Prólogo del libro: Comunicación y prospectiva

Por Decio Machado / Consultor político, experto en comunicación y economía digital

En las últimas tres décadas hemos asistido a cambios sustanciales en la forma de comunicarnos. Pasamos del formato unidireccional de los viejos medios de comunicación tradicionales a una lógica actual donde la sensación que tenemos es la de encontrarnos en una revolución permanente y, hasta cierto punto, estresante. No estamos solo ante una cuestión de forma, sino también ante un cambio en la psicología del conocimiento.

Para más escarnio, los sucesos vividos en los años 2020 y 2021 hicieron que el devenir a dos o tres años se comprimiera en apenas tres o cuatro meses. La pandemia no transformó la historia, pero sí la aceleró. Se abrió el mundo virtual con optimización de recursos -tiempo y dinero- que nos forzó a pasar de la teleinformación y la teledemocracia a la ciberinformación y la ciberdemocracia.

Más allá de lo derivado del criminal coronavirus, cabe reseñar que los procesos de modernización tecnológica han venido históricamente marcados por una aceleración de sus impactos en materia de comunicación e información. Así, conseguir una audiencia de 50 millones de personas le llevó a la radio unos 39 años, a la televisión unos 13 años, al internet unos 4 años, a la red social Facebook unos 2 años y a Google+, red social hoy desaparecida por problemas de seguridad de datos, apenas 88 días.

Si hablamos de TikTok, el último boom en redes sociales, cabe indicar que dicha plataforma fue lanzada al mercado en septiembre del 2016 bajo el nombre inicial de Douyin y en tan solo tres meses alcanzaba ya los 100 millones de usuarios en China. A julio de 2022, último dato oficial sobre el que tenemos constancia respecto a dicha red, contaba con más de 1023 millones de usuarios activos a nivel global.

Pero, además, podríamos decir que desde la segunda mitad del pasado siglo asistimos a un proceso que sociológicamente hemos llamado segunda modernidad, una vuelta de tuerca a la historia de la individualización humana. Si la industrialización y las prácticas del capitalismo de la producción en masa generaron riqueza por doquier y, como consecuencia, surgieron políticas redistributivas y de acceso a la salud y a la educación, el hecho de que cientos de millones de personas consiguieran acceder a experiencias hasta entonces privatizadas por parte de una minúscula élite comenzó a generar también una nueva sociedad de individuos.

La educación y el trabajo del conocimiento enmarcado en el capitalismo cognitivo incrementaron nuestro dominio del lenguajey del pensamiento, los cuales son precisamente los pilares sobre
los que conformamos nuestro sentido personal y nuestras propias opiniones. El desarrollo de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, así como la democratización en materia de
movilidad y consumo, estimularon nuestra autoconciencia y nuestras capacidades imaginativas como individuos, rompiendo roles e identidades grupales predefinidas antaño. Las grandes mayorías
dejaron de ser un pueblo hobbeliano (eje agrupador y regularizador de toda vida o acción sociopolítica de las personas) para pasar a ser una spinozista multitud (conjunto de singularidades que se opone a la obediencia y a pactos duraderos).

Si la primera modernidad, marcada por el capitalismo de masas y el modelo keynesiano de desarrollo, reprimió el crecimiento y la expresión del yo individual en beneficio de las soluciones colectivas, en esta, la actual segunda modernidad, marcada por la incertidumbre, el yo es ya lo único que tenemos.

Es así como llegamos a esto que el sociólogo polaco-británico Zygmunt Bauman definió como “modernidad líquida”. Una sociedad donde todo se individualizó cambiando las reglas de comportamiento social bajo conceptos de fluidez, cambio, flexibilidad y adaptación en aquello que la revista Harvard Business Review definió hace unos años atrás como entornos VUCA (volatilidad, incertidumbre –“uncertainty” en inglés-, complejidad y ambigüedad).

Inmersos en este contexto, y en un mundo en el cual se recibe un promedio de 5000 impulsos de ruidos diarios, las audiencias se transformaron en nómadas, rompiendo cualquier militancia anterior en medios de comunicación o canales informativos. Pero, además, estamos hoy ante un ciudadano más perezoso que el del siglo pasado. El individuo actual no hace los esfuerzos que hacían los ciudadanos del siglo pasado, ya no busca información complementaria a lo que recibe de forma esquemática por las redes. Estamos ante una sociedad digitalmente avara, donde hay saturación de la información (contenidos infinitos) frente a una mente humana cuyo recurso mnemotécnico registra apenas 2,3 elementos por cada situación (atención finita). Es aquí donde se genera una nueva disputa por el golpe de impacto que haga que determinada información o contenido informativo no se quede en la mayoritaria atención parcial de la audiencia, sino que capte la
muy exclusiva atención completa del receptor.

En este nuevo contexto donde el acceso a la información es prácticamente instantáneo, la sociedad se convirtió en oblicua. Cualquier receptor de información es además emisor, superándose así el proceso tradicional de aprendizaje, de importación/exportación, para entrar en el de creación múltiple y colectiva, superadora de fronteras y transversal.

Sin embargo, lo anterior se da bajo un modelo de comunicación caracterizado por la economía discursiva. Como ya indicamos, estamos ante un ciudadano más avaro digitalmente, lo que implica que apenas goce de entre 4 y 6 segundos de paciencia cognitiva. Ese es el tiempo que le damos a una noticia para que nos genere interés. Fruto de lo anterior, estamos obligados a comunicar de forma sintética, diciendo mucho en muy poco tiempo, es decir, condensado los significados.

Por último, cabe señalar que el ciudadano/audiencia actual, frente al gigantesco tsunami informativo y de contenidos que nos agrede todos los días, opta por las fotos grandes, los contextos y
los videos como mecanismo prioritario para informarse. Estamos ante un modelo de cultura hipervisual donde evidentemente lo “no verbal” ya no es banal.

Pues bien, es en este complejo contexto que la primera parte de este trabajo que ahora tienes en tus manos, fruto de la colaboración entre docentes de cuatro importantes universidades analiza el estado actual de la formación universitaria en la disciplina de comunicación y sus tendencias futuras.

Aquí es importante hacer una observación: derivado de que la comunicación surgió, en primer lugar, como una profesión para luego trasladarse, de forma problemática, al campo de lo científico, dicha disciplina nunca ha llegado a alcanzar el nivel de madurez y estabilidad de otras disciplinas científicas. Siendo así las cosas, cuesta hablar de una teoría de la comunicación totalmente acabada, pues la comunicación carece de fundamentos definitivos y absolutos de conocimiento científico.

Quizás por ello, una de las virtudes de esta obra está en que cabalga por encima de los manuales clásicos de estudio de la comunicación en los que se realizan aproximaciones científicas desde el conjunto de las ciencias humanas, sociales y de la naturaleza. De igual manera, este trabajo sobrevuela de forma ligera sobre los sesudos ensayos especializados en una teoría de la comunicación sobre la que hoy, sometida a un acelerado y agresivo proceso de transformación, tendríamos mucho que discutir.

Aquí vale la pena parar un momento y mirar hacia atrás. Cabe recordar que sería allá por 1892 cuando Joseph Pulitzer ofreció al presidente de la Universidad de Columbia, Seth Low, financiar la primera escuela de periodismo del mundo. Tras ser rechazada dicha oferta, habría que esperar hasta 1903 para ver cómo esta misma institución académica crearía la Columbia University Graduate School of Journalism, primera escuela de periodismo del mundo, y luego hasta 1908 para que la Missouri University entregara el primer título universitario en esta disciplina.

Pero si miramos hacia nuestra América, las primeras licenciaturas en periodismo no llegarían a aflorar hasta la década de 1930, y es entre 1960 y 1970 cuando se establecerían las bases del pensamiento comunicacional latinoamericano.

Quizás porque no es inusual que en América Latina los medios de comunicación masiva hayan sido sostenidos por razones políticas más que económicas, desde el nacimiento de la llamada
escuela latinoamericana de comunicación sus principales teóricos siempre los consideraron como poderosos instrumentos de control social y explotación cultural al servicio de las élites dominan-
tes. Desde entonces hasta hoy, aquellos viejos debates en torno al colonialismo informativo y al rol que ejercen los medios en nuestras sociedades del sur global siguen aún vigentes, aunque clara-
mente transformados por el desarrollo de las nuevas tecnologías en materia de comunicación e información. Sin embargo, sería ya en el presente siglo cuando presenciaríamos cómo el populismo
progresista desarrollaría una estrategia de expansionismo político, llegando a muy diversos campos sociales -entre ellos la comunicación y los medios- dentro de los procesos de disputa política y debate de lo público. En definitiva, aquello que los sociólogos como Pierre Bourdieu teorizaron respecto a que los medios deben/deberían ser campos autónomos de la política o del Estado, “esferas de acción social con reglas o intereses propios” en términos bourdonianos, nunca tuvieron aplicación en el subcontinente.

Pero hablemos claro: más allá de la disputa política, lo que comúnmente llamamos “comunicación masiva” no es más que una instantánea distorsionada de la inconmensurable diversidad de perspectivas y demandas existentes en nuestras heterogéneas y complejas sociedades.

Es por todo lo anterior que no es baladí que los autores que participan en la primera parte de este libro dediquen sus esfuerzos a vislumbrar las tendencias actuales y futuras de la formación académica en materia de comunicación. En este maremágnum de lógicas transversalizadas que en la actualidad componen la comunicación y la información, así como sus antecedentes y su aplicación práctica en la región, los autores fueron capaces de liberarse de anacrónicos corsés teóricos e ideológicos para posicionarse claramente ante las demandas del mercado y la multiplicidad de disciplinas implicadas en esta nueva lógica de transversalidad mixta.

Vivimos en pleno desarrollo de la Cuarta Revolución Industrial, connotada por la emergencia de las nuevas tecnologías (sistemas ciberfísicos, robótica, internet de las cosas, conexión entre dispositivos y coordinación cooperativa de las unidades de producción económica), la neurociencia, el escenario biológico y la inteligencia artificial.

Dado que el constructo analítico legado por el filósofo francés Michel Foucault nos permitió descubrir la profunda relación existente entre el poder y el saber, sustrayendo del saber su pre-
supuesto de neutralidad, repensar hoy la comunicación supone entender que los marcos de condicionalidad política aparentemente normativas del sistema capitalista neoliberal han dejado
sin base gran parte de las propuestas teóricas alternativas de antaño. De ahí es desde donde este trabajo hace un esfuerzo para identificar planes de estudio para el futuro inmediato en la Acade-
mia y escuelas especializadas, así como el análisis de consideraciones que han de tenerse en cuenta respecto a la formación de los nuevos profesionales de la comunicación según las exigencias de los contextos y de acuerdo con las múltiples realidades actualmente existentes.

En un mundo así configurado, donde la relación saber-poder se deja ver objetivada en el sujeto, todo un formato de nuevas narrativas toma fuerza en el entorno digital como forma cotidiana de contar historias.

Decía el psicólogo estadounidense Jerome Bruner (2013) que “Somos fabricantes de historias. Narramos para darle sentido a nuestras vidas, para comprender lo extraño de nuestra condición humana”. Pues bien, es aquí en donde se centra la segunda parte del libro.

Como bien se indica en algún momento de este trabajo, las tecnologías y los medios tienen un carácter social y han transversalizado la política, el tejido social existente y a la ciudadanía en general. Pero igual sucede de forma inversa, las estrategias políticas incluyen el marketing y la publicidad para difusión, intervención en medios y construcción de imagen pública.

Todo lo anterior se relaciona con las mentes y acciones ciudadanas, utilizándose como herramientas múltiples fuentes de mediación, la seducción y el estímulo, así como los mecanismos de interiorización. Es por ello que se hace visible la necesidad de profundizar en las nuevas narrativas digitales, entender sus características, su contexto y su relación con los objetivos que hay detrás de estos. Esto ha de identificarse más allá de que sean comerciales corporativos, políticos o informativos, así como quienes en cada caso los gestionan.

El relato aquí toma un protagonismo especial y, como ya sabemos, se compone de un arco tripartido: introducción, nudo y desenlace. Siempre con un adversario, siempre con un valor y
siempre con una moraleja, enseñanza o aspiración.

Pero hablemos claro respecto a esto también. La diferencia entre persuadir y manipular es meramente ética, motivo por el cual las plataformas digitales se convierten también en un espacio complejo donde se evidencian condicionamientos y desigualdades entre actores sociales, nuevos o viejos, pero reforzados en lo contemporáneo bajo lógicas neoliberales, que tratan de manejar a toda la vida humana en un formato de negocio o con fines de mantenimiento del poder.

Volviendo a Foucault, y conscientes de que no existe saber independiente del poder, pues el saber produce y mantiene el poder, tras los atentados a las torres del World Trade Center y al edificio del Pentágono la administración de Bush renovó el cargo de Subsecretario de Estado en Diplomacia Pública y Asuntos Públicos, puso al frente a Charlotte Beers -conocida como la “reina del branding”-, quien no provenía del área militar ni de la política, sino de las comunicaciones y hasta entonces había ejercido como CEO de la gigantesca agencia de publicidad y marketing J. Walter Thompson Worldwide. Quizás ese momento de septiembre de 2001 fuera el elemento referencial de un cambio de época: a Beers se le encomendó explicar y vender la política exterior de la administración Bush, especialmente su guerra contra el terrorismo, todo ello con un presupuesto asignado por el Congreso de los Estados Unidos de 520 millones de dólares, que fue utilizado para una campaña comunicacional cuidadosamente dotada de elementos emocionales y altamente segmentada. El problema de “¿Por qué nos odian?” fue refrescado, en leguaje publicitario, en “¿Cómo reposicionamos la marca?”.

A partir de ahí los nuevos teólogos de la “guerra justa” comenzarían a expandir sus tesis sobre la superioridad de Occidente respecto al islam y al resto del planeta, basadas en la vacua hipótesis previamente concebida denominada como “choque de civilizaciones”. Se invadieron países como Afganistán e Irak, se generaron campos de reclusión y tortura clandestinos en diferentes partes del planeta, donde eran llevados individuos secuestrados de manera ilegal desde diversas partes del mundo con la complicidad de los gobiernos de turno, y se generó un modelo de neutralización de disidencias internas a través de la “ USA PATRIOT Act” (Ley Patriótica), que luego fue replicada a su manera en diversos países del planeta. En palabras del filósofo italiano Toni Negri, toda violencia que no fuera ejercida por las “fuerzas imperiales” pasó a ser necesariamente concebida como ilegítima y criminal, es decir, terrorista. Condición por cierto a la que asistimos recientemente en las últimas movilizaciones populares que tuvieron lugar en nuestro país.

Aquí entramos en una tercera y última parte del libro que aborda temáticas vinculadas a la comunicación corporativa y a la comunicación política.

En la lucha discursiva la verdad o la mentira no nos ayudan mucho a comprender la realidad. Una explicación en comunicación corporativa o política es cierta si produce efectos tales como si lo fuera, sin importar si es cierta o no. El objetivo es generar consenso en torno a una idea o una identificación.

Vinculado a lo anterior, y en el plano de lo político, hacer una buena comunicación parte de tener una buena lectura del momento y de los equilibrios de fuerzas que lo componen, entendiendo las posibilidades que se abren en cada coyuntura. El signo fundamental de la hegemonía en comunicación es construir un relato tan sólido que hasta tus adversarios o competencia tengan
que ceñirse a este para conflictuar o disputar con nosotros.

Los autores implicados en esta parte del trabajo entienden a la perfección que la comunicación es la política expresada en su modo público; por lo tanto, no se gobierna bien y se comunica mal y si se comunica mal es que se gobierna mal. En definitiva, un problema comunicacional es un problema político, dado que toda comunicación es una representación de la política.

De igual manera, los autores de estos textos marcan con énfasis la diferencia entre comunicación política electoral y comunicación política de gobierno. Sobre esto un apunte: pese a que más del 80% de la referencias existentes sobre comunicación política son de perfil electoral, cabe indicar que dicha comunicación es cortoplacista, mientras que la comunicación de gobierno tiene un enfoque a mediano y largo plazo y debería tener como objetivo resignificarse durante muchos años después.

Tanto en el ámbito de lo corporativo como de lo político, la comunicación se da hoy en un formato de 360 grados; su rango de riesgo es ese y, por lo tanto, debe comunicar en 360 grados también. Es decir, hoy se comunica por todos los canales hacia todos los lados.

De esta manera, la palabra convergencia es una de las palabras clave en comunicación en los momentos actuales. Se trata entonces de establecer un único discurso a través de múltiples canales y formatos diferentes mediante la microsegmentación.

Pese a todo lo descrito anteriormente, es importante destacar que la comunicación política latinoamericana muestra notables limitaciones para entender, beneficiarse y beneficiarnos al conjunto de la sociedad con estas nuevas herramientas digitales. En este ámbito de acción se debe reconocer al mundo corporativo como un espacio más eficiente que la tecnoburocracia política o estatal.

El porcentaje de respuestas por parte de instituciones públicas y gobiernos en general al ciudadano usuario de redes sociales en América Latina no alcanza al 3 % y, además, se dan de forma tardía en gran parte de los casos. De igual manera, la respuesta de los políticos en campaña hacia la ciudadanía que les reclama o consulta es extremadamente baja obviando la posibilidad de generar foros virtuales de debate, aprendizaje mutuo y construcción de consensos, o incluso el impulso de movimientos cibernéticos como una nueva forma de organización política ciudadana. En resumen, los políticos del subcontinente, lejos de distinguir entre forma y fondo, entendieron el uso de estas nuevas herramientas de comunicación desde una perspectiva simplista de aggiornamento, es decir, como la incorporación de una nueva técnica para hacer exactamente lo mismo que ya anteriormente hacían.

Pero quizás aquí, cosa que se aborda parcialmente en la obra, lo más interesante y preocupante de observar es que la construcción de toda esta comunicación se da bajo una tecnología que, como toda tecnología, no es neutra, sino que viene marcada por su ideología.

Entender el rápido crecimiento de las big tech implica comprender que este modelo de negocio se caracteriza por su extraordinaria escalabilidad, lo que supone rentabilidades monetarias astronómicas para los proyectos exitosos tras una primera fase de capitalización. En la práctica, las ratios de productividad de estas compañías superan con facilidad el millón de dólares por empleado contratado, generando un modelo de trabajo derivado de la “economía de plataforma” que tiene un cierto aire vintage bien manchesteriano: precarización, salarios muy bajos, horarios fuera de la ley, sobreexplotación laboral e indefensión del trabajador o trabajadora.

Las nuevas empresas tecnológicas aprendieron con prontitud que las ideas, valores y gustos de las personas se transfieren con facilidad, esparciéndose a través de las redes sociales, pero también afectando las formas de hacer y pensar de las y los individuos que formamos parte de ellas, diseñando y manipulando los mecanismos de conexión entre nosotros. De esta manera, las plataformas que mayoritariamente manejamos siguen el rastro de nuestros focos de interés y deseos, limitando con algoritmos las relaciones entre personas, objetos e ideas bajo una lógica que podríamos definir como tendenciosamente orwelliana.

Lo anterior obedece a un cierto desplazamiento del eje de acumulación capitalista, el cual, más allá del predominio del capital financiero especulativo, ahora se sitúa en la captura de información de los usuarios de tecnología debido al impacto del big data, del data mining, el internet de las cosas, la inteligencia artificial y la red de sensores e islas de datos que propicia la comunicación M2M (machine to machine). Todo este nuevo modelo de extractivismo (desposesión por despojo) va conformando un ecosistema que permite la proliferación de oferta localizada e individualizada de bienes y servicios. A su vez, la cada vez mayor capacidad del mercado de personalizar los consumos nos permite vislumbrar una economía enfocada exclusivamente en el deseo, extrayendo cada vez mayor valor del commodity humano en lugar de crearlo.

Pero quizás lo más grave es que la actual dictadura algorítmica define la “relevancia” de las informaciones, limitando el mundo que vemos en función de las preferencias expresadas por el individuo en cuestión y también por las mayorías; el resultado no es otro que el reforzamiento del “saber” dominante con exclusión del resto del espectro. La nueva superestructura digital, controlada
por las big tech y conformada, entre otros, por algoritmos como el PageRank de Google o el EdgeRank de Facebook clasifican e influyen de modo creciente a la percepción que hoy tienen de la
realidad esa más de la mitad -dato en permanente expansión- de la población planetaria actualmente conectada.

El actual proceso de digitalización de la vida, sumado al desarrollo de la economía de datos, así como la “huella digital” unida a la extracción de información personal, permite la generación de un big data ciudadano cuya dimensión y volumen no tiene precedentes en la historia de la humanidad. El acceso en tiempo real por parte del poder/poderes a tal magnitud de información respecto a sus dominados sienta las bases para nuevos modelos de control tanto corporativos como político-social-disciplinarios. De esta manera, la tecnología se ha convertido en un “capital fijo” cuya propiedad redefine las relaciones de poder en el actual modelo capitalista.

Es ahí donde estamos ante un reto, todo un nuevo reto que pone en cuestión el modelo de sociedad al que aceleradamente nos dirigimos y desde el cual la comunicación, entre otras disciplinas, se convierte en un espacio de disputa.

Sin más, solo queda desearles que disfruten de las interesantes páginas que a continuación encontrarán y que conforman el cuerpo de esta interesante obra.

 

Étienne Balibar: “La fuente permanente de la vida democrática es su elemento insurreccional”

Francesco Brancaccio / Francesco Pavin (Global Project)

En esta entrevista con el filósofo marxista Étienne Balibar, realizada en abril en París, se discuten aspectos estratégicos, de composición social y política, de prácticas y de valores de los movimientos de protesta en Francia, fundamentalmente del movimiento contra la reforma de las pensiones y el movimiento Soulèvements de la terre contra la devastación de los ecosistemas rurales. A día de hoy, el pueblo francés continúa con las espadas en alto, sin que aún pueda hablarse de derrota o de victoria, mientras las luchas en Francia, al igual que la guerra en Ucrania, permanecen ausentes de las discusiones sobre la unidad de la izquierda en España.

Hemos escuchado tu presentación en el taller sobre la huelga que tuvo lugar en la Universidad de París 8 Saint-Denis-Vincennes. Me pareció muy interesante el concepto de “insurrección democrática” que propones. Lo has tratado añadiendo otro aspecto importante: que la insurrección no es algo que vendrá o que esté por venir, sino que es algo que ya está aquí y ahora. ¿Te importaría volver sobre este punto?

Sí, la insurrección no es algo que esté por venir: está teniendo lugar en este momento. He utilizado este término a propósito, porque no me parece que haya otros mejores, pero por supuesto tenemos que discutir el significado que le damos. Remite, por lo demás, a cosas que he escrito hace bastante tiempo y que sigo defendiendo. No rechazo el término democracia, al contrario: creo que la raíz permanente, la fuente permanente de la vida democrática es precisamente su elemento insurreccional, es decir, el rechazo del orden existente, dominante y desigual. Durante mucho tiempo he trabajado con un par antitético, insurrección-institución, que se parece un poco al par poder constituyente-poder constituido de Toni [Negri].

Y luego hay una tradición en el uso de este término que viene de la Revolución Francesa y también del contacto que tuve con los norteamericanos y sudamericanos; y de la gran avenida de la Ciudad de México que se llama Insurgentes; y de la Revolución Americana, que utilizó mucho la categoría de “The Insurgents”. Y además es una palabra de la Comuna de París. Así que me parece importante utilizar este término porque conserva la idea de ruptura con el poder y, en consecuencia, con lo dominante.

Estoy de acuerdo con esta lectura, porque da la posibilidad de imaginar y construir nuevas instituciones a partir de la parte más cercana a la gente, el territorio. Por ejemplo, el otro día hablábamos del municipalismo.

Sí, qué duda cabe, pero tampoco quiero enredarme en esta discusión. Hubo alguien que hizo una intervención muy interesante durante el debate, evocando Rojava e introduciendo el tema del municipalismo en el sentido de Murray Bookchin y otros. Esta es también una perspectiva muy interesante, pero no quiero que penséis que imagino una especie de reconstrucción anarquizante del sistema político en la que todo se base en las comunas municipales.

Creo que es muy importante refundar la práctica democrática en contacto con luchas y elementos muy fuertes de autogestión a nivel local. Pero justo después en el debate empezamos a hablar del Estado, de los servicios públicos. Si reflexionamos sobre estos elementos, no creo en absoluto que en un contexto como el del Estado en Francia, y más en general en Europa, se pueda abolir el Estado y poner en su lugar una federación de comunas municipales.

Francia es un país, como se suele decir, jacobino o bonapartista –a veces hay una gran confusión entre estos dos aspectos–, y luego hay raíces aún más antiguas que lo convierten en un país en el que el centralismo estatal es absolutamente monstruoso. Se trata de una ideología compartida tanto por la derecha como por la izquierda. Toda la sociedad está organizada en torno al poder central. Por eso tenemos que hacer un esfuerzo muy importante para deconstruir, como decía uno de mis maestros, Jacques Derrida, esta representación totalmente vertical o verticalista de lo político.

Reflexionando de nuevo sobre la relación entre insurrección democrática e instituciones, compartimos desde luego la perspectiva de la insurrección como elemento fundador y dinámico de la democracia. Pero si hablamos de instituciones del Estado, esta perspectiva implica claramente que las instituciones son capaces de reformarse a sí mismas a partir del momento insurreccional. Ahora bien, el problema es que las instituciones –al menos, las estatales– no responden hoy dinámicamente al impulso insurreccional, por ejemplo, reformándose. Al contrario, la situación política, en el caso de Macron y su gobierno, está completamente cerrada y me atrevería a decir que bloqueada.

Claro, estoy de acuerdo. No albergo ilusiones sobre las capacidades –y si queréis hablamos también de Macron– de democratización endógena del sistema estatal en su forma actual y a partir de sus propias instituciones. La cuestión es si tenemos un concepto puramente estatal de lo que llamamos instituciones, o si intentamos tener un concepto más amplio de instituciones. Hay una tradición también en el pensamiento de izquierdas –y aquí estoy muy lejos de lo que aprendí de mi maestro Althusser, he evolucionado en este sentido– que tiene que ver con el pensamiento crítico, en el sentido amplio del término, que utiliza la categoría de institución en un sentido mucho más amplio, más activo, más revolucionario que la acepción jurídica y estatal del término. Por ejemplo, Cornelius Castoriadis hablaba de la institución imaginaria de la sociedad; Miguel Abensour empleaba la idea de la capacidad instituyente de los movimientos populares, etc. Son formas de decir que los movimientos que cuestionan la verticalidad del Estado o el monopolio de las clases dominantes sobre el gobierno de la sociedad no son solo movimientos que destruyen, sino que inventan, que organizan, que proponen formas de organizar la sociedad.

¿Qué diferencia crees que hay entre este movimiento y los anteriores (el movimiento contra la Loi Travail, los Chalecos Amarillos, etc.), respecto al hecho insurreccional?

En mi opinión, los otros movimientos también pueden calificarse de movimientos insurreccionales.

¿Existe entonces una continuidad entre estos diferentes movimientos o momentos de la misma tendencia insurreccional?

Sí, claro.

¿Se podría hablar incluso de una insurrección que estaría cobrando un carácter permanente?

Quiero tener los pies en el suelo y ser realista. No hay que perder de vista que, de alguna manera, desde hace varios años –es difícil fijar un punto de partida preciso–, los movimientos sociales que vemos en Francia tienen todos al principio un carácter defensivo. Son movimientos que reaccionan con mayor o menor fuerza, con pasión me atrevería a decir, con esperanza política, al trabajo de demolición que está llevando a cabo el poder neoliberal en Francia. Todo esto está lleno de paradojas: cuando uno se pregunta qué imagina Macron en este momento, qué tiene en la cabeza, sencillamente se puede decir que quiere ser la Margaret Thatcher francesa. Macron piensa así. Aunque no soy extraordinariamente optimista sobre la correlación de fuerzas, creo que las condiciones que permitieron a Margaret Thatcher obtener una victoria casi total sobre el movimiento obrero británico y en particular sobre el sindicalismo y, más en general, sobre la sociedad, las clases trabajadoras, no son las mismas en Francia.

De todos modos, surge una cuestión y es la siguiente: ¿por qué el capital financiero necesita una Margaret Thatcher en Francia en 2023? ¿Por qué el capitalismo francés lleva cuarenta años de retraso con respecto a otros países similares en el desmantelamiento del estado del bienestar que se creó tras el final de la Segunda Guerra Mundial? Se podría escribir una larga historia al respecto.

Hay varias razones, pero lo que es seguro es que todos estos movimientos, uno tras otro, presentan sobre todo un carácter defensivo. En todo ello hay también elementos de desesperación, un aspecto que me llama mucho la atención. El día 5 de abril, en el debate de París 8, en la intervención de una compañera joven, surgió una verdadera desesperación de una categoría de estudiantes que ya no comen; en un sistema universitario que se desintegra progresivamente, los jóvenes tienen la impresión de que su futuro es oscuro.

Luego estaba el compañero que hablaba en nombre de las banlieues. Podríamos pensar que es bueno que haya alguien que venga a decirnos que no hay que olvidar a los inmigrantes, que no hay que olvidarse de las banlieues, pero en el hecho de que hablara con tanta vehemencia vi algo más: que la vida es insoportable en las banlieues. Entonces, cuando se dice que el movimiento olvida estas cosas es verdad y mentira a la vez, porque lo interesante de lo que está pasando ahora es que, si tomamos la huelga de los basureros o incluso las manifestaciones, no hay una fractura racial insalvable que separe a los inmigrantes de los trabajadores “franceses”.

Pero el problema existe como tal, y si intentamos reflexionar sobre el futuro o las posibilidades de un movimiento insurreccional o una insurrección pacífica en un país como Francia, no tardamos en preguntarnos cómo superar las fracturas entre la clase obrera en el sentido tradicional del término, por un lado, y, por otro lado, la juventud en paro de las banlieues que desciende masivamente de inmigrantes de las antiguas colonias francesas. No existe el abismo que describen algunos teóricos radicales de la “lucha de razas”, sino un problema, una contradicción. Con este tipo de problema en mente, en el breve texto publicado enL’Humanité –¡sólo disponía de 3.000 caracteres!– utilicé la famosa fórmula del presidente Mao sobre las “contradicciones en el seno del pueblo”. Hay muchas cosas del presidente Mao que no me gustan, pero creo que esta fórmula es muy importante.

Pero es precisamente el elemento insurreccional el que permite no limitar los movimientos a su carácter defensivo.

Me parece importante que en la Nuit Debout, en el movimiento de los Chalecos Amarillos y en las huelgas actuales contra la prolongación de la edad de jubilación no solo haya habido desesperación, así como que no se trate únicamente de luchas defensivas. Estos movimientos aportan también una dimensión constructiva, un elemento de esperanza y de imaginación para el futuro. No se trata solo de defender conquistas, por fundamental que sea la defensa de estos logros. Cada vez está más presente la doble idea de que la sociedad puede organizarse de otro modo y de que, por otra parte, las personas de abajo, como diría nuestra tradición política común, tienen una capacidad real de hacer que la sociedad funcione de forma diferente.

Desde luego, hay experiencias recientes que han tenido que desempeñar un papel importante para alimentar esta idea. No es una cuestión de espontaneidad. No creo que la idea de la gente que sale a la calle sea: “Somos el pueblo, tomemos las cosas en nuestras manos” contra esta casta de oligarcas y tecnócratas. No creo que la gente crea –esto es un poco el mito de la Comuna de París– que basta con tener asambleas del pueblo para gobernar un país. Son perfectamente conscientes de que no solo hacen falta funcionarios, sino también organizaciones y estructuras. Pero quienes nos gobiernan han demostrado recientemente que hay una especie de impostura en la pretensión de las clases dirigentes de ser las únicas capaces de gobernar.

La covid-19 ha sido una experiencia muy interesante a este respecto. Tanto en los hospitales como en las escuelas o los institutos, todo se habría derrumbado, nada habría podido funcionar si el colectivo del personal de los hospitales o el de los profesores no hubiera compensado las contradicciones y el desorden provocados por las instrucciones que venían de la administración central.

De esta guisa, el pueblo ha experimentado una capacidad colectiva de organización y de gobierno, y sabe que este poder tecnocrático neoliberal que pretende gobernarlo todo provoca en realidad desórdenes por todas partes. Por supuesto, podemos y debemos plantearnos la cuestión de si no existe una estrategia perversa –y volvemos así a nuestro punto de partida– y totalmente deliberada para desorganizar los grandes servicios públicos al objeto de favorecer su privatización, es decir, de instaurar sistemas de servicios fundamentales totalmente privados y organizados con arreglo a las clases, un sistema con los ricos o ultrarricos con escuelas privadas, hospitales privados, clínicas privadas, pensiones de capitalización, etc., por un lado, y el pueblo llano con servicios degradados, por otro lado. A pesar de que elementos de la tradición de la “République Sociale” han retrasado relativamente este proceso, las cosas también están mal en Francia: basta con acudir a una cita hospitalaria para comprobar que hay escasez de personal. Así que puede ser que haya una estrategia perversa por parte del poder: de hecho, vemos que mientras afirman querer salvar los servicios públicos, están echando abajo todo.

Para terminar sobre este punto, no estoy diciendo que el movimiento social al que asistimos, que viene después de otros movimientos, vaya a conseguir más que los anteriores invertir el curso de esta historia, de esta política. Sin embargo, me impresiona mucho el hecho de que, cada vez que se presenta la ocasión, cada vez que se defiende algo esencial, resurge esta doble dimensión constructiva y esperanzadora.

Y hay algo más que invita a la reflexión: los Chalecos Amarillos, por ejemplo, fueron tan populares porque mucha gente en Francia pensó que esas personas hablaban en nombre de todos nosotros y luchaban por nosotros. No es un movimiento que involucrara a una mayoría de ciudadanos franceses; la “Nuit Debout” tampoco lo hizo, aunque por motivos distintos. No hay que idealizar el movimiento actual, no todo el mundo participa en él de la misma manera, pero en este sentido creo que los sondeos son reales cuando muestran que una gran mayoría de franceses apoya el movimiento.

Y hay otros indicios: si una inmensa mayoría de trabajadores, precarios o no, no estuvieran ahogados por el aumento del coste de la vida y por unos salarios cada vez más bajos, tendríamos cuatro o cinco veces más gente en las huelgas y manifestaciones. He leído el texto de Frédéric Lordon, que afirma que el poder ahora solo se mantiene gracias al hilo que lo une a la policía y a Darmanin [ministro del Interior]. Este análisis no me parece correcto: el poder tiene todo tipo de recursos, incluida una Francia de derechas o de extrema derecha con la que puede aliarse. Pero lo cierto y sorprendente es que el poder se encuentra en un estado de aislamiento y de impotencia política.

(…)

Si miramos a Francia con una perspectiva europea, ahora mismo, tiene una dimensión de lucha institucional que otros países no tienen. ¿Cómo te lo explicas?

Sí, es impresionante, aunque debo tener cuidado de no caer en el narcisismo.

Creo que es importante hacerse esa pregunta, también porque has hablado de esperanza. Y estamos de acuerdo, también necesitamos esperanza. En tu opinión, ¿este “modelo francés” de luchas podrá llevar a que se muevan otros países europeos? Pienso en Alemania o Italia, por ejemplo.

Ay, amigo, no lo sé. Porque precisamente he vivido la esperanza, seguida más tarde por la desilusión, de que se creara en Europa algo así como un espacio político común, en el que no solo pudieran circular ideas y proyectos organizativos, sino también en el que los movimientos sociales y políticos surgidos de abajo pudieran animarse y reforzarse mutuamente.

Nunca pensé que desaparecerían las fronteras; soy muy consciente de que las tradiciones nacionales son fuertes, de que el poder se organiza a escala nacional y de que las luchas obreras y, más en general, populares, también. Sin embargo, yo creía no solo en el internacionalismo, sino también en la internacionalización de las dinámicas políticas. Y esta idea alimentó en mí y en otros la esperanza y el objetivo de poner en marcha un movimiento constituyente, expresión que utilicé en el momento de la crisis griega en un texto escrito junto con Sandro Mezzadra y Frieder Otto Wolf, y no es casualidad que lo firmáramos un francés, un alemán y un italiano. Sandro había mencionado ese concepto, un “momento constituyente para Europa”, y a partir de ahí escribimos juntos. Nos referíamos a una alternativa política concebible a escala de la propia Europa, y a nuestro juicio esta cobraba aún mayor importancia en la medida en que todos rechazábamos el nacionalismo, el soberanismo que tanta influencia tiene en una parte de la izquierda de cada país.

Cada cierto tiempo hemos nutrido la esperanza de que causas comunes a todos los pueblos de Europa pudieran servir de cemento para la cristalización, para el cambio de escala del espacio de las luchas sociales y políticas, algo tanto más necesario cuanto que se trata de un recurso fundamental utilizado por el capitalismo actual para organizar los poderes de decisión real tanto en el plano nacional como supranacional. En el plano transnacional, ya no existen formas de protesta, al menos en apariencia, a excepción del nacionalismo.

Para nosotros, las causas en juego eran otras. Pensábamos que era el apoyo a experiencias de izquierda o de extrema izquierda, como Syriza en Grecia o Podemos en España, la resistencia a la financiarización extrema. También pensábamos que era la defensa de los derechos de las personas migrantes y refugiadas.

El movimiento contra la crisis climática, “fin du monde, fin du mois”, quizás pueda ser una respuesta en este sentido para repensar una nueva dimensión que cruce fronteras.

¡Ahí estamos de acuerdo, amigo! Es el candidato más serio a una transnacionalización de las luchas, y quizás nos hayamos equivocado al no hablar de ello hasta ahora. Y aquí tocamos otra contradicción en el seno del pueblo. Es muy interesante y puede ser decisivo que en este momento haya en Francia, al mismo tiempo, aunque no a la misma escala, un movimiento de protesta social y de defensa de las conquistas del estado del bienestar, por un lado, y por otro un movimiento cada vez más visible contra la destrucción del medio ambiente, y en particular contra la política del capitalismo extractivo del medio ambiente. Se trata de una causa potencialmente transfronteriza.

Eso sí, no hay una fusión absolutamente espontánea de los dos, y precisamente por eso, como muchos otros, digo que la discusión debe desarrollarse entre las las bases, y por supuesto con mediadores, sindicalistas y tal vez intelectuales, para garantizar que la gente hable, que la situación no se quede empantanada. Por un lado –y quede claro que no quiero presentarlo de forma caricaturesca– tendríamos trabajadores que tienen interés, o que creen tener interés en que continúe el productivismo, porque de ahí se deriva su empleo, su nivel salarial; y por otro lado, jóvenes y no tan jóvenes –y yo soy uno de ellos– que están apegados a la idea de que solo podemos salvar algo del medio ambiente a condición de que nos comprometamos con la vía del decrecimiento. Esto es potencialmente transnacional.

El concepto de decrecimiento. Durante mucho tiempo no nos hemos adherido a esta visión del decrecimiento. Creo –y éste es el debate que tenemos dentro de la comunidad política a la que pertenezco– que debemos adoptar esto como un punto cardinal de lucha.

Yo también lo creo, pero tenemos que ser serios y explicar que el decrecimiento no es el cierre de todas las fábricas y la vuelta a la vida de los cazadores-recolectores amazónicos. Es una transformación de la sociedad industrial.

Y, por lo tanto, también un rechazo de este modelo capitalista de sociedad industrial que destruye la vida.

Sin duda!

Quizá podamos formularlo de esta manera: se trata de reflexionar y comprometerse concretamente en la cuestión estratégica de cambiar el modo de producción.

Sí, precisamente, se trata de un cambio del modo de producción, y me refiero aquí a la definición elemental de la expresión “modo de producción”.

Y en este necesario cambio de modo de producción también hay cosas que tienen que “crecer”, como los servicios públicos, las actividades asistenciales, la circulación del conocimiento, la educación, etc.

Sí, claro, y aquí es donde llegamos al meollo del problema, porque hay que estudiar la necesidad de una planificación democrática. Es decir, una planificación que implique la iniciativa de toda la población desde abajo (y no el Gosplan que viene desde arriba) en la transformación de los modos de vida y de los servicios. Si se dice que hay que reorganizar la sanidad y los servicios médicos, se llega inmediatamente al meollo del problema. La gente tiene tumores; la vida humana está hecha de fluctuaciones permanentes entre lo normal y lo patológico de distintas maneras, y para hacer que todo esto sea soportable hacen falta una serie de medios técnicos, y por ende hay que producirlos, no se trata de volver a ser campesinos en la Edad Media.

Y a este respecto cabría trazar un vínculo entre este tema ecológico y la reforma de las pensiones. En la Universidad de París 8 insististe en la importancia del hecho de que la movilización comenzó en torno al rechazo de la reforma de las pensiones, y que el tema de las pensiones no es solo un “pretexto” para oponerse a las políticas de Macron en general, sino una cuestión fundamental sobre qué tipo de sociedad queremos construir. Es un asunto decisivo, porque está en juego la relación entre el tiempo de trabajo y el tiempo de vida; y el cambio en el modo de producción implica también eso, repensar esta relación desde una perspectiva ecológica. Abandonar la carrera a ciegas del productivismo probablemente signifique preguntarnos qué debemos producir y cómo debemos hacerlo, y reflexionar sobre el hecho de que hay una serie de actividades en nuestra vida que ya, aquí y ahora, no responden a la lógica mercantil y que han de ser reforzadas.

El tema de las pensiones plantea toda una serie de cuestiones políticas muy interesantes. Un tema que surge constantemente en los discursos de la clase dirigente en este debate es: “¿Cómo vamos a defender a escala europea un sistema de pensiones que presenta una disparidad total respecto a lo que se hace en todos los demás países europeos? En todas partes la edad de jubilación es de 65 o incluso 67 años, como en Alemania o Italia, y vosotros en Francia os jubiláis a los 62 años, ¡sin dar un palo al agua! No se pueden defender tales privilegios!”. Esto se complementa con el discurso de Macron, que no para de repetir que los franceses no trabajan lo suficiente, que son perezosos.

Podríamos entrar en detalle para entender qué hay detrás de la abstracción de estas cifras, es decir, hasta qué edad trabaja realmente la gente en otros países europeos, y también en Francia, teniendo en cuenta que el límite de edad de 62 años no significa desde luego que todo el mundo acabe a los 62 años, a veces están en paro con esa edad o siguen trabajando más años porque el importe de su pensión a los 62 sigue siendo demasiado bajo.

Y luego podríamos adoptar el punto de vista de que, en lo fundamental, cuanto más puedan protegerse los trabajadores de la sobreexplotación, mejor para ellos y, en ese sentido, en lugar de culpar a los franceses por trabajar menos que los italianos y los alemanes, ¡deberíamos desear que los italianos y los alemanes se jubilaran antes!

Lo dije rápidamente en mi texto: sorprende comprobar hasta qué punto el debate sobre las pensiones verifica el concepto marxista o marxiano, muy sencillo pero fundamental, del valor de la fuerza de trabajo y de su explotación. A condición, claro está –y esto está en la propia lógica de Marx, creo yo–, de que salgamos del punto de vista microeconómico, es decir, de creer que el valor de la fuerza de trabajo sólo se define a escala del día y del año.

Por el contrario, es un concepto que atañe a toda la vida del trabajador. Si nos planteamos el problema de saber a qué precio se compra y se vende la fuerza de trabajo, vendida por los trabajadores y comprada por el capital, es evidente que en el sistema actual –y esto no era así en la época de Marx– debemos incluir en este valor tanto los salarios que las personas ganan durante su vida como las pensiones que cobran después. Y así, desde este punto de vista, la ofensiva actual del capital francés consiste en ejercer la máxima presión sobre esa remuneración total. Es la misma lógica que encontramos en el capítulo de El Capital dedicado a la jornada de trabajo, salvo que aquí no razonamos en el plano de la jornada de trabajo, sino de toda la vida.

Si planteamos el problema en términos de distribución del valor producido por el conjunto de la sociedad, me parece que la cuestión cambia de sentido. La desigualdad de la distribución no deja de crecer bajo el sistema actual; el desmantelamiento de las conquistas tradicionales de la seguridad social y del sistema de pensiones forma parte de los medios que utiliza el capital para reducir aún más el precio al que compra la vida de los trabajadores. Por lo tanto, ¡la defensa de todos los aspectos de esa remuneración, directos e indirectos, es el meollo de la lucha de clases!

Llegados a este punto, más que preguntarse si es justo jubilarse a los 62, 65 o 67 años, la pregunta que hay que hacerse es si los trabajadores, incluidos los de los servicios, es decir, los que constituyen la inmensa mayoría de la sociedad, tienen lo suficiente para vivir digna y correctamente en el mundo actual. La respuesta es la siguiente: aunque es cierto que partimos de un nivel muy alto, porque los países del Norte se han beneficiado de la imposición imperialista, y el movimiento obrero ha impuesto muchos compromisos al capital durante siglo y medio, la tendencia general se encamina a la precariedad, a la proletarización de los niveles de vida.

Pero hay otro aspecto del sistema de pensiones en el que hay que insistir, y es el que has mencionado antes: no solo se trata de cómo se distribuyen los productos del trabajo, teniendo en cuenta las grandes desigualdades que existen entre hombres y mujeres, sino sobre todo de cómo se divide la vida entre trabajo y actividad libre.

El trabajo es una categoría que tiene que ser discutida, reflexionada, criticada; es cierto que una tradición en el marxismo contemporáneo, pienso en Postone y otros, afirma que la noción misma de trabajo es una noción capitalista. Esto es cierto. Aunque Marx escribió que el objetivo de la sociedad comunista es reducir el tiempo de trabajo al máximo para liberar tanto tiempo como sea posible para la actividad libre, en realidad –podría equivocarme– no creo que el trabajo sea lisa y llanamente esclavitud. Por el contrario, creo que podemos y debemos pensar que hay en el trabajo una condición que hay que organizar de otra manera para realizar la propia vitalidad, la propia potencia de acción.

Sin embargo, lo cierto es que, por otra parte, hoy es fundamental saber si los individuos y las sociedades disponen de tiempo libre para actividades distintas que las que están al servicio de un empleador. En este debate sobre las pensiones, se ofrece una imagen caricaturesca del pensionista como alguien que está sentado en su sofá delante de la televisión –es la imagen caricaturesca del prolo francés, que vive a mesa puesta por su mujer y que el día de la jubilación se sienta en el sofá con su cigarrillo a ver la televisión–. Pero eso no es lo que hacen los jubilados.

Participan por ejemplo en actividades asociativas, en la economía social y solidaria; realizan múltiples actividades que participan en la producción de riqueza en la sociedad.

¡Ya lo creo! Y esto se pone de manifiesto si hacemos hincapié en la importancia de los cuidados, los servicios y la solidaridad. Marx tenía buenas razones para decir que el trabajo se socializa, pero el trabajo que se organiza en formas capitalistas crea muy poca solidaridad en el seno de la sociedad. Y por eso es interesante comprobar que las personas que ya no están obligadas a ir todos los días a su oficina, a su empresa, son las que transmiten su vitalidad, su conatus, que diría Spinoza, al campo de las actividades asociativas, sin las cuales la sociedad no podría vivir. Se trata, por lo tanto, de personas sumamente útiles. Y no hay que preguntarse cómo se evalúa el valor mercantil de sus actividades, porque no son actividades mercantiles. No digo que sea el comunismo, no lo sé, pero sin duda es el no-capitalismo, sin el cual las sociedades no podrían sostenerse.

Es tal vez lo que podemos llamar la comuna.

Por supuesto, es una forma de comuna, una de las formas de comuna. La imagen caricaturesca del pensionista es la del ultraindividualismo. Hay muchas cosas que van en este sentido: hace unos días leía un artículo en Le Monde que decía que el debate francés sobre las pensiones tenía que provocar estupor al lector del Québec, porque allí tienen el mejor sistema de pensiones del mundo. Ese sistema se basa en las capitalizaciones individuales, y son capaces incluso de explicar que los fondos de pensiones invierten eligiendo, de manera ética, inversiones “limpias” en todo el mundo, desde África hasta China, ¡lo que significa que su sistema sería un sistema internacionalista y no nacionalista! Cada cual trabaja para sí mismo, cada cual contribuye para sí mismo y, al final de la historia, ¡cada cual vive solo y muere solo! No digo que el problema de las pensiones lo sea todo, y además tengo una tendencia hacia lo que Hegel, y luego Marx, llamaban empirismo especulativo, es decir, que cuando pasa algo lo abordas como una apuesta teórica fundamental. Pero desde luego no es una batalla conservadora.

No tiene nada de conservador, y si la “jeunesse”, los protagonistas del movimiento y de los “débordements” después del recurso al art. 49.3, se han tomado la cuestión de las pensiones tan en serio y tan a pecho, es porque ven en esta batalla algo que remite inmediatamente a la cuestión de la vida de la sociedad, y de ahí a la cuestión de la vida del planeta, de la ecología. Sobre esto circulaba un cartel muy divertido: “Quiero jubilarme antes del fin del mundo”.

¡Sí, son muy graciosos! Tal vez podamos ver en sus consignas y en su experiencia una manera de articular orgánicamente la cuestión de la precariedad y la de la jubilación. En algunos aspectos, la jubilación es la antítesis de la precariedad. Puede parecer paradójico, aunque no lo es, que los jóvenes, cuyo primer problema consiste en comprender las condiciones en las que van a poder encontrar un trabajo, no anden buscando la seguridad, como si fueran pequeños burgueses.

Su objetivo no es sólo tener un sueldo a fin de mes, aunque eso sea importante. Les gusta hacer otras cosas en su vida y no limitarse a ir a la oficina. Y a este respecto el teletrabajo no resuelve nada. Quieren hacer otras cosas en su vida, militar por la ecología o inventar nuevas actividades artísticas y culturales, pero su problema inmediato es la precariedad. Por un lado, se les impide hacer planes personales y, por otro lado, se les echan abajo las formas de empleo que se han venido construyendo prácticamente a lo largo de un siglo.

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Esta entrevista se publicó en italiano en Global Project.

Traducción de Raúl Sánchez Cedillo.

El progresismo como parte del sistema

Por Decio Machado / Director Fundación Nómada

Arranco esta breve reflexión rememorando a José Ortega y Gasset, quien fue el más destacado referente de una generación de intelectuales españoles que en 1914 toma consciencia y se levanta contra la “vieja política”.

En el ámbito filosófico Ortega y Gasset, arqueólogo de la verdad y del conocimiento, plantea su teoría de la razón vital como alternativa al intelectualismo racionalista (razón pura cartesiana), la cual se fundamenta sobre dos perspectivas: la perspectiva de la vida que viene dada como realidad y la perspectiva de la razón donde el individuo se sitúa en su esfuerzo por comprender la realidad.

Parte del pensamiento orteguiano se condensa en la famosa frase “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”, contenida en su obra “Meditaciones del Quijote” (1914), y que viene a indicar que vivir es tratar con el mundo y entendiendo el contexto actuar en él. Partiendo de esa filosofía y como respuesta a un cuestionamiento puntual a su accionar político Ortega indicó: “No me pidan que sea coherente con mis ideas, pídanme que sea coherente con la realidad”.

Pues bien y tras esta introducción, la realidad de la izquierda latinoamericana en este momento es que, moderado su discurso político hasta la enésima expresión y en varios casos hasta obligados a forjar alianzas electorales con la centro derecha y el liberalismo ante el ascenso de nuevas tendencias filofascistas en la región, en la actualidad el progresismo se enfrenta a una grave pérdida de identidad y de confusión en su perfil ideológico.

Teniendo en cuenta, desde un enfoque estrictamente político, que el denominador común que transversaliza el primer ciclo de hegemonía progresista en el subcontinente es su incapacidad para generar transformaciones políticas, sociales y económicas de perfil estructural en los respectivos países en los que fue gobierno con excepción de Venezuela -lo cual es un caso singular de estudio-, en las condiciones actuales las posibilidades de alcanzar tales objetivos se muestra sustancialmente más lejanas.

Todos los gobiernos progresistas actualmente existentes en América Latina, tanto los que repiten como los que se estrenan en tales funciones, en la coyuntura política actual optaron por temperar sus discursos y propuestas políticas a cambio de alcanzar el poder. Sin embargo, el actual desplazamiento político y programático del progresismo hacia el centro implica una influencia cada vez mayor del conservadurismo moderado y sectores corporativos sobre dicha sensibilidad política. En estos momentos, esto es visible en Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador sin ser el progresismo gobierno e incluso en Venezuela. En la práctica, lo que en corto puede parecer una concesión que posibilita su acceso al poder y en cierto modo les proporciona cierta estabilidad política, a la larga les aleja de los sectores sociales que históricamente les respaldaron y de la presión social que necesitan para implementar las reformas políticas instaladas en sus respectivos programas de gobierno y/o compromisos electorales.

Entregados al pragmatismo y la renuncia a lo que originariamente posicionaron como identidad ideológica, en este segundo ciclo de hegemonía progresista en curso la izquierda institucional poco se distinguen en su accionar de otras fuerzas existentes en el actual ecosistema político. En la gestión de los actuales gobiernos progresistas en el subcontinente la implementación de políticas públicas direccionadas hacia la transformación social es prácticamente inexistente, se carece de alternativas al modelo económico vigente y no se implementan fórmulas diferenciadas a la tendencia punitivista imperante que aporten soluciones en el corto plazo a los crecientes problemas de criminalidad e inseguridad ciudadana. Al menos en ambos casos, siendo la economía y la seguridad las principales preocupaciones en nuestras sociedades latinoamericanas, las políticas planteadas desde el progresismo se asemejan cada vez más a las a las propuestas históricamente identificadas con la derecha moderada.

Así las cosas, la izquierda progresista muestra su incapacidad para recuperar el entusiasmo popular que generó en su pasado reciente, cundiendo la apatía política en sus respectivas sociedades latinoamericanas que visualizan -con cada vez mayor claridad- la incapacidad de dicha sensibilidad política para producir las profundas transformaciones sociales que se reclaman y son necesarias en los distintos países de la región.

Es en este contexto donde el populismo de derecha radical acumula capital político, mostrándose -pese a sus reciente derrotas electorales- como una propuesta alternativa al actual establishment político latinoamericano del cual el progresismo pasó a formar parte, lo cual supone por momentos una amenaza cada vez mayor para nuestras frágiles, deficientes y limitadas democracias.

Cartografiando la crisis del capitalismo

Entrevista a Nancy Fraser

El sábado 11 febrero de este año, Nancy Fraser sostuvo una entrevista con el programa To The Best Of Our Knowledge (TTBOOK), de la Wisconsin Public Radio (WPR), conducido por la periodista Anne Strainchamps. La WPR es una red de emisoras radiales públicas con epicentro en la ciudad de Madison, que depende de la Universidad y el Estado de Wisconsin, y que se escucha en todo el Medio Oeste de EE.UU. La entrevista a Fraser, breve pero jugosa, fue transcripta y editada como nota por la propia Strainchamps, y publicada el domingo 19/2 –con el audio original completo– en el portal digital de TTBOOK, bajo el título “The radical philosopher mapping the crises of capitalism” (“La filósofa radical mapea la crisis del capitalismo”). A la brevedad, WPR replicó el audio y la transcripción editada en su página web. Como la entrevista nos parece valiosa, y como constatamos que no ha tenido eco en el mundo hispanoparlante (no así en el mundo de habla portuguesa, donde un par de sitios brasileños la difundieron), decidimos traducirla al castellano y publicarla en nuestro semanario Kalewche, con el título de “Cartografiando la crisis del capitalismo”.

La norteamericana Nancy Fraser (Baltimore, 1947) es una de las pensadoras más lúcidas e influyentes de la izquierda marxista y feminista contemporánea, no solo en EE.UU. y la anglosfera, sino a nivel mundial. Su debate con Judith Butler en los años noventa tuvo un gran impacto intelectual, dejando bien establecidas las diferencias entre un feminismo posmoderno y un feminismo más clásicamente materialista y socialista. Sus estudios en torno a las injusticias de redistribución y reconocimiento crearon un fértil campo para pensar problemáticas complejas sin caer en simplificaciones ni polarizaciones maniqueas, en tanto que sus debates con Axel Honnet han sido de enorme valor intelectual. Hace pocos años dio a conocer un potente Manifiesto para un feminismo del 99 %, redactado en colaboración con Titthi Bhattacharya y Cinzia Arruzza: un verdadero hito del feminismo anticapitalista, y una demoledora crítica al feminismo liberal (hoy dominante).

Su último libro, Cannibal Capitalism. How Our System Is Devouring Democracy, Care, the Planet –and What We Can Do about It (Verso, Londres y Nueva York, 2022, 190 págs.), aún no traducido al español, está dando que hablar en el campo intelectual y militante de la izquierda marxista, feminista y ecologista, debido a sus ambiciones teóricas y sus implicaciones políticas. El 12 de febrero, publicamos en nuestra sección de reseñas Parley “El capitalismo hoy (y antes también), según Nancy Fraser”, un artículo de nuestro compañero Fernando Lizárraga que resume con claridad y precisión los seis capítulos de la obra. Renovamos la invitación a leer su recensión. Tal lectura suplementaria no tendría nada de digresivo, pues la entrevista que aquí compartimos mucho tiene que ver con el contenido del libro Cannibal Capitalism.
Las aclaraciones entre corchetes son nuestras, no de la entrevistada ni de la entrevistadora.

La historia emergente de nuestro tiempo es un relato de crisis superpuestas: el cambio climático, la pandemia, la agitación económica, la guerra, la violencia racial y mucho más. La filósofa Nancy Fraser lo llama “una tormenta perfecta de la irracionalidad y la injusticia del capitalismo”. Es un momento que ella lleva tiempo prediciendo, incluso esperando.

“Los momentos de crisis profunda y aguda que son visibles para mucha gente, crisis que se viven como terribles callejones sin salida, en los que la gente siente que algo tiene que ceder y que no podemos seguir así, cuando esa sensación se generaliza, entonces se produce una aceleración del aprendizaje social. También se produce una aceleración de las cosas más feas y desagradables», dijo Fraser a To The Best Of Our Knowledge. “Pero es una época en la que la gente está abierta a ideas innovadoras, a cosas que nunca antes se habrían planteado”.

Fraser es una de las teóricas críticas más destacadas del mundo, filósofa feminista marxista de la New School for Social Research. A lo largo de cuatro décadas, ha construido una teoría general del capitalismo, extendiendo las ideas de Marx y Engels para incorporar el feminismo, la justicia racial, el medio ambiente y ahora la pandemia. Su trabajo es ampliamente conocido en Europa, donde ha alcanzado el estatus de estrella intelectual. En Estados Unidos, es una figura importante de la izquierda académica, en las páginas de Jacobin Magazine y The New Left Review. Recientemente, ha empezado a escribir para un público más amplio, con libros como Feminism for the 99% y Cannibal Capitalism. How Our System Is Devouring Democracy, Care, the Planet –and What We Can Do about It.

Hablar con Nancy Fraser es extrañamente alentador. Si algo le han enseñado 40 años de estudio del capitalismo es el valor de una buena crisis.

Esta transcripción ha sido editada por razones de claridad y extensión.

Nancy Fraser: Las cosas se ponen interesantes en estas situaciones de crisis. Fue entonces cuando conseguimos el New Deal. Nunca se podría haber conseguido de forma gradual. Hizo falta una gran conmoción en todo el sistema y el miedo de las clases empresariales a la revolución social desde abajo, al comunismo, a los sindicatos, etcétera. Hacen falta fuerzas movilizadas que asusten a las clases dominantes para que se les ocurra hacer, o aceptar, cambios importantes.

Creo que estamos en un momento de crisis aguda. Son raras en la historia. Ha habido quizá cuatro o cinco en los 500 años de historia del capitalismo.

Anne Strainchamps: ¿Son puntos de inflexión?

NF: Los puntos de inflexión son aquellos en los que se puede crear un nuevo sistema.

Así es como yo lo veo. En primer lugar, veo la historia del capitalismo como periodos de relativa normalidad en los que el riesgo rapaz está, digamos, suficientemente contenido. Se descarga sobre poblaciones que no cuentan, o que podemos ignorar, porque están lejos. Así que construimos un estado de bienestar para nosotros. Pero mientras tanto, seguimos bombeando petróleo por ahí y así sucesivamente.

AS: ¿Qué ocurre cuando llega uno de estos momentos de crisis, de agitación social y política? ¿Qué cambia?

NF: Cuando acaba relativamente bien –lo que no siempre ocurre–, surge una nueva forma de capitalismo que es estructuralmente diferente. Sigue estando impulsado por la acumulación de capital y tiene esa rapacidad incorporada, pero es un reinicio. Y cuando funciona, es también porque hay alguna nueva forma de producción económica o tecnología que crea una riqueza que puede ser compartida más ampliamente, por lo que se obtiene una mayor participación de la población.

Lo que hizo posible el New Deal fue la construcción de toda esta sociedad en torno al motor de combustión interna. Ahora, en retrospectiva, eso resulta ser trato diabólico: dimos a la gente de los países ricos unos derechos sociales relativamente buenos a costa del medio ambiente. No son soluciones permanentes, pero si duran 40 ó 50 años, se desarrollará un nuevo modo de vida.

AS: Usted cree que esta crisis es diferente. ¿Por qué?

NF: El cambio climático parece cambiar las reglas del juego. Es una amenaza existencial para todo el planeta, para cualquier cosa que se parezca a una civilización humana. La cuestión es si el capitalismo puede resolverlo. No puedo asegurar que no, pero tengo mis dudas.

Y por eso creo que deberíamos exigir cosas como nacionalizar las compañías petroleras y las empresas de combustibles fósiles. Que la cuestión de cómo vamos a generar energía se convierta en una cuestión política, sujeta a la política democrática y a la planificación social.

AS: Mientras tanto, probablemente no soy la única persona que a las dos de la mañana teme que todo se venga abajo y la vida se convierta en algo parecido a un especial de la HBO con bandas de humanos salvajes vagando por autopistas abandonadas.

NF: ¿Arrasando, luchando en botes salvavidas, cada uno por su lado?

AS: Correcto. Pero quizás después de eso, ¿las pequeñas comunidades se unirían y formarían sus propias sociedades nuevas?

NF: Pensar después del apocalipsis y la devastación es demasiado derrotista para mí. No apostaría los ahorros de mi vida a la idea de que estaremos a la altura de las circunstancias, pero tenemos que seguir luchando como locos, porque las alternativas son demasiado horribles, incluida esa.

AS: Lo sé. No paro de leer artículos sobre el colapso de la civilización, así que es alentador oírte decir que todavía podemos hacer algo.

NF: No digo que vayamos a hacerlas. Hace falta imaginación política y voluntad política. Pero mi idea es la siguiente: la gente se está organizando en todas partes.

En algunos casos, están formando desagradables milicias derechistas supremacistas blancas. En otros casos, están haciendo Black Lives Matter o están luchando contra los oleoductos o la deforestación o lo que sea. Así que hay mucha gente en movimiento. Pero está fragmentada. Está por todas partes. Lo que les falta es un mapa.

AS: ¿Un mapa?

NF: De dónde se sitúa la cuestión que es existencial para ellos en relación con la cuestión que es existencial para esas otras personas de allí, que no es intuitivamente obvia. Así que lo que hago, y no soy la única, es intentar trazar un mapa del sistema, para que puedas entender cómo el mismo sistema que te está jodiendo a ti en relación con este río contaminado de aquí, está jodiendo a otra persona en relación con el motivo por el que no puede vacunarse allá.

No se puede luchar contra estas cosas una por una. Tienes que intentar luchar contra el sistema.

AS: ¿Qué tendrían en común un creyente de QAnon o un supremacista blanco con un socialista progresista?

NF: Creo que hay que alejarse de las creencias superficiales para ver de dónde viene la ira y qué les motiva. Yo diría que muchas de estas personas tienen quejas legítimas y buenas razones para estar enfadadas, pero tienen diagnósticos muy equivocados. Creen que es culpa de los inmigrantes, de los negros, de las redes de pedofilia y las pizzerías, o de unas elecciones robadas.

AS: También les motiva una profunda crítica a las élites.

NF: Más que eso. Yo diría que tienen un mapa de la jerarquía social en tres partes. Tienen una élite. Tienen a la despreciada clase baja que son los violadores mexicanos, los islamistas, los negros perezosos que no quieren trabajar. Y luego tienen a la gente virtuosa, los «verdaderos estadounidenses», que están atrapados en el medio, e intentan luchar contra los de arriba y los de abajo.

También está el populismo de izquierda, que no tiene [en su mapa] a la despreciada underclass [«subclase» o «lumpemproletariado»]. Tiene al 1% y al 99% [léase: «oligarquía» vs. «pueblo»]. Eso también es populismo, no un sofisticado análisis de clase.

AS: Cuando dice mapa, pienso en algo visual.

NF: Creo que todo el mundo tiene un mapa en la cabeza. Cuando las personas se organizan o movilizan políticamente, tienen una especie de mapa de quién es el enemigo. El problema es que la mayoría de los mapas que la gente genera espontáneamente, si no ha reflexionado a fondo, son demasiado simples. El mapa permite trazar conexiones.

Así que, si cada uno de nosotros puede rastrear las raíces profundas hasta el mismo sistema, y si tenemos un nombre para el sistema, podemos al menos hablar de cómo hacer un cambio radical, que llegue a las raíces de esto.

Y aun así podríamos fracasar. Las fuerzas del caos, la codicia y la estupidez son grandes. Pero –¡por el amor de Dios!– teniendo en cuenta lo que está en juego, ¿cómo no vamos a intentarlo?

Lo que está en juego ahora mismo es tan importante, y la situación es tan grave, que –es extraño decirlo, pero– este es el momento que he estado esperando desde la década del 60. Este es el momento en el que algún tipo de radicalismo es necesario y posible, porque nada más funcionará. De eso estoy segura. Sólo funcionará el radicalismo real.

Jacques Rancière: ‘La representación es lo contrario de la democracia’

«La noción de populismo fue hecha para amalgamar todas las formas de política que se oponen al poder de las competencias autoproclamadas y para dirigir estas resistencias a una misma imagen: aquella del pueblo atrasado e ignorante, incluso rencoroso y brutal.» Jacques Rancière
Entrevista al filósofo Jacques Rancière por revista francesa Le Nouvel Observateur
 
Le Nouvel Observateur: La elección presidencial es generalmente presentada como el punto culminante de la vida democrática francesa. Pero ésta no es tu opinión. ¿Por qué?
Jacques Rancière: En su principio, como en su origen histórico, la representación es lo contrario de la democracia. La democracia está fundada sobre la idea de una competencia igual de todos. Y su modo normal de designación es el sorteo, como se practicaba en Atenas, para prevenir el acaparamiento del poder por esos que lo desean.
La representación es un principio oligárquico: los que están de esta manera asociados al poder no representan a una población sino al estatuto o la competencia que funda su autoridad sobre esta población: el nacimiento, la riqueza, el saber u otros.
Nuestra sistema electoral es un compromiso histórico entre poder oligárquico y poder de todos: los representantes de las potencias establecidas se convierten en los representantes del pueblo, pero, inversamente, el pueblo democrático delega su poder a una clase política acreditada de un conocimiento particular de los negocios comunes y del ejercicio del poder. Los tipos de elección y las circunstancias inclinan más o menos la balanza entre los dos.
La elección de un presidente como encarnación directa del pueblo ha sido inventada en 1848 contra el pueblo de las barricadas y de los clubes populares y reinventada por de Gaulle para otorgar un “guía” a un pueblo muy turbulento. Lejos de ser la coronación de la vida democrática, es el punto extremo del despojo electoral del poder popular al provecho de los representantes de una clase de políticos en la que las facciones opuestas comparten a la vez el poder de los  “competentes”.
Cuando François Hollande promete ser un presidente “normal”, cuando Nicolas Sarkozy se propone “dictar la palabra al pueblo”, ¿no toman nota de las insuficiencias del sistema representativo?
Un presidente “normal” en la V República, es un presidente que concreta un número anormal de poderes. Hollande quizás será un presidente modesto. Pero será la encarnación suprema de un poder del pueblo, legitimado para aplicar los programados definidos por los pequeños grupos de expertos “competentes” y una Internacional de banqueros y de jefes de Estado que representan los intereses y la visión del mundo de las potencias financieras dominantes.
En cuanto a Nicolas Sarkozy, su declaración es francamente cómica: por prinicipio, la función presidencial es aquella que dicta inútil la palabra del pueblo, porque ésta sólo escoge silenciosamente, una vez cada cinco años, aquello que va a hablar en su lugar.
¿Metes a la campaña de Jean-Luc Mélenchon en el mismo saco?
La operación de Mélenchon consiste en ocupar una posición marginal que está ligada a la lógica del sistema: aquella del partido que está al mismo tiempo dentro y fuera. Esta posición ha sido por mucho tiempo la del Partido Comunista. El Frente Nacional se encontraba apoderado, y Mélenchon intenta reanudarlo a su modo. Pero en el caso del PCF esta posición se apoyaba sobre un sistema efectivo de contrapoderes que le permitían tener una agenda distinta de las agendas electorales.
En Mélenchon, como en Le Pen, se trata sólo de aprovechar esta posición en el cuadro del juego electoral de la opinión. Honestamente, no pienso que él tenga gran cosa que esperar. Una verdadera campaña de izquierda sería una denunciación de la función presidencial misma. Y una izquierda radical, supone la creación de un espacio autónomo, en relación a las instituciones y las formas de discusión y de acción que no dependen de las agendas oficiales.
Los comentadores políticos se acercan rápidamente a Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon acusándolos de populismo. ¿El paralelismo tiene fundamentos?
La noción de populismo fue hecha para amalgamar todas las formas de política que se oponen al poder de las competencias autoproclamadas y para dirigir estas resistencias a una misma imagen: aquella del pueblo atrasado e ignorante, incluso rencoroso y brutal. Se evocan los pogromos, las grandes demostraciones nazis y la psicología de las masas a la manera de Gustave Le Bon para identificar al poder del pueblo y desatando un paquete racista y xenófobo.
¿Pero dónde se ve hoy en día a las masas en cólera destruir los comercios magrebinos o persiguiendo a los negros? Si existe una xenofobia en Francia, ésta no viene del pueblo, sino más bien del Estado cuando persiste en poner a los extranjeros en situación de precariedad. Estamos tratando con un racismo desde arriba.
Por lo tanto, ¿no hay ninguna dimensión democrática en las elecciones generales que marcan la vida en las sociedades modernas?
El sufragio universal es un compromiso entre los principios oligárquicos y democrático. Nuestros regímenes oligárquicos todavía tienen necesidad de una justificación igualitaria. Aunque sea mínimo, este reconocimiento del poder de todo hace que, a veces, el sufragio conduzca a las decisiones que van en contra de la lógica de los competentes.
En 2005, el Tratado Constitucional Europeo fue leído, comentado, analizado; una cultura jurídica compartida fue desplegada por internet, los incompetentes han afirmado una cierta competencia y el texto ha sido rechazado. ¡Pero se sabe lo que pasó! Finalmente, el tratado ha sido ratificado sin haber sido sometido al pueblo, bajo el argumento de que: Europa es un asunto para las personas competentes cuyo destino no se puede conferir a los riesgos del sufragio universal.
¿Dónde se sitúa entonces el espacio posible de una “política” en el sentido en que tú la entiendes?
El acto político fundamental es la manifestación del poder de aquellos que no tienen ningún título para ejercer el poder. En los últimos tiempos, el movimiento de los “indignados” y la ocupación de Wall Street han sido, después de la “primavera árabe”, los ejemplos más interesantes.
Estos movimientos han recordado que la democracia es algo vivo, porque ella inventa sus propias formas de expresión y reúne materialmente un pueblo que no está más dividido en opiniones, grupos sociales o corporaciones, sino que es el pueblo de todo el mundo y sin importar quién sea. En esto radica la diferencia entre la gestión —que organiza las relaciones sociales donde cada uno está en su lugar— y la política —que reconfigura la distribución de los lugares.
Esto es por lo que el acto político se acompaña siempre de la ocupación de un espacio al que se le desvía de su función social para hacerlo un lugar político: ayer fue la universidad  o la fábrica, hoy en día es la calle o la plaza. Por supuesto, estos movimientos no han renunciado a esta autonomía popular de las formas políticas capaces de durar: las formas de vida, de organización y de pensamiento en ruptura con el orden dominante. Encontrar la confianza en esta capacidad es un trabajo de largo aliento.
¿Irás a votar?
Yo no soy de los que dicen que la elección no es más que un simulacro y que nunca hay que votar. Existen circunstancias donde tiene sentido reafirmar este poder “formal”. Pero la elección presidencial es la forma extrema de la confiscación del poder del pueblo empleando su propio nombre. Y yo pertenezco a una generación nacida en la política de los tiempos de Guy Mollet y para quien la historia de la izquierda es aquella de una traición perpetua. Entonces no, no creo que vaya a ir a votar.

Comencemos de nuevo a leer a Gramsci

Reseña de la obra de Peter D. Thomas The Gramscian Moment. Philosophy, Hegemony and Marxism (Historical Materialism Book Series, vol. 24), Leiden y Boston, Brill, 2009.

Por Toni Negri

El libro de Peter D. Thomas The Gramscian Moment. Philosophy, Hegemony and Marxism es importante, ante todo, por el hecho de traducir el pensamiento de Gramsci de Italia al mundo y, en particular, por el modo de enmarcar a Gramsci para el mundo anglófono. El propósito explícito de la obra de Thomas es abrir el debate sobre Gramsci en el seno del marxismo anglosajón, que hoy ocupa un lugar central en la elaboración de la filosofía marxista. Huelga añadir que, a tal fin, Thomas despliega una lectura de Gramsci que no sólo tiene en cuenta la renovación operada en los estudios gramscianos desde la publicación, a mediados de los años setenta, de la edición completa de los Quaderni[1] y del epistolario de Gramsci [2], sino que también se ve realzada y enriquecida por una lectura comparativa de la bibliografía—concretamente, Althusser y Anderson— que, por así decirlo, ha servido de base para el experimentum crucis en la trayectoria de Gramsci por el mundo atlántico.

Formularé algunas observaciones sobre la interpretación que hace Thomas del pensamiento de Gramsci. Comenzaré por señalar que me convence sólo parcialmente la decisión de Thomas de pasar por Althusser en su aproximación a Gramsci. Tanto la liquidación inicial de Gramsci por Althusser en Para leer El capital[3] como su posterior y ambivalente acercamiento a Gramsci en la última fase de su pensamiento (la llamada «filosofía del encuentro») tienen lugar en el interior de un aparato epistemológico —típicamente francés y vinculado a la crítica del lenguaje científico propia de la escuela de Canguilhem— que es ajeno al marxismo gramsciano. Hay que reconocer, sin embargo, que no es mucho lo que Thomas apuesta a las similitudes [entre Gramsci y Althusser]; al contrario, reniega de ellas sin rodeos. ¿Pero, entonces, por qué detenerse en semejante confrontación? Porque según algunos althusserianos ese episodio —el encuentro entre Althusser y Gramsci— constituiría «el último gran debate» en torno a la definición de «filosofía» en Marx. Pero ¿acaso tuvo tanta importancia ese debate?

Mucho más convincente resulta, sin embargo, la aproximación de Thomas a la lectura de Gramsci por Anderson y la consiguiente crítica que de ella hace. En su importante ensayo de 1976 «Las antinomias de Antonio Gramsci»[4], Anderson sostenía que las investigaciones de Gramsci en la cárcel se caracterizaban por una serie de ambigüedades que darían lugar a una transformación y reconfiguración paulatinas de sus tesis, en particular de las tesis relativas al Estado y a concepto nuclear gramsciano de hegemonía.

Según Anderson, el error habría estado en el enfoque del propio Gramsci[5], lo cual explicaría los múltiples y ambiguos usos que se han hecho del pensamiento gramsciano. En particular, el concepto de «revolución pasiva» representaría una suerte de corrimiento de Gramsci hacia Kautsky. En segundo lugar, el concepto gramsciano de hegemonía delataría un excesivo énfasis en el poder de la sociedad civil frente al poder del Estado (tesis a la que, hegelianamente, se suscribiría también Norberto Bobbio). Y así sucesivamente. No es tarea difícil, sin embargo, para Thomas —aunque sí es laboriosa— refutar esas interpretaciones que se han convertido en opiniones firmemente establecidas y de amplia circulación en el pensamiento anglosajón.

Thomas refuta tanto filológicamente —basándose en lo fundamental en la excelente contribución de Gianni Francioni[6]— como políticamente la lectura crítica que hace Anderson de esos conceptos esenciales y, en su lugar, los rearticula en una sólida y sustancialmente nueva armazón. Y lo hace con eficacia. Cabe mencionar, por cierto, que con la intensidad y la meticulosidad de su escritura, el libro de Thomas se hace acreedor de la gran tradición marxológica alemana y rusa; cualidad que se suma a su valor como obra de erudición.

Pasaré ahora a detenerme en algunos motivos de la obra. Me parece excelente el examen a que somete Thomas el concepto de «revolución pasiva»; examen cuyos ecos resuenan más allá de la simple reconstrucción del concepto y nos trasladan a un terreno propiamente «biopolítico». En otras palabras, la «revolución pasiva» de la burguesía se nos presenta en transiciones moleculares que se consolidan y reconfiguran a lo largo del tiempo; transiciones que también —recíprocamente, es decir, dialécticamente— inciden en las estructuras y las subjetividades del proceso histórico. Me inclino en particular por esa definición de «revolución pasiva», herramienta conceptual de la que, más o menos conscientemente, fui usufructuario en mi esfuerzo por describir la génesis de la ideología burguesa entre Descartes y Spinoza y entre la acumulación primitiva de capital, la configuración del Estado absoluto y las alternativas republicanas.

Igualmente sólido y exhaustivo es el análisis que hace Thomas del concepto de «hegemonía», cuya originalidad demuestra tanto en relación con la historia prerrevolucionaria de Rusia como con la experiencia del bolchevismo en su fase constitutiva y hasta el período de la Nueva Política Económica (NEP). Esa originalidad consiste en la oposición radical a considerar la hegemonía como una teoría genérica del poder social y en vincularla, en cambio, a la definición de la «forma-Estado» tal como se ha venido configurando en el mundo occidental y en sus revoluciones. Renacida en la figura de la dictadura del proletariado, la hegemonía es un arma que hay que conquistar y aplicar en el proceso de lucha por la realización del socialismo. También a ese respecto el análisis de Gramsci contiene elementos de juicio sumamente sagaces; a saber, que la hegemonía proletaria aparece enraizada en un contexto biopolítico (el derivado de la experiencia revolucionaria de la clase obrera); o, por el contrario, que la hegemonía es expresión de la dictadura de la burguesía, del fascismo, una hegemonía que se extiende desde el Estado para investir a la sociedad y configurarla como «biopoder». Pero es sólo el primer concepto de hegemonía —el concepto de clase— el que contiene esa potencialidad constitutiva que la convierte en dispositivo ontológico. No creo que al decir esto esté yo amalgamando categorías propias de Foucault con las categorías de Gramsci. Al contrario, creo que la referencia a Foucault contribuye a realzar aún más la pertinencia de las innovaciones interpretativas de Thomas. Ya es hora de que algunos estudiosos reexaminen el pensamiento de Gramsci desde una perspectiva foucaultiana.

Una vez llevada a término su labor de redefinición de los conceptos básicos, Thomas va más allá de las tradiciones interpretativas al uso y dirige sus esfuerzos a la conformación de una figura definitiva del pensamiento gramsciano. Permítanme citar uno de los pasajes de la conclusión del libro:

«”Historicismo absoluto”, “inmanencia absoluta” y “humanismo absoluto”. Esos conceptos deberán entenderse como tres “atributos” de un proyecto constitutivamente inconcluso de la elaboración del marxismo como filosofía de la praxis. Tomados en su fecunda y dinámica interacción, esos tres atributos pueden considerarse breves síntesis para la elaboración de un programa autónomo de investigación en filosofía marxista hoy en día, como una intervención en la Kampfplatz[7] de la filosofía contemporánea que intenta heredar y renovar el gesto crítico y constructivo original de Marx[8].»

Es, por tanto, en el terreno de la reducción absoluta de los conceptos a la historia que se crea la posibilidad de una gramática abierta y traducible para la organización hegemónica de las relaciones sociales. Es en el terreno de la inmanencia, del rechazo de toda forma de trascendencia, que determinada práctica social puede erigirse en teoría o, mejor dicho, que se crea la posibilidad de establecer una relación recíproca y productiva entre teoría y práctica. Y, por último, sólo un humanismo absoluto puede sentar las bases para la realización de un proyecto dialéctico-pedagógico de hegemonía:

«En otras palabras, la noción de una nueva forma de filosofía como elemento en la construcción de un aparato hegemónico alternativo de democracia proletaria[9].»

 

Una última observación. ¿Por qué el pensamiento gramsciano, reconstruido de esa forma, debería seguir representándose como «filosofía»? O mejor todavía, ¿pueden la praxis y el pensamiento que la configura dentro de los parámetros del historicismo, la inmanencia y el humanismo seguir definiéndose como «filosofía»? ¿No deviene la filosofía más bien una ilusión insostenible, una herramienta inutilizable una vez que esos criterios —historicismo, inmanencia y humanismo— se asumen como categorías de reflexión en el seno de la praxis? En efecto, cabría preguntarse ¿qué queda de la filosofía cuando hemos sido testigos de la destrucción de sus referencias a la trascendencia de lo teológico-político y a los temas residuales de la secularización? A mi juicio —y ese juicio es confirmado por un gramscismo como el de Thomas— la filosofía es hoy, para bien y para mal, una reliquia, una variante más o menos reaccionaria del intento de la burguesía de comprender su propio destino. Pero entonces, una vez trasladado el pensamiento al lugar en que lo sitúa Thomas, ¿por qué seguir considerando a Gramsci un filósofo? ¿Se habría sentido a gusto el propio Gramsci con semejante caracterización? El objeto de la praxis no es filosófico; es histórico, inmanente, humano y, por tanto, revolucionario. Como dice el Gramsci de «Americanismo y fordismo»: «En América, la racionalización ha determinado la necesidad de elaborar un nuevo tipo humano que se ajuste al nuevo tipo de trabajo y de proceso de producción[10].» Es a la continua revolución de lo humano a la que apunta la praxis.

 

Este texto se ha traducido del original en italiano, publicado con el título de «Ricominciamo a leggere Gramsci» еn el diario Il Manifesto, el 19 de febrero de 2011, y reproducido en EuroNomade el 18 de julio de 2013. Existe una traducción al inglés hecha por Max Henninger para Negri in English, publicada el 28 de abril de 2011. La versión actualizada del texto en inglés, ligeramente aumentada y anotada, se incluyó posteriormente en el libro de Antonio Negri Marx and Foucault (trad. Ed Emery), Cambridge, UK & Malden, MA, Polity Press, 2017, pp. 117-120. Por consiguiente, esta última versión en inglés se ha privilegiado como fuente principal para la presente traducción a la par con el original en italiano publicado en Il Manifesto. La traducción de todas las citas y las notas son del traductor.

Notas

[1] Cuadernos [de la cárcel]. En italiano en todas las versiones consultadas.

[2] Cf. Quaderni del carcere (Edición crítica del Instituto Gramsci. A cargo de Valentino Gerratana), Turín, Einaudi, 1975. Para una edición en español véanse los 6 volúmenes de Cuadernos de la cárcel (Edición crítica del Instituto Gramsci. A cargo de Valentino Gerratana) (trad. Ana María Palos; revisada por José Luis González), México, D. F., Ediciones Era, 1985 (primera reimpresión). En 2020, la Editorial Einaudi publicó una nueva edición, a cargo de Francesco Giasi, de Lettere dal carcere —Cartas desde la cárcel— de Gramsci, cuya primera edición data de 1947, con ocasión del décimo aniversario de la muerte de su autor. La publicación, en aquel entonces, de su epistolario —cuya cuenta asciende hoy a cerca de 500 cartas— le valió a Gramsci la concesión póstuma del Premio Viareggio, el más prestigioso de Italia. Véase en español Antonio Gramsci, Cartas desde la cárcel (1926-1937) (trad. Cristina Ortega Kanoussi), México, Ediciones Era, 2005.

[3] Cf. Luis Althusser, Étienne Balibar et al, Lire Le Capital, París, PUF, 2014. Para una edición en español véase Para leer El capital (trad. Marta Harnecker), Madrid, Siglo XXI de España Editores, 2006 (26ª edición).

[4] Cf. Perry Anderson, «The antinomies of Antonio Gramsci», New Left Review, I/100, nov.-dic. de 1976. Véase en español Perry Anderson, Las antinomias de Antonio Gramsci (trad. Lourdes Bassols y J. R. Fraguas), Madrid, Akal, 2018.

[5] En el citado artículo de Anderson originalmente publicado en 1976 en NLR, se alude a «las oscilaciones en el uso que hace Gramsci de sus términos centrales» y a las «ambigüedades en su uso del término hegemonía» y se señala que Gramsci «nunca se comprometió inequívocamente con ninguno de ellos». Anderson va tan lejos que llega a preguntarse, en términos difícilmente retóricos: «¿Cómo es posible que Gramsci, militante comunista con un historial de inquebrantable —y hasta indebida— hostilidad política al reformismo, dejara un legado de semejante ambigüedad», en relación con conceptos como hegemonía, sociedad civil, sociedad política, Estado, revolución burguesa, revolución proletaria, etc., y con sus interrelaciones y presuposiciones recíprocas?

[6] Cf. Gianni Francioni, «Structure and Description of the Prison Notebooks» [Estructura y descripción de Cuadernos de la cárcel], International Gramsci Journal, 3(2), 2019, pp. 65-82.

[7] En alemán en el original: campo de batalla.

[8] Peter D. Thomas, The Gramscian Moment. Philosophy, Hegemony and Marxism (Historical Materialism Book Series, vol. 24), Leiden y Boston, Brill, 2009, p. 448.

[9] Ibídem, p. 450.

[10] Antonio Gramsci, «Americanism and Fordism» en Selections from the Prison Notebooks (ed. y trad. Q Hoare y G. Nowell-Smith), Nueva York, Orient Longman, 1996, p. 286.