Embestidas y fracasos de la derecha en América Latina

Por Claudio Katz

Tres importantes reveses afrontaron últimamente los derechistas de la región. El fracasado golpe en Brasil fue antecedido por una fallida asonada en Bolivia y por el naufragio de las conspiraciones en Venezuela. Estas derrotas no anulan la continuada embestida de las formaciones reaccionarias. Han logrado instalarse en Argentina, replantean su acción en Colombia, retoman el legado pinochetista en Chile, despuntan en México y participan de la feroz represión desatada en Perú. En análisis de cada caso ilustra el perfil de esta corriente en América Latina.

Una aventura fallida

Bolsonaro lideró la principal experiencia de la oleada reaccionaria. No logró su reelección, pero consiguió un enorme sostén en los comicios. Se disponía a jugar un papel político protagónico, antes de quedar afectado por la tentativa golpista que perpetraron sus seguidores.

Ya existen documentos probatorios del plan concebido inicialmente por el ex capitán para desconocer su derrota electoral. Esa confabulación fue abandonada, pero los preparativos de la asonada continuaron con la instalación de un campamento en Brasilia para exigir la obstrucción militar de la asunción de Lula. Se acantonaron durante dos meses en las puertas del cuartel general, difundieron sus planes en las redes sociales, intentaron un mega atentado y bloquearon varias rutas.

El asalto al Congreso, al Planalto y a la Corte Suprema pretendió forzar la intervención del ejército. Los atacantes supusieron que bastaba con una chispa para inducir a los generales a sacar los tanques a la calle. Imaginaron que el caos generado por su acción precipitaría esa intervención (Arcary, 2023). El plan B era forzar un escenario de ingobernabilidad para debilitar al gobierno de Lula en el comienzo de su gestión (Stedile; Pagotto, 2023).

Ese delirante cálculo se asentó en la descarada complicidad de los militares que visitaron el campamento para facilitar una incursión, que también convalidó el gobernador del distrito federal. Los asaltantes ocuparon con total impunidad los principales edificios estatales y en tres horas de vandalismo destruyeron muebles, decorados y obras de arte. Numerosos policías custodiaron a los atacantes, participaron de la tropelía y se fotografiaron en los saqueos.

La embestida llevó la típica marca de Bolsonaro, que en los años 80 logró cierto renombre con acciones de ese tipo. Para presionar por un incremento de salarios, organizó en esa época un plan de colocación de bombas que le costó su carrera. Desde la presidencia perfeccionó esa trayectoria apuntalando las milicias, que continuaron ensayando atentados luego del desorbitado ataque en Brasilia.

Los militares consintieron la aventura para perpetuar los privilegios que consiguieron en los últimos cuatro años. Buscaron garantizar su impunidad para las fechorías cometidas durante ese lapso. Junto a los cabecillas de las pandillas bolsonaristas facilitaron una acción disparatada y concebida para cohesionar a los sectores ultraderechistas.

Los ocupantes de los tres principales edificios estatales exhibieron abiertamente su racismo, al destruir un invalorable retrato de muchachas afrodescendientes. También ratificaron su propósito cristo-fascista de coronar una “guerra santa” contra el PT.

Bolsonaro trató de eludir responsabilidades con su silencio y permanencia en el exterior. Pero toda la alianza que lo rodea flaquea como consecuencia del fracasado golpe. Los diputados, senadores y gobernadores de su partido que consiguieron cargos repudiaron la asonada, aprobaron la intervención federal a Brasilia y marcharon junto a Lula, en el acto de revalidación de las instituciones asaltadas.

Los bolsonaristas con puestos en las gobernaciones y las legislaturas ya reconsideran su retorno a la derecha clásica y a la tradicional negociación de votos a cambio de partidas presupuestarias. Con esas tratativas funciona el presidencialismo de coalición, que ahora podría asimilar a los ultraderechistas, si su líder queda derruido por los efectos de la fallida asonada.

Cambio de escenario

La incursión de Brasilia fue una copia del asalto al Capitolio que hace dos años perpetraron los trumpistas. En ambos casos los ultraderechistas pretendieron demostrar que un grupo pequeño y decidido puede apoderarse de las principales sedes del Estado (Borón, 2023). Al igual que Trump, Bolsonaro tiró la piedra y ante la adversidad escondió la mano.

El calco del operativo confirmó los estrechos lazos entre ambas formaciones, bajo el evidente comando del magnate norteamericano. Pero la copia brasileña extendió la arremetida a los tres poderes y contó con un visto bueno del ejército (y de gobernantes distritales), que no tuvo el copamiento yanqui (Miola, 2023). En Brasil se verificó además una contundente reacción de Lula, que determinó el fracaso del motín.

Esa intervención fue categórica en términos retóricos y prácticos. Por ahora no se sabe si también fue premeditada, con un conocimiento previo del plan golpista. Lula denunció a los «vándalos nazis», calificó a Bolsonaro de «genocida» y acusó a los asaltantes de «terroristas». Actuó con rapidez. En lugar de solicitar a los militares el patrullaje de las calles les impuso la evacuación del campamento. Intervino además el gobierno de Brasilia y tomó el control de la policía.

Esa actitud inclinó a los jueces a concretar las medidas de represalia. Dispusieron la detención de 1.200 implicados en el ataque y el arresto del principal sospechoso de organizar el asalto, a su retorno de Florida. Esta decisión podría incidir en la presión ejercida por el sector progresista del Partido Demócrata, para que Bolsonaro sea expulsado de Estados Unidos. El ex capitán ya no es intocable. Próximamente le congelarían sus cuentas y sería imputado como instigador del golpe.

Estas decisiones han sido promovidas dentro del nuevo gabinete por el ministro de Justicia (Flavio Dino) en conflicto con su colega de Defensa (José Mucio), que contemporiza con los militares y sugiere una amnistía para los vándalos.

Se ha creado una gran oportunidad para derrotar a la ultraderecha, que fue neutralizada pero no aplastada. Si no quedan demolidos volverán a la carga y en gran medida esa partida se jugará en el predominio de las calles. El bolsonarismo ha quedado desconcertado frente al oficialismo que retomó los actos masivos en la campaña electoral, en el día de la victoria, en la jornada de asunción y en las marchas de repudio al golpe.

Este nuevo escenario puede modificar las adversas relaciones de fuerza, que no fueron revertidas por la derrota electoral de Bolsonaro. Las conexiones entre ambas variables no son unívocas. En 1989 Lula perdió los comicios frente a Collor, pero obtuvo una victoria política. En 2014 Dilma triunfó en las urnas, pero sufrió una derrota que permitió la coronación del ex militar (Arcary, 2022). Ahora la victoria electoral puede ser sucedida con un corolario directo en el balance de fuerzas. La derecha está desorientada y el movimiento popular puede capturar la iniciativa.

Implantación y flaquezas de bolsonarismo

Lo ocurrido en Brasilia retrata las contradicciones de la ultraderecha. Bolsonaro llegó en forma sorpresiva a la primera magistratura, canalizando un descontento con el gobierno del PT que debutó con marchas callejeras (2013), se afianzó con el golpe judicial-parlamentario (2016) y derivó en la preminencia de un ambiente conservador (2016-18).

La proscripción de Lula le permitió a Bolsonaro encabezar la reacción contra el ciclo precedente que promovieron el establishment y los medios de comunicación, con el sostén de las clases medias defraudadas con el progresismo.

Pero los desastres acumulados durante su gestión frustraron la reelección del furioso militar, que fue penalizado por su criminal manejo de la pandemia. Esa infección tuvo un número de muertos muy superior a los causados exclusivamente por el virus. Nadie olvidó que se negó a comprar vacunas y a realizar testeos, argumentando que podrían convertir a los individuos en yacarés (Boulos, 2022).

Bolsonaro tampoco logró revertir el estancamiento estructural de la economía y agravó la regresión social, recreando la tragedia del hambre que afecta a 33 millones de personas. Ese flagelo es particularmente chocante, en un país que ocupa el tercer lugar en el ranking mundial de productores de alimentos.

Los vaivenes y exabruptos del desorbitado militar erosionaron el aval del establishement y la liberación de Lula precipitó su declive. No pudo mantener a su gran adversario detrás de las rejas y ese desenlace impulsó al PT disputar con éxito la presidencia.

Bolsonaro dio sobradas pruebas de sus pretensiones fascistas, pero no logró introducir ningún pilar de ese sistema. Multiplicó la violencia cotidiana, la intimidación laboral y el miedo, con 40 asesinatos en las semanas previas a los comicios. Pero no logró crear el marco de terror que exige el fascismo.

Tampoco pudo sustituir el régimen político vigente por alguna versión de totalitarismo. Mantuvo su liderazgo con tutelaje militar y cierto equilibro con el resto de los poderes. Las clases dominantes toleraron su falta de serenidad para ejercer una función ejecutiva y el perfil carnavalesco de sus apariciones, pero no convalidaron su continuidad.

El balotaje demostró igualmente la gran envergadura de su base electoral. Logró introducir una inédita polarización política, que cortó geográficamente al país en segmentos diferenciados. Lula ganó en 13 estados y Bolsonaro en 14. Su partido conquistó el estado de San Pablo, 15 de los 27 escaños disputados en el Senado y numerosos diputados (Agullo, 2022). Pero ahora existe un serio interrogante sobre el impacto de la fallida aventura sobre los cuatro pilares de su fuerza política: el ejército, las bandas, el agronegocio y el evangelismo.

Durante su gobierno se duplicaron los militares en cargos oficiales y los uniformados colocaron 2 senadores y 17 diputados, que se presentaron como referentes de la identidad nacional o herederos de la industrialización de los años 60. Los nueve generales más próximos al ex capitán reforzaron, además, sus propios negocios con el equipamiento bélico.

Pero ahora se ha creado un escenario que permitiría desarticular esa casta, si Lula traduce en hechos su denuncia de la complicidad militar con el golpe. Está planteado el reemplazo del ministro de defensa, la depuración de la comandancia, la anulación de los privilegios y la investigación de los desfalcos de esa cúpula.

La supervivencia de las pandillas que apadrinó Bolsonaro está igualmente amenazada luego del asalto perpetrado en Brasilia. La preparación de esa acción criminal fue oficialmente apuntalada en los últimos años, con la autorización al uso de armas bajo la cobertura de los clubs de cazadores, tiradores y coleccionistas. Los grupos vandálicos concentran ahora el grueso de las acusaciones por el golpe, con un significativo número de sus integrantes en prisión.

El sostén bolsonarista en el agronegocio quedó graficado en el nuevo mapa poselectoral. Las regiones que alimentan esa actividad apuntalaron las listas del ex capitán, demostrando la incidencia de un sector que representa la tercera parte del PIB. Lucran con el extractivismo y se expandieron al compás de la perdurable crisis industrial. Pero los cabecillas de ese entramado son investigados por su financiación de la asonada y podrían quedar alcanzados por serias acusaciones.

El nuevo contexto también influye sobre la cúpula evangelista que sostuvo a Bolsonaro, a cambio de los 82 diputados que consiguió la Iglesia Pentecostal. El alto clero de los pastores continúo su enriquecimiento, mientras sus predicadores inducían a votar por la derecha para evitar puniciones divinas.

Los comunicadores del bolsonarismo combinaron ese tipo de alocados mensajes con la justificación de las mentiras cotidianas del ex mandatario. Un día el ex capitán describió a las inmigrantes venezolanas como prostitutas y al otro acusó a Lula de mantener pactos con el diablo. Ningún delirio quedó excluido de la retórica que orquestaron para afianzar un liderazgo salvacionista, entre votantes decepcionados con el sistema político.

Ese sustento ideológico puede quedar corroído, si Bolsonaro se convierte en un asiduo visitante de los tribunales. En esa comparecencia el gran crítico de la “corrupción lulista” debería explicar cómo adquirió 107 inmuebles en los últimos 30 años, con su moderado sueldo de diputado. Toda la derecha latinoamericana ha quedado pendiente del devenir de Bolsonaro.

Golpismo frustrado en Bolivia

El fracaso de una asonada en Bolivia anticipó a comienzo de año el desenlace de Brasil. También allí se consumó un fallido intento golpista, para repetir con el Arce el alzamiento que derrocó a Evo Morales en el 2019.

En esa oportunidad, la ultraderecha aportó bandas armadas para secuestrar dirigentes sociales, asaltar instituciones públicas y humillar opositores. Reiteró su vieja conducta de soporte de las intervenciones militares, contra gobiernos enfrentados al establishment o crucificados por la embajada estadounidense.

Ese golpe fue la intervención militar más desenfadada de las últimas décadas en Sudamérica. No tuvo disfraz institucional, ni mascarada blanda. Evo fue forzado a renunciar a punta de pistola, cuándo los generales se negaron a obedecerlo. No dimitió por simple agobio. Fue expulsado de la presidencia por la cúpula del ejército.

Pero la principal peculiaridad de esa operación fue el tinte proto-fascista que aportaron los socios derechistas. Instauraron el reino del terror en las zonas liberadas por los uniformados y bajo la conducción de Camacho pusieron en práctica las proclamas de Bolsonaro. Con biblias y rezos evangélicos quemaron casas, raparon mujeres y encadenaron periodistas.

Los agresores emitieron, además, gritos racistas contra el cholo, mientras se burlaban de los coyas, quemaban la bandera whipala y golpeaban a los transeúntes de la raza denigrada. Implantaron en La Paz el vandalismo que habían ensayado en su reducto de Santa Cruz. La ridícula osadía de esas hordas estuvo garantizada por la protección policial.

Ese odio contra los indios recuerda la provocación inicial de Hitler contra los judíos. Camacho no disimula la irracionalidad de sus diatribas contra los pueblos originarios. Considera que las mujeres de esas nacionalidades son brujas satánicas y que los hombres arrastran una impronta servil. Ha creado legiones de resentidos para humillar a los indígenas (Katz, 2019).

La clase dominante del Altiplano celebró la venganza contra los pueblos originarios. Como no digiere que un indio haya ejercido la presidencia, convalidó las descontroladas tropelías de Camacho. Pero sus expectativas reaccionarias quedaron demolidas por la extraordinaria victoria del alzamiento popular (2019). Ese logro desembocó en elecciones, un renovado triunfo del MAS (2020) y una sucesión de juicios que puso entre rejas a la ex usurpadora Añez (2022).

Este resultado descolocó a los ultraderechistas, que debieron aceptar un repliegue a los refugios de Oriente. Desde allí reorganizaron fuerzas y retomaron la ofensiva, con las milicias de cívicos que apadrina el poder económico local. Enviaron esos grupos a los barrios populares para sembrar el terror y propiciaron cortes de ruta para crear el recrear un clima desestabilizador. Demandaron la libertad de los golpistas y convirtieron la fecha del censo que debía reevaluar el peso de cada distrito, en el nuevo pretexto de una gran beligerancia. Con esa excusa propiciaron la asonada del 2023.

Ese plan contempló incluso la eventual secesión del territorio sublevado, si no lograban reconquistar el manejo del país. Con la mascarada de un status federal para Santa Cruz, conspiraron para perpetrar la fractura territorial. Los cívicos apuntalaron ese complot con una leyenda anticoya que impugna el estado plurinacional y retoma las viejas creencias de superioridad de las elites blancas. Con ese separatismo reaccionario completaron un guion inspirado en las acciones oligárquicas del pasado (Acosta Reyes, 2022).

Pero el nuevo intento golpista fracasó. Empezó con una secuela de paros en Oriente e incluyó la reactivación de los grupos de choque contra las organizaciones sociales. También resucitó la enfurecida prédica de los Pentecostales para cohesionar el motín. En la disputa entre fracciones para exhibir mayor radicalidad, organizaron cabildos manipulados bajo el comando de los mismos líderes de las asonadas previas (Camacho y Calvo) y lograron generar un caos regional mayúsculo.

Finalmente, al cabo de 36 días de traumáticas acciones tuvieron que suspender su asonada. El esperado respaldo de otras regiones no llegó y tanto la falta de abastecimiento como la parálisis del comercio socavaron el movimiento. Los cívicos no pudieron forzar la prolongación del paro con simple exhibición de fuerza (Paz Rada, 2022). Tampoco lograron el acompañamiento nacional de la derecha tradicional o de los sectores indigenistas disgustados con el gobierno. Sólo algunas figuras en declive del espectro burgués aprobaron la nueva aventura de Camacho (Montaño; Vollenweider, 2023).

Pero la principal novedad fue la respuesta del gobierno. Al inicio de la provocación el oficialismo sólo convocó manifestaciones callejeras, para repudiar la denigración perpetrada contra la bandera plurinacional. Concretó marchas que reunieron multitudes, pero no modificó el patrón habitual de simple denuncia de los golpistas.

El gran giro se produjo en las últimas dos semanas, con el audaz operativo de detención y traslado de Camacho a La Paz. El principal cabecilla de las bandas reaccionarias quedó encarcelado, a la espera de un juicio por su participación en el golpe militar del 2019. Si esa acción queda ratificada, el gobierno habrá consumado una contraofensiva, que podría pavimentar una gran victoria. En esta confrontación se juega el repunte o fracaso de la ultraderecha boliviana.

La frustración del referente venezolano

La derrota de Bolsonaro en Brasil y Camacho en Bolivia se enmarca en el fulminante naufragio de Guaidó en Venezuela. Sus escuálidos encabezaron durante mucho tiempo el ranking regional del vedetismo reaccionario. Reemplazaron en ese podio a los gusanos de Cuba y lograron situar sus acciones en la primera plana de los noticieros. En incontables oportunidades supusieron que tenían asegurado el retorno a Miraflores, pero comparten actualmente las mismas frustraciones que sus allegados de Miami.

El perfil extremo de esa derecha no estaba predeterminado en el debut de la confrontación con el chavismo. Ese choque inicial estuvo liderado por los conservadores tradicionales, que perdieron preeminencia con la intensificación del conflicto. Los grupos más virulentos capturaron la dirección, propiciando golpes desde los cuarteles y guarimbas en las calles.

En su obsesivo proyecto antichavista, la ultraderecha intentó seguir las huellas de Pinochet. Diabolizó al proceso bolivariano y propuso extirparlo con un baño de sangre. Ese odio alcanzó la misma intensidad que la denostación fascista del comunismo. Con esa tónica fue motorizada la movilización de los sectores medios antibolivarianos.

Las clases dominantes buscaron sepultar por esa vía el desafío que personificó Chávez e intentaron disolver el empoderamiento popular que acompañó a su gestión. En esa campaña repitieron todos los ítems del libreto reaccionario.

Esa reiteración de guiones corroboró su total sumisión a los dictados de Washington. La ultraderecha venezolana fue organizada, financiada y dirigida por el Departamento de Estado, con el mismo molde de sus antecesores cubanos. También las reyertas suscitadas por el manejo del dinero y las conexiones con la mafia, asemejan a los dos servidores caribeños del mandante yanqui.

El trumpismo jugó todas sus cartas a los escuálidos y la vertiente Obama-Biden contempló también otras variantes. Pero ambos sectores del establishment imperial debieron lidiar con la imposibilidad de enviar marines a Caracas, como se estilaba en la época de Nixon o Kennedy.

Sin contar con el recurso salvador de la invasión estadounidense, el antichavismo ensayó todo tipo de operaciones sustitutas. Incentivó complots militares, adiestró mercenarios en la frontera, desembarcó milicias en las playas y secuestró helicópteros. También tanteó magnicidios, montó la farsa internacional de la ayuda humanitaria e incentivó incansables sublevaciones callejeras. Pero falló en todas las conspiraciones, desmoralizó a su propia tropa, perdió credibilidad y actualmente afronta una crisis terminal.

La autoproclamación del fantasma Guaidó ya es un episodio del pasado. Sus huestes intentaron boicotear las últimas elecciones con una intrascendente farsa de comicios paralelos. El chavismo recuperó la Asamblea Nacional y el grueso de la oposición se sumó a los comicios, cerrando el largo conflicto institucional inaugurado con el desconocimiento de las elecciones presidenciales del 2018.

No es la primera vez que los derechistas regresan a las urnas, pero este retorno se procesa con la cabeza muy baja. Guaidó está manchado por incontables escándalos de corrupción y su proyecto agoniza.

El gobierno logró sofocar primero el ciclo insurreccional del 2014-2017. Posteriormente obtuvo réditos de la crisis migratoria, que desperdigó a la oposición y finalmente neutralizó a todo el espectro de sus adversarios (Bonilla, 2021). Las guarimbas han desaparecido y el golpe de estado ya no figura en ninguna agenda relevante.

Este fracaso de la ultraderecha ha reabierto espacios de intervención para los sectores más convencionales del sistema político. Pero el nuevo escenario tiene gran impacto regional, porque los escuálidos eran ensalzados como la gran referencia latinoamericana del proyecto regresivo. Su declive junto a la derrota de sus émulos en Bolivia y Brasil crea un escenario más problemático para la gestación o reconstitución de las corrientes reaccionarias en otros países.

Viejas recetas recicladas en Argentina

La expansión de la ultraderecha en Argentina es más reciente y, al igual que en Brasil, despuntó en la confrontación con un gobierno de centroizquierda. Los primeros destellos en las marchas callejeras contra el kirchnerismo fueron capturados por el conservadurismo tradicional y catapultaron a Macri al gobierno. Pero en la virulenta impugnación posterior de Fernández y Cristina, emergió la fuerza reaccionaria de Milei (y en menor medida de Espert).

Ambos personajes se nutren de los grupos negacionistas forjados durante la pandemia, reúnen formaciones violentas y aspiran a convertirse en una fuerza electoral de peso en los comicios presidenciales del 2023. Los bolsonaristas argentinos fueron fabricados por los medios de comunicación y llegaron a la política sin ninguna trayectoria previa. En esa carencia se distinguen de sus pares convencionales (Pichetto, Bullrich), que han protagonizado todas las mutaciones camaleónicas de la partidocracia.

En el último bienio los medios instalaron a las nuevas figuras, para inducir la derechización de la agenda política. Toleran sus escándalos, exabruptos y delirios (como la aceptación de la compra y venta de niños), a fin de permitir la imposición de los temas reaccionarios, especialmente en el plano económico (Katz, 2021). Con esa estrategia, las viejísimas y fracasadas recetas de la ortodoxia neoclásica han recuperado centralidad.

Milei es el showman más descollante de este operativo. Adoptó la excéntrica pose de gritos y enojos que le recomendaron sus asesores para capturar la audiencia y transformar la política en una secuencia de chimentos. Ha denostado en forma incansable a la “casta política” que actualmente integra y despotrica contra el Estado, ocultando su utilización de los recursos públicos.

Se maneja con el dinero aportado por varias fundaciones estadounidenses y ha recurrido a la payasada de rifar su dieta de diputado, como un gesto de impugnación de la “casta”. En su fanatismo ultraliberal, no consideró la donación de esa mensualidad a alguna actividad laboral o académica meritoria.

Algunas miradas destacan que esa opción por el sorteo ilustró cómo asemeja el progreso individual al puro azar. En su mundo de capitalismo salvaje no sobreviven los más aptos, sino tan sólo los más afortunados (D’Addario, 2022). De paso, indujo a millón de personas a dejar sus datos personales en la base de información que maneja su bunker. Optarán por la apropiación algorítmica más oportuna de ese universo.

Milei integra el pelotón de alocados personajes que auspician los poderosos para canalizar el descontento con los gobiernos inoperantes. Derrocha demagogia para capturar el enojo de la clase media y la desesperación de los empobrecidos. Pero su efectiva prioridad es la erosión de las conquistas democráticas logradas al cabo de muchos años de lucha.

Todas las tonterías económicas ultraliberales que enuncia están plagadas de inconsistencias y se difunden por la simple complicidad del periodismo servil. Nadie le exige ejemplos históricos o ilustraciones prácticas de sus absurdas propuestas de incendiar el Banco Central. Con esa mascarada alimenta la reintroducción de un clima represivo, mediante apologías al terrorismo de Estado y exaltaciones a la libre portación de armas.

Los medios hegemónicos apuntalan esa regresión, difundiendo la falsa creencia que los jóvenes están desinteresados por la tragedia de sangre que impuso la última dictadura. Los fascistas que acompañan a Milei promueven el hostigamiento de los movimientos sociales, con iniciativas de criminalización de los piqueteros. Su co-equiper Espert apuntala la misma agresión con propuestas de limitar la natalidad en los hogares pobres. En su ceguera burguesa considera que los embarazos están motivados por el cobro de un plan social.

Espert se ha embanderado con la demagogia punitiva, ocultando los repetidos fracasos de la “mano dura”. En su celebración del gatillo fácil omite que la violencia policial nunca atenuó el delito. Simplemente convoca a la venganza, desconociendo la estrecha relación de la criminalidad con la desigualdad y la gran conexión de la reincidencia con la falta de educación o trabajo. Para restaurar la represión en gran escala, los dos ultraderechistas participan activamente de la cruzada anti mapuche y la consiguiente escalada de agresiones contra los pueblos originarios.

El fallido intento de asesinato de Cristina ilustra hasta qué punto la nueva ultraderecha no restringe su acción a la esfera electoral. El atentado fue consumado al cabo de una intensa campaña mediática de incitación al odio (Katz, 2022) y el puñado de marginales que consumó esa acción participaba de una aceitada organización de abogados, espías y empresarios.

Antes de apuntar contra Cristina, desenvolvieron las típicas incursiones de los grupos neonazis, lanzando antorchas contra la Casa Rosada, exhibiendo bolsas mortuorias y guillotinas. La mano de los servicios de inteligencia en esos operativos es tan visible, como el parentesco de sus guiones con las guarimbas venezolanas.

La complicidad de altas esferas del Poder Judicial ha quedado corroborada con la obstrucción al esclarecimiento del frustrado magnicidio. Trabajan para restringir la acusación a los tres o cuatros involucrados directos, encubriendo a los financistas e instigadores del atentado. Es particularmente escandaloso el amparo judicial a los políticos derechistas que conocían y dejaron correr la preparación de esa conjura.

Peligros y limitaciones

La capacidad de acción de los personajes bolsonaristas (Olmedo) fue marginal en Argentina durante el macrismo, pero se ha expandido en proporción a la generalizada decepción con el gobierno actual. Ya no constituyen una lejana amenaza y disputan espacios con la derecha tradicional. Mantienen un perfil propio que amenaza la unidad de la oposición en los próximos comicios. En esta potencial división radica la expectativa oficialista de mantenerse en carrera para retener la presidencia.

Pero en cualquier opción electoral, la ultraderecha puede transformarse en una fuerza de peso ante la gravísima crisis social del país. A diferencia del 2001 despuntan como un canal de captación del descontento con el sistema político. El tinte progresista y radicalizado que tuvo ese malestar hace dos décadas, ahora presenta una fisonomía contrapuesta.

En los hechos Milei propugna el retorno al menemismo. No sólo promueve una escala semejante de privatizaciones, con mayor desregulación laboral y apertura comercial. También propone contrarrestar la superinflación actual con alguna reinstauración de la convertibilidad, que arruinaría en forma irreparable la economía del país. El establishment no comparte por ahora esa cirugía por temor a una incontenible reacción popular, pero tampoco rechaza su eventual aplicación.

Milei se sumó con gran entusiasmo al bolsonarismo, exhibió fotografías con sus líderes y reprodujo la misma exaltación del anticomunismo. El fallido golpe en Brasilia lo colocó en una incómoda situación, que disimula con la habitual complicidad de los medios de comunicación. Pero el grueso de la derecha local registró la derrota electoral de sus pares brasileros y desaprobó un asalto a los edificios gubernamentales que no podría repetirse en Argentina. El ejército mantiene un rol político marginal, en un país que ha desarrollado enormes anticuerpos contra el militarismo.

La dictadura brasileña coincidió con un prolongado período de crecimiento desarrollista y sus responsables nunca fueron juzgados. En cambio, Videla y Galtieri acentuaron una regresión económica que desembocó en la aventura de Malvinas. Todos los tanteos conservadores para revalorizar a esos genocidas han desatado repudios masivos. La desmovilización popular y la desmoralización del progresismo que precedieron a Bolsonaro, no tuvieron hasta ahora un correlato equivalente en Argentina.

Pero las diferencias históricas entre un país signado por la convulsión y otro caracterizado por la continuidad del orden deben ser revisadas con cierto cuidado. Brasil nunca vivió el tipo de confrontaciones socio-políticas que ha prevalecido en Argentina, pero protagoniza una inédita grieta de consecuencias desconocidas. Por el contrario, su vecino del sur ha quedado sumido en una crisis social catastrófica que altera de todos los parámetros del pasado.

La pesadilla de los mafiosos colombianos

La ultraderecha colombiana carga con una feroz trayectoria de guerra contra los campesinos y trabajadores. Ha incurrido en un grado de salvajismo inigualable. En ningún otro país de la región se han encontrado tantas fosas comunes con restos de personas masacradas. Durante seis décadas complementó las balaceras del ejército con matanzas de todo tipo.

Esas bandas se especializaron en el asesinato cotidiano de los militantes sociales, con una sistematicidad sin parangón en América Latina. Tan sólo el año pasado ultimaron a 198 dirigentes populares y desde la firma de los Acuerdos de Paz (2016) mataron a 1.284 luchadores. Su terror ha convertido a Colombia en la nación con mayores desplazamientos forzados de población de todo el continente.

Esa ferocidad se remonta al surgimiento de los grupos paramilitares organizados por las Fuerzas Armadas en los años 60, para apuntalar la guerra contrainsurgente que monitoreaba el Pentágono. De esas formaciones emergieron las denominadas autodefensas, que se entrelazaron con las mafias del narcotráfico bajo el amparo del uribismo. En el 2005 fueron formalmente desmovilizadas con todo tipo de beneficios, pero reaparecieron como fuerzas de choque contratadas por las elites regionales (Molina, 2022).

Esos grupos disputan el control de los territorios e integran una estructura de narco-mercenarios que opera en todos los estamentos del Estado. La vieja oligarquía fue sustituida por una narco-burguesía, que maneja gran parte de la economía subterránea del país. Las áreas ocupadas por plantaciones de estupefacientes son más extensas en la actualidad, que en los inicios del Plan Colombia (1999) y la productividad de los sembradíos se ha duplicado. Las fumigaciones aéreas simplemente aceleraron el abandono de los campos comunitarios y la concentración de la tierra.

La estructura narco-militar forjada por los clanes de la droga ha perfeccionado su capacidad operativa y ya exportan mercenarios para distintas labores. La forma en que organizaron el asesinato del presidente haitiano Jovenel Möise, ilustra la gravitación regional de esos criminales. Han conformado un ejército paralelo, que interviene desde hace décadas en la parapolítica de Colombia, para mantener al país en el tope del ranking mundial de exportación de cocaína. Las principales figuras de la derecha colombiana mantienen incontables lazos con esa narco-economía.

Esta asociación es apañada por Estados Unidos, que convirtió a Colombia en el principal centro de operación regional del Pentágono. Las siete bases militares afincadas en el país están conectadas con una vasta red de uniformados de todo el continente. Trump utilizó adicionalmente a Colombia como retaguardia de incursiones contra el chavismo y reforzó el status del país como “aliado extra OTAN”. Biden reajusta esa estrategia para asegurar la preeminencia estadounidense en el hemisferio (Pinzón Sánchez, 2021).

La ultraderecha ha sido durante décadas una pieza clave del sistema político. Pero el agotamiento del urbismo y la revuelta popular del 2021 socavaron ese régimen y el triunfo electoral de Petro desafía seriamente a ese tejido de opresores.

Para impedir ese declive introdujeron en el balotaje a un improvisado personaje del trumpismo latinoamericano. Rodolfo Hernández irrumpió con un discurso vacío contra la corrupción, exhibiendo su condición de millonario, como el principal mérito para acceder a la presidencia. Con ese alocado mensaje pretendió compensar la bancarrota del candidato oficialista (Federico Gutiérrez).

Hernández recurrió a todos los exabruptos imaginables y despotricó contra el resto de los políticos, como si él formara parte de una raza diferente. No disimuló sus convicciones machistas, ni su misógina. Pero cruzó la raya de lo aceptable por sus propias huestes, cuándo declaró su admiración por Hitler (Szalkowicz, 2022).

Tampoco surtió efecto su escandalosa verborragia, la campaña motorizada desde Miami, y su amenaza de acciones violentas. El respaldo de los poderosos no alcanzó para contener la esperanza de cambio que encarnó Petro. La derecha sufrió una derrota histórica y el propio Hernández abandonó inmediatamente la escena.

Ahora Petro afronta la monumental tarea de forjar la paz, frente a sectores reaccionarios que esperan el momento para el contraataque. Han ensayado un atentado contra la vicepresidenta Márquez y sabotean las tratativas en curso (Duque, 2023). Pero han quedado en una posición defensiva y la normalización de las relaciones con Venezuela afianza ese retroceso. El lobby de Miami no oculta su disgusto con un escenario muy alejado de sus propósitos.

El pinochetismo de los nuevos tiempos

La ultraderecha reaparece en Chile con los mismos perfiles pinochetistas del pasado. Kast no puede repetir el golpe de su admirado predecesor, pero retoma todas las banderas del nefasto dictador. Irrumpió abruptamente, frente a la impotencia de Piñera para contener la sublevación popular del 2019. Esa rebelión arrastró a toda la derecha a un abismo electoral, que Kast contuvo forjando la candidatura de emergencia que disputó sin éxito contra Boric.

El principal estandarte del reaccionario transandino fue la restauración de la represión, contra los jóvenes que desafiaron en las calles los treinta años de continuismo posdictatorial. Kast exigió mano dura contra las protestas, como si los manifestantes no hubieran padecido 30 asesinatos, 450 personas con lesiones oculares y centenares de detenidos (Abufom Silva, 2021).

Con la misma virulencia exigió la militarización del sur y el endurecimiento de la campaña antimapuche. Añadió a esa agenda de pinochetismo explícito un discurso antiinmigrante, para incentivar el odio contra la novedosa oleada de trabajadores extranjeros que incorporó la economía chilena.

Kast logró una reconstitución vertiginosa de la extrema derecha, a costa de los candidatos convencionales de ese espacio. Superó a las figuras democristianas (Provoste) y oficialistas (Sichel), mediante una digestión del centro muy parecida a la consumada por Bolsonaro en Brasil. También prevaleció sobre los personajes marginales embanderados con la antipolítica, que optaron por una exótica campaña electoral desde Estados Unidos (Parisi). Ganó la partida dentro del espectro conservador retomando la fidelidad al pinochetismo.

Con esa postura logró reintroducir una gran bancada de legisladores en ambas cámaras, revirtiendo los magros resultados de los comicios anteriores. Estuvo incluso cerca de llegar a la presidencia, pero fue doblegado felizmente por una gran reacción antifascista. Esa respuesta tomó fuerza en las calles, recuperó primacía en los barrios populares y atrajo votos de los indiferentes a las urnas.

Le eventual llegada de Kast a la Casa de Moneda fue incluso resistida por parte del establishment, que temió las consecuencias de un reinicio de la confrontación directa con el pueblo. Estimaron que la partida perdida por Piñera no sería ganada por una versión más extrema del mismo libreto. Evaluaron que la vieja clase política es la mejor garantía de continuidad del modelo neoliberal que Boric nunca propuso erradicar.

La irrupción de Kast expresa la reacción contrarrevolucionaria de los poderosos que defienden sus privilegios. La rebelión popular diluyó las formaciones del centro y la extrema derecha recuperó protagonismo exigiendo la restauración del orden.

Kast incorporó algunas facetas de la nueva derecha como el sustento de los evangelistas, pero se afirmó con los viejos códigos de Pinochet. Buscó retomar el resentimiento de los sectores medios contra los asalariados, aprovechando el nuevo escenario de informalidad y desarticulación del movimiento obrero tradicional (De la Cuadra, 2022).

Su acelerada instalación confirma las raíces sociales que dejó la dictadura para nutrir la permanencia de sucesores (Cabieses, 2021). La tutela militar –que se desmoronó abruptamente en Argentina luego de la aventura de Malvinas– perduró durante más tiempo en Chile. Por eso Pinochet murió con honores militares, mientras sus colegas argentinos eran juzgados, indultados y nuevamente encarcelados.

Bajo el pinochetismo se forjó también una clase media conservadora, que condicionó a todos los gobiernos de la Concertación. Siguiendo el modelo de la transición española, esas administraciones pactaron el sostenimiento de la Constitución gestada por la dictadura, para asegurar la vigencia del modelo neoliberal.

La ultraderecha chilena ha sido muy ponderada por sus pares de la región y el frustrado acceso de Kast a la presidencia fue percibido como una derrota propia por los reaccionarios del continente. Por la impactante historia que encarnan Allende y Pinochet, Chile persiste como el gran referente simbólico de los dos polos de la vida política latinoamericana.

Esa centralidad se reaviva con cada pulseada entre ambas formaciones. Las victorias del movimiento popular son rápidamente respondidas por la derecha, en una dinámica de giros constantes y cambios vertiginosos.

Los custodios del fujimorismo

Todas las variantes de la derecha unificaron fuerzas en Perú para consumar el reciente golpe que tumbó a Castillo. Acosaron a ese mandatario hasta que finalmente forzaron su desplazamiento. No toleraron la presencia de un presidente ajeno al contubernio del fujimorismo con sus aliados y adversarios, que sostiene al régimen político más antidemocrático de la región.

Esta vez concretaron una variante extrema del lawfare, mediante un golpe parlamentario con cimiento militar y complicidad de la vicepresidenta Boluarte. De inmediato desataron una represión feroz con decenas de asesinados, centenares de detenidos y toque de queda en varias provincias. Esa criminalización de las protestas supera los antecedentes recientes y ha colocado al ejército en el típico lugar de cualquier dictadura (Rodríguez Gelfenstein, 2022).

Esa brutalidad está garantizada por un compromiso de impunidad que obliga a tramitar cualquier denuncia contra los gendarmes en el propio fuero castrense. La nueva mandataria convalida el salvajismo represivo, premiando con cargos a los responsables de la balacera contra el pueblo. También aceptó delegar el mando efectivo del país en el fanático ultraderechista que preside el Congreso (Álvarez Orellana, 2022). Desde allí se perfecciona el “golpe dentro del golpe” que legitimaría el derrocamiento del secuestrado Castillo, con algún adelanto de las próximas elecciones.

Desde el 2018 los derechistas concretaron el desplazamiento de los seis presidentes que perdieron funcionalidad para la continuidad del régimen. Ese sistema fue creado por Fujimori un año después de asaltar al gobierno (1993), mediante un dispositivo constitucional que otorga poderes omnímodos al Poder Judicial y a su Fiscalía para intervenir en la vida política. La debilidad del Ejecutivo, la atomización del Legislativo y la gravitación de los tribunales apuntalan un sistema que propicia la inmovilidad, la apatía y el descreimiento de la población (Misión Verdad, 2022).

La finalidad de ese esquema es asegurar la continuidad de un modelo neoliberal divorciado de los avatares de la política. El vertiginoso recambio de mandatarios contrasta, por ejemplo, con la perdurabilidad del mismo presidente del Banco Central en los últimos 20 años.

Ese rumbo económico garantizó la privatización de la industria y la entrega de los recursos naturales al capital extranjero, en un marco de chocante pobreza y desigualdad. El alabado crecimiento de los últimos tres decenios se consumó expandiendo la precarización laboral, que en las regiones del interior afecta al 70% de la población. También el campesinado ha sido severamente golpeado por la importación y el encarecimiento de los insumos, mientras el grueso de la inversión se concentró actividades extractivas que deterioran el medio ambiente.

El golpe contra Castillo –que Estados Unidos apoyó de inmediato– apunta a sostener el dispositivo político que garantiza la devastación económica. Toda la derecha apoya ese régimen, mientras sus variantes extremas construyen nichos con figuras cambiantes. Su personaje más reciente es Rafael López Aliaga (Porky), que logró el respaldo de los evangélicos y los católicos ultraconservadores para exponer mensajes cavernícolas. Confiesa que se autoflagela con frecuencia y que anularía cualquier vestigio de la educación sexual, para exorcizar los resabios de la “izquierda diabólica”.

Durante la pandemia rechazó el uso de mascarillas y propuso privatizar la vacunación. Propaga un fanatismo neoliberal y evita el esclarecimiento de las denuncias que lo involucran con el lavado de activos (Noriega, 2021). Porky compite en Lima con otro extremista de derecha acusado de terribles violaciones a los derechos humanos.

Pero la heroica resistencia popular que afrontan los golpistas desafía seriamente a todas las variantes de la reacción. Las cifras de muertos no cesan y los disparos sobre los manifestantes acrecientan el número de víctimas. Esta descontrolada brutalidad de la derecha puede terminar sepultando su propia continuidad.

Otras variantes en gestación

Los modelos de la ultraderecha asentada inspiran a sus pares más rezagados. Es el caso de México, donde ya se avizora la misma disputa callejera que suscitaron los gobiernos progresistas de Sudamérica. Los sectores tradicionalmente minoritarios de la reacción, comenzaron a repetir la secuencia de otras experiencias. Han recuperado la iniciativa con movimientos de rechazo a la democratización del sistema electoral que impulsa López Obrador.

AMLO respondió a ese desafío con la concentración más numerosa de los últimos años. Frente a esa polarización callejera la ultraderecha afinó su repertorio, organizando un gran evento internacional con figuras trogloditas de todo tipo.

En otros países más habituados a la gestión represiva del Estado, la nueva derecha ofrece pocas novedades. En Ecuador o Guatemala, simplemente apuntala la periódica reinstalación de los regímenes de excepción, con la consiguiente militarización de la vida cotidiana. Allí sostiene variantes del golpismo, que sustituyen a las viejas tiranías militares por modalidades más disfrazadas de dictadura civil.

En Haití los derechistas auspician tanto la intervención extranjera, como la expansión de las bandas mafiosas que han destruido el tejido social de la isla. Apuntalan el modelo de golpismo gangsteril que sustituyó al sistema político y oscilan entre promover una dictadura tradicional o precipitar otra ocupación norteamericana.

Frente a tantas versiones del espectro derechista, conviene clarificar la singularidad de ese espacio en comparación a otras regiones. Abordaremos ese problema en nuestro próximo texto.

16-1-2023

Artículo cedido por gentileza del autor. Publicado originalmente en su blog: https://www.lahaine.org/katz/

Referencias

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La Nicaragua de Daniel Ortega: La pedagogía de la crueldad

Por Raúl Zibechi

Las condiciones de reclusión que sufrió Dora María Téllez (comandante dos del sandinismo), la más emblemática prisionera de Ortega durante más de 600 días, recuerdan las que vivieron los rehenes de la dictadura uruguaya durante su largo cautiverio. En la celda que ocupaba en la cárcel El Chipote, la oscuridad era casi absoluta, apena un tenue resplandor «que no dejaba ver bien la mano»; ni siquiera les permitían saber la hora, según relató en su primera entrevista (El País, 10-II-23).

La historiadora Téllez no podía tener libros, papeles ni lápices. «Dormíamos sobre una colchoneta lisa, sin nada, en el suelo frío. No nos daban toallas, nos secábamos poniéndonos la ropa encima. Eran torturas psicológicas constantes», dijo en las afueras del hotel de Virginia donde fue alojada en Estados Unidos. Acabó perdiendo la voz porque apenas hablaba un minuto al día con los guardias, por lo que se dedicaba a «cantar bajito» para contrarrestar la pérdida.

Lo más sintomático, porque retrata el carácter de la dictadura Ortega-Murillo, es el trato a las mujeres. Durante tres meses no recibió ninguna visita, ni siquiera de su abogado, no había ninguna regularidad, por lo que considera que se trataba de «otra forma de tortura». Mientras los varones nunca estuvieron en régimen de aislamiento más de dos meses, las mujeres lo estuvieron durante todo el tiempo, entre ellas, su pareja, Ana Margarita Vijil, además de Tamara Dávila y Suyén Barahona. «Eso es el odio visceral hacia las mujeres de los Ortega-Murillo», explica Téllez.

PEDAGOGÍA DE LA CRUELDAD

Téllez explica que el peor momento que vivieron durante el cautiverio fue la muerte de Hugo Torres (comandante uno), el primer prisionero fallecido en la prisión orteguista. Pese a tener 73 años y ser uno de los íconos de la revolución –que en 1974 arriesgó su vida para rescatar a un grupo de sandinistas de la dictadura de Anastasio Somoza, entre ellos, Daniel Ortega–, no recibió la atención que merecía por el cáncer que lo aquejaba. Todas las versiones aseguran que ingresó en buen estado de salud a El Chipote, pero su deterioro fue muy veloz y falleció en enero de 2022.

La antropóloga y feminista Rita Segato acuñó el concepto pedagogía de la crueldad para dar cuenta de todo aquello que cosifica la vida, las prácticas que «programan a los sujetos a transmutar lo vivo y su vitalidad en cosas».1 No consiste solo en matar, sino también «enseña a matar de una muerte desritualizada, de una muerte que deja residuos en el lugar del difunto».

La trata y la explotación sexual forman parte de esa crueldad, pero también las iniciativas extractivistas para producir commodities para el mercado global, emprendimiento que de modo habitual «es precedido por burdeles y el cuerpo-cosa de las mujeres que allí se ofrecen». Segato sostiene que en el mundo hay dos proyectos en pugna: el proyecto histórico de las cosas y el proyecto histórico de los vínculos.

Asegura que en Nicaragua –pero también en Palestina y en muchos otros sitios, dice la antropóloga– «patriarcado, colonialidad, pedagogía de la crueldad, cosificación de la vida y extractivismo de la naturaleza y de los cuerpos de las mujeres» se encadenan conformando «la ecuación perfecta del poder».

Intenta comprender, de ese modo, las razones por las que el régimen descerraja odio y sadismo contra las personas que lo cuestionan. Lo más notable, empero, es que ninguno de los 222 excarcelados fue quebrado en la prisión. «Sabía que tenía que aguantar, era mi manera de derrotar a Ortega cada día. Cada día que no me lesionaba mentalmente, cada día que no defecaba en la celda, que no me ahorcaba […] era un triunfo sobre Ortega», dijo Téllez en la citada entrevista.

PROBLEMAS INTERNOS

Durante muchos años, el discurso antimperialista de la dictadura Ortega-Murillo logró su objetivo: acallar las críticas desde la izquierda que, con escasas fisuras al principio, apoyó el régimen. Hasta las masivas protestas de 2018, que se saldaron con más de 300 manifestantes muertos, cientos de heridos y presos, y decenas de miles de exiliados.

Aquel era un discurso mentiroso. Prueba de ello es el reciente comunicado del Fondo Monetario Internacional del 27 de enero, en el que el organismo financiero felicita al régimen por sus políticas macroeconómicas, sus avances en materia de transparencia fiscal y elogia «la solidez de las reservas de capital y de liquidez del sector bancario», entre varias otras «celebraciones» al gobierno de Managua.

Por otro lado, Nicaragua está sólidamente integrada en las cadenas de valorización de co-mmodities como el oro (principal rubro exportador), pero también el camarón, cuyo principal destino es Estados Unidos y deja en el país enormes daños ambientales. Este sistema productivo deja, sobre todo, una sociedad arruinada, polarizada y empobrecida, que es controlada militarmente por la cúpula del poder, donde la vicepresidenta y esposa de Ortega, Rosario Murillo, esgrime su puño de hierro (adornado con anillos y brazaletes lujosos) para controlar a la población.

Pero incluso ese poder ultraconcentrado parece estar haciendo agua, a juzgar por las remociones en la cúpula policial y militar en las últimas semanas. A mediados de enero se informó que el general Adolfo Marenco Corea, exdirector de investigación e inteligencia de la Policía y exmiembro del círculo íntimo de Rosario Murillo, fue detenido y enviado a la cárcel de El Chipote (Confidencial, 16-I-23).

Marenco se encontraba bajo el sistema «casa por cárcel», que la dictadura utiliza para controlar a los opositores, pero al ser detenido fue acusado de intentar fugarse del país y haberse negado a trabajar para los Ortega-Murillo.

Es evidente que la pareja ha decidido atornillarse al poder y que no entra en sus cálculos asilarse. Su fortuna está en Nicaragua, amasada en buena medida por corrupción y despojo, y si lo abandonaran, perderían todo, según el análisis de personas que conocen de cerca al binomio. Eso puede explicar la excarcelación de los 222 para intentar recomponer un gobierno desgastado y con escaso apoyo interno.

 

1. Contrapedagogías de la crueldad, Prometeo,
Buenos Aires, 2018.

Argumentos para una reforma fiscal progresiva en América Latina

Por Rubén M. Lo Vuolo

Desde diversas posiciones aparentemente antagónicas se repite que el gasto social debería dirigirse a los más pobres entre los pobres, siempre y cuando hagan «esfuerzos personales». Sin embargo, los mismos sectores no hacen eje en los «más ricos» ni en quienes no registran mayores esfuerzos para obtener ingresos a la hora de pensar la estructura impositiva. Los falsos argumentos abundan en el debate fiscal y evitan una discusión seria sobre cómo construir sociedades más igualitarias en América Latina.

 

Los países latinoamericanos tienen sistemas tributarios muy regresivos y, en general, con bajos niveles de recaudación en términos comparativos. Esto se explica por la fuerte presencia de impuestos sobre los consumos y sobre los salarios, junto con la baja recaudación de impuestos sobre las riquezas e ingresos de las personas.

Este sesgo tributario no permite mejorar su reconocida distribución regresiva del ingreso y de la riqueza –el principal problema de la región— del que se desprende la desigual distribución de las oportunidades de vida que tienen las personas al nacer. La importancia de los tributos en este resultado suele oscurecerse porque el debate distributivo se concentra en el reparto salarios/ganancias y en la distribución y el nivel del gasto público.

En materia fiscal, la mayor parte de los debates se concentran en el llamado «gasto social», tanto en su nivel como en su asignación. Peor aún, la misma discusión sobre el gasto social se concentra en los programas asistenciales, pese a que representan un bajo presupuesto en el total de ese gasto. En estos programas se suele evaluar la «necesidad» y los «méritos» de quienes reciben transferencias asistenciales. Desde diversas posiciones aparentemente antagónicas se repite que el gasto social debería dirigirse a los más pobres entre los pobres, siempre y cuando hagan «esfuerzos personales» para merecer una asistencia. Sin embargo, esta visión de la «focalización» sobre los más pobres y sobre sus méritos –que acota y oculta cuestiones importantes del gasto social— no tiene correlato cuando se discuten los tributos.

Los tributos no se focalizan en los «más ricos» ni tampoco en quienes no registran mayores esfuerzos para obtener ingresos. Por ejemplo, se cobran bajos o ningún tributo a las rentas financieras y a las herencias, legados o donaciones, pese a que se reciben simplemente por ser propietarios de capital y por haber nacido en hogares con recursos (sin ningún mérito ni esfuerzo personal). Aquí el argumento es otro: si se cobra impuesto a estas expresiones de riqueza se afectará el «estímulo inversor» de estas personas pudientes, por lo que no se desarrollará empleo para quienes están obligados a trabajar para vivir. El argumento final se fundamenta en la idea de que cobrarles impuestos a los ricos terminaría perjudicando a los pobres.

Los más recientes desarrollos en la teoría y práctica de la relación entre tributación y distribución (como los de Etienne Fize, Camille Landais y Nicolas Grimprel, y Thomas Piketty, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman) avalan estos argumentos. Por el contrario, justifican técnica, ética y políticamente la necesidad  de un sistema tributario que se sostenga en tres impuestos progresivos y comprensivos sobre: 1) las fuentes personales de ingresos; 2) la riqueza personal; 3) las herencias, legados y donaciones entre vivos.

El impuesto a los ingresos (mal llamado a las «ganancias» en Argentina) tiene un primer problema de tasas marginales que favorecen a quienes más ganan. Pero, además, cobra diferentes tasas por fuente de origen de los ingresos. Esto permite, por ejemplo, que quienes reciben ingresos de salarios y de capital puedan elegir desde que fuente declaran sus ingresos, dado que resulta muy difícil fiscalizar flujos de ingresos y consumos cuando los niveles de los mismos son muy altos. La mayor parte de los ingresos del capital se deben a aumentos del valor de los activos y muchos ingresos se declaran como retenidos en las corporaciones de las que las personas más ricas son propietarias. Esto se resolvería con un impuesto progresivo y comprensivo de todos los ingresos, sin excepciones ni tratos especiales, con adecuados mínimos exentos que favorezcan a las personas de más bajos ingresos y con tasas progresivas.

Este tributo debería complementarse con un impuesto progresivo a la riqueza también unificada para cada persona. Son múltiples los trabajos que registran que la desigualdad en la distribución de la riqueza es mayor que la desigualdad en la distribución de los ingresos. Las tendencias a concentrar recursos en los «súper ricos» están documentadas y se señala como una amenaza para el funcionamiento de las democracias. Además, existen evidencias para dudar de la legalidad del modo en que se obtienen y acrecientan muchas de las grandes fortunas, como lo demuestran los fondos ocultos en paraísos fiscales. Por los mismos argumentos previos, el impuesto a la riqueza debería ser progresivo y comprensivo de todas sus formas, para evitar la manipulación según el tipo de activo y pasivo.

Los dos tributos señalados previamente deberían conjugarse con un impuesto a la herencia, legados y donaciones. Es aquí donde la cuestión del mérito y de «igualdad de oportunidades» consagrada constitucionalmente se expone más claramente. Nadie tiene culpa ni hizo ningún mérito para nacer en un determinado lugar y en una determinada familia. La herencia explica hoy gran parte de la desigualdad distributiva inter e intrageneracional y es el elemento decisivo para entender las diferentes oportunidades que tienen las personas para desarrollar sus vidas. Quienes heredan no solo tienen mayor bienestar desde el inicio de sus vidas, sin haber hecho ningún mérito para ello, sino que también gozan de mejores oportunidades para estudiar, conseguir empleo, establecer relaciones sociales, etc. Lo contrario sucede para quienes han tenido la mala suerte de nacer en contextos de carencias de recursos.

Este punto ha sido reconocido incluso por muchos filósofos y economistas que no pueden tildarse de socializantes. Por ejemplo, John Stuart Mill señaló tempranamente que el impuesto a la herencia es el más justo, mientras que al acceder a la presidencia de la American Economic Association en 1919, Irving Fischer indicó como el mayor peligro para la democracia estadounidense la creciente concentración de la riqueza, abogando por la necesidad de un impuesto progresivo a la herencia y a los ingresos al capital.

Hasta la década de 1960 se hizo muy común la aplicación del impuesto a la herencia en los países más desarrollados, pero en las últimas décadas esta tendencia se revirtió. Hoy la herencia es una de las explicaciones centrales de las tendencias abrumadoras a la concentración de la riqueza en todo el mundo.

Algunos datos ilustran lo señalado. Mientras que en la década de 1960 la riqueza heredada con respecto al total de la riqueza nacional representaba el 35% en Francia y el 20% en Alemania, actualmente supera el 59% en ambos países. Se estima que la mitad de la población en Estados Unidos y Francia no recibe ninguna herencia y que los hijos e hijas del 50% más pobre en Francia reciben menos del 5% del total de la herencia transferida, mientras que el 10% más rico recibe entre el 50% y el 80%. En América latina no hay datos claros, pero es lógico suponer que, dada la distribución más regresiva de la riqueza y los ingresos en la región, la situación es más regresiva.

Pese a estas evidencias, el impuesto a la herencia es resistido por gran parte de las personas con el argumento de que representa un mecanismo de «movilidad social familiar»: las personas se ven estimuladas a trabajar y acumular riqueza para transferirla y mejorar las oportunidades de vida de sus descendientes. Este argumento es válido y seguramente explica comportamientos positivos de muchos grupos laborales que han logrado mejorar las oportunidades de vida de sus descendientes.

Esto, sin embargo, se resuelve fijando un piso de herencia no gravable y con medidas como la eximición de una cantidad de propiedades cuya función es ser casa de habitación familiar o la preservación del capital de empresas familiares. Pero esto no justifica la ausencia de un gravamen progresivo para quienes están en la cúpula de la distribución de riquezas. El impuesto a las herencias, legados y donaciones debería gravar todas las transferencias de este tipo realizadas a lo largo de la vida de una persona para evitar elusiones mediante fraccionamiento.

Los impuestos progresivos señalados no sólo tienen propósitos de aumentar los recursos fiscales de forma eficiente y justa, sino también permiten una mejor fiscalización conjunta, porque la información de cada uno sirve para cotejar con los otros. Esta estrategia sería mucho más potente si se coordinara internacionalmente, por lo que sería positivo que se abordara como tema central en las agendas de las diferentes y muchas veces inoperantes instancias de coordinación de políticas de los países latinoamericanos.

Pero para terminar de ser socialmente aceptables los fondos recaudados deberían asignarse de forma coherente y transparente. Para ello, se sugieren dos políticas: un ingreso universal básico y una herencia universal básica para todas las personas a partir de una determinada edad. Como referencia, en Francia se estima que, si se quiere que el 50% de los niños más pobres reciban entre 20/30% del total de la herencia anual transferida en el país, el costo sería cercano a 5% del PBI.

De este modo se podría hacer realidad los discursos vacíos de contenido que reclaman igualdad de oportunidades y movilidad social en sociedades muy desiguales. Ninguno de estos objetivos se logra con la batería de planes asistenciales condicionados y de empleo forzoso que hoy abundan en la región Mucho menos con los actuales sistemas tributarios regresivos y de baja recaudación. Ya hay suficiente evidencia para probar que la actual combinación de políticas fiscales congela la división social, favorece el control social sobre la vida de las personas y premia a quienes más tienen (muchas veces sin mayores esfuerzos).

En contraste, una reforma fiscal sostenida en los pilares señalados previamente generaría incentivos positivos para mejorar la educación, la salud y el bienestar general de todas las personas. Y permitiría recuperar cierta confianza y legitimidad en una democracia desgastada y cooptada por elites sectoriales cuyos privilegios son hereditarios.

Keynes y la izquierda

Por Michael Roberts

Las teorías de John Maynard Keynes proporcionan el marco intelectual sólido para los puntos de vista que los sindicalistas siempre han sostenido instintivamente y considerado correctos» (TUC, 1968, p. 85)

Las ideas y teorías de John Maynard Keynes todavía dominan las opiniones económicas y las propuestas políticas de los líderes del movimiento obrero en las principales economías capitalistas. Keynes es percibido como una «tercera via» entre la economía pro-capitalista del «mercado libre» mayoritaria en las universidades (y entre los asesores estratégicos gubernamentales) y lo contrario de la economía marxista, peligrosamente revolucionaria. Keynes argumentó que, con una serie juiciosa de medidas políticas, se puede hacer que el capitalismo funcione mejor y se puede gestionar para que satisfaga las necesidades de muchos, sin cuestionar la estructura social de la sociedad.

En mi blog y en otros lugares, he desarrollado una crítica amplia y detallada de la economía keynesiana. Pero baste con decir ahora que la teoría economica del libre mercado afirma que la prosperidad se logrará siempre que los capitalistas estén libres de cualquier regulación (ambiental, seguridad, salud, etc.) y de demasiados impuestos, y si los mercados se mantienen «competitivos» y libres de monopolios, particularmente el «mercado laboral», es decir, libre de sindicatos. De esa manera, los capitalistas pueden competir libremente para maximizar sus ganancias y, al hacerlo, invertirán en nuevas tecnologías para aumentar la productividad del trabajo y emplear a más trabajadores, cuyos salarios aumentarán. Todo el mundo gana.

Los keynesianos contra-argumentan que el capitalismo de libre mercado («economía de laisser-faire», lo llamó Keynes) no funciona porque la economía de mercado tiene una serie de defectos que generan una falta crónica de «demanda efectiva». Mantener bajos los salarios para aumentar las ganancias significa que los capitalistas no pueden vender toda su producción y se ven obligados periódicamente a despedir trabajadores y se produce el desempleo. Es necesario que los gobiernos intervengan y aumenten los niveles salariales y/o aumenten el gasto público para llenar el déficit de la demanda agregada. Así se creará suficiente demanda para que los capitalistas vendan sus bienes y obtengan ganancias. Por lo tanto, una gestión macro juiciosa de la economía de mercado puede beneficiar a todos.

La posición marxista es que no se trata de la falta de demanda o los bajos salarios o la desigualdad en la distribución de los ingresos, sino que es un problema del propio sistema de ganancias en la producción. La contradicción del capitalismo es que, a pesar de los esfuerzos de los capitalistas, la rentabilidad media cae con el tiempo. Esto causa crisis de producción recurrentes y regulares que no pueden resolverse con los «mercados libres» o la gestión macroeconómica keynesiana.

Esta posición marxista tiene poco tirón entre los economistas y dirigentes del movimiento obrero. La influencia dominante del pensamiento keynesiano entre la «izquierda» y en el movimiento obrero se expresó muy claramente en el Reino Unido la semana pasada en un informe del Confederación Sindical británica (TUC) sobre el estado de la economía del Reino Unido y qué hacer al respecto.

El informe fue escrito y presentado por Geoff Tily, un destacado economista del TUC. Tily es un viejo y entusiasta seguidor de Keynes, cuya obra considera radical y pertinente para resolver los problemas del capitalismo del siglo XXI. Su libro «Keynes Betrayed» (Keynes traicionado) es considerado como uno de los más destacados a la hora de argumentar que Keynes fue un reformador radical de la teoría económica y las economías de mercado.

El informe del TUC ofrece un relato poderoso (con hechos y cifras) del impactante fracaso del capital británico. Se considera que la economía británica no es solo actualmente «el enfermo de Europa», sino también del G7 y, de hecho, de las 30 principales economías del mundo, al menos según el FMI, que prevé que será la única economía importante en entrar en crisis este año.

El informe del TUC describe la economía del Reino Unido sumida en un «bucle fatal», un término utilizado por la actual portavoz laborista de economía, Rachel Reeves: «Este gobierno ha empujado nuestra economía a un bucle fatal, donde el bajo crecimiento conduce a impuestos más altos, menores inversiones, salarios reducidos y el declive de los servicios públicos. Todo lo cual volvió a afectar el crecimiento»  (Rachel Reeves, respuesta a la Declaración de Otoño, 17 de noviembre de 2022). Según el argumento del «bucle fatal», la vasta erosión de alrededor de un tercio de la economía del Reino Unido y la caida del nivel de vida de los trabajadores es consecuencia de las políticas de «austeridad» fiscal vigentes desde 2010. El informe del TUC cita al ex-marxista (ahora keynesiano) Paul Mason, quien explica así el bucle: «la oferta es deficiente, pero la causa inmediata de esta deficiencia es la demanda agregada. Esto significa que los responsables políticos en 2022 y en 2023 están intensificando la política de contracción ante la demanda agregada deficiente«.

Por lo tanto, el fracaso del capital británico se debe a las políticas de austeridad desde 2010 de reducción del gasto público que han creado una falta de demanda. Lo que le ocurrió al capital británico antes de 2010 se ignora. La respuesta política es revertir la austeridad, aumentar el gasto público y los salarios y la demanda agregada aumentará a través de lo que se llama el multiplicador keynesiano y así se restaurará el crecimiento económico. «Identificados estos mecanismos, se puede restaurar la prosperidad perdida».

El informe del TUC critica a aquellos en la izquierda que creen que la crisis actual se debe a la falta de oferta. En cambio, «lo que está mal es que la capacidad y los recursos existentes se están infrautilizando y no solo que necesitemos invertir para obtener más capacidad». El informe del TUC cita un artículo de James Meadway, quien argumenta que «el núcleo de una estrategia de izquierda hoy, incluido su programa para el medio ambiente, es la redistribución». (Meadway). Puede que no sea lo que quiere decir Meadway, pero el informe del TUC lo interpreta en el sentido de que no es necesario reemplazar el modo de producción capitalista, sino simplemente hacer que la redistribución de los ingresos y la riqueza sea más justa y la economía saltará hacia adelante.

El editorial del periódico Guardian describió, en su panegírico, que el informe del TUC «se basa en gran medida en la literatura de la ‘Nueva macroeconomía’, que a su vez recuerda las contribuciones históricas de J. A. Hobson (1858-1940) y J. M. Keynes (1883-1946). Estos enfatizaron la relación entre un rendimiento demasiado alto de la riqueza y un retorno demasiado bajo al trabajo, y las teorías de la sobreproducción y el subconsumo. En lugar de una oferta deficiente, el problema subyacente de la economía mundial es la oferta excesiva en el contexto de una demanda deficiente». En serio, ¡una oferta excesiva!

Como dice el informe del TUC, el problema es que el «desequilibrio excesivo en contra de la riqueza del trabajo distorsiona la actividad económica a través de una dislocación entre la producción agregada y el poder adquisitivo agregado. Por un lado, los salarios demasiado bajos sitúan los bienes y servicios fuera del alcance de los trabajadores. Por otro, los enormes recursos de los ricos no compensan porque están relativamente menos interesados en bienes y servicios… Por lo tanto, el consumo se queda corto y el resultado es la sobreproducción».

Por lo tanto, Tily nos presenta una teoría de crisis sin adornos basada en el subconsumo. Como él dice, la lógica de su argumento «conduce a la conclusión vital de que el subconsumo y la sobreproducción son concepciones relativas: la producción es solo excesiva en relación con el poder adquisitivo y la remuneración deficientes. Por lo tanto, se deduce que un mejor equilibrio entre el trabajo y el capital permitirá una mayor producción en un sentido absoluto. El análisis siempre ha apelado a la izquierda, sobre todo cuando inspiró el Manifiesto Laborista de 1945: la sobreproducción no es la causa de la depresión y el desempleo; el responsable es el subconsumo (mi énfasis)».

Esta simplista teoría subconsumista de las crisis fue refutada por Marx hace 160 años y se ha demostrado errónea empíricamente a lo largo del tiempo. Ni siquiera es estrictamente la teoría de Keynes. Pero aparentemente es la base del análisis actual del TUC. ¿Cuál es la causa de este subconsumo crónico? Según Tily, es que la inversión no puede ampliar la capacidad de producción si las tasas de interés, el coste de los préstamos, son demasiado altas. Keynes habría demostrado que son las altas tasas de interés establecidas por el capital financiero las que debilitan el capital productivo, no la rentabilidad subyacente del capital productivo. Como dice Tily: «El punto focal de su análisis y gran parte de su trabajo práctico fue asegurar una reducción permanente de la tasa de interés a largo plazo». De hecho, poniendo fin a la dominación del capital financiero por completo, «la eutanasia del rentista», como lo llamó Keynes.

No está claro cómo se iba a lograr esto, dado el papel en expansión del capital financiero en las economías modernas. La reforma del sector financiero a través de la «regulación» es aparentemente la medida política. ¡Buena suerte con eso! El TUC y Tily nunca abogan por la propiedad pública de los grandes bancos y el cierre de los fondos de inversión especulativos y los bancos de inversión. Tales políticas son tabú.

Además, ¿cómo explicamos por qué las muy bajas tasas de interés que Gran Bretaña ha disfrutado en los últimos 20 años no han llevado a una inversión y un crecimiento más rápidos en el sector productivo? La respuesta de Tily es que «se debe hacer una distinción entre las políticas de bajas tasas de interés de Keynes y la forma adoptada por la política monetaria en la última década. Keynes buscó tasas de interés bajas sobre todo para fortalecer la inversión en capital fijo, y previó medidas a nivel nacional en un contexto de control de capitales en la esfera internacional. Las políticas de bajas tasas de interés hoy en día se aplican en el contexto de un régimen global totalmente desregulado. En lugar de fomentar la producción nacional, se han reciclado tasas bajas para obtener beneficios altos en destinos más especulativos».

Tal vez sí, pero eso todavía plantea la pregunta: ¿por qué esta vez los bancos y las grandes empresas han invertido el crédito barato en especulación financiera y no en inversión productiva (como, según Tily, ocurrió en la Edad de Oro)? La razón seguramente es que ahora es más rentable hacer lo primero que hacer lo segundo. En la Edad de Oro después de la Segunda Guerra Mundial, la rentabilidad era alta en los sectores productivos y el sector financiero no era dominante. Es la caída de la rentabilidad lo que ha llevado al giro hacia la especulación financiera.

Curiosamente, Tily se aparta ligeramente de su punto de vista de que es la teoría de Keynes sobre las tasas de interés en lugar de la rentabilidad lo que proporciona la explicación de las crisis, cuando admite que «teóricamente, la idea (del lado de la oferta) de una tasa de ganancia decreciente todavía puede ser persuasiva y considerarse que ha sido reivindicada por los resultados de la productividad en un largo horizonte».

Y Tily acaba admitiendo que Keynes no era un reformador radical, como afirma, y que se oponía firmemente a la teoría economica marxista. «Keynes hizo publicamente comentarios estúpidos, por ejemplo en su (1925) ‘Una breve visión de Rusia’: «¿Cómo puedo adoptar un credo que, prefiriendo el barro al pez, exalta al grosero proletariado por encima de los burgueses e intelectuales que, a pesar de sus defectos, son la sal de la vida y seguramente llevan las semillas de todo progreso humano? (CW IX, p. 258) De hecho, Keynes se negó a apoyar al Partido Laborista en la década de 1930, prefiriendo a los liberales porque el Partido Laborista era «un partido de clase y esa clase no es mi clase. La guerra de clases me encontrará del lado de la burguesía educada».

En cuanto al apoyo a los aumentos salariales para resolver las crisis, Keynes no estaba tan interesado en aumentar los salarios como en buscar una solución a las crisis. «En general, un aumento en el empleo solo puede ocurrir con el acompañamiento de una disminución en la tasa de salarios reales. Por lo tanto, no estoy poniendo en duda este hecho vital que los economistas clásicos han afirmado (con la derecha) como incuestionable». De hecho, Keynes en sus últimos años hizo hincapié cada vez más en la corrección de la «teoría economica del libre mercado, lo que llamó «economía clásica«. «No creo que el tratamiento (neo) clásico funcione por sí solo o que podamos confiar en el. Necesitamos curas más rápidas y menos dolorosas. Pero a largo plazo, estas medidas funcionarán mejor y las necesitaremos menos, si el tratamiento clásico también es utilizado. Y si rechazamos el tratamiento de nuestros sistemas por completo, podemos ir de una medida a otra y nunca volver a estar en forma». Keynes 1940.

Esto es lo que dijo Keynes en sus últimos años: «Si nuestros controles centrales logran establecer un volumen agregado de producción tan cerca como sea posible del pleno empleo, la teoría clásica volverá a tener su razón a partir de este punto». Por lo tanto, una vez que se logra el pleno empleo, podemos prescindir de la planificación y la «inversión socializada» y volver a los mercados libres y a la economía y las política neoclásicas ortodoxas: «el resultado de llenar las lagunas en la teoría clásica no es eliminar el ‘Sistema manchesteriano (los mercados libres’ – MR), sino indicar la naturaleza del medio que requiere el libre despliegue de las fuerzas económicas para alcanzar la plena potencialidad de la producción».

Cuando el liberal Friedrich Hayek publicó su libro, The Road to Serfdom (El camino de la servidumbre), que predicaba que el control estatal pondría fin a la «democracia» y a la libertad de la economía de mercado, Keynes escribió a Hayek: «moral y filosóficamente me encuentro de acuerdo con prácticamente todo; y no solo de acuerdo con ello, sino  profundamente conmovido por él».

Como concluyó: «En su mayor parte, creo que el capitalismo, gestionado sabiamente, probablemente puede ser más eficiente para lograr fines económicos que cualquier sistema alternativo a la vista, pero que en sí mismo es en muchos sentidos extremadamente objetable. Nuestro problema es pensar una organización social que sea lo más eficiente posible sin ofender nuestras nociones de lo que debe ser una forma de vida satisfactoria«. El motivo de las ganancias debe permanecer: «La pérdida de beneficios puede deberse a todo tipo de causas, pero a menos que se instaure el comunismo no hay posibilidad de curar el desempleo, excepto restaurando a los empleadores una tasa de beneficio adecuada». Keynes argumentó que «la prosperidad económica depende… de una atmósfera política y social que sea favorable al empresario medio». Estos no son los comentarios de un reformador radical.

Tily y el grupo de economistas keynesianos que hablaron en la presentación del informe del TUC siempre se refieren a los días dorados de la década de 1960, cuando supuestamente las políticas keynesianas funcionaban y se estaba logrando una economía próspera a través de la gestión de la economía. Pero esto es un mito. En la década de 1970 hubo un aumento del desempleo y la inflación, junto con la caída de la rentabilidad del capital. ¿Cómo fue posible si las políticas keynesiana tenían tanto éxito?

A diferencia de Keynes, Marx penso que la clave para entender el modo de producción capitalista estaba en la naturaleza de la producción para vender mercancias en un mercado con fines de lucro. El beneficio era la clave. Pero los capitalistas tienen que usar parte de ese beneficio para pagar intereses sobre los préstamos o el alquiler de propiedades y, si estos «rentistas» (banqueros y propietarios inmobiliarios) apretaran demasiado al capitalista titular de beneficios, podrían causar sin duda una crisis de la inversión. Pero incluso si las tasas de interés son bajas o cero e incluso si los alquileres son bajos o cero, seguiría habiendo crisis, caídas y depresiones. ¿Por qué? Porque el alquiler, los intereses y las ganancias provienen del valor excedente,de la plusvalia, no al revés.

Keynes y Tily dicen que la crisis se produce como consecuencia de una falta de «demanda efectiva», es decir, una caída irrresponsable de la inversión y el consumo, y esto hace que las ganancias y los salarios disminuyan. Marx dice: empecemos por las ganancias. Si las ganancias caen, los capitalistas dejarían de invertir, despedirían a los trabajadores y los salarios bajarían y el consumo bajaría. Entonces habría una falta de demanda efectiva, como a los keynesianos les gusta decir, pero esto no se debe a una caída de los «espíritus animales», o de la «confianza» (a menudo escuchamos esa frase de los economistas, «falta de confianza»), o incluso debido a las tasas de interés «demasiado altas», sino porque los beneficios han caido. El problema radica en la naturaleza de la producción capitalista, no solo en el sector financiero.

Las políticas diseñadas para reducir las tasas de interés, o incluso para incrementar en parte el gasto del gobierno, a saber, las políticas keynesianas, no evitarían estas caídas ni siquiera pondrían en marcha la recuperación. De hecho, un mayor gasto en beneficios sociales y de desempleo podría aumentar los impuestos y los préstamos adicionales podrían aumentar las tasas de interés. Y más inversión gubernamental que reemplace o limite la inversión del sector privado podría ser perjudicial para la rentabilidad del capital. Así que las políticas keynesiana podrían incluso retrasar la recuperación económica.

De hecho, las políticas de austeridad de la mayoría de los gobiernos no son tan irracionales como piensan los keynesianos. Las políticas de austeridad son perfectamente racionales: se derivan de la necesidad de reducir los costes, en particular los costes salariales, pero también los costes de impuestos e intereses, y la necesidad de debilitar al movimiento sindical para que se puedan aumentar los beneficios. Es una política perfectamente racional desde el punto de vista del capital, y esa es la razón por la que las políticas keynesianas no se aplicaron en ninguna de sus formas en la década de 1930.

El análisis de Marx muestra que el sistema capitalista no solo sufre un «mal funcionamiento técnico» en su sector financiero (debido a las altas tasas de interés), sino que tiene contradicciones inherentes en el sector de la producción, a saber, la barrera al crecimiento causada por el propio capital. Lo que se deriva de esto es que el sistema capitalista no puede ser reformado o corregido para lograr un crecimiento económico sostenido sin auges y depresiones, debe ser reemplazado. Ese es el objetivo político real de la izquierda.

 

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El capitalismo hoy (y antes también), según Nancy Fraser

Por Fernando Lizárraga

El presente artículo, que Fernando Lizárraga tuvo la generosidad de hacernos llegar en condición de inédito para que lo publiquemos en nuestra sección bibliográfica/bibliófila Parley (gesto que valoramos y agradecemos), es una «reseña» del libro de Nancy Fraser Cannibal Capitalism. How Our System Is Devouring Democracy, Care, the Planet –and What We Can Do about It (Verso, Londres y Nueva York, 2022, 190 págs.). ¿Por qué el entrecomillado? Porque, como bien nos señalara el propio autor, “más que reseña es un resumen”. Reseña o resumen, lo cierto es que el texto de Lizárraga cumple con creces su propósito: ofrecerle al público de lengua castellana –a través de citas, paráfrasis y glosas hilvanadas de modo muy didáctico y sagaz– una visión panorámica de la última obra escrita por la pensadora marxista norteamericana, cuando aún no ha sido traducida del inglés a nuestro idioma.

El capitalismo es un sistema social caníbal. Devora ritualmente sus propias fuentes de sustento, se alimenta de seres y recursos que están en su periferia (como un agujero negro canibaliza a otros cuerpos celestes) y se come a sí mismo como el Uróboro. Con estas imágenes, Nancy Fraser inicia su nuevo libro: Capitalismo caníbal. Cómo nuestro sistema está devorando la democracia, el cuidado y el planeta –y qué podemos hacer al respecto. A lo largo de seis capítulos, Fraser ofrece una renovada visión panorámica del capitalismo, sobre coordenadas estructurales e históricas. Se trata de una mirada muy amplia y general –pero no caprichosa–, la cual es, vale decirlo, muy bienvenida. Sucede que el culto a lo micro (síntoma y peste de la posmodernidad) hace que se mire con sospecha cualquier intento de gran relato. Y Fraser se atreve a brindar precisamente eso: un gran relato con una nueva gran concepción, tanto del capitalismo (capítulos 2-5) como de un nuevo socialismo (capítulo 6). Suficiente entonces para quienes protesten que Fraser no repara en tal o cual detalle, en tal o cual dato, en tal o cual sutileza, en tal o cual frase tachada en una carta perdida que Marx le envió a su yerno. Y basta ya, también, de cosas como: “Representaciones de la lucha de clases en contexto de pandemia en el barrio que está al otro lado de la vía en la localidad de Sauce Quemado, entre el 1 y el 5 de diciembre de 2020. Una aproximación exploratoria, tentativa y preliminar”. Lo que sigue es, más bien, un apretado resumen del libro y no una reseña crítica en sentido estricto (quiero evitarme, también, la insufrible crítica de la crítica crítica).

Al concebir al capitalismo como un sistema omnívoro (capítulo 1), Fraser afirma que hace falta ampliar la concepción tradicional, predominantemente marxista, del capitalismo. Dirigiéndose a los “ancianos” (elders) del marxismo, les reprocha no haber incorporado suficientemente los reclamos raciales, ecológicos, feministas, poscoloniales, etcétera, por lo cual no pudieron captar la dimensión cabal de la crisis de nuestra época. Es la conocida acusación al economicismo que se concentra demasiado en el punto de la producción. Al mirar aquello que está detrás de Marx, Fraser observa que el capitalismo no es un sistema económico sino mucho más: un “orden social institucionalizado”. En la teoría marxista ortodoxa, dice Fraser, el capitalismo se define por la propiedad privada de los medios de producción, la existencia de un mercado laboral “libre” en un doble sentido (no esclavizado y sin medios de producción propios), la auto-expansión del valor y el predominio del mecanismo de mercado. Todo esto es lo que Marx se jactaba de haber revelado tras penetrar en la “oculta sede de la producción, en cuyo dintel se lee: ‘Prohibida la entrada salvo por negocios’”. Fraser quiere ir más allá de esa sede oculta, curiosear en lo que hay detrás y revelar que allí están las “condiciones de trasfondo” sobre las que se erigen los elementos centrales del capitalismo.

Para empezar, hay que determinar de dónde viene el capital; y aquí, siguiendo a David Harvey, Fraser afirma que la acumulación primitiva es un proceso que aún continúa. Así, marca un contraste clave entre la explotación y la expropiación; la primera es el relato visible, la segunda es la historia invisible. Hay aquí un primer cambio epistémico. El secreto dentro del secreto es que “detrás de la coerción sublimada del trabajo asalariado, reside la violencia del robo directo” (p. 8). Marx describió el proceso de expropiación, pero no lo teorizó suficientemente como condición permanente de la explotación. Para Fraser, este es el punto nodal: oculto tras lo oculto está la continua expropiación, como precondición de la explotación. La explotación, que se hace bajo la apariencia del contrato, es posible gracias a la confiscación que opera sobre otros. Escribe Fraser: “[l]os trabajadores doblemente libres transforman las saqueadas ‘materias primas’ con máquinas que son impulsadas por fuentes de energía confiscadas. Sus salarios se mantienen bajos gracias a la disponibilidad de alimento producido por trabajadores rurales endeudados, en tierras que han sido robadas, y de bienes de consumo producidos en los sweatshops por ‘otros’ no-libres y dependientes, cuyos costos de reproducción no están totalmente recompensados. La expropiación, entonces, subyace a la explotación y la vuelve rentable. Lejos de estar confinada a los inicios del sistema, es un elemento intrínseco de la sociedad capitalista, tan constitutivo y estructuralmente afincado como la explotación” (p. 15).

Esta diferenciación entre las dos «equis» (explotación y expropiación), insiste Fraser, supone una diferenciación clave en la composición de la estructura y la dinámica de clases. Por un lado, están los trabajadores explotables y, por otro, los expropiables. Los primeros gozan de derechos ciudadanos, cierta protección estatal y disponen de su fuerza de trabajo; los “otros” expropiables, en cambio, no tienen defensa y pueden ser violentados sin miramientos. Aunque son todos integrantes de las clases productoras, existen “dos categorías de persona”: los que simplemente pueden ser explotados y otros que están destinados a la expropiación. Esta, dice Fraser, es otra línea de fractura institucionalizada en el capitalismo actual, “estructuralmente enclavada como aquellas [que existen] entre producción y reproducción, sociedad y naturaleza, y cuerpo político y economía” (p. 16). Más aún, para la autora, la dupla ex–ex corresponde casi exactamente a la “línea de color global”, en cuyo Sur conceptual están las poblaciones racializadas, quienes sufren las mayores opresiones, desposesiones, genocidios y otras injusticias estructurales del imperialismo (además de sobrellevar el peso mayor de la huella ecológica del sistema).

El segundo desplazamiento epistémico va desde la producción social a la reproducción social. Esta última es, nuevamente, condición de trasfondo de la primera: incluye esencialmente el trabajo reproductivo, la interacción que produce personas y lazos sociales, y las tareas de cuidado en general. Esta oculta sede detrás de la oculta sede es precondición del capitalismo; se despliega fuera del mercado laboral, pero es necesaria para su existencia. La reproducción social, en suma, es indispensable para la producción de mercancías. Esta división está profundamente engenerizada en perjuicio de las mujeres y no es una constante histórica, sino resultado de la propia dinámica del sistema. El capitalismo caníbal, alega Fraser, no hace otra cosa que devorar las propias fuentes de la reproducción social, sin reposición, cancelando así sus propias condiciones de reproducción.

La misma lógica se aplica, en tercer lugar, a la relación con la naturaleza, la cual es canibalizada como precondición para la dinámica de producción capitalista. La naturaleza –que Fraser define en tres acepciones en el capítulo 4– es concebida como una fuente inagotable de recursos “gratuitos”, capaz de renovarse permanentemente. Marx oportunamente habló de la fractura metabólica, recuerda Fraser –quien sigue la obra ecosocialista de John Bellamy Foster y Michael Löwy, entre otros– y denunció la ineficacia y la depredación en las prácticas agrícolas. Pero la ruptura se ha hecho más aguda y los cercamientos no cesaron, puesto que el capitalismo sigue adueñándose y transformando la naturaleza, ya no con muros sino con patentes de propiedad intelectual. La crisis ecológica que este derrotero ha generado es evidente y atraviesa los diversos regímenes de acumulación capitalista en el tiempo. Por último, en el ámbito político, el capitalismo caníbal también se engulle las normas e instituciones que ha creado para su propia reproducción. La división entre el poder económico y el poder político es cada vez mayor, no solo a nivel doméstico sino –y sobre todo– a nivel internacional, de modo que la gobernanza global en manos de las grandes corporaciones mina las propias condiciones de reproducción del capital. Y esto ilumina, enfatiza Fraser, el hecho de que el ámbito político también es una de las condiciones de trasfondo sobre las que se erige la posibilidad del capitalismo.

Para Fraser, todas estas condiciones de trasfondo son “no-económicas” y es preciso situarlas en el centro de una concepción socialista, a la par de la explotación; en otras palabras, hay que resituar la narrativa marxiana sobre la explotación junto a estas cuatro narrativas de trasfondo (expropiación, reproducción social, ecología y poder político), con lo cual también pueden articularse de un modo más claro las teorías (y luchas) emancipatorias feministas, ecológicas, antiimperialistas y antirracistas. El punto, dice Fraser, consiste en comprender que el capitalismo no es simplemente un sistema económico, sino un tipo de sociedad; en rigor, la dimensión económica y mercantilizada es sólo una parte, ya que la sociedad como totalidad “depende para su existencia de zonas de no-mercantilización, que el capital canibaliza sistemáticamente” (p. 18). En suma, el capitalismo es un “orden social institucionalizado” definido por un conjunto de separaciones interrelacionadas (explotación-expropiación; producción-reproducción; economía-política; mundo humano-naturaleza).

En función de estos dominios, cada cual con su propia normatividad, también cambian la dinámica y la forma de la conflictividad. A través de su historia, en el capitalismo se han librado siempre “luchas de frontera” (boundary struggles), es decir, en torno a las delimitaciones de los dominios mencionados. Pero estas zonas no-económicas, afirma Fraser, no tienen un mero rol funcionalista, en el sentido de posibilitar la expansión constante del dominio económico y su forma específica de lucha de clases entre el capital y el trabajo; son dominios interrelacionados y que a la vez tienen sus propias ontologías de práctica social e ideas normativas. Y estas normatividades complejas, que son propias del capitalismo, constituyen zonas de disputa y no siempre con ideas anticapitalistas, advierte Fraser, ya que no son exteriores al sistema (22-23). El capitalismo como sociedad tiene una tendencia constitutiva a la propia desestabilización, esto es, a la crisis permanente y a comerse la cola, como el Uróboro.

Tenemos entonces, según Fraser, cuatro contradicciones en el capitalismo: la ecológica, la social, la política y la racial/imperial, cada una como origen de algún tipo especial de crisis, cada una vinculada inextricablemente una contradicción estructural entre la economía y las condiciones de posibilidad del sistema. Nuevamente, recalca Fraser, el sitio del conflicto es la frontera entre los distintos dominios, esto es, entre producción y reproducción, economía y política, humanidad y naturaleza, explotación y expropiación. Las luchas de frontera se dan, a diferencia de la clásica lucha de clases, sobre el punto de separación de las zonas no-económicas respecto de la economía. La lucha anticapitalista, enfatiza Fraser, “es mucho más amplia de lo que los marxistas han supuesto habitualmente” (p. 25).

Tras esta presentación general, Fraser analiza con mayor detalle cada una de las formas de canibalización, desde un eje estructural y un eje histórico, y a partir de una periodización del capitalismo que distingue cuatro etapas, a saber: capitalismo mercantil, capitalismo liberal-colonial, capitalismo administrado por el Estado, y capitalismo neoliberal globalizado o financiero. Como veremos, cada una de las contradicciones de trasfondo adquiere una forma específica en cada fase del capitalismo.

En el capítulo 2, Fraser define al capitalismo como un glotón que se regodea en el castigo sobre los pueblos racializados y, por ello, afirma que es un sistema estructuralmente racista. Fraser no ignora la gran tradición de marxismo negro, desde W. E. B. Du Bois hasta Angela Davis o Cornel West, pero el terreno parece dominado por la ya prolongada moda postestructuralista. Frente a la pregunta de si el capitalismo es necesariamente racista, la repuesta de Fraser es que existen bases estructurales para que así sea y que esto también ha variado a lo largo de la historia. La base estructural es la combinación de explotación y expropiación. El marxismo clásico vio con claridad el mecanismo estructural de la explotación y de la dominación, pero no hizo lo mismo con la opresión racial y su combinación con los anteriores, alega Fraser. Para la autora, Marx no le dio suficiente importancia al rol del trabajo no asalariado, no-libre, y dependiente, como tampoco a las configuraciones políticas que concedían ciudadanía y derechos a los asalariados, pero no hacía lo propio con otros agentes a los que les asignaba menor jerarquía. El trabajo dependiente y la sujeción política, entonces, definen la situación de expropiación. Y esta última está inextricablemente unida al racismo.

La expropiación, como confiscación de capacidades y recursos –especialmente en la periferia, pero también en las periferias internas de los núcleos capitalistas–, puede abarcar muchos activos: trabajo, tierra, energía, seres humanos con sus órganos y capacidades reproductivas, etcétera. La lógica de la expropiación es que baja los costos y aumenta las ganancias de la explotación, al obtener recursos baratos y brindar medios de subsistencia a bajo costo. Al confiscar a los sujetos dependientes puede explotar mejor a los trabajadores doblemente libres. “Detrás de Mánchester está Mississippi”, sentencia Fraser. En este punto, la política y la economía se entrecruzan para delimitar la línea de color, ya que son los estados mismos los que confieren ciertos derechos a los trabajadores libres y los niegan a los sujetos dependientes de las periferias. El sistema internacional de estados, obviamente, hace su trabajo. Y así, el núcleo en la geografía imperialista está ocupado por los trabajadores mayoritariamente blancos mientras que la periferia es el mundo racializado de no-ciudadanos, de sujetos dependientes. Fraser señala que esta situación también refleja dinámicas de lucha diferentes, ya que en el núcleo los antiguos campesinos y artesanos “se convirtieron en ciudadanos-trabajadores explotables a través de procesos históricos de compromiso de clase, que canalizaron sus luchas por la emancipación hacia sendas convergentes con los intereses del capital” (pp. 38-39). Los expropiados, en cambio, no llegaron a tal compromiso y fueron aplastados sin compasión. Esta separación contribuyó a que “la marca de la ‘raza’ [se convirtiera en un] signo de violabilidad” (p. 40).

En este tramo del capítulo 2, Fraser comienza a situar las contradicciones de trasfondo (explotación-expropiación, en este caso) dentro de los cuatro regímenes históricos de acumulación. En tiempos del capitalismo mercantil –entre los siglos XVI y XVIII–, explica la autora, se produce la expropiación que corresponde a lo que Marx llamó acumulación primitiva, esto es, la expropiación violenta de “cuerpos, trabajo, tierra y riqueza mineral” tanto en Europa como en América y África. En esta etapa, casi todos los trabajadores son dependientes; aún no ha surgido masivamente el trabajador doblemente libre. En la era de capitalismo liberal-colonial, las dos «equis» (expropiación y explotación) se vuelven más distinguibles, con la gran industria, la consolidación del proletariado industrial en el núcleo y la profundización de la opresión, expropiación y racialización de la periferia. El mundo queda claramente dividido entre los sujetos dependientes racializados de la periferia y el trabajador “blanco” explotable del núcleo. En la era del capitalismo administrado por el Estado, la combinación de las dos «equis» se torna más profunda, especialmente con el sistema de pago diferencial a favor de los blancos, es decir, con una escala salarial dual. En el núcleo, emerge el grupo que es simplemente explotado, ya que no es expropiado (excepto quizá en parte de las tareas de cuidado), mientras que la población racializada sigue siendo expropiada y explotada. En la periferia, los estados poscoloniales mantienen –con algunas excepciones– los procesos de expropiación pura. Lo novedoso, dice Fraser, es el surgimiento de casos híbridos de explotación y expropiación, que preanuncian lo que vendrá en la siguiente etapa del capitalismo.

En efecto, en el actual régimen de capitalismo financiero (o financierizado, para ser literales), se expande el híbrido expropiación/explotación y hay un cambio geográfico y demográfico de estos fenómenos. La herramienta predilecta del nuevo sistema es la deuda o el endeudamiento, de estados, comunidades y personas. En la periferia, las poblaciones son expropiadas por nuevas deudas y apropiaciones forzosas; en el centro, por la precarización del empleo que desprotege nuevamente las tareas de cuidado, volcándolas otra vez sobre las familias, las comunidades y, especialmente, las mujeres. Hay, dice Fraser, un “nueva lógica de subjetivación política” y, en consecuencia, emerge “una nueva figura, formalmente libre, pero agudamente vulnerable: el trabajador-ciudadano-expropiado-y-explotado” (p. 49), que ya no está relegado a la periferia, sino que es norma (racializada) en el régimen de acumulación financiera. Y si bien el borramiento de la distinción expropiación-explotación pareciera brindar las condiciones para poner fin al racismo, la concomitante inseguridad existencial masiva es pasto para la ansiedad y la paranoia que –alentadas de diversas maneras– exacerban el racismo. Frente a esto, cobra mayor relieve la disociación en las luchas sociales. Para Fraser, “aquello que se entendía como lucha de clases era demasiado fácilmente desconectado de las luchas contra el esclavismo, el imperialismo y el racismo, cuando no dirigido directamente contra ellas” (pp. 49-50); y lo mismo ocurría con las luchas antirracistas, que a menudo despreciaban las alianzas con las luchas laborales. La propuesta de Fraser, va de suyo, es unificar las luchas de frontera en su totalidad, de manera que haya alianzas que se opongan frontalmente al capitalismo en todos sus planos.

El capítulo 3 se centra en el capitalismo como “tragador del cuidado” e inspecciona “por qué la reproducción social es un enclave principal de la crisis capitalista”. El punto central aquí es que el capitalismo se devora las actividades de cuidado –que mantienen familias, comunidades, sostienen amistades, generan solidaridades, etc.– cuyo fin último es reponer individuos de la especie, ahora y en las futuras generaciones. El sistema capitalista se come las energías destinadas precisamente a reemplazar los individuos que el mismo sistema consume. Y este es un tema relativamente nuevo, eclipsado por el interés predominante en aspectos económicos y ecológicos, dice Fraser. Hay un colapso del cuidado (care crunch) debido a otra contradicción fundamental del capitalismo: la reproducción social es una condición de trasfondo necesaria para la acumulación, pero el sistema sólo se ocupa de consumirla y generar repetidas crisis de cuidado. Aquí se expresa, una vez más, la tendencia inherente del capitalismo a canibalizar las zonas más allá de lo económico, las zonas no-económicas o no monetizadas que son condiciones de trasfondo para su existencia. El capitalismo saca ventaja indebida de esas zonas, generando crisis tras crisis. Como las tareas de cuidado han recaído históricamente sobre las mujeres, Fraser advierte sobre la “nube de sentimientos” con que se ha revestido esta tarea y las diversas invenciones de la femineidad que la acompañaron. En general, se trata de un problema alojado en la frontera entre la lógica de la producción y la reproducción.

Al historizar esta contradicción, Fraser encuentra que, en el capitalismo mercantil, la reproducción social en la zona núcleo estaba en manos de los mismos agentes que en la sociedad feudal: las aldeas, los hogares y las redes familiares extensas, pero la conquista en la periferia efectivamente destrozó estos lazos reproductivos (con sus correspondientes y tempanas resistencias). Durante el capitalismo liberal-colonial, mujeres y niños fueron arrastrados al trabajo industrial, con la consecuente crisis de reposición de mano de obra y el escándalo moral de las clases medias en torno a la disolución de las familias obreras y la desexualización de las mujeres proletarias. Fraser subraya que Marx y Engels se equivocaron al pensar que era el final de la familia trabajadora y el comienzo de la libertad de las mujeres: en rigor, fue al revés, ya que el sistema encontró formas de reconfigurar la familia y la dominación masculina. En el núcleo europeo surgieron, entonces, mecanismos de protección de mujeres y niños, que sirvieron para estabilizar el proceso reproductivo y “defender la sociedad frente a la economía”, según la expresión de Karl Polanyi. Así, la “amadecasificación” (housewifization) y la concepción de la mujer como “ángel del hogar” vino a brindar cierta estabilidad que, por supuesto, no alcanzaba a las mujeres pobres y racializadas que no tenían cómo cubrir las exigencias de la familia victoriana. En la periferia, como siempre, no hubo contemplaciones y continuó la depredación sin freno. El feminismo naciente se encontró tironeado entre una protección social insuficiente y una tendencia a la mercantilización del cuidado. La corriente emancipatoria que buscó superar esta dicotomía no prosperó en ese momento.

Con la llegada del fordismo y el capitalismo administrado por el Estado, en la segunda posguerra, las políticas de bienestar social contribuyeron a proteger al capitalismo contra su propia tendencia autodestructiva en términos de reproducción social y, a la vez, a ahuyentar el fantasma de la revolución socialista. En muchos países, el Estado se hizo cargo de proteger la reproducción y convertir a los hogares en sitios de alto consumo de productos, con lo cual se dio una combinación de protección y mercantilización. Si a esto se añade la ampliación de ciudadanía, se tiene un compromiso de la clase trabajadora con el capital, un avance democrático, una suerte de “edad dorada” que, lógicamente, funcionaba también sobre exclusiones. Es que nunca se detuvo la expropiación en la periferia: el Norte Global se benefició en términos de reproducción social a expensas del Sur Global, que siguió proveyendo recursos y mano de obra expropiables. Pero las propias limitaciones del Estado de Bienestar y el surgimiento de la Nueva Izquierda, con su agenda emancipatoria en diversos ámbitos, pusieron en crisis el régimen de posguerra y se dio paso al momento del capitalismo financiero. Entonces, se retrajo la inversión pública en las tareas de cuidado, que volvieron a estar en manos de familias y comunidades, y las familias se transformaron en espacios de doble-ingreso (con suerte), que requerían trabajo precario para sostener la reproducción social. Y en términos de luchas sociales, en este nuevo escenario, se produce la “fatídica intersección de dos conjuntos de luchas” (p. 69): por un lado, el partido pro-mercado que buscaba la liberalización y globalización económica; por otro, los nuevos movimientos sociales progresistas con agendas contrarias a las jerarquías sexuales, raciales, religiosas, étnicas, etcétera. De esta combinación surgió, alega Fraser, el “neoliberalismo progresista, el cual celebra ‘la diversidad’, ‘la mertitocracia’ y ‘la emancipación’ mientras desmantela las protecciones sociales y re-externaliza la reproducción social. El efecto no sólo es el de abandonar a las poblaciones indefensas frente las depredaciones del capital sino también el de redefinir la emancipación en términos de mercado” (p. 69). Los movimientos emancipatorios, desde los LGBTQ, ambientalistas, antifascistas y multiculturalistas, no fueron siempre consecuentes y muchas veces prohijaron versiones afines al neoliberalismo.

En el capítulo 4, Fraser se concentra en explicar cómo la naturaleza está en las “fauces” del capitalismo y cómo una ecopolítica necesita ser trans-ambientalista y anticapitalista. El inicio de este tramo del libro es alentador: muchos movimientos sociales, feministas, antirracistas, entre otros, están incorporando la cuestión ambiental en sus reclamos. Hasta la socialdemocracia y sectores del populismo (incluido el de derecha) se suman a la tendencia. La justicia ambiental está en la cresta de la ola discursiva. En su análisis de la crisis ambiental, Fraser apela a un argumento estructural, uno histórico y, finalmente, uno político. El argumento estructural –sin negar que otros regímenes antiguos y contemporáneos han sido poco amigables con la naturaleza– afirma que el capitalismo tiene una tendencia inherente a generar crisis ambientales, ya que, como orden social institucionalizado, parasita necesariamente los dominios no-económicos –la infausta relación entre la economía y sus otros– y, entre ellos, la naturaleza misma. Dice Fraser: “[m]ás que una relación con el trabajo, entonces, el capital es también una relación con la naturaleza –una relación caníbal y extractiva, la cual consume cada vez más valor biofísico para apilar cada vez más ‘valor’, mientras descarta las ‘externalidades’ ecológicas” (p. 83). De este modo, como la naturaleza no puede renovarse ilimitadamente, el capitalismo siempre está al borde de destruir sus propias condiciones ecológicas de posibilidad.

En una formulación clave del capítulo 4, Fraser afirma: “la sociedad capitalista hace que la ‘economía’ dependa de la ‘naturaleza’, mientras las divide ontológicamente. Al exigir la máxima acumulación del valor, mientras define a la naturaleza como algo que no forma parte de éste, tal arreglo programa a la economía para desconocer los costos de reproducción ecológica que genera. Mientras esos costos aumentan exponencialmente, el efecto es el de desestabilizar los ecosistemas –y periódicamente alterar por completo el improvisado edificio de la sociedad capitalista” (p. 84). Son las cuatro “D”: el capitalismo depende, divide, desconoce y desestabiliza; es el Uróboro que se come su propia cola. Por supuesto que Fraser no desconoce la existencia de agentes responsables de todo esto, y por eso mismo enfatiza que las contradicciones reproductivas, de cuidado, políticas y económicas están interrelacionadas y reclama una ecopolítica anticapitalista. Asimismo, como en los capítulos previos, realiza un sistemático trabajo conceptual –define a la naturaleza de tres maneras, las cuales siempre están presentes– y ofrece una historización de regímenes de acumulación socioecológica, en base a tres factores: método de extracción de energía, de recursos y de disposición de residuos. El capitalismo mercantil corresponde al momento del músculo animal; el capitalismo liberal-colonial al domino del “rey carbón”; el capitalismo administrado por el Estado a la era del automóvil; y el capitalismo financiero actual a los nuevos cercamientos (derechos de propiedad y renovados extractivismos) sobre una naturaleza financierizada.

Cómo el capitalismo hace una carnicería con la democracia es el tema del capítulo 5. Tras denunciar el politicismo de ciertas corrientes postestructuralistas y de la teoría democrática, Fraser asevera que el capitalismo en todas sus formas siempre contiene contradicciones que generan crisis políticas. Precisamente, el campo de lo político, el de los poderes públicos, ha sido una de las condiciones de posibilidad no-económicas que el propio capitalismo se ha ocupado y se ocupa de desestabilizar, tanto a nivel de los estados nacionales como en el espacio geopolítico global. Para Fraser, los poderes políticos son exteriores a la economía capitalista, y la sociedad capitalista se esfuerza por profundizar esta separación, haciendo que “lo económico sea no-político y lo político sea no económico” (p. 121). Al repasar la historia de las crisis capitalistas en función de los regímenes de acumulación, la autora encuentra una constante: la puja por el trazado de límites entre los diversos dominios no económicos y la economía, esto es, las denominadas “luchas de frontera”. En la etapa mercantil, dice la autora, la separación entre economía y política era sólo parcial debido a la injerencia del absolutismo sobre los procesos económicos; en la etapa de liberal-colonial se entronizó el contrato y se clarificó la separación entre dominios. La lucha de clases en el centro significó logros políticos para los trabajadores, bajo la condición de que la democracia no se extendiera al lugar de trabajo. Nada parecido ocurrió en la periferia, donde se mantuvo la expoliación de las poblaciones subyugadas por el colonialismo. La conocida crisis de este régimen, que dio paso al capitalismo administrado por el Estado, implicó un poder público más activo para sostener las condiciones de trasfondo de reproducción del capital, bajo la creciente hegemonía de Estados Unidos. La “ciudadanía social” de esta etapa significó la domesticación de las tendencias más disruptivas, ya que se tomaron medidas para incorporar “estratos potencialmente revolucionarios, aumentando el valor de su ciudadanía y dándoles participación [stake] en el sistema” (p. 127). Lo que no cambió, una vez más, fue la expoliación de la periferia. Y en la etapa final, el capitalismo financiero reformula la relación economía-política, asestando un doble golpe: hace que las instituciones políticas sean incapaces de resolver los problemas de los ciudadanos e independiza a las instituciones globales respecto de los poderes públicos, en un proceso de des-democratización (que incluyó previamente grandes derrotas de sindicatos y también de muchos estados que se vieron compelidos a abandonar, por ejemplo, el control sobres sus monedas). Se llega, in extremis, a una situación de “gobernanza sin gobierno, lo cual significa dominación sin la hoja de higuera del consentimiento” (p. 130). En la fase más reciente del régimen financiero, dice Fraser, se está observando una crisis de la hegemonía neoliberal. La pérdida de capacidades políticas es cuestionada por los populismos y las socialdemocracias, en un intento, aunque con objetivos distintos, de recuperar algo del poder público. En este marco, no puede dejar de señalarse que el populismo de derecha es una reacción frente a la “impía alianza” de movimientos sociales ganados por el neoliberalismo para formar el ya mencionado neoliberalismo progresista.

Por fin, en el capítulo 6, Fraser afirma que, así como el capitalismo ha retornado al discurso político, lo mismo ocurre con el socialismo, en el marco de la fractura hegemónica neoliberal. Por eso mismo, así como aboga por una concepción ampliada del capitalismo, propone también una concepción ampliada del socialismo, que integre la dimensión económica con las dimensiones no-económicas, como la reproducción, el cuidado, la ecología y los poderes públicos. El capitalismo es injusto, irracional y antidemocrático: el socialismo debe superarlo, siendo justo, racional y democrático en todas las dimensiones relevantes. Debe ser “un nuevo orden social que supere no ‘sólo’ la dominación de clase sino también las asimetrías de género y sexo, la opresión racial/étnica/imperial, y la dominación política en todos los ámbitos” (p. 151), asumiendo tres tareas fundamentales: redefinir los límites de los diversos dominios sociales (fijando nuevas prioridades y creando nuevos diseños institucionales); determinar qué hacer con el excedente (si es que ha de haber alguno y, si lo hay, cuán grande ha de ser), sabiendo que a futuro habrá que pagar las cuentas que deja impagas el capitalismo; y acordar qué espacio darle al mercado (su respuesta es: sin mercado en la cima, sin mercado en la base, pero quizá algo en el medio; esto es, el mercado se permite sólo luego de que se determina la asignación macro del excedente y se asegura la provisión para las necesidades básicas). En suma, el socialismo “debe convertirse en el nombre de una alternativa genuina al sistema que está destruyendo el planeta y frustrando nuestras posibilidades de vivir bien, en libertad y democracia” (p. 157). Más aún, arenga Fraser, “ya es hora de resolver cómo matar de hambre a la bestia y poner fin de una vez por todas al capitalismo caníbal” (p. 165).