China destrona a EEUU como líder mundial en investigación

Por Imran Khalid

En la última década, se ha producido un profundo cambio en el mundo académico mundial que ha alterado fundamentalmente la jerarquía de la investigación científica. China, que en su día se consideraba un actor periférico en la ciencia de vanguardia, ha ascendido ahora a la vanguardia de la excelencia académica. Las últimas clasificaciones del Nature Index revelan una tendencia asombrosa: nueve de las diez principales instituciones de investigación del mundo son ahora chinas, siendo la Universidad de Harvard la única presencia occidental en el escalón superior. 

Esta transformación sísmica, mientras la administración Trump está instituyendo recortes profundos en la financiación para la investigación y cerrando el Departamento de Educación, subraya no solo la destreza científica de China, sino también su visión estratégica para el liderazgo global en innovación y tecnología. Para apreciar plenamente el ascenso meteórico de China, uno debe mirar hacia atrás al panorama académico de hace una década. Cuando se publicaron por primera vez las clasificaciones del Nature Index Global en 2014, solo ocho universidades chinas entraron en el top 100. Hoy en día, ese número se ha quintuplicado con creces, con 42 instituciones chinas que ahora se encuentran entre las mejores del mundo, superando a las 36 universidades estadounidenses y a las cuatro británicas de la lista.

Entre estas instituciones, la Universidad de Ciencia y Tecnología de China (USTC) se ha convertido en un formidable centro de investigación. Ahora ocupa el segundo lugar a nivel mundial, con un total de 2585 artículos de investigación de gran impacto y una cuota de contribución de 835,02. Del mismo modo, la Universidad de Zhejiang, la Universidad de Pekín y la Universidad de Tsinghua han consolidado su posición como líderes en el ámbito académico mundial, con investigaciones innovadoras en campos que van desde la computación cuántica hasta las energías renovables.

Un análisis más detallado de los datos del Nature Index revela que el dominio de China es particularmente pronunciado en química, ciencias físicas y ciencias de la tierra y del medio ambiente. Solo en química, las universidades chinas ocupan los 10 primeros puestos, una hazaña asombrosa que refleja el compromiso del país con la investigación fundamental. Del mismo modo, en ciencias físicas, ocho de las 10 principales instituciones son chinas, lo que indica un cambio en las prioridades de investigación a nivel mundial.

Mientras que Estados Unidos sigue liderando la investigación biomédica y traslacional, China está acortando rápidamente distancias. Instituciones como la Universidad Jiao Tong de Shanghái y la Academia China de Ciencias están haciendo importantes avances en biotecnología, genética y ciencias farmacéuticas, campos tradicionalmente dominados por universidades occidentales. El contraste en el énfasis de la investigación —el enfoque de China en ingeniería y ciencias aplicadas frente a la fortaleza de Occidente en investigación médica— ilustra cómo las diferentes regiones se están posicionando para la futura supremacía tecnológica.

La transformación de China en una potencia investigadora no ha sido casual. Es el resultado de decisiones políticas deliberadas, una inversión financiera sustancial y reformas sistémicas destinadas a mejorar la calidad académica. Según la Oficina Nacional de Estadística de China, el gasto en investigación y desarrollo (I+D) del país alcanzó un máximo histórico de 3,61 billones de yuanes (aproximadamente 500 000 millones de dólares) en 2024. Esto representa un aumento interanual del 8,3 % y representa el 2,68 % del PIB de China, un porcentaje que sigue aumentando de forma constante. A diferencia del pasado, en el que la financiación de la investigación se repartía escasamente entre muchos proyectos, el gobierno chino ha adoptado un enfoque más estratégico, canalizando los recursos hacia áreas clave como la inteligencia artificial, la ciencia de los materiales y la exploración espacial.

Uno de los cambios de política más notables ha sido el abandono de los criterios de evaluación basados en publicaciones. Anteriormente, se incentivaba a los académicos chinos a publicar el mayor número posible de artículos, a menudo a expensas de la calidad. Sin embargo, las recientes reformas han introducido un sistema de revisión por pares más riguroso que da prioridad a la investigación impactante e innovadora sobre el mero volumen. Este cambio ha dado lugar a una mejora significativa de la credibilidad y la influencia mundial de la producción científica china.

Otro factor crucial en el resurgimiento académico de China han sido sus agresivas estrategias de adquisición de talento. El «Programa de los Mil Talentos», lanzado en 2008, ha atraído con éxito a miles de investigadores chinos y extranjeros de primer nivel a las principales universidades del país. Al ofrecer salarios competitivos, instalaciones de investigación de vanguardia y una financiación sustancial, China ha revertido el fenómeno de la «fuga de cerebros» y ha creado un entorno en el que los investigadores de primer nivel pueden prosperar.

Además, se ha dado a las universidades una mayor autonomía en las decisiones de contratación, el desarrollo de planes de estudios y las colaboraciones internacionales. Esta descentralización ha permitido a las instituciones ser más dinámicas y receptivas a las tendencias científicas mundiales, acelerando aún más el ascenso de China como superpotencia académica. La creciente influencia de China en el mundo académico no es solo un logro intelectual, sino que tiene importantes ramificaciones geopolíticas. Los avances del país en áreas como la computación cuántica, la inteligencia artificial y la biotecnología han suscitado preocupación en Occidente, especialmente en Estados Unidos, donde los responsables políticos ven el auge científico de China como un desafío a la supremacía tecnológica estadounidense.

En respuesta, Washington ha implementado una serie de políticas restrictivas, incluyendo controles de exportación de tecnología avanzada de semiconductores y limitaciones de visados para investigadores chinos. Sin embargo, en lugar de frenar el progreso de China, estas medidas solo han intensificado el impulso del país hacia la autosuficiencia. La reciente presentación del modelo DeepSeek R1 AI, que rivaliza con el GPT-4 de OpenAI a pesar de haber sido desarrollado con chips nacionales, es un testimonio de la capacidad de China para innovar bajo presión.

Además, las colaboraciones de investigación de China se están extendiendo más allá de Occidente. Cada vez más, las instituciones chinas están formando asociaciones con universidades de África, América Latina y Oriente Medio, fomentando un nuevo orden académico que desafía el modelo tradicional de intercambio científico centrado en Occidente. Este cambio no solo está fortaleciendo la influencia de China en los mercados emergentes, sino que también está remodelando el panorama de la investigación mundial de formas que eran inimaginables hace apenas una década.

A medida que China continúa consolidando su posición como líder en investigación académica, surgen preguntas sobre el futuro equilibrio de poder en la ciencia global. ¿Podrán Estados Unidos y Europa recuperar su antiguo dominio, o tendrán que adaptarse a un mundo académico multipolar donde China desempeña un papel central? Aunque las instituciones occidentales siguen liderando en muchas áreas, el rápido ascenso de China demuestra que la excelencia científica ya no se limita a un puñado de universidades de élite en Estados Unidos y Europa. El cambio no se trata solo de números. Se trata de influencia, innovación y la capacidad de establecer la agenda para el futuro de la ciencia y la tecnología.

Imran Khalid
analista geoestratégico y columnista de asuntos internacionales. Su trabajo ha sido ampliamente publicado por prestigiosas organizaciones y publicaciones internacionales de noticias.

Fuente:

counterpunch.org, 27/3/2025

Armarse para salvar el capitalismo financiero! (La lección de Rosa Luxemburgo, Kalecki, Baran y Sweezy)

Por Maurizio Lazzarato

«Por grande que sea una nación, si ama la guerra perecerá;
por pacífico que sea el mundo, si olvida la guerra estará en peligro»

(«Wu Zi», antiguo tratado militar chino).

«Cuando decimos sistema de guerra nos referimos a un sistema como el vigente que asume la guerra, aunque sólo sea planeada y no combatida, como fundamento y vértice del orden político, es decir, de la relación entre los pueblos y entre los hombres. Un sistema en el que la guerra no es un acontecimiento sino una institución, no una crisis sino una función, no una ruptura sino una piedra angular del sistema, una guerra siempre obsoleta y exorcizada, pero nunca abandonada como posibilidad real». (Claudio Napoleoni, 1986).

El advenimiento de Trump es apocalíptico, en el sentido literal que significa deshacerse de lo que oculta, sacar el velo, desvelar (?!). Su convulsa agitación tiene el gran mérito de mostrar la naturaleza del capitalismo, la relación entre guerra, política y beneficio, entre capital y Estado habitualmente cubierta por la democracia, por los derechos humanos, por los valores y la misión de la civilización occidental.

La misma hipocresía está en el corazón de la narrativa construida para legitimar los 840.000 millones de euros para el rearme que la UE le impone mediante el recurso al estado de excepción a los Estados miembros.

Armarse no significa, como dice Draghi, defender «los valores que han fundado nuestra sociedad europea» y han «garantizado durante décadas a sus ciudadanos la paz, la solidaridad y, con el aliado estadounidense, la seguridad, la soberanía y la independencia», sino salvar el capitalismo financiero.

Ni siquiera hacen falta grandes discursos ni documentados análisis para desenmascarar la pobreza de estas narrativas, bastó otra masacre de 400 civiles palestinos para sacar a la luz la verdad de la indecente cháchara sobre la exclusividad la y supremacía moral y cultural de Occidente.

Trump no es un pacifista, se limita a reconocer la derrota estratégica de la OTAN en la guerra de Ucrania, mientras las élites europeas rechazan la evidencia. La paz para ellos significaría volver al estado catastrófico al que han reducido a sus naciones.

La guerra debe continuar porque para ellos, como para los demócratas y el Estado profundo estadounidense, es el modo de salir de la crisis iniciada en 2008, como ya ocurrió con la gran crisis de 1929.

Trump piensa resolver la cuestión privilegiando la economía sin renegar de la violencia, del chantaje, de la intimidación, de la guerra. Es muy probable que ni el uno ni los otros tengan éxito en el intento porque tienen un enorme problema: el capitalismo, en su forma financiera, está en profunda crisis y precisamente desde su centro – EEUU – llegan señales «dramáticas» para las élites que nos gobiernan. En lugar de converger hacia EEUU, los capitales huyen hacia Europa.

Gran novedad, síntoma de rupturas imprevisibles que corren el riesgo de ser catastróficas. El capital financiero no produce mercancías, sino burbujas que se inflan todas en Estados Unidos y estallan en detrimento del resto del mundo, demostrando ser armas de destrucción masiva.

La finanza estadounidense chupa valor (capital) de todo el mundo, lo invierte en una burbuja, que tarde o temprano estallará, obligando a los pueblos del planeta a la austeridad, al sacrificio para pagar sus fracasos: primero fue la burbuja de internet, luego la burbuja de las subprimes que provocó una de las mayores crisis financieras de la historia del capitalismo, abriendo la puerta a la guerra.

Intentaron incluso la burbuja del capitalismo verde que nunca despegó y, por último, la burbuja incomparablemente mayor de las empresas de alta tecnología.

Para tapar los agujeros de los desastres de la deuda privada descargada sobre la deuda pública, la Reserva Federal y la banca europea inundaron los mercados de liquidez que en lugar de «gotear» en la economía real, sirvió para alimentar la burbuja de la alta tecnología y el desarrollo de los fondos de inversión conocidos como los «Tres Grandes», Vanguard, BlackRock y State Street (el más grande monopolio de la historia del capitalismo, gestiona 50 billones de dólares, accionista mayoritario de todas las empresas cotizadas más importantes). Ahora incluso esta burbuja se está desinflando.

Si dividimos por dos toda la capitalización de la lista de la Bolsa de Wall Street, todavía estamos muy lejos del valor real de las empresas de alta tecnología, cuyas acciones han sido infladas por los propios fondos para mantener altos los dividendos para sus «ahorradores» (los demócratas contaban incluso con sustituir el bienestar por las finanzas para todos, como antes habían delirado con la vivienda para todos los estadounidenses).

Ahora la diversión llega a su fin. La burbuja ha llegado a su límite y los valores caen con riesgo real de un colapso. Si a esto añadimos la incertidumbre que las políticas de Trump – representante de unas finanzas que no son las de los fondos de inversión – introducen en un sistema que éstos habían conseguido estabilizar con la ayuda de los demócratas, comprendemos el temor de los «mercados».

El capitalismo occidental necesita otra burbuja porque no conoce sino la reproducción de lo mismo de siempre (el intento trumpiano de reconstruir la industria manufacturera en Estados Unidos está destinado a un fracaso seguro).

La identidad perfecta de «producción» y destrucción

Europa, que hoy ya gasta más del 60% que Rusia en armas (la OTAN representa el 55% del gasto mundial en armas, Rusia el 5%) decidió un importante plan de inversión de 800.000 millones de euros para seguir aumentando el gasto militar.

La guerra y la Europa donde siguen activas las redes políticas y económicas, centros de poder que remiten a la estrategia representada por Biden, derrotada en las últimas elecciones presidenciales, son la ocasión para construir una burbuja basada en el armamento para compensar las crecientes dificultades de los «mercados» estadounidenses.

Desde diciembre, las acciones de las empresas armamentísticas son objeto de especulación, yendo de subida en subida y fungiendo de refugio seguro para los capitales que ven la situación estadounidense demasiado riesgosa.

En el centro de la operación están los fondos de inversión, que también figuran entre los principales accionistas de las grandes empresas armamentísticas. Poseen participaciones significativas en Boeing, Lockheed Martin y RTX, influyendo en la gestión y las estrategias de estas empresas.

También en Europa están presentes en el complejo militar-industrial: Rheinmetall, empresa alemana que fabrica Leopard y que ha visto subir el precio de sus acciones un 100% en los últimos meses, tiene como principales accionistas a Blackrock, Société Générale, Vanguard, etc.

Rheinmetall, el mayor fabricante de municiones de Europa, ha superado en capitalización al mayor fabricante de automóviles del continente, Volkswagen, la última señal del creciente apetito de los inversores por los valores ligados a la defensa.

La Unión Europea quiere recoger y canalizar el ahorro continental hacia el armamento con consecuencias catastróficas para el proletariado y una mayor división de la Unión.

La carrera armamentística no podrá funcionar como «keynesianismo de guerra» porque la inversión en armamento interviene en una economía financiarizada y ya no industrial. Construida con dinero público beneficiará a una pequeña minoría de particulares, mientras empeora las condiciones de la inmensa mayoría de la población.

La burbuja armamentística sólo puede producir los mismos efectos que la burbuja de alta tecnología estadounidense. Después de 2008, las sumas de dinero captadas para la inversión en la burbuja de alta tecnología nunca han «goteado» hacia el proletariado estadounidense.

Por el contrario, han producido una desindustrialización cada vez mayor, empleos precarios y poco cualificados, salarios bajos, pobreza rampante, la destrucción del escaso bienestar heredado del New Deal y la posterior privatización de todos los servicios. Esto es lo que sin duda producirá en Europa la burbuja financiera europea.

La financiarización conducirá no sólo a la destrucción completa del Estado del Bienestar y a la privatización a ultranza de los servicios, sino a una mayor fragmentación política de lo que queda de la Unión Europea. Las deudas, contraídas por cada Estado por separado, tendrán que ser reembolsadas y habrá enormes diferencias entre los Estados europeos en cuanto a su capacidad para honrar las deudas contraídas.

El verdadero peligro no son los rusos, sino los alemanes con su rearme de € 500.000 millones y otros € 500.000 millones para infraestructuras, financiación decisiva en la construcción de la burbuja.

La última vez que se armaron combinaron desastres mundiales (25 millones de muertos sólo en la Rusia soviética, la solución final, etc.), de donde surgió la famosa declaración de Andreotti contra la unificación alemana: «Amo tanto a Alemania que prefiero dos».

A la espera de los desarrollos ulteriores del nacionalismo y de la extrema derecha ya al 21 %, que inevitablemente producirá «Deutschland ist zurück», Alemania impondrá su habitual hegemonía imperialista a los demás países europeos.

Los alemanes han abandonado rápidamente el credo ordo-liberal que no tenía ninguna base económica, sólo política, y abrazan a ultranza la financiarización angloamericana, con el mismo objetivo, dominar y explotar Europa.

El Financial Times habla de una decisión tomada por Merz, el hombre de Blackrock, y Kukies, el ministro del Tesoro, hombre de Goldman Sachs, con el aval de los partidos de «izquierda» PDS y Die Linke, que, como sus predecesores en 1914, asumen una vez más la responsabilidad de la futura carnicería.

Si el anterior imperialismo alemán se fundaba en la austeridad, el mercantilismo de exportación, la congelación salarial y la destrucción del Estado del Bienestar, éste se fundará en la gestión de una economía de guerra europea jerarquizada en los diferenciales de tipos de interés a pagar para reembolsar la deuda contraída.

Los países ya muy endeudados (Italia, Francia, etc.) tendrán que encontrar quién compre sus bonos emitidos para pagar su deuda, en un «mercado» europeo cada vez más competitivo. A los inversionistas les convendrá más comprar bonos alemanes, bonos emitidos por empresas armamentísticas sobre los que jugará la especulación al alza, y títulos de deuda pública europea, sin duda más seguros y rentables que los bonos de los países super-endeudados.

El famoso «diferencial» (spread) seguirá desempeñando su papel como en 2011. Los miles de millones necesarios para pagar a los mercados no dejarán de estar a disposición de los Estados del Bienestar. El objetivo estratégico de todos los gobiernos y oligarquías desde hace cincuenta años, la destrucción de los gastos sociales para la reproducción del proletariado y su privatización, será alcanzado.

Veintisiete egoísmos nacionales lucharán entre sí sin nada en juego, porque la historia, que «somos los únicos que sabemos lo que es», nos ha arrinconado, inútiles e irrelevantes tras siglos de colonialismo, guerras y genocidios.

La carrera armamentística va acompañada de una machacona justificación de «estamos en guerra» contra todo el mundo (Rusia, China, Corea del Norte, Irán, los Brics) que no puede abandonarse y que corre el riesgo de llegar a buen puerto porque esta delirante cantidad de armas aún debe «consumirse».

La lección de Rosa Luxemburgo, Kalecki, Baran y Sweezy

Sólo los ingenuos pueden asombrarse de lo que está ocurriendo. Todo se repite, sólo que dentro de un capitalismo financiero y ya no industrial como en el siglo XX.

La guerra y el armamento estén en el centro de la economía y de la política desde que el capitalismo se hizo imperialista. Y son también el centro del proceso de reproducción del capital y del proletariado, en feroz competencia entre sí.

Reconstruyamos rápidamente el marco teórico proporcionado por Rosa Luxemburgo, Kalecki, Baran y Sweezy, firmemente plantado, – en contraste con las inútiles teorías críticas contemporáneas –, sobre las categorías de imperialismo, monopolio y guerra, que nos ofrece un espejo de la situación contemporánea.

Empecemos por la crisis de 1929, que tuvo sus raíces en la Primera Guerra Mundial y en el intento de salir de ella activando el gasto público mediante la intervención del Estado. Según Baran y Sweezy (en adelante, B&S) el inconveniente del gasto público en los años 30 era su volumen, incapaz de contrarrestar las fuerzas depresivas de la economía privada.

«Visto como una operación de rescate de la economía estadounidense en su conjunto, el New Deal fue, por tanto, un fracaso estrepitoso. Incluso Galbraith, el profeta de la prosperidad sin compras bélicas, reconoció que en la década 1930 – 1940, ‘la gran crisis’ nunca terminaba».

Saldrá solo con la Segunda Guerra Mundial: «Luego vino la guerra, y con la guerra la salvación (…) el gasto militar hizo lo que el gasto social no había conseguido hacer», porque el gasto público pasó de 17.500 millones de dólares a 103.100 millones.

B&S demuestran que el gasto público no dio los resultados que dio el gasto militar porque estaba limitado por un problema político que sigue siendo el nuestro. ¿Por qué el New Deal y su gasto no consiguieron un objetivo que «estaba al alcance de la mano, como demostró más tarde la guerra»?

Porque sobre la naturaleza y composición del gasto público, es decir, la reproducción del sistema y del proletariado, se desata la lucha de clases.

«Dada la estructura de poder del capitalismo monopolista estadounidense, el aumento del gasto civil casi había alcanzado sus límites extremos. Las fuerzas que se oponían a una mayor expansión eran demasiado poderosas para ser superadas».

El gasto social competía o perjudicaba a las corporaciones y oligarquías, arrebatándoles poder económico y político.

«Como los intereses privados controlan el poder político, los límites del gasto público se fijan rígidamente sin preocuparse de las necesidades sociales, por vergonzosamente evidentes que sean».

Y estos límites valían también para el gasto, la sanidad y la educación, que en aquella época, a diferencia de hoy, no competían directamente con los intereses privados de las oligarquías.

La carrera armamentística permite aumentar el gasto público del Estado, sin que esto se transforme en un aumento de los salarios y del consumo del proletariado.

¿Cómo se puede gastar el dinero público para evitar la depresión económica que conlleva el monopolio, evitando al mismo tiempo el fortalecimiento del proletariado? «Con armamento, con más armamento, con más y más armamento».

Michael Kalecki, trabajando sobre el mismo periodo pero sobre la Alemania nazi, consigue dilucidar otros aspectos del problema. Contra todo economicismo que amenaza siempre la comprensión del capitalismo incluso por las teorías críticas marxistas, pone en evidencia la naturaleza política del ciclo del capital: «La disciplina en las fábricas y la estabilidad política son más importantes para los capitalistas que los beneficios corrientes».

El ciclo político del capital, que ahora sólo puede ser garantido por la intervención del Estado, debe recurrir al gasto armamentístico y al fascismo. Para Kalecki, el problema político también se manifiesta en la «dirección y los fines del gasto público». La aversión a la «subvención del consumo de masas» está motivada por la destrucción que provoca «de los fundamentos de la ética capitalista ‘ganarás el pan con el sudor de tu frente’ (a menos que vivas de las rentas del capital)».

¿Cómo conseguir que el gasto estatal no se convierta en aumento del empleo, del consumo y de los salarios y, por tanto, en fuerza política del proletariado?

El inconveniente para las oligarquías se supera con el fascismo porque la maquinaria estatal está entonces bajo el control del gran capital y de la dirección fascista, con «la concentración del gasto estatal en armamento», mientras que «la disciplina de fábrica y la estabilidad política se garantizan mediante la disolución de los sindicatos y los campos de concentración. La presión política sustituye aquí a la presión económica del desempleo».

De ahí el inmenso éxito de los nazis entre la mayoría de los liberales británicos y estadounidenses.

La guerra y el gasto en armamento ocupan un lugar central en la política estadounidense, incluso después del fin de la Segunda Guerra Mundial, porque es inconcebible una estructura política sin una fuerza armada, es decir, sin el monopolio de su ejercicio.

El volumen del aparato militar de una nación depende de su posición en la jerarquía mundial de explotación. «Las naciones más importantes serán siempre las que más necesiten, y la magnitud de sus necesidades (de fuerza armada) variará en función de que entre ellas haya o no una lucha encarnizada por el primer puesto».

Por lo tanto, el gasto militar sigue creciendo en el centro del imperialismo: «Naturalmente, la mayor parte de la expansión del gasto público tuvo lugar en el sector militar, que pasó de menos del 1% a más del 10% del PNB, y que representó alrededor de dos tercios del aumento total del gasto público desde 1920. Esta absorción masiva del excedente en preparativos militares ha sido el hecho central de la historia estadounidense de posguerra».

Kalecki señala que en 1966 «más de la mitad del crecimiento de la renta nacional se traduce en el crecimiento de los gastos militares».

Ahora, en la posguerra, el capitalismo ya no puede contar con el fascismo para controlar el gasto social. El economista polaco, «alumno» de Rosa Luxemburgo, señala: «Una de las funciones fundamentales del hitlerismo fue superar la aversión del gran capital a la política anticoyuntural a gran escala. La gran burguesía había dado su asentimiento al abandono del laisser-faire y al aumento radical del papel del Estado en la economía nacional, a condición de que el aparato estatal estuviera bajo el control directo de su alianza con la «dirección fascista» y de que el destino y el contenido del gasto público estuvieran determinados por el armamento.

En los Treinta Gloriosos, sin el fascismo asegurando la dirección del gasto público, los Estados y los capitalistas se vieron forzados a un compromiso político. Relaciones de poder determinadas por el siglo de las revoluciones obligan al Estado y a los capitalistas a concesiones que, en cualquier caso, son compatibles con beneficios que alcanzan tasas de crecimiento desconocidas hasta entonces.

Pero incluso este compromiso es demasiado porque, a pesar de los grandes beneficios, «en tal situación los trabajadores se vuelven ‘recalcitrantes’ y los ‘capitanes de la industria’ se muestran ansiosos por ‘darles una lección’».

La contrarrevolución, desplegada a partir de finales de los años 60, tendrá en su centro la destrucción del gasto social y la feroz voluntad de orientar el gasto público hacia los intereses únicos y exclusivos de las oligarquías.

El problema, a partir de la República de Weimar, nunca fue una intervención genérica del Estado en la economía, sino el hecho de que el Estado haya sido investido por la lucha de clases y haya sido obligado a ceder a las exigencias de las luchas obreras y proletarias.

En los tiempos «pacíficos» de la Guerra Fría, sin la ayuda del fascismo, la explosión del gasto militar necesita una legitimación, asegurada por una propaganda capaz de evocar continuamente la amenaza de una guerra inminente, de un enemigo a las puertas dispuesto a destruir los valores occidentales:

«Los creadores oficiosos y oficiales de la opinión pública tienen preparada la respuesta: los Estados Unidos deben defender el mundo libre de la amenaza de agresión soviética (o china)».

Kalecki, para el mismo período, precisa:

«Los periódicos, el cine, la radio y la televisión que trabajan bajo la égida de la clase dominante crean una atmósfera que favorece la militarización de la economía».

El gasto en armamento no sólo tiene una función económica, sino también de producción de subjetividades sometidas. La guerra, al exaltar la subordinación y el mando, «contribuye a crear una mentalidad conservadora».

«Mientras que el masivo gasto público en educación y bienestar tiende a socavar la posición privilegiada de la oligarquía, el gasto militar hace lo contrario. La militarización favorece a todas las fuerzas reaccionarias (…) se determina un respeto ciego a la autoridad; se enseña y se impone una conducta de conformidad y sumisión; y la opinión contraria se considera un acto antipatriótico o directamente una traición.»

El capitalismo produce un capitalista que, precisamente por la forma política de su ciclo, es un sembrador de muerte y destrucción, más que un promotor del progreso.

Richard B. Russell, un senador conservador del sur de EEUU en los años 60 citado por B&S, nos dice:

«Hay algo en los preparativos para la destrucción que induce a los hombres a gastar el dinero más descuidadamente que si fuera para fines constructivos. No sé por qué ocurre esto; pero durante los treinta años que llevo en el Senado, más o menos, comprendí que al comprar armas para matar, destruir, borrar ciudades de la faz de la tierra y eliminar grandes sistemas de transporte, hay algo que hace que los hombres no calculen los gastos con el mismo cuidado que cuando se trata de pensar en una vivienda digna y en la atención sanitaria para los seres humanos».

La reproducción del capital y del proletariado se politizó con las revoluciones del siglo XX. La lucha de clases, ocupando también esta realidad hizo emerger una oposición radical entre la reproducción de la vida y la reproducción de su destrucción que desde los años 1930 no ha hecho sino profundizarse.

¿Cómo funciona el capitalismo ?

La guerra y el armamento, prácticamente excluidos de todas las teorías críticas del capitalismo, funcionan como discriminadores en el análisis del capital y del Estado. Es muy difícil definir el capitalismo como un “modo de producción”, como hizo Marx, porque la economía, la guerra, la política, el Estado y la tecnología son elementos estrechamente entrelazados e inseparables.

La “crítica de la economía” no basta para producir una teoría revolucionaria. Ya con el advenimiento del imperialismo se produjo un cambio radical en el funcionamiento del capitalismo y del Estado, puesto de manifiesto claramente por Rosa Luxemburgo para quien la acumulación tiene dos aspectos.

El primero «se refiere a la producción de plusvalía – en la fábrica, en la mina, en la explotación agrícola – y a la circulación de mercancías en el mercado. Considerada desde este punto de vista, la acumulación es un proceso económico cuya fase más importante es una transacción entre el capitalista y el asalariado».

El segundo aspecto tiene como teatro el mundo entero, una dimensión mundial irreductible al concepto de «mercado» y a sus leyes económicas.

«Aquí los métodos empleados son la política colonial, el sistema internacional de créditos, la política de esferas de interés, la guerra. La violencia, el engaño, la opresión, la depredación se desarrollan abiertamente, sin máscara, y es difícil reconocer las estrictas leyes del proceso económico en el entrelazamiento de la violencia económica y la brutalidad política».

La guerra no es una continuación de la política, sino que siempre coexiste con ella, como muestra el funcionamiento del mercado mundial. Aquí, donde la guerra, el fraude y la depredación coexisten con la economía, la ley del valor nunca ha funcionado realmente. El mercado mundial tiene un aspecto muy diferente del esbozado por Marx. Sus consideraciones parecen ya no ser válidas, o mejor dicho, son precisadas: sólo en el mercado mundial el dinero y el trabajo devendrían adecuados a su concepto, haciendo realidad su abstracción y su universalidad.

A contrario, lo que podemos constatar es que el dinero, la forma más abstracta y universal del capital, es siempre la moneda de un Estado.

El dólar es la moneda de Estados Unidos y reina sólo en cuanto tal.

La abstracción del dinero y su universalidad (y sus automatismos) se los apropia una «fuerza subjetiva» y son gestionados según una estrategia que no está contenida en el dinero.

Incluso la finanza, como la tecnología, parece ser objeto de apropiación por parte de fuerzas subjetivas «nacionales», muy poco universales.

En el mercado mundial, ni siquiera el trabajo abstracto triunfa como tal, sino encontrando en su lugar otros trabajos radicalmente diversos (trabajo servil, trabajo esclavo, etc.) y es objeto de estrategias.

La acción de Trump, – caído el velo hipócrita del capitalismo democrático –, nos revela el secreto de la economía: sólo puede funcionar a partir de una división internacional de la producción y la reproducción definida e impuesta políticamente, es decir, mediante el uso de la fuerza, que implica también la guerra.

La voluntad de explotar y dominar, gestionando simultáneamente las relaciones políticas, económicas y militares, construye una totalidad que nunca puede cerrarse sobre sí misma, sino que siempre permanece abierta, escindida por los conflictos, las guerras, las depredaciones. En esta totalidad escindida, convergen y se gobiernan todas las relaciones de poder.

Trump interviene sobre el uso de las palabras, pero también sobre las teorías de género, al mismo tiempo que quiere imponer un nuevo posicionamiento global, político y económico, de los Estados Unidos.

De lo micro a lo macro, acción política que los movimientos contemporáneos están lejos sólo de pensar.

La construcción de la burbuja financiera, proceso que podemos seguir paso a paso, tiene lugar del mismo modo. Los actores que intervienen en su producción son múltiples: la Unión Europea, los Estados que deben endeudarse, la Banca Europea, el Banco de Inversiones europeas, los partidos políticos, los medios de comunicación y la opinión pública, los grandes fondos de inversión (todos estadounidenses) que organizan el trasiego de capitales de una Bolsa a otra, y las grandes empresas.

Sólo después de que el choque/cooperación entre estos centros de poder haya dado su veredicto, la burbuja económica y sus automatismos podrán funcionar.

Hay toda una ideología sobre el funcionamiento automático que hay que desmentir. El «piloto automático», sobre todo a nivel financiero, existe y funciona sólo después de que ha sido instituido políticamente. No existía en los 30 gloriosos porque se decidió políticamente en ese sentido. Funciona desde finales de los 70 por voluntad política explícita.

Esta multiplicidad de actores que llevan meses agitándose se mantiene unida por una estrategia. Hay, pues, un elemento subjetivo que interviene de manera fundamental. De hecho, dos. Desde el punto de vista capitalista, hay una lucha feroz entre el «factor subjetivo» Trump y el «factor subjetivo» de las élites que fueron derrotadas en las elecciones presidenciales, pero que todavía tienen una fuerte presencia en los centros de poder en los EEUU y Europa.

Pero para que el capitalismo funcione debemos tomar en consideración también un factor subjetivo proletario.

Éste desempeña un papel decisivo porque, o bien se convertirá en el portador pasivo del nuevo proceso de producción/reproducción del capital, o bien tenderá a rechazarlo y destruirlo.

Constatada la incapacidad del proletariado contemporáneo, el más débil, el más desorientado, el menos autónomo e independiente de la historia del capitalismo, la primera opción parece la más probable.

Pero si no logra oponer su propia estrategia a las continuas innovaciones estratégicas del enemigo, capaces de renovarse continuamente, caeremos en una asimetría de las relaciones de poder que nos retrotraerá a antes de la revolución francesa, a un nuevo/ya visto «ancien régime».

Notas

Apocalipsis
Aquellos que saben, pretenden que la palabra “apocalipsis” – en el griego cristiano antiguo – evoca una revelación. Es el sentido utilizado en el texto. Para este modesto editor la significación conocida es la de la RAE, es decir Fin del mundo, una Situación catastrófica, ocasionada por agentes naturales o humanos, que evoca la imagen de la destrucción total.

Capital financiero
El capital financiero suele ser un espejismo, como el dinero que se supone lo constituye. Desde la elección de Trump, la “riqueza” de media docena de oligarcas (Musk, Bezos, Zuckerberg…) se incrementó en varios centenares de miles de millones de dólares (sin que se hubiese creado un céntimo de valor añadido…), para luego desaparecer tan rápidamente como había llegado (sin que se destruyese ni un céntimo de valor…). El autor de la nota se refiere a este moderno fantasma que, a su vez, recorre en mundo. El capital financiero es, efectivamente, un arma de destrucción masiva, en la medida en que muchos líderes contemporáneos y los países que regentan son sensibles a los espejismos…

Deuda pública
O deuda soberana. Proviene del derecho de cada Estado a emitir dinero sin contrapartida real. El dólar es la moneda de todos los récords, y de la más gigantesca irresponsabilidad monetaria desde que Richard Nixon decidiera abandonar el respaldo oro (15-08-1971). De ahí en adelante los EEUU han emitido dólares sin límites y sin respaldo, exportando inflación a todo el planeta. Se trata de la llamada “liquidez” que no es sino un “pase mágico”. Emitir dinero sin respaldo significa aumentar la cantidad de dinero en circulación sin incrementar la cantidad de bienes y servicios disponibles en la economía. Los EEUU pagan con papelitos verdes que no valen la tinta con la que fueron impresos. La deuda pública yanqui supera el 120% del PIB de los EEUU. Y subiendo… Expresar el “valor” de una empresa en dólares truchos (monnaie de singe), es una forma (otra forma) de estafa.

Gasto militar
El autor se enreda en las verdes mallas del camuflaje. Lo que hay que retener es que la OTAN gasta el 55% de lo que el planeta gasta en instrumentos de destrucción. Rusia gasta un 5% de ese monto. En el año 2024 el gasto militar de la Unión Europea, más el Reino Unido, alcanzó U$ 457 mil millones. El gasto militar ruso fue estimado en U$ 462.000 millones de dólares (según el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos, cuya confiabilidad es vecina a la de las previsiones meteorológicas). Para equilibrar las cosas, la UE se propone gastar € 850.000 millones más (o sea U$ 914.000 millones). EEUU, solito, gasta esa suma cada año.

Financiación del rearme
Hasta antes de ayer en la UE no había dinero para financiar la Salud (sólo en Francia se han suprimido 48 mil camas en los hospitales), ni para financiar la Educación (miles de clases no tienen todos sus profesores y sus salarios son miserables). Y he aquí que en 48 horas cronometradas la UE enconttó € 850 mil millones para financiar la compra de armamento. Digan lo que digan, el modelo social pagará las habas que se comerá el burro.

Consecuencias del rearme
Gastar la enorme suma de € 850 mil millones en armas generará empleos bien pagados, y la colaboración de parte del proletariado (amén de ganancias extraordinarias para el gran capital). La industria armamentística tiene un detalle: para crecer requiere el consumo de lo ya producido, o sea… una guerra lo más destructiva posible. En ese sentido se trata de la peor corrupción en extensión, volumen y profundidad. La propaganda que debe convencer a los europeos de la necesidad de la guerra ya está entre nosotros, día y noche… Heil!

Trump condenó a Estados Unidos a la estanflación

Donald Trump anunció aranceles radicales para todos los socios comerciales de EE. UU., con el objetivo explícito de «liberar» a EE. UU. del comercio «injusto». Estos esfuerzos no solo son confusos, sino que encerrarán a Estados Unidos en un ciclo de estancamiento e inflación.
Traducción: Natalia López

El jueves, Donald Trump anunció lo que equivale a una escalada dramática de la guerra comercial iniciada durante su primer mandato. Dirigiéndose a una multitud de trabajadores del sindicato del automóvil en un acto en el Jardín de las Rosas de la Casa Blanca, el presidente reveló los detalles de su plan para restablecer la relación de Estados Unidos con sus socios comerciales, enmarcando sus aranceles como una «declaración de independencia económica».

Comenzó su discurso con lo que equivalía a un delirio de victimismo estadounidense. Lamentando la «capitulación económica unilateral» de sus predecesores en el Salón Oval, denunció haber sido «saqueado, expoliado y violado por amigos y enemigos por igual», que «se enriquecieron a costa de [Estados Unidos]» mediante «monedas devaluadas», «robando nuestra propiedad intelectual» e instituyendo «normas injustas y técnicas». Estas barreras comerciales, basadas o no en aranceles, debían eliminarse. Este esfuerzo «potenciaría la base industrial nacional», al tiempo que permitiría a Estados Unidos pagar su deuda nacional y reducir los impuestos.

El registro histórico, por supuesto, discrepa, aunque la historia económica no parece ser el fuerte de Trump. En un momento de su discurso, el presidente opinó que Estados Unidos era «proporcionalmente el más rico» entre 1789 y 1913, cuando existían barreras comerciales, y que la Gran Depresión de la década de 1930 no habría ocurrido como lo hizo si la Ley Arancelaria Smoot Hawley de 1930, ultraproteccionista, hubiera permanecido en vigor por más tiempo.

Los historiadores económicos coinciden en general en que el desastroso conjunto de aranceles sobre más de 20 000 productos importados empeoró la Gran Depresión. Y según las estimaciones ad hoc realizadas por Evercore ISI, una destacada empresa de asesoramiento para bancos de inversión, el tipo arancelario medio ponderado de las medidas del «Día de la Liberación» fue de algo menos del 30 %, en comparación con el 20 % de la Ley Smoot-Hawley. Todo esto en una economía en la que las importaciones representan el 14 % del PIB, en comparación con el 4,5 % en 1930.

Tras su digresión histórica, el presidente presentó un gráfico de países con los correspondientes tipos arancelarios y los repasó uno por uno. Los informes iniciales del Wall Street Journal y Bloomberg indicaban que se aplicaría un arancel general del 10 % a todas las importaciones. Esto resultó ser solo una parte del panorama.

El dólar cayó en picado, y el mercado de futuros y los comentaristas económicos se vieron sacudidos por la revelación de que la mayoría de los principales socios comerciales estarían sujetos a «aranceles recíprocos con descuento» basados en tipos arancelarios en vigor que, según se afirma, tienen en cuenta barreras no arancelarias como los impuestos sobre el valor añadido y la manipulación de divisas. Se dice que el arancel de Vietnam para Estados Unidos, por ejemplo, es del 90 por ciento, en base al cual Estados Unidos impondría un arancel recíproco «descontado» (en un 50 por ciento) del 45 por ciento. Otros infractores son la Unión Europea (20 por ciento), Japón (24 por ciento) y China (34 por ciento).

Según el texto de la orden ejecutiva correspondiente, estos aranceles recíprocos se añadirán a los ya existentes, lo que supondrá un arancel del 54 % para China. Los principales socios comerciales de Estados Unidos, los que iban a sufrir el mayor impacto económico, Canadá y México, están exentos de este arancel recíproco. Al parecer, los productos que cumplen con el Acuerdo Estados Unidos-México-Canadá firmado durante el primer mandato de Trump no están sujetos al arancel general adicional del 10 %.

Lo mismo ocurrirá con los bienes que ya están sujetos a aranceles sectoriales, como los automóviles y el acero. Los aranceles del 25 % sobre los automóviles «fabricados en el extranjero» entrarán en vigor el jueves a medianoche. Estas excepciones, aunque alivian, serán un consuelo para muchos al otro lado de la frontera, ya que tanto México como Canadá ya se enfrentan a la perspectiva de una recesión provocada por las políticas de Trump.

Si bien existen métodos para cuantificar las barreras no arancelarias, las cifras que muestra Trump parecen inventadas. Parece que lo que se afirma que es el tipo arancelario impuesto a Estados Unidos por, digamos, Vietnam es simplemente la fracción aproximada del déficit de Estados Unidos con Vietnam (123 500 millones de dólares en 2024) sobre el valor de las exportaciones vietnamitas a Estados Unidos (142 400 millones de dólares en 2024). Esto se redondea a poco menos del 90 por ciento. Esta extraña matemática explica algunas de las inclusiones más bizarras.

Es poco probable que el pequeño territorio francés de ultramar de Reunión, una isla en el Océano Índico, sea responsable de la erosión de la base manufacturera de EE. UU. La árida isla Heard y las islas McDonald de la Antártida, un territorio de Australia, están pobladas solo por pingüinos. Israel, que no impone ningún arancel formal a Estados Unidos, no se libra de un arancel recíproco del 17 %. Algunos han especulado con que la administración Trump utilizó ChatGPT para llegar a un método de cálculo del arancel adecuado a imponer a otros países. No es imposible que el esfuerzo histórico mundial de Estados Unidos por tomar el control de su destino haya sido ideado improvisadamente por los informáticos adolescentes que Elon Musk presentó al ejecutivo.

Estas medidas no son los desvaríos de un loco enloquecido por el poder; han surgido de una corriente de pensamiento internamente coherente y consistente dentro de los círculos políticos estadounidenses que se remonta al menos a la década de 1990.

Si bien la metodología parece ser falsa, las consecuencias económicas de las medidas, que entrarán en vigor el 5 y el 9 de abril para los aranceles de referencia y recíprocos, respectivamente, son muy reales. Según todos los indicios, presagian una crisis estanflacionaria masiva en Estados Unidos, es decir, un aumento de la inflación junto con un golpe a la actividad económica, tanto a través de precios de importación más altos como de su efecto en el consumo y la producción. La respuesta final de la Reserva Federal no haría más que agravar esta situación.

Trump afirmó que los nuevos aranceles «reducirán en última instancia los precios para los consumidores». Pero la palabra clave aquí es «en última instancia». En cualquier caso, la carga inmediata será asumida por los hogares estadounidenses, que ya están luchando con una deuda elevada y un costo de vida en aumento. El mercado de bienes de consumo, debido a su exposición al proceso de integración del comercio mundial, había proporcionado durante mucho tiempo un respiro deflacionario a los consumidores que se enfrentaban a una fuerte inflación en servicios como la educación y la atención sanitaria, y en bienes no comercializables como la vivienda y la comida de restaurante.

Si la administración Trump cumple su «liberación», esto está destinado a terminar. A modo de ejemplo: la carga arancelaria acumulada sobre China será del 54 por ciento (que consiste, como se mencionó anteriormente, en el 20 por ciento ya aplicado y la nueva tasa «recíproca» del 34 por ciento). Esto aumentaría el precio promedio del iPhone hasta en 220 dólares, suponiendo un precio de importación de 500 dólares para Apple.

No es probable que los esfuerzos de Apple por trasladar parte de su producción a la India ayuden a corto plazo. Tampoco es probable que las empresas cuyas importaciones se vean afectadas por los aranceles se hagan cargo de la mayor parte del costo. Apple, en particular, parece haberse visto afectada en toda su cadena de suministro. Como ocurrió con las barreras introducidas anteriormente bajo Trump y Joe Biden, la incidencia de lo que equivale a un impuesto sobre las ventas recayó directamente en los hogares estadounidenses. Lo que supone este bombardeo arancelario es un gran impuesto sobre las ventas para las clases trabajadora y media, aparentemente para financiar recortes de impuestos para los ricos.

Por supuesto, esto se aplicará a todos los productos electrónicos de consumo, de los cuales más del 90 por ciento se producen en el delta del río Perla de China o se someten a ensamblaje final en Vietnam, que también se ha visto muy afectado por los aranceles. Lo mismo ocurre con todos los productos o componentes electrónicos producidos en China y que aún no están sujetos a aranceles sectoriales. Todos ellos se encarecerán enormemente. Al igual que la mayoría de los demás bienes con cadenas de suministro en Asia, como calzado, ropa, muebles, etc. Y aunque algunos bienes clave, como los semiconductores y los productos farmacéuticos, están, por ahora, exentos, no está claro cómo se supone que los esfuerzos de Trump anunciarán una nueva era de la industria manufacturera estadounidense.

Se especula con que estas medidas serán efímeras. O bien serán deshechas por el Congreso, o bien se irán desmoronando con concesiones. La propensión de Trump a hacer tratos con países está bien establecida. Pero esto no concuerda con todo lo que el presidente de EE. UU. ha dicho sobre los «tramposos y carroñeros extranjeros» que supuestamente han saqueado a Estados Unidos.

En todo caso, Trump ha sido coherente en su postura sobre el comercio desde la década de 1980, cuando los excedentes japoneses (y en menor medida alemanes) con Estados Unidos fueron el centro de su ira. Ha sido coherente en su (falsa) creencia de que el comercio bilateral es lo que determina la balanza comercial de Estados Unidos, y que (lo que es igualmente falso) los déficits bilaterales son «subvenciones» a los países superavitarios. Su creencia de que los aranceles son un remedio para el comercio «injusto» es errónea.

Pero estas medidas no son los desvaríos de un loco enloquecido por el poder. Han surgido de una corriente de pensamiento internamente coherente y consistente dentro de los círculos políticos estadounidenses que se remonta al menos a la década de 1990. Esto debería hacer reflexionar a cualquiera que quiera desestimar las acciones de Trump como irreflexivas.

Sean cuales sean sus defectos, sus acciones son una respuesta a una comprensión particular, aunque errónea, de lo que está mal en el orden mundial y la posición de la economía estadounidense dentro de él. Por muy duro que pueda parecer después del espectáculo de esta semana, es hora de que los críticos de la actual administración empiecen a tomarse en serio a Trump.

El jueves, Donald Trump anunció lo que equivale a una escalada dramática de la guerra comercial iniciada durante su primer mandato. Dirigiéndose a una multitud de trabajadores del sindicato del automóvil en un acto en el Jardín de las Rosas de la Casa Blanca, el presidente reveló los detalles de su plan para restablecer la relación de Estados Unidos con sus socios comerciales, enmarcando sus aranceles como una «declaración de independencia económica».

Comenzó su discurso con lo que equivalía a un delirio de victimismo estadounidense. Lamentando la «capitulación económica unilateral» de sus predecesores en el Salón Oval, denunció haber sido «saqueado, expoliado y violado por amigos y enemigos por igual», que «se enriquecieron a costa de [Estados Unidos]» mediante «monedas devaluadas», «robando nuestra propiedad intelectual» e instituyendo «normas injustas y técnicas». Estas barreras comerciales, basadas o no en aranceles, debían eliminarse. Este esfuerzo «potenciaría la base industrial nacional», al tiempo que permitiría a Estados Unidos pagar su deuda nacional y reducir los impuestos.

El registro histórico, por supuesto, discrepa, aunque la historia económica no parece ser el fuerte de Trump. En un momento de su discurso, el presidente opinó que Estados Unidos era «proporcionalmente el más rico» entre 1789 y 1913, cuando existían barreras comerciales, y que la Gran Depresión de la década de 1930 no habría ocurrido como lo hizo si la Ley Arancelaria Smoot Hawley de 1930, ultraproteccionista, hubiera permanecido en vigor por más tiempo.

Los historiadores económicos coinciden en general en que el desastroso conjunto de aranceles sobre más de 20 000 productos importados empeoró la Gran Depresión. Y según las estimaciones ad hoc realizadas por Evercore ISI, una destacada empresa de asesoramiento para bancos de inversión, el tipo arancelario medio ponderado de las medidas del «Día de la Liberación» fue de algo menos del 30 %, en comparación con el 20 % de la Ley Smoot-Hawley. Todo esto en una economía en la que las importaciones representan el 14 % del PIB, en comparación con el 4,5 % en 1930.

Tras su digresión histórica, el presidente presentó un gráfico de países con los correspondientes tipos arancelarios y los repasó uno por uno. Los informes iniciales del Wall Street Journal y Bloomberg indicaban que se aplicaría un arancel general del 10 % a todas las importaciones. Esto resultó ser solo una parte del panorama.

El dólar cayó en picado, y el mercado de futuros y los comentaristas económicos se vieron sacudidos por la revelación de que la mayoría de los principales socios comerciales estarían sujetos a «aranceles recíprocos con descuento» basados en tipos arancelarios en vigor que, según se afirma, tienen en cuenta barreras no arancelarias como los impuestos sobre el valor añadido y la manipulación de divisas. Se dice que el arancel de Vietnam para Estados Unidos, por ejemplo, es del 90 por ciento, en base al cual Estados Unidos impondría un arancel recíproco «descontado» (en un 50 por ciento) del 45 por ciento. Otros infractores son la Unión Europea (20 por ciento), Japón (24 por ciento) y China (34 por ciento).

Según el texto de la orden ejecutiva correspondiente, estos aranceles recíprocos se añadirán a los ya existentes, lo que supondrá un arancel del 54 % para China. Los principales socios comerciales de Estados Unidos, los que iban a sufrir el mayor impacto económico, Canadá y México, están exentos de este arancel recíproco. Al parecer, los productos que cumplen con el Acuerdo Estados Unidos-México-Canadá firmado durante el primer mandato de Trump no están sujetos al arancel general adicional del 10 %.

Lo mismo ocurrirá con los bienes que ya están sujetos a aranceles sectoriales, como los automóviles y el acero. Los aranceles del 25 % sobre los automóviles «fabricados en el extranjero» entrarán en vigor el jueves a medianoche. Estas excepciones, aunque alivian, serán un consuelo para muchos al otro lado de la frontera, ya que tanto México como Canadá ya se enfrentan a la perspectiva de una recesión provocada por las políticas de Trump.

Si bien existen métodos para cuantificar las barreras no arancelarias, las cifras que muestra Trump parecen inventadas. Parece que lo que se afirma que es el tipo arancelario impuesto a Estados Unidos por, digamos, Vietnam es simplemente la fracción aproximada del déficit de Estados Unidos con Vietnam (123 500 millones de dólares en 2024) sobre el valor de las exportaciones vietnamitas a Estados Unidos (142 400 millones de dólares en 2024). Esto se redondea a poco menos del 90 por ciento. Esta extraña matemática explica algunas de las inclusiones más bizarras.

Es poco probable que el pequeño territorio francés de ultramar de Reunión, una isla en el Océano Índico, sea responsable de la erosión de la base manufacturera de EE. UU. La árida isla Heard y las islas McDonald de la Antártida, un territorio de Australia, están pobladas solo por pingüinos. Israel, que no impone ningún arancel formal a Estados Unidos, no se libra de un arancel recíproco del 17 %. Algunos han especulado con que la administración Trump utilizó ChatGPT para llegar a un método de cálculo del arancel adecuado a imponer a otros países. No es imposible que el esfuerzo histórico mundial de Estados Unidos por tomar el control de su destino haya sido ideado improvisadamente por los informáticos adolescentes que Elon Musk presentó al ejecutivo.

Estas medidas no son los desvaríos de un loco enloquecido por el poder; han surgido de una corriente de pensamiento internamente coherente y consistente dentro de los círculos políticos estadounidenses que se remonta al menos a la década de 1990.

Si bien la metodología parece ser falsa, las consecuencias económicas de las medidas, que entrarán en vigor el 5 y el 9 de abril para los aranceles de referencia y recíprocos, respectivamente, son muy reales. Según todos los indicios, presagian una crisis estanflacionaria masiva en Estados Unidos, es decir, un aumento de la inflación junto con un golpe a la actividad económica, tanto a través de precios de importación más altos como de su efecto en el consumo y la producción. La respuesta final de la Reserva Federal no haría más que agravar esta situación.

Trump afirmó que los nuevos aranceles «reducirán en última instancia los precios para los consumidores». Pero la palabra clave aquí es «en última instancia». En cualquier caso, la carga inmediata será asumida por los hogares estadounidenses, que ya están luchando con una deuda elevada y un costo de vida en aumento. El mercado de bienes de consumo, debido a su exposición al proceso de integración del comercio mundial, había proporcionado durante mucho tiempo un respiro deflacionario a los consumidores que se enfrentaban a una fuerte inflación en servicios como la educación y la atención sanitaria, y en bienes no comercializables como la vivienda y la comida de restaurante.

Si la administración Trump cumple su «liberación», esto está destinado a terminar. A modo de ejemplo: la carga arancelaria acumulada sobre China será del 54 por ciento (que consiste, como se mencionó anteriormente, en el 20 por ciento ya aplicado y la nueva tasa «recíproca» del 34 por ciento). Esto aumentaría el precio promedio del iPhone hasta en 220 dólares, suponiendo un precio de importación de 500 dólares para Apple.

No es probable que los esfuerzos de Apple por trasladar parte de su producción a la India ayuden a corto plazo. Tampoco es probable que las empresas cuyas importaciones se vean afectadas por los aranceles se hagan cargo de la mayor parte del costo. Apple, en particular, parece haberse visto afectada en toda su cadena de suministro. Como ocurrió con las barreras introducidas anteriormente bajo Trump y Joe Biden, la incidencia de lo que equivale a un impuesto sobre las ventas recayó directamente en los hogares estadounidenses. Lo que supone este bombardeo arancelario es un gran impuesto sobre las ventas para las clases trabajadora y media, aparentemente para financiar recortes de impuestos para los ricos.

Por supuesto, esto se aplicará a todos los productos electrónicos de consumo, de los cuales más del 90 por ciento se producen en el delta del río Perla de China o se someten a ensamblaje final en Vietnam, que también se ha visto muy afectado por los aranceles. Lo mismo ocurre con todos los productos o componentes electrónicos producidos en China y que aún no están sujetos a aranceles sectoriales. Todos ellos se encarecerán enormemente. Al igual que la mayoría de los demás bienes con cadenas de suministro en Asia, como calzado, ropa, muebles, etc. Y aunque algunos bienes clave, como los semiconductores y los productos farmacéuticos, están, por ahora, exentos, no está claro cómo se supone que los esfuerzos de Trump anunciarán una nueva era de la industria manufacturera estadounidense.

Se especula con que estas medidas serán efímeras. O bien serán deshechas por el Congreso, o bien se irán desmoronando con concesiones. La propensión de Trump a hacer tratos con países está bien establecida. Pero esto no concuerda con todo lo que el presidente de EE. UU. ha dicho sobre los «tramposos y carroñeros extranjeros» que supuestamente han saqueado a Estados Unidos.

En todo caso, Trump ha sido coherente en su postura sobre el comercio desde la década de 1980, cuando los excedentes japoneses (y en menor medida alemanes) con Estados Unidos fueron el centro de su ira. Ha sido coherente en su (falsa) creencia de que el comercio bilateral es lo que determina la balanza comercial de Estados Unidos, y que (lo que es igualmente falso) los déficits bilaterales son «subvenciones» a los países superavitarios. Su creencia de que los aranceles son un remedio para el comercio «injusto» es errónea.

Pero estas medidas no son los desvaríos de un loco enloquecido por el poder. Han surgido de una corriente de pensamiento internamente coherente y consistente dentro de los círculos políticos estadounidenses que se remonta al menos a la década de 1990. Esto debería hacer reflexionar a cualquiera que quiera desestimar las acciones de Trump como irreflexivas.

Sean cuales sean sus defectos, sus acciones son una respuesta a una comprensión particular, aunque errónea, de lo que está mal en el orden mundial y la posición de la economía estadounidense dentro de él. Por muy duro que pueda parecer después del espectáculo de esta semana, es hora de que los críticos de la actual administración empiecen a tomarse en serio a Trump.

«Aquí las armas para el gran debate»

Por Osvaldo Bayer

Prólogo de Osvaldo Bayer al libro «Pensar a contramano. Las armas de la crítica y la crítica de las armas», de Néstor Kohan. Buenos Aires, Edit. Nuestra América, 2007

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Hoy la extrema derecha de Argentina pretende insultar, denostar y enterrar a Osvaldo Bayer. Es por eso que decidimos publicar en su homenaje y en su recuerdo sus propias palabras, con las que nos honró prolongando un libro de Néstor Kohan.

Leer prólogo completo

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Lo inhumano que regresa

Por

Hay banalidades que no hay que dejar de examinar porque, en el fondo, no tienen absolutamente nada de banales. En las banalidades regresa la inhumanidad. Regresa en la humanidad que construimos cada día. Creemos haberla abolido; tan sólo la olvidamos o la reprimimos. Y, como todo lo reprimido, retorna en síntomas a menudo incomprensibles, pero siempre destructivos. Ese inhumano tiene mil formas, mil rostros. Está ya presente en el cinismo generalizado de los discursos que nos gobiernan; en la sola frase del director de una cadena de televisión sobre el «tiempo de cerebro disponible»; en el éxito todavía actual de una empresa de moda que se enorgullecía, hace no tanto, de dibujar o ‘diseñar’ los uniformes de las SS; en el contraste entre la arquitectura ‘hightech’ de la sede del Grupo Wagner en San Petersburgo y lo que cometen los miembros de esta organización; en el sentimiento diario, en las profundidades de nuestro confort, en mil situaciones anodinas o intolerables, de que no somos sujetos de pleno derecho en la sociedad humana, sino ‘sujetos sometidos’ o, incluso, simples objetos en un gran mercado de dominación.

Así que estamos psíquicamente ‘desgarrados’ por todo lo que el mundo social y político, económico y cultural quiere hacer de nosotros: seres ‘desquiciados’. Pero desgarro no es desquiciamiento: estamos desgarrados precisamente porque nos negamos a estar desquiciados. Los seres ‘desgarrados’ aún son seres que desean; tienen la sensación de padecer algo que saben que fundamentalmente no desean; sufren una «escisión» (lo que Freud denominaba la ‘Spaltung’) que les pone en un estado doloroso, en ocasiones trágico, de tensión afectiva. Esto quiere decir que, en ellos, dos movimientos se enfrentan; que ellos son, en suma, la dialéctica encarnada; que al sufrir la reificación que se les impone, al hacer la prueba de la «separación», del fetichismo de la mercancía y del reino indiviso de la burocratización impuesta sobre sus vidas, manifiestan de mil maneras, a veces sin darse cuenta, que ahí dentro se asfixian, que rechazan todo eso.

Los seres ‘desquiciados’ están aparentemente mucho mejor: se adhieren a una reificación en la que encuentran algunas ventajas y de la que creen sacar beneficio, como una renta o un capital; no tienen la sensación de padecer nada, aunque sus comportamientos estén a todas luces programados e inducidos desde el exterior; obtienen satisfacción para deseos de los que quieren ignorar que, para ellos, no son los más importantes; no están «escindidos», sino que permanecen unidos, culpando de todos sus males, reales o imaginarios, a un afuera, a un otro fantaseado como amenazador y que se convierte, en consecuencia, en objeto de odio; han instaurado una estructura de «forclusión» (lo que Freud denominaba la ‘Verwerfung’) de sus verdaderos hechos de afectos, que no paran de querer sustituir por sus sensacionales demostraciones de agitaciones [‘émois’], material privilegiado para toda sociedad del espectáculo.

¿Qué respuesta dar, entonces, a estos tiempos de crisis, a estos ‘tiempos para desquiciar’? ¿Cómo volver a encontrar el inestimable valor –sin precio, sin fetichismo, sin lógica mercantil– de nuestros hechos de afectos? ¿Cómo deconstruir los malestares en la cultura? ¿Cómo levantarse contra nuestro propio destino de reificación? Entre otras vías posibles, podemos ponernos a escuchar a esos pensadores que probaron (tanto efectiva como afectivamente) y criticaron (tanto filosófica como políticamente) la «crisis de la experiencia» que tanto ha marcado la historia contemporánea, especialmente en lo que pasó en Europa entre las hecatombes de la Gran Guerra y el advenimiento del fascismo. Habría entonces que, por ejemplo, volver a leer una vez más ‘Experiencia y pobreza’, aquel ensayo que Walter Benjamin escribió en 1933 para ironizar trágicamente sobre la «caída del precio de la experiencia»; y volver a leer, más ampliamente, a la constelación de rigurosos y valientes autores que supieron devolver toda su potencia de levantamiento y recomienzo a esa facultad tan importante que es la ‘imaginación política’.

Los tiempos de desquiciamiento ofenden nuestra imaginación y petrifican nuestras emociones por igual. Una vez denunciada la «producción industrial de los bienes culturales», como se podía leer en 1944 en la ‘Dialéctica de la Ilustración’, se trataba, para pensadores como Theodor Adorno, de desarrollar una filosofía crítica susceptible de hacer que se levante en cada uno de nosotros la fuerza de no ser nunca ese «potencial fascista» que la sociedad contemporánea –más allá de los fascismos históricos y de totalitarismos de todos los géneros– también sabe producir desde la propia organización de la reificación de los sujetos y del fetichismo de la mercancía. Es significativo que Adorno, literalmente, «tendiera» sus ‘Minima Moralia’ entre el reconocimiento abrumado de una destrucción de la «justa vida» por la sociedad de consumo, al comienzo del libro, y la llamada final a un pensamiento que no se resigne frente a toda «desesperación». Es el ‘gestus’ fundamental y la exigencia, todavía por renovar, de una verdadera filosofía crítica.

Pero también es un desafío crucial para toda experiencia artística. Para Adorno –como antes para Kant–, había que articular la preocupación estética a la exigencia ética. Sin embargo, levantarse contra los malestares en la cultura no puede, en ningún caso, limitar nuestro esfuerzo a una operación puramente teórica de deconstrucción: no cabe duda de que hay que elaborar conceptos, pero también hay que ‘inventar formas’ y experiencias susceptibles de romper los bloques de nuestros desquiciamientos afectivos. Eso leemos, precisamente, bajo la pluma de Adorno, desde las primeras páginas de su ‘Teoría estética’: «el motivo hegeliano del arte como consciencia de las miserias se ha confirmado más allá de lo que cabría imaginar. […] El arte se abre al desastre al mismo tiempo [que] anticipa la pérdida de potencia de [ese] desastre».

Georges Didi-Huberman es ensayista y profesor de la Escuela de Altos Estudios de París.


La lógica de los disturbios

Por Paolo Virno

Actualmente, la única política fina y clarividente reside en los disturbios callejeros. El resto es danza de la lluvia, cuentos de un loco contados por un borracho, pequeñeces, Veltroni.[1] Veamos el grand tour de los últimos meses. Londres endulzada por los disturbios contra el aumento de las tasas de matrícula, Atenas, Túnez, El Cairo, la «genealogía de la moral» reescrita en la Plaza del Sol de Madrid, los rostros altivos y fraternales de los setecientos detenidos por la policía en el puente de Brooklyn, el camión de los carabinieri incendiado el 15 de octubre en Roma. Este es el catálogo, podría decir un Leporello[2] finalmente no servil. Estamos ante una especie de G7 extraestatal, que mantiene a raya con cierta rudeza a ministros marginados y policías pendencieros, empeñados en violar a toda costa la «zona roja».

Utilizo a propósito un término anticuado, e incluso desacreditado, como «disturbio». Lo utilizo para distinguir claramente este tipo de conflicto de las insurrecciones proletarias del siglo XX, pero también de cualquier forma de protesta exacerbada y, sin embargo, fisiológica. No se trata de ensayos generales de una revolución encaminada a una gestión diferente de los aparatos del Estado, pero tampoco de frenéticos asaltos a los hornos.[3] Esta dimensión intermedia, constituida por explosiones concentradas en el tiempo, debe ser cuidadosamente investigada, y definida positivamente, con categorías apropiadas. Hasta que descubramos, tal vez, que la agitación no tiene nada de «intermedio», sino que es un prototipo original. Se dirá: la crisis económica segrega sus efectos, y ahora, en lugar de escrutar la «opinión de los mercados» con devoción canina, los poderosos de la tierra tienen que lidiar con la reacción impaciente de la multitud. Cierto, pero eso no es todo: en las revueltas actuales, que emanan de un río cárstico hasta ahora no detectado y que, a veces, retornan presurosas, hay algo más y algo diferente. Algo que atañe al núcleo duro de la filosofía política moderna.

Llamo disturbio a la forma de acción política que revoca el pacto de obediencia al gobernante de turno. También llamo disturbio a la declaración de un estado de excepción por parte de los oprimidos. Llamo disturbio, por último, al episodio crucial de un éxodo, al momento en el que la multitud decidida a abandonar el Egipto del trabajo asalariado se enfrenta a las tropas del faraón. Para aclarar estas tres afirmaciones, es necesario detenerse en algunos conceptos generales.

La paradoja de la obediencia

¿Por qué hay que obedecer? Esta es la única pregunta que importa a la hora de reflexionar sobre las instituciones políticas. Quienes respondieran: porque la ley lo exige, se condenarían a un regreso al infinito. De hecho, es demasiado fácil preguntar a su vez: bien, pero ¿por qué hay que obedecer a la ley que impone la obediencia? ¿Acaso en nombre de otra ley anterior o más fundamental? Pero es evidente que la pregunta inicial se aplicaría también a esta última. Así, yendo paso a paso, nunca se llega a un resultado concluyente. ¿Y entonces?

El problema que se plantea con respecto a la obediencia no tiene nada de extraordinario. La posibilidad de un regreso al infinito caracteriza la vida del Homo sapiens en todas partes. Nuestro pensamiento, nuestra praxis y nuestros afectos pueden precipitarse en cualquier momento en una interminable marcha atrás, sancionada por la fórmula «y, así, sucesivamente». Algunos ejemplos, para entendernos. Pensemos en el niño que pregunta la razón de un determinado acontecimiento y, luego, la razón de esta razón, y de nuevo la razón de la segunda y más fundamental razón, etc., dando lugar así a una vertiginosa jerarquía ascendente de «¿por qués?». Y pensemos en el desarrollo de una emoción: siento vergüenza de hacer el ridículo, pero luego siento vergüenza de sentir vergüenza y, por qué no, también ocurre que siento vergüenza de sentir vergüenza, y, así, sucesivamente. Y he aquí un caso en el que los filósofos se han roto la cabeza: intento describir mi yo; para ello, sin embargo, debo describir también el yo que está investigando el yo; idearé una segunda descripción que incluya también el yo que indaga, etc., etc. Aquí, estas espirales de espirales cada vez más amplias son una especie de estribillo, a la vez familiar e inquietante, que acompaña, y hasta cierto punto condiciona, toda experiencia. En términos muy generales, podríamos decir que nos encontramos con una regresión al infinito cuando la solución de un problema no hace más que volver a plantear el mismo problema, aunque a un nivel más abstracto.

Sin embargo, está claro que no podríamos vivir ni un solo día si estuviéramos a merced del «y, así, sucesivamente, ad infinitum». Para hablar y actuar con eficacia, tenemos que detener la marcha atrás del «¿por qué?», tenemos que mantener a raya la ilimitación que brota de nuestro propio pensamiento. Lo que realmente caracteriza la vida humana no es la regresión al infinito como tal, sino las numerosas técnicas que nos permiten truncarla o inhibirla. La interrupción de la regresión al infinito es, quizá, el modelo de lo que llamamos «decisión». Al fin y al cabo, decidir significa precisamente truncar, acortar. Contrariamente a la creencia popular, la decisión no es una prerrogativa aristocrática, sino un humilde movimiento adaptativo, sin el cual no podríamos salir adelante.

Volvamos ahora a la cuestión que nos interesa: ¿por qué obedecer? Hay que formular una respuesta que pueda truncar la regresión al infinito asociada a la búsqueda de una ley que fundamente la obediencia. La obediencia a las normas no puede basarse en una norma; la aplicación de las normas no puede justificarse por una norma. Pero aquí está el punto: hay diferentes maneras, de hecho, diametralmente opuestas, de interrumpir la regresión al infinito. Está la solución propuesta por Hobbes, es decir, por la teoría moderna de la soberanía estatal (quien quiera puede leer «Sarkozy» o «Blair» o «Mubarak» en lugar de «Hobbes»). Pero también está la solución que se vislumbra en las recientes revueltas de Londres, Túnez, Roma, Madrid y Nueva York. La alternativa está entre dos tipos contrapuestos de «basta ya», entre dos tipos incompatibles de decisión.

Para Hobbes, la obediencia a las leyes se justifica por un hecho, en sí mismo inconmensurable para cualquier orden normativo: el paso del «estado de naturaleza» al «estado civil». Con una advertencia: por «estado de naturaleza» no debe entenderse una realidad prehumana, sin lenguaje ni regulación. Nada de eso: el llamado «estado de naturaleza» se compone de deseos, intereses, costumbres y discursos que son propiamente humanos, pero que aún no tienen un estatus jurídico. Aunque existen todo tipo de normas, no hay certeza de que se apliquen de forma automática y uniforme. Veamos ahora cuál es el razonamiento de Hobbes. Salir del «estado de naturaleza» y entrar en el «estado civil» significa, en su opinión, comprometerse a obedecer antes incluso de saber lo que se ordenará: «La obligación de obediencia, en virtud de la cual las leyes civiles son válidas, precede a toda ley civil». Por tanto, no se encontrará ninguna ley particular que ordene explícitamente no rebelarse. Si la aceptación incondicional del mandato no estuviera ya presupuesta, las disposiciones legales concretas (incluida, por supuesto, la que reza «no te rebelarás») no tendrían validez. Hobbes sostiene que el vínculo original de la obediencia deriva de la «ley natural», es decir, del interés común por la autoconservación y la seguridad. Sin embargo, se apresura a añadir que la ley «natural», es decir, la superley que exige el cumplimiento de todas las órdenes del soberano, solo se convierte en ley «cuando se ha salido del estado de naturaleza, por tanto, cuando el estado ya está establecido». He aquí la paradoja de Hobbes: la obligación de obediencia es, al mismo tiempo, causa y efecto de la existencia del Estado; se sustenta en aquello de lo que es fundamento; precede y sigue al mismo tiempo a la formación del «imperio supremo».

Los disturbios callejeros del 15 de octubre en Roma, y más aún los de Madrid y Nueva York, apuntan a la obediencia preliminar y sin contenido sobre cuya base se rige la máquina estatal. Sería un disparate creer que una revuelta implica una desobediencia perpetua, una ausencia total de reglas. Incluso en las barricadas obedecemos órdenes, instrucciones y preceptos. Ni que decir tiene que no se puede prescindir de reglas más o menos vinculantes y de una cierta disciplina en su cumplimiento. Solo un terrateniente, o un artista que no tiene ni idea de lo que es el arte, puede abogar por una arbitrariedad sin límites. La partida se juega en la génesis de las reglas, en la posibilidad de transformarlas, en su aplicación variable a casos individuales. Los disturbios hacen añicos la obligación preventiva de obedecer las leyes y, de este modo, dan lugar a una forma distinta de concebir tanto las leyes como la obediencia.

Los disturbios también interrumpen el regreso al infinito inherente a la pregunta «¿por qué obedecer?». Pero la interrumpen de un modo que, repito, está en las antípodas de lo propuesto por Hobbes y sus descendientes. En las insurrecciones se siente todo el peso de la vida prejurídica, es decir, del «estado de naturaleza». Es más, las insurrecciones muestran claramente la imposibilidad de salir del «estado de naturaleza» y, por tanto, la inseparabilidad entre las condiciones reales de existencia y las normas. Cuando una norma es controvertida, es necesario volver por un momento más allá de ella, adoptando como sistema de referencia lo que Wittgenstein llamaba «el modo de comportarse de los humanos». El recurso al «modo de comportarse común a la humanidad» desactiva el regreso al infinito, pero, atención, lo desactiva instalando la vida natural, es decir, los deseos y hábitos colectivos, en el corazón mismo de las instituciones históricamente determinadas. El «modo de comportarse común a los humanos» se convierte en el criterio decisivo para determinar si, y hasta qué punto, deben obedecerse las normas hasta ahora vigentes.

El estado de excepción de los oprimidos

Es bien sabido que en tiempos de crisis el soberano puede suspender las leyes ordinarias y proclamar el estado de excepción. ¿En qué consiste? Bien mirado, el estado de excepción no es otra cosa que el procedimiento por el cual el propio poder constituido permite que el «estado de naturaleza» irrumpa en el «estado civil», por un momento, y en su propio beneficio. En esa coyuntura, toda cuestión de derecho vuelve a ser una cuestión de hecho. Dicho más sencillamente: las iniciativas concretas del soberano adquieren un valor normativo inmediato, desaparece toda distinción entre norma y decisión ocasional.

Es bien cierto que el estado de excepción proclamado por el soberano es muy temible. Y es bien cierto que es el expediente para confirmar el pacto preliminar de obediencia. Uno se pregunta, sin embargo, si el estado de excepción no contiene en su seno ciertos principios que pueden beneficiar también al funcionamiento normal, fisiológico, de las instituciones no estatales, de las que dejan de lado toda forma de soberanía. Una cuestión crucial, creo, en una fase histórica en la que el estado de excepción es instituido cada vez más por los disturbios de la multitud.

En resumen: tanto en el estado de excepción como en los disturbios, toda norma es, sí, un criterio para medir las elecciones y los comportamientos, pero, también, al mismo tiempo, algo que a su vez debe ser medido, sometido a verificación, eventualmente modificado. Las normas que hay que obedecer son siempre contingentes, como contingentes son los acontecimientos que marcan nuestra vida. Se podría decir que las normas son hechos empíricos que durante un tiempo se vuelven rígidos, convirtiéndose en los raíles sobre los que discurren las acciones, las experiencias y los deseos. Pero lo que se ha vuelto rígido, tomando forma de norma, sigue siendo un hecho empírico, ciertamente, no algo necesario o trascendente. Por lo tanto, puede volver a un estado fluido, dando paso a otros raíles-normas, que también son provisionales y reversibles. Obedecer una norma siempre va acompañado de la posibilidad de cambiarla. En la república que ya no es estatal, prefigurada por la política previsora y afinada que conforman los actuales disturbios callejeros, el tenor contingente de las normas pasa a primer plano tanto como el alcance regulador de las acciones contingentes.

Rodrigo Ruiz / @ardianrodrigoruiz

Éxodo

Decía al principio que las convulsiones contemporáneas no tienen nada que ver con las revoluciones proletarias del siglo XX. Más bien se inscriben en un patrón de transformación radical de lo existente que, a falta de un nombre mejor, denomino «éxodo». Me gustaría ahora aclarar, al menos a grandes rasgos, el significado que atribuyo a este término, que es bíblico y, sin embargo, muy actual.

Entre las muchas formas en que Marx describió la crisis del proceso de acumulación capitalista (sobreproducción, caída tendencial de la tasa de ganancia, etc.), hay una que pasa casi desapercibida: la deserción obrera de la fábrica. Marx habla de una desobediencia febril y sistemática a las leyes del mercado de trabajo en la fase inicial del capitalismo norteamericano cuando su análisis del modo de producción moderno se topa con la epopeya del Oeste. Las caravanas de colonos que se dirigen a las Grandes Llanuras y el individualismo exasperado del frontiersman aparecen en sus textos como una señal de dificultad para Monsieur le Capital. La «frontera» se incluye de lleno en la crítica de la economía política.

La pregunta de Marx es sencilla: ¿cómo ocurrió que le resultara tan difícil al modo de producción capitalista imponerse precisamente en un país que tenía la edad del capitalismo, nacido con él, sobre el que no pesaba la viscosa herencia de los modos de producción tradicionales? En Estados Unidos se daban en toda su pureza las condiciones para el desarrollo capitalista y, sin embargo, algo no funcionó. No bastaba con que el dinero, la fuerza de trabajo y la tecnología fluyeran en abundancia desde el viejo continente, no bastaba con que las «cosas» del capital se reunieran en una tierra sin nostalgia. Las «cosas» se quedaron como estaban, durante mucho tiempo no se convirtieron en una relación social. La causa de este impasse paradójico reside, según Marx, en el hábito contraído por los inmigrantes de abandonar la fábrica al poco tiempo, dirigiéndose hacia el Oeste, hacia la frontera.

La frontera, es decir, la presencia de un territorio ilimitado por poblar y colonizar ofrecía a los trabajadores estadounidenses una oportunidad verdaderamente extraordinaria de hacer reversible su condición de partida. Cuando se cita la famosa «riqueza de oportunidades» como raíz y blasón de esa nueva civilización, se suele olvidar subrayar la oportunidad decisiva, que marca una ruptura con la historia de la Europa industrial: la de huir en masa del trabajo asalariado.

La disponibilidad de tierras libres hace que el trabajo asalariado se vuelva una red de amplias mallas, un estatus temporal, un episodio limitado en el tiempo. Ya no es una identidad perenne, un destino irrevocable, una condena a cadena perpetua. La diferencia es profunda, y nos habla de hoy. La dinámica de la frontera, o el enigma americano, constituye una poderosa anticipación de los comportamientos colectivos contemporáneos. Agotadas todas las salidas espaciales, en las sociedades del capitalismo tardío retorna, sin embargo, el culto a la movilidad, la aspiración a escapar de una condición definitiva y la vocación de desertar del régimen fabril.

A diferencia de lo que ocurrió en Europa, en los albores del industrialismo americano no hubo campesinos reducidos a la pobreza que se convirtieron en obreros, sino jornaleros adultos que pasaron a ser agricultores libres. El problema del autoempleo adquiere aquí una conformación insólita, que tiene también muchas notas de actualidad. En efecto, el trabajo autónomo no es un vestigio encogido y asfixiado, sino que arraiga más allá del sometimiento asalariado (o, al menos, a su lado). Representa el futuro, lo que sigue y se opone a la fábrica. Además, en lugar de ser tachada de idiotismo e impotencia, la relación con la naturaleza adquiere los rasgos de una experiencia inteligente, precisamente porque viene después de la experiencia de la industria.

El paradigma de la deserción, que surgió por primera vez cerca de la «frontera», abre perspectivas teóricas imprevistas. Ni el concepto de «sociedad civil» elaborado por Hegel, ni el funcionamiento del mercado esbozado por Ricardo ayudan a comprender la estrategia de la fuga. Es decir, una experiencia de civilización basada en la continua evasión de los papeles establecidos, en la inclinación a trucar la baraja mientras se juega. La «frontera» se convierte en un arma crítica tanto contra Hegel como contra Ricardo, porque sitúa la crisis del desarrollo capitalista en un contexto de abundancia, mientras que el «sistema de necesidades» hegeliano y la caída ricardiana de la tasa de ganancia solo son explicativos en relación con la escasez dominante.

Hoy, el equivalente de las tierras libres que permitieron el éxodo de la fuerza de trabajo hacia Occidente, lejos del régimen fabril, está constituido por lo que llamamos «bienes comunes». O, mejor, por esos bienes comunes excepcionalmente importantes que son el pensamiento, el lenguaje, el conocimiento y la cooperación social. La «frontera» a colonizar coincide con el general intellect del que hablaba Marx, con ese «cerebro social» que comparten todos los miembros de la especie sin pertenecer a nadie en particular. La abundancia potencial del general intellect permite, hoy, la salida del Egipto del trabajo asalariado. La correlación de fuerzas entre clases también se define ahora por la evasión, en definitiva, por la existencia de vías de fuga. El nomadismo, la libertad individual, la deserción y el sentimiento de abundancia alimentan el conflicto social actual.

La cultura de la defección, es decir, del éxodo, es ajena a la tradición democrática y socialista. Esta última ha interiorizado y vuelto a proponer la idea europea de «confín» frente a la idea estadounidense de «frontera». El confín es una línea en la que detenerse, la frontera es una zona indefinida en la que avanzar. El confín es estable y fijo, la frontera móvil e incierta. Uno es un obstáculo, la otra una oportunidad. La política democrática y socialista se basa en identidades fijas y delimitaciones seguras. Su objetivo es restringir la «autonomía de lo social», haciendo exhaustivo y transparente el mecanismo de representación que vincula el trabajo al Estado. El individuo representado en el trabajo, el trabajo en el Estado: una secuencia sin fisuras, basada como está en el carácter sedentario de la vida de los individuos.

Se comprende así que el pensamiento político democrático haya fracasado frente a los movimientos juveniles y las nuevas inclinaciones del trabajo dependiente. Por decirlo en los términos de un excelente libro de Albert O. Hirschman (Exit, Voice and Loyalty, 1970),[4] la izquierda no vio que la opción exit (abandonar, si es posible, una situación desventajosa) se volviera preponderante sobre la opción voice (protestar activamente contra esa situación). Al contrario, denigró moralmente el comportamiento de «salida». La desobediencia y la huida no son, sin embargo, un gesto negativo que exima de la acción y la responsabilidad. Al contrario. Desertar significa cambiar las condiciones en las que se desarrolla el conflicto, en lugar de estar sometido a ellas. Y la construcción positiva de un escenario favorable exige más ingenio que la confrontación en condiciones predeterminadas. Un «hacer» afirmativo cualifica la defección, dándole un sabor sensual y operativo para el presente. Se entra en conflicto a partir de lo que se ha construido huyendo, para defender relaciones sociales y formas de vida nuevas, que ya se están experimentando. La antigua idea de huir para golpear mejor se combina con la certeza de que la lucha será tanto más eficaz cuanto más se tenga algo que perder más allá de las propias cadenas.

Escrito en el año 2011

(Este texto forma parte de la selección de artículos recopilados en La sustancia de lo que se espera)

 

[1] N. del T.: Se refiere a Walter Veltroni (1955), quien fuera Secretario General del PD, alcalde de Roma y Ministro en el gobierno de Romano Prodi, entre otros cargos. Es decir, uno de los mayores representantes de la socialdemocracia italiana de los últimos tiempos.

[2] N. del T.: Se refiere al sirviente de Don Giovanni, en la ópera homónima de Mozart.

[3]N. del T.: Se refiere al conocido como el «disturbio del pan» que Alessandro Manzoni narra en el capítulo XII de I promessi sposi [Los novios, Akal, Madrid, 2015], un clásico de la literatura italiana. Una multitud hambrienta asalta un horno de pan de Milán llamado «delle grucce», pero, para incredulidad de Renzo, el protagonista de la novela junto a su novia Lucía, los asaltantes queman lo obtenido en el saqueo en la plaza de Roma de la ciudad transalpina.

[4] N. del T.: Ed. cast., Salida, voz y lealtad. Respuestas al deterioro de empresas, organizaciones y Estados, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1977.

Fuente: Tercero Incluido Blog