Lo inhumano que regresa

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Hay banalidades que no hay que dejar de examinar porque, en el fondo, no tienen absolutamente nada de banales. En las banalidades regresa la inhumanidad. Regresa en la humanidad que construimos cada día. Creemos haberla abolido; tan sólo la olvidamos o la reprimimos. Y, como todo lo reprimido, retorna en síntomas a menudo incomprensibles, pero siempre destructivos. Ese inhumano tiene mil formas, mil rostros. Está ya presente en el cinismo generalizado de los discursos que nos gobiernan; en la sola frase del director de una cadena de televisión sobre el «tiempo de cerebro disponible»; en el éxito todavía actual de una empresa de moda que se enorgullecía, hace no tanto, de dibujar o ‘diseñar’ los uniformes de las SS; en el contraste entre la arquitectura ‘hightech’ de la sede del Grupo Wagner en San Petersburgo y lo que cometen los miembros de esta organización; en el sentimiento diario, en las profundidades de nuestro confort, en mil situaciones anodinas o intolerables, de que no somos sujetos de pleno derecho en la sociedad humana, sino ‘sujetos sometidos’ o, incluso, simples objetos en un gran mercado de dominación.

Así que estamos psíquicamente ‘desgarrados’ por todo lo que el mundo social y político, económico y cultural quiere hacer de nosotros: seres ‘desquiciados’. Pero desgarro no es desquiciamiento: estamos desgarrados precisamente porque nos negamos a estar desquiciados. Los seres ‘desgarrados’ aún son seres que desean; tienen la sensación de padecer algo que saben que fundamentalmente no desean; sufren una «escisión» (lo que Freud denominaba la ‘Spaltung’) que les pone en un estado doloroso, en ocasiones trágico, de tensión afectiva. Esto quiere decir que, en ellos, dos movimientos se enfrentan; que ellos son, en suma, la dialéctica encarnada; que al sufrir la reificación que se les impone, al hacer la prueba de la «separación», del fetichismo de la mercancía y del reino indiviso de la burocratización impuesta sobre sus vidas, manifiestan de mil maneras, a veces sin darse cuenta, que ahí dentro se asfixian, que rechazan todo eso.

Los seres ‘desquiciados’ están aparentemente mucho mejor: se adhieren a una reificación en la que encuentran algunas ventajas y de la que creen sacar beneficio, como una renta o un capital; no tienen la sensación de padecer nada, aunque sus comportamientos estén a todas luces programados e inducidos desde el exterior; obtienen satisfacción para deseos de los que quieren ignorar que, para ellos, no son los más importantes; no están «escindidos», sino que permanecen unidos, culpando de todos sus males, reales o imaginarios, a un afuera, a un otro fantaseado como amenazador y que se convierte, en consecuencia, en objeto de odio; han instaurado una estructura de «forclusión» (lo que Freud denominaba la ‘Verwerfung’) de sus verdaderos hechos de afectos, que no paran de querer sustituir por sus sensacionales demostraciones de agitaciones [‘émois’], material privilegiado para toda sociedad del espectáculo.

¿Qué respuesta dar, entonces, a estos tiempos de crisis, a estos ‘tiempos para desquiciar’? ¿Cómo volver a encontrar el inestimable valor –sin precio, sin fetichismo, sin lógica mercantil– de nuestros hechos de afectos? ¿Cómo deconstruir los malestares en la cultura? ¿Cómo levantarse contra nuestro propio destino de reificación? Entre otras vías posibles, podemos ponernos a escuchar a esos pensadores que probaron (tanto efectiva como afectivamente) y criticaron (tanto filosófica como políticamente) la «crisis de la experiencia» que tanto ha marcado la historia contemporánea, especialmente en lo que pasó en Europa entre las hecatombes de la Gran Guerra y el advenimiento del fascismo. Habría entonces que, por ejemplo, volver a leer una vez más ‘Experiencia y pobreza’, aquel ensayo que Walter Benjamin escribió en 1933 para ironizar trágicamente sobre la «caída del precio de la experiencia»; y volver a leer, más ampliamente, a la constelación de rigurosos y valientes autores que supieron devolver toda su potencia de levantamiento y recomienzo a esa facultad tan importante que es la ‘imaginación política’.

Los tiempos de desquiciamiento ofenden nuestra imaginación y petrifican nuestras emociones por igual. Una vez denunciada la «producción industrial de los bienes culturales», como se podía leer en 1944 en la ‘Dialéctica de la Ilustración’, se trataba, para pensadores como Theodor Adorno, de desarrollar una filosofía crítica susceptible de hacer que se levante en cada uno de nosotros la fuerza de no ser nunca ese «potencial fascista» que la sociedad contemporánea –más allá de los fascismos históricos y de totalitarismos de todos los géneros– también sabe producir desde la propia organización de la reificación de los sujetos y del fetichismo de la mercancía. Es significativo que Adorno, literalmente, «tendiera» sus ‘Minima Moralia’ entre el reconocimiento abrumado de una destrucción de la «justa vida» por la sociedad de consumo, al comienzo del libro, y la llamada final a un pensamiento que no se resigne frente a toda «desesperación». Es el ‘gestus’ fundamental y la exigencia, todavía por renovar, de una verdadera filosofía crítica.

Pero también es un desafío crucial para toda experiencia artística. Para Adorno –como antes para Kant–, había que articular la preocupación estética a la exigencia ética. Sin embargo, levantarse contra los malestares en la cultura no puede, en ningún caso, limitar nuestro esfuerzo a una operación puramente teórica de deconstrucción: no cabe duda de que hay que elaborar conceptos, pero también hay que ‘inventar formas’ y experiencias susceptibles de romper los bloques de nuestros desquiciamientos afectivos. Eso leemos, precisamente, bajo la pluma de Adorno, desde las primeras páginas de su ‘Teoría estética’: «el motivo hegeliano del arte como consciencia de las miserias se ha confirmado más allá de lo que cabría imaginar. […] El arte se abre al desastre al mismo tiempo [que] anticipa la pérdida de potencia de [ese] desastre».

Georges Didi-Huberman es ensayista y profesor de la Escuela de Altos Estudios de París.


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