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Autor: Administrador

«Lo importante es el esfuerzo por romper el orden normal del tiempo», una conversación en dos partes con Jacques Rancière

15abr-24
Publicada el 15 abril, 2024
por Administrador

Continuación y fin de nuestra entrevista con Jacques Rancière. Mientras que la primera parte se centra esencialmente en su propio trabajo como historiador, en esta segunda parte el filósofo aborda cuestiones «epistemológicas» más generales, como su concepción del anacronismo y las formas de historicidad, sus reflexiones sobre el tema del fin de la historia, los vínculos entre la revolución literaria y la revolución de la ciencia histórica, y su visión de la microhistoria. También repasa su trayectoria intelectual y algunas de las grandes figuras que la han marcado (Foucault, Bourdieu, Certeau).

Por Vianney Griffaton

Algunos lectores le reprochan a veces una forma de «quietismo» o, en todo caso, que no tenga suficientemente en cuenta la relación de fuerzas. A menudo ha dicho que su insistencia en la dimensión «razonadora» y «parlanchina» de los textos obreros de 1830-1848 chocaba con la imagen de revuelta popular «salvaje» típica de 1968. En La Parole ouvrière, usted trata la cuestión de la violencia revolucionaria en 1848, y escribe: «Es a través de esa reivindicación igualitaria como la palabra vuelve a comunicarse con la violencia. En las barricadas de junio, los obreros doctrinarios de la Comisión de Luxemburgo se encontraron con los excavadores y albañiles de Creuse. El deseo de ser reconocido se comunica con el rechazo a ser despreciado. La voluntad de convencerse de los propios derechos llevó a la resolución de defenderlos con las armas«.1 En resumen, los obreros «razonadores» que se expresaban en ciertos periódicos y folletos eran los mismos que tomaron las armas en junio. Posteriormente, me parece que ha eliminado la cuestión de la fuerza o la violencia.2 Del mismo modo, usted se interesa por la figura de Blanqui,3 pero lo que retiene de él no es precisamente su pensamiento sobre la toma de las armas. ¿Cómo ve este extracto? ¿Y cómo ve la relación entre el derecho y la fuerza? ¿Qué nos queda por hacer cuando no hemos conseguido que se reconozca nuestra voz?4

He escrito sobre la voz de los obreros en los periódicos de 1848, incluidos los periódicos de junio de 1848, ya que los artículos de Gauny, que parecen algo intemporales, se publicaron de hecho en Le Tocsin des Travailleurs en junio de 1848. Todavía podemos ver a Gauny unos días antes de la insurrección  en una gran manifestación y deteniéndose a leer un poema delante de no recuerdo qué estatua. No mencioné las barricadas de junio de 1848. ¿Por qué? Por una razón muy sencilla: pasé un año trabajando en los archivos de los acusados en junio de 1848. Encontré un montón de documentos sobre lo que la gente podría haber estado haciendo antes, pero no pude llegar a comprender las formas que tomó la insurrección. Los documentos que tenemos sobre la historia de los días de junio de 1848, los materiales de archivo fiables, no dicen absolutamente nada sobre cómo vivieron la violencia los trabajadores. Simplemente dicen que esas personas fueron detenidas, y luego tenemos todos esos documentos sobre ellas. Eso es todo. Me hubiera gustado poder hacer un libro sobre junio de 1848, pero me di cuenta, después de un año de trabajo en el que ni siquiera había revisado mil de los 12 mil expedientes, de que no había manera de que pudiera elaborar una historia militar de junio de 1848. Las personas que cuentan la historia de aquellos días se basan todas en las mismas historias, y al final todas repiten los mismos errores. Yo hablo de lo que el material me permite hablar.

Así que, evidentemente, la gente llegó a la conclusión de que no le interesaba la violencia, no es casualidad, ¡pero tampoco le interesaba la economía! ¡Ok! Una vez más, me interesa lo que puedo hacer con los materiales que tengo. Dicho esto, esos materiales me permiten observar una cosa, a saber, la tensión entre lo que más tarde definí como un conflicto de mundos y un conflicto de fuerzas. La oposición entre dos mundos que estaba en la mente de los trabajadores en junio del 48 no definía ninguna forma de estrategia o táctica de guerra en los enfrentamientos. Había un hiato entre una visión clara del enemigo y la determinación de los medios de combate. Y aún más radicalmente, lo que me llamaba la atención muy a menudo era que el sentimiento mismo de ser una fuerza, de ser la fuerza del futuro, de llevar en sí un mundo nuevo, provocaba una especie de desfase en relación con las técnicas de la lucha. Podemos ver esto precisamente en las críticas de Blanqui. En el prefacio que me pidieron que escribiera para La eternidad a través de los astros, no hablé de técnicas de insurrección porque el libro no las menciona. En cambio, sí comenté en otro lugar la crítica de Blanqui a junio de 1848, cuando dijo: ¡se encerraron en sus cuarteles en vez de pasar al ataque! Pero precisamente: lo que a Blanqui le cuesta entender es que las barricadas son ante todo una forma de afirmar que somos un pueblo unido; nos afirmamos como pueblo frente al pueblo oficial. Pero eso no define una estrategia de combate. Siempre ha habido una brecha entre los movimientos obreros y los movimientos propiamente insurreccionales. Las insurrecciones de Blanqui estaban diseñadas para tomar el poder por asalto, ¡pero fracasó completamente! Lo interesante es partir del desfase entre el sentimiento de pertenencia a un mundo contra otro y la competencia en técnicas de combate. Lo volvimos a ver en 1917. Más tarde, fantaseamos un poco con la feliz fusión de ambos: guerra de guerrillas, ejércitos partisanos que se desenvuelven como pez en el agua entre los campesinos, de acuerdo. Pero, fundamentalmente, lo que veo en la crítica de Blanqui, y también en la política de los blanquistas, es el desfase entre la gente que se considera practicante de la insurrección y el nuevo mundo que se afirma como horizonte de la lucha.

En cuanto a mi supuesto quietismo, no es realmente mi problema. Cuando era militante, yo me ocupaba sobre todo de pegar carteles y de repartir folletos, ¡yo no era un actor en lo que entonces se llamaban acciones partidistas! Nunca pretendí ser más de lo que era. Y cuando se escribe, se escribe. ¡No se puede pretender que alguien que escribe en vez de escribir entre a trabajar a una comisaría!

¿No hay una evolución suya en la forma de ver el pensamiento obrero del siglo XIX, por ejemplo, en «Utopistes, bourgeois, proletétaires» (1975), usted mantiene la idea de una «utopía obrera orgánica» (autónoma, podríamos decir),5 mientras que más adelante hace mucho más hincapié en las trayectorias de desidentificación, de desarraigo de una identidad obrera determinada? ¿Puede explicar qué le molesta del énfasis en una voz obrera autónoma?6 Me parece que el adjetivo «autónomo» tiene dos significados para usted; a veces se valora como algo que se opone al Estado o a la lógica electoral, y a veces parece como si desconfiara de esa insistencia en el carácter «autónomo» del discurso de la clase obrera, que también puede ser una forma de referirse a este discurso como una «cultura» homogénea, y por lo tanto, en última instancia, en su opinión, de mantenerla en su lugar.

Escribí «Utopistes, bourgeois, prolétaires» cuando el fourierismo estaba muy de moda, en los años setenta, cuando algunos tenían la idea de que el fourierismo aportaba las respuestas a las cuestiones que el marxismo había tergiversado o ignorado, la idea de que había habido un momento utópico en el pensamiento obrero que había sido reprimido por el marxismo. He tenido que admitir y decir que, en realidad, ¡no era eso! La aplicación del pensamiento fourierista en los años 1840 estaba mucho más del lado de los filántropos burgueses y de las nuevas técnicas disciplinarias que del «nuevo mundo del amor». Contrarresté el fourierismo con una respuesta obrera. Era una época en la que pensaba que era posible identificar un pensamiento obrero orgánico. Pero la crítica «obrerista» de Fourier en la que yo me basaba la hizo Noiret, que expresaba la visión republicana mucho más que una visión específicamente obrera. L’Atelier es, en efecto, un discurso obrero; pero ese discurso obrero está construido por un ideólogo ajeno al mundo obrero. Así que tuve que cambiar constantemente las cosas y mostrar que las formas de expresión que definirían una subjetividad obrera eran al mismo tiempo formas de expresión mixtas, tomadas directamente de otros lugares o vinculadas al impredecible viaje de la carta errante. Se formaron discursos de resistencia, subversión y emancipación, pero no sólo estaban en desacuerdo con el llamado pensamiento burgués; también estaban en desacuerdo con el pensamiento identitario que se suponía que era el pensamiento de la clase obrera.

En aquella época, había algo más que era importante para mí, y era toda la cuestión de la literatura obrera, de la poesía obrera, que la burguesía y los escritores establecidos no consideraban suficientemente obrera, auténticamente obrera, como resumía el famoso mandato de Victor Hugo al poeta obrero Constant Hilbey:7 «¡Sigue siendo lo que eres, poeta y obrero! Por el contrario, cada vez me parecía más evidente que la propia insistencia en la identidad obrera y la idea de una expresión adecuada de esa identidad eran una forma de arresto domiciliario.

Para Gauny, la realidad fundamental del trabajo proletario es el tiempo robado.8 Ya ha explicado en otro lugar que para Gauny la emancipación consiste en tomar el tiempo que no tiene, es decir, dedicar parte de su tiempo de sueño, normalmente dedicado a la reproducción de su fuerza de trabajo, a su emancipación intelectual.9 Esto nos remite a lo que Robert Castel ha descrito como una de las reivindicaciones más apasionadas de los trabajadores, a saber, la reducción de la jornada laboral y la demanda de tiempo libre. Usted aborda esa historia del ocio en dos artículos de Scènes du Peuple («La barrière des plaisirs» y «Le théâtre du peuple»). Esta cuestión del ocio me parece importante por varias razones. En primer lugar, la emancipación, tal como aparece en algunos de los textos que ha desenterrado (el de Gauny en particular) y tal como usted la analiza, corresponde a una «redistribución de la antigua división entre hombres de ocio y hombres de trabajo».10 En segundo lugar, me parece que la cuestión del ocio, las fiestas, etc., desempeñó un papel importante en la reactivación, a mediados de los años setenta, de la imagen de un pueblo «ruidoso y colorido, […] muy conforme a su esencia, bien arraigado a su espacio y a su tiempo”,11 tal reactivación alimentó un entusiasmo renovado por la cultura popular, la artesanía y las fiestas populares (expresado en algunos éxitos editoriales especialmente significativos —Le Cheval d’orgueil, Montaillou—, así como en la moda «retro» del cine de la época), sobre la cual usted adoptó una opinión muy dura en su momento.12 Por último, sus artículos sobre la historia del ocio son también uno de los mejores lugares para su crítica de cierta interpretación del pensamiento de Foucault (la tesis de una omnipotente disciplinarización-moralización de la organización del ocio de los trabajadores).13A la luz de su trabajo sobre la historia del movimiento obrero, ¿cómo ve el vínculo entre el tiempo liberado y la emancipación? ¿Puede hablarnos de las cuestiones históricas y políticas que plantea su trabajo sobre la historia del ocio?

La cuestión del ocio no es la misma que la cuestión del tiempo libre. Aristóteles estableció una distinción entre el ocio como forma de disponer del tiempo y la pausa, como interrupción de la actividad. El primero caracteriza a los hombres libres, es decir, a los que disponen de tiempo de ocio, mientras que el segundo concierne a los hombres «mecánicos» cuyo tiempo se divide entre el trabajo y el descanso. En resumen, el ocio no es una división métrica de un tiempo homogéneo, sino una manera de estar en el tiempo, opuesta a otra. Está claro que la emancipación, concebida como autoemancipación, concierne a la conquista del ocio como tal: la capacidad para el trabajador de darse el tiempo que no tiene, de instalar ese tiempo libre ya sea en el del trabajo (como lo formula Gauny en «Le Travail à la tâche»), ya sea en el del descanso (las horas robadas al sueño para actividades de ocio como la lectura o la escritura). La batalla por «el tiempo libre», es decir, por la reducción del tiempo de trabajo, presupone esa conquista primaria del ocio, que no consiste en aumentar o reducir el tiempo medido, sino en negar la división entre dos formas de estar en el tiempo y de utilizar el tiempo.

Evidentemente, el tema que me ocupaba era la conquista del ocio así definida. Por eso definí el tipo de sujeto obrero implicado en esa conquista de un modo que difiere de las imágenes de la fiesta popular tan socorridas entonces. Éstas implicaban una imagen del sujeto pueblo que se ajustaba al reparto tradicional: alternancia entre el trabajo duro y los arrebatos colectivos de alegría. Era el mismo reparto en el que se basaban los consejos dados a los poetas obreros por los poetas consagrados: escribir canciones para puntuar el trabajo en el taller o para acompañar las fiestas populares. Insistí en la negativa de los poetas obreros a participar en tal reparto, en su deseo de escribir poesía de poetas y no de obreros. También señalé que la prensa obrera de la época tenía poco gusto por las formas de entretenimiento popular promovidas por los historiadores de las mentalidades y exaltadas en los años postizquierdistas.

En otras palabras, sólo me ocupé del tiempo libre de forma indirecta, utilizando material proporcionado por quienes querían civilizarlo o reprimirlo, y como reacción a ciertas teorías sobre el poder o el pueblo. El «teatro popular» del que he hablado no es el que expresa la cultura popular, sino el de la gente que quiere educar al pueblo. Y el artículo sobre la «imposibilidad de los placeres» persigue dos objetivos al mismo tiempo: por un lado, opone la idea de una cultura popular autónoma a los intercambios que suceden en la frontera que supuestamente los separa. Por otro lado, frente al tema entonces de moda de la disciplinarización y la moralización de los cuerpos obreros por parte del poder, muestra el ensayo y error de un aparato represivo que no sabe muy bien qué debe reprimir y menos aún qué tipo de moral debe producir.

La insistencia en la dimensión política del activismo obrero en los años 1830-1848 es uno de los aspectos más estimulantes de «The Myth of The Artisan».14 En su opinión, esos activistas eran hijos de la Revolución Francesa (y de la Revolución de Julio) tanto o más que de las luchas corporativistas, y su activismo tenía como objetivo ser reconocidos como participantes de pleno derecho en la vida pública al menos tanto como mejorar sus condiciones de trabajo. ¿Puede repasar esta tesis? ¿Y qué le debe a Thompson? Me parece que hay una paradoja en su trabajo de esos años: usted dice (de nuevo en la respuesta al debate sobre «The Myth of The Artisan») que la historia social, ya sea en su versión tradicional o cultural, se ha basado durante mucho tiempo en una concepción estrecha de lo que es una lucha social, lo que la ha llevado a subestimar la importancia de la cuestión democrática en la historia del movimiento obrero (y, por el contrario, a sobreestimar los valores del oficio). Ahora bien, me parece que, en su propia obra, si bien la cuestión de la participación de los trabajadores en la vida pública está efectivamente muy presente, la cuestión del sufragio (en particular en 1848) es bastante secundaria. ¿Podría repasar su concepción de los vínculos entre democracia y movimiento obrero en la Francia del siglo XIX?

Esta tesis no debe nada en particular a Thompson. Simplemente constata la importancia, a lo largo de ese periodo, de la idea amplia de la república de la que hablábamos antes: la república como forma de vida global bajo la bandera de la libertad y la igualdad: una república democrática con sus propias formas de movilización, como los clubes, para desarrollar una voz del pueblo republicano que se impone a la acción de los representantes y los controla; una república social con su propia fuerza organizada en el mundo obrero a través de las asociaciones. Esta voluntad de crear una república obrera, que se expresó en particular a través de las acciones y los textos de los delegados de la Comisión de Luxemburgo, iba más allá de la cuestión de la participación de los trabajadores en la campaña electoral. El asunto electoral era, naturalmente, monopolio de la burguesía, que ya estaba implicada en él. El campo de la democracia obrera estaba en seria desventaja en ese terreno electoral desconocido. Los delegados luxemburgueses fracasaron en su intento de elegir diputados obreros desconocidos para el electorado. La «paradoja» que señalas muestra de hecho la contradicción entre dos ideas del pueblo y de la democracia. La primera aplicación del sufragio universal demostró que no era el arma de la democracia sino el instrumento de su represión, una forma de enfrentar al «pueblo» del sistema representativo (el conjunto de individuos aislados) con los intentos de autoorganización del pueblo democrático.

¿Qué relación ve entre las ideas filosóficas que desarrolla en Les Mots de l’histoire y su práctica como historiador, tal y como se ve en La noche de los proletarios y Les Scènes du peuple? ¿Deberíamos verlo como una especie de teorización a posteriori de su propia práctica, del mismo modo que La arqueología del saber se remonta de un modo más reflexivo al enfoque desarrollado por Michel Foucault en sus primeros trabajos históricos?

No creo que haya ninguna relación directa entre La noche de los proletarios y Les Mots de l’histoire. Les Mots de l’histoire no desarrolla el «método» que yo utilizaría en La noche de los proletarios. De hecho, la evolución es más indirecta. Pasa por El filósofo y sus pobres. El filósofo y sus pobres, en particular la parte sobre Platón, era menos una reflexión sobre mi método de historiador que sobre la posibilidad del objeto de mi historia, es decir, este acontecimiento constituido por las palabras de aquellos que se permiten pensar y escribir cuando no es «asunto suyo», de aquellos a los que la entrada de la escritura en sus vidas, incluso a través de unas pocas líneas en un trozo de papel de envolver o de papel recogido en la calle, trastocó por completo. Intenté retomar la cuestión desde la crítica platónica de la escritura, su crítica a la letra huérfana que sale a hablar con cualquiera sin amo y sin saber a quién hablar y a quién no… Y así, a partir de ahí, desarrollé un seminario de reflexión sobre la política de la escritura, que no se basaba tanto en La noche de los proletarios, sino que trataba sobre el poder de las propias palabras, que había sido mi tema a través del material histórico de los textos obreros. Esto iba acompañado de una reflexión sobre la forma en que otros (filósofos, escritores, historiadores, sociólogos) habían tratado ese poder. Había lanzado un programa bastante amplio sobre el tema de la política de la escritura, en el que acabé desechando un montón de cosas —desde los escritos de los Padres del Desierto hasta los conflictos sobre la buena escritura escolar a principios de la Tercera República— que acabé por no utilizar en absoluto. Y luego, poco a poco, me centré en cómo otros habían trabajado con material similar al mío, pero de maneras completamente distintas. Empieza con Tácito y la forma en que inventa el discurso del centurión sublevado Percenio, al tiempo que declara inválidos tanto la sublevación como el discurso. Sigue con Michelet y esa escena arquetípica de la descripción de las Fiesta de la Federación, donde menciona los discursos de los oradores del pueblo, pero al mismo tiempo no retoma ni una sola palabra de ellos, y donde al final ya no son los oradores los que hablan, sino la tierra, las cosechas, las generaciones y todos sus símbolos. Luego me encontré con la curiosa expresión de Braudel sobre el «papelerío de los pobres» como obstáculo para la visión histórica. Trabajé sobre Le Roy Ladurie y el modo en que territorializó la herejía cátara. De este modo, pude llevar a cabo una reflexión global sobre el modo en que los historiadores tratan el discurso herético, es decir —más que el discurso religioso disidente— el discurso de las personas que no deberían hablar o que, si hablan, ¡no deberían decir eso!  También está el papel de las solicitaciones externas; por ejemplo, una vez me pidieron que escribiera un artículo sobre dos libros sobre la Revolución Francesa, uno de los cuales era The Social Interpretation of the French Revolution, de Alfred Cobban.15 Fue entonces cuando empecé a interesarme por la historiografía revisionista y, en particular, por la interpretación revisionista de la Revolución Francesa, que dice que fue sólo una ilusión o que ya había ocurrido antes.

Por supuesto, el telón de fondo era la forma en que yo mismo había tratado mi propio material, pero no era una reflexión directa sobre mi práctica, sino sobre la forma en que la historia, y la historia en su momento más glorioso, había tratado el material de la palabra errante, la palabra herética, la palabra fuera de lugar. Todo esto se resume en Les Mots de l’histoire.

Volvamos a la cuestión del anacronismo, que es central en su pensamiento sobre la historia.16 Usted la aborda en Les Mots de l’histoire (en particular en el capítulo dedicado a la historiografía de la Revolución Francesa), pero sobre todo en el estrecho diálogo que mantiene con Lucien Febvre en «Le concept d’anachronisme et la vérité de l’historien».17En él sostiene que «el concepto de ‘anacronismo’ es antihistórico porque oculta las condiciones mismas de toda historicidad. La historia existe en la medida en que los hombres no ‘se parecen’ a su tiempo, en la medida en que actúan en ruptura con ‘su’ tiempo […]». En resumen, según usted, hay historia en la medida en que hay anacronía (o anacronías). Pero esa posición no siempre ha sido aceptada o comprendida por los historiadores. Antoine Lilti, profesor de Historia Moderna en el Collège de France, por ejemplo, ve en su texto la tentación de «reducir, o incluso borrar, la cesura entre el presente y el pasado del historiador, mediante una crítica más o menos radical de la concepción moderna del tiempo histórico».18Algunas de sus afirmaciones parecen prestarse a ese tipo de comentarios; pienso, por ejemplo, en la comparación que hace entre los obreros de 1830 y los estudiantes de 1968.19 ¿Qué opina de esta crítica? ¿Y cómo podemos evitar referir una figura, una lucha o una palabra a «su» tiempo, sin proceder al tipo de borrado o superposición de tiempos que algunos temen?

La comparación que mencionas la hacen, de hecho, mis interlocutores, y yo respondo definiendo lo que me parece el rasgo común más significativo: no las formas de hacer y de pensar de los obreros de 1830 y las de los estudiantes de 1968, sino el hecho de que ambos tienen la sensación de que «nada volverá a ser igual». Creo que este sentimiento es real y que ha tenido efecto en ambos casos (a diferencia del «cambio de paradigma» que supuestamente se produjo como consecuencia del Covid). Pero no le doy ningún valor metodológico a este tipo de comparaciones. Construí La noche de los proletarios y El maestro ignorante a partir de los acontecimientos y las referencias sociales, políticas y culturales de la época en que vivieron sus protagonistas. Gauny responde a los predicadores sansimonianos, no a Glucksmann. Jacotot responde a Lasteyrie —y al universo erudito y progresista que encarna— y no a Milner (lo que no impide que su diálogo sea útil para ampliar el escenario en el que hablan Glucksmann y Milner).

Una cosa es situar a alguien en su época. Decir que los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres es otra muy distinta, y apela a un concepto mal explicado del tiempo, que conduce a aberraciones como el uso de una lógica de la verosimilitud para decretar lo que un tiempo autoriza o prohíbe. Siempre me he basado en hechos probados, no en conjeturas sobre su posibilidad. Y entre esos hechos atestiguados está el hecho de que la gente rompe con el tipo de temporalidad inherente a su actividad, que inventa otra forma de tratar el tiempo. Las «anacronías» pueden ayudar a hacer pensables y formulables esas formas de desvinculación. Es lo que he dicho sobre la historia del significante «proletario». Pero lo importante es la «noche»: el esfuerzo por romper el orden normal del tiempo, es decir, la división entre dos tipos de temporalidad: la de los hombres «libres» y la de los hombres «mecánicos».

En «Le concept d’anachronisme» y en otros textos (véase recientemente Les Temps modernes), usted también insiste en que «el tiempo no existe, sino sólo los tiempos, cada uno de los cuales es siempre en sí mismo una forma de enlazar varias líneas, varias formas de temporalidad».20 ¿Puede explicar en qué se diferencia esta afirmación de pluralidad (y el concepto de anacronía —o más bien de anacronías— que sustenta) del esquema braudeliano de las tres temporalidades? En la misma línea, ¿qué opina de la noción de «discordancia de los tiempos» de Christophe Charle?21 Vale la pena señalar de paso que su insistencia en la pluralidad y la heterogeneidad es un corolario de su crítica a lo que Veyne llama la ilusión de la unidad de estilo de una época.22

Digamos que la pluralidad de los tiempos en la obra de Braudel está muy determinada, en una escala que va de lo más lento a lo más rápido. Hay tres niveles de temporalidad, que se definen en última instancia por las velocidades, que a su vez remiten a una cierta distribución de lo sensible, donde hay gente de lentitud y gente de velocidad, por decirlo muy rápidamente. Hay capas temporales, pero sólo se definen por a diferencia de velocidades, que finalmente confluyen en la dinámica del tiempo largo. Lo que he intentado pensar es en la no sincronicidad del tiempo, es decir, que en un periodo de tiempo determinado coexisten varias líneas temporales y es ese tipo de discordancia, o asincronía, lo que hace la historia, lo que hace que la historia ocurra. La historia existe porque en un momento dado no hay concordancia entre la evolución de la industria, la evolución de la economía, la evolución de las formas políticas, la evolución de las ideologías, la literatura, etcétera. Y eso es exactamente lo que encontramos en la famosa crítica marxista a los revolucionarios vestidos de romanos. El atuendo romano no es sólo un disfraz; el atuendo romano da testimonio de una forma de historicidad que desempeña un papel, un papel abrumador, en la Revolución.

Ese fue el punto de partida de mi trabajo. Le declaré la guerra a esa idea a la que siempre me he opuesto: un proletario es un trabajador de la gran industria. Antes estaban los artesanos, ¡y no eran verdaderos proletarios porque no eran contemporáneos de la gran industria! A lo que respondí que «proletario» era una palabra de los primeros tiempos de la antigua Roma republicana que tenía un significado jurídico, ¡y que en el siglo II d. C. nadie sabía lo que significaba! «Proletario» es una palabra que vuelve a designar no un tipo de trabajador, no un tipo de desarrollo industrial, sino cierto tipo de situación que se define a la vez en una época determinada pero que también tiene un aspecto transhistórico: un proletario es alguien que pertenece a un mundo sin estar incluido en él, alguien que está dentro y fuera al mismo tiempo. La acción de los proletarios, de las personas que se declaran proletarias y luchan como tales, es la acción de personas que rechazan ese reparto que las excluye de un mundo que, sin embargo, se basa en su trabajo. Pero pueden luchar contra el reparto de los mundos gracias a la discordancia del tiempo. Trabajan en formas económicas que siguen siendo «atrasadas» si se quiere, pero al mismo tiempo viven a la luz de acontecimientos políticos que han creado otra temporalidad, referencias literarias que también definen otra temporalidad, nociones jurídicas que son aún más antiguas… Eso es lo que quería decir, que es muy diferente de una cuestión de velocidad y lentitud. ¡No pretendo ser la persona que «descubrió» que el tiempo no estaba sincronizado! Por otra parte, he insistido en el hecho de que esa discordancia de los tiempos remite a una base fundamental para mí, a saber, la discordancia entre las palabras y las cosas. A pesar de todo, los historiadores siempre quieren que las palabras se correspondan con sus cosas. Es precisamente el famoso caso Cobban, que dice: ¡los derechos feudales ya no existían, ya no existía nada! ¿Cómo se puede hacer historia de algo que ya no existe? ¡Es una forma de liquidar la historia! Tampoco se trata de una brecha generacional, es el hecho de que una generación misma se compone de tiempos que no son sincrónicos.

Cuando hablamos con algunos historiadores, una crítica que surge ocasionalmente sobre Les Mots de l’histoire es que algunas de las obras de las que usted habla son «anticuadas», con el corolario implícito de que la historiografía ha pasado a otra cosa, ¿qué piensa de eso?

En mi opinión, es una forma clásica de negación, que consiste en decir: ya no estamos ahí. En la conferencia de Cornell, Yves Lequin reaccionó a mi texto sobre el mito del artesano diciendo: “¡Sí, pero ya no estamos allí! Hace mucho tiempo que lo sabemos”. Si él lo sabía, ¿por qué nunca lo dijo? Recuerdo que, al mismo tiempo, cuando salió El filósofo y sus pobres, la gente me decía a propósito de mis críticas a Bourdieu: «¡No hay que disparar a las ambulancias!”. Lo que querían decir era: ¡Bourdieu está acabado! 40 años después, ¡el pensamiento de Bourdieu se ha apoderado de las ciencias sociales! Así que no me tomo muy en serio ese argumento. Del mismo modo, he oído decir que El odio a la democracia ataca cosas que están «pasadas de moda». Pero la ideología republicana que yo analizaba entonces se ha convertido en la ideología oficial de nuestros gobiernos, la que sustenta los grandes mítines de la derecha y la extrema derecha que hemos visto recientemente. El argumento de «ya no estamos allí» siempre esconde algo más, creo yo. Y como no me interesan las cosas ocultas, ¡eso no me interesa!

Diría que ataqué modelos que eran pesados: Braudel, Febvre, es un modelo pesado, Bourdieu, es un modelo pesado… Y esos modelos pesados, siguen ahí, insisten. Por otra parte, es cierto que hay historiadores que ya pasaron página, que se han distanciado de una cierta tradición de la historia del trabajo, que se han distanciado de la historia de las mentalidades. Como decíamos antes, hay historiadores que han leído a Foucault, que han leído lo que ha venido de los antropólogos, lo que ha venido a través del feminismo, del pensamiento decolonial, algunos incluso han leído lo que yo he escrito… Yo diría que ha habido desplazamientos. Dicho esto, no hay un nuevo modelo pesado que haya destronado esos modelos de tratamiento reductivo del discurso desplazado que yo había cuestionado.

La crítica a todos los discursos del fin ha sido uno de los elementos más destacados de su pensamiento desde los años noventa. Me gustaría volver a lo que dice sobre «el fin de la historia», porque me parece que hay dos tesis distintas en tu trabajo sobre el tema. Al final de Mots de l’histoire,23 dice que «el fin de la creencia en la historia como figura de la racionalidad» es una de las variantes de los discursos del fin. Pero el fin de la historia es también el fin de la creencia en la necesidad histórica, la idea de que «no hay futuro esperando a suceder»,24 de que ninguna necesidad histórica garantiza nuestra acción. Y esta crítica de la idea de necesidad histórica está en el horizonte de toda su obra.25 En resumen, me parece que para usted el fin de la historia son dos cosas: la idea del fin de la creencia en la necesidad histórica, pero también el fin de la creencia en la capacidad de cada uno para hacer historia. ¿Cree que esta presentación es aceptable y, en caso afirmativo, cuál es la relación entre estas dos ideas del fin?

En efecto, la idea del fin de la historia puede significar cosas diferentes. Hay un primer «fin de la historia», que está vinculado a la idea de que la historia ha cumplido su misión. El fin de la historia, como proclama el famoso libro de Fukuyama, sigue formando parte de la tradición según la cual existe un movimiento histórico que conduce a un fin determinado. El fin ya no es la revolución, el fin es el estado en el que el mundo está en paz y la democracia se ha extendido por todo el mundo. Eso es lo que yo llamaría el fin de la historia según la creencia en la historia.

Pero lo que he dicho, lo que hemos visto con el colapso de la URSS, el colapso de los movimientos obreros, la dislocación del mundo del trabajo, es que no hay fin de la historia, porque la historia nunca ha sido algo así como un sujeto que cumple una misión, que lleva una promesa, que conduce a un fin del que ella misma daría nacimiento. Lo que he dicho es que el tiempo no es un sujeto, el tiempo no es un actor. Incluso la cuestión de si los seres humanos hacen la historia o no la hacen en cierto sentido está mal planteada. La verdadera cuestión es qué capacidad de cambiar su condición concedemos o negamos a tal o cual tipo de ser humano. Hay poderes, hay contrapoderes, hay cadenas de acción, hay conflictos, pero tenemos que ser capaces de pensarlos al margen de cualquier idea del tiempo como agente y de la historia como sujeto. Mi «fin de la historia» es el fin de esa creencia en la acción propia de la historia.

En uno de los capítulos de Les Mots de l’histoire, usted analiza lo que llama «una teoría del lugar de la palabra», cuyo modelo ve en Michelet y que se expresa de manera ejemplar en el Montaillou de Emmanuel Le Roy Ladurie.26 Usted resume así la operación de «territorialización del sentido»: «Todo habla, todo tiene sentido en la medida en que toda producción de palabra puede asignarse a la expresión legítima de un lugar». En consecuencia, en Montaillou, la palabra herética «no es una sustancia teológica» (es decir, no es realmente un pensamiento), sino simplemente la expresión de «la visión espontánea de esos montañeses que viven al margen de los dogmas rigurosos y de las ideas cambiantes de las ciudades». Ahora bien, en el capítulo del libro dedicado a la historia social («¿Una historia herética? «), usted hace una distinción entre, por una parte, la manera en que la historia de las mentalidades «redime» el discurso herético dándole «otra voz, la voz del lugar», haciendo de ese discurso la expresión de su modo de ser, y, por otra parte, la manera en que, en su opinión, la historia social «reduce» el exceso de discurso que da lugar al movimiento social moderno reduciéndolo a las mutaciones industriales o económicas, a los cambios tecnológicos, o incluso a las sociabilidades urbanas o fabriles. Tengo varias preguntas sobre esta distinción: en primer lugar, ¿qué quiere decir exactamente —y  cómo lo connota— con el término «redención»?27 ¿Y qué distingue a esa redención de la reducción? En segundo lugar, usted sugiere que la manera en que la historia de los movimientos sociales contemporáneos ha intentado encontrar un lugar para el exceso de palabras (a través de los conceptos de «cultura» o «sociabilidades») difiere de la operación de territorialización del sentido llevada a cabo por los historiadores medievalistas o modernistas, y que esta diferencia se deriva del hecho de que la «herejía democrática» no se deja territorializar (a diferencia, según usted, de la disidencia religiosa estudiada por Le Roy Ladurie). Dice usted que «la democracia […] es ante todo un desorden en la relación entre el orden del discurso y el orden de los cuerpos».28 Pero, ¿no podría decirse lo mismo de la herejía? O dicho de otro modo: ¿en qué se diferencia el desorden democrático del desorden herético? Por último, siempre en relación con esta noción de «territorialización», ¿cree usted que vincular un pensamiento a una situación social y material reduce necesariamente este último a no ser más que la expresión del primero, o convierte necesariamente el pensamiento en un «pensamiento-utensilio»?29

No he dado a la noción de «redención» el estatuto de un concepto riguroso.  Dicho esto, la operación a la que nos referimos de este modo difiere de la reducción en que, en lugar de devolver simplemente una palabra a las causas de las que es efecto, la transforma en otro tipo de palabra, en otro modo de producir palabra. Michelet no explica el discurso de los oradores de pueblo por la condición de los campesinos. Sustituye su voz por la voz de la tierra. Le Roy Ladurie sigue esa tradición. Hace de la herejía la expresión de un lugar y no el efecto de una condición. Pero al hacerlo, la mantiene en el ámbito del sentido. La expresión es una forma de causalidad global inmanente que, en la época romántica, se opone a la cadena mecánica de causa y efecto. La herejía se territorializa, pero se salva como forma de religión. Era una religión pagana de la tierra. Los historiadores de las mentalidades medievales, entre ellos Ginzburg, juegan con la homonimia de paganus, que significa campesino, y pagano: pagano como expresión de un ser terrestre planteado como inmóvil. Y para explicar la herejía, juegan con el tipo de archivo que tienen a su disposición: los archivos de los inquisidores. Es un doble recurso del que carece el historiador de los movimientos sociales. El trabajo y el taller no pueden convertirse en ningún procedimiento de expresión de sentido. Los archivos policiales son de poca ayuda en ese sentido. Entonces tenemos que explicar el habla y el pensamiento como efecto de algo que no es del orden del habla y del pensamiento: transformaciones en la organización económica que producen transformaciones en las condiciones de trabajo, que a su vez producen formas de conciencia que dan lugar a expresiones características.

El mismo recurso falta más radicalmente para lo que he llamado desorden democrático, porque no hay sustrato material que pueda funcionar ni como fuente de expresión (la tierra) ni como causa eficiente (el trabajo). La democracia debe entonces transformarse en una forma global de sociedad, una forma de orden, a la manera de Tocqueville, que en 1848 no olvidó combatir la democracia militante.

En la única ocasión (que yo sepa) en que se le ha preguntado por el giro lingüístico,30 usted ha respondido remontándose esencialmente a los fundamentos filosóficos de esa corriente (de Lacan a Derrida). Ahora bien, el giro lingüístico ha suscitado debates muy vivos en el seno de la comunidad histórica, y más concretamente en el campo de la historia social.31 Hay varios factores que lo vinculan a esos debates, en particular su proximidad a William H. Sewell, una de las principales figuras del giro lingüístico; el hecho de que el prefacio de la traducción inglesa de Les Mots de l’histoire no sea otro que Hayden White;32 y el hecho de que varios artículos historiográficos sobre el tema lo asocien —¿contra su voluntad?— con esa corriente.33 Por último, en algunos de sus escritos de 1990-2000, le gusta burlarse de «la importación francesa de la fantasía estadounidense de la amenaza deconstruccionista».34 No me parece, sin embargo, que comparta la opinión de algunos seguidores del giro lingüístico de que todo acceso a la realidad como tal es ilusorio, incluso si observa que el contenido factual de ciertos textos de la clase obrera hasta cierto punto no puede decidirse. ¿Podría hablarnos un poco más de su relación con los autores asociados al giro lingüístico, y de cómo encaja su propio trabajo histórico en esa corriente?

El giro lingüístico nunca ha sido un problema para mí. Es algo que ha influido en la recepción de mi obra, en los lugares donde era un problema, es decir, esencialmente en el mundo anglosajón. Por ejemplo, la introducción de Donald Reid a la traducción inglesa de La noche de los proletarios se preguntaba si yo era deconstruccionista o no.35 Algunos historiadores ingleses, como Patrick Joyce en particular, me asociaron con ello, pero nunca fue un problema para mí, porque desde el principio trabajé esencialmente sobre las palabras. Mi primer texto, siendo aún estudiante, el de Leer el Capital, era ya un trabajo sobre las palabras, un trabajo sobre la manera en que Marx transformaba los conceptos de Feuerbach para hacerlos corresponder con conceptos de teoría económica. Cuando trabajé en lo que se convirtió en La noche de los proletarios, me interesé desde el principio por la importancia histórica de las palabras, lo que me llevó a confrontarme con cierta tradición histórica para la que las palabras no son más que la expresión de realidades subyacentes. Por otra parte, yo sostenía que las palabras son realidades materiales que se apoderan de las personas y las hacen actuar. En cierto modo, eso es lo que me interesó desde el principio. La Parole ouvrière se organizó a través de polémicas obreras que retomaban las palabras de patronos, jueces y periodistas. Luego, La noche de los proletarios se construyó en torno a las cartas de los obreros sansimonianos… No pude vivir un giro lingüístico, porque desde el principio estuve en el tema de la lengua y en cierto modo nunca lo abandoné, lo que quizá me hizo asociarme a ese giro lingüístico. Pero ese nunca ha sido mi problema.

El segundo punto es que mi interés por las palabras nunca ha implicado ninguna forma de relativismo o escepticismo, o la idea de que la realidad son sólo palabras, que nunca tenemos acceso a ella… Lo que he dicho, de diversas maneras, trabajando sobre la historia o sobre la literatura, no es que la realidad no exista, sino que cualquier realidad determinable es consecuencia de un cierto sentido de la realidad, que se elabora en un entramado de palabras, relatos, explicaciones e interpretaciones. Esto no abre la puerta a ninguna forma de escepticismo o relativismo. Por eso no entendí muy bien la polémica de Ginzburg, como si la negación del Holocausto fuera el resultado del relativismo.36 Lo que le dije cuando hablé con él fue que el negacionismo es dogmatismo, ¡no escepticismo!

Fue idea del editor pedir a Hayden White un prefacio para la traducción de Mots de l’histoire. No me hizo mucha gracia que Hayden White lo hiciera sobre el tema del «revisionismo» de Rancière. Pero no creo que tuviera mayores consecuencias. Sí, ha habido algunas reacciones amargas: ya te conté de ese pequeño artículo de Lynn Hunt que me asociaba con el relativismo deconstruccionista. Pero todo eso no me afectó realmente (risas).

También me parece que su crítica a la categoría de «experiencia vivida» está en parte vinculada al movimiento del giro lingüístico. Es en «L’historien, la littérature et le genre biographique» donde esta crítica se lleva a cabo de forma más sistemática, a partir de un comentario sobre la biografía de Luis XI de Paul Murray Kendall.37 Su objetivo es criticar la categoría de experiencia vivida. En ese capítulo de Politique de la littérature, retoma las principales formas que ha adoptado ese trabajo crítico. El primer enfoque, ilustrado por el Pinagot de Alain Corbin, «consiste en […] marcar la distancia entre los individuos y los datos objetivos a partir de los cuales se construye su ‘experiencia vivida’». El enfoque opuesto, por el contrario, «trabaja sobre el carácter indisoluble del nudo entre la vida y la escritura», refiriéndose esta vez a Moi, Pierre Rivière y al relato de Herculine Barbin publicado por Foucault. Esos dos enfoques críticos antagónicos presuponen, por una parte, que no hay rastro de escritura —de Pinagot sólo quedan «datos objetivos»— y, por otra, que se trata de «vidas en las que no hay ‘experiencia vivida’ que interponer […], vidas que no son más que el rastro de escritura que nos han dejado». En la mayoría de los casos, sin embargo, el historiador no se enfrenta a este tipo de situación límite, sino a una mezcla de «datos objetivos» y «experiencia subjetiva». ¿Cómo puede tener lugar en este caso la crítica en actos de esta categoría de experiencia vivida que usted reclama? O, más sencillamente, ¿qué implicaciones tiene esta crítica de la categoría de experiencia vivida para la escritura de la historia?

La crítica del uso de la «experiencia vivida» es completamente independiente de la cuestión del «giro lingüístico». Tiene que ver con el uso de categorías causales por parte de los historiadores, y en particular con el uso de la causalidad inmanente, que sostiene que las personas «se parecen a su tiempo»: que interiorizan en su pensamiento y en su acción las propiedades de la totalidad en la que viven. La categoría de experiencia vivida es fundamental para este tipo de causalidad, porque la experiencia vivida tiene el privilegio de desempeñar el papel de causa y efecto. Se nos dice: vivían así porque así era su vida. Luis XI se complacía en torturar a quienes se oponían a él porque la vida de su época estaba hecha de violentos contrastes. Aparentemente es posible que un historiador respetado produzca ese tipo de demostración sin sobresaltar a sus colegas y sin que éstos se den cuenta de que esa «experiencia de vida» en tiempos de Luis XI viene directamente de las páginas de Huizinga. Esto es posible porque esos colegas comparten con Murray Kendal los estereotipos interpretativos que permiten deducir lo subjetivo de lo objetivo o lo objetivo de lo subjetivo.

Por lo demás, me parece que la regla de oro es construir un libro sobre la base del tipo de material que estamos tratando, lo que muestra y cómo lo muestra. Es a partir de esta especificidad que hay que concebir un tipo específico de trama narrativa y una manera específica de producir sentido. Es el material que tenemos ante los ojos el que debe definir en última instancia el tema del libro, no la idea inicial con la que lo encontramos por primera vez como fuente de información. Por ejemplo, partimos con la idea de hacer una historia de las formas de lucha de los trabajadores, y el material nos impone otro tema: ¿qué más significa ser trabajador? A partir de ahí, nos encontramos con un amplio abanico de materiales que «hablan» de formas diferentes, que vinculan lo subjetivo y lo objetivo de maneras muy distintas: por ejemplo, un periódico llamado L’Atelier, correspondencia entre trabajadores, informes de los apóstoles-reclutadores sansimonianos, informes de los inspectores encargados de controlar las asociaciones obreras. No es posible armonizar estas voces para producir, por síntesis, la voz de la clase obrera. Es necesario destacar la pluralidad de formas de cambiar el ser-trabajador que así se perfilan y la pluralidad de voces que las presentan.

Su crítica a una concepción globalizadora de la clase obrera pasa por insistir en el carácter altamente individualizado de las figuras que pueblan sus primeros libros y artículos, muy alejadas de una condición obrera genérica: es Gabriel Gauny, es Jeanne Deroin, es Jacotot, es la sansimoniana Désirée Véret… Tantas individualidades que no tienen valor como encarnaciones/ilustraciones de fenómenos colectivos. En el prólogo de La noche de los proletarios, usted adopta una posición muy original sobre el mandato de representatividad que atraviesa la historiografía del movimiento obrero, y afirma con tranquilidad la importancia de «[los] discursos y [las] quimeras [de] algunas decenas de individuos ‘no representativos’» que recorren el libro.38 ¿Puede volver sobre la cuestión de la representatividad y la forma en que respondió a ella? ¿Qué opina de la forma en que la microhistoria italiana intentó responder a ese dilema a través del oxímoron de lo «normal excepcional» que propuso Edoardo Grendi?39 Volviendo a este punto, me parece que hay varias maneras de leer El queso y los gusanos de Ginzburg, libro al que usted mismo ha vuelto. Se puede descartar la figura de Menocchio a una mera curiosidad; se puede, como Ginzburg, utilizarlo como observatorio desde el que examinar las influencias recíprocas entre la cultura de las clases subalternas y la cultura dominante en la Italia del siglo XVI.40Pero quizá el pasaje más inquietante del libro se encuentra en el último párrafo, cuando se hace referencia a «un hombre llamado Marcato o Marco, que sostenía que cuando el cuerpo muere, también muere el alma», sobre el que Ginzburg concluye: «Sabemos mucho sobre Menocchio. De ese Marcato o Marco —y de tantos otros como él, que vivieron y murieron sin dejar rastro— no sabemos nada». Lo que sugiere que pudo haber muchos más Menocchios de los que pensamos. ¿Qué opina de la cuestión de lo excepcional? ¿Qué relación hay entre lo «excepcional» y lo normal? ¿Qué relación ve entre la microhistoria italiana y sus propios escritos, que también están marcados por un fuerte énfasis en la singularidad de los acontecimientos hablados? En sus escritos históricos, ¿contrapuso la «escena» al «gran relato»? En El método de la igualdad, usted se opone enérgicamente a la idea de que «el discurso que cuenta es el discurso de la gente que no habla»41 (lo que equivale a silenciar a esas individualidades problemáticas, los Gaunys y otros, en nombre de su estatus supuestamente anómalo), pero ¿no hay una dificultad opuesta en encubrir el silencio de los «mudos» con el discurso de los «parlanchines»?

Hay dos problemas diferentes. Uno es saber si nos basamos en las palabras de los parlanchines (es decir, simplemente aquellos cuyas palabras han llegado hasta nosotros) o en las palabras mudas que suponemos que son la expresión de aquellos que no han dejado rastro. La otra es cómo interpretamos la primera, si prestamos atención a lo que dice explícitamente o a lo que suponemos que se ha expresado a través de ella. En cuanto al primer punto, estoy de acuerdo con Ginzburg: tenemos que basarnos en las palabras excepcionales que están realmente atestiguadas para comprender esta «verdadera historia de los hombres» que «tiene lugar en la sombra». Esta palabra prueba la capacidad que puede manifestar un individuo perteneciente al mundo de los hombres oscuros. Y siempre es más interesante partir de la realidad de lo que los hombres oscuros han sido capaces de decir y hacer que de especulaciones generales sobre las probables —es decir, no comprobables— razones que hacen que esta capacidad sea imposible o rara. También estoy de acuerdo con la crítica de Ginzburg a los argumentos de Lucien Febvre sobre la imposible incredulidad de Rabelais. En cambio, no puedo aceptar la manera en que separa las palabras del carpintero de la cultura libresca que él pretende presentar como expresión de una «tradición campesina» precristiana, ligada a los «ritmos de la naturaleza», la misma tradición que los jesuitas veían en los pastores de Éboli «no muy diferentes en la inteligencia y el conocimiento de los animales que cuidaban». Esto nos remite a la operación que sustituye las voces de los que hablan la palabra «muda» de la tierra. Detrás de la cuestión de en qué material nos basamos para escribir la historia, está la cuestión de la división de lo sensible: ¿aceptamos o no, como base de interpretación, la división jerárquica entre dos tipos de inteligencia y dos categorías de seres que hablan?

En una entrevista para Cahiers du Cinéma,42usted criticaba una «historización galopante» que «va de la mano de una uniformización del pensamiento que acompaña a la de la política», considerándola como una forma de «gestión del patrimonio» (gestión del patrimonio que usted vio especialmente en acción en Lieux de Mémoire).43 La tendencia a los obituarios y a las enciclopedias que menciona en esa entrevista, ¿tiene algo que ver con un contexto histórico específico (el discurso sobre el fin de la historia en los años noventa), o se trata de una especie de tendencia inmanente a la propia práctica de la historia, algo así como el diagnóstico que hace Nietzsche en su Segunda consideración intempestiva: de la utilidad y la inconveniencia de la historia para la vida? ¿Y cómo pueden los historiadores protegerse de esa tendencia a la historización?

Creo que es casi imposible escapar a ella. En la historización hay dos cosas: está el proyecto enciclopédico, y también está siempre este núcleo, a saber, que la historización es la práctica que da valor explicativo al tiempo, y siempre en estas dos formas de sucesión y coexistencia. Son cosas inherentes a la práctica de la historia. No es fácil ser historiador y no dar al tiempo un valor causal. Tomemos a alguien como Paul Veyne, que quiere ser hereje, pero que te explica, cuando habla de Cristo, que al final el pensamiento del Evangelio es lo que podría haber pensado un judío promedio de la época. Es bastante confuso viniendo de alguien que quiere ser absolutamente herético, y que al mismo tiempo adopta ese modelo de explicación: ¡Jesús se explica en términos de su tiempo! ¿Por qué existió el cristianismo si Jesús se parecía a su época? Ahí está, creo que hay una dificultad para pensar las rupturas. Y luego está la presuposición desigual que yace en el corazón de la autoconciencia del erudito: soy un erudito porque no comparto la ilusión de los ignorantes que creen ver algo nuevo donde todo puede explicarse por lo que vino antes o por lo que está alrededor.

Ése es el primer punto. El segundo es la lógica circundante del consenso que impulsa a nuestros gobiernos y a nuestra cultura. La idea del consenso en general es que todo debe estar en su sitio, es decir, que todo debe estar situado. Tenemos que poder decirnos a nosotros mismos: cada cosa está en su momento, está en su lugar, no nos va a molestar más. Todo debe explicarse. La extraordinaria extensión y ramificación del conocimiento académico que ha caracterizado las últimas décadas está detrás de ese ordenamiento generalizado. Toda forma de vida ordinaria se convierte en objeto de conocimiento y, al convertirse en objeto de conocimiento, entra en las categorías de la explicación histórica. Esa racionalización se ve reforzada por el periodismo, que ha puesto las explicaciones de las ciencias sociales al alcance de todos y las destila cada hora.

Así pues, triunfan el orden consensual, la lógica interna de la explicación histórica y la de las ciencias sociales. Sólo podemos escapar a esa triple limitación con perspectivas diagonales y transversales, que desbaraten la falsa evidencia tanto de la sucesión como de la contemporaneidad. Pero, al mismo tiempo, la historia existe como disciplina, los alumnos tienen que aprenderla, hay planes de estudio, tiene que haber manuales para cada periodo, cada objeto debe tener sus puntos de referencia fijos…

En Política de la literatura, usted resume en una frase una de las tesis centrales de Les Mots de l’histoire:44«La revolución de la ciencia histórica tuvo lugar ante todo en la literatura». En el mismo texto, señala que los escritores del siglo XIX (Tolstoi, Hugo) leían a los historiadores de su época (y viceversa). En lugar de que la revolución literaria prevalezca sobre la revolución de la ciencia histórica, ¿no es cierto que a partir del Romanticismo hubo un intercambio bidireccional entre la escritura de novelas y la escritura de la historia?

En primer lugar, creo que hay que distinguir dos cosas: la relación entre historiadores y literatos como personajes sociales, y la relación entre literatura e historia como formas de escritura. Y si nos centramos en este segundo punto, que es el importante, yo diría que, a pesar de todo, ¡el intercambio es desigual! Al fin y al cabo, es la literatura la que ha establecido a la vez un ideal de historia y los medios para alcanzarlo. Es la famosa revelación que tuvo Augustin Thierry cuando leyó a Chateaubriand: que la tarea de la historia es resucitar el pasado. Después fue Michelet, por supuesto, quien retomó la fórmula, pero fue sobre todo en Chateaubriand donde Augustin Thierry vio ese ideal. De repente, «¡Faramundo! ¡Faramundo!», ese gran himno de los guerreros francos, se convirtió en un modelo para la historia, ¡aunque no se pueda decir que Augustin Thierry lo consiguiera realmente! Michelet, en cambio, intentó hacerlo realidad. Esta idea de la historia como resurrección procede de la literatura.

El segundo punto es que uno de los grandes medios de esa resurrección, a saber, el uso de «testigos mudos», creo que también está ejemplificado en la literatura, con Balzac, con su manera de leer una historia en una pared, en un escaparate o en la decoración de un interior… También podemos pensar en todas las fantasías que la gente tenía en aquella época en torno a las novelas de Walter Scott. Existe una idea muy fuerte de que hay una historia de costumbres, de formas de vivir, de sentir y de percibir que los historiadores nunca han hecho, y que ellos, los escritores, los Hugo, los Balzac, sienten realmente que están haciendo. Sobre esta base Michelet lanzó su propia empresa, que sería retomada en un modo menor, un tanto racionalizado, cientifizado, por los historiadores de las mentalidades.

Pero creo que sigue existiendo una relación de prioridad, que a veces se convierte en una relación de oposición. Tú citas a Tolstoi; fue Tolstoi quien dijo: ¿qué hacen los historiadores oficiales? Reproducen los planes de los generales, ¡esos generales que se imaginan que sus planes se han cumplido en el campo de batalla! Pero no, la verdadera historia está hecha de pequeños relatos de cosas que ocurrieron a diestra y siniestra en el campo de batalla, y es la literatura la que tiene los medios para desenterrarlos, a diferencia de los historiadores que nunca han sido más que los copistas de los generales. Creo realmente que la revolución literaria es una condición indispensable: los testigos mudos, los objetos, las ropas, los paisajes, los decorados, los muros, etc., son ante todo los escritores quienes los hacen hablar. El capítulo de Los Miserables sobre el «gran recolector» lo ilustra: la cloaca que se lleva toda la basura de la grandeza y de la miseria es como un discurso de las cosas mismas que refuta cualquier otro discurso sobre los grandes hechos históricos.

Ya dijo usted bastante en otra parte45 sobre lo que le debe a Foucault como para no volver sobre ello aquí. Sin embargo, tengo una pregunta sobre la evolución política del último Foucault. En El método de la igualdad46 usted describe su último encuentro con él, durante una entrevista para Révoltes logiques. Señala que de las ocho preguntas que le había formulado, Foucault había omitido cuatro, a saber, todas las relativas a la «nueva filosofía», y que cuando se reunió con él para recoger sus respuestas, sólo habló del «peligro rojo». Sugiere que la publicación del texto sobre la leyenda de los filósofos47 significó el fin de todas las relaciones entre usted y él. La evolución política del último Foucault es, como sabemos, objeto de un debate muy vivo;48¿cuál es su opinión al respecto? ¿Y qué relación, si la hay, existe entre esta evolución política y la filosofía del último Foucault? También me gustaría pedirle que respondiera a otro texto particularmente virulento, que también trata de la relación entre la generación Barthes-Foucault-Serres y la «nueva filosofía».49

Quitemos primero de en medio estas líneas. Se incluyeron en un artículo que me pidieron que escribiera sobre un libro que criticaba a los «nuevos filósofos» y consideraba que habían manipulado a los grandes representantes de la generación en cuestión. Cuestioné la ingenuidad del juicio, pero no emití un juicio global. Mi posición de fondo sobre la cuestión está expresada en el texto sobre «la leyenda de los filósofos», que analiza la promoción de la figura del filósofo, del intelectual, que está vinculada a toda la trayectoria posterior a Mayo.

En cuanto al último Foucault —¡queda por ver dónde empieza el último Foucault!— me limitaré a dos o tres puntos. Primer punto: Foucault siempre ha tenido una relación extraordinariamente ambivalente con el marxismo. Por un lado, Foucault siempre declaró su exterioridad en relación con toda la construcción teórica marxista: recuerdo haberlo oído hablar de la «catedral gótica» que era El Capital, y también tenía la experiencia de haber estado en el PCF en su juventud. Por un lado, tenía una relación muy negativa con la teoría y la política marxistas y, al mismo tiempo, está claro que toda una parte de su obra puede pensarse como una especie de complemento de los textos de El Capital sobre la incautación de los cuerpos por el capital. Recuerdo una conferencia en el Collège de France, cuando trabajaba sobre la prisión, en la que de repente evocó la relación entre la prisión como captura del tiempo y la forma salarial. Está claro que Foucault siempre tuvo una relación ambigua con el marxismo. Ese es el primer punto.

El segundo punto es que llegó un momento en que Foucault se cansó de ser visto como un pensador de la represión, de la disciplinarización, de la denuncia de las disciplinas, etc. Llegó un momento en la historia del izquierdismo en que los pensadores, de diferentes maneras, empezaron a hartarse de denunciar la represión y dijeron que tenían que pasar a cosas más interesantes. Deleuze lo hizo a su manera, Foucault lo hizo a su manera, incluso de forma un tanto brutal en La voluntad de saber, que es un libro muy extraño, porque en cierto sentido es un libro que anuncia una continuación que no tendrá lugar, o más bien que tendrá lugar mucho más tarde con un espíritu completamente diferente. La voluntad de saber es algo así como un libro final, o en todo caso un libro de ruptura que dice: ¡no, el poder no nos impide hablar, el poder nos pide que hablemos, nos obliga a hablar! Así que hay un punto de endurecimiento teórico, que en ese momento también corresponde a la especie de captura política operada por Glucksmann y compañía… ¡Foucault siempre había estado fascinado por Glucksmann, su lado burlón y pretencioso, que representaba todo lo que Foucault admiraba con un poco de ingenuidad! Glucksmann lo llevó en su gira anticomunista. Y como la gente reaccionó ante esta captura, Foucault se tensó y se consideró perseguido. Ese es el tercer punto, más circunstancial.

El fondo sigue siendo la distancia que tomó con respecto al modelo del análisis de la represión, del poder como represor, de la captura de individuos en sus cuadrículas. Siempre se ha interesado por la positividad de las prácticas, más que por sus efectos represivos. Esto definió su doble línea de investigación: por un lado, un interés por la positividad de todas las prácticas de poder, por ejemplo la positividad de la policía en el sentido dieciochesco, la idea del biopoder como poder que organiza la vida en lugar de reprimirla; por otro lado, paralelamente, un trabajo sobre las técnicas del yo, no como técnicas de dominio de sí mismo, sino como técnicas de constitución de la propia relación con la verdad.

Esto es lo que puedo decir de la evolución de Foucault. Hay al menos una línea que está clara: nos alejamos de la represión, la denuncia, etc., nos interesamos por los aspectos positivos de las prácticas y técnicas de los poderes políticos, de los poderes carcelarios, pero también del poder que podemos tener sobre nosotros mismos. Por lo demás, el tercer punto, la cuestión de sus asociaciones políticas, es secundario. Dejaré de lado el asunto iraní, que tiene una lógica distinta.

¿Qué opina de la oposición entre miserabilismo y populismo que hacen Claude Grignon y Jean-Claude Passeron en su libro Le Savant et le populaire? En una entrevista para Politix,50 Claude Grignon habla favorablemente de su crítica al enfoque llamado «miserabilista», pero me preguntaba qué piensa de la forma en que luego ataca la obra de Michel de Certeau (en la que ven una reacción «típicamente populista» al enfoque «miserabilista») (¡no hay duda de que algunas personas lo incluirían en la categoría «populista» junto al de Certeau!). Siguiendo con la cuestión de su relación con la sociología crítica francesa, el sociólogo Gérard Mauger, en dos textos, ve en su defensa de la capacidad de pensar de cada uno una forma de aristocracia invertida.51 La acusación no me parece muy generosa, pero tendría curiosidad por conocer su reacción ante tales juicios. Para terminar sobre este punto, ¿ha recibido alguna vez una respuesta del propio Bourdieu o de alguno de sus «discípulos» (que no sea en forma de alusión malintencionada, como en el texto de Mauger citado más arriba)? ¿Qué le parecería una respuesta al modo spinozista (que era el que proponía Bourdieu): sólo en la medida en que conocemos los mecanismos de dominación podemos esperar liberarnos de ellos, aunque sólo sea parcialmente? Por último, ya que se ha mencionado el nombre de De Certeau, ¿cuál era su relación con su obra? Da la impresión de que en el tratamiento de la herejía, usted enfrenta a De Certeau (La fábula mística) con Le Roy Ladurie, y que comparte con él una cierta proximidad intelectual.

Aquí hay varias cuestiones. El libro de Grignon y Passeron expresaba una visión de la cuestión de lo «popular» más cercana a la mía que a la de Bourdieu. No recuerdo cómo definía el populismo, pero me parece que esta noción es poco apropiada para caracterizar el enfoque de Michel de Certeau. En cualquier caso, lo que me interesaba de Certeau no era su teorización de las artes de hacer, que dio lugar a apropiaciones un tanto simplistas. Era su aproximación a la herejía, que preserva como pensamiento disidente en lugar de reducirla a la realidad social de la que es proyección imaginaria. A un nivel más profundo, comparto su atención al acontecimiento del habla, habla que, por su exceso sobre los cuerpos que se supone que designa o expresa, rompe el tejido consensual que pone a los cuerpos en «su» lugar. Este poder que él y yo concedemos al habla «errante» nos sitúa evidentemente del mismo lado en relación con las posiciones de la historia de las mentalidades y de la sociología bourdieusiana. No estoy muy familiarizado con las críticas que me han llegado desde ese lado, donde creo que la gente ha preferido ignorarme. Para responder a tu pregunta, la idea de que el conocimiento de las formas de dominación es lo que proporciona los medios para salir de ellas me parece una falsa evidencia que la sociología de Bourdieu comparte con el marxismo. Esa falsa evidencia se basa en el paralogismo de la ciencia social. Se presenta como una ciencia de la necesidad, la única que tiene la llave de la liberación. Pero la necesidad conocida sólo autoriza una manera de ser libre, que es adaptarse a ella. O hay que plantear que es la propia necesidad la que genera la libertad. Esta era la creencia marxista en la dirección de la historia. Desde que esa fe se desvaneció, las ciencias sociales se instalaron en la repetición de un conocimiento «crítico» que no tiene otro fin que sí mismo. Nos ahogamos en volúmenes de literatura sociológica o «crítica» que ha analizado sin cesar todos los trucos de la dominación sin producir ningún efecto liberador.

En Les Temps modernes, usted expresa su escepticismo sobre la noción de «presentismo»,52 pero ¿qué piensa de la noción de régimen de historicidad propuesta por François Hartog, y de la forma en que describe el régimen moderno de historicidad, que en su opinión se abre con la Revolución?53 Su definición de la era democrática como una «era de la expectativa», una «era gobernada por el imperio del futuro» (expresión utilizada al final de Les Mots de l’histoire), es muy similar a la de Hartog. ¿No existe, con esta noción de régimen de historicidad un intento de responder a la paradoja que menciona al final de Les Mots de l’histoire, a saber, que la historia contemporánea «[se ha abstenido] de pensar las formas mismas de historicidad con las que se enfrenta: las formas de la experiencia sensible, de la percepción del tiempo […]»? ¿Y qué cree que define esta nueva percepción del tiempo al entrar a la era democrática?

La noción de presentismo es otra forma de vincular el tema del fin de la historia con la visión tocquevilliana de la era democrática como un tiempo y una forma de vida que se ha despedido de la grandeza del pasado y de las grandes perspectivas. Se construye a partir de una simple visión lineal del tiempo (antes/durante/después), dejando de lado el hecho de que el tiempo también actúa como línea divisoria entre condiciones: está el tiempo de los que tienen tiempo (hombres de ocio) y el tiempo de aquéllos a quienes se les ha robado el tiempo, que se ven obligados a vivir en el universo de la repetición y se esfuerzan por arrancarse de él. La noción de régimen de historicidad es ciertamente preferible a la dudosa idea de «hombres que se parecen a su tiempo», pero sigue construyéndose únicamente a partir de la dimensión horizontal del tiempo (pasado, presente, futuro). No incluye la división vertical del tiempo ni las formas de subversión que se proponen destruirla. No se trata sólo de vincular de manera diferente presente, pasado y futuro. Los proletarios de la noche no se contentan con situar sus pensamientos y acciones en la perspectiva de otro futuro. Contraponen un presente a otro. Intentan vivir en un tiempo que no es el suyo. Es a través de esta invención de otro presente como comienzan otro futuro. Este es un punto en el que siempre he insistido: son las subversiones del presente las que crean futuros, no los programas de mundos mejores por venir. Un régimen de historicidad es también el resultado de una tensión entre regímenes de temporalidad. Y un régimen de temporalidad es un doble anudamiento del tiempo que tiene en cuenta tanto la dimensión horizontal como la vertical: es la ruptura en el presente de la división entre el tiempo de los hombres mecánicos y el de los hombres libres lo que devuelve el pasado de otra manera y anticipa otro futuro.

Debo admitir que este doble anudamiento no se tuvo en cuenta en Mots de l’histoire. Las consideraciones del último capítulo sobre el tiempo de la edad democrática, marcado por el futuro, se quedan al mismo tiempo con una visión global que ignora la división del presente y con una imagen de la democracia como época que no rompe, en sustancia, con la doxa tocquevilliana. En mis textos posteriores insisto en que la democracia es una práctica, no una forma de sociedad o una atmósfera de una época definida por rasgos antropológicos.

Usted trata la cuestión de la percepción del tiempo en la era democrática en un texto «menor» pero sugerente, el prefacio que escribió para La eternidad a través de los astros de Auguste Blanqui. En él, usted parece sugerir que él no creía en la necesidad de la historia (de ahí la dura crítica de Blanqui al positivismo de Auguste Comte, que él veía como una doctrina del orden), ni creía en el «Grand Soir». Usted escribe: «Que no existe una vía real hacia el progreso es ya la lección que los más conscientes han sacado de 1848. El fracaso de las revoluciones de 1848 fue precisamente eso: el fracaso de una visión del mundo en la que la dominación daría paso a la evidencia republicana de la ley del progreso, igual que la oscuridad da paso a la luz. Y, más ampliamente, el fracaso de la idea de un sentido de la historia al que se asociaría la causa de la justicia social y de la igualdad política.”54 Sin pretender que Blanqui hable en nombre de todos los revolucionarios de su siglo, su prefacio complica enormemente la idea que generalmente tenemos de la relación entre los militantes del siglo XIX y el horizonte revolucionario. ¿Era ese el propósito de ese prefacio?

También en este caso, mi punto de partida fue el material que tenía ante mí, no la intención de demostrar algo. Me pidieron que presentara el texto de Blanqui, que ni siquiera sé si había leído antes. Y fue al leerlo cuando me di cuenta de hasta qué punto contradecía cualquier visión del sentido de la historia al hacer de la acción revolucionaria un lanzamiento de dados que se repetiría innumerables veces en innumerables mundos. Y es que el revolucionario más radical del siglo XIX escribió un libro que situaba la acción revolucionaria en el marco de una pluralidad de mundos y de un tiempo constituido por ciclos que siempre se repiten. Esta visión de las cosas puede atribuirse al periodo posterior al 48, en el que proliferaron los ensueños palingenésicos y espiritistas en un contexto de desilusión radical ante las teorías del progreso. Pero la influencia de la visión palingenésica se dejó sentir a lo largo de todo el siglo; ya era muy fuerte en la década de 1830 y fue dentro de esta visión donde tomó forma el pensamiento de Gauny, que veía el proceso de emancipación como la obra de varias existencias sucesivas. El texto de Blanqui pertenece a este universo del saber herético, que he mostrado como caldo de cultivo del pensamiento emancipador.

Notas al pie
  1. La Parole ouvrière 1830-1851 : textes rassemblés et présentés, con Alain Faure, París, UGE, 1976, p. 12. Subrayado nuestro.
  2. Insistiendo en particular en la idea de que «la política es un conflicto de mundos más que un conflicto de fuerzas», como subrayó Rancière en una entrevista en 2023 para la revista Contretemps: Jacques Rancière, Arash Behboodi y Alireza Banisadr, «Un conflit de mondes plutôt qu’un conflit de forces. Entretien avec Jacques Rancière«, Contretemps, 19 de junio de 2023.
  3. Además del prefacio a L’Eternité par les astres de Blanqui (Les impressions nouvelles, colección «Réflexions faites», 2012), véase también el artículo «Le Salut aux ancêtres» (sobre Georges Sorel et la Révolution au 20e siècle, de Michel Charzat, y Écrits sur la Révolution, de Blanqui), La Quinzaine littéraire, nº 262, 1977, pp. 19-20.
  4. Sobre este último punto, Rancière señala en «La scène révolutionnaire et l’ouvrier émancipé (1830-1848)», Tumultes, nº 20, «Révolution, entre tradition et horizon», mayo de 2003, p. 62: «Naturalmente, probar la razón de uno nunca ha obligado al otro a reconocerla, y el adversario siempre puede evadirse allí donde se le convoca y obtener la victoria por otras armas». Véase también La Mésentente : Politique et philosophie, París, Galilée, col. «La philosophie en effet», 1995, pp. 82 y ss.
  5. Para Rancière, nunca se trata de oponer el discurso utópico (sansimoniano o no) al «objeto bueno» que supuestamente sería esa utopía obrera orgánica. En este artículo, hace hincapié en la dimensión antifeminista de este último. Véase «Utopistes, bourgeois et prolétaires», L’Homme et la Société, n° 37-38, 1975, pp. 95-96.
  6. La misma reticencia se encuentra en Les Scènes du peuple: (Les Révoltes logiques, 1975-1985), Lyon, Horlieu, 2003 (p. 206): «El problema reside menos en la existencia de rincones de autonomía e indisciplina popular que en la intersección entre los circuitos del trabajo y los del ocio, en la multiplicación de esas trayectorias —reales o ideales— por las que los obreros circulan en el espacio de la burguesía y dejan vagar en él sus sueños».
  7. Ver Jacques Rancière, «L’Archange et les orphelins. Victor Hugo, conseil aux poètes et importance du rôle des poètes-ouvriers dans la morale future de l’humanité», La Quinzaine littéraire, n° 448, 1985, pp. 15-16.
  8. Esta realidad se repite obsesivamente en las cartas de Gauny: véase, por ejemplo, la conclusión de una carta a Retouret («aún tengo más que decir, pero el tiempo libre escasea, tengo poco, adiós, amistad») o la carta a Ponty en la que se describe a sí mismo y a su amigo como «pobres de tiempo libre» (en las páginas 209 y 216 respectivamente del Philosophe plébéien).
  9. Esta transgresión de la jerarquía del tiempo no está exenta de peligros. En un pasaje de La Nuit des prolétaires (p. 84), Rancière evoca «el agotamiento de quienes han sucumbido a la tarea imposible de una doble vida, como el tipógrafo Eugène Orrit, para quien el Telémaco bilingüe dejado por Jacotot no bastaba para completar su doble trabajo de jornalero y enciclopedista nocturno».
  10. Cf. Les Scènes du peuple, op. cit. pp. 14-15. Precisemos que el ocio, según Rancière, es también, y quizás ante todo, el ocio del pensamiento.
  11. Ibid, p. 8. Cabe preguntarse hasta qué punto puede encontrarse esta imagen en una obra clásica como Culture d’en haut, culture d’en bas, L’émergence des hiérarchies culturelles aux États-Unis, de Lawrence W. Levine, La Découverte, 2010. Sobre este punto, véanse las breves observaciones de Christophe Charle en un artículo de La Vie des Idées: Peter Marquis, «L’Éden d’une culture partagée«, La Vie des Idées, 17 de septiembre de 2010.
  12. Véase, por ejemplo, Jacques Rancière, «Les mirages de l’histoire immobile», Les Nouvelles littéraires, «Notre mémoire populaire», 2620, 26 de enero-2 de febrero de 1978, p. 21. Véase también Moments politiques : Interventions 1977-2009, París – Montreal, La Fabrique – Lux, 2009, p. 20: «El aparato ideológico dominante se interesa particularmente por la palabra [del obrero o del campesino] cuando, en el atardecer de su vida, puede contribuir a alguna crónica de antihéroe (X un obrero como los demás, Y un campesino de Bigouden). Entonces tiene derecho a hablar en la medida en que aporta nuevos conocimientos sociales, pero sobre todo en la medida en que ha pasado más años de su vida trabajando y callando. Añadamos que su testimonio será tanto mejor recibido cuanto menos se resista (más ordinario) y cuanto menos se ponga a pensar».
  13. Una crítica comparable de las explicaciones en términos de «control social» en la historia del ocio puede encontrarse en un artículo contemporáneo de Gareth Stedman-Jones, «Class expression versus social control? A critique of recent trends in the social history of leisure», History Workshop Journal, nº 4, otoño de 1977, pp. 162-170 (retomado en Languages of Class: Studies in English Working Class History, 1832-1982, Cambridge, 1983).
  14. De hecho, esta tesis se expresa más claramente en la respuesta de Rancière a las objeciones de Sewell, Papayanis, Newman y Johnson que en el propio texto. Véase Jacques Rancière, «A Reply», International Labor and Working-Class History, primavera 1984, nº 25, pp. 42-46.
  15. La obra original data de 1964. Para la traducción francesa, véase Alfred Cobban, Le Sens de la Révolution française, traducción de F. Lessay, prefacio de E. Le Roy Ladurie, París, Julliard, 1984, p. 220.
  16. Sobre este punto, véase Sébastien Laoureux, «De l’anachronisme à l’anachronie’. Le pouvoir de faire (de) l’histoire selon Rancière» en Sébastien Laoureux, Isabelle Ost, Jacques Rancière, aux bords de l’histoire, París, Éditions Kimé, col. «Philosophie en cours», 2021.
  17. Jacques Rancière, «Le concept d’anachronisme et la vérité de l’historien», L’inactuel, n° 6, Calmann-Lévy, 1996, pp. 53-68.
  18. Antoine Lilti, «Rabelais est-il notre contemporain ? Histoire intellectuelle et herméneutique critique», Revue d’histoire moderne & contemporaine, 2012/5 (n° 59-4bis), pp. 65-84.
  19. Por ejemplo, en este pasaje: «Lo sorprendente al leer estos textos obreros de los años 1830, no sólo los panfletos de lucha, sino también toda la correspondencia, los poemas, algunos de los cuales se han conservado, era darse cuenta de que no había mucha diferencia, desde cierto punto de vista, entre los obreros de 1830-1840 y los estudiantes del 68». Véase Jacques Rancière, Et tant pis pour les gens fatigués: Entretiens, París, Éditions Amsterdam, 2009, p. 644. Otros, en cambio, van en la dirección opuesta, por ejemplo este pasaje de Les Mots de l’histoire en el que Rancière critica un cierto utopismo histórico destinado a resucitar «la presencia del presente», o cuando señala que los militantes sansimonianos del siglo XIX nos interesan «no tanto por lo que nos los acerca como por lo que nos los hace extraños» (Les Scènes du peuple, op. cit., p. 94).
  20. Jacques Rancière, Les Scènes du peuple, op. cit, p. 7. Véase también este pasaje en «Le concept d’anachronisme et la vérité de l’historien»: «La multiplicidad de líneas de temporalidad, de los propios significados del tiempo, incluidos en un «mismo» tiempo, es la condición de la acción histórica».
  21. Christophe Charle, Discordance des temps. Une brève histoire de la modernité, París, Armand Colin, 2011, p. 494.
  22. Para Paul Veyne, esta ilusión corresponde a «la idea de que todos los acontecimientos de una misma época tienen la misma fisonomía y forman un conjunto expresivo» (véase la larga nota a pie de página de la página 42 de Comment on écrit l’histoire: essai d’épistémologie, París, Éditions du Seuil, «L’Univers historique», 1971; reimpresión ampliada de «Foucault révolutionne l’histoire», 1978).
  23. Jacques Rancière, Les Mots de l’histoire : Essai de poétique du savoir, París, Seuil, col. «Points Essais», 2014 (1a ed. 1992), pp. 167-168.
  24. Título de una entrevista con Jean-Baptiste Farkas, retomada en Et tant pis pour les gens fatigués, op. cit., pp. 549-560.
  25. Jacques Rancière, La Méthode de l’égalité : Entretien avec Laurent Jeanpierre et Dork Zabunyan, Montrouge, Bayard, 2012, pp. 161-162 : «El sentido global de lo que he hecho es que no hay necesidad ni conocimiento de la necesidad que funda la acción».
  26. Ver el capítulo «Le lieu de la parole» en Les Mots de l’histoire. Sobre Montaillou, ver también el artículo «De la vérité des récits au partage des âmes», Critique, 2011/6 n° 769-770, pp. 482-483.
  27. Nótese que el término «redención» aparece en otros contextos, como en el texto sobre Sebald en Les Bords de la Fiction.
  28. «Exposé de Jacques Rancière», Raison présente, n°108, 4o trimestre 1993. Les sciences humaines en débat (I).
  29. Término usado en el artículo «La maladie des héliotropes : Notes sur la ‘pensée ouvrière’», Ethnologie française, vol. 14, n. 2, pp. 125-30.
  30. Ver la entrevista «Les mots du dissensus» publicada en Diacritics y retomada en Et tant pis pour les gens fatigués, op. cit., pp. 172-177.
  31. Sobre este tema, véase la importante obra de Sabina Loriga y Jacques Revel, Une histoire inquiète, les historiens et le tournant linguistique. EHESS-Gallimard-Seuil, col. «Hautes Études», 2022, p. 392, y más concretamente el capítulo dedicado a la historia social.
  32. Ver Mischa Suter, «A Thorn in the Side of Social History : Jacques Rancière and Les Révoltes logiques», International Review of Social History, 57(01), abril 2012, pp. 61-85.
  33. Por ejemplo, Lenard Berlanstein, «Working with Language: The Linguistic Turn in French Labor History», Comparative Studies in Society and History, vol. 33, nº 2 (abr., 1991), pp. 426-440, quien asocia el nombre de Rancière con los de Joan Wallach Scott y William H. Sewell, entre otros. La misma asociación en Patrick Joyce, ‘The end of social history?’, Social History, vol. 20, nº 1 (ene., 1995), pp. 73-91 (Patrick Joyce añade a la lista anterior —en la que también se incluye a sí mismo— el nombre de Gareth Stedman Jones). Véase también Donald Reid, «The Night of the Proletarians. Deconstruction and Social History», Radical History Review, nº 28-30, 1984, pp. 445-463, calificado por Geoff Eley de «artículo clave»: véase Geoff Eley, «De l’histoire sociale au ‘tournant linguistique’ dans l’historiographie anglo-américaine des années 1980», Genèses, nº 7, (marzo de 1992), pp. 163-193.
  34. Véase Jacques Rancière, entrevista con Christian Delacroix y Nelly Wolf-Cohn, «Les hommes comme animaux littéraires», Mouvements, nº 3, marzo-abril de 1999, reimpreso en Et tant pis pour les gens fatigués, op. cit. p. 137. Y en una reseña por lo demás admirativa de Le Fil et les Traces, Rancière se muestra claramente reservado ante la crítica de Ginzburg de un supuesto «escepticismo posmoderno» («De la vérité…”, op. cit.). Sin embargo, en otro lugar, a propósito de Les Mots de l’histoire, afirma: «[…] cuando hablo de la poética del conocimiento o cuando me intereso por la cuestión de la narración del historiador —en particular por la historia de las mentalidades— no es para decir que la historia sólo es narración, ficción, literatura, no es para defender una posición relativista como: sólo hay relatos y al final todo es ficción; ni tampoco es defender una posición textualista: sólo hay textos, más textos y siempre textos. Jacques Rancière, «Histoire et Récit», en L’histoire entre épistémologie et demande sociale, Actes de l’université de Blois, septembre 1993, IUFM de Créteil, Toulouse, Versailles, p. 183.
  35. Jacques Rancière, The Nights of Labor: The Workers’ Dream in Nineteenth-Century France. Traducción de John Drury. Introducción de Donald Reid. Filadelfia: Temple University Press, 1989.
  36. Voir Carlo Ginzburg, Le Fil et les traces, traducción de Martin Rueff, Verdier, 2010.
  37. Para el argumento completo, véase Politique de la littérature, París, Galilée, colección «La philosophie en effet», 2007, pp. 199-201. Cabe señalar que Paul Veyne, en una nota a pie de página en la que denuncia lo que denomina la «ilusión fisonómica», también cuestiona la imagen que Huizinga tiene del fin de la Edad Media: «Uno quisiera saber […] qué hay de real detrás de la sombría figura que el siglo de Villon y las danzas de la muerte tiene ante nuestros ojos, y en qué nivel de realidad se sitúa el admirable estudio fisonómico de Huizinga […]» (Paul Veyne, Comment on écrit l’histoire, op. cit, p 42).
  38. Jacques Rancière, La Nuit des prolétaires : Archives du rêve ouvrier, París, Fayard, col. «Pluriel», 2012 (1ª ed. 1981), pp. 8-10. Recordemos esta bella cita de Jean-Marie Konczyk, de su relato autobiográfico Gaston, l’aventure d’un ouvrier, publicado en 1971: «Por el momento, me contento con decir que los obreros no son seres colectivos. Son individuos con una vida que vivir». La cita se encuentra en Xavier Vigna, L’espoir et l’effroi. Luttes d’écritures et luttes de classes en France au XXe siècle, París, La Découverte, 2016, 250 p. Véase también este pasaje de Le Spectateur Émancipé sobre una fiesta campestre que Gauny y sus compañeros aprovecharon para hacer propaganda: «Haciéndose espectadores y visitantes, trastornan la división de lo sensible que dicta que los que trabajan no tienen tiempo para dejar vagar al azar sus pasos y sus miradas y que los miembros de un cuerpo colectivo no tienen tiempo para dedicarse a las formas e insignias de la individualidad» (p. 25). Subrayado nuestro.
  39. Véase Edoardo Grendi, «Micro-analyse et histoire sociale», Écrire l’histoire, 3, 2009, pp. 67-80. Véase también Jacques Revel, «L’histoire au ras du sol», prefacio a Giovanni Levi, Le Pouvoir au village. Histoire d’un exorciste dans le Piémont du XVIIe siècle, trad. M. Aymard, París, Gallimard, 1989, pp. XXX-XXXIII, y el epílogo de Carlo Ginzburg a Mythes, emblèmes, traces; morphologie et histoire, París, Flammarion, 1989; nueva edición ampliada, revisada por Martin Rueff, Verdier, 2010.
  40. Lo que, como señala Patrick Boucheron en el prefacio del libro, significa también «dar al pensamiento del molinero friulano la misma dignidad, valor y coherencia» que al de Rabelais (Carlo Ginzburg, Le fromage et les vers : l’univers d’un meunier du XVIe siècle, Flammarion, 1980 [2019 para la edición «Champs»], p. XIX).
  41. Voir La Méthode de l’égalité, op. cit., pp 193-195.
  42. «Les mots de l’histoire du cinéma», entrevista con Antoine de Baecque, retomada en Et Tant Pis pour les Gens Fatigués, op. cit., pp. 103-104.
  43. Jacques Rancière, «Histoire et Récit», en L’histoire entre épistémologie et demande sociale, op. cit., pp. 200-201. Ver también sobre este punto la conclusión de Mots de l’histoire.
  44. Politique de la littérature, op. cit., p. 88.
  45. Ver en especial La Méthode de l’égalité, op. cit., pp. 71-76.
  46. Ibid., pp 74-75.
  47. «La légende des philosophes (les intellectuels et la traversée du gauchisme)», con Danielle Rancière, Révoltes logiques, número especial, «Les lauriers de mai ou les chemins du pouvoir (1968-1978)»,febrero 1978, pp. 7-25, texto retomado en Les Scènes du peuple.
  48. Ver recientemente Daniel Zamora y Mitchell Dean, Le dernier homme et la fin de la révolution, Lux, 2019.
  49. Reproducimos aquí el extracto pertinente, ya que el texto no está disponible en línea: «Los nuevos filósofos son unos completos desconocidos para la filosofía contemporánea, que por lo demás está muy viva…». ¡Qué optimismo! Aubral y Delcourt se esfuerzan por separar el buen grano de la paja espiritualista, para demostrar que los filósofos más jóvenes han abusado de los mayores para promocionarse: Foucault y Lacan han sido traicionados, Châtelet se ha recuperado, Desanti, Serres y Barthes han sido atraídos a una emboscada, Deleuze y Lyotard han sido tratados con desprecio. Estas explicaciones nos llevan a preguntarnos: ¿el pensamiento de alguien ha sido traicionado por falsos discípulos? ¿Pero no tiene interés en restablecer él mismo su pensamiento, o no tiene una plataforma desde donde hacerlo? ¿Otros han visto su crítica decidida en un dossier que glorifica lo que condenaban? ¿Pero ignoraban que no se les pedía su pensamiento, sino su nombre, para presentarlos a la Société des Grands Intellectuels Réunis? ¿Acaso esas «traiciones» no les valieron el reconocimiento de su propio poder en el seno de la SGIR? Tal circulación de nombres propios que Aubral y Delcourt muestran en el corazón de la «filosofía» de JM Benoist, ¿no tiende a convertirse en una ley de funcionamiento de todo el «pensamiento» de la alta intelectualidad de izquierda? Los fenómenos que la «joven filosofía» ha sistematizado ya habían aparecido: la utilización de la política para dar el valor añadido de «acontecimiento» a los cursos universitarios, la espectacularización de la enseñanza, la aparición del star-system, la complacencia recíproca de los grandes pensadores, los homenajes recibidos sin desagrado del demi-monde periodístico, el consentimiento a la formación de extraños imperios en la intersección de la Universidad, la edición, la prensa y los salones. Los mayores que no alentaron esta invasión del terreno filosófico por la razón comercial y publicitaria la han dejado en cualquier caso producirse”. Jacques Rancière, «Sur Contre la nouvelle philosophie de François Aubral et Xavier Delcourt», La Quinzaine littéraire, nº 257, 1977, pp. 6-7. Una opinión que también comparten Castoriadis y Bouveresse.
  50. Claude Grignon, Annie Collovald, Bernard Pudal, Frédéric Sawicki (1991). «Un savant et le populaire. Entretien avec Claude Grignon», Politix, 13, pp. 35-42.
  51. Véase Gérard Mauger, «Quel populisme?», La Pensée, 2017/4 (n.º 392), pp. 106-115 y Gérard Mauger, «De ‘homme de marbre’ au ‘beauf’. Les sociologues et ‘la cause des classes populaires’», Savoir/Agir, 2013/4 (n.º 26), pp. 11-16. Sin embargo, algunos trabajos intentan conciliar los enfoques de Rancière y Bourdieu: véase especialmente Charlotte Nordmann, Bourdieu / Rancière – La politique entre sociologie et philosophie, París, Éditions Amsterdam, 2006. Para el mismo tipo de comparación, pero esta vez con Boltanski, véase Nicolas Auray y Sylvaine Bulle, «Rupture critique ou partage du sensible, dévoilement ou suspension de la réalité?», SociologieS [En línea], Theory and research, en línea desde el 16 de octubre de 2016.
  52. Sobre las razones de este escepticismo, véase Les Temps modernes: Art, temps, politique, París, La Fabrique, 2018, pp. 16 y ss.
  53. Ver François Hartog, Régimes d’historicité. Présentisme et expériences du temps, París, Le Seuil, 2003.
  54. Jacques Rancière, «Préface» a L’Eternité par les astres, op. cit., p. 18. Subrayado nuestro.

«El archivo es el testimonio de actos de habla que marcan el desarraigo de una condición», una conversación en dos partes con Jacques Rancière

15abr-24
Publicada el 15 abril, 2024
por Administrador

La relación entre filosofía e historia en Francia no siempre ha sido fácil. A veces se ha acusado al filósofo Jacques Rancière de dar lecciones a los historiadores. Sin embargo, no es necesario repetir la fábula del polvo y la nube, por una sencilla razón: como atestigua la abundante bibliografía temática que cierra esta larga entrevista dedicada a la relación del filósofo con la historia, el autor de La noche de los proletarios y de Scènes du peuple ha innegablemente, a su manera herética, escrito historia y sobre historia.

Por Vianney Griffaton

En El método de la igualdad, usted afirma que sus relaciones con ellos nunca han sido muy buenas, con la excepción de Michelle Perrot.1 Pero me parece que esta afirmación es discutible, por varias razones. En primer lugar, varios historiadores de primera fila participaron en Révoltes Logiques, la revista que usted cofundó en 1975, entre ellos Arlette Farge, Geneviève Fraisse e Yves Cohen. También me parece que hubo un verdadero diálogo con los historiadores anglosajones: pienso en el debate en torno a «The Myth of The Artisan»,2que incluyó contribuciones de William Sewell, Nicholas Papayanis y Christopher Johnson. También es sorprendente constatar que La noche de los proletarios suscitó un número mucho mayor de reseñas en el Reino Unido y Norteamérica que en Francia.3Del mismo modo, a pesar de una incomprensión inicial por parte de algunos historiadores, Les Mots de l’histoire se ha convertido, junto con Tiempo y narración de Ricoeur, en una referencia imprescindible para cualquier investigación sobre la relación entre historia y relato.4Por último, usted es una referencia cada vez más evidente para la actual generación de historiadores: Déborah Cohen, Samuel Hayat, Laurent Jeanpierre, Sophie Wahnich y otros son sólo algunos ejemplos. ¿No sugieren todos estos factores que su relación con los historiadores no puede reducirse a la simple constatación de un encuentro fallido? ¿Cuál fue su relación con los historiadores anglosajones del movimiento obrero en particular?

En primer lugar, ¡los historiadores de las Révoltes logiques eran bastante especiales! Geneviève Fraisse siempre decía que ella no era historiadora, sino filósofa. Arlette Farge, en cambio, había estudiado derecho. En cuanto a Yves Cohen, le conocí como militante maoísta, ¡y se volvió historiador en la cárcel! Y en aquella época, no tenía absolutamente ningún lugar en la institución de la historia. Así que se trataba de personas que, en términos generales, se encontraban en la misma situación que yo en lo que respecta a la historia.

Sobre el segundo punto, la recepción de los historiadores, hay que entrar en detalle. Hubo juicios lapidarios, aunque no fueran vociferantes. Pienso en Maurice Agulhon, en el jurado de mi tesis, y luego en su reporte de lectura sobre el Gauny. Pienso, por supuesto, en Noiriel, que en aquella época representaba la ortodoxia de la historia social.

También estaba el debate sobre «The Myth of the Artisan», que fue mi contribución al coloquio y al libro Work in France iniciado por Steven Kaplan, que no era un historiador del movimiento obrero, ya que su campo era la historia del pan. Fue un debate agradable, pero muy breve. Después de aquello, no tuve más trato con historiadores sociales como tales. Tuve trato con historiadores, algunos de los cuales habían estado en el coloquio de Steven Kaplan, pero que pasaron a trabajar en cosas distintas de la historia de la clase obrera, como Joan Scott y William Reddy. Las reseñas que mencionas sobre La noche de los proletarios eran prácticamente desconocidas para mí, porque no me las mostraron. En consecuencia, no hubo un diálogo a largo plazo con los historiadores sociales estadounidenses, a pesar de que Donald Reid, que prologó la traducción del libro, me pidió mi opinión cuando escribió su libro sobre Lip.5Por otra parte, un historiador como Lynn Hunt, que inicialmente se había interesado en mi trabajo, escribió más tarde un artículo muy negativo sobre Les Mots de l’histoire.6

En Francia, los historiadores que me apoyaron o se interesaron en mi trabajo lo hicieron menos por mi contribución a la historia obrera que por mi forma de difuminar las fronteras entre campos. Michelle Perrot había sufrido el confinamiento de Labrousse al marco de la historia social y aspiraba a trabajar sobre un tema —la historia de las mujeres— que todavía no se consideraba serio. Madeleine Rebérioux, que me apreciaba, objetaba al mismo tiempo que la historia se ocupaba de lo que la gente hacía y no de lo que decía. Por el contrario, mi trabajo atrajo el interés de historiadores de las mentalidades y la cultura como Roger Chartier, con quien mantuve varias discusiones, y Alain Corbin, que me invitó a su seminario. Acogieron mi trabajo menos como una contribución factual a un campo histórico concreto que como una forma de cuestionar la práctica de la historia. Incluso llegó un momento en que los historiadores más interesados en lo que yo hacía eran los historiadores de la Antigüedad, gente como Nicole Loraux,7por ejemplo, como Vidal-Naquet, que estaban un poco en desacuerdo con los principios de explicación vigentes en las ciencias sociales o en la historia de las mentalidades.

Así que es cierto que, desde entonces, las cosas se han movido un poco en el mundo de los historiadores, y han llegado historiadores más jóvenes que se han inspirado en otras tradiciones, que han leído a Foucault, que han leído a antropólogos y han tenido una actitud diferente hacia mi trabajo.

La historiadora Arlette Farge era una de las participantes habituales en Révoltes Logiques. Es difícil leerlo a usted y no pensar en lo que escribió en Le Goût de l’archive. En el epílogo de la colección La Parole ouvrière, usted subraya que su objetivo al publicar esos textos era «transmitir la textura sensible de la toma de la palabra y, al mismo tiempo, construir un corpus de reflexiones y propuestas sobre el presente y el futuro de los trabajadores». De ahí la voluntad manifiesta de hacer visible y legible el archivo, tanto en sus colecciones de textos (La Parole ouvrière, El filósofo plebeyo) como en La noche de los proletarios o los artículos de Révoltes logiques, donde las citas son muy abundantes. ¿Puede hablarnos de su relación con el archivo, tanto desde un punto de vista «carnal» como teórico?

Lo fundamental es considerar que el archivo no es ante todo información; el archivo es ante todo palabras. Y no sólo palabras, sino palabras que están inscritas en un determinado soporte, y que utilizan un determinado léxico, una determinada retórica, una determinada ortografía… Hay una materialidad sensible en la palabra, y el archivo es ante todo eso. Para el tipo de archivo que me interesaba, y que también interesaba a Arlette, el archivo es el testimonio de actos de habla que marcan el desarraigo de una condición en la que se supone que la gente no debe hablar, o no se define a sí misma a través del habla. Y eso es lo que tenemos que hacer visible a través de la escritura, que presupone procedimientos un tanto complicados, en particular respetar una determinada ortografía, una determinada forma de hablar, sin presentar al mismo tiempo a esos individuos como personas incultas, etc. Así pues, es el acto de romper con un mundo mudo lo que ocupa el centro de la escena. Por supuesto, hay tipos de archivo que lo permiten en mayor o menor medida. Está claro que toma toda su fuerza en los libros de Arlette Farge, pienso en Bracelet de parchemin, que trata de esos pequeños trozos de papel que son todo lo que une una vida anónima, una vida que no cuenta nada, al mundo de la escritura. Yo no tenía esos elementos materiales en mis manos; tenía textos de la clase obrera que contaban eso, historias sobre pequeños trozos de papel que se encuentran en la calle, en los que hay, por ejemplo, dos versos de Atalía. Lo cuentan, ¡pero puede que se lo hayan inventado o lo hayan leído en otra parte! No tenía la materialidad de un soporte que fuera significativo en sí mismo. Pero sí intenté destacar la textura de esos escritos, el tipo de sintaxis en particular —la singularidad de la sintaxis de Gauny, por ejemplo— y subrayar ciertos elementos que indican la materialidad del acto de escribir. Por ejemplo, he comentado la hora, que se indica a menudo: escriben a medianoche, y por supuesto esto enlaza con el gran tema de La noche de los proletarios, de la noche ganada por la obligación de dormir. Esa es, para mí, la relación esencial con el archivo, es decir, el acto de hablar, que es un acto de emancipación frente a una condición.

Usted ha insistido en varias ocasiones en que su trabajo teórico consistía en intentar hablar a través de las palabras de otros. En algunos libros —El maestro ignorante en particular—, esta ambición se consigue mediante una operación de paráfrasis (también habla de «reformular» o de «poner en escena» el discurso archivado) en la que sus palabras se entremezclan con las de Jacotot, con el objetivo declarado de crear entre usted y su «objeto» el «plano de igualdad de un encuentro».8Déborah Cohen, en un artículo dedicado a la poética del conocimiento que implementa en sus escritos históricos, escribe al respecto: «en este contexto, habría que replantearse evidentemente el estatuto del texto de El maestro ignorante: ¿quién es ese Jacotot cuya voz, tan perfectamente imitada, suena a veces como la del propio Jacques Rancière?”.9La afirmación de igualdad intelectual que subyace a este dispositivo de escritura es perfectamente comprensible, pero ¿no implica un riesgo opuesto, a saber, el de usurpar la palabra del otro o, en todo caso, el de difuminar la distinción entre los discursos y hacer que la palabra archivada diga más de lo que dice ella misma?

En cualquier caso, prácticamente ningún historiador publica el archivo tal cual, ni siquiera en la colección «Archivos», donde había fragmentos de archivo y comentarios que los situaban. Los archivos siempre se utilizan para hacer algo con ellos. Lo que hacen los historiadores la mayoría de las veces es interpretarlo, es decir, ponerlo en una cuadrícula explicativa. Podría ser la cuadrícula de Labrousse, que todavía estaba muy vigente en la época de La noche de los proletarios: se empieza por lo económico y luego se va pasando por los distintos estratos hasta llegar al nivel ideológico. Podría ser la cuadrícula de la «historia de las mentalidades», al estilo de Le Roy Ladurie; Montaillou seguía siendo la gran referencia en aquella época para el uso del discurso «popular». Pensamos en un texto como el producto de una determinada tierra, de una determinada manera de vivir, de pensar, etc., una especie de conjunción de geografía en el sentido amplio del término y de psicología. El historiador se va a poner en la piel del tipejo de Montaillou que consigue conciliar las sutilezas teológicas de la herejía con su modo de vida bonachón. Esos dos marcos dominantes son dos prácticas reduccionistas que encajan una palabra o un movimiento que se desvía hacia los marcos existentes. Mi problema era que estaba tratando con un tipo de archivo que básicamente mostraba el movimiento de la gente para salirse de los marcos, para salirse de las cuadrículas dentro de las cuales estaba confinada. Mi problema, por tanto, era hacer lo contrario: no reducir regresando a categorías sociológicas ya existentes, sino crear una forma de amplificación: desnudar el acontecimiento del discurso en su singularidad, y luego amplificarlo por medio de la paráfrasis, es decir, ese movimiento por el que esos obreros intentaban salir de su mundo, ir hacia el mundo de los poetas, de los intelectuales, etc., yo traté de mostrar su alcance aislándolo y amplificándolo.

En el caso de Gauny, se trataba de romper la barrera social por debajo de la cual el habla se considera en cualquier caso información, no discurso. En el caso de Jacotot, es un poco diferente: se trata de transmitir un discurso que tiene un marco de referencia muy anticuado, ya que hablaba en la década de 1820, pero dentro de un marco de referencia que es el de la Ilustración. Por consiguiente, las operaciones de mezclar mi voz con la suya tienen por objeto transmitir la fuerza heterodoxa del discurso de Jacotot en un tipo de retórica, e incluso en algún momento en un vocabulario simplemente comprensible para el público al que me dirijo. También en este caso se trata de una operación —paráfrasis, desplazamiento, amplificación— que pretende hacer resonar algo fuera de su propio tiempo y lugar.

Diría que he limitado extraordinariamente el riesgo de hablar en el lugar de los demás. En cierto modo, incluso me sorprendió: cuando leí los primeros textos descriptivos de Gauny, le inventé una filosofía a mi manera. Luego leí sus textos filosóficos y me di cuenta de que la filosofía que yo le había inventado era en realidad la suya propia (risas).

En una reseña por lo demás muy favorable del gran libro de William Sewell, Gens de métier et révolutions, usted cuestiona «una concepción voluntariamente globalista de la clase obrera y de su ‘voz’» que, en su opinión, lleva a Sewell a relacionar el discurso de los panfletos y periódicos obreros del periodo 1830-1848 «con una especie de sujeto global, sin plantear la cuestión de la situación de los productores de ese discurso, de las influencias específicas que sufrieron».10Esta insistencia en el hecho de que «no hay una voz del pueblo», sino «voces fragmentadas, polémicas, que dividen cada vez la identidad que presentan»11es crucial para su práctica histórica. ¿Cómo desarrolló este rechazo a adoptar una visión global de las voces de los trabajadores? ¿Es un efecto de su paso por la izquierda proletaria12y de la insistencia de Mao en las contradicciones?

Sí, podría decirse que hubo de eso, por supuesto. Dicho esto, ¡la insistencia de los militantes maoístas en las contradicciones en el seno del pueblo no era simplemente una idea tomada de Mao! Era la visión de lo que había ocurrido en el 68, la visión de la relación del Partido Comunista Francés con las diferentes formas de explosión obrera de la época, y luego, por supuesto, todo lo que había pasado por la historia del izquierdismo y de los grupúsculos, incluida la izquierda proletaria. Al principio, el modelo era el obrero «salvaje», pero al final fueron los obreros los que se consideraron como hombres del pueblo, sólidos, arraigados, etcétera. En uno de los últimos números de La Cause du peuple, había un grupo de obreros que eran así [¡se cruza de brazos pacientemente!], como los viejos obreros del PCF, y el titular era: «¡Van a limpiar Francia!». Así que incluso en los sectores más minoritarios, en los grupos más pequeños de gente que trabajaba con los obreros, había figuras completamente contradictorias del obrero: tanto los jóvenes obreros salvajes, como los dos viejos obreros del Norte, ¡uno de los cuales después fue acusado de ser confidente de la policía (risas)! Y luego estaban los obreros a los que se consideraba la vieja savia del pueblo de Francia, o algo así. Entonces las contradicciones que encontramos tenían una realidad objetiva. Luego estaba la realidad que encontré en la propia investigación. Yo partía de ideas bastante simplistas: voy a trabajar sobre los inicios del movimiento obrero, es decir, sobre la cuestión de los oficios, la cuestión de la modernización, la lucha contra la mecanización, las revueltas salvajes, las revueltas luditas; toda esa mitología me precedía. Y fue entonces cuando me topé con estos textos extremadamente razonables, que razonaban todo, que discutían los argumentos de los patrones y no dejaban de decir: «No somos rebeldes, no somos salvajes». Así que tuve que cuestionar toda la visión de la que había partido.

Hubo un segundo periodo en el que tuve la impresión, sobre todo en torno a la cuestión de los gremios en 1848, el gran proyecto de la unión de las asociaciones, de que había una especie de pensamiento obrero orgánico bien constituido que no tenía nada que ver con los obreros salvajes, ni tampoco con los utopistas; fue la época en que escribí el texto sobre los utopistas, burgueses y proletarios para marcar la distancia total entre el fourierismo —muy de moda en los años setenta— y la ideología obrera manifestada en una serie de panfletos. En este segundo momento, yo seguía teniendo la idea de que existía un pensamiento obrero identitario, sólo que ya no era en absoluto salvaje, sino que, por el contrario, era la racionalización de una práctica colectiva. Y luego hubo un tercer momento, trabajando en particular en los archivos de Saint-Simon y en los archivos de Gauny, en el que todo eso estalló. Lo que se me hizo evidente fue, por el contrario, el deseo de romper con la identidad obrera establecida, el papel de los intercambios con la burguesía, con los utopistas, con los poetas, con todo un mundo que era el mundo de los otros. Así que hubo una tercera fase en la que me interesé mucho por las cuestiones de las barreras, las fronteras, los cruces fronterizos, todos los préstamos que entran en lo que llamamos «pensamiento obrero», «movimiento obrero», etcétera. Efectivamente eso me hizo notar que todo aquello del pensamiento llamado “obrero” era en realidad dictado desde el exterior, por ejemplo, el gran periódico obrero, L’Atelier, era la doctrina de Buchez, aplicada al pie de la letra, ¡y no había salida! Del mismo modo, hacia 1867, los textos obreros sobre la familia y la mujer, en el marco de la Exposición Universal, ¡fueron tomados esencialmente de Jules Simon! Por último, me di cuenta de que, en primer lugar, muchas expresiones que se suponían obreras procedían en realidad de otra parte; en segundo lugar, que en la formación de la expresión obrera, todos esos intercambios con la otra parte desempeñaban un papel considerable; y, en tercer lugar, que la voluntad de encontrar una identidad obrera seguía siendo una forma de asignación que pretendía poner a los obreros en su lugar.

Siguiendo con la cuestión de las divisiones, me gustaría volver a sus «incursiones» en periodos distintos a 1830-1848. En El método de la igualdad, usted señala que su proyecto inicial era extremadamente ambicioso, partiendo de los orígenes del movimiento obrero francés para llegar hasta la creación del PCF.13Esto plantea una serie de preguntas: ¿por qué abandonó finalmente la historia en los años ochenta? ¿Cómo describiría esa bifurcación? El único indicio de respuesta—bastante alusivo— a esta pregunta se encuentra en el prefacio de Scènes du peuple, en el que usted escribe: «Si esta arqueología ha quedado en suspenso, no es sólo porque el tiempo es siempre demasiado corto para apetitos demasiado vastos, es también porque las cuestiones en juego no podían tratarse bajo la forma simple del conocimiento histórico». ¿Puede explicar el significado de este último pasaje? ¿Cuál fue el vínculo entre esta decisión y la llegada de los socialistas al poder (y, más ampliamente, el final de un cierto «momento 68» que había dado lugar al proyecto de Révoltes logiques)? Me parece que el principio de esas incursiones es siempre explorar cuestiones o momentos polémicos de la historia del movimiento obrero (el antifeminismo de los delegados obreros de 1867, la cuestión de la dictadura del proletariado en el seno del PCF, el compromiso de Dumoulin y otros en la década de 1940, etc.). Por el contrario, la Comuna de París está ausente,14al igual que los «tiempos heroicos» del sindicalismo revolucionario. ¿Podría volver sobre este punto?

En primer lugar, hablemos de la evolución de mi trabajo. Al principio, tenía esa especie de proyecto enciclopédico que mencionas. En un momento dado, me pareció un poco monstruoso, sobre todo para alguien que sentía que se ocupaba de un objeto particular sobre el que no podía trabajar con colegas. Existe este punto de imposibilidad que hace que, incluso para el periodo en el que me he concentrado, haya delimitado mi objeto: ¡no he hablado de todas las formas de pensamiento obrero entre 1830 y 1890! Más bien he trazado un cierto recorrido, a saber, el destino de una decisión inicial de ruptura con el pasado, desde el entusiasmo de los años 1830 hasta el momento de hacer balance.

En cuanto a las incursiones fuera de este esquema, me he centrado más particularmente en lo que me parecía problemático e incluso enigmático. No he hablado de la Comuna de París, porque ya había una masa de materia prima disponible y una masa de interpretaciones dadas por los actores de la Comuna. En cierto modo, no tenía mucho nuevo que encontrar. Por otra parte, nadie había trabajado sobre la historia de los discursos obreros en el marco de la Exposición Universal. Después, Madeleine Rebérioux dio un gran seminario sobre el tema. Pero antes de eso, la única persona que había trabajado al respecto era Alain Faure, y luego yo.

Había algunos puntos singulares que surgieron esencialmente como puntos de discusión: ¿qué significa ser obrero, pensar como obrero, afirmar una cierta forma de subjetividad o de identidad obrera? Muy pronto me di cuenta de que nunca haría una enciclopedia, en parte porque no tenía tiempo ni medios, y en parte porque ese no era mi propósito. Mi propósito era averiguar qué significaban el «movimiento obrero» y la «conciencia obrera». No hay que olvidar que mi punto de partida era una crítica de la idea de conciencia de clase en la tradición marxista, y ese era el trasfondo. Así que estudié puntos concretos, como los discursos pronunciados por los representantes de los trabajadores en la Comisión de la Exposición de 1867, o el periodo que precedió al nacimiento del PCF, o los artículos de los sindicalistas colaboradores. Para cada uno de estos puntos singulares, lo que me importaba era: ¿qué significa ser obrero, actuar consecuentemente como obrero, afirmar un pensamiento o un orgullo obreros? La cuestión cobraba toda su fuerza a través de esos puntos singulares en los que la afirmación de la idea adquiere un aspecto conflictivo, paradójico, incluso escandaloso, mientras que no podría tratarse en la forma enciclopédica que redistribuye los episodios, las situaciones y, en consecuencia, lo que está en juego.

El segundo punto es que, a partir de cierto momento, mis investigaciones me llevaron a plantearme cuestiones que podrían calificarse, de forma un tanto pomposa, de transhistóricas. Por ejemplo, ¿cuál es el núcleo de la experiencia del trabajo? El hecho de que el trabajo no se defina simplemente por ocupaciones técnicas, sino también —si no es que principalmente— por una determinada relación con el tiempo y el espacio. En eso trabajé entre La noche de los proletarios y El filósofo y sus pobres. Había toda una serie de cuestiones sobre el trabajo, sobre la identidad, sobre el intercambio de conocimientos, sobre la imposibilidad del ocio, que de inicio formaban grandes conjuntos sobre los que quería trabajar. Pero no tomó la forma de una enciclopedia, porque no tenía tiempo, y porque son siempre las singularidades las que permiten mostrar lo que está en juego. Así que, al final, la división del conocimiento se abordó en forma del caso Jacotot. Sobre la imposibilidad del ocio escribí uno o dos textos; no disponía de recursos para hacer toda una historia del ocio, el placer, el entretenimiento, etc., desde 1830 hasta nuestros días. Opté por centrar mi trabajo en historias singulares para las que había suficiente material: la historia del «teatro popular», por ejemplo, es un tema definido que puede seguirse a través de material definido durante un periodo determinado. ¡Uno puede perderse en la historia del ocio! Hubo un tiempo en que quise trabajar sobre los viajes, pero tuve que renunciar. Porque, en cualquier caso, no se trataba sólo de una cuestión de tiempo, sino que implicaba reflexionar sobre lo que más tarde llamé el reparto de lo sensible, es decir, el modo en que los cuerpos y las mentes se sitúan en una determinada distribución de lugares, actividades, identidades y formas de sensibilidad y pensamiento que están vinculadas a esos lugares e identidades… Todo eso estaba completamente fuera del alcance de lo que podía tratarse históricamente. A pesar de todo, la historia presupone que se puede decir: sé de lo que hablo cuando hago la historia de los trabajadores, del trabajo, del ocio, etc. Pero mi problema es precisamente saber de qué habló cuando hablo de eso. En consecuencia, ya no era posible hablar de ello como historiador con historiadores. Incluso noté que en Révoltes logiques, pasaban jóvenes historiadores de vez en cuando, pero nunca se quedaban mucho tiempo, porque no podían asentarse en ese tipo de cuestionamiento.

Y entonces me di cuenta de que siempre habría una barrera institucional. La vaga idea que pude tener al principio de convertirme en historiador fue rechazada por la profesión, que me dijo que me quedara donde estaba. No fue: «Eres un trabajador, quédate como estás», sino: «Eres un filósofo, quédate así». También estaba todo el contexto en torno a 1980-1981, es decir, por un lado, el triunfo de la unión de la izquierda, y por otro el hundimiento de todo lo que había querido ser otra izquierda. Estaba el final de Vincennes, el final de Révoltes Logiques, y luego la especie de gran entusiasmo y euforia que rodeaba a la unión de la izquierda. Lo que también significaba que muchos universitarios acudían en masa a la unión de la izquierda, ¡para conseguir el dinero prometido por las grandes ambiciones de Chevènement y su equipo! Llegó un momento en que supe que estaba fuera de juego. Révoltes Logiques se había terminado, Vincennes estaba acabado, todo un espacio teórico-político ya no existía. Tuve que entrar de profesor en el departamento de filosofía de una universidad desarraigada y exiliada. Tuve que arreglármelas con eso y con ese contexto que, bajo la apariencia del triunfo de la izquierda, era en realidad un contexto de poner en orden todo. Por consiguiente, me encontré realizando un trabajo indisciplinario por mi cuenta, manteniéndome dentro de mi identidad de filósofo —en algún momento con cursos sobre Platón y Aristóteles— mientras realizaba investigaciones que se desplazaban más hacia la cuestión general de lo que yo llamaba compartir lo sensible, o compartir el conocimiento, investigaciones que ya no podían basarse en la investigación de archivos sobre la historia de la clase obrera.

En varios textos,15usted vuelve sobre el tema del rechazo del trabajo. En «The Myth of The Artisan» (sección «The ambiguities of ‘love of work’»), usted subraya la ambigüedad de la relación entre el trabajo y ciertos militantes obreros, basándose en un caso emblemático, el de Agricol Perdiguier, autor del Livre du Compagnonnage, que debía representar el ejemplo típico de un obrero que aportaba a la lucha política la conciencia profesional específica del trabajo artesanal. Por otra parte, usted afirma que Perdiguier cantó las alabanzas del trabajo artesanal para escapar de él.16Del mismo modo, en sus memorias, Vinçard se refiere a los obreros que se volvieron sansimonianos con la esperanza de escapar a la condición obrera. ¿Qué dice, en su opinión, esta ambigüedad sobre la relación entre el trabajo y los militantes obreros de la época? ¿Y qué tiene que ver con ello su insistencia en los análisis operaísticos del rechazo del trabajo? También sugiere que, para algunos representantes del movimiento obrero, el deseo de escapar de la condición de clase trabajadora era una forma de ascenso social (término que no utiliza). ¿Cuál es la relación entre ese deseo (incluso en la forma más compatible con el orden social) y el deseo de emancipación?17

El deseo de escapar del modo de ser asignado al trabajador es algo distinto del deseo de ascenso social. Y no creo haber insinuado que este último fuera el secreto oculto del primero. Por otra parte, sí mencioné la forma en que el ascenso social puede funcionar como compensación por la promesa incumplida de un mundo nuevo, en el caso del tapicero sansimoniano que se convierte en patrón y filántropo. La propia noción de ascenso social es demasiado amplia, ya que abarca trayectorias muy diferentes y las asocia a estereotipos sociológicos y morales cuestionables. Mis comentarios sobre Perdiguier no pretendían juzgar sus motivaciones, sino poner de relieve el desfase entre las dos visiones que tiene del trabajo. Mi objetivo era cuestionar la visión del obrero militante como representante de una aristocracia obrera basada en la superioridad profesional. En este punto, no me dejé influir en absoluto por los análisis del «rechazo del trabajo», simplemente me limité a extraer las consecuencias de lo que los textos muestran: en primer lugar, la falta de correspondencia entre calidad profesional, emancipación intelectual y compromiso militante; en segundo lugar, la relación contradictoria que pueden tener los trabajadores con un trabajo del cual subrayan los aspectos valorizantes o desvalorizantes, simultánea o alternativamente.

Por último, no comparo las motivaciones de los icarianos con las de los buscadores de oro. Simplemente digo que la propaganda de las empresas californianas daba una imagen de América similar a la de la propaganda icariana. Las mismas propiedades —imaginarias— la convertían en un paraíso para los comunistas o para los buscadores de oro.

En Scènes du peuple, defiende una tesis fuerte sobre el nacimiento del PCF; afirma que el PCF «nació como el fideicomisario de quiebra de una cierta revolución, de la ideología obrera autónoma de la revolución», y que la «dictadura del proletariado» funcionaba como sustituto de la idea de emancipación autónoma de los trabajadores. En su opinión, el abandono de esta ideología obrera autónoma de la revolución es en sí mismo la consecuencia del fin de la creencia en la capacidad de las masas para hacer un mundo nuevo.18¿Cómo explica esta pérdida de creencia, según usted, definitiva? ¿Debemos verlo como la influencia del leninismo (Lenin escribió en Que faire? que «la historia de todos los países atestigua que, por sus propias fuerzas, la clase obrera sólo puede llegar a una conciencia sindicalista»)? ¿Una consecuencia de la Primera Guerra Mundial y de la incapacidad del movimiento obrero europeo para oponerse a su estallido?

También en este caso apliqué el método de caso, es decir, me centré en un punto concreto, en el momento del nacimiento del PCF. Me centré en el surgimiento de la idea de la dictadura del proletariado. ¿Por qué? Porque escribía en un momento en que el PCF abandonaba la dictadura del proletariado. Así que me centré en el principio de la historia a la que este abandono declaraba el fin, en los discursos que, al final de la guerra de 1914, habían fundado la idea de esa dictadura no sólo como una perspectiva para la revolución venidera, sino como la autoridad de la vanguardia sobre las propias masas proletarias. Comenté esto a partir de los textos de los sindicalistas revolucionarios y de los comunistas de línea dura al final de la Primera Guerra Mundial. En esos textos percibimos un punto de inflexión, el abandono de la fe que se había formulado tras el fracaso de 1848 y que había estado en el corazón de la Comuna de París, a saber, la idea de que la clase obrera llevaba en sí misma un mundo, lo que se llamó República socialista. Leyendo los textos que vuelven la vista atrás a la industria de guerra y comentan el estado de ánimo de los trabajadores en los años 1918-1920, da la impresión de que estamos asistiendo al colapso de la creencia de que la clase obrera llevaba dentro de sí, en sus propios valores, un mundo por venir.

No creo que la crítica de Lenin al sindicalismo fuera decisiva. La adhesión al leninismo fue un efecto, más que una causa, de esta pérdida de creencia. También adoptó la forma opuesta. También fue la base del discurso reformista de Merrheim y de todos los sindicalistas que, a partir de entonces, colaboraron con Albert Thomas y adoptaron una lógica reformista. De lo que se trata no es simplemente de la influencia de lo que el leninismo llamaba sindicalismo. El sindicalismo presupone que la acción de los trabajadores está confinada a un campo de acción limitado, lo que no era el caso del sindicalismo revolucionario, ni tampoco del anarcosindicalismo. En consecuencia, no es sólo una cuestión de sindicalismo, es una cuestión de relación con el Estado, es una cuestión de adhesión a la guerra patriótica. El “fracaso” del movimiento obrero, su incapacidad para resistir a la guerra, no es sólo culpa del sindicalismo. También fue obra de marxistas como Jules Guesde, ¡que fue ministro durante la guerra! La mayoría de las personas más o menos formadas en el marxismo apoyaban a la Unión Sagrada tanto como los sindicalistas tradicionales. Así que hay algo ahí que es más que la consecuencia del sindicalismo; es la consecuencia del patriotismo, tal y como fue alimentado por la Tercera República en Francia, y tal y como fue alimentado, de forma diferente, en Alemania. Contra la idea de que los proletarios no tienen patria, la Tercera República arraigó realmente una patria en el proletariado francés, y los que creían poder oponerse a ella fueron barridos en 1914, ¡incluidos los que habían sido imbuidos de la doctrina marxista! Y si queremos entender lo que ocurrió en aquella época, también tenemos que pensar en lo que ocurrió después en la URSS, y en cómo la Gran Guerra patria fue también el triunfo del estalinismo.

La confrontación con el pensamiento marxista es una de las constantes en sus escritos históricos. Me parece que, desde este punto de vista, sus escritos de ese periodo tienen una doble ambición, más o menos lograda: en primer lugar, se trataba de recordar lo que el pensamiento de Marx debía al pensamiento obrero que le era contemporáneo, pero sobre todo de discutir toda una serie de presupuestos marxistas sobre la historia del movimiento obrero francés (por ejemplo, sobre la cuestión de la asociación, la religión, el papel de los artesanos, etc.), y en ese sentido estos textos prefiguran su explicación de Marx en El filósofo y sus pobres. Para decirlo brevemente, me parece que cuando usted profundizó en el archivo obrero, trataba todavía de enfrentarse a Marx, pero a través de un medio diferente: ¿qué piensa de ello?

Es cierto que mi inmersión en los archivos se basaba inicialmente en una idea bastante ingenua, a saber, que habíamos vivido con una idea de la conciencia obrera que se derivaba totalmente del marxismo. Pero en el 68 y en esa época vimos que no se ajustaba a la realidad. Así que quise hacer una especie de gran genealogía para, por un lado, redescubrir la «auténtica» tradición obrera y, por otro, situar el marxismo y su idea de la conciencia de clase en relación con ella. Esa era la idea inicial. En 1973, el asunto Lip fue decisivo para mí como lo fue para Révoltes logiques, es decir, obreros que realmente volvieron a poner en el orden del día ciertas formas de acción del pasado: obreros en lucha que decidieron tomar la fábrica y organizar ellos mismos la producción. Era el renacimiento de una tradición que se remontaba al menos a 1833, cuando los sastres en huelga habían creado un taller por su cuenta. Teníamos entonces la sensación de que estaba resurgiendo una vieja tradición obrera autónoma, y que debíamos estudiarla por sí misma, una tradición que estaba completamente separada de la tradición marxista y que, en el caso de Lip, podía incluso pretender ser cristiana… Me embarqué en esto con la idea de empezar de nuevo desde el mismo momento en que Marx conoció a los obreros parisinos y elaboró su visión de la explotación capitalista y de la condición de la clase obrera. Al principio de Révoltes logiques, habíamos planeado un seminario que se llamaría «El año 1844», el año en que Marx escribió los Manuscritos de 1844, para comparar sus tesis con las formas de actividad y pensamiento de la clase obrera en la misma época. Al principio, pues, la idea era comprender esta tradición particular de pensamiento y lucha de la clase obrera, y ver cómo el marxismo la había pasado por alto. Pero después de eso, las cosas cambiaron, porque vi explotar esa tradición obrera particular. Y lo que me interesó después fue la escisión interna de esa tradición obrera, y la forma en que el marxismo podía pensarse en relación con dicha escisión. Esto nos lleva a lo que decíamos antes: pensar la dictadura del proletariado como la respuesta del marxismo a las contradicciones de la acción y el pensamiento de la clase obrera.

¿Puede volver al funcionamiento de Révoltes Logiques? El trabajo de división que se produce en sus escritos sobre la historia del movimiento obrero parece atravesar la propia revista, con textos que a veces se responden entre sí.

Es importante saber que Révoltes Logiques no nació como un proyecto editorial, sino que fue una especie de grupo de investigación que surgió sin querer de mi trabajo sobre el archivo obrero, del trabajo de Geneviève Fraisse sobre el archivo feminista, y del trabajo de Patrice Vermeren y Stéphane Douailler sobre cuestiones de infancia y educación… Cada uno tenía su propio campo de investigación, y de vez en cuando nos hacíamos presentaciones que acabábamos discutiendo. Después, cuando nació la revista, todo eso se transformó en textos. La revista siempre ha existido sin consejo de redacción, sin dirección, sin jerarquía, etcétera. Todo el mundo hacía un poco de todo. El contenido de la revista eran esencialmente las charlas que nos dábamos entre nosotros o las personas a las que invitábamos a hablarnos. Había discusiones sobre cada charla, por supuesto, pero aun así no creo que la revista tuviera mucho de diálogo interno. Por supuesto, a veces había tensión. Geneviève y Lydia Elhadad habían escrito una reseña un tanto crítica de la publicación de Claire Démar y de la presentación de Valentin Pelosse.19Después, cuando Lydia Elhadad publicó el prefacio sobre Suzanne Voilquin, pensé que era una oportunidad para volver sobre ciertas cuestiones. Al mismo tiempo, Lydia había venido a dar una conferencia, pero no formaba parte del equipo de Révoltes Logiques. Yo respondí, Geneviève respondió…20

A veces también había ecos lejanos de desacuerdos. Recuerdo, en particular, que yo había adoptado una postura un tanto crítica con respecto a la ideología implícita en el texto de Jean Ruffet sobre los maestros-artesanos.21Hubo tensiones que acabaron manifestándose, pero no se puede decir que la revista estuviera formada por textos que se respondían unos a otros. Hubo uno o dos casos un poco específicos, en particular los que trataban de feminismo, porque implicaban a personas que tenían un pie dentro y otro fuera. Geneviève Fraisse era miembro de un grupo feminista activo, y estaba en Révoltes Logiques, donde no era la única feminista: ¡Christiane Dufrancatel estaba totalmente en contra de ella dentro del movimiento feminista! Pero los artículos que escribía Christiane Dufrancatel nunca respondían a los de Geneviève. En consecuencia, el aspecto de «diálogo interno» fue relativamente limitado.

No es posible retomar aquí todo el debate con Alain Cottereau sobre su largo e importante prefacio a Sublime de Denis Poulot.22Dos puntos me parecen importantes para la historia social. En primer lugar, usted critica la idea de que podemos simplemente darle la vuelta a la mirada burguesa de la época y leer en ella una estrategia de resistencia obrera.23Es más, me parece que es la propia noción de resistencia la que, en última instancia, le resulta bastante extraña: en el artículo «La Bergère au Goulag», sugiere que la resistencia por sí sola nunca se convierte en el principio para establecer un mundo nuevo. Un poco más adelante, escribe que «ese equilibrio entre poder y resistencia es la lógica ‘espontánea’ de los movimientos populares» y que «lo más serio queda por pensar sobre la resistencia».24Me parece que no ha vuelto realmente sobre el tema de la resistencia.

No volví a él porque nunca dejé de valorar el lado afirmativo de la emancipación y la asociación, frente al tema de la resistencia, que convertía la acción subversiva en una simple reacción a las estrategias del poder. En aquel momento, esta visión se basaba en el pensamiento foucaultiano sobre las tecnologías del poder, posiblemente en oposición a las «artes de hacer» de Michel de Certeau. Más tarde llegó la «infrapolítica» de James Scott, que revivió la idea de que la verdadera fuerza de la clase obrera no se encontraba en las formas espectaculares de lucha colectiva, sino en los actos individuales cotidianos de resistencia minúscula o en pequeños robos como el de la peluca indestructible.

En Révoltes logiques entrevistaron dos veces al escritor y obrero Georges Navel.25La segunda entrevista fue realizada por Jean Borreil, pero no se indica la identidad del entrevistador de la primera entrevista. ¿Lo conoció? ¿Qué recuerdos tiene de él y de su obra? El periodo de entreguerras fue uno de los puntos álgidos de la literatura obrera en la historia de Francia: ¿qué cree que hizo que las voces obreras del periodo 1830-1848 se distinguieran de las del periodo de entreguerras?

La principal diferencia es que en los años 1830-1848 asistimos a la creación de un mundo del discurso obrero que sencillamente no existía antes. Mientras que la literatura proletaria de los años 1920 y 1930 se basaba en la típica conciencia de clase, la teoría marxista y las divisiones ideológicas que ya existían. Como resultado, los obreros que escribían a veces estaban en línea con el PC, pero la mayoría de las veces se desviaban de formas que estaban ligadas a la herencia sindicalista-revolucionaria, y a todas las formas de disidencia en relación con la SFIO o el Partido Comunista. La principal diferencia es que, para ellos, hay un cierto número de puntos de referencia masivos que constituyen lo que se supone que es la identidad obrera, el pensamiento obrero… Así que los llamados escritores proletarios se situarán en relación con esto, hasta el punto de aparecer finalmente como los que expresan verdaderamente la experiencia obrera frente a los que teorizan sobre ella basándose en una doctrina «extranjera».

En cuanto al propio Navel, nunca lo he visto. En ambos casos, era Jean Borreil quien vio a Navel, quien había entrado en contacto con él no sé bien cómo. El principal contacto que tuve con uno de los escritores obreros de esa época fue con Maurice Lime,26¡que era de hecho un antiguo miembro del Partido Comunista que se había vuelto doriotista!

A veces se le ha criticado injustificadamente por no ser capaz de aceptar la idea de que el pueblo puede reproducir la dominación y la opresión en su interior. Usted ha respondido en varias ocasiones al respecto.27También podríamos señalar su insistencia en los puntos de fricción dentro del movimiento obrero (la relación con el trabajo de las mujeres, la colaboración de los sindicalistas con el orden petainista, la alusión al bonapartismo obrero bajo Napoleón).28Queda claro, por tanto, tomando prestadas sus propias palabras, que no hay «pueblo santo» en su obra. Por todo ello, y a pesar de las observaciones precedentes, no da la impresión de que la adhesión de los trabajadores a ideologías autoritarias o «reaccionarias» (bonapartismo, boulangismo, antidreyfusismo, petainismo, etc.), o incluso simplemente al orden establecido, sea realmente una cuestión para usted. En cierto modo, es casi lo contrario. Da la impresión de que no le interesa realmente. ¿Cómo entender o describir esa adhesión sin caer de nuevo en la denuncia de la «alienación», la «falsa conciencia» o el «deseo de servidumbre»?29En la entrevista a Michel Foucault en Révoltes logiques, una pregunta vuelve sobre este punto, subrayando que el tema del «deseo de fascismo de las masas» —tema freudomarxista por excelencia— nos impide comprender las «razones de la obediencia». Ahora bien, me parece que el artículo «De Pelloutier à Hitler : syndicalisme et collaboration» tiene el valor de ser quizás el único de sus escritos que plantea realmente esta cuestión. Además, usted habla, de manera voluntariamente reduccionista, de placer al explicar tales adhesiones vistas como paradójicas.30¿De dónde procede ese «placer»? ¿Cómo surge la pasión por la desigualdad?

No es que no me interese la cuestión, es que el interés que se suele mostrar por ella descansa, en mi opinión, en dos postulados muy cargados de presupuestos de desigualdad. El primer postulado es que la gente normalmente debe pensar y actuar de acuerdo con su condición. Los trabajadores no ganan mucho, están descontentos, son explotados, “así que” deberían ser revolucionarios o al menos votar por la izquierda. Al mismo tiempo, es un «privilegio» que dejemos a los trabajadores, que dejemos a los pobres. Por otro lado, nos sorprendemos mucho menos cuando los burgueses se vuelven revolucionarios o comunistas. Siempre existe esta presuposición fundamental de que hay gente que puede permitirse el lujo de separarse de su condición, y gente que no puede. Siempre he dicho que no hay ninguna razón en particular por la que un trabajador deba ser de izquierda, socialista o revolucionario. Cuando estaba en los años de propedéutico para la licenciatura, había un hijo de obrero en la clase que era un anticomunista fanático. Era hijo de un obrero de la CFTC, así que para él era realmente el enemigo dentro de la propia clase obrera, y cuando veía un número de L’Humanité, lo tiraba al suelo y lo pisoteaba, gritando «¡sucios comunistas, sucios comunistas!». Hay muchas razones por las que la gente se adhiere a una determinada posición política o ideológica. No se es socialista porque se gane poco. La gente es socialista, comunista o reaccionaria por muchas otras razones. Esa es la primera suposición que rechazo: la suposición de que hay personas que no pueden permitirse el lujo de no actuar de acuerdo al ethos de su clase.

Esto se ve reforzado por un segundo postulado, que es que, si no lo hacen, es obviamente porque no lo entienden. Les convendría adoptar tal o cual postura, pero como no son muy listos, no entienden su interés, y van a actuar en contra de ese interés. Así que existe esa doble presuposición enorme, una enorme en desigualdad inconsciente y autosatisfecha, que me pareció necesario cuestionar. También significa cuestionar el modelo económico que toma prestado la sociología, basado en la noción de interés: las personas actúan en función de un interés, de una inversión que pueden o no realizar. Y como la mayoría de las veces su comportamiento es aberrante en relación con ese supuesto interés, concluimos que son imbéciles, que son ignorantes, que no entienden. Lo que he tratado de decir, particularmente sobre las nuevas furias reaccionarias en torno a Trump, Bolsonaro y otros, es que las posiciones ideológicas o políticas que tomamos se definen mucho más en términos de pasiones que de intereses. Necesitamos pasar de una teoría de los intereses mal entendidos a una teoría de las pasiones. Una teoría de las pasiones, es decir, de las formas en que las personas experimentan una condición, pero también de la forma en que las personas forman un grupo, una sociedad o una comunidad. Si observamos el mundo contemporáneo, podemos ver claramente que existe un problema, que es el siguiente: en regímenes autoritarios como los que todos conocemos, en los que en última instancia el único acto «político» que se pide a la gente es un acto de renuncia individual en forma de papeleta electoral, ¿cómo puede la gente sentirse unida? Es un problema que no puede resolverse en absoluto en términos de intereses, que sólo puede resolverse en términos de pasiones: la gente necesita sentirse poderosa y unida, cuando está aislada e impotente. Y en relación con eso, todas las pasiones de odio, las pasiones que hacen que la gente se sienta superior a los demás, a los negros, a los inmigrantes, a las mujeres, a cualquier cosa que podamos imaginar, todas esas pasiones de desprecio y rechazo son mucho más eficaces que todas las demás, eso es lo que funciona actualmente. Creo que tenemos que pensar en esto en lugar de seguir diciendo que la gente vota por Trump porque son completamente estúpidos, que no entienden, con todo el discurso sobre las fake news, que siempre es la forma en la que los intelectuales se confirman a sí mismos que son inteligentes porque entienden lo que otros no entienden. Pero no, no se trata de entender, se trata de la forma de estar juntos: ¿cómo podemos estar juntos cuando estamos separados, y ser poderosos cuando no tenemos poder?

Lo que llama la atención de la lectura de La noche de los proletarios es la ausencia de referencias historiográficas en las notas a pie de página —el libro está lleno de ellas— y la ausencia de todo diálogo explícito con la historiografía del movimiento obrero. Por el contrario, el subtexto polémico respecto a ciertos filósofos —Glucksmann y Deleuze en particular— es relativamente transparente. Sin embargo, usted discute de manera crítica esa historiografía en varios artículos de la época.31¿Por qué esa elección?

Por un lado, hay un rechazo de las marcas externas de la cientificidad. Recuerdo que me impresionó en su momento la polémica de Jean Chesneaux contra los historiadores;32en particular, decía que las notas eran las muletas de los historiadores. En aquel momento me dije a mí mismo que no volvería a poner notas.

Pero hay algo más profundo. La forma habitual del discurso del historiador, con su aparato que contiene referencias a todos los demás trabajos, considera que existe un tema común al que todos colaboran de distintas maneras: el movimiento obrero, la historia obrera, el pensamiento obrero, etcétera. En consecuencia, nos situamos en un marco en el que somos varios trabajando en eso, nos dirigimos a los demás, aprobamos o discutimos sus trabajos. Pero yo tenía la sensación, quizá un poco megalómana, de que, en cierto modo, mi tema era uno que ningún otro historiador trataba. Mi tema era el acontecimiento de la palabra de personas que se supone que sólo existen para trabajar y posiblemente para luchar, pero no para pensar ni expresar ese pensamiento. Tenía la idea de que ese era mi tema y que no era de lo que hablaban los demás. Tenía como jurado a Maurice Agulhon, que había escrito un libro sobre la historia de los trabajadores de Toulon en la misma época,33pero tenía la sensación de que él no hablaba de lo que yo hablaba. De lo que yo hablaba, a saber, de esta escisión de la identidad obrera, era de un objeto singular, y para ese objeto singular necesitaba una forma que le fuera propia. No estaba haciendo un ejercicio académico diseñado para ser juzgado según una norma académica; estaba haciendo un libro para hacer justicia al surgimiento de un mundo singular de pensamiento y discurso al que no podía hacerse justicia en las formas tradicionales de conocimiento.

Creo que ése era el punto importante para mí. Normalmente mi caso se clasifica —como hizo más tarde Noiriel— en las preocupaciones religiosas y culturales de los trabajadores. Este modelo clásico con los diferentes niveles de realidad —desde el más material al más espiritual— era impensable para mí porque mataba mi objeto: la gente que piensa que no es lo que hacemos en su nivel de realidad. Este objeto exigía necesariamente un modo de tratamiento particular, es decir, que yo no remitiera todos esos discursos obreros a una realidad subyacente de la que serían la expresión, sino que construyera algo así como un plano de coherencia propio en el que todo encajara. De ahí la forma que adoptó, la de un libro impulsado por una especie de dialéctica interna. La primera parte pone de relieve la ruptura inicial («Me parece que no estoy cumpliendo mi vocación martillando hierro«). La segunda trata de la promesa dirigida a los obreros por los apóstoles sansimonianos («Muy pronto se romperán tus herramientas«). La tercera muestra cómo, a la inversa, la idea de una identidad y una voz propias para la colectividad obrera se solidifica, a costa de muchas grietas. De este modo, construí una totalidad cerrada en la que puede decirse que todos los elementos remiten los unos a los otros y no a una realidad exterior que habrían confirmado otros libros sobre el periodo.

La situación es completamente distinta cuando me piden que intervenga en un debate sobre historia social o laboral. Es entonces cuando expongo argumentos, critico otros métodos y termino justificando los míos. Pero en La noche de los proletarios, tenía que poner la noche en primer plano, todo lo que la noche significaba en términos de trastorno de una determinada manera de estar en el mundo. ¿Con quién puedo hablar de eso?

En cuanto a las breves referencias a la actualidad filosófica, no eran más que una especie de señal de despedida, una forma de anunciar en las primeras páginas un distanciamiento de la doxa de la época (la de los «nuevos filósofos») sobre los obreros, el trabajo y el comunismo.

En sus escritos sobre historia, encontramos un balance global bastante duro de la historiografía francesa sobre el movimiento obrero (balance que explica en Les Mots de l’histoire por la doble sospecha —política y científica— contra la que esa historiografía ha tenido que posicionarse).34A pesar de todo, usted «salva» algunas referencias que menciona en el epílogo de La Parole ouvrière: Les Ouvriers de Paris de Rémi Gossez, Les Ouvriers en grève de Michelle Perrot y, por supuesto, The Making of The English Working Class de Edward P. Thompson. ¿Puede hablarnos de lo que esos libros han significado para usted (y en particular sobre Thompson: me parece que la dimensión antropológica de su obra sólo es compatible en parte con su propia forma de hacer historia. Por ejemplo, si no me equivoco, nunca he visto que la noción de «economía moral» aparezca en sus escritos)?35

Cada uno de esos tres libros fue más allá de los estándares de la historia social a su manera. Michelle Perrot trató la huelga como un «hecho social total», la construcción de un mundo propio por parte de los trabajadores, y no como un conjunto de movimientos de protesta. Rémi Gossez sacó del olvido una militancia obrera autónoma que ya no podía tratarse como el producto combinado de las transformaciones de su condición y de la influencia de las teorías utópicas. Edward P. Thompson demostró que la «formación» de la clase obrera era el producto de la acción y el pensamiento de los trabajadores y no el de la «escuela de fábrica». Demostró que tal formación era una transformación global y que la acción y el pensamiento de la clase obrera no podían limitarse únicamente al ámbito de los conflictos laborales, separándolos de sus aspectos políticos, intelectuales y religiosos. Y afirmó con fuerza la voluntad de sacar la vida política e intelectual de los trabajadores del desprecio en que se la había tenido. Ese gesto inaugural, esa manera de tomar en serio todo un mundo de pensamiento y de sentimiento, despreciado por los mismos que honraban las virtudes del trabajo y de la lucha obrera, fue para mí un modelo. Me inspiré en él a mi manera, con un material diferente y un bagaje intelectual y militante distinto, pero eso es secundario frente al acuerdo sobre un gesto inaugural de subversión de la visión de «los de abajo».

Releyendo La noche de los proletarios, me sorprendió la importancia del tema del suicidio en el libro: Se trata de los jovencísimos aprendices que, según Gilland, preferían la muerte a la humillación del aprendizaje, del tornero de marfil que «cayó en la languidez al día siguiente de junio de 1848», de los relatos de suicidio que aparecen en Le Populaire bajo el epígrafe de «hechos de desorden social» y, por supuesto, del suicidio del tipógrafo Adolphe Boyer tras el fracaso de su libro, suicidio que dio lugar a encendidas polémicas sobre la «literatura obrera».36¿Cómo explica eso? ¿Significa que la emancipación obrera consiste no sólo, como en el caso de Gauny, en «[reivindicar] […] los placeres para los que se comprende que no han nacido sus semejantes», sino también en abrazar la «languidez ilusoria de la burguesía»?37

A pesar de todo, esos suicidios sólo ocupan unas cuantas páginas en La noche de los proletarios. Los mencioné porque, también en ese caso, era una forma de destruir la imagen convencional del hombre del delantal de cuero, del obrero robusto, etc., diciendo: los jóvenes obreros de aquella época son jóvenes que, en efecto, tienen fragilidades, languidecen… Las depresiones, los suicidios, etc. no son, como pensamos, el privilegio de la gente que tiene ocio, que tiene tiempo. Cuando hablaba de ellas, tenía en mente ese pequeño pasaje de Platón, que dice que cuando un trabajador está enfermo, ¡se purga y luego vuelve al trabajo! Tenía en mente esa idea preconcebida de que hay gente que no puede permitirse el lujo de ser nostálgica o melancólica, y menos aún el lujo de suicidarse. Esos trabajadores forman parte de la fragilidad general del ser humano, y posiblemente también de las ideologías y sensibilidades de la época. Pero no le di más importancia, aunque fuera un poco una provocación en comparación con la imagen normal del obrero en el discurso político y en la historia social.

En El filósofo plebeyo usted explica que la reelaboración por Gauny del pensamiento de Ballanche iba acompañada de la afirmación de «un vínculo entre el progreso de todos y la mejora individual». Y añade: «Ese fluido vital por el que [en Gauny] el alma impone su forma al cuerpo es también aquel por el que opera un vínculo de simpatía que transgrede el aislamiento de los átomos egoístas de la sociedad burguesa, así como la diferencia de rango». Usted menciona también la filia compartida entre Gauny y su amigo Jules Thierry.38¿Esa insistencia en la «simpatía» no era propia del movimiento obrero de aquellos años, quizá vinculada a la influencia cristiana en su seno? Me parece que, al contrario, gran parte del siglo XX se caracterizó por una apología de la «necesaria» dureza revolucionaria; pienso, por ejemplo, en el gran poema de Brecht, A los que vendrán después. ¿Y cuál es el vínculo entre esta forma de entender lo sensible —más cercana a la corriente de la historia de las sensibilidades— y su concepto de lo sensible?

El primer punto es que la simpatía no es en absoluto una idea cristiana. La simpatía, tal y como funcionaba en aquella época, se refería al gran tema dieciochesco de la gran cadena de los seres, la visión de que todas las formas de vida apuntaban hacia una misma realidad, todo ello amplificado por temas espiritistas, muy fuertes en aquella época, y no sólo entre la clase obrera. Esta idea de un vínculo profundo y enigmático entre todos los seres no es en absoluto católica. Por ejemplo, L’Atelier, que es el periódico católico de los obreros, ¡no quiere oír hablar de cosas así! Pero sí define una sensibilidad de la época en la que el problema, que está ligado a la esperanza revolucionaria, a las secuelas del 89, es pensar una forma de vínculo entre los seres que sea más que los vínculos definidos por la ley. Ese fue el problema del siglo XIX, de arriba abajo, desde los pensadores más académicos hasta los obreros: pensar la comunidad como una comunidad de los sentidos, del corazón, un vínculo vital que acabó tomando un aspecto un tanto panteísta. Era la gran época de «todo vive, todo conspira, todo simpatiza», ¡de la que Hugo era el poeta ejemplar!

Por el contrario, la expresión oficial del movimiento obrero y del marxismo en el siglo XX se basaba en la idea de que el corazón de la realidad social no era el vínculo entre los átomos, sino la violencia de la lucha. Esto define una retórica del «nos gustaría ser buenos, pero no podemos», que está efectivamente en el poema de Brecht, en El diablo y Dios de Sartre, en muchos textos de este tipo. Ha habido un cambio en la forma de concebir lo que está en el corazón de lo social, que ha llevado a una especie de disociación de fines y medios. La sensibilidad de la época de la que hablo se basa en la idea de que debe haber continuidad, de que debe haber coherencia entre fines y medios. Con la idea de la violencia en el centro de las relaciones sociales, surgió la idea de la disociación, es decir: ¡bueno, nos gusta la gente, queremos que sea feliz, pero mientras tanto vamos a imponer disciplina, y vamos a mandar a los campos a los que no anden bien, etcétera! Es una visión de las cosas que en sí misma ha fracasado. En cambio, si observamos todos los movimientos recientes, como los movimientos de las plazas ocupadas, nos encontramos mucho más cerca de la sensibilidad de los años 1830, más cerca de la idea de que no podemos disociar los grandes objetivos revolucionarios del futuro de las formas de vida actuales. A pesar de todo, volvemos a la idea de que son las formas de vida actuales, las maneras actuales de asociar formas de lucha y formas de vida, las que crean posibilidades para el futuro.

Cuando hablo de compartir lo sensible, no hablo de una dramaturgia de la oposición entre la sensibilidad y la razón fría, el corazón y la ciencia, etcétera. Para mí, lo sensible es el lugar donde confluyen sentido y significado, es decir, entre los datos de la sensación y los significados que se les atribuyen. La sensibilidad es eso, el lugar donde se anuda lo que sentimos, lo que nos afecta y el significado que podemos darle. Por supuesto, ¡esto no tiene nada que ver con el hecho de saber si hay que tener un buen corazón más que tener una línea recta pura y dura en el plano de la política (risas)!

En La noche de los proletarios, usted se centra en las religiones paralelas que florecieron entre los artesanos y obreros de las décadas de 1830 y 1840,39al tiempo que critica duramente cualquier explicación en términos de «mesianismo», «milenarismo» o «religiones seculares».40¿Fue el libro de E. P. Thompson una inspiración en este sentido? ¿Puede repasar la extraña relación entre esos trabajadores y el cristianismo, y explicar cómo, lejos de desempeñar el papel de «opio», el cristianismo pudo, por el contrario, tener un impacto político subversivo?41

Sin duda, el libro de Thompson me sorprendió. Lo leí, yo creo, hacia 1973; en cualquier caso, lo leí con suficiente antelación como para intentar encontrar el equivalente en Francia en la misma época. Pero fue una gran decepción. Thompson recurre a todas las formas del disenso, a toda la disidencia religiosa efectiva que desempeñó un papel considerable en la configuración de la acción y el pensamiento de la clase obrera en Inglaterra. Busqué el equivalente en Francia, pero tengo que decir que me decepcionó rápidamente. No fueron pequeñas sectas como la Iglesia francesa del abate Châtel las que inspiraron la acción militante. Había formas disidentes, en forma de lo que yo llamaba conocimiento herético en un texto,42pero no había una fuerte influencia de religiones paralelas. Hay, sin embargo, una fuerte influencia de una cierta idea de religiosidad. Hay que ver lo que representaba la religiosidad en la década de 1830. Ya no era el siglo XVIII; la crítica de la religión ya no consistía en denunciar a los sacerdotes que mentían o practicaban dobles verdades… En la época romántica, había una etimología más o menos aceptada: religio significa «lo que une». Así que la religión es la fuerza que une, es algo así como un tesoro común. Y esto lo percibimos incluso en Marx: cuando habla de la religión como el «opio del pueblo», no se refiere a la religión como engaño. Quiere decir que la religión es una forma de pensar el estar juntos, de simbolizar una riqueza común. En aquella época, Marx era lector de Feuerbach incluso más que la gente de la Ilustración, ¿y qué dice Feuerbach? Por supuesto, dice que la religión es una ilusión celestial, pero que lo que se ha proyectado en el cielo ilusorio es toda la riqueza de las relaciones entre los seres humanos. En consecuencia, los seres humanos necesitan recuperar de forma positiva lo que han proyectado en el cielo. Esto era algo muy fuerte en aquella época. Los sansimonianos se presentaban como una religión, no para engañar a la gente, sino porque en aquella época la religión contenía la idea de una riqueza sensible común que fundaba una manera de estar juntos más fuerte que el vínculo universal de la ley y de las instituciones políticas… ¡Esa era la idea de la religión en aquella época, que condujo a la gran apoteosis de 1848, cuando Cristo fue obrero y cuando religión y fraternidad se convirtieron más o menos en la misma cosa!

Usted escribe que, tras sus años de aprendizaje, Gauny «[inició], en la coacción de la vida obrera, una vida de libertad»: ¿cómo responde a quienes ven en ello una libertad meramente subjetiva? ¿O a quienes sostienen que su «economía cenobítica» no es más que una forma sublimada de hacer de la necesidad virtud? Debo señalar que algunos de los amigos de Gauny no dudan en expresar esta objeción, mientras que es fácil de imaginar viniendo de la pluma de un sociólogo crítico.43

En el fondo, se trata siempre del mismo problema, el problema de lo que significa «emancipación». ¿Es la emancipación una meta hacia la que avanzamos? ¿O es un punto de partida? La tesis de gente como Gauny es que es un punto de partida, es decir, que ya estamos empezando a cambiar el mundo cambiando nuestra forma de percibir, sentir y pensar. Y al final, eso es lo que nos da fuerza, incluida la fuerza de los luchadores. En la economía «cenobítica» de Gauny, no hay ningún elogio del quietismo. Al contrario, ¡existe la idea de que el régimen pitagórico es lo que forma a los atletas fuertes! Así que no se trata de hacer de la necesidad virtud, sino de ir precisamente más allá de esta relación, decidiendo no consumir lo que podemos porque de todos modos no podemos hacer otra cosa, sino consumir menos de lo que podríamos para depender menos de la lógica general del sistema económico. Es algo que en esa época podía provocar risas, se ve en las críticas de los amigos de Gauny, como Ponty… En la última versión del Filósofo plebeyo, añado un pequeño intercambio con su amigo Delente, que ya adopta la postura del tipo que dice: «¡Estoy aquí para curar a la humanidad, no para ser amable con ella! Y luego está la crítica de Vinçard de que Gauny no ha producido nada socialmente. De acuerdo, pero al mismo tiempo, su provocación tiene sentido en esta época en la que estamos redescubriendo que, si realmente queremos luchar contra el enemigo capitalista, tenemos que empezar por depender lo menos posible de lo que nos impone. En efecto, consumir menos no es resignarse al sistema, sino intentar escapar a su lógica. Así que aquí volvemos de nuevo a la cuestión de si podemos disociar fines y medios. En su momento, Gauny planteó una especie de provocación extrema, pero creo que esa provocación vuelve a tener sentido hoy. Estos días volvemos a ver a mucha gente que piensa que quien se prepara para el futuro no es France Insoumise, sino gente que empieza a intentar vivir de otra manera, a inventar otros circuitos económicos, otro tipo de relaciones sociales.

En La Parole ouvrière usted habla de las condiciones sociales y materiales de acceso a la palabra escrita.44Sin volver a la vieja división platónica, ¿no podemos decir que también hay condiciones materiales que hacen más o menos posible «mover la mirada y el cuerpo»? Usted se refiere a menudo al texto en el que Gauny adopta una mirada esteta sobre su trabajo de colocador de duela, un trabajo realizado sin supervisión directa. ¿Qué hay de la posibilidad de tales desplazamientos en un contexto fabril racionalizado como el que describe Simone Weil en La condición obrera, donde insiste explícitamente en la imposibilidad material de la ensoñación, imposibilidad impuesta por las condiciones de trabajo? ¿En qué medida esas condiciones hacen posible o imposible la voluntad de reapropiarse del tiempo que usted identifica en los obreros revolucionarios de 1830-1848?

Por supuesto, hay formas de trabajar que facilitan o dificultan liberarse de las coacciones. Pero, en primer lugar, no hay que pensar en esto en términos de «hubo un tiempo en que era posible, y luego hay un tiempo en que ya no es posible». Gauny ya estableció un paralelismo entre dos situaciones: el taller y el trabajador individual. Esto plantea la cuestión del tipo de trabajo que permite tomar distancia. El segundo punto es que esto se aplica a todos los tipos de distancia. Hablas de la gran era de la racionalización fabril: está claro que es un modelo de funcionamiento industrial que no deja mucho tiempo para la ensoñación, pero tampoco para la acción militante. Así que no se trata de «ahora no podemos divertirnos soñando despiertos, ¡tenemos que emprender una acción militante enérgica!”. Porque la propia acción militante enérgica también presupone una cierta huida de las restricciones laborales. En el apogeo de la fábrica fordista, no sólo era difícil soñar despierto. Los activistas obreros eran a menudo personas que estaban un poco al margen, que tenían posiciones relativamente privilegiadas en la fábrica, o que no trabajaban en la fábrica sino en pequeñas empresas, o incluso eran trabajadores de bistró. Convertirse en activista obrero también suele significar no trabajar en la cadena de montaje. Es una limitación general en este tipo de organización del trabajo. Recuerdo que cuando era activista maoísta, la fábrica de Citroën seguía abierta al final de la avenida, pero los activistas obreros que nos encontrábamos en la puerta de la fábrica no eran trabajadores de Citroën: eran trabajadores de una cooperativa obrera cercana, la AOIP. Así que siempre había que encontrar la manera de romper con las formas de trabajo que podían aplastarte: encontrar un trabajo más libre, encontrar nichos en los que tuvieras menos limitaciones, más tiempo, etcétera. Este fue el sello distintivo de la gran época fordista, pero está claro que hoy en día nos encontramos muy a menudo con situaciones que se parecen bastante a las de los trabajadores del siglo XIX, es decir, formas de trabajo fragmentadas, intermitentes, precarias, aunque sean aparentemente autónomas… Ahora está muy bien ser esclavo del capitalismo mientras se trabaja tranquilamente en casa detrás del ordenador.

Sabemos lo importante que es en su obra el vínculo entre estética y política. En su comentario sobre los textos de Gauny, menciona el hecho de que «para Gauny el filósofo cínico es en sí mismo una obra de arte viviente», e insiste en el vínculo que Gauny establece entre el perfeccionamiento individual y la emancipación colectiva. Del mismo modo, en Scènes du peuple, usted habla de una «estilización de la vida individual», así como de una «cuidado de sí plebeyo» (en el artículo «Savoirs hérétiques et émancipation du pauvre»),45nociones que remiten a la obra de Michel Foucault. Este «perfeccionismo» me parece algo muy importante en la historia del movimiento obrero (como demuestra la insistencia en ser autodidacta en los movimientos anarquistas y sindicalistas revolucionarios).46¿Cuál es el vínculo entre esa voluntad de superación personal y el deseo de emancipación? ¿Este perfeccionismo no tiene también algo que ver con el elitismo moral e intelectual47de la élite militante, y no condiciona una cierta relación —pesimista— con las masas que a veces se expresa de manera muy brutal, por ejemplo por parte de ciertos sindicalistas revolucionarios? Me parece que este tema de la «preocupación plebeya por uno mismo» ha seguido siendo una hipótesis para usted: ¿por qué la abandonó?

La idea misma de emancipación rechaza la visión que pondría de un lado el «perfeccionamiento individual» y de otro la preocupación por la comunidad. Como decía Gauny a su amigo Ponty: «Lánzate a una lectura terrible. Despertará pasiones en tu infeliz existencia, y el proletario las necesita para levantarse contra lo que está a punto de devorarlo». La pasión por la lectura y las pasiones que despierta la lectura no son una forma de perfeccionamiento individual, son el armamento intelectual del proletario que rechaza la forma de ser, de sentir y de pensar con la que el enemigo pretende esclavizarlo. La emancipación obrera es, ante todo, eso: no el objeto lejano de un deseo, sino el esfuerzo por el que los trabajadores se arrancan hic et nunc de la «naturaleza» obrera tal como es producida y reproducida por la explotación. Esta «naturaleza obrera» es aquella por la que los trabajadores colaboran en la explotación y la redoblan, sobre todo en forma de violencia ejercida por los «fuertes» sobre los «débiles». De ahí la importancia que tenía entonces denunciar la violencia de los obreros contra los aprendices. La solidaridad obrera significaba inventar otra forma de ser obrero. En términos más generales, hay que abandonar la oposición simplista que pone al individuo de un lado y al colectivo del otro. Más bien, hay solidaridad entre una forma de ser individuo y una forma de hacer comunidad. La autodidaxia ha sido indisolublemente una forma de aprender para uno mismo y una forma de construir una intelectualidad compartida.

No me detuve en el cuidado de sí plebeyo porque mi problema no era elaborar una historia de las mentalidades obreras, sino reflexionar sobre las formas de percepción y de inteligibilidad a través de las cuales percibimos a los de abajo, sobre la manera en que inscribimos sus actos y sus palabras en un reparto de lo sensible.

En varios de sus textos,48usted sostiene que la oposición entre colaboración y lucha no define todo el enfrentamiento entre las clases, y subraya la existencia de cierta manera de pensar la «igualdad de clase», tal como la expresa, por ejemplo, el sastre Grignon cuando reclama «una relación de igualdad e independencia» con los patrones. ¿Podría repasar esta idea de igualdad de clases y explicar en qué se diferencia del binomio «lucha de clases/colaboración de clases»? ¿Es este ideal específico del periodo 1830-1848 (caracterizado por una cierta porosidad entre las posiciones del patrón y del obrero)? Por último, ¿puede aclarar el vínculo entre esta idea de igualdad de clases y la dimensión republicana del pensamiento obrero en los años 1830-1848?

La idea de «colaboración de clases» implica ya un tipo de situación en la que existen organizaciones obreras y patronales bien estructuradas y representativas a escala nacional, y un Estado que se considera legislador en materia de organización del trabajo y árbitro de las relaciones entre clases. Evidentemente, esta situación no existía bajo la Monarquía de Julio. Lo que sí existía era un ideal republicano, renovado por las jornadas de julio de 1830, que implicaba la voluntad de regular el mundo del trabajo de acuerdo con las ideas de libertad e igualdad. Los obreros militantes de la década de 1830 no pretendían la abolición del trabajo asalariado ni la expropiación de los capitalistas. Reivindicaban el derecho a formar un colectivo reconocido para tratar con quienes los empleaban como iguales y hombres libres. A partir de ahí, hay varias etapas. La primera exigía que las relaciones entre empresarios y trabajadores fueran reconocidas como un asunto público común y no ya como un asunto privado entre un propietario y las personas a las que empleaba, o incluso como un simple asunto entre los patrones y una determinada corporación de trabajadores. Fue la época en que la huelga como acción pública de un grupo de trabajadores se separó de la antigua práctica de los gremios de compañeros, que ponían a tal o cual taller o ciudad bajo «condena». Esto implicaba que los trabajadores existían como colectivo bajo la nueva forma igualitaria de asociación. La segunda etapa, en 1848, vio surgir la idea de una república del trabajo en dos sentidos: una república democrática y social cuyas leyes de libertad e igualdad se extendían a las relaciones laborales; y también la constitución del mundo del trabajo como colectividad organizada que servía de modelo de comunidad republicana. Con el desengaño de la Segunda República, este mundo asociativo debía convertirse en la única verdadera república, la República Social, opuesta a las mentiras de las repúblicas políticas.

La cuestión del anacronismo se remonta a un problema muy presente en sus escritos de los años setenta, el de la contemporaneidad de los trabajos sobre la historia del movimiento obrero. Ahora bien, me parece que desde este punto de vista podemos observar un doble movimiento en sus trabajos; por un lado, se trataba en primer lugar de cuestionar la idea de «una buena tradición sindical, obrera y revolucionaria», opuesta a su captación marxista (éste es, en particular, el objetivo declarado de su artículo sobre la forma en que ciertos dirigentes del sindicalismo de acción directa se unieron a Pétain en los años cuarenta).49Pero, por otra parte, usted afirma su voluntad de hacer resonar las historias y las palabras del pasado en el contexto contemporáneo (como es el caso, por ejemplo, de la publicación de El maestro ignorante en el marco del debate sobre la educación en los años ochenta). En su reseña crítica del libro de Lydia Elhadad dedicado a la sansimoniana Suzanne Voilquin,50destaca también la ambigua relación de ciertos investigadores «militantes» (en sentido amplio) con figuras «percibidas como demasiado ajenas al espíritu de la época actual como para no ser, en última instancia, peligrosas para la causa que las invoca; remitidas a su época», y señalan que todos los investigadores (y esto es especialmente cierto cuando la «causa» que estudian es más o menos la suya propia) tienen que enfrentarse a la cuestión de qué es exactamente lo que invierten en su objeto de estudio. En «Deux ou trois choses que l’historien social ne veut pas savoir», un texto colectivo (pero que lleva su fuerte impronta), muy crítico con la historia social francesa de la época, Les Révoltes logiques51criticaban la postura apolítica (aunque de izquierda) que adoptó la revista Le Mouvement Social, pero está claro que este desacuerdo no puede reducirse a un desacuerdo político, y que el vínculo entre el activismo y el trabajo teórico no tenía nada que ver con una relación instrumental (poner la investigación al servicio de las luchas actuales). ¿Podría volver sobre este punto en lo que respecta a su propia relación con su investigación histórica y a la ceguera de la historia académica ante su propia política?52¿Y qué hay sobre el imperativo de neutralidad axiológica?

Empecemos por el primer punto, que es la dificultad que tienen los historiadores militantes para situarse en relación con formas de expresión militante del pasado que ya no corresponden a lo que hoy se considera una actitud progresista. De hecho, eso es lo que encontré por primera vez cuando me interesé en la historia obrera: los trabajadores de la década de 1830 eran mucho más razonables, razonados y, en última instancia, disciplinados que los rebeldes salvajes que podíamos imaginar retrospectivamente en la década de 1968. Está claro que los investigadores interesados en las mujeres sansimonianas de la época se enfrentaban al hecho de que tenían un discurso moralizante. Para una militante feminista de los años setenta, tener que enfrentarse a un discurso tan moralizante en un momento en que la gran batalla por el aborto libre se libraba sobre el tema de «nuestros cuerpos son nuestros» es un lenguaje difícil de aceptar. Creo que Lydia Elhadad tuvo problemas con eso. El gran mérito de Geneviève Fraisse es que no tuvo ningún problema, que entró en el moralismo de los discursos de las sansimonianas,53del mismo modo que yo entré en el moralismo de los obreros militantes de la década de 1830. No debemos tener miedo de enfrentarnos a formas de activismo que son a la vez modelos y contramodelos, porque no corresponden en absoluto a las ideas del activismo posterior a 1968. Ése es el primer punto.

Esta actitud implica liberarse de cualquier visión evolucionista, que era la visión tradicional de la historia obrera: están los pioneros que hacen lo que pueden y, después, el movimiento se hace cada vez más consciente, cada vez más científico. Desde el principio, me vi orillado a criticar el evolucionismo y también, al mismo tiempo, a criticar la búsqueda del primitivismo salvaje de las revueltas. Esto significaba que la relación entre el pasado y el presente no podía ser de transformación lineal, sino necesariamente de provocación. Hay que fijarse en las prácticas feministas de la década de 1830, o en las prácticas obreras de la misma época, por su función provocadora, tanto en relación con las formas de dominación de su tiempo como con las formas de liberación valoradas en nuestro tiempo. Por el mero hecho de que no hablan nuestro lenguaje, de que no encajan en los sistemas de valores en los que basamos nuestros juicios, constituyen una provocación en relación con todas las capas de valores y significados sedimentados en la historia social, en la historia de los movimientos sociales, el feminismo y otras formas de lucha. Así que, desde el principio, en Révoltes logiques existió la práctica de arrojar bloques del pasado al presente. Esto suponía una ruptura con el doble modelo clásico de la historia: en primer lugar, la evolución temporal lineal, y en segundo lugar, la idea de que las cosas pueden explicarse por su tiempo, y que deben permanecer en el tiempo en el que tienen sentido. Hubo esta práctica provocadora, que se manifestó en particular con el ladrillo de Jacotot, ¡arrojado al estanque del debate sobre la educación entre republicanos y sociólogos!

¿Y la famosa neutralidad axiológica? La «neutralidad axiológica» implica que hay datos, y que para interpretarlos hay que prescindir de las propias opciones políticas e ideológicas, etcétera. Todo eso está muy bien, pero obviamente tiene un límite, a saber, la cuestión de los propios datos. Todo mi trabajo se ha centrado en la cuestión de los datos. ¿Qué consideramos datos? ¿Cómo constituye el historiador su objeto? Puede decidir perfectamente no incluir sus creencias socialistas, comunistas, republicanas, radicales o lo que sea. Ok. Pero la cuestión es cómo constituye el objeto en sí. Y precisamente hay una política implicada en la constitución del objeto. Eso es lo que yo decía en el texto bastante desafortunado sobre Le Mouvement Social (bastante desafortunado porque era innecesariamente polémico, y probablemente se centraba demasiado en dos o tres artículos en los que la ideología del PCF era un poco pesada, mientras que creo que deberíamos haber tenido una visión un poco más generosa): Le Mouvement Social se da a sí mismo su objeto: ¡nos llamamos Le Mouvement Social porque trabajamos en el movimiento social! De eso se trata. Al principio, yo también trabajaba sobre el movimiento obrero. Y entonces mi trabajo consistía en preguntarme: ¿qué significa juntar estas dos palabras «movimiento» y «obrero»? Y cuando se trata de una pregunta así, ¡la idea de neutralidad axiológica no significa nada! Porque no es una cuestión de opinión política que debamos dejar de lado, es realmente una cuestión de política del conocimiento, que se traduce en una poética del conocimiento.

¿La noción de consenso en política tiene un equivalente en el campo de la investigación histórica? En el texto colectivo «Deux ou trois choses que l’historien social ne veut pas savoir», Révoltes logiques escribía que la división del trabajo académico daba lugar a la reproducción constante del déjà-su. ¿Deberíamos establecer una relación entre el consenso político (en el sentido tan preciso que usted le da) y el consenso científico (en el sentido corriente del término)?

Creo que, efectivamente, hay algo en común. ¿Qué es la idea de consenso? Es la idea de la objetividad de los datos. Es la idea de que podemos tener diferentes interpretaciones, pero que los datos están ahí, lo que también significa que hay una necesidad, y que reaccionamos ante una objetividad que adopta la forma de necesidad. Evidentemente, esta es una visión de las cosas que también está en el corazón de la práctica de la historia, porque el corazón del consenso es esa idea de necesidad objetiva. Y esa necesidad objetiva se concibe siempre como una necesidad nacida del propio tiempo. Ahora bien, puede decirse que la historia funciona esencialmente mediante el establecimiento de una necesidad de este tipo, con dos variantes que pueden en algún momento sustituirse entre sí. En primer lugar, la necesidad de evolución, la de una cadena causal: tal o cual acontecimiento es consecuencia de una situación, tal o cual situación producirá otra, y así sucesivamente. Existe esta forma de necesidad como secuencia, a menudo dirigida hacia un fin. Y luego está la otra forma de necesidad histórica, ya no ligada a la sucesión, sino por el contrario, a la contemporaneidad: es la idea que está en el corazón del pensamiento de los Annales. «Los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres», lo que significa que un hecho dado, un tipo dado de pensamiento, sentimiento o práctica sólo puede existir en ese tiempo, y sólo puede explicarse por su tiempo. En efecto, la historia maneja dos modelos explicativos, que son los dos modelos de necesidad que se encuentran en el corazón del pensamiento consensual, que pretende eliminar todo conflicto político partiendo del principio de que cierta situación objetiva exige necesariamente cierta respuesta, y que toda respuesta inadecuada a la situación engendrará necesariamente una u otra catástrofe. En el trasfondo está siempre la creencia en la desigualdad de las inteligencias: la idea de que esa necesidad objetiva, hay personas que están inmersas en ella y que se ahogan en ella, y luego hay personas que la dominan y la comprenden.

En el mismo texto, la revista evocaba críticamente «el perpetuo vaivén de la historia social entre el archivo de las ideas (el anarquismo como catálogo de ideas) y el archivo de los hechos (el anarquismo como colección de individuos), que cada vez echa de menos la singularidad de una ideología, de una lucha, de un movimiento». Del mismo modo, en el prefacio de Scènes du peuple, usted subraya la dificultad de combinar «dos realidades distintas: por un lado, la crónica de estos innumerables combates, pero cada vez encerrados en la particularidad de sus protagonistas —de los fabricantes de alfileres de Rugles a los papeleros de Annonay o de los mineros de Anzin a los esquiladores de Lodève…—; por otro, la generalidad de estos panfletos y periódicos obreros, donde lo que se buscaba sí se expresaba, una palabra que afirmara una identidad obrera».54Su solución a este dilema fue proponer «una historia del pensamiento obrero» que se situaría «entre las historias de las doctrinas sociales» (Marx, Fourier, Proudhon, etc.), por un lado, y «las crónicas de la vida obrera» (es decir, la historia de la condición obrera), por otro.55¿Cómo concilia estos tres niveles en sus escritos?

No me he planteado esa pregunta porque es la propia dramaturgia de los niveles la que me parece sospechosa. Corresponde a un proyecto enciclopédico en el que se trata de construir una totalidad con modos de vida —cómo vivía una familia obrera en una época determinada—, formas de lucha —una huelga, una insurrección—, ideas sociales, etcétera. La mayoría de las ideas sociales de las Histoires du mouvement social fueron forjadas por personas que no eran obreras: Fourier no era obrero, Saint-Simon no era obrero, Cabet tampoco. No hay ninguna razón para querer hacer una historia global que incluya la historia de la vivienda obrera, las insurrecciones de 1948 o la Comuna, los textos de Gauny, las teorizaciones de Saint-Simon o de Fourier… Siempre hacemos historias parciales. Elegimos puntos de anclaje. Básicamente, ese es el método de Jacotot. Jacotot dice: aprende algo y relaciona todo lo demás con ello, que es lo contrario del método normal que dice: relaciona todo con todo lo demás, es decir, ¡insértalo en la enciclopedia, explícalo, hazlo desaparecer en la cadena de sus causas! Creo que empezamos a tocar algo sensible, en el sentido de subversivo, cuando abandonamos el proyecto enciclopédico. Por el contrario, todo lo que intenté fue seguir una cierta trayectoria: qué ocurre con los pensamientos que se forman por ensayo y error en la década de 1830, cómo pasan por una época, cómo pasan por periódicos, asociaciones de trabajadores, comunidades utópicas, océanos… Tenía un objeto e intenté seguir la lógica de ese objeto, es decir: hay personas que intentan salir del tipo de ser obrero al que están adscritas, pero salir de él afirmando otra subjetividad obrera, una identidad, un pensamiento y una aspiración obreros. Ésa era mi cuestión: no la difusión del sansimonismo entre los obreros, sino cómo la predicación de los sansimonianos, el modelo de comunidad sansimoniana y los temas que circulan en su seno, crean algo en torno a lo cual tomarán forma una determinada idea y práctica de la emancipación obrera.

En una entrevista para L’Humanité, usted afirmaba que «lo que se ha dado en llamar movimiento obrero no era un movimiento de toma de conciencia de los intereses históricos de una clase, sino ante todo el movimiento intelectual de aquellos que querían romper las barreras del mundo oscuro en el que se encontraban para ocuparse no sólo de sus propios asuntos, sino de los asuntos de la comunidad».56¿Cree que esta descripción se aplica de forma más general a la historia del movimiento obrero en Francia?

He subrayado la paradoja inicial, a saber, que fue un movimiento para desprenderse de una determinada forma de ser obrera el que creó los significantes de la identidad obrera. Después, una vez establecida esa identidad, las cosas cambiaron inevitablemente. Hablábamos antes de los años treinta, cuando ya había toda una serie de significados y símbolos que estaban absolutamente establecidos y que, por tanto, definían las posibilidades de la disidencia. Por lo que a mí respecta, no me he propuesto describir el movimiento obrero en general, he intentado señalar la paradoja que dio origen a la idea misma de movimiento obrero. Por supuesto, esto no va a ser una enciclopedia de cada forma de movimiento, huelga, revuelta, insurrección y organización obrera desde la década de 1830 hasta la década de 2020. No se trata de eso, sino de dar una orientación general a la investigación y a la narrativa. Nos enfrentamos a una realidad heterogénea. La cuestión es si respetamos esa heterogeneidad o si la reducimos de distintas maneras. Mi idea es que hay que respetar la heterogeneidad y, al mismo tiempo, tener ciertas pautas, ciertas orientaciones que no son verdades caídas del cielo. En un momento dado me pareció que podía extraer de mi material cierto tipo de orientación sobre lo que podría haber significado la constitución de una identidad obrera. Pero eso era todo. Lo importante es intentar mostrar cada vez que la idea del movimiento obrero es algo más que trabajadores luchando contra sus condiciones, que siempre es necesario incluir la dimensión de crear otro tipo de mundo. Y en segundo lugar, en el seno de estos movimientos, siempre existe la presencia de otra cosa: la República en el siglo XIX, el comunismo en el XX, que no es una invención específicamente obrera, pero que da una fuerza de atracción al movimiento y que, a su vez, inventa una versión obrera. Eso es lo que podría decir. No, por supuesto, no cubre todas las situaciones. En todo caso, si quieres abarcar todas las situaciones, todo lo que dices son generalidades vacías.

Al leerlo, me parece que podemos distinguir tres secuencias relativamente coherentes en la historia del movimiento obrero francés: 1830-1848,571848-1914 (o 1919) y, por último, la posguerra, con las dos grandes rupturas de la revolución de 1848, en la que se escinde el ideal republicano y se reconfiguran las esperanzas republicanas, y la Gran Guerra, que lleva al hundimiento de una cierta idea de revolución y a la integración del movimiento sindical en el Estado. Los criterios de esta expansión serían: la relación con la República, la relación con el Estado y el estado de la creencia de las élites militantes en la capacidad de la clase obrera para hacer surgir un mundo nuevo. ¿Qué opina de este tipo de presentación? ¿No fue este distanciamiento del Estado lo que acabó diferenciando el periodo 1848-1914 (aunque, por supuesto, tal orientación no se aplicó a todas las tendencias del movimiento obrero)? Usted parece insinuar que el nacimiento del PCF y la nueva orientación de la CGT en la posguerra constituyen un cierre decisivo en la historia del movimiento obrero francés.

Sí, en términos generales, esa descripción sería correcta. Hubo un periodo en el que podríamos decir que el horizonte del pensamiento obrero era una República ampliada, una idea ampliada de la República que se extendería también al mundo del trabajo. Esto es lo que se desprende de los textos reunidos en La Parole ouvrière. Está este primer momento, y luego está la ruptura de 1848, de junio de 1848 y la represión que siguió: está entonces el momento de desdoblamiento de la República, y la idea de que la República del trabajo es un mundo aparte, que la República del trabajo, o la República socialista, es una forma de mundo basada en el trabajo y el intercambio, que debe sustituir al mundo parasitario del gobierno político. No se trataba de una idea puramente obrera, sino que también la expresaban los teóricos burgueses de la época: la idea de una disociación entre la vida autónoma de la sociedad y el Estado. Esto fue algo que Marx asumió por completo. El texto de Marx sobre la Comuna, sobre el parasitismo del Estado, está completamente en línea con esta visión. Y luego está la ruptura de la Primera Guerra Mundial y la posguerra, cuando se hace evidente que la clase obrera no estuvo a la altura de su visión del mundo por venir. Al mismo tiempo, quedó claro que este tipo de ideal ya no era posible en las nuevas condiciones de la industria, en el mundo de la industria fordista, etcétera. Esto también lo confirma la adopción de Lenin del modelo fordista: se basaba en la idea de que la visión de un futuro llevado adelante por la comunidad de la clase obrera como tal ya no era posible, y que el futuro tenía que ser construido por una dirección, por una organización que viniera de arriba.

Notas al pie
  1. Jacques Rancière, La Méthode de l’égalité : Entretien avec Laurent Jeanpierre et Dork Zabunyan, Montrouge, Bayard, 2012, p. 53. La reseña de Michelle Perrot sobre La Nuit des prolétaires puede consultarse en Histoire de l’Éducation, nº 13, 1981, pp. 80-83.
  2. «The Myth of the Artisan: Critical Reflections on a Category of Social History», International Labor and Working-Class History, No. 24 (otoño, 1983), pp. 1-16, retomado en Work in France. Representations, meaning, organization and practice, eds. Steven L. Kaplan y Cynthia Koepp, Cornell University Press, 1986.
  3. Véanse en particular las reseñas de Bryan Palmer, Christopher Johnson, Donald Reid, Gary Gerstle, etc. Este desequilibrio puede considerarse como un signo del distanciamiento entre la historiografía francesa y la inglesa a partir de mediados de los años ochenta, lo que explica que «los historiadores franceses del mundo obrero no participaran en los tumultuosos debates provocados por los trabajos de Gareth Stedman Jones, Patrick Joyce, Neville Kirk o Geoff Eley sobre el desciframiento de la cultura obrera, que llenaron las columnas de Social History y de History Workshop Journal (y en menor medida de Past & Present) en en la década de 1990″, y que «cuando el equipo de History Workshop buscaba un punto de vista sobre la historiografía del mundo obrero en Francia, recurrió a Jacques Rancière». Véase Philippe Minard, «Eric J. Hobsbawm, un parcours d’historien dans le siècle. Lectures trans-manche», Revue d’histoire moderne & contemporaine, 2006/5 (nº 53-4bis), pp. 5-12.
  4. Ver en especial el capítulo «L’histoire s’écrit» en Antoine Prost, Douze leçons sur l’histoire, París, Seuil, col. Points, 1996, pp. 263-282; y Roger Chartier, Au bord de la falaise. L’histoire entre certitudes et inquiétude, Albin Michel, 1998, pp. 104-105.
  5. Donald Reid, L’affaire Lip, 1968-1981, Presses universitaires de Rennes, 2020.
  6. Lynn Hunt, «The Names of History: On the Poetics of Knowledge by Jacques Rancière and translated by Hassan Melehy with a foreword by Hayden White», Contemporary Sociology, vol. 25, n°1, (enero 1996), p. 129.
  7. Ver en especial Nicole Loraux, «Éloge de l’anachronisme en histoire», Le Genre humain, 1993/1 (n° 27), pp. 23-39.
  8. Louis-Gabriel Gauny, Le Philosophe plébéien, París, La Fabrique, 2017 (1a ed. 1985), p. 9.
  9. Déborah Cohen, «Jacques Rancière et les mots de l’archive», Cahiers critiques de philosophie, 2018/2 (n°20), pp. 171-184.
  10. «De l’Encyclopédie au Chant des ouvriers» (sobre Travailleurs et Révolutions — le concept de travail de l’Ancien Régime à 1848, de W. Sewell», La Quinzaine littéraire, n° 398, 1983, pp. 22-23. Notaremos que en «The Myth of The Artisan» (sección «The ruse of numbers and the ruse of words»), Rancière hace el mismo reproche a sus propios trabajos (sobre todo a La Parole ouvrière).
  11. Jacques Rancière, Les Scènes du peuple : (Les Révoltes logiques, 1975-1985), Lyon, Horlieu, 2003, p. 11. La misma idea se expresa en «The Myth Of The Artisan» : «In many cases, we have a tendency to interpret as collective practice or class «ethos» political statements which are in fact highly individualized. We attach too much importance to the collectivity of workers and not enough to its divisions; we look too much at worker culture and not enough at its encounters with other cultures». Subrayado nuestro.
  12. Jacques Rancière un tiempo fue militante.
  13. Jacques Rancière, La méthode…, op.cit., p. 52, al igual que el postfacio de La Parole ouvrière, 1830-1851 : textes rassemblés et présentés, con Alain Faure, París, La Fabrique Éditions, 2007 (1a ed. 1976).
  14. Rancière recuerda, sin embargo, que el título Révoltes logiques afirmaba, a través de la referencia a Rimbaud, «una fidelidad a la Comuna de París, que era el arquetipo mismo de la revuelta» (véase el prefacio a Scènes du peuple, p. 10). Sobre la cuestión del antifeminismo obrero, véase también la última parte del artículo «Utopistes, bourgeois et prolétaires», L’Homme et la Société, nº 37-38, 1975, pp. 87-98.
  15. Sobre todo La Nuit des prolétaires. Archives du rêve ouvrier, París, Fayard, 1981 (pp. 66-69), «The Myth of the Artisan», «Le Prolétaire et son double ou Le philosophe inconnu». Este último texto, reproducido en Les Scènes du peuple, es una transcripción de la presentación de la tesis de Rancière. Véase también el debate colectivo con Alain Cottereau en el número 12 de Révoltes logiques.
  16. Rancière se basa aquí en la Biographie de l’auteur du Livre du compagnonnage, sobre el cual plantea, en «The Myth of The Artisan», la siguiente pregunta : «If he takes up his pen to sing the glories of the work of the compagnons and to rebuke them for their quarrels, is it not also in order to escape this «glorious» work himself ? One is tempted to say yes, especially in light of his Biographie de l’auteur du Livre du compagnonnage which is rather like the dark side of his two famous books. In it, the methodical accounting he presents of the splinters that have entered his body, the falling wood that has injured him, the lung diseases caught breathing sawdust and, finally, his suicidal thoughts, all of this allows us to see the hatred he felt for this work, whose hero and eulogist he has come to be in the eyes of posterity».
  17. El mismo tipo de incertidumbre puede encontrarse en el breve artículo titulado «L’Or du Sacramento» (incluido en Les Scenes du peuple), en el que la América de los buscadores de oro parece fundirse con la de los militantes icarianos.
  18. Ver el artículo «Les maillons de la chaîne. Prolétaires et dictatures» en Les Scènes du peuple.
  19. Lydia Elhadad y Geneviève Fraisse, «‘L’affranchissement de notre sexe’ : À propos des textes de Claire Démar réédités par Valentin Pelosse», Les Révoltes logiques, París, n° 2, pp. 105-120, primavera-verano 1976.
  20. Ver Jacques Rancière, «Une femme encombrante (à propos de Suzanne Voilquin)» y Geneviève Fraisse, «Des femmes présentes», Les Révoltes logiques, nos. 8/9, invierno 1979.
  21. Jean Ruffet, «La liquidation des instituteurs-artisans», Révoltes logiques, n° 3, otoño 1976, pp. 61-76.
  22. «Au Sublime ouvrier. Entretien avec Alain Cottereau», Révoltes logiques, n°12, verano 1980, pp. 31-45. Sobre Sublime de Denis Poulot, ver también «The Myth of The Artisan».
  23. Ibid, páginas 35 y 38. Sobre la cuestión de la vida privada, la estrategia de Alain Cottereau es fácil de entender; no se trata de validar la percepción burguesa de las relaciones de género en el seno de los hogares proletarios, que hace de la mujer la «mártir» del trabajador. Sin embargo, según Rancière, esa estrategia no está exenta de dificultades (véase su pregunta a Cottereau en la página 35 del número 12).
  24. La Bergère au Goulag», retomado en Les Scènes du peuple… op.cit., pp. 323-325.
  25. En el primer número (invierno de 1975), y en los números 14-15 (verano de 1981).
  26. Sobre Maurice Lime, ver la nota biográfica de Le Maitron (en francés).
  27. Ver recientemente Jacques Rancière, «Le peuple est une construction», entrevista publicada en el no. 3 de la revista Ballast, 2017.
  28. Véanse los artículos de Révoltes logiques «En allant à l’expo : l’ouvrier, sa femme et les machines», «De Pelloutier à Hitler : syndicalisme et collaboration», agrupados en Scènes du peuple. Sobre el bonapartismo obrero, véase la alusión al caso de Savinien Lapointe en La Parole ouvrière, op.cit. pp. 157-158.
  29. Véase L’Anti-Œdipe – Capitalisme et schizophrénie, en colaboración con Félix Guattari, París, Les Éditions de Minuit, serie «Critique», 1972, pp. 38-39. El tema de la «servidumbre voluntaria», actualizado por Deleuze, es objeto de una crítica rápida pero clara por parte de Rancière en sus obras históricas: véase el prefacio a Scènes du peuple, así como los artículos «De Pelloutier à Hitler: syndicalisme et collaboration» y «La bergère au Goulag».
  30. Por ejemplo, sobre los partidarios de Trump: «Siempre hablamos del papel de las fake news, pero quienes se adhieren a ellas no lo hacen por ignorancia; no lo hacen, como siempre decimos, porque sean pobres perdedores sin rumbo; lo hacen porque les da placer oírlas, porque quieren que lo que dicen sea verdad y, al acreditarlas, comparten el sentimiento de pertenecer, por miserables que sean, a una comunidad superior», en «Un conflit de mondes plutôt qu’un conflit de forces». Entretien avec Jacques Rancière, Contretemps, 19 de junio de 2023. Rancière hace el mismo comentario sobre los negacionistas: «[…] el negacionismo es todo lo contrario de un escepticismo que afirma la indistinguibilidad entre realidad y ficción. Sus argumentos se basan en una visión ultra dogmática de la historia, según la cual la «diferencia» nazi no puede existir dentro del capitalismo. Y sólo les creen quienes tienen interés o placer en creerles —los mismos que creen en los Protocolos de los Sabios de Sion— por razones que nada tienen que ver con la certeza o la incertidumbre de los métodos históricos» («De la vérité des récits au partage des âmes», Critique, 2011/6, n° 769-770, p. 476). Subrayado nuestro.
  31. Ver en particular «The Myth of the Artisan» y «“le social” : the lost tradition in French labour history», en Raphael Samuel (ed.), People’s History and Socialist Theory, Londres, Routledge, 1981, pp. 267-272.
  32. Jean Chesneaux, Du passé, faisons table rase ? À propos de l’histoire et des historiens, Maspero, 1976.
  33. Maurice Agulhon, Une ville ouvrière au temps du socialisme utopique. Toulon de 1815 à 1851, París-La Haye, Mouton, 1970.
  34. Los historiadores han devuelto a veces el favor. Así es como los Annales comentaban en 1977 el tercer número de la revista Les Révoltes logiques: «Análisis sólidamente marcados con el sello de la ideología que a veces tienen el encanto de las tiras cómicas, pero un gusto muy sano por los documentos y las buenas pistas de investigación, sobre el trabajo infantil en el siglo XIX y los maestros-artesanos enfrentados a la política de Guizot». Annales, Économie, Sociétés, Civilisations, 1977, volumen 32, p. 4.
  35. Sobre la recepción de Thompson en Francia, véase Michel Rapoport, «Quand les cultural studies traversent la Manche. Richard Hoggart, Edward Palmer Thompson et la réception de leurs œuvres dans les revues françaises», en Françoise Albertini, Nicolas Pélissier (eds.), Les sciences de l’information et de la communication à la rencontre des cultural studies, París, L’Harmattan, 2009, p. 77, así como el prefacio de François Jarrige («Edward P. Thompson, l’historien radical») a la edición francesa de La Formation de la classe ouvrière anglaise. También hay que señalar que Thompson y Rancière comparten una crítica común del althusserismo. Véase Jacques Rancière, La leçon d’Althusser, París, La Fabrique, 2011 (1ª ed. 1975) y Edward P. Thompson, The Poverty of Theory and Other Essays, Londres, Merlin Press, 1978.
  36. Éliane Le Port habla de este último caso en la introducción de su excelente libro sobre el testimonio de los trabajadores en la posguerra: Éliane Le Port, Écrire sa vie, devenir auteur. Le témoignage ouvrier depuis 1945, París, Éd. de l’EHESS, col. En temps & lieux, 2021, pp. 11-14.
  37. Es lo que sugiere Rancière en La Nuit des prolétaires, op.cit. (p. 29), a partir de esta cita de un artículo de Gauny publicado en La Ruche Populaire: «Hay desgracias tan nobles y tan bien cantadas que brillan en el cielo de la imaginación como estrellas apocalípticas cuyas llamas nos hacen olvidar nuestras penas vulgares, que, perdidas en los barrancos del mundo, ya no parecen más que puntos falaces. Child-Harold, Oberman, René, cuéntenos con franqueza el aroma de vuestra angustia. Respóndanos. ¿No fueron felices en sus bellas melancolías?».
  38. Le Philosophe plébéien, op.cit. p 15. Jacques Rancière subraya la compleja relación de Gauny con el helenismo. Véase también este comentario en la página 181: para Gauny, «la red militante es ante todo una sociedad de amigos, una escuela mutua donde se comparten las iniciaciones».
  39. Sobre este tema, véase Frank Paul Bowman, Le Christ des barricades, 1789-1848, Ed. du Cerf, 1987, p. 364. Sobre la relación de Gauny con el cristianismo, véase La Nuit des prolétaires, op.cit. pp. 128-129.
  40. Del mismo modo, en su prefacio a L’éternité par les astres de Blanqui, Rancière escribe: «Digan lo que digan los apresurados teóricos de la ‘secularización’, los pensadores de la transformación radical se cuidan de no transferir las promesas de salvación religiosa al progreso histórico» («Préface» a L’éternité par les astres de Auguste Blanqui, Les impressions nouvelles, 2012, p. 12).
  41. Rancière también toca este punto cuando evoca el papel de los militantes cristianos en la lucha de los obreros de Lip (véase «La Bergère au Goulag», en Les Scènes du peuple, op.cit., p. 328).
  42. «Savoirs hérétiques et émancipation du pauvre», en Les Sauvages dans la cité : auto-émancipation du peuple et instruction des prolétaires au XIXe siècle, Jean Borreil (dir.), París, Champ Vallon, 1985, col. «Milieux», pp. 34-53. Este texto se retomó en Les Scènes du peuple.
  43. Ver La Nuit des prolétaires, op.cit., pp. 94-95.
  44. «La acumulación de represiones, la falta de educación, de dinero y de libertad limitaban a quienes podían escribir, ser publicados y distribuidos entre una pequeña élite de militantes, vanguardistas o marginados de su clase, beneficiándose de antecedentes políticos o de apoyos literarios» (La Parole ouvrière, op.cit., p. 16).
  45. Véase también este pasaje del artículo «La scène révolutionnaire et l’ouvrier émancipé (1830-1848)», Tumultes, n°20, «Révolution, entre tradition et horizon», mayo de 2003, p. 59: «La persona emancipada no es ante todo alguien que milita por una causa; es ante todo alguien que cambia su forma de ser, que estiliza su comportamiento«. Cf. también este pasaje de La Méthode de l’égalité, op. cit. pp 208-209: «Sabemos hasta qué punto el movimiento obrero anarquista ha estado ligado a toda una serie de movimientos naturistas y gimnásticos. Creo que hay toda una tradición de trabajo sobre uno mismo como parte integrante del trabajo de emancipación que he intentado mostrar en relación con todas las dimensiones colectivas».
  46. Cf. Jacques Julliard, «Fernand Pelloutier et les origines du syndicalisme d’action directe», Le Mouvement social, n°75, «Non-Conformistes» des Années 90 (abril-junio, 1971), pp. 3-32.
  47. Elitismo moral e intelectual que se encuentra desde Corbon hasta Merrheim, como nos recuerda Rancière en su respuesta al debate sobre «The Myth of The Artisan» («A Reply», International Labor and Working-Class History, 1984, No. 25 (primavera, 1984), pp. 42-46).
  48. Ver La Parole ouvrière… op.cit. (p. 11), Les Scènes du peuple, op.cit. (p. 128) o el artículo «La scène révolutionnaire et l’ouvrier émancipé».
  49. Jacques Rancière, «De Pelloutier à Hitler. Syndicalisme et collaboration», Révoltes logiques, n°4, invierno 1977. Ver también al respecto la entrevista «Déconstruire la logique égalitaire» en Et tant pis pour les gens fatigués : Entretiens, París, Éditions Amsterdam, 2009, pp. 646-647.
  50. Jacques Rancière, «Une femme encombrante (à propos de Suzanne Voilquin)», Les Révoltes logiques, nos 8/9, invierno 1979.
  51. Collectif Révoltes logiques, «Deux ou trois choses que l’historien social ne veut pas savoir», Le Mouvement social, n°100, 1977, pp. 21-30. Sobre Révoltes logiques, ver los trabajos de Vincent Chambarlhac, en especial el artículo «‘Nous aurons la philosophie féroce’. Les Révoltes logiques, 1975-1981», La Revue des revues, 2013/1 N° 49, pp. 30-43.
  52. En particular, el artículo denuncia lo que denomina «la pretensión de extraterritorialidad de la práctica universitaria». Este tema se repite, pero aplicado a la historia de la sociología en Francia, en el artículo «L’éthique de la sociologie» (reimpreso en Les Scènes du peuple).
  53. Geneviève Fraisse, «Les femmes libres de 1848 : Moralisme et féminisme», Les Révoltes logiques, n°1, invierno 1975, pp. 23-50.
  54. Ver el prefacio de Scènes du peuple, op.cit., p. 22.
  55. Ver La Parole ouvrière, op.cit., pp. 16-17.
  56. Et tant pis pour les gens fatigués, op. cit., p. 116.
  57. Rancière insiste, sin embargo, en que 1830 no es un comienzo (véase La Parole ouvrière, op. cit., p. 8).

Paolo Virno: «La antropología es el campo de batalla de la política»

14abr-24
Publicada el 14 abril, 2024
por Administrador

Por Colectivo Situaciones

Colectivo Situaciones: Nos parece que un diálogo con vos tiene que partir de lo que parece ser una gran premisa de tus trabajos y el de otros tantos compañeros italianos, como es la teorización del posfordismo desde el punto de vista del trabajo y sus mutaciones. Es claro que en tu punto de vista el posfordismo pone en juego –saca a la superficie– rasgos o caracteres de especie –y por tanto, no especializados– que antes se hallaban por fuera de la producción capitalista. Y bien: ¿es posible encontrar, según esta perspectiva, en tus últimos textos –que reunimos en este libro– una cierta continuidad entre las preocupaciones que aparecen en Gramática de la multitud y estas indagaciones en torno al animal humano, el lenguaje, la innovación y lo “abierto”? ¿Dirías que la propia investigación sobre el posfordismo y la multitud requieren un giro por las neurociencias, la antropología y la lingüística moderna como modo de arribar a la naturaleza del animal lingüístico y a sus perspectivas políticas actuales? ¿Por qué? ¿Es siempre la misma preocupación política la que persiste en esta deriva de tus investigaciones?

Paolo Virno: Puedo equivocarme, es cierto, pero me parece que incluso las investigaciones más abstractas que he tratado de desarrollar en estos últimos quince años han tenido como punto de partida la multitud contemporánea. La multitud es el sujeto gramatical y el análisis sobre la estructura del tiempo histórico (El recuerdo del presente, Paidos, 2003) y las principales prerrogativas del lenguaje verbal (Cuando el verbo se hace carne, Tinta Limón-Cactus, 2004) son los predicados. Estoy verdaderamente convencido de que la multitud es el modo de ser colectivo caracterizado por el hecho de que todos los requisitos naturales de nuestra especie adquieren una inmediata importancia política. Por esto me pareció importante indagar en profundidad estos requisitos. Es claro que no sirven para nada los cortocircuitos, las fórmulas brillantes con las que, melancólicamente, se intenta ganar un gran aplauso. Si se habla de lenguaje verbal, o de tiempo histórico, es necesario asumir una travesía en el desierto, en la que nos vamos a encontrar con paradojas y callejones sin salida, en la que nos perderemos en análisis complicados que requieren instrumentos específicos. Tan solo al final de un recorrido teórico no poco tortuoso –y precisamente gracias a eso– se descubre (sólo a veces,  por supuesto) que los problemas enfrentados permiten comprender mejor –no metafórica, sino literalmente– las acciones y las pasiones más actuales.

La indagación sobre la “naturaleza humana” concierne centralmente a la lucha política. Pero a condición, por supuesto, de evitar algunas  tonterías significativas. La más tonta de estas tonterías consiste en querer deducir una estrategia política –y, en el peor de los casos, hasta una táctica– de los rasgos distintivos de nuestra especie. Es lo que hace Chomsky (admirable, por otra parte, por el vigor con el que pelea contra los canallas de la administración de los Estados Unidos) cuando dice: el animal humano, dotado por motivos filogenéticos de un lenguaje capaz de hacer cosas siempre nuevas, debe batirse contra los poderes que mortifican su congénita creatividad. Buenísimo, ¿pero qué ocurre si la creatividad lingüística se vuelve recurso económico fundamental  en el capitalismo posfordista? La antropología es el campo de batalla de la política, no un apuntador teatral que nos dice qué es necesario hacer. La “naturaleza humana” –es decir, las invariantes biológicas de nuestra especie– nunca dispone una solución: es siempre parte del problema.

Los grandes clásicos del pensamiento político moderno, Hobbes y Spinoza para mencionar sólo a los más notorios, han visto en la naturaleza humana la materia prima de la acción política: una materia prima a partir de la cual la acción política puede generar formas histórico-sociales harto diversas. Por eso Hobbes y Spinoza han sido, entre otras cosas, dos antropólogos profundos y realistas. Pero, ¿qué cosas han cambiado hoy respecto de la época en la que se formó el estado moderno? Una sobre todo: las principales facultades del animal humano, además de sus afectos característicos, son colocadas como resortes de la producción social. Marx definía la fuerza de trabajo como “el conjunto de las capacidades psíquicas y físicas de un cuerpo humano”. Pues bien, esta definición se vuelve completamente verdadera sólo en los últimos treinta años. En efecto, solo recientemente las competencias cognitivas y lingüísticas han sido puestas a trabajar. De este modo, quien –con gestos de desprecio– descuida la indagación sobre la “naturaleza humana”, no está en condiciones de comprender las características sobresalientes de la fuerza de trabajo contemporánea. El panorama teórico actual está atestado de naturalistas ciegos a la historia y de historicistas que se indignan si se habla de naturaleza. El defecto de unos y de otros no está en la parcialidad de sus acercamientos, sino, por el contrario, en la incapacidad de ambos para aprehender los aspectos sobre los que concentran unilateralmente su atención. Los cultores de una naturaleza humana de la que ha sido borrada la dimensión histórica equivocan, en última instancia, su percepción sobre la naturaleza; los cultores de una historia escindida del trasfondo biológico no dan cuenta, de ninguna manera, de la historia. La teoría de la multitud debe sustraerse a este doble impasse.

CS: Tal vez no sea justo hablar de un “pesimismo” en estos textos pero, sin dudas, la cuestión del “mal” en el “animal abierto”, ya no protegido por la soberanía del estado –ahora en crisis–, recoloca la cuestión de lo negativo en el centro de tu reflexión, dando a la noción de ambivalencia una mayor nitidez. ¿Por qué surge la necesidad de abundar en lo “negativo” ahora? ¿Se debe a coyunturas políticas y teóricas que nos puedas explicar o, más bien, a otro tipo de exigencia reflexiva? ¿Qué consecuencias tiene, en tu trabajo, este énfasis? ¿Cómo definírías el estatuto teórico y político de la “negación no dialéctica”?

PV: En los últimos años trabajé sobre dos cuestiones –una lógico-ligüística, la otra antropológica— que tienen mucho que ver con la multitud. La primera cuestión, la lógico-lingüística, dice así: ¿cuáles son los recursos mentales que nos permiten cambiar nuestra forma de vida? ¿En qué consiste una acción innovadora? ¿Qué ocurre precisamente cuando una regla deja de funcionar, pero aún no se ha encontrado otra que la reemplace? A estas preguntas he tratado de responderlas examinando detalladamente un ejemplo significativo de creatividad lingüística: el chiste. El chiste es un microcosmos en el que operan las mismas fuerzas que, a gran escala, nos permiten un éxodo social y político. Por eso, hablando del funcionamiento de la frase humorística, me he encontrado discutiendo, entre otras cosas, el estado de excepción y la crisis de un sistema normativo.

La segunda cuestión, la antropológica, concierne a la carga destructiva inscripta en nuestra especie, a la “negatividad” con la que tiene que lidiar un ser dotado de lenguaje. Entre las dos cuestiones hay un vínculo muy estrecho: por paradójico que pueda parecer, los requisitos que posibilitan la innovación son los mismos que alimentan la agresividad en los enfrentamientos entre semejantes. Basta pensar en la negación lingüística: ésta permite oponerse a una ley injusta, pero abre la posibilidad, también, de que pueda tratarse a alguien (a un hebreo o a un árabe, por ejemplo) como a un no-hombre. Los ensayos recogidos en este libro están dedicados a la “lógica del cambio” y al llamado “mal”. Ambos términos, repito, tienen su referente carnal en la multitud posfordista. Se podría decir: la multitud está caracterizada por una fundamental oscilación entre la innovación y la negatividad.

Pero la pregunta de ustedes se refiere, sobre todo, a la negatividad, a la peligrosidad del animal humano. Procuraré, por consiguiente, decir algo más sobre este aspecto. La reflexión sobre la negatividad, sobre el mal, no nace de un juicio pesimista sobre el presente, de una desconfianza en los nuevos movimientos. Al contrario, es la madurez de los tiempos la que impone esta reflexión: hoy es concebible una esfera pública por fuera del estado, más allá del estado. Esto significa que es totalmente realista construir –en las luchas sociales– instituciones que ya no tengan como jefe al “soberano”, que disuelvan todo “monopolio de la decisión política”. Estas instituciones pos-estatales deben ofrecer de distintos modos –y resolver de distintos modos– el problema de cómo mitigar la agresividad del animal humano, su carga (auto)destructiva. Es la actualidad de la superación del estado la que vuelve imperiosas preguntas como éstas. Y repito: no es precisamente una injustificada melancolía por el curso del mundo. Pensar que la multitud es absoluta positividad es una tontería inexcusable. La multitud está sujeta a disgregación, corrupción, violencia intestina. Por otro lado, sus primeras manifestaciones no suelen ser exaltadas: en los años ’80 –mientras el fordismo entraba rápidamente en crisis– las nuevas figuras del trabajo social se presentaron con rasgos “desagradables”: oportunismo, cinismo, miedo. Si el nuestro es un éxodo que nos conduce más allá de la época del estado, no podemos no tener en cuenta las “murmuraciones en el desierto”. Para pensar las murmuraciones, es decir, la negatividad inscripta en la multitud (acordémonos de la violencia sobre los más débiles que fue verificada en el estadio de New Orleans donde estaban refugiados los “muchos” que no tenían los medios para  escapar del ciclón Katrina…), son necesarias categorías diferentes a las dialécticas y nociones distintas, por ejemplo, de aquella de “antítesis”. De acuerdo. Pero necesitamos categorías que estén en condiciones de asumir toda la realidad de lo negativo –en lugar de excluirlo o velarlo. En este libro propongo las nociones de “ambivalencia” y de “oscilación”. Y también un uso no freudiano del término freudiano “siniestro”. Freud dice que lo que nos aterroriza es precisa y solamente aquello que, en otro momento, tuvo la capacidad de protegernos y tranquilizarnos. Así, esta duplicidad de lo siniestro puede servir, tal vez, para decir que la destructividad es sólo un modo “otro” de manifestarse de aquella capacidad que nos permite, por otro lado, inventar nuevos y más satisfactorios modos de vivir.

CS: Hay en tu trabajo una discusión en torno a la noción schmittiana de soberanía. Esa discusión, sin embargo, se relativiza ante el diagnóstico de la crisis profunda de los estados centrales. Aún así, a lo largo de tus textos persiste una preocupación por evitar recaer en perspectivas políticas “estatistas”. Pero si la soberanía estatal está en crisis ¿cuáles serían estos riesgos?

En todos tus textos se percibe además la supervivencia de un razonamiento caro a la tradición del obrerismo italiano sobre el posfordismo, según el cual la medida del valor, que ha entrado en crisis con las mutaciones del proceso productivo, vive, sin embargo, una sobrevida reaccionaria en la forma salarial. ¿Crees que algo similar ocurre con la soberanía política? ¿Es ella también una forma anacrónica pero paradojalmente presente de la medida de la vida contemporánea, como el salario?¿Y cómo convive todo esto con la noción de un “estado de excepción permanente”?

PV: El estado central moderno conoce una crisis radical, pero no cesa de reproducirse a través de una serie de metamorfosis inquietantes. El “estado de excepción permanente” es, sin duda, uno de los modos en que la soberanía sobrevive a sí misma, prolonga indefinidamente la propia decadencia. Vale para el “estado de excepción permanente” aquello que Marx decía de las sociedades por acciones: estas últimas constituían, a su juicio, una “superación de la propiedad privada sobre la base misma de la propiedad privada”. Dicho de otra manera, las sociedades por acciones dejaban filtrar la posibilidad de superar la propiedad privada, pero, al mismo tiempo, articulaban esta posibilidad reforzando y desarrollando cualitativamente la misma propiedad privada. En nuestro caso se podría decir: el “estado de excepción permanente” indica una superación de la forma-estado sobre la base misma de la estatalidad. Es una perpetuación del estado, de la soberanía, pero también la exhibición de su propia crisis irreversible, de la plena madurez de una república ya no estatal.

Yo creo que el “estado de excepción” sugiere algunos puntos para pensar las instituciones de la multitud de manera positiva, su posible funcionamiento, sus reglas. Un ejemplo solamente: en el “estado de excepción” se atenúa –hasta desaparecer casi por completo– la diferencia entre ”cuestiones de derecho” y “cuestiones de hecho”: las normas vuelven a ser hechos empíricos y algunos hechos empíricos adquieren un poder normativo. Así, esta relativa indistinción entre norma y hecho –que hoy produce leyes especiales y cárceles como Guantánamo– puede tener, sin embargo, una declinación alternativa, voviéndose un principio “constitucional” de la esfera pública de la multitud. El punto decisivo es que la norma debe exhibir siempre su origen actual y, al mismo tiempo, mostrar la posibilidad de influir en el ámbito de los hechos. Debe exhibir, en fin, su revocabilidad y su sustituibilidad. Toda regla debe presentarse, al mismo tiempo, como una unidad de medida de la praxis y como algo que debe, a su vez,  ser medido siempre de nuevo.

CS: Todo esto se articula con tu crítica a un cierto antiestatismo ingenuo, que se pronuncia en nombre de una supuesta bondad originaria de la multitud, una y otra vez arruinada -rousseauneanamente- por la institución (del lenguaje, de la propiedad, etc.). Por nuestra parte encontramos mucha potencia en esta argumentación que nos coloca, por así decirlo, “de cara a la ambivalencia” radical. Y agradecemos mucho esta valentía de complejizar allí donde nuestras debilidades pueden ser más notables.

En este contexto, sin embargo, tu advertencia no llega al escepticismo, en la medida en que evocás de muchas maneras la noción de “institución” de la multitud (katechon, “negación de la negación”, etc). Entonces: ¿cómo pensar la dimensión política de estas “instituciones” (¿de éxodo?) en relación con el diagrama estratégico en el que encontramos de un lado a la soberanía estatal (¿en crisis pero revivida?)pero también respecto del mal con el que la multitud debe coexistir mediante operaciones de diferimiento, desplazamiento y contención? ¿Hay relación entre “mal” y “soberanía” en la época en que “lo abierto” del animal lingüístico fuerza la excepción cotidiana (“¿fascismo postmoderno?”)? ¿Podrías explicarnos cómo vislumbrás este juego político-institucional en su “nueva” complejidad?

PV: A esta pregunta he intentado responderla de modo detallado en el ensayo “El llamado mal y la crítica del estado”, incluido en este volumen. Incluso una respuesta parcial está contenida, creo, en algunas de las cosas que he dicho anteriormente. Quisiera agregar ahora, un par de consideraciones polémicas. Verdaderamente “escéptico” sobre la suerte del movimiento internacional me parece ser aquel que pinta la multitud como “buena por naturaleza”, solidaria, inclinada a actuar en armonía, ausente de toda negatividad. Quien piensa así, ya se ha resignado a reducir al movimiento new global a fenómenos contraculturales o mediáticos, a su metamorfosis en un conjunto de tribus marginales, incapaces de incidir realmente sobre las relaciones de producción. Reconocer el “mal” de la (y en la) multitud significa enfrentarse con las dificultades inherentes a la crítica radical de un capitalismo que valoriza a su modo la misma naturaleza humana. Quien no reconoce este “mal” ya se ha resignado a no tener demasiado vuelo; o, dicho de otro modo, se resigna al peligro de hacer vivir al movimiento por debajo de sus propios medios.

Segunda observación. Pongámonos de acuerdo con el uso de la palabra “institución”. ¿Es un término que pertenece exclusivamente al vocabulario del adversario? Creo que no. Creo que el concepto de “institución” es decisivo, también (y, acaso, sobre todo) para la política de la multitud. Las instituciones son el modo en que nuestra especie se protege del peligro y se da reglas para potenciar la propia praxis. Institución es, por lo tanto, también un colectivo de piqueteros. Institución es la lengua materna. Instituciones son los ritos con los que tratamos de aliviar y resolver la crisis de una comunidad. El verdadero desafío es individualizar cuáles son las instituciones que se colocan más allá del “monopolio de la decisión política” encarnado en el estado. O incluso: cuáles son las instituciones a la altura del “General Intellect” del que hablaba Marx, de aquel “cerebro social” que es, al mismo tiempo, la principal fuerza productiva y un principio de organización republicana.

CS: A diferencia de otras lecturas sobre el posfordismo, en tus argumentos pareciera que un cierto énfasis en la ambivalencia del animal lingüísitco y su relación con el Estado, llevan a una indiferencia respecto de los diagnósticos sobre las nuevas formas de control y gestión de las vidas que van más allá del poder de las soberanías de los estados nacionales (“sociedades de control”, la “noopolítica”, la “biopolítica”, etc). ¿Cómo plantearías tu posición al respecto?

PV: No, no soy en absoluto indiferente a otros análisis del posfordismo. Algunos los aprecio, otros los critico; todos, no obstante, me implican y me obligan a formularme preguntas, a reflexionar mejor.

Pongo dos ejemplos: la “sociedad de control”. Es una buena categoría. Significa, en líneas generales, que la cooperación del trabajo social perdería parte de su potencia (y de su eficacia en vistas de la valorización capitalista) si fuese dirigida y disciplinada en cada detalle. La invención y la innovación no son ya patrimonio del emprendedor shumpeteriano, sino prerrogativas del trabajo vivo. Para el capitalista es necesario apropiarse de la innovación a posteriori, seleccionando en ella los aspectos afines a la acumulación y eliminando todo lo que puede dar lugar a libres instituciones de la multitud. En cierto sentido, hay un retorno desde la “subsunción real” del trabajo hacia la “subsunción formal”. O, dicho de otra manera y dejando de lado la jerga marxiana, hay un pasaje desde formas de dominio basadas en la negación de toda autonomía de la fuerza de trabajo hacia  formas de dominio que impulsan a la fuerza-trabajo a producir innovación, cooperación inteligente, etc. Es necesario añadir: la “sociedad de control”, con su modernísima “subsunción formal”, requiere más, y no menos, violencia represiva. Y se entiende el por qué: la valorización capitalista del trabajo vivo en cuanto general intellect, si por un lado exige que el trabajo vivo goce de una cierta autonomía, por el otro debe impedir que ésta se transforme en conflicto político. Y lo impide con una ferocidad de la que el fordimo no tenía necesidad.

Segundo ejemplo: la biopolítica. El gobierno de la vida depende del hecho de que se vende la propia fuerza de trabajo. La fuerza de trabajo es pura potencia sin aún aplicación efectiva: potencia de hablar, de pensar, de actuar. Pero una potencia no es un objeto real. Ella existe en cuanto “alojada” por un organismo biológico, el cuerpo de obrero. Para esto el capital gobierna la vida: porque, precisamente, la vida es portadora de la fuerza de trabajo, sustrato de una pura potencia. No porque quiera mandar sobre los cuerpos como tales. Entonces, es de la noción de fuerza de trabajo que surge el gobierno de la vida. Foucault (junto a tantos otros) se desembarazó con demasiado apuro de Marx, con el efecto de llegar tiempo después a ciertos resultados marxianos, pero poniendo la cabeza en el lugar de los pies.

CS: Todas las noticias que llegan del mundo de las tecnociencias y la digitalización nos hablan de un intento directo de alterar la propia composición y forma de las especies, incluyendo la humana. Con la promesa de “mejorar lo humano” o simplemente “evitar el sufrimiento” existe actualmente un cúmulo de experimentos dirigidos a modificar la memoria, intervenir sobre el cebrero, el sistema nervioso, etc. Las tecnociencias operan sobre la hipótesis de un hombre-informático, genoma, ADN, etc. ¿Cómo leés estos intentos de modificación genética, de lo animal y de lo humano? ¿Apuntan realmente a desdibujar sus fronteras? ¿Qué naturaleza tiene el tipo de poder que opera en este nivel del tecnocapitalismo?

PV: El problema no es nuevo. El animal humano es el único que, más allá de vivir, debe volver posible la propia vida. Por un lado, esto es correlato de su contexto ambiental; por el otro, él mismo reformula siempre de nuevo la relación con este contexto. Es un animal naturalmetne artificial. Esto para decir que el hombre ha modificado siempre, al menos en cierta medida, su propio ambiente e, incluso, su propio cuerpo. O mejor: la praxis humana es siempre aplicada a las mismas condiciones que vuelven humana a la praxis. Hoy este aspecto se ha puesto en primer plano, ha devenido industria. En mi opinión, los movimientos deberían mostrar una cauta simpatía por las tecnociencias. Cauta, obviamente, porque éstas están sobrecargadas de intereses capitalistas. Pero simpatía, porque éstas muestran –aunque sea, incluso, de una forma a menudo detestable– la posibilidad de recomponer la antigua fractura entre ciencias del espíritu y ciencias naturales.

CS: Sobre la “ocurrencia”. Dado que la “ocurencia” es el diagrama interno de la innovación, y por qué no, de la praxis misma, surge de inmediato el problema del estatuto del “Tercero” que es a la vez “Público”. En una primera lectura nos ha parecido que si bien la “ocurrencia” reúne tres figuras o posiciones (el ocurrente, aquel sobre el que cae la ocurrencia y el tercero que aprueba o desaprueba la ocurrencia) en la que descansa toda esta estructura, que así es inmediatamente pública, sin embargo, pareciera subsistir un lugar más activo en el ocurrente mismo, es decir, en quien elabora su hipótesis-ocurrencia, cuya suerte será luego evaluada. La pregunta que te formulamos, entonces, es la siguiente: ¿qué hay de una política activa y posible del lado del Tercero Mismo? ¿No demanda la propia condición de la “inteligencia general” una permanente sensibilización respecto de las ocurrencias de los otros, y no sólo una búqueda atenta del momento propicio para devenir uno mismo ocurrente?

PV: Estoy completamente de acuerdo con la hipótesis que formulan. En el chiste, la “tercera persona” (así la llama Freud), esto es, el público, es un componente esencial, pero pasivo. Equivale, a groso modo, a aquellos que asisten a una asamblea política, valorando los discursos que se suceden en ella. Sin la presencia de estos espectadores, los discursos pronunciados no tendrían sentido alguno. Pero, al menos a primera vista, ellos no hacen nada. ¿Es realmente así? Quizás no. Sobre todo al interior del movimiento new global, el rol de la “tercera persona”, del público, es, ya de por sí, una forma de intervención activa. Hoy, quien escucha una ocurrencia o un discurso político, lo rearticula mientras lo escucha, elabora sus desarrollos posibles, modifica su significado: en síntesis, lo transforma en el momento mismo en que lo recibe. Tiene que ver, en fin, con un público activo.

Afrontar la guerra en Ucrania: argumentos para una «agenda de izquierdas»

14abr-24
Publicada el 14 abril, 2024
por Administrador

Por Catherine Samary

Al comienzo de la invasión, personas de todas las clases sociales hacían cola ante los centros de reclutamiento. Casi dos años después, esto ya no es así (…). Para que la gente arriesgue su vida, tiene que estar segura de que es lo correcto (…). Tienen que tener la oportunidad de participar en la definición del futuro del país[1].

Como miembro de la organización ucraniana Sotsialny Rukh (Movimiento Social)[2], Oleksandr Kyselov comienza recordando un rasgo esencial ignorado por muchos en la izquierda: la masiva movilización popular ante la invasión rusa de Ucrania el 24 de febrero de 2022. Frente a la dificultad de mantener este nivel de movilización en el contexto de una guerra asesina en curso y de los ataques sociales del régimen de Zelensky, Kyselov subraya a continuación el doble desafío: democrático y social. Esta es la sustancia de lo que él llama una «agenda para la izquierda», que debemos aprovechar[3] escuchando lo que expresan la izquierda ucraniana y las organizaciones de esta sociedad directamente afectadas por la guerra.

Esta ha sido y sigue siendo la orientación de la red de izquierda europea RESU/ENSU[4], creada en la primavera de 2022: su plataforma expresa el apoyo a la resistencia popular ucraniana contra la invasión rusa, rechazando todas las formas de colonialismo y basada en la independencia de todos los gobiernos. Esta orientación nos distingue de otros programas antibelicistas de corrientes que se reclamaban de la izquierda: nos desmarca de quienes sitúan al mismo nivel Ucrania y a Rusia, donde prepondera el capitalismo oligárquico, porque su internacionalismo no ve las relaciones de dominación neocoloniales e imperiales de Rusia. Criticamos las posturas que ignoran la dimensión esencial de la lucha de liberación nacional de Ucrania contra la ocupación rusa. Esto también les lleva a ocultar (o denigrar) el papel clave de la resistencia armada y no armada de Ucrania, considerada como un mero corre-vete-y-dile de los intereses de las potencias occidentales. Cierto, pueden sentir lástima por el pueblo ucraniano, condenado a no ser más que carne de cañón para una causa extranjera (los objetivos del imperialismo occidental), una víctima pasiva en cuyo nombre reclaman el derecho a decretar el cese de los combates. A esta posición se le añadieron dos variantes: si se reconocía la existencia del imperialismo ruso, se denunciaba la guerra como interimperialista, es decir, que Estados Unidos y la OTAN rivalizaban con Rusia por el control de Ucrania. Y otras corrientes consideran que los argumentos rusos estaban bien fundados (incluso si la invasión les pare abusiva): hicieron de la OTAN la razón de la guerra lanzada por Rusia para protegerse de la OTAN, retomando, de ese modo, la opinión de que la caída del presidente ucraniano Yanukóvich (del que se decía que era prorruso en 2014) habría sido una especie de golpe de Estado fascista y antirruso apoyado por la OTAN[5]. Un manifiesto feminista de marzo de 2022 también defendió una postura pacifista frente a la guerra, ignorando el punto de vista de las feministas ucranianas. Me negué a firmarlo por esta razón[6], aunque obviamente comparto el apoyo a las feministas rusas pacifistas. Como crítica a este Manifiesto, el taller feminista de la RESU/ENSU se puso en contacto con las mujeres ucranianas y apoyó su Manifiesto feminista El derecho a resistir[7]. Esta fue la primera acción internacional que ilustró la agenda de izquierdas por una Ucrania independiente y democrática, ampliada por numerosas iniciativas de colectas y convoyes sindicales que se realacionan directamente con las organizaciones de la sociedad civil ucraniana.

Hacer visibles las causas de la guerra y de la resistencia ucraniana
Varias características de esta guerra explican –sin justificarlas– la tendencia dominante en la izquierda a ocultar Ucrania y su resistencia popular a la invasión imperial rusa. Se pueden explicar por la dificultad de existir como izquierda en Ucrania porque hay que luchar en varios frentes[8],: desvincularse del pasado estalinista (alabado por Putin); oponerse a la invasión y a la voluntad imperial gran rusa impugnando al mismo tiempo los ataques sociales del régimen neoliberal de Zelensky y sus posiciones ideológicas tanto más apologéticas de los valores occidentales cuanto que el país necesitaba imperiosamente la ayuda financiera y militar de Occidente frente a la potencia rusa y el hecho de que la guerra ha consolidado la OTAN y ha favorecido la militarización de los presupuestos.

Pero además de estas dificultades, hay un factor ideológico y político esencial en la posición de la izquierda ante esta guerra: ¿cómo tratan la cuestión nacional en general, y la cuestión ucraniana en particular, los marxistas y, más ampliamente, los movimientos que se reclamaban emancipadores[9]? ¿La defensa de la identidad ucraniana es reaccionaria o pequeñoburguesa en esencia?  En vísperas de la invasión de febrero de 2022, Putin reivindicó a Stalin frente a Lenin que habría inventado Ucrania, una narrativa que Hanna Perekhoda cuestiona enérgicamente[10]. Por otra parte, para la evolución del pensamiento de Lenin, Ucrania fue sin duda lo que Irlanda había sido para Marx[11] en el rechazo de un seudo universalismo proletario autodenominado marxismo, ciego a las relaciones de dominación y opresión combinadas con las relaciones de clase. El reconocimiento del derecho de los pueblos a la autodeterminación y, por tanto, de la realidad de una lucha por la liberación nacional, era y sigue siendo esencial –y profundamente relevante– hoy en día contra la invasión imperial rusa de Ucrania[12].

El programa de izquierdas que aquí se defiende implica, por tanto, una tarea esencial: verificar/demostrar la realidad de la resistencia popular ucraniana a la guerra. Laurent Vogel (miembro de la red belga RESU/ENSU) subraya en un texto que analiza el trabajo y la guerra[13] en la sociedad ucraniana «hasta qué punto la resistencia es global: en el frente contra el ocupante, en la retaguardia por una sociedad más igualitaria y democrática. En varias pequeñas empresas han surgido formas de autogestión (…). Para todas las actividades esenciales, como la sanidad, la educación y el transporte, la creatividad de los grupos de trabajo ha tenido que improvisar soluciones de emergencia que han resultado más eficaces que las propuestas por la dirección».

Como analiza Oksana Dutchak, miembro del consejo editorial de la revista ucraniana Commons[14], tras dos años de guerra, la fragilidad de la resistencia popular es real. Destaca un sentimiento de injusticia: «injusticia en relación con el proceso de movilización, en el que las cuestiones de riqueza y/o corrupción conducen a la movilización principalmente (pero no exclusivamente) de las clases trabajadoras, lo que va en contra de la imagen ideal de la guerra popular en la que participa toda la sociedad». Por otra parte, añade, «la ausencia de una realidad y de perspectivas de futuro relativamente atractivas y socialmente justas desempeña un papel importante en las opciones individuales de todo tipo». Pero, prosigue, «esto no significa que la sociedad en su conjunto haya decidido abstenerse de luchar contra la agresión rusa, sino todo lo contrario: la mayoría comprende las sombrías perspectivas que impondría una ocupación o un conflicto enquistado, que podrían intensificarse con los renovados esfuerzos [de Rusia]». Aunque la mayoría se opone a muchas decisiones gubernamentales y puede que incluso que las deteste (una actitud tradicional en la realidad política de Ucrania desde hace décadas), la oposición a la invasión rusa y la desconfianza ante cualquier posible acuerdo de paz con el gobierno ruso (que ha violado y sigue violando desde los acuerdos bilaterales hasta el derecho internacional y el derecho humanitario internacional) son más fuertes, y es muy poco probable que esta situación cambie en el futuro». Por esta razón, «una visión socialmente justa de las políticas aplicadas durante la guerra y la reconstrucción de posguerra es un requisito previo para canalizar las luchas individuales por la supervivencia hacia un esfuerzo consciente por librar una lucha comunitaria y social: contra la invasión y por la justicia socioeconómica».

La lucha en varios frentes, contra todas las formas de campismo
Es esa lucha en varios frentes la que da a nuestro programa de izquierdas vías de acción social y sindical para ayudar a la resistencia ucraniana. Pero es también con esta lógica con la que debemos tratar concretamente la cuestión de la ampliación de la UE a Ucrania y el apoyo a la lucha armada ucraniana, fuente de las principales divergencias[15]. Esto debería ayudar a superar los diversos campismos[16], o la elección de un enemigo principal que lleva a apoyar al enemigo de mi enemigo mientras se guarda silencio sobre las propias políticas reaccionarias.

No sólo nos enfrentamos al histórico imperialismo occidental, encarnado en particular por Estados Unidos y la OTAN.  En Europa del Este, el agresor o la amenaza directa es el imperialismo ruso de Putin[17], apoyado por todos los antiguos ultraderechistas del mundo. El impacto de la propaganda de Putin en la izquierda o en las poblaciones alejadas de Rusia es su denuncia de las pretensiones hegemónicas del imperialismo occidental, como hacen los demás autócratas reaccionarios a la cabeza de los BRICS+. Lo que en realidad rechazan de Occidente no es la política imperialista de dominación, sino el monopolio occidental de esas relaciones. Lo que denuncian de Occidente no es todo lo que oculta las diferencias entre las libertades y los derechos reconocidos (para las mujeres, LGBT+, etc.) y la realidad, sino esos mismos derechos.

Pero también en contra de un campismo antirruso, una apología de Occidente. Esta no es la lógica de la plataforma RESU/ENSU[18]. Por otra parte, los frentes amplios de solidaridad con Ucrania pueden incluir –y esto es importante– una inmigración ucraniana antirrusa (entendemos por qué) que apoye las políticas neoliberales (como las de Zelensky) y a-crítica en relación a la UE y la OTAN. Es esencial trabajar por el respeto del pluralismo dentro de estos frentes, permitiendo a la RESU/ENSU y a las corrientes sindicales[19] preservar su autonomía de expresión. Pero también es necesario impulsar los debates en el seno de las corrientes de izquierda sobre cómo hacer avanzar una alternativa a las soluciones prácticas ofrecidas al pueblo ucraniano para protegerse de las amenazas de gran rusas.

De la UE a la OTAN: ¿qué tipo de Europa igualitaria basada en la solidaridad?
Las respuestas concretas basadas en la solidaridad y desde abajo a los ataques sufridos por la sociedad ucraniana son a menudo suplantadas en la izquierda por pseudo-orientaciones que se reducen a calificar a la UE y a la OTAN de capitalistas, y a calificar de pro (pro-UE o pro-OTAN) cualquier aceptación de la adhesión de Ucrania a estas instituciones. Sin embargo, la mayoría de estas mismas corrientes de izquierda se encuentran en países que son miembros de estas instituciones. Y no siempre se les oye hacer campaña para abandonarlas. Lo que no significa que hayan renunciado a analizarlas y combatirlas. La cuestión es ¿cómo hacerlo?

Independientemente de la guerra de Ucrania y de sus efectos, la izquierda anticapitalista se enfrenta desde hace décadas a la necesidad de un análisis crítico de estas instituciones (cada una con su historia y sus especificidades, pero todas marcadas por estar bajo la dominación de las fuerzas que dirigen el mundo capitalista), sin que sea posible ni eficaz hacer campaña para salirse de ellas independientemente de las crisis que las afectan.

Por lo que respecta a la UE: el Brexit está lejos de haber encarnado o permitido una orientación de izquierda convincente; como tampoco lo está la capitulación de Tsipras a los dictados de la Comisión Europea. Necesitamos construir una lógica de propaganda y lucha dentro/contra/fuera de la UE[20], con sus dimensiones tácticas transitorias, a actualizar en función de los contextos. La UE se enfrenta a contradicciones que se han agudizado con la crisis de la Covid, las emergencias medioambientales y la guerra de Ucrania.  Analicémoslas y debatámoslas concretamente. En lugar de rechazar la adhesión de Ucrania –como planteó dramáticamente Jean-Luc Mélenchon–, debemos plantear a escala europea las mismas batallas que libra la izquierda ucraniana: por la justicia social y medioambiental, la democracia y la solidaridad en la gestión de los bienes comunes, y la derrota de todas las relaciones neocoloniales de dominación.

Es necesario que las aspiraciones populares que se expresan en Ucrania -ampliamente compartidas por los pueblos de Europa- sirvan para cuestionar la gobernanza de la UE, dispuesta a ampliarse, con el objetivo de hacer avanzar una alternativa progresista en todo el continente. Por lo tanto, hagamos balance de las políticas neoliberales de dum-ping fiscal y social que han acompañado a las ampliaciones anteriores y que se están aplicando en Ucrania: ¿son capaces de derrotar la invasión rusa y de garantizar que la UE funcione de forma eficaz y solidaria? ¿O son una fuente de desunión, de aumento de las diferencias y de fracaso explosivo?

La victoria contra la invasión rusa no puede ser simplemente militar, pero no puede prescindir de las armas. Las armas son desesperadamente necesarias para proteger a la población civil, las infraestructuras del país y las exportaciones a través del Mar Negro.  Pero la paz sólo es posible si es justa porque es decolonial, respetando el derecho de los pueblos a la autodeterminación y, por tanto, también sus aspiraciones a la igualdad y la dignidad. Por ello, la decisión de construir una unión ampliada a Ucrania y a los demás países candidatos debe combinarse con un replanteamiento radical de las políticas basadas en la competencia de mercado y la privatización. La financiación pública debe destinarse prioritariamente a los servicios públicos (nacionales y europeos, en transporte, educación y sanidad), sobre todo en lo que respecta a los fondos de ampliación. Exigen otra forma de gobernanza para la Unión y una revisión a fondo de los Tratados para hacer viable una Unión ampliada y más heterogénea. Esto debe afectar también a la salida que se le dé a la guerra.

Sobre la OTAN
La izquierda europea perdió la oportunidad de hacer campaña por la disolución de la OTAN cuando estaba en el orden del día (en 1991 ante la disolución de la URSS y del Pacto de Varsovia). Pero también se encierra en escenarios míticos. Estados Unidos mantuvo la OTAN no contra Rusia, sino para controlar la unificación alemana –y la creación de la UE con la inclusión de una Alemania unificada–. Una OTAN que de repente se encontró sin enemigo: porque fue el propio Yeltsin quien desmanteló la URSS y lanzó las privatizaciones. Además, la Rusia de Yeltsin y luego la de Putin al inicio, fue uno de los socios de la OTAN y compartió la definición de su nuevo enemigo –el islamismo– en las guerras sucias libradas en Chechenia…

Fue tanto la consolidación de un Estado ruso fuerte, en frente interno como externo, como su temor a las revoluciones de colores y a la desconexión de los autócratas lo que tensó las relaciones con los vecinos de Rusia y con las potencias occidentales en la segunda mitad de la década de 2000. Estas tensiones no eliminaron la interdependencia entre la UE y Rusia en términos de energía, finanzas, comercio e incluso la seguridad. Al mismo tiempo, tras las crisis de Bielorrusia y Kazajstán (en 2021 y principios de 2022), Putin esperaba consolidar la Unión Euroasiática con la participación de Ucrania en el comercio con la UE, por una parte, y ofrecer a Occidente los servicios de la OTSC (Organización del Tratado de Seguridad Colectiva) tras el colapso de Estados Unidos y la OTAN en Afganistán. La OTAN (liderada por EE UU) estaba «en muerte cerebral» [Macron dixit] y no constituía una amenaza en vísperas de la invasión rusa. EE UU y las potencias occidentales esperaban, al igual que Putin, una rápida caída de Zelensky.

Pero si la Ucrania de 2014 estaba polarizada en sus intercambios y su proximidad entre la UE y Rusia, la invasión de Ucrania ha profundizado radicalmente el odio antirruso, incluso en las regiones más rusoparlantes que están siendo bombardeadas y ocupadas. Y la guerra ha dado una nueva razón de ser a la OTAN y a la industria armamentística, y ha reforzado el peso de Estados Unidos en la UE.

Sin embargo, nada de esto es estable: lo atestigua los intereses divergentes y en materia de energía en relación a China, la presión del Estado Mayor de la OTAN para presionar a Ucrania para que detenga la guerra y ceda algún territorio, o las incertidumbres de las elecciones estadounidenses… La noción de Gilbert Achcar[21] de una nueva Guerra Fría está abierta al debate. Pero es cierto que la guerra en Ucrania ha tenido efectos globales, aunque no se trate de una guerra mundial, y que ha desencadenado una nueva carrera armamentística que recuerda a la Guerra Fría.  El ascenso de los BRICS+ no les da coherencia sin conflictos; incluso entre Rusia y China. Marca el final de un periodo histórico de dominación occidental, pero sin eliminar el legado de interdependencia económica y financiera heredado de la era posterior a 1989, si bien la crisis financiera de 2008/9 y la de la covid han provocado nuevas reubicaciones regionales. Las relaciones de Alemania con Rusia se han visto profundamente perturbadas por las sanciones contra Rusia. Pero el peso y la dependencia de Estados Unidos y de la OTAN en Europa cambiarán en función de las futuras elecciones en Estados Unidos, y no se perciben de la misma manera en el sur de la UE o en los países de Europa central y oriental próximos a Rusia.

¿Qué movimiento contra la guerra?
La UE (todos sus Estados miembros e instituciones comunitarias) se ha convertido en el mayor contribuyente de la ayuda financiera, militar y humanitaria a Ucrania (por delante de Estados Unidos).  Las mayores contribuciones en % de los respectivos PIB (entre el 1 y el 1,5% del PIB del país) proceden de los países bálticos, nórdicos y centroeuropeos, los más directamente sensibles a la amenaza rusa para ellos mismos.  ¿Podemos culparles? Por supuesto, esta amenaza se explota hipócritamente para poner en tela de juicio los criterios ecológicos y sociales de las políticas europeas  y para aumentar los presupuestos militares.  La forma en que se evalúan las contribuciones, la distancia entre las promesas y las entregas son todo menos transparentes, al igual que lo es la proporción de los presupuestos de defensa que se destina realmente a Ucrania: debemos esforzarnos por impulsar un control social y democrático de las opciones presupuestarias y de producción, así como de la ayuda real que se presta a Ucrania, a nivel de cada país y de la UE. Esto choca con el afán de lucro de las industrias armamentísticas, que se escuda tras los secretos de defensa que rodean a los presupuestos. Eso es lo que debe abordar un movimiento antibelicista basado en el derecho de los pueblos a la autodeterminación, que podría defender la ayuda a Ucrania al mismo tiempo que un control social general sobre la producción y el uso de armamento[22].

De Ucrania a Palestina: “la ocupación es un crimen»[23]. Esto es lo que podemos avanzar con nuestros camaradas ucranianos. Un movimiento de izquierdas «a favor de una paz decolonial» debe enfrentarse a la mercantilización de las armas para controlar su uso cuestionando la lógica del beneficio ciego de los países receptores, como Israel o las autocracias reaccionarias. Del mismo modo, debemos emprender una campaña urgente para poner en tela de juicio el poder nuclear y denunciar todos los chantajes nucleares llevados a cabo por Putin.

El hecho de que Ucrania haya recurrido a la OTAN y a la UE para defender su soberanía no niega la realidad de la resistencia popular armada y desarmada, que hay que apoyar: si Rusia se retira, se acabó la guerra. Si Ucrania no resiste –sea cual sea el origen de las armas que utilice– ya no hay Ucrania independiente. Y otros países fronterizos con Rusia están amenazados. La derrota de Rusia por la resistencia popular es una condición previa para poner en el orden del día otras relaciones europeas, disolver todos los bloques militares y poner en tela de juicio cualquier lógica de reparto de las esferas de influencia.

¿Qué alternativa anticapitalista, qué visión de otra Europa y de otro mundo (ecosocialista) puede pretender ofrecer la izquierda si acepta la invasión rusa y no ayuda a la resistencia popular?

Notas
[1]  Extracto de “La Guerra en Ucrania: una agenda para la izquierda» del académico ucraniano Oleksandr Kyselov. Versión original en inglés en la revista ucraniana Commons/Spilne 21/12/2023.

[2] Véase «Quiénes somos» https://rev.org.ua/Sotsialnyii-rukh-who-we-are/

y la página web de la organización creada en 2019, en ucraniano e inglés: https://rev.org.ua/english/.

[3] Ver “La Guerra en Ucrania: una agenda para la izquierda»

[4] La NPA es miembro de esta red, en la que vengo participando desde el principio. Consulte su plataforma y actividades en la página web de ENSU (Red Europea de Solidaridad con Ucrania) (en varios idiomas) https://ukraine-solidarity.eu/.

[5] Ver Daria Saburova “Preguntas sobre Ucrania”

[6] Catherine Samary  ¿Por qué no he firmado el Manifiesto Feminista contra la guerra en Ucrania?

[7] Feministas de Ucrania. El derecho a resistir.

[8] Catherine Samary La izquierda ucraniana se construye en varios frentes.

[9] Lowy, Michale, Haupt, Georges (1980) Los marxistas y la cuestión nacional. Barcelona: Fontamara.

[10] Para contrarrestar esta falsa narrativa, leáse a Hanna Perekhoda, «Lénine a-t-il inventé l’Ukraine ? Poutine et les impasses du projet impérial russe», en el trabajo colectivo L’invasion de l’Ukraine: conflits histoires et résistances populaires

[11] Anderson, Kevin B. (2024) Marx en los márgene: nacionalismo, etnicidad y sociedades no occidentales. Madrid: Verso.

[12] Cf. Lenin, Vladimir I. «La revolución socialista y el derecho de los pueblos a la autodeterminación”, Cf. También mi contribución “Le prisme de l’autodétermination des peuples. L’enjeu ukrainien” en el libro colectivo, L’invasion de l’Ukraine.

[13] Publicado en la revista del Institut syndical européen n° 28 (2º semestre de 2023) reproducido en la web Solidarité Ukraine Belgique

[14] Entrevista realizada por Patrick Le Tréhondat –

[15] Ver en Contretemps las diversas controversias, sobre todo  entre Gilbert Achcar y Stathis Kouvélakis, o el debate entre entre Taras Bilous (miembro de Sotsialny Rukh en Ukraine) et Suzan Watkins ; la contribución de Andreu Coll

https://www.contretemps.eu/gauche-anticapitaliste-guerre-ukraine-russie-otan/. Ver también el debate “La gauche doit-elle soutenir l’envoi d’armes à l’Ukraine?” entre Taras Bilous y Dimitri Lascaris organizado por la web Passage, publicado en français et anglais sur ESSF  https://europe-solidaire.org/spip.php?article66254

[16] Ver sobre el Medio Oriente, Gilbert Achcar, Y en relación a la criss del Kosovo (1999) y de Ucrania (2014) ¿Qué internacionalismo ante la crisis de Ucrania?

[17] CF. Zbigniew Marcin Kowaleski La conquista de Ucrania y la historia del imperialismo ruso

[18] Cf. su plataforma en distintas lenguas https://ukraine-solidarity.eu/manifestomembers

[19] Ver la Lettre d’information regular de las actividades sindicales puyblicada por la red.

[20] https://www.cadtm.org/Pas-de-LEXIT-sans-Une-autre-Europe

[21] Leer Achcar, Gilbert (2023) La nouvelle guerre froide, Paris: Éditions du Croquant.

[22] Cf. Johnson, Mark y Rousset, Pierre En esta hora grave, en solidaridad…

[23] Es el título de la declaración adoptada por el Movimiento social el  31/01/2024 https://rev.org.ua/from-ukraine-to-palestine-occupation-is-a-crime/

Susan Neiman: «El victimismo se ha convertido en una fuente de autoridad»

13abr-24
Publicada el 13 abril, 2024
por Administrador

La filósofa estadounidense Susan Neiman, que dirige desde el año 2000 el Einstein Forum en Potsdam, acaba de publicar ‘Izquierda no es woke‘ (Debate, 2024), una defensa de la izquierda ilustrada y una crítica a los enemigos de la razón. Más que criticar al movimiento ‘woke’ –que se niega a definir porque lo considera incoherente– su libro defiende aspectos de la Ilustración que considera que están en peligro: desde el universalismo de los valores a la noción de progreso o la idea de que la razón es emancipadora y no un instrumento de dominación como sugieren sus críticos.


Por Ricardo Dudda

 Hay siempre un debate sobre lo que es exactamente lo woke. Una definición breve podría ser «política de la identidad desde la izquierda», es decir, la politización de unas identidades concretas que son esencializadas.

En primer lugar, no uso el concepto de política de la identidad. Creo que está mal y tenemos que dejar de usarlo. Yo uso tribalismo. Pero ese es solo uno de los problemas de lo woke. Hay otros dos problemas en los que creo que lo woke se acerca a una visión reaccionaria y que abordo en el libro, que es la distinción entre justicia y poder y la cuestión del progreso humano. Creo que son más importantes que la cuestión de la identidad, pero son menos atendidas. En segundo lugar, no creo que sea posible definir lo woke, porque es un concepto incoherente. Una de las razones por las que escribí el libro era para explicarme eso. Lo woke se construye sobre una base de emociones muy de izquierdas (estar del lado de los oprimidos, corregir los errores del pasado), con las que estaba y estoy de acuerdo. El problema es que las emociones están completamente separadas de las ideas. Y se usan ideas muy reaccionarias.

Hace décadas, esencializar a la gente («los blancos son así», «los negros son de esta manera», «las mujeres de esta otra») era algo reaccionario, pero hoy es progresista. Cita una frase de Benjamin Zachariah: «La autoesencialización y el autoestereotipo no solo están permitidos, sino que se consideran emancipadores».

Creo que tiene que ver con algo que estoy investigando para otro libro. Hemos pasado de identificarnos con el héroe como el sujeto de la historia a identificarnos con la víctima. El héroe es activo, nadie es un héroe solo por sufrir. Pero en los últimos setenta años nos hemos centrado en la víctima. Es una corrección, era algo positivo al principio. Siempre se ha dicho que la historia la escriben los vencedores. Y las víctimas de la historia quedan fuera de la historia. Y a mitad del siglo XX nos dimos cuenta de que estábamos dejando fuera de la historia a mucha gente. Y hubo individuos que comenzaron a sentir que no debían rechazar su condición de víctimas, e incluso comprobaron que había incluso ventajas materiales al identificarse como miembro de un grupo históricamente oprimido.

«La distinción entre justicia y poder y la cuestión del progreso humano son más importantes que la cuestión de la identidad, pero menos atendidas»

¿Qué ocurrió a mitad del siglo XX para que se produjera ese cambio? ¿Es consecuencia del movimiento anticolonial o poscolonial?

Creo que hubo dos causas, una el anticolonialismo y el otro el Holocausto, que pusieron a la víctima en el centro. Igual que muchas cosas, la gente quería corregir un error y una ausencia (la falta de víctimas en el relato histórico) pero se pasaron de la raya. Alemania es un ejemplo de esa «sobrecorrección» con respeto al Holocausto.

Quien quiere identificarse como víctima es porque espera algún tipo de reparación. Y esto es algo que solo puede ocurrir en una democracia. A nadie se le ocurriría exigir el estatus de víctima en una dictadura totalitaria.

Es cierto, pero creo que no es un proceso tan consciente. Sí, hay individuos que se posicionan como víctimas para obtener beneficios, pero la mayoría no. Por ejemplo, odio absolutamente cuando me invitan a un acto o comité solo porque necesitan una mujer. Y odio cuando se me identifica como «filósofa mujer». Hago filosofía y mi género quizá sea importante en otras situaciones pero no es importante en mi profesión. Y la mayoría de gente creo que en cierto modo se siente así, se sienten incómodos explotando su posible victimismo. Pero incluso aunque no sea una cuestión de reparaciones monetarias, hay una reparación simbólica: hoy parece que tienes más autoridad por haber sido víctima. El victimismo se ha convertido en una fuente de autoridad. Antes mencioné a Alemania. He escrito bastante al respecto. Una de las cosas que cambió mi opinión fue convertirme en una conferenciante prominente en cuestiones sobre el antisemitismo e Israel y Palestina desde una perspectiva de una judía de izquierdas, que es algo común en Israel y en EE.UU. pero muy poco común en Alemania. Hay muy pocos judíos de izquierdas. Y los pocos que se atreven a hablar en contra de Israel son incluso llamados nazis. En Alemania no hay muchos judíos en puestos importantes. Yo dirijo el Einstein Forum. Me he dado cuenta de que las voces más autorizadas de la comunidad judía en Alemania son los judíos que hablan solo de antisemitismo. Y es lo que hacen constantemente las organizaciones oficiales judías, de tendencia de derechas. Y los judíos que no queremos ser vistos simplemente como posibles víctimas del Holocausto somos considerados menos auténticos. Es un cambio bastante interesante. Ha pasado también en EE.UU. con el racismo. Las voces negras auténticas son las que enfatizan la historia del racismo. Estoy leyendo mucho a Franz Fanon, y en uno de sus ensayos dice: «No soy esclavo de la esclavitud que deshumanizó a mis antepasados». Y dice muchas cosas parecidas, que resultan chocantes hoy. Se ha convertido en un símbolo de la teoría poscolonial, que por cierto es algo muy diferente al movimiento anticolonial. Pero no se suelen mirar esas citas de Fanon, en las que insiste una y otra vez que no quiere ser una víctima, que esa no es su identidad.

«El problema es que las emociones están completamente separadas de las ideas»

Es un debate parecido al de una película reciente, American fiction, en la que un escritor negro cansado de las novelas «auténticamente negras» escribe una parodia que acaba siendo un éxito.

La disfruté mucho, pero tengo entendido que el libro de Percival Everett es mucho mejor. Curiosamente, si no hubiera estado viviendo tanto tiempo en Alemania habría visto la película y me habría gustado pero habría estado más nerviosa sobre mi propia posición en el establishment cultural. Habría estado más preocupada. Pero ahora que los alemanes me han llamado nazi… la veo con otros ojos.

Su libro, más que una crítica a lo woke, es una defensa de la Ilustración.

Mi objetivo en este libro no era definir lo woke sino definir a la izquierda. Porque conozco a mucha gente confundida sobre lo que significa ser de izquierdas hoy. Y creo que es una categoría que sigue teniendo sentido. Hay gente que se pregunta, y lo entiendo, por qué seguimos definiendo las ideologías políticas según la distribución accidental de asientos del Parlamento francés en 1789. Puedes cuestionar eso, pero hay una tradición que yo reivindico, que comienza en la Ilustración, y que creo que hemos perdido hoy. Es verdad que ha habido muchos críticos de la Ilustración durante mucho tiempo, en el siglo XX especialmente, Adorno y Horkheimer con Dialéctica de la Ilustración, un libro un poco deslavazado… Me sorprendió que fuera un libro que atrajera tanto a la izquierda. Pero su importancia fue sobre todo en Alemania a finales de los 60. Lo que sí que trascendió más allá fue la teoría poscolonial. La primera vez que escuché una crítica a la Ilustración fue con el término «eurocéntrico», me acuerdo exactamente que fue en 2006. Estaba escribiendo un libro en defensa de la Ilustración desde otra perspectiva. Me pareció una crítica tan estúpida que pensé que ni merecía la pena preocuparse, pensé que desaparecería pronto. Porque fueron precisamente los pensadores de la Ilustración los primeros en avisar de la necesidad de ver el mundo desde una perspectiva no europea. Me equivoqué. 2024 es el año de Kant, el aniversario 300 de su nacimiento. Desde el Einstein Forum he estado pensando en programas y eventos que hacer. Muchas instituciones llevan meses y años preparando algo, pero todas piensan que tienen que enfatizar en que la Ilustración fue un proyecto colonial, que Kant era racista… En Alemania se están centrando en eso. Es la imagen que se está trasladando al público. El problema es que si descartamos la Ilustración perdemos muchas ideas genuinamente de izquierdas. Y me parecía importante preservar estos valores y criticar la idea de que la razón es un instrumento de dominación, que está en Adorno y Horkheimer pero también en Foucault, los pensadores poscoloniales. Piensan que podemos deshacernos de la razón, que es un concepto occidental, y centrarnos solo en la «posicionalidad».

«Conozco a mucha gente confundida sobre lo que significa ser de izquierdas hoy»

Carl Schmitt es otro de los pensadores que analiza en el libro. Su atractivo para la izquierda es sorprendente, teniendo en cuenta sus explícitas inclinaciones nazis. Dice una cosa interesante: «Schmitt sugiere que conceptos universalistas como la humanidad son invenciones judías […] El argumento está peligrosamente cerca de la tesis contemporánea de que el universalismo de la Ilustración disfraza intereses europeos particulares».

Se critica a Kant por sus opiniones racistas puntuales pero se obvia que el pensamiento central schmittiano es básicamente nazi. La idea más célebre de Schmitt es que las categorías básicas en política son las de amigo y enemigo. Me encanta que Adorno criticó esto como algo infantil, porque lo es. Una parte de la fascinación de la izquierda por Schmitt tiene que ver con su fascinación con la voluntad política, la política sin límites, cierto autoritarismo. Pero creo que lo que gusta realmente es su crítica a la hipocresía liberal. Es la idea de que el liberalismo realmente no consigue lo que se propone. Su crítica del imperialismo británico y estadounidense. La izquierda alaba que critique eso. Pero sigo sin entender la fascinación. Organicé un simposio precisamente sobre eso, sobre por qué a la izquierda le fascina Carl Schmitt. Y fue muy gracioso porque atendió más gente que nunca a las conferencias. Los participantes eran gente muy respetable, casi todos alemanes. Y todos demostraron su absoluta fascinación con Schmitt. No eran capaces de criticarlo. La prosa de Schmitt es hipnótica pero de una manera distinta a la de Foucault o Judith Butler, que es una prosa densa e imposible, son pensadores que agitan las aguas para que parezcan profundas. Schmitt tiene una capacidad de atracción diferente, porque su prosa es muy simple. Basta con pararse a analizar su tesis de amigo y enemigo, que es de una simpleza asombrosa y resulta casi infantil, pero lo dice con tanta autoridad… Toda su obra es así, llena de pronunciamientos contundentes. Y uno piensa que no debe ser tan sencillo, que debe haber algo detrás más complicado. Y por eso creo que se considera uno de los pensadores alemanes más profundos.

En el libro hace una distinción interesante entre optimismo y esperanza. Me da la sensación de que hoy el pesimismo es de izquierdas (por ejemplo con respecto al cambio climático), cuando quizás antes era considerado reaccionario.

Tienes razón, pero quizá no es algo nuevo. Piensa en el movimiento antinuclear hace décadas, en los 50 y los 60. La izquierda reivindicaba una preocupación por la destrucción nuclear. Soy suficientemente mayor como para recordar que mucha gente tenía pesadillas nucleares, y construían refugios y decidían no tener hijos por miedo a que nacieran en un mundo inhabitable (algo que también dicen muchos con respecto al cambio climático). Al mismo tiempo, creo que no era la misma desesperanza. Hay varios factores que explican esta mayor desesperanza actual en la izquierda. Una es el fin del socialismo real en 1991. Para mucha gente de izquierdas, tras la caída de la URSS, cayó toda posibilidad de aplicar una idea de justicia social global. También influyó mucho, para los pocos que lo leyeron en su momento, la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer. Pero sobre todo Foucault: todo lo que crees que es un paso adelante y un progreso es en realidad una forma de dominación sutil. Y esto es algo que se traslada al debate público y a los medios. La gente se ríe de ti si hablas del progreso. Piensan que eres naíf o estás cerrando los ojos ante la injusticia. Se ha convertido en una performance. Si quieres ser considerado alguien inteligente, no puedes hablar de esperanza.

«Me preocupa la libertad de expresión, pero sobre todo me preocupa que el debate se está planteando de manera errónea»

Dirige el Einstein Forum, que está radicado en Potsdam, y ha escrito a menudo sobre Alemania y sobre cómo está gestionando su pasado, su posición con respecto al conflicto palestino-israelí… ¿Se está restringiendo la libertad de expresión cuando se tratan esos temas?

Por primera vez en mi vida me estoy autocensurando cuando hablo de Israel en Alemania. Incluso alguien como Thomas Friedman de The New York Times es considerado radical. No puedo ni citar sus textos sobre Israel, que son bastante moderados. Hace poco se canceló un evento de derechos humanos, lo canceló la propia organización, porque no podrían hablar del tema. Me preocupa la libertad de expresión, pero sobre todo me preocupa que el debate se está planteando de manera errónea: ¿te preocupa más la libertad de expresión o el antisemitismo? Es un falso dilema. La cuestión es si lo que consideran antisemitismo es realmente antisemitismo. Muchas veces no. Hemos visto un aumento terrible de antisemitismo, pero es en parte por el comportamiento del Gobierno israelí. Y también porque el Gobierno israelí y el establishment judío conservador han convertido toda crítica al Gobierno de Israel en antisemitismo. Por eso la gente rescata los viejos clichés del estilo de «los judíos controlan los medios»… Si fuera ignorante llegaría a esa posición, entiendo que se llegue a esas conclusiones. Durante mucho tiempo, especialmente desde el gobierno de Menájem Beguín, las críticas al Estado de Israel han sido etiquetadas de antisemitas. Y ha sido una estrategia muy exitosa. Y la derecha en todo el mundo, da igual lo antisemita que sea (de Orbán a Trump o Modi), se ha dado cuenta de que la manera de que no te tachen de fascista es apoyar incondicionalmente al Gobierno de Israel.

Libertad y liberación: Foucault, Arendt y Fanon

07abr-24
Publicada el 7 abril, 20247 abril, 2024
por Administrador

Por Enzo Traverso

Las distinciones conceptuales entre libertad y liberación van más allá del conflicto canónico entre liberalismo y socialismo. Según Michel Foucault, la libertad no es un reino ontológico sino más bien una forma de vida socialmente producida y, como tal, no se opone sino que, al contrario, se inscribe en el poder a través de múltiples tensiones y prácticas. Hay «prácticas de la libertad» que transforman las relaciones sociales, modifican las jerarquías consolidadas y afectan las estructuras de los aparatos estatales dominantes, con lo cual actúan dentro de la «microfísica» de un poder difundido, rizomorfo y omnímodo1. Si el poder es un todo de relaciones y redes que nos dan forma y nos construyen, y con ello disciplinan nuestro cuerpo y cuidan nuestra vida tal como «un pastor protege su rebaño», la oposición entre poder y libertad no tiene sentido, habida cuenta de que el primero no puede ser destruido por una acción «liberadora». A juicio de Foucault, la liberación en cuanto enfrentamiento violento entre un Estado soberano y un sujeto insurgente era un relato mítico que presentaba la libertad como una especie de sustrato original cubierto, oculto y encadenado por la autoridad política. La libertad no puede «conquistarse», es preciso construirla mediante la introducción de prácticas de resistencia en las relaciones de poder; es el resultado de un proceso, la consecuencia de la construcción de nuevas subjetividades. Por ejemplo, la sexualidad no puede «liberarse» sino, antes bien, recibir una nueva forma de las «tecnologías del yo» apropiadas; en otras palabras, de nuevas prácticas de existencia –hechas de deseos, fuerza, resistencia y movimientos– por medio de las cuales los sujetos puedan constituirse2.

Esta distinción foucaultiana entre libertad y liberación es a la vez fructífera y problemática. Es un valioso recordatorio de que un «reino de la libertad» no puede simplemente proclamarse o establecerse por un acto de la voluntad: todas las revoluciones quedaron atrapadas en el legado del pasado, un hecho que modeló profundamente cualquier intento de construir una nueva sociedad. Pero Foucault no era del todo original al criticar el fetichismo de la liberación: desde mediados del siglo xix, Karl Marx había hecho advertencias contra la ilusión de Mijaíl Bakunin de alcanzar la libertad mediante la «abolición» del Estado y contra la tentación de Louis-Auguste Blanqui de reducir la revolución a una suerte de técnica insurreccional. El quid es que, al criticar una concepción tan ingenua de la libertad, Foucault suprime simplemente la cuestión de la liberación.

Vale la pena meditar seriamente sobre sus observaciones, y su oposición comprometida a la condición carcelaria de la década de 1970 es una prueba de que sus «prácticas de la libertad» no eran una fórmula vacía. No obstante, su rechazo de la liberación en nombre de la libertad suscita un legítimo escepticismo. Desde luego, el vínculo entre ambas no es teleológico y no traza una curva lineal ascendente para representar una expansión continua e irreversible de las capacidades y el goce, tal como la descripta por Nicolas de Condorcet en su famoso Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1795)3. La libertad no es el resultado de una autorrealización providencial e ineluctable. A fines del siglo xx, Eric Hobsbawm ya no creía en ese relato teleológico. A comienzos de los años 60 había comenzado su tetralogía sobre la historia de los siglos xix y xx como una sucesión de olas emancipatorias: 1789, 1848, la Comuna de París en 1871, luego la Revolución Rusa y por último, desde la Segunda Guerra Mundial en adelante, las revoluciones de Asia y América Latina, de China a Cuba y Vietnam. La historia tenía un telos y la libertad era su horizonte natural. Implicaba progreso y el movimiento obrero era su herramienta. Después de 1989 y el derrumbe del socialismo real, Hobsbawm reconoció que esa periodización no reflejaba ninguna causalidad determinista ni describía una trayectoria lineal, pero, pese a todo, las experiencias de liberación que recorrían su relato histórico habían existido. Bajo el Antiguo Régimen, la libertad significaba una serie de «libertades» concretas: exenciones, permisos y privilegios otorgados a ciertos grupos4. Las revoluciones atlánticas establecieron una nueva idea universal de la libertad, inscripta tanto en los derechos naturales como en las leyes positivas, que creció en la imaginación colectiva y movilizó un poderoso simbolismo durante más de dos siglos. Las rupturas revolucionarias investigadas por Hobsbawm en su tetralogía sobre los siglos xix y xx prueban que esa idea universal tenía un carácter performativo.

Foucault elaboró su dicotomía entre la libertad y la liberación en los años 80, la etapa final de su trayectoria intelectual, un momento en que, según muchos críticos, expresaba una franca inclinación hacia el individualismo y el neoliberalismo. Es cierto que en algunos textos marginales no excluía los levantamientos entre las prácticas de la libertad –«Hay sublevaciones», escribió, y «así es como la subjetividad (no la de los grandes hombres sino la de cualquiera) entra en la historia y le da su aliento»5–, pero eran excepciones. Su obra no expresa en ninguna parte interés alguno en las revoluciones, ni en las clásicas ni en las de su propio tiempo (con la extraña excepción de la Revolución Iraní, cuya crónica aceptó hacer para el diario italiano Corriere della Sera). Un uso fructífero de Foucault consistirá, tal vez, en rehistorizar su visión de la libertad para reconectarla de tal modo con la liberación. Es discutible que, en el siglo xix, la aparición de un nuevo poder biopolítico –lo que él llamaba «gubernamentalidad»– haya remplazado finalmente a formas anteriores de soberanía: la administración de cuerpos, poblaciones y territorios en vez del «derecho a decidir sobre la vida y la muerte»6. La gubernamentalidad dio nueva forma a la soberanía sin agotarla. La historia del siglo xx, con sus guerras totales y revoluciones, presenta la arrogancia apocalíptica del poder soberano. Muchas categorías foucaultianas son inútiles para los historiadores si no se conectan con las de Marx, Max Weber y Carl Schmitt7. Históricamente entendida, la libertad surgió como un poder constituyente que tuvo que vérselas con un poder soberano anterior y lo desestimó.

De manera análoga a Foucault, aunque a partir de premisas filosóficas diferentes, Hannah Arendt trazó una línea entre liberación y libertad. En su famoso ensayo Sobre la revolución (1963) describió la liberación como un acto de voluntarismo –transicional y efímero por definición– que puede crear libertad pero también engendrar despotismo, en tanto que la libertad, puntualizaba Arendt, es un estatus permanente que requiere un sistema político republicano. La libertad permite a los seres humanos interactuar como ciudadanos, esto es, participar como sujetos iguales en una esfera pública común. Arendt se interesaba en la revolución exclusivamente como un momento fundacional de la libertad republicana, una constitutio libertatis. Sobre esa base, comparaba las revoluciones estadounidense y francesa como dos modelos antagónicos. Su intención no era cotejar dos experiencias históricas sino, antes bien, yuxtaponer dos tipos ideales en conflicto. Y su conclusión era clara: en tanto que la Revolución Estadounidense logró establecer la libertad republicana, la Revolución Francesa fracasó debido a su ambición de combinar la conquista de la libertad con la emancipación social. Más allá de la libertad, pretendía liberar a la sociedad de la explotación y la necesidad. Pero esto implicaba intervenciones autoritarias en el cuerpo social, y dado que la revolución era incapaz de preservar la autonomía del campo político, producía autoritarismo, despotismo y finalmente totalitarismo. «La Revolución Estadounidense siguió comprometida con la fundación de la libertad y el establecimiento de instituciones duraderas», escribía Arendt, mientras que la Revolución Francesa «estaba condicionada por las exigencias de liberarse no de la tiranía sino de la necesidad»8. Al separar de manera radical la política de la sociedad como dos esferas inconciliables, Arendt consideraba a la vez «fútil» y «peligroso» «liberar a la humanidad de la pobreza por medios políticos» y, por lo tanto, veía la Revolución Francesa como un fracaso global: el resultado, escribía, «fue que la necesidad invadió la esfera política, la única donde los hombres pueden ser verdaderamente libres»9. Curiosamente, su ensayo no analiza la Revolución Rusa, que persiguió de manera consciente el objetivo de cambiar las bases mismas de la sociedad mediante la abolición del capitalismo.

 

En Los orígenes del totalitarismo (1951), Arendt dedica varias páginas a Edmund Burke, el primer crítico conservador de la filosofía de los derechos humanos, y lo presenta como un precursor del régimen totalitario10. Diez años después, lo valorará como un lúcido detractor de la Revolución Francesa. A su juicio, la crítica que hace Burke de los derechos humanos no es «ni obsoleta ni reaccionaria», dado que ha entendido que los iluministas franceses reprochaban al Antiguo Régimen haber privado a los seres humanos, no de la libertad y la ciudadanía, sino de los «derechos de la vida y la naturaleza»11. Sobre la revolución es un texto contradictorio. Por un lado, defiende una concepción de la libertad cercana al anarquismo, sobre todo en su visión de la república como una forma de democracia directa que tiene sus encarnaciones en la Comuna de París, los soviets de 1917 y la revolución húngara de 1956. Por otro, su crítica de la Revolución Francesa reproduce muchos de los lugares comunes del liberalismo conservador, que siempre denigró el utopismo democrático radical de Jean-Jacques Rousseau como una premisa del totalitarismo. Esta contradicción merece explorarse.

Según Arendt, la libertad implica una participación directa y activa en la vida pública; es una forma «agonal» u «ocular» de democracia, que rechaza el principio de representación: un campo de acción en el cual «el ser y el aparecer coinciden»12. No designa el pluralismo democrático como una multiplicidad de partidos políticos representados en un Parlamento; significa antes bien una esfera pública animada por la interacción de ciudadanos libres. En la concepción arendtiana, la política es el ámbito de lo infra, que es una reformulación del concepto heideggeriano de ser (Sein) como «ser con» (Mitsein)13. En una obra anterior, La condición humana (1958), Arendt había distinguido entre tres grandes formas de existencia humana: la labor, que implica un intercambio primario y casi metabólico entre los seres humanos y la naturaleza; el trabajo, que crea el mundo material y nuestro entorno social, y la acción, el reino de la libertad que no está sujeto a ninguna dialéctica entre medios y fines, porque es su propio fin14. En otras palabras, la libertad, la forma más alta y noble de política, es un campo autónomo radicalmente separado de la sociedad, y cualquier interferencia en ella plantea la amenaza del despotismo. En consecuencia, la república de Arendt carece de todo contenido social: la libertad no significa la emancipación respecto de la opresión económica y social, significa ciudadanos libres que fluctúan libremente en un vacío social.

Su distinción radical entre libertad y necesidad excluye implícitamente de la política a todos aquellos cuyo principal interés es satisfacer sus necesidades vitales antes de participar en la esfera pública, y se limita a ignorar a quienes no lo hacen por falta de tiempo, conocimiento, educación, etc. Pero las revoluciones son precisamente los momentos en que los excluidos ya no carecen de voz y claman ser escuchados. Marx definió el comunismo como un «reino de libertad» que podía establecerse más allá del campo de la producción. Arendt se mostraba hostil a las revoluciones sociales, que a su entender eran o bien prepolíticas o antipolíticas. En su opinión, la responsabilidad última de ese trágico malentendido correspondía a Marx, un pensador cuyo «lugar en la historia de la libertad humana será siempre equívoco», dado que, concluía, «la abdicación de la libertad ante el dictado de la necesidad» había encontrado en él a «su teórico»15. Al criticar su concepto de revolución, Hobsbawm señalaba que, como historiador, no podía entrar en diálogo con ella. Hablaban lenguas diferentes, como los teólogos y los astrónomos en la Europa de la Era Moderna (y cabe imaginar quién, en esta analogía, encarnaba a Galileo y quién a la Inquisición)16.

Este conflicto se remonta simplemente a la aporía original de la libertad moderna: la contradicción interna entre el hombre y el ciudadano que da forma a toda la cultura de la Ilustración y que el joven Marx había analizado en 1842 en sus escritos sobre los cercados renanos. Los más ricos y los más pobres son «iguales» como ciudadanos pero no, por supuesto, como «individuos particulares», esto es, como propietarios, condición que es el núcleo de la libertad tal como la define el liberalismo clásico. La Constitución francesa de 1793 había tratado de superar esta dicotomía entre el hombre y el ciudadano: todos los seres humanos (que encarnaban derechos universales e inalienables) eran ciudadanos (que disfrutaban de derechos positivos, instituidos y concretos) y la propiedad estaba subordinada al «derecho a la existencia». En otras palabras, la libertad y la igualdad iban juntas; no era la propiedad individual la que establecía vínculo entre ellas, sino las necesidades de la comunidad. Étienne Balibar describe esta unión con el concepto de igualibertad17.

En la comparación de las revoluciones estadounidense y francesa, Alexis de Tocqueville fue probablemente más lúcido que Arendt. En tanto que la Revolución Estadounidense se dirigía contra un poder externo y no pretendía destruir ninguna estructura económica y social heredada del pasado, la Revolución Francesa apuntaba contra el Antiguo Régimen; su emancipación política no podía producirse sin destruir el edificio entero del absolutismo, un sistema de poder que había gobernado durante siglos y moldeado mentalidades, culturas y comportamientos18. La revolución no podía separar emancipación política y emancipación social: estaba forzada a inventar una nueva sociedad para remplazar la vieja. La Revolución Estadounidense resolvió la cuestión social por medio de la frontera: el espacio era el horizonte de su libertad y la democracia se concibió como una conquista, con la instalación de colonos y propietarios de tierras. La frontera era un horizonte inagotable de apropiación19. A fin de idealizar la Revolución Estadounidense, Arendt se vio obligada a pasar por alto sus estigmas originales: el genocidio de los pueblos indígenas y la aceptación de la esclavitud. Un siglo después, sin embargo, la Guerra de Secesión fue tan violenta y letal como lo había sido o lo sería el Terror en las revoluciones francesa y rusa. Arendt defendía una extraña concepción de la libertad, oscilante entre Rosa Luxemburgo y Tocqueville, otro gran admirador de la democracia estadounidense.

En un famoso y controvertido artículo sobre Little Rock escrito en 1957, en el momento de la batalla por los derechos civiles en Estados Unidos, Arendt denunció vigorosamente toda forma de discriminación legal contra los afroestadounidenses, pero consideró su segregación social como un hecho inevitable y en definitiva aceptable que no podría resolverse a través de medidas políticas. «El interrogante», escribió en 1959, «no es cómo abolir la discriminación, sino cómo mantenerla confinada dentro de la esfera social, donde es legítima, e impedir que invada la esfera política y personal, donde es destructiva»20. Cabría señalar que la exclusión de la cuestión social de la esfera política es precisamente el argumento por medio del cual el liberalismo clásico siempre trató de legitimar los privilegios y poderes relacionados con la propiedad. En el siglo xix, la democracia era vista como la «invasión de la esfera política por la cuestión social», un peligroso sistema que los pensadores más prominentes del liberalismo, de John Stuart Mill a Benjamin Constant, rechazaban al vincular el derecho al voto con la propiedad. Es cierto que la ceguera de Arendt respecto de la cuestión social no procedía de la tradición filosófica del liberalismo clásico, sino más bien de una concepción existencialista de la «autonomía» de lo político21. El resultado, sin embargo, es el mismo: o bien al sacralizar la propiedad (Constant y Mill) o al ignorarla (Arendt), todos ellos excluían a los pobres del reino de la política.

¿Cómo podemos explicar la controvertida visión que Arendt tenía de la libertad? Tal como escribió en varias oportunidades, había descubierto la política por conducto de la «cuestión judía», en cuanto era la cuestión de una minoría políticamente discriminada y perseguida pero socialmente integrada. Arendt escribió poderosas e iluminadoras páginas sobre el modo en que el antisemitismo había transformado a los judíos en parias, personas apátridas privadas de ciudadanía y, por lo tanto, de toda existencia jurídica y política; lo veía como el reflejo de las contradicciones internas de la Ilustración –la división irresuelta entre seres humanos y ciudadanos– y la crisis del Estado-nación en el siglo xx. El hecho es que, en eeuu, la segregación negra tenía su propia historia y no podía interpretarse desde una óptica judía22. Cuando los nazis promulgaron las leyes de Núremberg en 1935, hacía más de un siglo que los guetos judíos habían dejado de existir en Alemania. La abolición de la discriminación legal era sin duda un progreso, pero no puso fin ni al racismo ni a la opresión social que en la práctica vaciaba la propia emancipación legal.

En términos más generales, Arendt era indiferente a cualquier forma de revolución anticolonial. Tal como hizo notar David Scott, «para Arendt solo hay dos revoluciones del siglo xviii, la francesa y la estadounidense», mientras que la Revolución Haitiana era simplemente impensable23. En su ensayo titulado Sobre la violencia (1970), ella señalaba «la escasez de rebeliones de esclavos y de levantamientos entre los desheredados y oprimidos» y agregaba que, cuando ocurrían, se generaba una «furia loca» que «convertía los sueños en pesadillas para todo el mundo»24. La violencia de los colonizados era peor que la opresión que sufrían –escribió contra Jean-Paul Sartre–, dado que era una «explosión volcánica» prepolítica que no podía producir nada fructífero más allá de remplazar a los líderes sin cambiar el mundo. El «Tercer Mundo» no era «una realidad sino una ideología» y su unidad era un mito tan peligroso como el llamado de Marx a la unidad de los proletarios con prescindencia de su nacionalidad25. En vez de ser los dirigentes de un proceso revolucionario de descolonización, Mao Zedong, Fidel Castro, Ernesto «Che» Guevara y Ho Chi Minh, con sus «ensalmos pseudorreligiosos», eran los «salvadores» de estudiosos desilusionados tanto con Oriente como con Occidente, los dos bloques enfrentados de la Guerra Fría, mientras que el Poder Negro se fundaba en la ilusión de crear una alianza entre los afroestadounidenses y ese mítico «Tercer Mundo» (en otras palabras, un movimiento antiblanco potencialmente racista). Escribir esto en 1970 no era simplemente inexacto ni chocantemente despreciativo: era la expresión de una asombrosa ceguera intelectual, por no hablar de un prejuicio claramente eurocéntrico y orientalista.

Al deshistorizar la revolución, Arendt adhería a los clisés conservadores referidos a la barbarie de las razas inferiores y los continentes atrasados. En realidad, la violencia extrema distaba de ser una característica exclusiva de las revoluciones coloniales. Mediante la ejecución del rey, las revoluciones inglesa, francesa y rusa habían tratado de canalizar y controlar una ola espontánea de violencia desde abajo. Según Arno J. Mayer, el gran historiador del Terror en las revoluciones francesa y rusa, la violencia era consustancial a ellas, dos «furias» que arrasaban con cualquier orden o poder gobernante26. En 1834, la revista satírica francesa Le Charivari presentó la revolución como un «torrente» que lo inundaba todo con una fuerza elemental irresistible. Las revoluciones a menudo siguen una dinámica autónoma, como espirales fuera de control que apuntan a obliterar el pasado e inventar el futuro a partir de cero. Y como su poder constituyente choca violentamente con la antigua soberanía, necesitan destruir sus símbolos. No hay libertad sin la ejecución del rey. Como ya hemos visto, las revoluciones despliegan una espectacular carga iconoclasta que convierte la liberación en una realización visible y tangible. El 14 de Julio designa la toma por asalto de la Bastilla, que fue sistemáticamente demolida. La Comuna de París también necesitó su acto simbólico iconoclasta, que tuvo lugar con la demolición de la columna de Vendôme. Las insurrecciones son momentos de efervescencia colectiva en los que las personas comunes y corrientes sienten un deseo incontenible de invadir las calles, ocupar los sitios de poder, exhibir su propia fuerza, si es necesario tomar las armas y celebrar la liberación mediante manifestaciones de fraternidad y felicidad. Según Lenin, uno de los pensadores más austeros de la revolución, esta es un «festival de los oprimidos». Consciente de que la memoria revolucionaria necesita poderosos puntos de referencia icónicos, Serguéi Eisenstein hizo que la escena inicial de Octubre (1927) fuera la imagen de la multitud insurgente dedicada a destruir la estatua del zar. En julio de 1936, al estallar la Guerra Civil española, la libertad también significaba la lucha contra el fascismo, siempre representada como el acto de hacer añicos sus símbolos. La violencia de la lucha anticolonial no tenía, por tanto, nada de excepcional. Al analizar la quema de plantaciones durante la revolución de los esclavos en La Española, C.L.R. James la comparó con varias prácticas europeas análogas: «Los esclavos destruían sin descanso. Como los campesinos en la jacquerie o los desguazadores luditas, buscaban su salvación de la manera más obvia, la destrucción de lo que era, como bien sabían, la causa de su sufrimiento, y si destruían mucho era porque habían sufrido mucho»27. Es casi imposible leer las palabras de Arendt sobre la violencia anticolonial –«furia loca» y «pesadillas»– sin pensar en el famoso capítulo sobre la violencia de Los condenados de la tierra (1961), el libro de Frantz Fanon. El contraste es impresionante. La categórica separación trazada por Arendt entre libertad y necesidad recuerda el retrato que hace Fanon de la dicotómica ciudad colonial, donde coexisten de hecho dos ciudades: la blanca y la de color; la primera, europea y «civilizada», la segunda, «primitiva», dominada por preocupaciones elementales y de ordinario descripta con un léxico zoológico: colores, olores, promiscuidad, suciedad, desorden, ruido, etc. Fanon se concentraba en los símbolos corporales de esa alienación, que describía como una especie de «espasmo muscular» o «tetania». Esta expresaba una agresividad internalizada que podía desembocar en la «autodestrucción», un comportamiento que muchos observadores occidentales interpretaban como «histeria» indígena28.

Lo que Arendt llamaba «furia loca» era para Fanon una violencia regeneradora. A su juicio, la violencia era un medio necesario de liberación que «desintoxicaba» y «rehumanizaba» a los oprimidos: «El hombre colonizado se libera con y a través de la violencia»29. Esta, nacida como contraviolencia, se convertía en una etapa crucial en el proceso dialéctico de liberación, en el que cumplía, en términos hegelianos, el papel de la «negación de la negación»: no una ilusoria «reconciliación» (la perjudicial perspectiva de «humanizar» el colonialismo), sino una radical supresión tanto de gobernantes como de gobernados. La relación sujeto-objeto establecida por el colonialismo estaba rota: el objeto se había convertido en un sujeto. La violencia revolucionaria no podía interpretarse como una lucha por el reconocimiento, era una lucha para destruir el orden colonial y, en ese sentido, su desorden era a la vez «un síntoma y una cura»30.

Desde luego, esta metamorfosis conceptual de la «furia loca» arendtiana en la violencia redentora de Fanon implica un desplazamiento epistémico: ver el colonialismo con los ojos del colonizado y adoptar un punto de observación no occidental. Arendt era incapaz de efectuar tal cambio de perspectiva. Es interesante señalar que Jean Améry (Hans Mayer), un judío austríaco que había sido deportado a Auschwitz y apoyó al Frente de Liberación Nacional (fln) durante la Guerra de Argelia, admiraba a Fanon y defendía su visión de la violencia. Fanon, puntualizaba, «ya no estaba en el circuito cerrado del odio, el desprecio y el resentimiento»31. Su visión era política y no tenía nada en común con las glorificaciones míticas, nihilistas o místicas de la violencia tal como podía encontrárselas en los escritos de Georges Sorel, el joven Walter Benjamin («divina violencia») o Georges Bataille (el sufrimiento como un acceso sensualista a lo sagrado). La violencia y la opresión no eran un destino ineludible; su cadena inmemorial podía romperse. En Más allá de la culpa y la expiación (1966), su testimonio sobre la guerra y la deportación, Améry recordó que, mientras lo torturaban en el fuerte de Breendonk, Bélgica, por ser un miembro de la Resistencia, su anhelo era poder dar una «forma social concreta a [su] dignidad con un puñetazo en una cara humana»32. A su entender, la concepción de la violencia de Fanon era al mismo tiempo existencial e histórica. Contenía, a no dudar, «aspectos patentemente mesiánico-milenaristas», pero esto no hacía sino reforzar su legitimidad: «La libertad y la dignidad deben alcanzarse por la vía de la violencia, para que sean libertad y dignidad»33. Améry no defendía la concepción de Fanon como un filósofo existencialista (Sartre había prologado Los condenados de la tierra), lo hacía como un sobreviviente judío de los campos nazis. La violencia revolucionaria, escribía, «no solo es la partera de la historia, sino la del ser humano cuando este se descubre y se da forma en la historia»34.

En Los orígenes del totalitarismo, Arendt había comprendido el vínculo genético que conectaba el imperialismo del siglo xix con el nacionalsocialismo y sus políticas de exterminación, pero en sus obras posteriores abandonó esa vigorosa intuición y, en última instancia, su enfoque de la política siguió siendo profundamente eurocéntrico. Su ensayo sobre la revolución no menciona la Revolución Haitiana. El derrocamiento del colonialismo por un movimiento autoemancipatorio de personas esclavizadas era «impensable» dentro de su categoría de libertad. A pesar de sus fructíferas intuiciones al final de la Segunda Guerra Mundial, terminó, en definitiva, por adherir a la cultura eurocéntrica predominante.

Tal como señala Domenico Losurdo, en el siglo xix la libertad estaba restringida por fuertes límites de clase, raza y género: solo la propiedad permitía una ciudadanía completa a los varones blancos, en tanto que los proletarios, los pueblos colonizados y las mujeres carecían del derecho al voto35. En lo sucesivo, una genealogía de la libertad debía verse como un proceso que conectaba tres formas de liberación que históricamente habían adoptado los nombres de socialismo, anticolonialismo y feminismo.

Nota: este artículo es un extracto del libro Revolución. Una historia intelectual, FCE, Buenos Aires, 2022. Traducción: Horacio Pons.

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