalidad25. En vez de ser los dirigentes de un proceso revolucionario de descolonización, Mao Zedong, Fidel Castro, Ernesto «Che» Guevara y Ho Chi Minh, con sus «ensalmos pseudorreligiosos», eran los «salvadores» de estudiosos desilusionados tanto con Oriente como con Occidente, los dos bloques enfrentados de la Guerra Fría, mientras que el Poder Negro se fundaba en la ilusión de crear una alianza entre los afroestadounidenses y ese mítico «Tercer Mundo» (en otras palabras, un movimiento antiblanco potencialmente racista). Escribir esto en 1970 no era simplemente inexacto ni chocantemente despreciativo: era la expresión de una asombrosa ceguera intelectual, por no hablar de un prejuicio claramente eurocéntrico y orientalista.

Al deshistorizar la revolución, Arendt adhería a los clisés conservadores referidos a la barbarie de las razas inferiores y los continentes atrasados. En realidad, la violencia extrema distaba de ser una característica exclusiva de las revoluciones coloniales. Mediante la ejecución del rey, las revoluciones inglesa, francesa y rusa habían tratado de canalizar y controlar una ola espontánea de violencia desde abajo. Según Arno J. Mayer, el gran historiador del Terror en las revoluciones francesa y rusa, la violencia era consustancial a ellas, dos «furias» que arrasaban con cualquier orden o poder gobernante26. En 1834, la revista satírica francesa Le Charivari presentó la revolución como un «torrente» que lo inundaba todo con una fuerza elemental irresistible. Las revoluciones a menudo siguen una dinámica autónoma, como espirales fuera de control que apuntan a obliterar el pasado e inventar el futuro a partir de cero. Y como su poder constituyente choca violentamente con la antigua soberanía, necesitan destruir sus símbolos. No hay libertad sin la ejecución del rey. Como ya hemos visto, las revoluciones despliegan una espectacular carga iconoclasta que convierte la liberación en una realización visible y tangible. El 14 de Julio designa la toma por asalto de la Bastilla, que fue sistemáticamente demolida. La Comuna de París también necesitó su acto simbólico iconoclasta, que tuvo lugar con la demolición de la columna de Vendôme. Las insurrecciones son momentos de efervescencia colectiva en los que las personas comunes y corrientes sienten un deseo incontenible de invadir las calles, ocupar los sitios de poder, exhibir su propia fuerza, si es necesario tomar las armas y celebrar la liberación mediante manifestaciones de fraternidad y felicidad. Según Lenin, uno de los pensadores más austeros de la revolución, esta es un «festival de los oprimidos». Consciente de que la memoria revolucionaria necesita poderosos puntos de referencia icónicos, Serguéi Eisenstein hizo que la escena inicial de Octubre (1927) fuera la imagen de la multitud insurgente dedicada a destruir la estatua del zar. En julio de 1936, al estallar la Guerra Civil española, la libertad también significaba la lucha contra el fascismo, siempre representada como el acto de hacer añicos sus símbolos. La violencia de la lucha anticolonial no tenía, por tanto, nada de excepcional. Al analizar la quema de plantaciones durante la revolución de los esclavos en La Española, C.L.R. James la comparó con varias prácticas europeas análogas: «Los esclavos destruían sin descanso. Como los campesinos en la jacquerie o los desguazadores luditas, buscaban su salvación de la manera más obvia, la destrucción de lo que era, como bien sabían, la causa de su sufrimiento, y si destruían mucho era porque habían sufrido mucho»27. Es casi imposible leer las palabras de Arendt sobre la violencia anticolonial –«furia loca» y «pesadillas»– sin pensar en el famoso capítulo sobre la violencia de Los condenados de la tierra (1961), el libro de Frantz Fanon. El contraste es impresionante. La categórica separación trazada por Arendt entre libertad y necesidad recuerda el retrato que hace Fanon de la dicotómica ciudad colonial, donde coexisten de hecho dos ciudades: la blanca y la de color; la primera, europea y «civilizada», la segunda, «primitiva», dominada por preocupaciones elementales y de ordinario descripta con un léxico zoológico: colores, olores, promiscuidad, suciedad, desorden, ruido, etc. Fanon se concentraba en los símbolos corporales de esa alienación, que describía como una especie de «espasmo muscular» o «tetania». Esta expresaba una agresividad internalizada que podía desembocar en la «autodestrucción», un comportamiento que muchos observadores occidentales interpretaban como «histeria» indígena28.

Lo que Arendt llamaba «furia loca» era para Fanon una violencia regeneradora. A su juicio, la violencia era un medio necesario de liberación que «desintoxicaba» y «rehumanizaba» a los oprimidos: «El hombre colonizado se libera con y a través de la violencia»29. Esta, nacida como contraviolencia, se convertía en una etapa crucial en el proceso dialéctico de liberación, en el que cumplía, en términos hegelianos, el papel de la «negación de la negación»: no una ilusoria «reconciliación» (la perjudicial perspectiva de «humanizar» el colonialismo), sino una radical supresión tanto de gobernantes como de gobernados. La relación sujeto-objeto establecida por el colonialismo estaba rota: el objeto se había convertido en un sujeto. La violencia revolucionaria no podía interpretarse como una lucha por el reconocimiento, era una lucha para destruir el orden colonial y, en ese sentido, su desorden era a la vez «un síntoma y una cura»30.

Desde luego, esta metamorfosis conceptual de la «furia loca» arendtiana en la violencia redentora de Fanon implica un desplazamiento epistémico: ver el colonialismo con los ojos del colonizado y adoptar un punto de observación no occidental. Arendt era incapaz de efectuar tal cambio de perspectiva. Es interesante señalar que Jean Améry (Hans Mayer), un judío austríaco que había sido deportado a Auschwitz y apoyó al Frente de Liberación Nacional (fln) durante la Guerra de Argelia, admiraba a Fanon y defendía su visión de la violencia. Fanon, puntualizaba, «ya no estaba en el circuito cerrado del odio, el desprecio y el resentimiento»31. Su visión era política y no tenía nada en común con las glorificaciones míticas, nihilistas o místicas de la violencia tal como podía encontrárselas en los escritos de Georges Sorel, el joven Walter Benjamin («divina violencia») o Georges Bataille (el sufrimiento como un acceso sensualista a lo sagrado). La violencia y la opresión no eran un destino ineludible; su cadena inmemorial podía romperse. En Más allá de la culpa y la expiación (1966), su testimonio sobre la guerra y la deportación, Améry recordó que, mientras lo torturaban en el fuerte de Breendonk, Bélgica, por ser un miembro de la Resistencia, su anhelo era poder dar una «forma social concreta a [su] dignidad con un puñetazo en una cara humana»32. A su entender, la concepción de la violencia de Fanon era al mismo tiempo existencial e histórica. Contenía, a no dudar, «aspectos patentemente mesiánico-milenaristas», pero esto no hacía sino reforzar su legitimidad: «La libertad y la dignidad deben alcanzarse por la vía de la violencia, para que sean libertad y dignidad»33. Améry no defendía la concepción de Fanon como un filósofo existencialista (Sartre había prologado Los condenados de la tierra), lo hacía como un sobreviviente judío de los campos nazis. La violencia revolucionaria, escribía, «no solo es la partera de la historia, sino la del ser humano cuando este se descubre y se da forma en la historia»34.

En Los orígenes del totalitarismo, Arendt había comprendido el vínculo genético que conectaba el imperialismo del siglo xix con el nacionalsocialismo y sus políticas de exterminación, pero en sus obras posteriores abandonó esa vigorosa intuición y, en última instancia, su enfoque de la política siguió siendo profundamente eurocéntrico. Su ensayo sobre la revolución no menciona la Revolución Haitiana. El derrocamiento del colonialismo por un movimiento autoemancipatorio de personas esclavizadas era «impensable» dentro de su categoría de libertad. A pesar de sus fructíferas intuiciones al final de la Segunda Guerra Mundial, terminó, en definitiva, por adherir a la cultura eurocéntrica predominante.

Tal como señala Domenico Losurdo, en el siglo xix la libertad estaba restringida por fuertes límites de clase, raza y género: solo la propiedad permitía una ciudadanía completa a los varones blancos, en tanto que los proletarios, los pueblos colonizados y las mujeres carecían del derecho al voto35. En lo sucesivo, una genealogía de la libertad debía verse como un proceso que conectaba tres formas de liberación que históricamente habían adoptado los nombres de socialismo, anticolonialismo y feminismo.

Nota: este artículo es un extracto del libro Revolución. Una historia intelectual, FCE, Buenos Aires, 2022. Traducción: Horacio Pons.

‘Woke’: una ofensiva reaccionaria

Crónicas de la última ofensiva reaccionaria estadounidense

Por Vicente Rubio-Pueyo

Seguramente habrán escuchado en alguna ocasión a lo largo de los últimos años algún lamento por una supuestamente omnipresente “cultura de la cancelación”, una suerte de tácita censura existente sobre todo en redes sociales y caracterizada por ejercer una presión constante que coarta la libre expresión de opiniones, especialmente si estas opiniones cuestionan los principios fundamentales –feministas, antirracistas, transincluyentes, etc.– que conforman una supuesta agenda o cultura woke.

Normalmente quienes esgrimen este tipo de críticas a la cancelación y a “lo woke” en España lo hacen para denunciar que se están importando concepciones teóricas propias de la academia estadounidense, ajenas totalmente a “nuestras” propias tradiciones y comprensiones. Lo cierto es que ese mismo gesto de denuncia de la cancelación y el “wokismo” es, como veremos, también una importación de los Estados Unidos. Un calco exacto, o de hecho un préstamo literal, de las herramientas discursivas y los frames que la derecha y la extrema derecha estadounidense ha venido usando durante los últimos años. En este artículo trataré de explicar esos orígenes y usos de estos términos en Estados Unidos, y los sentidos y contextos que convocan, que a menudo quedan borrados, o son malentendidos (con buena o mala fe) en el proceso de traducción.

Pero aclaremos para empezar un par de cuestiones importantes. Por un lado, es cierto y preocupante que existe un problema con la toxicidad de las redes, con la forma en que se enfocan y dirimen los debates, con la facilidad con que cualquier posición, declaración o tropiezo son inmediatamente caricaturizados, juzgados sumariamente. A ese tipo de síntomas es a los que supuestamente los debates en torno a la supuesta “cultura de la cancelación” ha querido dar nombre. Sin embargo, se trata –como intentaré explicar– de un marco equivocado para diagnosticar el problema, y para ofrecer soluciones. Primero porque en realidad no explica realmente las causas estructurales del problema, sino que ofrece de hecho un moralismo, un virtuosismo conductual, que es reflejo del moralismo que dice denunciar. Segundo porque en realidad, como ha sido señalado en muchas intervenciones, es un marco que proviene de posiciones elitistas y a menudo reaccionarias, espantadas ante una suerte de revolución plebeya de los públicos, de la repentina capacidad que lectores o espectadores anónimos, cualquieras y nadies, parecen haber adquirido para atacar, denunciar o insultar –cuando a menudo se trata de simplemente de comentarios, críticas, matices o respuestas– a columnistas y famosos intelectuales, a los notables de la esfera pública.

Existen otros enfoques mejores para comprender estos problemas: los argumentos que ofrecía Mark Fisher en su famoso ensayo Salir del castillo de los vampiros como crítica de algunas formas contemporáneas del moralismo político; las poderosas aproximaciones de Richard Seymour a la arquitectura ideológica y material profunda que estructura las redes sociales en su The Twittering Machine; y otras muchas intervenciones que se ocupan de la afectividad de las redes, las formas y modos de la conversación pública de masas, las implicaciones de los algoritmos y sus prioridades, la propiedad privada de estos medios y herramientas tan cruciales, y la necesidad de su conversión en recursos y espacios comunes y/o públicos, entre otras muchas perspectivas.

Pero además, la llamada “cultura de la cancelación” no es una perspectiva adecuada porque el origen estadounidense de esta supuesta polémica forma en realidad parte de una constelación de términos, conceptos y problemas que a menudo es olvidada o borrada cuando se traduce a otros parámetros sociales, políticos, mediáticos, ideológicos o culturales. En este texto intentaré explicar qué usos y significados convoca esta supuesta “cultura de la cancelación”, no como fenómeno reciente, como novedoso problema surgido de las redes sociales, sino como un término inserto en un arco histórico mucho mayor, el de las llamadas guerras culturales, las cultural wars, una dimensión político-cultural que ha reflejado y estructurado los desarrollos sociales, políticos, económicos e ideológicos de la sociedad estadounidense a lo largo de las últimas décadas.

Cancelación: origen de una falsa polémica 

El uso en redes del término “cancelar” proviene del llamado Black Twitter. A menudo de forma burlona o satírica, jóvenes afroamericanos solían proclamar en redes la cancelación a una figura famosa por una determinada declaración, una mala canción, un mal gesto en un evento público, cualquier elemento susceptible de ser comentado como parte de un cotilleo, bastante inocente, propio de las redes sociales. En paralelo, es cierto que a lo largo de los últimos años se hablaba también de la llamada call out culture, en cierto modo un fenómeno similar al que Mark Fisher describía en Salir del castillo del vampiro: una cierta tendencia a la denuncia de casos de racismo, machismo, de abusos de poder en colectivos y organizaciones, muchas veces justificada, pero a veces con tintes muy moralizantes. Desde la misma izquierda, y desde espacios militantes y activistas, ya hace años se venía reflexionando sobre el problema, como muestra esta valiosa reflexión de Asam Ahmad.

Estos elementos conectados con las dimensiones y las problemáticas raciales, y con sus particulares dinámicas en Estados Unidos no son un aspecto secundario. Al mismo tiempo, desde la llegada al gobierno de Trump, y seguramente antes, desde su irrupción en la campaña electoral hacia las presidenciales de 2016, se había abierto un clima de continua confrontación discursiva, con una inmensa generación de ruido mediático, de una paulatina intensificación de la toxicidad en redes, de continuas oleadas de acciones y reacciones, de todo tipo de polémicas y spin discursivo, magnificado por las redes. En cierto modo, y como su triunfo demostró, Trump supo extraer una lección profunda de la dinámica entre medios tradicionales y redes, y del poder y afectos que generan: soltar la barbaridad en Twitter, esperar a que unas escandalizadas CNN, MSNBC –y una aliada Fox– le hicieran la campaña gratis regalándole la omnipresencia mediática y la primacía de marcos y mensajes, y capilarizar su efecto a través de la generación de reacciones y respuestas, dando lugar a un clima de “polarización” en el que quien justamente le responde queda inmediatamente reducido a necesaria comparsa complementaria.

Todos estos elementos confluyen, hacia 2020, en el clima que terminará por generar la polémica en torno a la llamada “cultura de la cancelación”. En julio de 2020, la revista Harper’s lanzó la carta-manifiesto “A Letter on Justice and Open Debate”, promovida desde posiciones del centrismo liberal, y firmada por un elenco de figuras, en general integrantes de un rango relativamente transversal del establishment centrista, pero salpimentado inteligentemente por figuras más a la izquierda. Indagar en las interpretaciones de cada firma de aquella carta y en sus intenciones al hacerlo (seguramente buenas en muchos casos) es un ejercicio imposible y además irrelevante. Pero sí es posible poner la carta en su contexto inmediato, preguntarse por su timing, y evaluar sus efectos. La carta se publica en julio de 2020, esto es, en medio de la ola de movilizaciones en protesta por el asesinato de George Floyd a manos de un agente de la policía de Minneapolis. Era el contexto –como han señalado varios estudios– de la mayor ola de movilizaciones sociales en la historia de Estados Unidos, y que obviamente encontraba su reflejo en las redes, y también en el seno de muchas instituciones y, especialmente, en redacciones y órganos de decisión de muchos medios de comunicación.

De hecho, la presencia entre los firmantes de figuras como Bari Weiss, era sintomática: sólo una semana después de la publicación de la carta, y al calor de la polémica generada, Weiss, columnista del New York Times y anteriormente coordinadora de opinión del Wall Street Journal, anunciaba su dimisión de su posición en el Times a causa de lo que ella describió como una guerra civil interna, sugiriendo incluso ribetes de acoso, en lo que para muchos de sus colegas racializados en la redacción no eran más que legítimos debates internos en torno al racismo y sus efectos en la linea editorial del periódico. Un periódico que, por cierto, solo un mes antes había publicado un artículo de opinión del senador republicano Tom Cotton sugiriendo y justificando la persecución militar de manifestantes, y cuya publicación, en circunstancias editorialmente confusas, había llevado a la dimisión del jefe de opinión del medio, James Bennet. Yasha Mounk, uno de los principales promotores de la carta, se disponía por su parte a lanzar en fechas cercanas –oh casualidad– su medio digital Persuasion.

Como en otras ocasiones, lo único que conseguía la llamada centrista a la sensatez entre dos extremos equidistantes (recordemos: un bando ponía comentarios bordes en redes; el otro realizaba detenciones inconstitucionales de manifestantes en las calles con el poder de la policía y los órganos de seguridad del estado) era trabajar para normalizar las posiciones más reaccionarias. Así, era el centrismo liberal el primero en poner, en nombre de las buenas formas, la necesaria politeness en el civilizado intercambio en el “mercado de las ideas”, la primera piedra en toda una contraofensiva reaccionaria que iba a fijar, en el lapso de apenas unos meses, otros objetivos más sensibles y ambiciosos. Habrán escuchado o leído estos términos, convertidos en hombres de paja, en necesarias fantasmagorías de la reacción: la llamada “cultura woke”, la Teoría crítica de la raza o, más recientemente, los ataques a las políticas de DEI (Diversity, Equity and Inclusion).

La ofensiva reaccionaria 

El objetivo de las polémicas construidas en torno a estos y otros términos similares a lo largo de los últimos años es inequívoco: cerrar de un portazo y para siempre el clima que había abierto el movimiento Black Lives Matter en la primavera y verano de 2020. Como hemos señalado antes, esta ola de Black Lives Matter no fue la primera, pero sí la más numerosa. Pero más que una cuestión cuantitativa se trata de comprender los profundos efectos que había generado: un (auto)cuestionamiento profundo de la sociedad estadounidense, de las narrativas históricas que sostenían su autopercepción como país y –sumado a los efectos de la pandemia– su modelo económico, social y político. Este profundo, radical cuestionamiento no consistía únicamente en la expresión de un justo malestar por parte de la población afroamericana, aliados y muestras de solidaridad contra la brutalidad policial. También alcanzaba e interpelaba transversalmente a las grandes mayorías del país, y entre ellas, a la población blanca. De hecho, puede que ese momento de Black Lives Matter en 2020 tenga, entre sus innumerables efectos, haber mostrado un retrato de la sociedad estadounidense en el que la diversidad y complejidad de la misma empieza a dejar atrás la tradicional dinámica de mayoría (implícitamente blanca) y minorías (todo lo demás).

Esa realidad demográfica, no obstante, no se convierte automáticamente en una realidad política. Es cierto que las generaciones más jóvenes, digamos que aproximadamente de los 45 años para abajo –de los millennials a los Z– son en general más diversas, y abrumadoramente más progresistas. Pero también es cierto que son numéricamente más pequeñas que las mayores, como los boomer y los X, notablemente mucho más blancas y en general más marcadamente conservadoras. Posiblemente sea esta certeza demográfica la que moviliza a la derecha y extremas derechas blancas. Porque en todo caso, esos cambios no son uniformes ni unidireccionales. Y sobre todo, deben articularse políticamente de acuerdo a una realidad extremadamente cambiante y, de hecho, a menudo, traumática: pandemia, cambio climático, armas en las escuelas, brutalidad policial, incertidumbre laboral y económica. Si hoy está ocurriendo una verdadera cancelación en el mundo es –citando de nuevo a Mark Fisher– la del futuro.

Esta perspectiva generacional no es el único factor de análisis, ni seguramente el más crucial en términos absolutos. Sin embargo, nos permite entender algunos rasgos importantes de la presente ofensiva reaccionaria. Por ejemplo, el carácter y sentido de la construcción de la polémica alrededor de la cancelación como táctica deslegitimadora de actitudes y subculturas juveniles y –ya señalamos el origen del término– racializadas. Al usar el término de cancel culture se incurre (a menudo involuntariamente, pero en otros casos a sabiendas) en una suerte de dog whistle, el uso de un término de significado aparentemente neutro, pero cuya connotación racista está disponible para quien sabe reconocer ese lenguaje. Esto es todavía más claro en el caso del término woke, también proveniente de la jerga de jóvenes afroamericanos y usada inicialmente para describir a personas “despiertas”, esto es, solidarias, preocupadas por el mundo y por otras personas y sus derechos, especialmente en la lucha contra el racismo. Pero además, lo que estos ataques a la cancelación y a lo woke intentan es castigar las nuevas sensibilidades de jóvenes y adolescentes, criminalizando e infantilizando sus comportamientos. Y tratando de bloquear las formas de incipiente solidaridad entre jóvenes negros y blancos. Unas sensibilidades y prácticas que –los líderes republicanos y los activistas reaccionarios saben muy bien– van camino de convertirse en militancias y giros ideológicos profundos a largo plazo.

Obviamente la explicación de los orígenes de un término no agota los posibles significados que la palabra pueda acabar tomando. Por otro lado, y especialmente cuando hablamos de discursos surgidos en buena medida en redes, no es posible asignar una voluntad o intención monolítica a determinados usos lingüísticos. Es importante remarcar esto por cuestiones metodológicas, pero también de honestidad intelectual, ética y política. Una honestidad de la que, como veremos, carecen muchos de los proponentes de estas polémicas, muy a menudo construidas desde una sistemática mala fe, o una voluntaria falta de comprensión lectora. La polémica sobre la cancelación, o la publicación de la carta en Harper´s, no obedecen completamente a una estratagema conservadora, republicana o reaccionaria. Pero sí abrieron un campo en el que otras fuerzas y sentidos comenzaron a agolparse para cerrar la enorme brecha, el vacío reflexivo e interrogador que Black Lives Matter había abierto en la sociedad estadounidense, en su autopercepción y en su imaginario.

Tras las quejas por la cultura de la cancelación, empezaron a articularse en discursos alrededor de lo woke y la wokeness, a veces descrita como una “agenda woke” o como toda una “ideología woke”, que estaría caracterizada por poseer todo un proyecto social definido y sustentado, parece ser, en el sistemático avergonzamiento de los estadounidenses blancos. En esto, una vez más, los medios del inmaculado centrismo sensato y responsable (CNN, New York Times,Wall Street Journal, etc.) corrieron de nuevo a abrir el espacio a la extrema derecha, alimentando el giro semántico del término mediante el pánico moral.

Pero seguramente el frente más articulado y premeditado de la ofensiva reaccionaria ha sido el ataque a la  Teoría crítica de la raza, a menudo abreviada como CRT. De nuevo hay que empezar hablando de un concepto, de su significado original, y de cómo una mala lectura interesada termina por construir un inmenso hombre de paja. La Critical Race Theory es un conjunto de discusiones y prácticas académicas, fundamentalmente en los campos del derecho y estudios legales, que en términos generales tratan de investigar y explicar cómo el racismo y el supremacismo blanco han determinado los marcos de legales y jurídicos estadounidenses a lo largo de su historia. En el seno de esta corriente hay tradiciones y posiciones muy diversas que obviamente comparten un carácter progresista, por su énfasis antirracista, pero se trata efectivamente de una corriente, una serie de debates y concepciones de un campo académico, con sus lógicos disensos internos, como cualquier otro campo intelectual y académico. Esto es, algo muy lejano de un programa o proyecto definidos.

Remarcar esto sería superfluo si no fuera porque la forma en que se construyó el hombre de paja de la Critical Race Theory, la enésima fantasmagoría de esta historia, consistía precisamente en atribuirle una suerte de voluntad siniestra y maligna, un proyecto unificado y apenas oculto para quien sepa leer los signos. En julio de 2020, el documentalista y activista conservador Christopher F. Rufo publicaba un artículo en el que “descubría” a los lectores del website City Journal (publicación dependiente del think tank conservador Manhattan Institute), por medio de escandalosas filtraciones, que la ciudad de Seattle dedicaba fondos públicos al adoctrinamiento de funcionarios municipales en talleres de antirracismo inspirados en los principios de esa maléfica teoría. Las filtraciones obviamente sacaban de contexto frases usadas en el taller, y el artículo localizaba la existencia de una suerte de canon del adoctrinamiento CRT: los libros bestellers de autores como Ibram X. Kendi (How to Be an Antiracist) o Robyn DiAngelo (White Fragility: Why It’s So Hard for White People to Talk About Racism). Libros, por lo demás, poco sospechosos de un radicalismo político. A partir de esa fórmula, comenzaron a sucederse una oleada de alarmantes “filtraciones” tomadas de talleres similares en empresas, en escuelas secundarias, en reuniones de organismos educativos e instituciones. En realidad no había nada, o poco, de alarmante en ellas. Como señalaba la jurista Kimberlé Crenshaw –quien dio nombre al concepto de interseccionalidad y es, precisamente, una de las figuras más conocidas de la Critical Race Theory– a menudo podían encontrarse en aquellos documentos formulaciones un tanto discutibles (una tendencia a cierta simplificación moralista, por ejemplo), pero eso respondía más a cuestiones como la experiencia y habilidades de los facilitadores de cada taller, o el contexto específico de su impartición (público y participantes, inexperiencia e incomodidad a la hora de discutir de esos temas), no a que obedecieran a ninguna doctrina definida, y menos a una inexistente, supuestamente dedicada a esparcir la culpa y la autoflagelación por toda la población estadounidense blanca en una inmensa operación de ingeniería social.

En un perfil sobre él escrito por Benjamin Wallace-Wells para el New Yorker, el propio Rufo explicaba al periodista: “[Los conservadores] necesitábamos un nuevo lenguaje para estas cuestiones […] Lo de la “corrección política” ya está pasado y no explica lo que está pasando. No es que las élites estén forzando un tipo de modales y de límites culturales, sino que están tratando de rediseñar (reengineer) los fundamentos de la psicología humana y de las instituciones sociales mediantes las nuevas políticas raciales. Es algo mucho más invasivo que la simple ‘corrección’, que es un mecanismo de control social, pero no llega a tocar el núcleo de lo que de verdad está pasando”. Rufo, gracias a esta construcción paranoide, había dado con el enemigo perfecto, y se convirtió rápidamente en una estrella emergente de la derecha reaccionaria, un ideólogo de última hora. Algo fascinante del propio Rufo es la absoluta transparencia de sus intenciones y de sus métodos. Así proseguía detallando las virtudes de su hallazgo: “Los otros marcos son erróneos también: la ‘cultura de la cancelación’ es un término vacuo y no se traduce en un programa político; woke es un buen epíteto, pero es demasiado amplio, demasiado extremo, es muy fácil echarlo a un lado. La ‘Teoría crítica de la raza’ es el villano perfecto. Sus connotaciones condensan todo lo que es negativo para la mayoría de los americanos de clase media, incluso los de minorías raciales. Ellos ven el mundo como algo ‘creativo’, no ‘crítico’, como una realidad ‘individual’ más que ‘racial’, como algo ‘práctico’ antes que ‘teórico’. Escrito todo junto, la ‘Teoría crítica de la raza’ connota algo hostil, académico, divisivo, obsesionado con la raza, venenoso, elitista, antiamericano”.

Merece la pena incluir la cita completa porque ahí se expresa el objetivo de Rufo y de toda la ofensiva reaccionaria. Con el hombre de paja de la Critical Race Theory se intenta cortocircuitar la posibilidad de una solidaridad interracial, estimulando el resentimiento y victimismo blanco. Cortar de raíz la reflexión y el profundo diálogo social iniciado con Black Lives Matter y generar reacciones de cierre a la defensiva. También se puede ver además cómo, sin ser necesariamente lo mismo, el debate en torno a la “cultura de la cancelación” nutre una secuencia conducente a la construcción de ese enemigo perfecto. Entre los últimos objetivos de Rufo se han encontrado la campaña contra la presidenta de Harvard Claudine Gay. Primero, mediante la trampa de la cita a una comparecencia en una comisión del Congreso sobre delitos y lenguaje de odio en el campus. Una cínica campaña sionista con el pretexto de proteger a estudiantes judios de supuestos acosos en protestas contra el genocidio en Gaza en universidades estadounidenses, que explicó en CTXT Sebastiaan Faber. Después mediante unas –más que cuestionables– acusaciones de plagio, que finalmente desembocaron en la dimisión de Gay. Estas últimas semanas, Rufo ha dirigido sus esfuerzos contra los programas de DEI (Diversity, Equity and Inclusion), esto es, como su nombre indica, los programas de apoyo al aumento de la diversidad, la igualdad de oportunidad y la inclusión en instituciones, compañías y centros de trabajo.

De los debates a las escuelas

Pero una ofensiva ideológica no se explica únicamente mediante una figura individual, por muy cínica y oportunista que ésta sea. Lo verdaderamente relevante se mide en los efectos que produce: la normalización de unos discursos y la marginación de otros; el desplazamiento de los parámetros de la discusión pública; los afectos políticos que se convocan en unas y otras acciones y reacciones. Lejos de lo que pudiera parecer, éstas nunca son cuestiones meramente discursivas: el cambio de paisaje que comportan genera el espacio para intervenciones materiales y concretas. En este caso, un ataque frontal y directo contra la educación pública, tanto en escuelas primarias y secundarias como en instituciones universitarias. La ofensiva contra la CRT generó un amplio clima de desconfianza de padres hacia las escuelas y las autoridades educativas por todo el país que –convenientemente amplificada por los medios– dio lugar a una larga serie de protestas, a menudo falsamente espontáneas, otras veces puramente estocásticas, en asambleas y juntas educativas de distritos locales (son eventos normalmente abiertos al público), y un clima de intimidación hacia responsables y funcionarios educativos, provocando multitud de dimisiones. Este debilitamiento de la escuela pública facilita la entrada de nuevos miembros en los órganos locales de decisión de los departamentos de educación, y la aprobación de nuevas normas. A saber: todo tipo de facilidades para la apertura de escuelas privadas y charter (similares a las concertadas), con todo tipo de ventajas regulatorias, exenciones fiscales y total falta de transparencia curricular. Todo en nombre de la lucha contra el adoctrinamiento y, cómo no, de la sacrosanta libertad de elegir.

La inspiración de esta campaña es patente también en las tácticas de figuras políticas como Ron DeSantis. El gobernador de Florida, y hasta hace poco candidato en las primarias republicanas, ha puesto en marcha verdaderas listas negras para la censura de libros, ha implementado medidas como su ley “Don’t Say Gay”, que elimina la educación sexual de las escuelas, y ha intentado –con ayuda de Rufo– tomar por asalto el New College of Florida, una institución pública de educación superior modélica, y tradicionalmente muy progresista, cambiando sus órganos de dirección, cerrando programas y transformando radicalmente la misión educativa del college.

Esta es la forma en que la derecha ha logrado obturar el necesario, vital debate que Black Lives Matter había abierto. Y que precisamente –frente a detractores de la derecha, y de alguna izquierda que opera como tonta útil de la derecha– iba mucho más allá de una demanda identitaria. Se trata de repensar la historia de este país, sus estatuas y sus narraciones colectivas. Pero también de vivir la vida cotidiana y la seguridad de las comunidades en las calles, más allá y más acá de la policía. Y las escuelas, la educación, el futuro de todes. No se trata de vivir aislados en el miedo al otro, encerrados en idealizaciones pasadas y luchando contra fantasmagorías. Se trata de averiguar juntes, conversando en libertad, sobre qué sociedades y qué vidas queremos.

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Vicente Rubio-Pueyo es lecturer en el departamento de Lenguas y Culturas de Fordham University (Nueva York), investigador en estudios culturales peninsulares contemporáneos y miembro del IECCS (Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social).

El Estado no es la solución

UNA ENTREVISTA CON ADRIÁN PIVA

La teoría económica, incluso el marxismo, ha tendido a separar la política de la economía. Esto condujo a que sectores de la izquierda consideren al Estado capitalista como un ente «exterior», capaz de regular al capital a su antojo. Pero cuando la sociedad capitalista entra en crisis, entra en crisis el conjunto de las relaciones sociales, incluyendo el Estado. No se trata de determinismo económico sino de relaciones de fuerza entre clases.

Adrián Piva es especialista en el estudio de la relación entre modo de acumulación de capital y la dominación política, y uno de los marxistas latinoamericanos más interesantes de su generación. En esta entrevista, explica a Jacobin su comprensión de algunos de los puntos centrales del análisis marxista de la economía.

 

MM

¿Qué debe entender un marxista por economía? ¿Cuál es el estatus de la economía como tal desde un punto de vista marxista?

AP

Esa es una pregunta difícil de responder. En principio, tendríamos que empezar diciendo que la distinción entre economía y política es relativamente reciente. Es decir, nace con el capitalismo; previamente, esta separación no existía ni en el pensamiento ni en los hechos: explotación y dominación coincidían, del mismo modo en que la dirección y vigilancia del proceso de trabajo son inseparables del proceso de explotación en la fábrica. Además, el aparato de dominio no estaba separado de la clase dominante. La propia clase dominante era la que ejercía el dominio político a través de aparatos, en ciertos casos con un alto grado de centralización.

Por lo tanto, la separación de economía y política aparece con la transición al capitalismo. Pero tenemos que agregar que esta separación es aparente, porque en realidad no hay explotación sin dominación. La unidad sigue estando presente como condición para la reproducción de las sociedades capitalistas. Esto no significa que sea una simple ilusión ideológica o una apariencia subjetiva, sino que es lo que los marxistas llamamos apariencia objetiva. Efectivamente, los fenómenos se presentan de esa manera y el hecho de que se presenten de esa manera tiene importancia para que la sociedad capitalista se reproduzca. Entonces, esta separación entre economía y política tiene esta doble dimensión: por un lado es aparente, hay una unidad de fondo —no habría explotación económica sin dominación política—; por otro lado, cierto grado de separación objetiva es una necesidad para la reproducción del sistema.

En ese sentido, podemos decir que el estatuto de la economía es ambiguo. Ni es una esfera separada como la consideran los economistas, que piensan que puede tratarse como un área particular, con sus propias leyes (leyes además semejantes a las ciencias naturales, etcétera), ni tampoco podemos decir que carece de importancia analizar aspectos específicamente económicos, que no existen dimensiones específicamente económicas, aunque solo es posible comprenderlas en su relación con las dimensiones específicamente políticas.

Un fenómeno como la inflación es interesante para observar esto. Por un lado, pueden verse en la inflación aspectos específicamente económicos, que tienen que ver con fenómenos monetarios, la productividad de la economía, etcétera. Pero, por otro lado, el hecho de que ciertos procesos se desarrollen o no de manera inflacionaria depende en gran medida de aspectos que llamaríamos propiamente políticos: la relación de fuerzas entre las clases, la manera en que se expresa en el Estado, cómo el Estado da forma a las relaciones de dominación…

 

MM

Hay un debate histórico sobre si el marxismo es un economicismo. Me interesa tu opinión sobre una forma específica del economicismo, que es la lectura que postula al capital como una relación social que totaliza al conjunto de la sociedad y, por lo tanto, como un sujeto que se autodesenvuelve automáticamente. 

AP

Hay una larga tradición en el marxismo que entiende el capital como una relación social que es totalizante en el sentido de que abarca todos los aspectos de la vida social, donde no hay (este es ya un primer debate) ninguna esfera de la vida social que no pueda ser explicada por la teoría del capital. Pensemos en las relaciones de opresión de género. ¿Pueden reducirse a la relación capitalista? Bueno, yo creo que no. Creo, por ejemplo, que el psicoanálisis es efectivamente necesario para entender alguno de esos fenómenos (y que, a su vez, el objeto del psicoanálisis no puede ser reducido completamente a la relación de capital).

Por otro lado, existe también la noción, en la mayoría de los casos asociada a la anterior, de que el capital es un sujeto que se autodesarrolla, se autodesenvuelve. Esta noción encuentra fundamento en la propia apariencia de la relación de capital. La relación de capital se presenta como una relación objetiva, que se autodesarrolla, cuyo desarrollo no tiene límites, o bien, si los tiene, se trata de límites internos, límites que aparecen como resultado de un desarrollo objetivo en el que no es clara la intervención de los seres humanos como sujetos.

Yo no soy afín a ese tipo de lecturas de Marx, aunque hay algunas de ellas que tienen planteos interesantes, como la de Moishe Postone. Pero, todas esas perspectivas se aproximan al capital con la idea de que tiene una lógica, y esa lógica es entendida como un movimiento o proceso que se abstrae de los accidentes, de la contingencia histórica, en el que las relaciones entre los distintos fenómenos son relaciones lógicamente necesarias. Yo, por el contrario, creo que la historia de la relación de Marx con el idealismo alemán, en particular con Hegel, es la de un creciente distanciamiento de una concepción de la historia como movimiento lógicamente necesario.

Marx a lo largo de su obra da cada vez más espacio a la contingencia como clave para entender el desarrollo histórico. Las contradicciones, que son las que explican el movimiento histórico, para Marx son contradicciones históricas que tienen soluciones históricas, contingentes, y por tanto el propio desarrollo del capital está atravesado por esa contingencia, no puede entenderse como el desarrollo de una lógica objetiva. En ese sentido, las relaciones de fuerza, los conflictos sociales, la lucha de clases son elementos centrales para entender las formas históricas que asume el capital y cómo se desarrolla en el tiempo.

 

MM

¿Cuáles son las principales diferencias entre el marxismo y las escuelas económicas «heterodoxas», especialmente las que provienen del keynesianismo?

AP

En primer lugar, una aclaración: hay que distinguir, por un lado, entre el keynesianismo y las corrientes poskeynesianas, sobre todo de los años sesenta y setenta, (e incluso de los cincuenta), y, por otro lado, la llamada síntesis neoclásico – keynesiana (mainstream en la segunda posguerra) y los contemporáneos neokeynesianos (algo así como el keynesianismo después del neoliberalismo). Las teorías keynesianas y poskeynesianas han hecho aportes interesantes a la comprensión del funcionamiento del capitalismo; y el marxismo, en ese sentido, tiene una relación con esos enfoques, como la que  ha tenido con la economía política clásica en sus orígenes, en el sentido de que su crítica permite recuperar y transformar esos aportes para integrarlos en una teoría marxista del capital.

Dicho esto, el agrupamiento del marxismo junto con las corrientes keynesianas y poskeynesianas dentro de ese gran paraguas que se denomina «heterodoxia» está bastante vinculado a la etapa que se inicia con el predominio del neoliberalismo. Y con cierta tendencia, sobre todo en algunos sectores de la izquierda, a identificar al neoliberalismo como enemigo principal. En un modo no siempre explícito, se construyó una especie de «frente único» entre keynesianos y marxistas contra el neoliberalismo. Yo creo que ahí hay un problema de fondo, que tiene que ver con la manera en que se comprendió al neoliberalismo y con la forma en que se comprende al Estado. En líneas generales, la tendencia fue asumir que el Estado era capaz de regular la economía en un sentido favorable a los trabajadores y que, en ese punto, había confluencia en torno a dos aspectos: una crítica teórica de la economía neoclásica y de las corrientes neoliberales en particular, por una parte, y la defensa del Estado de bienestar en los países europeos, la defensa de determinados aspectos de los Estados nacional-populares o populistas en América Latina, la defensa de cierta intervención del Estado, en definitiva, por otra.

El problema no es tanto que pueda haber una confluencia política o práctica en la oposición a determinada privatización, en la defensa de determinado derecho laboral o en la demanda de la intervención del Estado en algún punto especifico, lo que es una práctica habitual de la lucha social, tanto en el terreno sindical como el terreno político. El problema está cuando empieza a asumirse que efectivamente el Estado, de alguna manera, es un tercero que puede arbitrar, que puede regular la acumulación desde fuera, e impedir que o bien las crisis se desarrollen o bien que sus efectos se descarguen sobre la vida de la clase trabajadora.

Esto se conecta con lo que decía antes, el hecho de que Estado y capital están solo en apariencia separados, pero, tras esa apariencia, hay unidad entre ambos. El capital no es una relación social puramente económica, el Estado es uno de los modos en que la sociedad capitalista se desenvuelve, se desarrolla, se reproduce. El Estado es parte del problema, no de la solución. Cuando la sociedad capitalista entra en crisis, entra en crisis el conjunto de esas relaciones sociales; entra en crisis lo que llamamos «la economía» y entra en crisis también lo que llamamos «la política».

Por otro lado, la intervención del Estado tiene límites. La separación entre economía y política se origina en el hecho de que la relación de capital tiene ciertas características que hacen que la regulación estatal de las relaciones económicas no pueda desarrollarse más allá de cierto punto sin poner en crisis esa misma relación. ¿Por qué? Porque esas relaciones están articuladas a través del mercado. Y esto no es ficción, es una realidad. Capitalista y trabajadores se vinculan a través de la compra y venta de mercancías: compra – venta de la fuerza de trabajo, compra – venta de bienes de consumo, compra – venta de medios de producción, etcétera. El conjunto de las relaciones sociales está mediado, articulado, por relaciones de mercado. El Estado, entonces, tiene límites reales para la intervención; si la intervención del Estado disuelve la separación entre economía y política, que es la condición de funcionamiento del mercado, pone en crisis la forma en que se articulan las relaciones sociales.

Un ejemplo clásico de esto es el problema de la regulación de los precios. Ciertas corrientes heterodoxas (aunque no Keynes, por cierto) parecen pensar que el Estado podría regular los precios de manera casi ilimitada. Esto no es así. Más allá de cierto punto se producen fenómenos de escasez, aparecen «mercados negros» y procesos de desinversión, etcétera. Entonces, emergen concretamente los límites del Estado para regular la economía y, más en general, los límites que tiene para intervenir de manera favorable a los trabajadores. En cierto punto, los gobiernos y el personal del Estado, sienten la necesidad de dar solución a los problemas que creó su propia intervención, porque afectan a la reproducción del aparato estatal: si la economía entra en crisis, el Estado no tiene recursos, pierde capacidades,  etcétera.

Por lo tanto, la diferencia de fondo con la heterodoxia, creo yo, gira en torno a la naturaleza y el rol del Estado. En el keynesianismo, en el poskeynesianismo y en otras corrientes heterodoxas existe la idea de que el Estado es un tercero que puede regular la acumulación de manera que las crisis desaparezcan, o de que la intervención del Estado puede hacer compatible el desarrollo capitalista con una tendencia permanente a la mejora de la vida de los trabajadores. Estas nociones, desde el punto de vista marxista, son utópicas. Existe un límite objetivo a esas intervenciones: en algún momento la crisis se precipita y afecta al propio Estado; por ello, las mejoras en la vida de los trabajadores están siempre amenazadas, son precarias. Las épocas de retroceso, como pasó en toda la fase neoliberal, ponen de manifiesto esos límites: detrás del neoliberalismo está la crisis del keynesianismo.

 

MM

¿Hay una teoría marxista de la crisis? ¿En qué consiste? Y, más en particular, ¿no hay una tendencia del marxismo a enfatizar unilateralmente el papel disruptivo de la dominación de la crisis capitalista, subestimando su posible carácter disciplinante? 

AP

Como lo demuestran la teoría del Estado, la teoría de las ideologías, la teoría de las clases, etcétera., el marxismo está en construcción. No podemos pensar que la teoría marxista es una teoría ya terminada. La construcción de varias ortodoxias y, en particular, la transformación del marxismo en ideología de Estado en los «socialismos reales», han hecho difícil el desarrollo de la teoría. Pero la derrota catastrófica de las estrategias revolucionaria y reformista de la clase obrera desde los setenta, ambas ligadas al marxismo, han producido crisis y dispersión. De hecho, en muchos aspectos vemos que todavía nos encontramos en el lugar donde Marx dejó las cosas. Si bien hay muchos avances teóricos, son avances heterogéneos, fragmentarios, con bajo grado de integración. A lo que hay que agregar la marginalización de nuestro pensamiento en ámbitos intelectuales y académicos, acompañada de desconocimiento y caricaturización.

Sin embargo, las teorías marxistas de la crisis tuvieron mucho más desarrollo que otros temas. Lo que dejó Marx son apenas esbozos, en distintas partes de los Grundrisse y El capital, interpretables de modos muy diversos. El gran debate teórico sobre las crisis se inicia después de la muerte de Marx e incluso de Engels. En el marxismo clásico podemos encontrar explicaciones multicausales e incluso eclécticas, pero en todas ellas están presentes elementos de una teoría que explica la crisis por el subconsumo o insuficiencia de la demanda. Este enfoque ha seguido muy presente en el marxismo. También desde los primeros debates encontramos a quienes explican las crisis como producto de la tendencia a la sobreproducción; en estos casos el énfasis de la explicación está puesto en la anarquía de la producción capitalista. Las explicaciones por sobreproducción han ganado terreno entre los marxistas en las últimas décadas. Desde los años 1930 hasta la actualidad ha tenido mucha difusión la teoría de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, aunque en las últimas décadas muchos marxistas la han abandonado. Y después están las teorías más recientes, sobre el carácter financiarizado de las relaciones capitalistas en los últimos cuarenta años.

Ante tal variedad, no podemos hablar de «una» teoría sino de diversas teorías marxistas de la crisis. Pero lo que sí me parece importante destacar, como un rasgo compartido por la mayoría de esos enfoques, es el énfasis en la producción y en la tendencia al desequilibrio del proceso de acumulación de capital que creo que es un punto de partida muy importante para entender la cuestión. En el centro del análisis marxista de la producción capitalista está la tendencia a la acumulación de capital; dicha tendencia impulsa a aumentar continuamente la producción y esto es lo que genera desequilibrios y finalmente conduce a fenómenos de crisis. Marx en los Grundrisse insiste mucho en este punto frente a la economía vulgar (hoy la neoclásica) pero también frente a la economía política clásica (y hoy diríamos también la heterodoxia). Marx señala una y otra vez que el problema central de la economía es que en el fondo siempre entiende la producción capitalista como producción para el consumo y al intercambio como intercambio mercantil simple. Más allá de los mecanismos específicos que conducen a las crisis (esto es lo que discuten, a fin de cuentas, las diversas teorías) el énfasis en la acumulación permanente —y el hecho de que esta acumulación tiene un límite, que conduce finalmente a la crisis— me parece el rasgo más valioso de las teorías marxistas de la crisis. Ante ciertas corrientes del marxismo, que en los últimos cuarenta o cincuenta años han puesto cada vez más énfasis en fenómenos de carácter financiero, creo que hay que volver a centrarnos en la producción.

Ahora bien, en lo que refiere al énfasis que la izquierda en general ha hecho en la crisis como momento de desestructuración de la dominación y, por lo tanto, como oportunidad política, creo que ha habido una subestimación del carácter disciplinante de la crisis. La crisis general – de eso hablamos – es una crisis de reproducción de la sociedad, es decir, un proceso de disolución de la sociedad, más o menos agudo según la crisis sea más o menos profunda. Puede ser catastrófico o puede desarrollarse gradualmente en el tiempo pero, como sea, se trata de procesos de crisis de reproducción de la sociedad, de disolución de los lazos sociales, que afectan a todos los sectores sociales. Y a medida que la crisis se profundiza, se agrava, se prolonga en el tiempo, afecta mucho a la clase trabajadora y a los sectores populares.

Ese efecto disciplinante es muy importante sobre todo en períodos de crisis de alternativa política. Porque ante la ausencia de alternativa política, la clase trabajadora, si está movilizada y organizada,  solo puede tener cierta capacidad de bloqueo. Y el éxito en el bloqueo a la ofensiva capitalista lo que tiende a provocar es una prolongación en el tiempo de la crisis y, en algún momento, inevitablemente, su profundización. Entonces es ahí donde el efecto disciplinante juega un papel importante.

En ese sentido, no creo que sea casual que este papel disciplinante apareciera como un problema en la Europa de los años 1920 y los 1930, pasada la primera oleada revolucionaria tras la Revolución de Octubre y un contexto de reflujo y derrota de la revolución en Europa. En ese momento, la revolución dejó de ser vista como inmediatamente posible; creció la demanda de orden y empezó a hacer mella en los propios trabajadores. Lo mismo pasó en Argentina durante la hiperinflación: un fenómeno muy agudo de disolución de lazos sociales que generó una demanda de orden y de estabilidad en todos los grupos sociales. Y lo mismo podría pasar con fenómenos como el que vivimos actualmente en Argentina, con una prolongación indefinida de la crisis.

Ahora bien, también es cierto que, en tanto la crisis no está resuelta, el juego está abierto. Por lo tanto, es verdad que es una oportunidad política y que el futuro se juega también en los modos en que la clase trabajadora y los sectores populares se organizan y responden. Pero la estrategia a seguir no puede basarse en la idea de que la profundización de la crisis vuelve más probable procesos de radicalización popular, porque ese es solo uno de los cursos posibles.

 

MM

¿Qué pensás del debate en torno a que asistimos al final del ciclo neoliberal del capitalismo?

AP

En principio hay que definir qué fue el neoliberalismo. Podemos decir que fue dos cosas: primero, una estrategia de ofensiva del capital contra el trabajo que se desarrolla tras la crisis del capitalismo de posguerra, una respuesta a la crisis de acumulación global y a la  crisis del Estado keynesiano en USA, de los Estados de bienestar keynesianos de Europa, de los Estados populistas de América Latina y también de los «socialismos reales».

El neoliberalismo dio unidad y coherencia a una ofensiva que ya se había iniciado molecularmente: los procesos de deslocalización de capitales del centro a la periferia son parte de esa respuesta que comenzó entre fines de los sesenta y mediados de los setenta y que dieron inicio al proceso de internacionalización de la producción.

La especificidad de la estrategia de ofensiva neoliberal fue el uso de la coerción del mercado como medio de disciplinamiento. Esto no quiere decir que haya estado ausente la violencia o que no haya jugado un papel fundamental. Las dictaduras militares de los setenta en América Latina son una evidencia elocuente. Pero la violencia es un rasgo siempre presente en las estrategias de ofensiva del capital, no es una especificidad histórica. El uso de la violencia estatal es un rasgo inherente a cualquier ofensiva capitalista, nunca va a estar ausente.

El problema es, entonces, ¿qué fue lo específico de la ofensiva neoliberal? Y es que la violencia estatal estuvo orientada a transformar las relaciones entre Estado y acumulación de modo que se convirtió al mercado en un medio de disciplinamiento, de desorganización de la clase obrera y de individualización de los comportamientos sociales. Se podría objetar que la coerción mercantil también es un elemento siempre presente en el capitalismo, pero esa coerción que estructura la relación de explotación capitalista se define, justamente, por su carácter económico, no político, como un aspecto esencial de la separación entre explotación y dominación que mencionábamos antes. En el neoliberalismo la coerción del mercado se transforma en un arma política. La segunda dimensión del neoliberalismo, por lo tanto, es como modo de dominación política. Porque lo que vemos desde fines de los años 1980 (en algunos casos, desde principios de los años 1980) es la estabilización del neoliberalismo como modo duradero de dominación. Sobre la base de un proceso de internacionalización en marcha – y al que, a su vez, dio impulso – la combinación de apertura comercial y financiera, desregulación de los mercados y políticas monetarias restrictivas transformó la coerción mercantil en un mecanismo duradero de dominación sobre masas desmovilizadas e individualizadas.

Sin embargo, ya desde la segunda mitad de los años noventa se empezaron a ver los límites de esa estructura de dominación y se desarrollaron una serie de crisis en la periferia: en el sudeste asiático en 1997, la crisis rusa de 1998, en el 2001 la crisis en Argentina y también la crisis turca… En fin, una serie de fenómenos puso de manifiesto que el mecanismo de dominación neoliberal se empezaba a agrietar. El mecanismo de coerción mercantil resultaba ineficaz como mecanismo de dominio y se desarrollaban procesos de movilización popular. En ese contexto, en algunas regiones de la periferia se desarrollaron ensayos posneoliberales. Es lo que ocurrió en gran parte de Sudamérica.

Una de las condiciones para que el neoliberalismo funcione es que el mercado sea eficaz para sostener la desmovilización. En la medida en que se producen procesos de movilización y los mecanismos de coerción mercantil empiezan a fracasar, podemos decir que comienza la crisis del neoliberalismo. Tras la crisis mundial de 2008, la crisis de estos mecanismos se demostró cada vez más global.

La principal evidencia de esta crisis es la ruptura de la restricción monetaria. La restricción monetaria es un mecanismo esencial del neoliberalismo. Elmar Altvater, en un viejo artículo, decía que la política monetaria era la trinchera de la ofensiva neoliberal contra la clase trabajadora. No se trata simplemente de limitar la emisión como política antiinflacionaria. Se trata del uso político, disciplinante, de la moneda. Es un límite a la expansión monetaria y fiscal como respuesta a la presión de las demandas populares. ¿Qué significa, entonces, el fin de la restricción monetaria? Que de alguna manera los procesos de movilización obligan al Estado a relajar esa restricción. La emisión de moneda es una respuesta a demandas que comienzan a emerger y que no se pueden simplemente reprimir (no hablamos solo del ejercicio de la violencia material sino, sobre todo, de la coerción del mercado).

Esto me parece muy claro en Estados Unidos después de la crisis mundial del 2008. Las llamadas políticas de «flexibilización cuantitativa», al comienzo, fueron una repuesta a la crisis financiera, un mecanismo para transferir dinero a los bancos y otras entidades financieras en un contexto de falta de liquidez. Pero llegaron para quedarse, y se transformaron en un mecanismo más o menos permanente hasta el alza reciente de los índices de inflación. Los sucesivos gobiernos (el final de la administración Bush, Obama, Trump y el propio Biden) no pueden escapar del aumento de gastos, el déficit fiscal y la expansión monetaria. Los intentos de volver al corset monetario neoliberal no tienen viabilidad política.

Pero si volvemos la vista al resto del mundo podemos ver, como decíamos antes, que desde fines de los noventa y agudamente desde 2008 la crisis del neoliberalismo es un fenómeno global. En el caso de Rusia y su zona de influencia, particularmente el Cáucaso y el Asia central, después de la crisis de 1998 comienza un proceso de salida del neoliberalismo. En todas esas economías se observa un rol creciente del Estado y una reversión parcial de las reformas neoliberales tras la disolución de la URSS. A eso hay que agregarle el crecimiento global de la economía china. Si bien China inicia su crecimiento con la transición al capitalismo desde fines de la década de los setenta, hasta fines de los años noventa la economía china no era un actor tan relevante. Pero desde principios de los 2000 China aumentó notablemente su peso económico global. Y China es un país que nunca llevó adelante políticas neoliberales en el sentido que las hemos conocido en gran parte del mundo desde los ochenta. Podríamos seguir agregando casos: el caso japonés desde los años noventa que, ante el inicio de un largo estancamiento, giró hacia políticas de aumento del gasto público e inversión en infraestructura.

Entonces, en mi opinión, existe un conjunto de elementos que muestran claramente una crisis del neoliberalismo y la tendencia a su abandono, sobre todo a partir de 2008. La Unión Europea ha sido una excepción parcial. En particular en la zona Euro la restricción monetaria y fiscal juega un papel político relevante por la modalidad de integración regional. La integración monetaria en un contexto en que los Estados nacionales retienen decisiones importantes en el terreno fiscal otorga a la disciplina monetaria impuesta por el BCE un papel central. Pero también allí hay elementos de agrietamiento del mecanismo de coerción de mercado. Desde 2008 crecieron las presiones por el relajamiento de la restricción monetaria y las crisis de gobierno se han vuelto recurrentes en muchos de los países europeos. En ese contexto, creció la oposición a la Unión Europea. En fin, existen una serie de elementos tanto en la Zona Euro como en la Unión Europea en general que plantean, si bien no una salida del neoliberalismo, sí una crisis en ciernes, e incluso cierta tendencia del Banco Central Europeo a relajar la restricción monetaria.

Ahora bien, que el neoliberalismo esté en crisis no quiere decir que no haya intentos de restauración neoliberal. En América Latina los hemos visto recientemente. Es el caso del macrismo en Argentina, que fue un intento de restauración neoliberal fallido. También podemos citar el caso brasileño, y la experiencia de Bolsonaro no se puede considerar tampoco exitosa.

Sin embargo, que el neoliberalismo esté en crisis a nivel mundial y que los intentos de restauración neoliberal en la región hayan fracasado no quiere decir que haya un proceso de mejora en la situación de las clases populares. La crisis del neoliberalismo es un aspecto de una crisis global que atraviesa el capitalismo desde 2008. Y el capitalismo no termina de encontrar respuesta. Se enmarca en un proceso de transformación muy profundo del capitalismo desde mediados de los setenta, una transformación como no veíamos desde fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Y en ese proceso de crisis y de transformación profunda del capitalismo, las presiones por llevar adelante una ofensiva sobre la clase trabajadora son muy fuertes en todo el mundo. La emergencia de las nuevas derechas es un aspecto de este proceso. Sobre todo, frente a la ausencia de alternativas anticapitalistas, por lo menos en lo inmediato. Por lo tanto, la crisis del neoliberalismo no significa que estemos ante la inminencia de un giro progresista a nivel mundial. La crisis del neoliberalismo es el terreno de una disputa: hay intentos de restauración neoliberal, hay ensayos posneoliberales de izquierda o populistas como ocurrió en América Latina, y también hay nuevos fenómenos de derecha posneoliberal, que son cada vez más amenazantes.

En este sentido, yo creo que la difusión del término «neoliberalismo autoritario» ha tendido a inflar el concepto de neoliberalismo hasta volverlo inútil para entender lo que está ocurriendo. Porque autoritario, en mi opinión, tiende a dar cuenta de lo que empieza a ser el rasgo más claro de la respuesta a la crisis del neoliberalismo: una cierta repolitización de la lucha de clases. Es decir, si el neoliberalismo se caracterizó por un predominio de la coerción mercantil como mecanismo de disciplina, cuando el mercado empieza a fallar y la dominación se agrieta aparece como respuesta cierta repolitización de la lucha de clases. Crece el papel del Estado en ese disciplinamiento. Me parece que el adjetivo «autoritario» que se agrega a neoliberalismo trata de captar esto.

Si me preguntás cuales son los rasgos de ese posneoliberalismo emergente, sinceramente no sé, porque estamos en un proceso de transformación y los bordes no se ven claros todavía, las tendencias no son tan claras. Pero un elemento que sí me parece persistente es esta repolitización autoritaria de la lucha de clases. Pero esa repolitización no es necesariamente progresiva, y eso nos devuelve al principio, cuando hablábamos de las diferencias con el keynesianismo, sobre si un mayor papel del Estado es siempre favorable a las clases populares. Si fuera el caso, una repolitización de la lucha de clases sería una buena noticia. Pero no necesariamente es así.

Una repolitización de la lucha de clases y un creciente papel del Estado pueden significar un proceso de disciplinamiento autoritario. En muchos lugares, lo que podemos ver es que, ante la dificultad del Estado para integrar demandas, se producen procesos mixtos: se integran las demandas de algunos sectores, se reprimen o neutralizan las de otros. Experiencias tan disímiles como las de Turquía de Erdoğan, El Salvador de Bukele, la Rusia de Putin, la deriva autoritaria de la derecha republicana en USA (el «trumpismo») y  los mecanismos de integración y represión políticos del régimen chino parecen orientarse en esa dirección común. Incluso, tras el fracaso de la restauración neoliberal, el «bolsonarismo» en su etapa final en el gobierno y en su debut como oposición parece dirigirse hacia allí. En algunos casos estas tendencias se desarrollan en los marcos de la democracia formal, aunque tensionando sus límites, en otros en el marco de regímenes autoritarios.

Los fenómenos de crisis o al menos de puesta en discusión de los mecanismos de representación también son parte de estos cambios que están ocurriendo. Se pone de manifiesto en las disputas sobre los resultados electorales (EE. UU.), las luchas en torno a los mecanismos de elección popular y los cambios en los distritos electorales (Venezuela), la crisis de los gobiernos y la formación de mayorías parlamentarias (Unión Europea), etcétera, que la democracia tiene algo de ficción, que la construcción de una voluntad mayoritaria implica la definición de cómo se construye esa mayoría.

Ahora bien, el cuestionamiento a los mecanismos de representación no es del mismo tipo que a fines de los noventa y principios de los dos mil cuando, por ejemplo en Sudamérica, la crisis de representación tenía un elemento progresivo, en el sentido de que lo que se reivindicaba era la autoorganización popular, la acción directa de las masas, etcétera. Por el contrario, hoy aparece como un cuestionamiento a la democracia. Entonces, yo hoy no le veo un carácter tan progresivo a la crisis de los mecanismos de representación, por lo menos en lo inmediato… Desde la izquierda tenemos mucho para decir en relación a eso, pero lo cierto es que hoy esos cuestionamientos aparecen como parte de aquellos elementos de repolitización autoritaria de lucha de clases, como intentos de desconocimiento de las mayorías populares, seas cuales sean las formas de su construcción, intentos de exclusión de sectores populares que se movilizan y cuyas demandas no se pueden integrar, etcétera. Hablo de indicios, de tendencias incipientes, no necesariamente tiene que desarrollarse ese sendero. Lo central, en todo caso, en mi opinión, es que la repolitización autoritaria de la lucha de clases es un elemento común de estas formas posneoliberales. Incluso en aquellos gobiernos que intentan llevar adelante, por lo menos en sus intenciones explícitas o en sus discursos, salidas progresistas o de izquierda: veamos sino la deriva venezolana o lo que está ocurriendo en Nicaragua, incluso – en un grado muy diferente y como manifestación de la combinación de potencia popular y disciplinamiento estatal – el papel de control de la movilización y la organización populares ligado a la expansión del gasto social, como sucede actualmente en Argentina y aprovechó muy bien el macrismo. Esto no es nuevo, conocemos de sobra ese costado autoritario de los Estados de bienestar de posguerra, a pesar de su embellecimiento posterior por algunos sectores de la izquierda.

 

MM

¿Cómo entiende el marxismo la inflación? Y, más concretamente, ¿cuál es tu opinión sobre el retorno de la inflación como una problemática global?

AP

Primero, sobre el aspecto más conceptual de la inflación: antes decíamos que había una diversidad de teorías marxistas de la crisis, y con la inflación pasa algo parecido, porque el problema de la inflación está ligado a ciertas perspectivas marxistas sobre la acumulación, el dinero, etcétera.

En primer lugar, hay una diferencia importante con la heterodoxia, en particular con los keynesianismos. Lo digo en plural porque es muy difícil atribuir a Keynes ciertas afirmaciones: si hay algo que Keynes jamás ha dicho —y tenía razón— es que se pueda emitir indefinidamente. Keynes decía que mientras hubiera niveles altos de desempleo podía emitirse sin que esto generara inflación o, por lo menos, no una alta inflación; pero que mas allá de cierto punto empezaba a aparecer lo que llamaba la «verdadera inflación». Es decir, la emisión descontrolada no podía ser la respuesta a los problemas económicos. Keynes nunca dijo esto.

Pero en las últimas décadas han aparecido reinterpretaciones del keynesianismo y del poskeynesianismo que han negado cualquier vínculo entre emisión monetaria e inflación y que han tendido a aseverar que es posible emitir dinero siempre sin que esto genere inflación.

Afirmar que  existe un «lado monetario» de la inflación no es lo mismo que decir, como dicen los neoclásicos, que la inflación es puramente de origen monetario y que la emisión monetaria per se genera inflación. Esto evidentemente también es falso. Nunca se ha podido demostrar una correlación entre la emisión monetaria y la inflación como la que pretenden los neoclásicos, no existe tal cosa.

Los neoclásicos sostienen que el dinero es exógeno, es decir, que la determinación de la cantidad de dinero es básicamente una decisión política. Un aspecto valioso de las perspectivas poskeynesianas (los poskeynesianos tienen un punto a favor en esto respecto de Keynes), es que han enfatizado que el dinero es endógeno. Afirman que la cantidad de dinero depende, básicamente, de la demanda de dinero que genera la propia economía.

Ahora bien, en las últimas décadas entre los poskeynesianos surgió una corriente —que tiene su mayor expresión en la llamada Teoría Monetaria Moderna— que, simplificando,  plantea que podríamos aumentar siempre la cantidad de moneda sin efectos inflacionarios porque eso provocaría un aumento de la demanda, ese aumento de la demanda generaría una expectativa de mayor ganancia y, por lo tanto, un aumento de la inversión. Entonces siempre tendríamos niveles de inflación bajos, no se desataría un proceso inflacionario.

Para los marxistas esto no es así y, en general, aceptamos que existe un lado monetario de la inflación. Las explicaciones que dan los keynesianos y la mayoría de los poskeynesianos de los fenómenos económicos, en última instancia, son subjetivas, dependen de la psicología de las personas, de lo que esperan, de las expectativas que se forman. Para los marxistas existen determinaciones materiales, objetivas, de la acumulación de capital y de su tendencia a las crisis. La inversión depende, en lo esencial, de la tasa de ganancia y que la tasa de ganancia sea más alta o más baja no depende de expectativas. La inversión depende también de ciertas condiciones sociales, por ejemplo, será baja si existen problemas de dominación política que hagan que el marco de la inversión sea inestable. En tales condiciones — baja tasa de ganancia, problemas de dominación política, etcétera—, por más que se emita moneda e incluso que esto se traduzca en aumentos de la demanda, es altamente probable que la inversión no aumente o no aumente lo suficiente. Esto genera desajustes que terminan produciendo inflación. En particular, el financiamiento permanente del déficit fiscal por la vía de la emisión monetaria en condiciones de baja inversión puede generar fenómenos inflacionarios.

En segundo lugar, la inflación expresa ciertas relaciones de fuerzas. Antes yo hablaba de la restricción monetaria: si la respuesta frente a ciertas demandas es la restricción monetaria, lo más probable es que todo un conjunto de fenómenos económicos que comúnmente asociamos con la inflación – el ejemplo más usual, los aumentos de salarios – no se expresen de manera inflacionaria, que incluso las crisis den lugar a una dinámica deflacionaria, como pasó en Argentina en los años noventa.

Ahora bien, la ruptura de la restricción monetaria no es el simple producto de una decisión política, como sostienen los neoclásicos, tiene que ver con cierta incapacidad política para sostenerla. En muchos casos, lo que sucede es que la propia movilización de los trabajadores genera un relajamiento de la emisión monetaria, es decir, que se responda a esas demandas aumentando el gasto, emitiendo moneda, etcétera., en condiciones en que la inversión, por razones objetivas, no aumenta o no lo hace lo suficiente. De esa manera se valida el aumento de gastos, se valida el aumento de los ingresos populares, etcétera. En esas condiciones de ruptura de la restricción monetaria pueden aparecer, entonces, fenómenos inflacionarios.

Pero veamos ahora cómo opera esto concretamente para entender lo que pasó en los últimos años a nivel mundial y por qué tenemos fenómenos de inflación a nivel global.

Primero, independientemente de algunas de las cuestiones que estuvimos planteando, tenemos factores que impulsan el aumento de los precios por el lado de los costos de producción. Efectivamente, aumenta el precio de la energía producto de la guerra de Rusia contra Ucrania, y esto impacta en el costo de producción de las mercancías. Tenemos, además, problemas de suministro que se originaron con la pandemia. La internacionalización capitalista hizo de la producción un proceso global, lo que vuelve muy dependiente la cadena de suministros de ciertas condiciones de la circulación de mercancías a nivel mundial. La pandemia alteró estas condiciones de circulación y generó cuellos de botella en el suministro de determinadas materias primas, insumos, etcétera, que crearon presiones inflacionarias.

Todo esto ha jugado un papel en el aumento de precios de los últimos años, pero lo llamativo es cómo distintos fenómenos se expresan últimamente de manera inflacionaria después de 40 años de baja inflación. Incluso la inflación núcleo en Estados Unidos, sacando energía y alimentos, es históricamente alta. Creo, entonces, que es posible adjudicar los aumentos generalizados de precios de los últimos años a nivel global, y cierta tendencia a que fenómenos muy diversos se expresen de manera inflacionaria, al relajamiento de la restricción monetaria que identificamos como uno de los indicadores de la crisis del neoliberalismo. Allí donde aparecen obstáculos, restricciones, a la inversión, al aumento de la oferta, pueden desarrollarse tendencias inflacionarias. Yo creo que es una combinación de factores coyunturales (pandemia, guerra de Ucrania) y de transformaciones en la estructura de dominación lo que explica el retorno de la inflación.

 

MM

¿Y cómo explicás la prácticamente crónica inflación en Argentina?

AP

En Argentina tenemos una larga historia de inflación. En todo caso, en Argentina podemos decir que lo que sucede en estos momentos es que se agudizan tendencias que son locales. La aceleración de la inflación el último año obedece también en parte a estos problemas globales. Pero tenemos un problema de inflación profundo en el país. Pensemos que estamos hablando, aproximadamente, de un 10% de inflación anual en Europa… en Argentina esa cifra alcanza el 100 % anual. Entonces, efectivamente hay un problema más profundo y de larga data. Pero acá no me quiero ir tan atrás; quisiera limitarme a lo que pasa desde 2002 en adelante, desde la salida del plan de convertibilidad hasta hoy.

En el plano más general, existe un elemento que ha señalado el estructuralismo económico latinoamericano, en particular en Argentina, que creo que es correcto: la tendencia a la restricción externa al crecimiento. El hecho de que cuando la economía argentina crece tienden a aparecer problemas en el sector externo. Básicamente, faltan dólares porque salen más dólares de los que entran, por diversos motivos. El primero, el más profundo, tiene que ver con las importaciones que se generan por la propia producción; la industria argentina es una industria deficitaria que importa más de lo que exporta. Muchos de estos sectores orientan la producción hacia el mercado interno y otros, aunque exportan, no compensan lo que importan. Hay algunos sectores industriales que son netamente exportadores, que son superavitarios. Son los sectores que industrializan recursos naturales y otros de manufactura de origen industrial de bajo valor agregado. Pero, en líneas generales, se trata de una estructura industrial que genera déficit comercial.

También inciden otros comportamientos, como la fuga de capitales de los capitalistas locales, la remisión de utilidades de las empresas extranjeras y la salida de dólares por pago de intereses de la deuda externa. Y en los últimos años se suma también el tema de la energía, que fue particularmente duro este ultimo año por el aumento de precio del petróleo y del gas. Entonces, existe un problema de restricción externa al crecimiento, que durante las fases expansivas tiende a generar déficit de cuenta corriente y que produce presiones por la devaluación. Y la devaluación genera inflación. ¿Qué es la devaluación? La pérdida de valor de la moneda local, que hace que los precios expresados en moneda local aumenten, incluso aunque tengamos deflación en dólares, que es lo que suele pasar en los procesos de crisis. Tenemos un aumento notable de los precios en moneda local y una caída de los precios medidos en dólares, eso pasó en los últimos años.

Ahora bien, ¿cómo se responde a esa presión recurrente por la devaluación? Ahí entran a jugar otros elementos. Y para abordar esto quiero venir más acá en el tiempo, a la crisis de la convertibilidad en 2001. La crisis de la convertibilidad obedeció a factores de restricción externa, de falta de divisas, de la dinámica desequilibrada de crecimiento de un capitalismo dependiente periférico como el de Argentina. Pero en parte también respondió a la capacidad de la clase obrera de bloquear esa salida deflacionaria a la que me refería antes, de sostener un proceso deflacionario en el tiempo. Grecia demuestra que se puede; demuestra que era posible una salida que no fuera del tipo de la que se produjo en Argentina. En ese sentido, la movilización popular de diciembre de 2001 rompió la restricción monetaria, obligó a la devaluación e hizo que retorne esa tendencia a la expresión inflacionaria de ciertos fenómenos económicos y políticos (que, como decíamos, tienen una larga historia en Argentina).

Como la salida de la crisis de 2001 estuvo determinada por la movilización popular, la recomposición del poder político requirió la integración de demandas. Y ese proceso de integración de demandas se desarrolló en base a políticas fiscales y monetarias expansivas en un marco de comportamiento inversor reticente. Ese, de manera muy simplificada, es el núcleo del problema inflacionario, que se agudizó con la vuelta del déficit fiscal y de los problemas de restricción externa entre 2010 y 2011. A partir de ahí se combinan los problemas locales, la tendencia inflacionaria local, con los problemas globales: la crisis global de 2008 y su impacto pleno en la región después de 2013, tras la desaceleración de China y la caída de los precios de los commodities. En este escenario global, se desarrollaron presiones renovadas por el ajuste y la reestructuración. Cuando hablamos de reestructuración nos referimos a una renovación profunda de la base productiva local —la última se produjo en la primera mitad de los noventa—, a una transformación de los procesos de trabajo y un cambio en la estructura de gastos y funciones del Estado de naturaleza regresiva. Pero esas presiones se desarrollaron en un contexto local marcado por el bloqueo popular a los intentos de avanzar en ese proceso de reestructuración. Eso explica la irresolución de la crisis y la tendencia a la espiralización de devaluación e inflación.

Yo creo que en la base de la dinámica inflacionaria de los últimos diez años está esto. Después, específicamente, los momentos de aceleración o de cierta desaceleración requieren explicaciones particulares que me llevarían a una discusión mucho más larga…

Sin embargo, hay ciertas evidencias de que en el marco del estancamiento y la crisis las grandes empresas exportadoras han avanzado en el proceso de reestructuración y está además la discusión previa, la referida al impacto de la prolongación de la fase de estancamiento y crisis en la capacidad y la voluntad de bloqueo popular. Los procesos inflacionarios son particularmente eficaces para desarmar la resistencia popular en ausencia de alternativas políticas.