El clamor de la palabra: Recuerdo y despedida a Toni Negri

Por Sebastián Scolnik

La impresión política e intelectual que sentimos cuando nos topamos con la figura de Toni Negri no tiene comparación posible. La belleza de su escritura filosófica nos conduce a pensar que la sensualidad es un arma incisiva, cruel y violenta y no una poética de almas salvíficas o narcisistas. Lo leímos ya promediando nuestra militancia política. La anomalía salvaje y Poder constituyente. Dos libros estremecedores en los que se revisaban a fondo las premisas revolucionarias de la modernidad, el finalismo teleológico y la constitución del mundo que se despliega en la expansión material y ontológica de la multitud, que siempre tiende a desbordar los límites conclusivos con que el poder organiza la explotación y la representación del pueblo. Más tarde tuvimos la posibilidad de una conversación amplia, editada en el libro Contrapoder. Una introducción, editado en los días previos a las conmociones del 2001. En las calles de Buenos Aires su nombre sonó en las luchas y sus ideas atravesaron pequeños grupitos y experiencias de organización colectiva. Se habló de él en fábricas recuperadas, en las redes de producción, intercambio y consumo de una economía popular que se desplegaba por el país al ritmo de la crisis. Un nuevo Sujeto, plural y constituyente, iba creando formas de vida que no se restringían a las maneras tradicionales en que se organizaban las luchas y sus reivindicaciones. Y en ese contexto, sus conceptos resonaban brillando en la tierra de los desposeídos y los ávidos. Su palabra se volvía estremecedora cuando era solicitada por un impulso recreativo que se sobreponía a la tendencia a producir modas y estereotipos. Los grandes textos filosóficos, aquellos que tienen mucho de literario, se iluminan cuando son requeridos por una voluntad de traducción y contra-traducción y no como decálogos de una moda ocasional. Así nos ha pasado con Toni. Porque cuando la lectura es irreverente, entregándose a los textos para hacerlos vivir más allá de su literalidad, la labor intelectual entra en otra dimensión. La irreverencia no es sospecha cínica o desprecio encubierto en sofisticaciones vanidosas. Es un acto de amor intelectual. Y si la lectura tiene la posibilidad de encontrarse con la el cuerpo que la escribe, se atraviesa un umbral en el que ya no es posible pensar los términos de una conversación como si se tratara de entidades exteriores. En el acto público, su oratoria era vibrante. En la charla íntima su voz era tierna y comprensiva. Su sentido del humor se alejaba de la solemnidad de muchos de sus cultores, los que piensan que un mundo nuevo puede construirse en los términos de una obediencia recitada de manual.

Su libro Imperio produjo un gran revuelo. La mayoría de las veces, a Toni se lo discutió sin tomarse el trabajo de dejarse atravesar por sus categorías. Sus textos reclamaban otro tipo de comprensión. Con la tendencia habitual a la clasificación, militantes e intelectuales, temerosos frente a la zozobra que provocaba la palabra que venía de lejos, lo despacharon rápidamente, alejando sus incisivas proposiciones del propio campo de acción y reflexión. Otros lo asumieron como una identidad, vaciando con este gesto toda su potencia teórica y política. Y algunos nunca más pudimos hacer cosas sin que ese singular entrecruzamiento entre biografía militante y práctica intelectual sobrevolara silenciosamente nuestras inquietudes y apuestas.

Un día, rodeado de trabajadores e intelectuales, en la fábrica recuperada Grissinópolis, gritó, con una contundencia que pocas veces vi en mi vida, su enunciado mayor: “La moltitudine è un concetto di clase”. Con estas palabras, Negri trataba de dar por concluido el mar de interpretaciones que pretendían oponer las categorías históricas del marxismo con su renovada caracterización del Sujeto social que emerge del posfordismo. Esa pregunta por la naturaleza productiva de los procesos políticos, que las lecturas más superficiales interpretaron como un mecanicismo lineal, era clave para pensar la época. ¿Cabían nuestras multitudes movilizadas en la imaginación negriana? ¿Eran sus propuestas teóricas aptas para pensar la singularidad de nuestra rebelión? Siempre creímos que sí. Que las nuevas formas del trabajo y la composición social de los sujetos productivos (sobre todo si se trataba de “desocupados” en lucha) requerían nuevos modos de expresión política capaces de articularse con las imágenes elaboradas en su propia historicidad. El optimismo de Negri era más bien ontológico. No era una ilusión sobre el futuro (un optimismo progresista), sino que tenía la fuerza de una constatación. Su obrerismo, que tiñó su experiencia política y militante desde el principio, encendía sus palabras por detrás de cada reflexión.

Recientemente hemos leído los dos volúmenes traducidos al castellano (aún queda uno por traducir) de su autobiografía: Historia de un comunista y Cárcel y exilio, editados por Tinta Limón. Bellísimos libros que dan cuenta del particular enlace entre lectura y experiencia, entre escritura y organización, entre persecución y libertad, que produjo una de las principales figuras del pensamiento revolucionario.

Toni Negri nació con el fascismo al que combatió sin ambigüedades, y murió el día de hoy. Su figura y su obra son ya parte de un legado vivo con el que contamos para enfrentar estos nuevos fascismos, los que surgen como pobres declinaciones de la crisis mundial contemporánea. Aquí y ahora, sus textos cobran nuevos impulsos y su compromiso es un sutil llamado a despertar nuestras pasiones rebeldes y creadoras. Así te leímos, así te interpretamos y así te recordaremos, querido Toni, en la imagen de tu sonrisa que siempre convocaba conspiraciones y tempestades.

 

16 de diciembre de 2023.

Wallerstein nos ayuda a comprender la crisis capitalista

Por Gregory P. Williams
Traducción: Florencia Oroz

Immanuel Wallerstein desarrolló un convincente análisis del capitalismo como sistema-mundo que socavó el triunfalismo de la era neoliberal. Su obra está repleta de valiosas reflexiones sobre los poderes que desestabilizan el capitalismo mundial.

Immanuel Wallerstein fue un pensador creativo que creía que las ciencias sociales convencionales representaban los intereses de los poderosos. Nacido en la ciudad de Nueva York en 1930, el lugar que más tarde identificaría como la capital de la economía mundial, Wallerstein pasó su vida desafiando las visiones sociocientíficas y culturales dominantes del capitalismo global.

Cuando falleció, en 2019, Wallerstein pensaba que el sistema capitalista estaba en crisis estructural, condenado al colapso. Sin embargo, para él el fin del capitalismo no significaba necesariamente el ascenso del socialismo.

Wallerstein veía la lucha contemporánea como una batalla entre fuerzas regresivas que presionan por otro sistema altamente desigual y fuerzas progresistas que luchan por alguna forma de igualitarismo. Denominó a estas fuerzas contendientes el «espíritu de Davos» y el «espíritu de Porto Alegre», respectivamente. En su opinión, cada fuerza tenía aproximadamente las mismas posibilidades de éxito.

¿Cómo llegó Wallerstein a esta conclusión aparentemente funesta? En realidad, no consideraba que su predicción fuera sombría. «Las probabilidades», como le gustaba decir, «son del cincuenta por ciento. Pero cincuenta-cincuenta no es poco; es mucho».

Crisis y colapso

A diferencia de muchos intelectuales de izquierda del siglo XX, Wallerstein no cambió su optimismo juvenil por un pesimismo anciano o por la aquiescencia. A medida que el neoliberalismo se afianzaba en la era de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, la perspectiva de Wallerstein se transformó en algo totalmente ajeno a los sentimientos de optimismo y pesimismo. Adoptó una fría racionalidad y una seguridad férrea en su diagnóstico de las crisis cada vez más profundas del sistema-mundo moderno y de su próximo colapso.

En la década de 1990, cuando el neoliberalismo se impuso a los partidos de Estados Unidos y Europa Occidental que en su infancia habían representado los intereses de los trabajadores, Wallerstein permaneció inquebrantable. En medio de los gobiernos de Bill Clinton y Tony Blair, que defendían el potencial aparentemente ilimitado del capitalismo de libre mercado, Wallerstein siguió sosteniendo que el dominio estadounidense estaba menguando y que el capitalismo era profundamente inestable.

El neoliberalismo asociaba la libertad humana y el desarrollo con mercados no regulados. Wallerstein, en cambio, asociaba esos conceptos con la igualdad en la política, la economía, el derecho y la cultura.

Hoy podemos ver que la historia se ha desarrollado más en línea con las predicciones de Wallerstein que con las de los neoliberales que habían prometido prosperidad económica y paz duradera. Las guerras de Estados Unidos en Afganistán e Irak no condujeron a un escenario mundial más pacífico o estable. Los líderes estadounidenses que promovieron mercados sin trabas, en lugar de lograr su objetivo de pacificar mediante la prosperidad, se limitaron a provocar protestas sociales mundiales y renovados esfuerzos de sindicalización.

El análisis de los sistemas mundiales de Wallerstein puede ayudarnos a dar sentido a nuestro caótico mundo. Fenómenos aparentemente inconexos, como las crisis financieras, las protestas populares y las guerras, revelan un sistema en crisis estructural.

Independencia africana y teoría de la modernización

Wallerstein siempre sintió curiosidad por la política y las ideas que informan nuestras acciones, así como por las interconexiones entre la política internacional y la nacional. Fue un joven partidario del movimiento a favor del federalismo mundial. En 1954 escribió una tesis sobre el macartismo que más tarde retomó el historiador Richard Hofstadter.

Wallerstein fue reclutado por el Ejército estadounidense durante la guerra de Corea y enviado a defender el Canal de Panamá. Después, puso sus ojos en los movimientos independentistas de África en el contexto de la cambiante escena mundial. Con la experiencia se dio cuenta de que las ciencias sociales existentes no podían explicar los problemas a los que se enfrentaban los nuevos Estados independientes del continente.

Los gobiernos poscoloniales cayeron casi inmediatamente en problemas de deuda e inestabilidad política. La opinión predominante entre los académicos dedicados al estudio del desarrollo político —término que designa la creciente sofisticación y resistencia de los órganos de gobierno— era que las naciones pobres e inestables lo eran a causa de las decisiones tomadas por sus dirigentes. Se partía del supuesto de que la mayor parte de la política era nacional, con una interacción solo incidental con el mundo exterior.

Esta perspectiva, que aún persiste, se conocía como «teoría de la modernización». Sus defensores recomendaban que los Estados-nación en apuros eliminaran las barreras al comercio y se abrieran a la inversión extranjera.

Wallerstein nunca aceptó que los nuevos gobiernos poscoloniales de África fueran los culpables de sus problemas. Creía que la política de la deuda y las condiciones comerciales injustas eran, como dijo el presidente de Tanzania Julius Nyerere, la «segunda contienda» por África. Consideraba que el impacto del imperialismo occidental había sobrevivido a la descolonización formal.

Movimientos antisistémicos

No obstante, Wallerstein trató inicialmente de enmendar la teoría de la modernización en lugar de sustituirla. Así, hacia fines de la década de 1960 planificó un importante estudio. Quería extraer lecciones para las «nuevas» naciones del mundo basadas en las experiencias de las «viejas» naciones, los Estados europeos que se habían formado en el siglo XVII.

Sin embargo, pronto rechazó la premisa de su proyecto. Era «una mala idea», escribió décadas después: los nuevos Estados-nación independientes creaban gobiernos y ejercían la diplomacia en circunstancias radicalmente distintas a las de las viejas naciones de Europa. Lo importante era la relación entre lo viejo y lo nuevo, razonó.

La nueva perspectiva de Wallerstein llegó poco después de las protestas mundiales de 1968, que él vivió directamente en Nueva York (de hecho, le gustaba recordar a sus amigos franceses que la revuelta de la Universidad de Columbia precedió en varias semanas a las protestas de París). Wallerstein consideraba que las protestas mundiales estaban interconectadas. En su opinión, todas luchaban contra el orden establecido y buscaban crear mejores circunstancias de vida. Más tarde diría que 1968 «cristalizó» muchas de sus opiniones, creencias que antes había mantenido «de forma más confusa».

Más adelante describiría 1968 como un «movimiento antisistémico», parte de una larga serie de movimientos sociales y nacionalistas modernos simbolizados por sus años, como 1789, 1848, 1917, 1968 y 1989. El término describe la forma en que la gente desafía ocasionalmente el orden establecido, altamente desigual, caracterizado por la jerarquía y la explotación. A veces logran sus objetivos (o algunos de ellos lo hacen), como los revolucionarios franceses en 1789. A veces los resultados son más desiguales, como en las revueltas europeas de 1848.

Tras su intento inicial de revisar la teoría de la modernización orientándola en una dirección más internacional e histórica, Wallerstein volvió a la pizarra de trabajo. Formuló entonces una nueva manera de concebir la política mundial, inspirada en las revoluciones de 1968, que daba cuenta de la relación entre colonizador y colonizado, banquero y deudor.

El sistema mundial

Basándose en pensadores como Fernand Braudel, Amílcar Cabral, Frantz Fanon y Karl Polanyi, Wallerstein ideó una forma de especificar la relación entre grandes y pequeñas potencias. Denominó a su enfoque «análisis de los sistemas mundiales», prefiriendo el término «análisis» por sobre el de «teoría», que en su opinión implicaría una sensación prematura de cierre, de tenerlo todo resuelto. Utilizó el guion «sistema-mundo» para indicar que ambas ideas eran inseparables. El guion mostraba que estaba escribiendo sobre un sistema que era un mundo, en lugar de simplemente el sistema del mundo. Por tanto, sostenía que un sistema-mundo podía ocupar un espacio menor que el de la Tierra.

Wallerstein concebía varios tipos principales de sistemas mundiales, entre los que destacaban el imperio mundial y la economía mundial. Un imperio mundial era una civilización a gran escala con una única institución de gobierno y un único sistema económico, como el de la antigua Roma. Conquistaba y ocupaba vastas extensiones de territorio y recibía tributos de las diversas partes que lo componían.

Una economía mundial, por el contrario, era para Wallerstein una criatura inusual, formada por varias instituciones de gobierno distintas dentro de un sistema económico global. En el caso de la economía mundial capitalista, los Estados (es decir, los países o naciones) estaban unidos por un sistema económico capitalista.

Según Wallerstein, el capitalismo se formó en Europa Occidental y América en el transcurso del «largo siglo XVI», que abarca aproximadamente los años comprendidos entre 1450 y 1640. Dada la prevalencia (incluso hoy en día) de la esclavitud, la servidumbre por contrato y otras formas de trabajo forzado, evitó definir el capitalismo como un sistema basado en el trabajo asalariado y la propiedad privada para caracterizarlo, en cambio, como un sistema basado en la acumulación incesante de capital, entendiendo por tal el valor almacenado.

Rápidamente surgió una división del trabajo que reflejaba las divisiones de clase dentro de los Estados. El «núcleo» rico y poderoso (inicialmente limitado a Europa Occidental) explotaba y se beneficiaba de la «periferia» empobrecida (gran parte del resto del sistema mundial). En medio, Wallerstein vio una categoría de cinta transportadora llamada semiperiferia, formada por Estados explotados con un pequeño derecho a las recompensas generadas por la periferia.

Sin embargo, el elemento central del análisis de los sistemas mundiales es la afirmación de que todos los sistemas son transitorios. Un sistema nace, atraviesa un periodo de fragilidad y luego de fortaleza, antes de entrar finalmente en un periodo de crisis terminal. Wallerstein sostenía que el capitalismo tiene una vida finita y que su funcionamiento normal acabará provocando su conclusión. Y, tras conocer al premio Nobel de química Ilya Prigogine, Wallerstein se dio cuenta de que esta lógica también era válida para los sistemas naturales, incluido el universo en su conjunto.

Al hacer hincapié en la relación entre sociedades, Wallerstein encontró una forma de describir el modo de producción capitalista tal y como existía realmente. Anteriormente, los científicos sociales utilizaban el Estado como unidad de análisis. Para Wallerstein, los Estados son un componente de un sistema más amplio.

Ritmos cíclicos

En los años setenta y ochenta, Wallerstein escribió extensamente sobre la historia del capitalismo en una serie de libros titulada El moderno sistema mundial, cuyo último volumen apareció en 2011. Explicó la frágil formación del sistema, sus periodos de expansión y crecimiento y sus contradicciones cada vez más profundas. Política y culturalmente, este periodo se caracterizó por el triunfo del neoliberalismo. Sin embargo, Wallerstein nadó contra la corriente neoliberal describiendo los orígenes y la expansión del capitalismo, su comportamiento episódico y sus tendencias perdurables.

Wallerstein se refirió a los altibajos del capitalismo como «ritmos cíclicos». Uno de esos ritmos era la «onda larga» económica: periodos a largo plazo de crecimiento más rápido y más lento. Algunas olas duraban varias décadas, mientras que otras se prolongaban durante siglos. Le interesaba especialmente cómo respondían los Estados y otros actores a los periodos de expansión y consolidación a largo plazo.

Otro ritmo cíclico que Wallerstein identificó fue el ascenso y la caída del dominio internacional. Ocasionalmente, una nación convierte sus ventajas económicas en una posición de poder sin rival, posición que él denominaba de «hegemonía». Al considerar las lecciones de los ejemplos holandés, británico y estadounidense, Wallerstein descubrió un patrón común: el hegemón en ascenso se defiende de un rival. Al hacerlo, sus ventajas en los campos de la producción agroindustrial, el comercio y las finanzas se convierten en superioridad militar. Tras un gran conflicto, como la Segunda Guerra Mundial, la nueva nación dominante establece las normas de un orden internacional duradero.

A partir de ese momento, declina lentamente al perder sus ventajas económicas en el mismo orden en que las obtuvo, empezando por la producción agroindustrial y concluyendo con las finanzas. Wallerstein creía que Estados Unidos había empezado a declinar en la década de 1970.

Tendencias seculares

Podríamos imaginar los ritmos cíclicos en términos metafóricos como el sistema-mundo moderno tomando aire y volviéndolo a soltar. Normalmente, vuelven a una especie de lugar normal, un equilibrio, pero también provocan nuevos desarrollos en el sistema. Estas «tendencias seculares» aumentan a lo largo de la vida del sistema. Por definición, no pueden deshacerse.

Wallerstein concibió varias tendencias seculares, entre ellas las revueltas políticas, el desarrollo de una fuerza de trabajo proletarizada (en sentido amplio) y la expansión geográfica del sistema-mundo. Esta última resulta útil para reflexionar sobre el capitalismo global actual.

Según Wallerstein, un signo de la crisis estructural del capitalismo es su incapacidad para expandirse geográficamente. Durante cuatro siglos, hasta aproximadamente finales del siglo XIX, el capitalismo pudo aliviar sus presiones internas mediante el expansionismo. En una zona determinada, a medida que los trabajadores exigían mejores salarios y condiciones de trabajo más seguras, mientras que los recursos escaseaban, los propietarios-productores «huían» a nuevas zonas.

En muchos casos, esta huida condujo a la incorporación de zonas externas a la economía mundial. El sistema comenzó en Europa y América, pero en ocasiones se ha extendido rápidamente. Por ejemplo, en la era del imperio, de 1750 a 1850 aproximadamente, las potencias europeas empujaron a gran parte del sur de Asia, África Occidental y el Imperio Otomano hacia la periferia del sistema mundial.

Justo cuando la ideología del capitalismo de mercado sin restricciones se afianzaba en Occidente, el análisis histórico de Wallerstein mostraba un sistema en apuros. Sin espacio para crecer, argumentaba, el sistema dependía más de la creación de nuevas tecnologías, nuevas mercancías y nuevos contratos, como los que protegían los beneficios futuros en los acuerdos comerciales internacionales.

Al hacer hincapié en las crecientes contradicciones del sistema, Wallerstein se hizo inmune a la actitud cultural del capitalismo tardío que tanto había frustrado a sus compañeros radicales: a saber, la idea de que la libertad corporativa ilimitada era de alguna manera la condición natural del mundo y la mejor de todas las opciones posibles. Si pudiéramos resumir la filosofía del neoliberalismo con aquella vieja frase de «no hay alternativa», Wallerstein resumía su propia actitud con una réplica muy utilizada: «¡hay miles de alternativas!».

Clases peligrosas

La salvaje fortuna del capitalismo en lo que va de la década de 2020 tiene muchas causas a corto plazo, como la pandemia y las interrupciones en la cadena de suministro just-in-time, la escasez de petróleo, la naturaleza impredecible de las acciones tradicionales y la volatilidad predecible de las criptodivisas. Sin embargo, las ideas de Wallerstein nos dicen que debemos ver la secuencia de las crisis recientes en un lapso de tiempo más largo. Representan un sistema-mundo incapaz de volver al equilibrio. En su lugar, el sistema continúa oscilando caóticamente en una dirección tras otra.

La crisis del capitalismo también ha envalentonado a la gente corriente para exigir más a sus Estados. Durante mucho tiempo, la promesa del liberalismo de reformas lentas pero constantes consiguió apaciguar a la gente, o al menos a un número suficiente de personas para mantener las estructuras de poder existentes. Las declaraciones de las élites sobre las libertades políticas —y, de hecho, la propia libertad— eran para Wallerstein en realidad justificaciones de la desigualdad. Los Estados centrales trataban de «domesticar a las clases peligrosas», escribió, «incorporándolas a la ciudadanía y ofreciéndoles una parte, aunque pequeña, del pastel económico imperial».

Sin embargo, con el tiempo, a las potencias centrales como Estados Unidos les resultó más difícil justificar sus aventuras imperiales y la perpetuación de la desigualdad económica. A medida que la hegemonía estadounidense disminuía, también se mostraba incapaz de mantener el orden que había creado décadas atrás. Otras naciones ya no se sienten constreñidas por sus directrices.

Según Wallerstein, las potencias hegemónicas pueden declinar elegante o precipitadamente, pero no pueden evitar el declive. En su opinión, la invasión de Irak en 2003 fue un caso en el que Estados Unidos intentó convencer a otras naciones de su grandeza. Como escribió dos meses antes de que comenzara la invasión:

Con el colapso de la Unión Soviética, Estados Unidos perdió el principal argumento político que tenía para persuadir a Europa Occidental y Japón de que siguieran sus iniciativas políticas. Lo único que le queda es un ejército extremadamente fuerte.

El comienzo del siglo XXI se caracteriza por la desestabilización cíclica del orden hegemónico estadounidense. Pero también aparece marcado por la desestabilización secular del propio sistema-mundo. Para Wallerstein, el sistema no puede volver a la normalidad.

Curiosamente, muchos de los escenarios que inspiraron el concepto de análisis de los sistemas-mundo de Wallerstein también podrían beneficiarse de sus ideas. Las naciones poscoloniales siguen en crisis, luchando contra la deuda y la inestabilidad política. Sin embargo, sus antiguos colonizadores también tienen problemas, con ciudadanos inquietos que exigen un mejor trato de sus jefes y gobiernos.

Wallerstein estaba convencido de que la lucha por la igualdad tenía más posibilidades de éxito si se armaba con las ideas adecuadas. Definitivamente, sus reflexiones han colaborado a ello.

Cómo Barack Obama falló a los negros de Estados Unidos

El filósofo Cornel West, actual candidato presidencial por el Partido Verde en EE UU, escribió en 2015 un libro muy crítico con el entonces presidente estadounidense que ahora se edita por primera vez en español

Por Cornel West / Elpaís.com

La gran paradoja de nuestro tiempo es que, en la era Obama, la grandiosa tradición profética negra se ha visto debilitada. Obama, en cuanto cara negra del Imperio estadounidense, ha dificultado la crítica al sistema por parte de valientes y radicales voces negras. En el plano empírico o vivencial de la experiencia negra, la gente ha sufrido más en esta época que en el pasado reciente. Los índices de mortalidad infantil, encarcelamiento y desempleo masivos, así como la drástica disminución de la renta familiar, dan fe de esta triste realidad. ¿Cómo se explica semejante paradoja? Si bien Obama es cómplice de la situación, la respuesta va más allá de la figura del presidente. Él es un síntoma, no la causa. Aunque para algunos es el símbolo, bien de un mundo posracial, bien del increíble progreso negro, su presidencia encubre el creciente grado de miseria social en la Norteamérica pobre y negra.

Tres son las principales causas del declive de la tradición profética: en primer lugar, figuras (…) que ya no ostentan el liderazgo negro; ahora lo hacen los cargos electos del sistema político hegemónico. Este cambio comporta la ausencia de voces críticas. ¿Cómo podemos esperar que los guardianes negros del sistema sean críticos con él? Las élites neoliberales, con el objetivo de consolidar en la cúspide una emergente oligarquía, marginan los movimientos sociales y las voces proféticas, dejando a una devastada clase trabajadora en el centro, y abajo a pobres y desesperados.

En segundo lugar, esta transformación neoliberal genera una cultura de desenfrenada ambición y éxito instantáneo que atrae a la mayoría de los potenciales dirigentes e intelectuales, incorporándolos a las filas del régimen neoliberal. Esta cultura del espectáculo subraya la legitimidad de un orden injusto que se jacta de propiciar la movilidad social. ¡Pero lo cierto es que somos el país con la menor movilidad social de todas las naciones modernas!

En tercer lugar, el desalmado aparato represivo del régimen neoliberal persigue a los dirigentes, activistas e intelectuales proféticos más enérgicos y dedicados, a quienes desacredita o incluso asesina sin dificultad. La calumnia se ha convertido en algo sistémico, crónico, y es preferible al asesinato, puesto que los mártires inmolados tienden a despertar la atención de las masas sonámbulas, lo que aumenta la amenaza al statu quo.

El principal cometido de los medios de comunicación de masas, especialmente los corporativos en deuda con el régimen neoliberal norteamericano, es alimentar un discurso público estrecho y adulterado. Con “estrecho” me refiero a que se reduce a consignas de republicanos conservadores y demócratas neoliberales, excluyendo las voces proféticas y radicales. Definir el terreno y las categorías políticas constituye un poder fundamental cuyo objetivo es hacer inaudibles las voces proféticas. El discurso omite los problemas que estas voces sacan a la luz: encarcelación masiva, desigualdad económica, crímenes de guerra como el asesinato de inocentes por medio de drones imperiales.

La era Obama se ha cimentado sobre tres pilares: los crímenes cometidos por Wall Street durante la catástrofe financiera de 2008; los crímenes imperialistas (…) que dan al presidente un poder ilimitado y arbitrario, similar al de un Estado policial o neofascista; y los crímenes sociales perpetrados por un sistema de justicia penal que es en sí mismo criminal —absuelve a los torturadores, a los policías que intervienen teléfonos y a los inversores de Wall Street que violan la ley, pero envía a prisión a criminales pobres, como los acusados por tenencia de drogas—. Esta clase de lenguaje claro y directo es poco común en el discurso político, estamos acostumbrados a adoptar una actitud modosa frente a los crímenes contra la humanidad. La tradición profética negra siempre ha cumplido la función de agitar, en nombre de la maravillosa singularidad y humanidad funky de los pobres, el estrecho y adulterado discurso político. Esto ocurre hoy en casos contados. Los graves fallos del presidente Obama se reflejan en su gobierno favorable a Wall Street, su indiferencia hacia el nuevo Jim Crow [leyes de segregación racial] —o complejo industrial-penitenciario— y la expansión de la criminalidad imperial propiciada por el notable aumento de drones desde los años de Bush. (…) Obama ha dejado el problema de los hombres negros pobres en manos de la caridad y la filantropía, no de la justicia ni de la política.

En la era Obama, la Norteamérica negra se halla sumida en la desesperación, el desconcierto y la derrota. La desesperación se refleja en el creciente sufrimiento en todos los frentes. El desconcierto brota de la confusión entre símbolo y sustancia. La derrota es producto de la obsesiva preocupación por proteger de toda crítica al primer presidente negro. El hecho de que la Administración de Obama rescatara a Wall Street antes que a los propietarios de viviendas, perjudicó a millones de trabajadores y, al no dar prioridad a los trabajos con salarios dignos, agudizó el desempleo masivo. La absoluta indiferencia de la política hacia la situación de los pobres ha aumentado la desesperación entre los ciudadanos débiles y vulnerables. (…)

La justa indignación de la tradición profética negra no solo se dirige contra el opresivo sistema que nos somete, sino contra las fraudulentas figuras que se hacen pasar por proféticas mientras encubren el sufrimiento de la gente. Vender el alma por un plato de lentejas de Obama es echar en saco roto nuestra inestimable tradición. ¿Acaso no es hipócrita alzar la voz cuando el faraón es blanco, pero no proferir palabra cuando es negro? Teniendo la bota sobre el cuello, ¿importa el color del pie que la calza? La integridad moral, la coherencia política y el análisis del sistema constituyen el corazón de la tradición profética negra.

Desde el auge del régimen neoliberal, la lucha por la libertad negra ha sido encomendada a un reducido grupo de interés, uno de tantos dentro de la política norteamericana. Incluso el lema del Black Congressional Caucus, el olimpo de los cargos electos negros, es: “No tenemos amigos o enemigos eternos, solo eternos intereses”. Qué lema tan vacío en lo moral y desafortunado en lo ético, sin referencia alguna a principios, valores o visiones de justicia; (…)

No es casualidad que la clase media negra, gradualmente apoltronada en el régimen neoliberal, hiciera suyos de inmediato los “eternos intereses” del Black Congressional Caucus. A menudo, tener éxito como profesional o político negro implica avenirse con la injusticia y la indiferencia hacia los pobres, incluidos los negros. La tradición profética está fundamentalmente comprometida con dar prioridad a los pobres y a los trabajadores; por tanto, se opone al régimen neoliberal, el sistema capitalista y la política imperialista del Gobierno norteamericano. La tradición profética negra nunca se ha limitado a los intereses y problemas de la gente negra. Se fundamenta en principios y visiones que concilian esos intereses y encaran esos problemas, pero su mensaje se dirige tanto a la nación estadounidense como al mundo. La tradición profética negra ha sido la levadura en la hogaza democrática norteamericana. Cuando la tradición profética negra está fuerte, los pobres y los trabajadores de todos los colores salen beneficiados. En cambio, cuando la tradición profética negra está débil, los pobres y los trabajadores son ninguneados. En el ámbito internacional, cuando la tradición profética negra vibra y transmite vitalidad, se intensifica la crítica antiimperialista, y los condenados de la tierra salen dignificados. El hecho de que una figura simbólica obtenga el poder presidencial, ¿qué beneficios aporta a nuestro pueblo si, a cambio, perdemos el alma dando la espalda al sufrimiento de los pobres y los desfavorecidos? La tradición profética negra ha intentado redimir el alma de nuestro frágil experimento democrático, ¿pero es este redimible?

Crimen organizado y sistema penitenciario: “Lo producimos pensando que era una medicina, pero es nuestro veneno”

Entrevista con Bruno Pães Manso

Traducción por Decio Machado

El investigador analiza el impacto de las iglesias evangélicas en el contexto de la criminalidad

La modernización de la seguridad pública en los últimos 20 años ha provocado un aumento exponencial del número de detenciones. Pero lo que hace dos décadas se consideraba una “medicina” para controlar el crimen terminó fortaleciendo el mando de las facciones dentro de las prisiones. La valoración es del periodista y escritor Bruno Paes Manso, autor del recientemente publicado A fé e o fuzil: crime e religião no Brasil do século XXI (Todavia, 304 páginas). “Este remedio de seguridad pública terminó produciendo el efecto secundario, que fue el fortalecimiento de las pandillas carcelarias y una modernización del escenario criminal del narcotráfico en Brasil. Produjimos, imaginándolo como una medicina, nuestro veneno. Y ahora vemos la situación fuera de control y pedimos que nos dupliquen la dosis de nuestro medicamento”, critica Manso.

La entrevista es de Gilson Camargo, publicada por Extra Classe, 12-07-2023.

Investigador del Centro de Estudios de la Violencia de la Universidad de São Paulo – USP, ganó el Premio Jabuti en 2011 con A República das Milícias (Todavia, 2020). En la entrevista, el autor explica que la población no asistida por el Estado encuentra vida social, consuelo espiritual y recursos de supervivencia en iglesias evangélicas en lugares tomados por milicias y facciones criminales, que prosperan ante la incapacidad de los poderes públicos para ofrecer seguridad a estas áreas. Habla de la letalidad de la policía: la semilla de las milicias en Río de Janeiro. “El policía que mata aprovecha la ventaja comparativa que tiene en la escena del crimen para ganar dinero con el crimen”, afirma.

Bruno Pães Manso es periodista, investigador y escritor graduado por la Pontificia Universidad Católica de São Paulo – PUC-SP. Tiene un doctorado y una maestría en Ciencias Políticas por la USP. Trabajó en el Centro de Estudios sobre Violencia de la USP, un centro de investigación enfocado a discutir temas relacionados con la violencia, la democracia y los derechos humanos. También es licenciado en economía por la USP.

Lee la entrevista…

Los datos del Foro Brasileño de Seguridad Pública confirman la creciente letalidad de los policías en Brasil, especialmente contra la población negra, pobre y periférica. ¿Es la violencia policial excesiva una señal de pérdida de control por parte de los gobiernos estatales?

Yo creo que sí. Es un síntoma importante de pérdida de control. Será el sexto año consecutivo en Brasil con más de seis mil homicidios perpetrados por la policía. Y la violencia policial fue la semilla de las milicias en Río de Janeiro. El policía que mata aprovecha la ventaja comparativa que tiene en la escena del crimen para ganar dinero con el crimen. Esto ha sucedido históricamente, desde la época de los escuadrones de la muerte.

El policía que tiene carta blanca para matar utiliza este poder y esta condescendencia para aprovecharse y enriquecerse de ello. Brasil es el país con las tasas de mortalidad policial más altas del mundo. Y es un síntoma de la falta de control que tienen los gobiernos sobre su policía. Rio de Janeiro es el caso más dramático, pero también ocurre en varios estados, como la propia Bahía.

Para los residentes de las comunidades, ¿existe una diferencia en las formas de dominio ejercidas por las milicias y las facciones criminales? ¿Qué infierno es peor?

Mire, esta es una pregunta que sigue surgiendo en Rio de Janeiro. En el modelo de negocio de las milicias, los propios residentes son a menudo extorsionados tanto en sus negocios como en sus hogares, por monopolios comerciales que generan ganancias excesivas y el residente se ve obligado a financiar el crimen.

El narcotráfico gana dinero vendiendo drogas a personas que quieren comprarlas. Pero con el narcotráfico vienen operaciones policiales que producen muchas muertes, violencia y descontrol. Son dos problemas graves de las tiranías armadas que ejercen mando en estos territorios que deberían ser controlados por el Estado. Los propios lugareños me dijeron que vivían en un Juego de Tronos, una «Guerra por Tronos», donde no se ve al Estado como garante. Tienes a varios propietarios de colinas peleando e imponiendo su voluntad mediante la violencia. Por tanto, es la pesadilla premoderna y la tiranía armada. Y es malo para todos.

Usted lleva 20 años estudiando la violencia en Brasil. ¿Conoce alguna iniciativa estatal que haya sido eficiente en reducir la criminalidad de manera duradera en el tiempo?

En los últimos 20 años, la seguridad se ha modernizado con inversiones en la Policía Militar, que es la policía territorial, que ha comenzado a arrestar a personas en el acto más rápidamente. La Policía Civil tiene un papel muy débil en la investigación y comprensión de la escena y la dinámica criminal. Entonces arrestan a mucha gente sin importancia. Las prisiones están superpobladas, pasando de 90.000 en los años 1990 a casi 900.000 después de 30 años. Estas cárceles superpobladas, en lugar de controlar el crimen, comenzaron a fortalecer a los líderes de las facciones dentro de las cárceles, que controlan el crimen dentro de las cárceles. Entonces, este remedio de seguridad pública terminó produciendo el efecto secundario, que fue el fortalecimiento de las pandillas carcelarias y una modernización de la escena criminal del narcotráfico en Brasil. Entonces lo producimos pensando que era una medicina, pero es nuestro veneno. Y ahora, vemos la situación fuera de control y pedimos que se duplique la dosis de nuestro medicamento.

Pero hay situaciones aisladas (exitosas), principalmente dirigidas a reducir los homicidios. Tuvimos el Pacto por la Vida (programa creado en 2007) en Pernambuco, que el gobernador centró en reducir los homicidios. Fueron situaciones exitosas que cambiaron el comportamiento, al menos momentáneamente, del narcotráfico. Porque se seguirá vendiendo droga, pero si tienes un narcotráfico que no mata y no ejerce tiranía en los territorios, eso ya es una reducción de daño importante. Por momentos fue en esa dirección.

También hay trabajo de servicio social en los territorios de paz de Pará, donde el Estado llega por otras vías, con arte, equipamiento cultural y todo lo demás. Estas iniciativas están muy aisladas. La guerra contra el crimen, con el hacinamiento del sistema penitenciario, es la base de nuestra política de seguridad pública. No aceptamos cambios alternativos importantes a la política de seguridad pública.

La operación Garantía de Orden Público (GLO) decretada por el Gobierno Federal para puertos y aeropuertos de São Paulo y Rio de Janeiro y el aumento de la inspección policial en las fronteras de Mato Grosso, Mato Grosso do Sul y Paraná tendrán algún impacto en la reducción de la delincuencia en las comunidades ?

Creo que la GLO fue un intento de dar una respuesta en ese momento de crisis que llevó a la muerte de médicos en Barra da Tijuca, Río de Janeiro. Estados Unidos tiene tres mil kilómetros de frontera e invierte miles de millones de dólares para intentar hacer este tipo de trabajos. Y no lo consigue… la frontera con México sigue siendo un desafío y tiene, repito, tres mil kilómetros de longitud. Brasil tiene diecisiete mil kilómetros de fronteras y una inversión ínfima. Para lidiar con esto, este no es el camino. La acción tiene que ser en otro ámbito, en otro tipo de trabajo. Creo que fue un error, de hecho. Más aún y una vez más, traer a las Fuerzas Armadas para enfrentar el problema. Y es otro desvío del tema para que aparentemente las cosas sigan como están, haciendo como que funciona un teatro de acción para que, en el fondo, las cosas sigan igual.

¿La ausencia del Estado para brindar seguridad, pero también educación, atención médica y ocio de calidad, precede al crecimiento de las iglesias evangélicas?

El desafío es vivir en ciudades donde cada vez es más importante tener dinero para sobrevivir. El dinero es la diferencia entre la vida y la muerte. Es el oxígeno de hoy. Y es necesario tener una visión empresarial de los desafíos de sobrevivir a la pobreza. Los evangélicos ofrecen un propósito en la vida. Eso es muy importante. Ofrecen autoestima basada en la creencia en Cristo. Desarrollan el rol de networking para conseguir trabajo.

El autocontrol y la disciplina son condiciones para prosperar en una sociedad donde es cada vez más importante ganar dinero. Y luego se les ocurre esta idea completamente nueva del mundo y de la vida, ofreciendo propósito y orden a una vida muy desafiante. Y fue acogido, en general, por los brasileños, porque realmente ofrecen instrumentos para sobrevivir en este mundo muy ligado al capital y al liberalismo, al mercado y con Estados cada vez más frágiles.

¿Existen relaciones entre crimen y fe en los suburbios? ¿Cómo interactúan el discurso de la violencia y el discurso evangélico?

Creo que, en general, la Iglesia está siendo una salida importante del escenario criminal. El criminal entra en el crimen muchas veces provocado por el desafío a su masculinidad. Con este tipo de discurso, el chico entra en el crimen, comienza a darse cuenta de que fue seducido por un error. Porque, en verdad, se aleja de los amigos, de los familiares y del cariño. Comienza a vivir una vida sin sentido, en busca de dinero vacío que se da cuenta de que no tiene ningún sentido y quiere una salida.

Es reconstruir la identidad. La Iglesia ofrece esto, ofrece la posibilidad del arrepentimiento… Desde el momento en que te arrepientes, puedes ser perdonado. Desde el momento en que eres perdonado y abrazas a Jesús, tienes una nueva identidad y no eres esencialmente malo. Estabas siendo influenciado por el diablo y ahora que has abrazado a Cristo, puedes renacer desde cero. Este es el escenario qu ofrecen para bien y para mal.

Esta es la base de la iglesia y sigue siendo la base, pero, al mismo tiempo, dialoga mucho con la delincuencia. El Primer Comando de la Capital (la mayor organización criminal del Brasil) empezó a ofrecer un sentido de vida diciendo también “mira, en vez de ser un criminal egoísta y un animal suelto, serás parte de una nueva conciencia criminal que tendrá una visión colectiva del delito, el delito fortaleciendo al delito. Obedecerás las reglas del crimen. Serás un criminal de buena sangre, prosperarás así, de esta manera y también renacerás en la actividad criminal”. Muchos de los elementos de la iglesia fueron utilizados para crear este nuevo propósito, este nuevo orden de criminalidad, y comienzan a dialogar desde la prosperidad y la capacidad de ganar dinero y sobrevivir en este mundo.

¿Rio de Janeiro “exportó” la forma en que funciona el crimen con las facciones? ¿Podría pasar lo mismo con las milicias? ¿La dialéctica entre fe y crimen ya ocurre en otros lugares?

Rio de Janeiro tiene sus especificidades. Y estaba el «Complexo de Israel», donde un narcotraficante empezó a controlar cinco favelas basándose en un discurso religioso. Habló de ser un narcotraficante ungido por Dios, que soñaba con Dios, que le daba un propósito a esta lucha entre el bien y el mal. Y a partir de ahí empezó a expandirse a otros territorios.

Con este discurso de que era un narcotraficante que representaba el bien. No creo que esto se exporte a otros lugares, porque creo que la diferencia entre delincuencia y trabajo todavía está muy presente en el resto de Brasil. Pero hay un diálogo. Hay un diálogo de que una vez que eres parte del mercado, ofreces empleo, tienes empresas formales y vas a la iglesia. Ya eres parte de la sociedad y eres aceptado y puedes financiar campañas políticas. Y esto está empezando a formar parte de la vida cotidiana del escenario político y económico brasileño.

Eva Illouz: “Los líderes populistas prometen seguridad pero en realidad la ponen en peligro”

Esta socióloga franco-israelí plantea que gobernantes como Netanyahu o Trump enfrentan a un grupo contra otro. “Prosperan en el caos”, dice. Además, dice que “la mayor dificultad de las socialdemocracias en todo el mundo es que han perdido contacto con la clase trabajadora”.

Por Paula Escobar

Eva Illouz es una de las más prestigiadas sociólogas de la actualidad. Franco-israelí y profesora de la Universidad Hebrea de Jerusalén, sus investigaciones se centran en la sociología del capitalismo, de las emociones, del género y de la cultura. Su último libro lleva por título The Emotional Life of Populism: How Fear, Disgust, Resentment, and Love Undermine Democracy (2023) y sobre ese texto conversa vía Zoom con La Tercera.

Parto preguntándole cómo está viviendo la guerra…

Mi reacción se parece a la que tuve cuando el Covid y el confinamiento planetario comenzaron. Leo compulsivamente todo lo que puedo encontrar y escribo para darle sentido al evento y compartir esa comprensión con los demás. Leo y escribo para aliviar la ansiedad y la ira. En esos momentos de crisis, me digo a mí misma cuán cruciales son los periodistas para que nuestro mundo sea inteligible.

Yuval Noah Harari ha escrito que “el horror de Hamas es también una lección sobre el precio del populismo”. Usted escribió un capítulo en su libro sobre el tema.

Sí, dediqué un capítulo entero a mostrar que los líderes populistas prometen seguridad pero en realidad la ponen en peligro. Lo hacen al menos de dos maneras y Netanyahu es un caso de libro al respecto. Primero, comprometen la excelencia profesional de las instituciones porque prefieren poner a sus compinches en posiciones clave o toman decisiones de seguridad para satisfacer a sus socios de coalición; en resumen, siempre subordinan el interés colectivo a su interés personal. En segundo lugar, fomentan la guerra cívica dentro de la sociedad al enfrentar a un grupo contra otro. Netanyahu o Trump prosperan en el caos. Hemos visto ambas cosas en Israel.

¿Cree que los populistas están llegando directamente a nuestro núcleo emocional?

Creo que todas las ideologías están impregnadas de emociones. Las ideologías socialistas tenían un control emocional muy poderoso sobre sus creyentes y seguidores. Las ideas y las emociones suelen estar estrechamente entrelazadas, mucho más de lo que nos gustaría reconocer. Lo que fue fascinante para mí fue el debate en el que me metí, en el sentido de que “nosotros” -siendo este “nosotros” una entidad occidental muy vaga e indefinida- hemos luchado por la democracia durante los últimos 200 años, a veces hemos luchado muy duro, pero parece que en la última década casi todos sus principios han estado siendo descartados, ignorados: la factualidad, la creación de consenso, la deliberación, la tolerancia hacia ideas hostiles a nuestras creencias, todo esto parece amenazado desde el interior de la propia democracia. Y la gente vota por esto. La gente quiere esto. Mire la reciente votación en Holanda o en Argentina. Parece una extraña mezcla entre antisistema, voto rebelde y autodestrucción. Esta mezcla es fascinante.

La socióloga Eva Illouz.

¿Cómo así?

Creo que la autodestrucción es muy interesante porque desafía las suposiciones básicas que tenemos sobre los seres humanos -que son motivados por su autoconservación o algún interés-, pero la mayoría de las veces, podemos ver en individuos que no es así. Especialmente cuando la revancha, el resentimiento, la envidia, la ira, el odio empiezan a jugar un papel en nuestra vida psíquica y política. La mayoría de la gente preferirá aferrarse a su odio o resentimiento. Y al observar el ascenso de los populistas y las maneras en que tantos grupos en muchos países democráticos parecen respaldarlos con entusiasmo, me pregunté por qué la gente estaría dispuesta a destruir la herencia democrática por la que tanto lucharon.

¿Qué pensó sobre eso?

La envidia, el resentimiento y la ira, si son lo suficientemente fuertes, normalmente te hacen preferir hundirte, siempre y cuando puedas derribar al otro, al que odias o envidias. Algunas emociones nos hacen inmunes a nuestra autopreservación. Me parece que el resentimiento hacia las élites urbanas o el gobierno liberal, por un lado, y hacia los inmigrantes que parecen beneficiarse del Estado de Bienestar, por el otro, son clave para explicar gran parte de la revuelta populista.

¿Cómo afrontar esas emociones, políticamente?

Me siento más cómoda analizando patologías que curándolas. Los sociólogos son médicos muy extraños, porque piensan más en las causas de las enfermedades que en su cura. Creo que un elemento sería que los socialdemócratas se dirigieran no sólo a la clase media, sino también a la clase trabajadora. Pero esto sería necesario controlar a las grandes corporaciones. Exigirles un mayor compromiso con los grupos sociales y la sociedad de los países en los que obtienen sus beneficios. Hemos visto a capitalistas y corporaciones pagar menos impuestos que antes, abandonar su responsabilidad social, sentirse comprometidos sólo con sus juntas directivas en lugar de con su sociedad, y hemos tenido élites liberales también involucradas en una globalización de la cultura. Esto ha dejado a muchos grupos sociales con la sensación de que no se les considera. La mayor dificultad de las socialdemocracias en todo el mundo es que han perdido contacto con la clase trabajadora. La izquierda ha estado ocupada construyendo coaliciones arcoíris, es decir, reuniendo razas, mujeres y minorías étnicas, y en el proceso han abandonado a la clase trabajadora.

¿Cómo volver a conectar con ella?

Creo que un remedio necesario sería que la izquierda encontrara un lenguaje para hablarle a la clase trabajadora, que en este momento se siente más visible, más atendida por los líderes populistas. Uno de los problemas es que la clase trabajadora se siente invisible. Pero el régimen de intensa visibilidad en el que vivimos, que nos permite ver la vida de personas que viven mucho mejor que nosotros, crea formas de envidia que son legítimas y la sensación de invisibilidad, de muerte social. Estas invisibilidades también son concretas: regiones enteras de Estados Unidos han quedado en decadencia y las infraestructuras no han sido reparadas. Por eso creo que el proyecto de Biden para mejorar la infraestructura es tan importante. Otra dificultad aún mayor que la anterior es que la clase trabajadora está dividida dentro de sí, a menudo entre una clase trabajadora blanca nativa y la clase trabajadora que proviene de la inmigración, y no se puede hablar el mismo idioma con ambas. En Francia, la clase trabajadora blanca vota por la Rassemblement National de Le Pen. La clase trabajadora étnica vota por el populista de extrema izquierda Melenchon. Ambos son igualmente catastróficos. Pero esto muestra por qué es difícil. La izquierda suele considerar racistas las preocupaciones de la clase trabajadora blanca. Por ejemplo, la inmigración. La izquierda, en su mayor parte, no ha dado una respuesta a esta preocupación.

¿Qué papel juega el feminismo en esta agenda?

En primer lugar, creo (y tal vez no se insista lo suficiente en esto) que el populismo es una reacción contra los avances del feminismo y del movimiento gay y transexual. Y aquí suscribo a los trabajos de Pipa Norris y Ronald Inglehart, en el sentido de que el populismo puede ser una reacción de rechazo que se asienta sobre una brecha generacional. Diría que para las personas mayores de 60 años, la familia era fundamental para su identidad. Los roles e identidades de género también. Pero no lo es para la Generación Z y los millennials. Añadiría algo: hay un grupo para el que adoptar ideas nuevas y no convencionales es muy congruente con su profesión. Si eres académico, periodista, cineasta, novelista, las nuevas ideas no te amenazan: de hecho, son material para tu creatividad. Pero hay otras personas para quienes la estabilidad de la familia es el recurso clave que tienen en sus vidas, y la estabilidad de la familia significa que el hombre es el hombre, la mujer es la mujer y el padre es el padre y la madre es la madre… Y entonces, cuando ven que esto se cuestiona, lo que sienten es que toda su visión del mundo se derrumba.

¿Hay factores entrelazados?

Creo que hay dos cosas que están entrelazadas, una es el privilegio masculino, que es que incluso los hombres de clase trabajadora siempre tuvieron una mujer debajo de ellos para servirles, y ese ya no es el caso, y esto está entrelazado con el hecho de que la familia representa un recurso clave para la clase trabajadora y una clave de identidad. Y el feminismo y los movimientos sexuales cuestionan las definiciones tradicionales de familia. Así que el populismo también es una reacción a esto. No solo, pero también. Putin y Orban son ejemplos obvios. Y en Estados Unidos, Trump está aliado con los evangélicos que estuvieron durante las últimas décadas en las campañas contra el aborto. Y en Israel el gobierno y coalición de Netanyahu son profundamente patriarcales, sexistas y anti LGBT, esto es muy explícito. Por eso quiero partir diciendo que la dislocación de las identidades de género y la familia han jugado un papel importante, es algo en lo que no se ha enfatizado lo suficiente.

¿Qué debiera hacer el feminismo hoy?

Frente a qué rol puede jugar el feminismo hoy, diría que es bastante sorprendente que cuando se mira a los populistas, sólo hay dos mujeres: Le Pen y Meloni (que llamó a su partido hermanos de Italia), pero excepto estos, todos estos movimientos están liderados por hombres altamente hegemónicos, caricaturas de lo que es la masculinidad tóxica hegemónica. Trump y Bolsonaro ciertamente lo son, Milei parece dar bastante miedo (con su motosierra, ¿qué tan aterrador puede llegar a ser?). Luego, cuando miras a Meloni y Le Pen, son dos mujeres que no son feministas de ninguna manera. Por estas razones, creo que el feminismo es una de las cosas atacadas por el populismo.

Decía que aquello mostraba cuán lejos están aún las mujeres del poder. ¿Por qué, si hay muchas mujeres líderes?

Porque no tenemos acceso a las armas. Hemos mejorado nuestra posición en la sociedad durante los últimos 30 años pero no hemos cambiado la estructura de poder. Mire los grandes conflictos del mundo: todos son provocados por hombres y manejados por hombres. Los conflictos reflejan la estructura del poder. Son los hombres los que disponen de los medios para matar; los que tienen poder real son los que tienen el dinero y el poder de matar. La mayor parte del dinero y los activos financieros del mundo pertenecen a hombres. Los ejércitos están controlados por hombres. En ese sentido, creo que los líderes populistas revelan hasta qué punto las mujeres todavía están increíblemente lejos de lograr cualquier tipo de igualdad de poder. (…) Entonces, el feminismo está en el centro del backlash populista, que se trata de tomar el control de nuevo, y mostrar quién está a cargo. Y las mujeres deberían resistir mucho más de lo que lo han hecho. Me sorprende que la resistencia en Estados Unidos no fuera mucho más contundente contra la revocación de Roe vs Wade.

¿Los feminismos no están suficientemente organizados?

El feminismo está organizado, pero es no-violento. No tiene, creo, una estrategia para contrarrestar eficazmente este tipo de (intento) de retomar de control de sus cuerpos. Quizás tampoco las mujeres se sienten profundamente amenazadas, pero deberían. Es un error no sentirse amenazadas por el populismo. Además de esto, las feministas no se han transformado en un partido político. Ya es hora de que las mujeres se conviertan en una fuerza política como tal, porque habrá muy pocos hombres que las defiendan.

Finalmente, ¿qué emociones deberían moviliza los políticos como antídoto?

En mi conclusión hice una distinción entre dos conceptos diferentes: solidaridad y fraternidad. Por lo general, se confunden. Dicen que deberíamos ser más solidarios unos con otros, pero creo que lo que quieren decir es que deberíamos tener más fraternidad. La solidaridad a menudo se recibe de personas del propio grupo. La fraternidad, por otra parte, es el tercer lema nacional en Francia, “Liberté, égalité, fraternité”. Los teóricos políticos han dedicado mucha atención a la libertad y a la igualdad pero muy poca a la fraternidad, como si fuera algo con lo que no supieran qué hacer. Pero, en mi opinión, la fraternidad es realmente el ingrediente clave para una sociedad civil que funcione bien en una democracia. Significa que estás dispuesto a mirar al extraño, o a la persona del exogrupo, de una manera benévola, estás dispuesto a ampliar el círculo de humanidad para incluirla. La fraternidad es la capacidad de ser benévolos con los extraños, de sentirse comprometidos con el bien colectivo. Sin ella, las democracias no funcionan bien.

¿Cómo desarrollarla?

Se necesita un modelo de entrenamiento para no ver a los demás como enemigos, algo profundamente arraigado en Israel. Esta visión del mundo dividido entre los que están con nosotros y nuestros enemigos; esta distinción entre endogrupo y exogrupo, hace mucho más fácil para el populismo plantear sus agendas. La fraternidad es una forma de hacer que estas distinciones implosionen. Es una noción cristiana, pero todas las religiones (judaísmo, islam y cristianismo) tienen el concepto de hermandad. Debería ser adaptada a las culturas seculares; es necesario sintetizarla en una noción más política de fraternidad. Y la razón es porque muchas personas que siguen a los populistas también son religiosas. Meloni, los evangélicos, los mesianistas israelíes y los ultraortodoxos, en Polonia, son religiosos de alguna forma. Creo que si quieres hablar con ellos, debes intentar tomar referencias de ese mundo, y ver si se integra con las ideas de la izquierda.

El Marxismo Negro de Cedric Robinson

Por Anouk Essyad

En este artículo, Anouk Essyad nos ofrece una lectura del libro de Cedric Robinson, teniendo en cuenta tanto sus aportaciones como sus limitaciones, e insistiendo en la centralidad de las relaciones sociales raciales en el capitalismo tal y como existe realmente. De ahí la necesidad de «plantar cara al capitalismo racial y a las diferenciaciones que construye, ya sean raciales, nacionales o entre fracciones de clase explotadas y dominadas». El libro fue publicado en castellano por Traficantes de sueños en 2021.

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En una entrevista publicada en 1999[1], una revista anarquista preguntó a Cedric J. Robinson, que durante tanto tiempo había estudiado los vínculos entre el marxismo y la tradición radical negra, cómo definiría sus compromisos políticos. Su respuesta merece una mirada atenta:

«¿Qué nombres daría a la naturaleza del Universo? Hay realidades para las que los nombres son prematuros. Mis únicas lealtades son hacia un mundo moralmente justo; y es con otros negros con quienes he encontrado las oportunidades más felices y asombrosas de luchar contra la corrupción y el engaño. Supongo que eso me convierte en parte o en expresión del radicalismo negro”.

Por un lado, expresa una forma de relación existencial y humanista con el mundo que rastrea y analiza en su obra. Por otro, le ancla en la larga historia del radicalismo negro, una historia que es esencialmente colectiva.

En su libro Black Marxism: The Making of the Black Radical Tradition, publicado originalmente en 1983, Robinson repasa la génesis de esta tradición política y filosófica y analiza sus vínculos con el marxismo. Se centra en tres figuras: W. E. B. Du Bois, C. L. R. James y Richard Wright, y analiza sus vínculos tanto con el radicalismo negro como con el marxismo. El libro es una verdadera contribución, en lo que define como los contornos o la naturaleza de la tradición radical negra, que, según el autor, se ignora a sí misma como tal.

[En Francia] Ediciones Entremonde han dado el bienvenido y esperado paso de traducir este importante texto y ponerlo a disposición del público francófono[2]. Porque a pesar de la amplitud de esta obra y de sus innegables raíces en los debates tanto historiográficos como activistas, el marxismo negro no se ha difundido en la misma medida que las cuestiones que plantea. En su prólogo, Robin D.G. Kelley -que fue uno de los alumnos de Cedric Robinson- explica que si bien la obra fue muy leída y trabajada por la generación de activistas a la que pertenecía, en su opinión, no gozó de la acogida esperada por el gran público ni por el mundo académico, a pesar de haber sido reeditada en [inglés] en el año 2000.

Como señala Selim Nadi en su prefacio [a la edición francesa], esta publicación viene a colmar una laguna, derivada también de una cierta reticencia por parte del mundo francófono a abordar las relaciones raciales desde una perspectiva materialista. En este sentido, la publicación de El marxismo negro es más que bienvenida, ya que permite restablecer un vínculo entre el movimiento obrero francófono y las tradiciones negras y anticoloniales, en un contexto de preocupante fortalecimiento de la extrema derecha neofascista.

Entonces, ¿cómo dar cuenta de un libro escrito en los años 80 y traducido más de cuarenta años después en un contexto socio-histórico completamente diferente? No es tarea fácil. Si a ello añadimos el carácter extremadamente denso y erudito de la obra de Robinson -por ejemplo, el primer capítulo contiene 132 notas para … 34 páginas-, la empresa se vuelve aún más compleja. Abordaré esta reseña desde el ángulo de lo que me aporta la lectura de este texto en su conjunto, en mi contexto de activista política y sindical en Suiza y doctoranda en historia contemporánea.

Desde un punto de vista activista, refuerza mi creencia en la centralidad de la cuestión racial y nos recuerda que es la propia Europa la que está moldeada por el racismo colonial que ha creado. Plantea cuestiones estratégicas sobre los vínculos que hay que construir y, sobre todo, sobre la necesidad de reconstruir el movimiento obrero sobre una base antirracista clara. La aportación de este texto a mi trabajo académico sobre la construcción del sistema penal y penitenciario suizo en los siglos XIX y XX es doble.

Por un lado, me anima a reflexionar conjuntamente sobre la represión de clase europea y la expansión colonial, aunque sólo sea teniendo en cuenta que las instituciones penitenciarias y de represión penal se crearon al mismo tiempo que la transformación de las relaciones esclavistas y la violencia racial y colonial que la acompañó. Estos procesos no pueden disociarse por completo; Robinson utiliza la expresiva fórmula de «teoría racial del orden» (p. 192). Ofrece una invitación bastante sutil a analizar la continuidad entre los procesos de diferenciación intraeuropea (entre diferentes grupos étnicos, como volveremos a tratar, pero también entre las  y los trabajadores asalariados y lumpen proletarios objetivo del arsenal criminal y carcelario) y el proceso mucho más dramático y ontológico que caracteriza al sistema esclavista y colonial.

Por otra parte, el marxismo negro ofrece una reflexión sobre la forma misma de pensar los procesos históricos, y nos invita a ver las supervivencias y continuidades del feudalismo en la era capitalista contemporánea, lo que es particularmente pertinente para el caso suizo[3].

Como se puede ver, esta contribución no puede explicar por sí sola la riqueza del libro. No obstante, tratará de destacar sus rasgos más sobresalientes. Para ello, la primera parte ofrece un resumen y una discusión de los argumentos expuestos por Cedric Robinson, siguiendo el esquema del libro. En la segunda parte, vuelvo de forma más transversal sobre dos de los elementos más fructíferos de Robinson: el concepto de capitalismo racial y el descentramiento de la categoría de clase. Para concluir, vuelvo sobre la forma en que el marxismo negro puede ayudarnos a pensar y construir nuestras luchas para derribar el capitalismo racial.

El libro está estructurado en tres partes que podrían parecer relativamente independientes entre sí. La primera es una discusión de la literatura sobre la formación tanto del capitalismo europeo como del marxismo. En la segunda, Robinson presenta las condiciones históricas de la formación del radicalismo negro. Por último, en la tercera sección, analiza las trayectorias intelectuales y políticas de tres figuras del radicalismo negro, W.E.B. Du Bois, C.L.R. James y Richard Wright. Veamos cada una de estas secciones con más detalle.

Una larga historia de relaciones sociales; ¿un racialismo europeo ignorado por el marxismo?
La primera parte del libro se centra en Europa y pretende presentar las condiciones en las que surgió el marxismo. Ofrece una larga historia de la civilización europea y de los procesos por los que acabó convirtiéndose en una potencia colonizadora y esclavista. Hay tres aspectos de este análisis que conviene tener en cuenta, ya que arrojan luz sobre las razones de los límites del radicalismo europeo.

En primer lugar, Robinson plantea la tesis de un racialismo inherente a esta civilización, que en gran medida es anterior a las conquistas coloniales, puesto que ya se pueden encontrar huellas de él en el Imperio Romano. Con ello se refiere a la propensión a establecer distinciones entre grupos sociales (raciales, tribales, étnicos, lingüísticos, regionales) para justificar un orden social desigual. En su opinión, este racialismo, tan profundamente «inserto en las entrañas de la cultura occidental» (p.139), sirvió de caldo de cultivo para el establecimiento de un régimen racial y esclavista. En cierto modo, habría sido digerido para dar lugar al racismo colonial moderno. Por tanto, el racismo es ante todo un asunto europeo; no nace de un encuentro brutal con el mundo no europeo.

La segunda cuestión de esta primera sección se refiere a la transición del feudalismo al capitalismo y, más ampliamente, a la filosofía de la historia de Cedric Robinson. Esta filosofía considera que los procesos sociales tienen lugar a lo largo de un periodo de tiempo extremadamente largo y, yo añadiría, relativamente inmutable. También informa la forma en que analiza tanto el marxismo como el radicalismo negro. En su opinión, el capitalismo racial se ajusta plenamente a la continuidad de las relaciones sociales feudales. No es, como postularía un marxismo estrecho de miras, la negación del feudalismo, sino una ampliación de ciertos aspectos de éste. Robinson escribe que «los complejos sociales, culturales, políticos e ideológicos del feudalismo europeo contribuyeron más al capitalismo que los grilletes sociales que precipiraron a la burguesía en revoluciones políticas y sociales» (p. 53). Como veremos, su definición del radicalismo negro es también a muy largo plazo.

Por último, la tercera cuestión se refiere a la emergencia del socialismo y a sus límites políticos. También aquí el análisis adopta una visión a largo plazo; Robinson habla de «socialismo medieval» (p. 109) y plantea la idea de que el radicalismo europeo pertenece al mismo grupo que el capitalismo o el feudalismo. El socialismo no fue la negación del capitalismo por parte del proletariado, sino una reacción –inscrita y determinada por el sustrato ideológico occidental– a este nuevo modo de producción y acumulación de capital.

Para ilustrar este análisis, Robinson repasa los debates marxistas sobre la cuestión nacional y muestra cómo están marcados implícitamente por este sistema ideológico europeo. También presenta –y éste es un punto especialmente estimulante– el proceso por el que se construyó la división entre irlandeses e ingleses en el seno de la clase obrera. Basándose en Edward P. Thompson[4] (cuya obra clásica sólo contiene dos referencias a los negros), Robinson señala que esta división no era inicialmente evidente. Al contrario, la llegada de trabajadores irlandeses a Inglaterra brindó la oportunidad de un encuentro de las tradiciones políticas irlandesa e inglesa, cuya síntesis dio lugar al movimiento cartista.

Este último, centrado en torno a la Carta del Pueblo, combinaba las reivindicaciones políticas democráticas (sufragio universal, renovación anual de los miembros del parlamento) con la acción tumultuosa. Sin embargo, y éste es un aspecto esencial del que me parece que se ha hablado relativamente poco, la severa represión penal con la que se enfrentó el cartismo sentó las bases de un proceso de división en el seno del proletariado. Thompson relata algunos ejemplos de esta severidad penal: «el 9 de enero de 1831, se registraron 33 sentencias de muerte a prisioneros condenados por destruir una máquina de papel en Buckingham; en Dorset, 3 sentencias de muerte por extorsión y 2 por robo; en Norwich, 55 prisioneros fueron condenados por motín con destrucción de maquinaria ; en Ipswich, 3 presos fueron condenados por extorsión; en Petworth, 26 culpables de destrucción de maquinaria; en Gloucester, más de 30; en Oxford, 29; y en Winchester, de más de 40 presos condenados, 6 fueron ejecutados» (citado por Robinson, p. 101).

La criminalización de los repertorios de acción política elegidos por el movimiento tuvo como consecuencia, explica Robinson, empujar a la clase obrera inglesa a favorecer la acción sindical como medio de expresión política. Al hacerlo, en un contexto de expansión de las relaciones comerciales inglesas, pudieron [comenzar] a disfrutar (…) de algunos de los privilegios de una aristocracia obrera en un sistema mundial» (p. 102), en un momento en que Irlanda se enfrentaba a una hambruna catastrófica que provocó una emigración masiva a Estados Unidos, pero también un fortalecimiento del nacionalismo irlandés. Combinados, estos procesos instituyeron una división material entre trabajadores ingleses e irlandeses, basada en un sustrato racialista preexistente.

En resumen, según Robinson, los límites del radicalismo europeo residían en su incapacidad para pensar por sí mismo y para tomar la medida del impacto del racismo en su pensamiento político, en los movimientos políticos y sindicales que construyó y en la forma en que dio cuenta del sistema colonial y esclavista. Se dice que sus deficiencias son endémicas de lacivilización occidental» y que están relacionadas «directamente con la comprensión de la conciencia y la persistencia del racialismo en el pensamiento occidental» (p. 139).

Aunque es de agradecer que se muestren la continuidad social y económica entre el mundo occidental precapitalista y el que necesitamos comprender para cambiarlo, el planteamiento de Robinson me parece que adolece de un enfoque relativamente anhistórico, que también se encuentra en la segunda parte. Observar un objeto durante un periodo de tiempo muy largo (socialismo, raza, radicalismo negro, etc.) nos lleva a esencializar y cosificar objetos o categorías cuyo significado social evoluciona con el tiempo. Por ello parece sorprendente, por poner este ejemplo, permitirse hablar del socialismo en la Edad Media como base para una crítica justificada del movimiento obrero europeo.

Lo que está en juego es inmediatamente más importante cuando hablamos de raza, como señala Selim Nadi en su prefacio. ¿Podemos sostener realmente que la racialización que sustenta la esclavitud transatlántica a escala industrial es de la misma naturaleza que la que distinguía a los ciudadanos de los bárbaros en la antigua Grecia? ¿No equivale este planteamiento a trivializar la propia racialización colonial y esclavista? ¿Y, paradójicamente, no implica que debemos abstenernos de pensar en el cambio, en la abolición de esta racialización colonial y de los sistemas de violencia que posibilita? ¿No presupone, por último, que estas categorías de alteridad preexisten de algún modo al establecimiento de relaciones sociales basadas en estos criterios de alteridad?

Esta concepción histórica, que presupone una esencia relativamente inmutable al sistema ideológico europeo, se encuentra también en su análisis del radicalismo negro.

El surgimiento y los fundamentos de la tradición radical negra
Esta segunda sección examina las condiciones o el contexto del surgimiento del radicalismo negro, a saber, el capitalismo y la esclavitud transatlántica; también rastrea sus manifestaciones a lo largo de varios siglos y en varias zonas geográficas, y ofrece un análisis de sus fundamentos.

En cuanto al primer aspecto, Robinson se opone a las lecturas racistas o eurocéntricas de este movimiento y demuestra que, si bien la violencia producida por la civilización occidental es la matriz o las condiciones para la creación del radicalismo negro, éste va mucho más allá. En otras palabras, el capitalismo y la esclavitud son la razón de ser del radicalismo negro, pero no determinan su esencia, naturaleza o carácter. El radicalismo negro trasciende así su génesis. Para él, la institución de las relaciones esclavistas y raciales estuvo precedida por varios siglos de » destrucción del pasado africano por parte de la conciencia europea» (p. 169), lo que dio lugar a una identidad europea basada en el racismo. De este modo, Robinson vuelve una vez más a la historia de la región mediterránea y, en particular, a la relación de Europa con el islam, una relación que forma parte de un largo periodo de tiempo y que a veces se considera de forma anhistórica (como demuestran los numerosos desplazamientos temporales en la redacción de esta sección).

Tras analizar la formación de la conciencia europea, Robinson puede dedicarse a presentar los elementos que constituyen la esencia de la tradición radical negra, rastreando la historia de la resistencia y la rebelión a lo largo de varios siglos en toda América y las Antillas. Para él, «Marx no había percibido plenamente que los cargamentos de trabajadores también contenían culturas africanas, mezclas y combinaciones críticas de lengua y pensamiento, de cosmología y metafísica, de hábitos, creencias y moralidad.» (p. 228).

El radicalismo negro y las revueltas que son su expresión están, pues, enraizados en los sistemas ideológicos y metafísicos africanos. En esencia, pues, es ontológicamente distinto del marxismo o de los radicalismos europeos; no es simplemente una variante extraeuropea. Este argumento es crucial, porque es precisamente el que constituye la base del vínculo entre las tres partes del libro, y la clave del análisis de Robinson sobre los vínculos entre el marxismo y el radicalismo negro.

Para él, el carácter esencial del radicalismo negro puede observarse en todas sus manifestaciones históricas, desde el siglo XVI hasta nuestros días: la ausencia de violencia de masas. Una vez más, ve esta tradición a largo plazo y a escala mundial. Cuando comparamos, escribe, «una vez tras otra las represalias masivas y a menudo indiscriminadas de los amos civilizados (el empleo del terror) a la violencia de los esclavos (y en la actualidad de sus descendientes), se tiene la impresión de que esas personas brutalmente violadas compartían un orden de cosas muy diferente» (p. 303).

En su opinión, esto atestigua una epistemología colectiva fundamentalmente diferente de la de la civilización europea, expresada tanto en la violencia colonial y esclavista como en el marxismo y los movimientos obreros. La continuidad histórica de las formas adoptadas por las revueltas negras tendería por tanto a invalidar el análisis que Marx y Engels plantearon en El manifiesto comunista sobre el carácter ineluctable de la imposición de la ideología burguesa[5]. Como veremos, esta autonomía del radicalismo negro respecto a las relaciones sociales burguesas es un aspecto importante que C. L. R. James y Richard Wright.

¿Cuáles son los vínculos entre el marxismo y el radicalismo negro?
Antes de analizar la trayectoria y la obra de tres representantes de la tradición radical negra, Cedric Robinson desea señalar que el surgimiento del radicalismo negro se inscribe en un largo proceso social y, sobre todo, que se trata de una tradición esencialmente colectiva. De hecho, fue producida por las masas negras que luchaban por su existencia; la intelectualidad radical negra se limitó a formalizar algo que ya existía. “Su inteligencia», escribe Robinson, «pero siempre debemos tener en cuenta que su brillo también era un reflejo; el verdadero genio estaba entre la gente de la que escribían. Allí la lucha era, más que de palabras o ideas, de la vida misma» (p. 327). Esto le permite discutir el papel de la pequeña burguesía intelectual negra -a la que pertenecían W.E.B. Du Bois y C. L. R James- formada en parte por los sistemas educativos del régimen colonial.

En el noveno capítulo, Robinson describe la carrera del historiador y sociólogo W. E. B. Du Bois y, en particular, su distanciamiento de la historiografía dominante y del movimiento comunista. Su obra, Reconstrucción negra en América (1935), está arraigada en una filosofía de la historia que otorga centralidad tanto a las relaciones de producción como al papel histórico desempeñado por las masas negras. La consecuencia de esta postura analítica, informa Robinson, es considerar que «la esclavitud no era pues una aberración histórica, no fue un error en una época por lo demás democrático-burguesa. Era sistémica y sus huellas lo siguen siendo » (p. 357)[6].

Entre estas huellas que sobreviven a la abolición de la esclavitud, Du Bois analiza la contradicción racial existente en el seno del movimiento obrero, explicando que el orden económico «privaba simultáneamente a todo un segmento de las clases trabajadoras, los negros, de la posibilidad de acceder a este bienestar, al tiempo que proporcionaba una unidad ficticia de medida del estatus a los trabajadores no negros» (p. 439). Este «salario del hombre blanco», al que más tarde se referiría David Roediger[7] como una extensión de la obra de Du Bois, no era sólo material, sino también moral, psicológico y emocional. Al atar a los trabajadores blancos a sus explotadores, obstaculiza la construcción de un movimiento obrero fuerte.

Las relaciones sociales esclavistas persistieron en gran medida tras la abolición de la esclavitud, aunque la clase dominante en el poder ya no era la misma. La clase industrial victoriosa tenía a su disposición «los instrumentos de represión creados por la clase dominante del Sur, ahora subordinada. En su pugna con los trabajadores, podía activar el racismo para dividir al movimiento obrero en fuerzas antagónicas» (p. 363). Pero contrariamente a un discurso frecuente en los círculos radicales europeos, para Du Bois el racismo no era sólo una ideología que pudiera movilizarse para dividir a la clase obrera en momentos de mayor conflicto social. Al contrario, era una división, arraigada en el mundo social, que enfrentaba material, simbólica y moralmente a los trabajadores negros (y no blancos) con los trabajadores blancos.

Este análisis era compartido por C. L. R. James, cuya trayectoria intelectual y militante entre Trinidad y Gran Bretaña es el tema del décimo capítulo. Robinson vuelve en particular sobre las raíces sociales de James y su radicalización gradual a través del contacto con el marxismo. Sin embargo, en su ya clásico Black Jacobins[8], publicado en 1938 cuando James era una figura importante del movimiento trotskista, propone una ampliación o descentramiento del marxismo ortodoxo. En su análisis de la revolución haitiana, avanza la tesis de que el capitalismo se estructura en dos polos de expropiación; «la acumulación capitalista dio origen al proletariado en el núcleo industrial, la acumulación primitiva sentó las bases sociales de las masas revolucionarias en las periferias» (p. 568).

Sin embargo, y esta es una cuestión central que ya hemos tratado, estas dos clases revolucionarias se distinguen por el origen de su sistema ideológico y cultural. Robinson lee Black Jacobins a la luz de sus reflexiones sobre la naturaleza del radicalismo negro, pero también de las reflexiones de James sobre el lugar social de la pequeña burguesía y de su propia trayectoria política. A causa del racismo, a causa de la «línea de color» (por utilizar el término de Du Bois) que estructura todos los aspectos de la vida social, las masas negras no están alienadas por la ideología burguesa del mismo modo que los trabajadores blancos. Su potencial revolucionario es, por tanto, mucho más sólido que el de sus homólogos blancos.

A diferencia de los dos autores anteriores, Richard Wright no procedía de la pequeña burguesía negra, sino del campesinado negro del sur de Estados Unidos. También se diferenciaba de ellos en la forma de su escritura, ya que transmitía sus análisis políticos a través de novelas. Sus novelas revelan un poderoso enfoque analítico, enraizado en la tradición negra radical y en la encrucijada del materialismo negro y el psicoanálisis. Al igual que James, Wright considera que el sistema esclavista había integrado a los africanos deportados en el corazón de la organización industrial mundial, «mientras  los protegía del pleno impacto de la ideología burguesa» (p. 507).

A partir de entonces, el novelista sólo pudo criticar las debilidades del movimiento comunista al que perteneció durante diez años, entre 1930 y 1942. Wright consideraba el marxismo absolutamente necesario, pero insuficiente para comprender la estructura racial del proletariado estadounidense. En particular, consideraba que ningún movimiento «que, por razones ideológicas, diera por sentado el carácter progresista de la clase obrera, tendría éxito» (p.503). Fue esta comprensión del arraigo del racismo en las clases trabajadoras blancas lo que le llevó también a criticar el análisis marxista del fascismo. Para él, es necesario atacar las raíces psíquicas que permiten comprender la adhesión de una fracción significativa de las masas blancas al movimiento de extrema derecha.

Evidentemente, el análisis que Robinson hace de la obra de estos tres autores -y menos aún el relato que aquí se ofrece- no puede hacer justicia a su fuerza analítica y a las vías políticas e intelectuales que abren. El libro es una invitación a aprehenderlos plenamente, una invitación a la que sugiero responder brevemente en la segunda parte.

Una invitación a descentrar el marxismo
Como hemos visto, el encuentro entre el radicalismo negro y la teoría marxista presentada por Cedric Robinson nos invita a reconsiderar ciertos conceptos y análisis marxistas. Dos de ellos se discuten aquí: el capitalismo racial y la clase.

Vías estratégicas contra el capitalismo racial
La fuerza del concepto de capitalismo racial de Cedric Robinson reside en las vías estratégicas que abre. La raza no es simplemente un aspecto del capitalismo; al contrario, es su ontología, su fundamento. En otras palabras, para Robinson, no es sólo un producto histórico momentáneo en la historia de las relaciones de producción, sino un parámetro incrustado en la esencia misma de la civilización europea. En su opinión, la ideología racialista europea precede a las relaciones de explotación capitalista y conduce al antagonismo dentro de las clases oprimidas y explotadas.

Como señala el prefacio de Selim Nadi, esto plantea cuestiones estratégicas para los movimientos de emancipación. ¿Qué vínculos deben establecerse entre las organizaciones tradicionales del movimiento obrero (partidos, sindicatos y -a menudo olvidadas- cooperativas) y los movimientos antirracistas y anticoloniales? La lectura del libro también nos permite comprender mejor las raíces de la autonomía reivindicada por los movimientos antirracistas europeos. Una de las vías abiertas por Robinson, me parece, es la de luchar para que las conquistas del movimiento obrero del Norte no se hagan (o dejen de hacerse) a expensas del Sur global, y empujar a este movimiento a clarificar sus fundamentos antiimperialistas y antirracistas.

Además, me parece que el marxismo negro invita también al movimiento obrero a ampliar el espectro de su acción, organizándose política y sindicalmente también sobre cuestiones que no están estrictamente vinculadas al trabajo y la explotación; por ejemplo, la violencia policial y carcelaria. También son cuestiones de clase. En Occidente, las personas relegadas a los márgenes del empleo remunerado, que a veces se ven obligadas a realizar actividades económicas criminalizadas (como el tráfico de drogas o el trabajo sexual), proceden a menudo de antiguas colonias. Por tanto, el sistema policial y penitenciario está en parte vinculado a la división racial del trabajo, lo que debería ser una cuestión sindical. También debería llevarnos a replantearnos nuestra definición del proletariado o de la clase revolucionaria.

Descentrar la clase
Como hemos visto, Robinson retoma ciertas extensiones ortodoxas de los escritos de Marx, que distinguen al proletariado –que es la clase revolucionaria– del lumpenproletariado, el campesinado o la pequeña burguesía –que son reaccionarios–. Pero el autor nos muestra que estas categorías son más fluidas de lo que el marxismo clásico nos quiere hacer creer. Por ejemplo, en el capítulo sobre la clase obrera inglesa, nos insta a no «[ceñirnos a] distinciones demasiado fáciles entre trabajo empleado y desempleado e indigencia. Los tres constituían una subclase que se extendía a las filas de los trabajadores cualificados» (p. 89).

Así pues, la amenaza de caer en la pobreza, la indigencia y/o de ser aplastado por los sistemas penitenciarios es una herramienta formidable para el disciplinamiento de la mano de obra por el capital. Además, si consideramos el lugar que ocupan estos subgrupos en las relaciones de producción, no podemos ignorar que el lumpenproletariado también constituye una clase obrera. En Suiza, por ejemplo, los obreros confinados desempeñaron un papel importante –evidentemente bajo coacción– en el proceso de industrialización de la agricultura en la región de las Grandes Marismas de la meseta central[9].

Por otra parte, las clases calificadas de reaccionarias por ciertas lecturas ortodoxas y estrechas del marxismo son, como observa Robinson, precisamente las que estuvieron en el origen de las revoluciones victoriosas (el campesinado) o de las que procedía una parte importante de los dirigentes radicales (la pequeña burguesía). A la inversa, podríamos considerar, ampliando el análisis de Du Bois sobre la división racial del movimiento obrero o el de Wright sobre el carácter de la clase obrera blanca, que esta última podría en ciertos casos verse abocada a constituir una fracción de clase reaccionaria, comprometida en la defensa de su «salario racial». Esto debería llevar a los movimientos emancipadores a hacer de la división racial/colonial una cuestión de pleno derecho, y a construir luchas globales contra el capitalismo racial.

Conclusión
Creo que es importante señalar una contradicción en la filosofía de la historia encarnada en el marxismo negro. En mi opinión, al analizar las constantes civilizatorias a largo plazo –lo que incluye una lectura del marxismo que a veces parece un poco excesiva– Robinson deja poco margen para la perspectiva del cambio. Sin embargo, el sentido de su lectura de las obras de W. E. B. Du Bois, C. L. R. James y Richard Wright es precisamente arrojar luz sobre el potencial revolucionario de las masas negras y las posibilidades de que el movimiento obrero se construya más allá de la diferenciación racial. Esto es tanto más paradójico cuanto que precisamente la fuerza del marxismo negro consiste en subrayar estas perspectivas y formular, desde el Sur, una crítica extremadamente rica del marxismo en sus fundamentos epistemológicos.

Así pues, en lugar de repetir este pesimismo implícito, prefiero concluir, con Robinson, sobre las posibilidades de hacer un frente contra el capitalismo racial y las diferenciaciones que construye, ya sean raciales, nacionales o entre fracciones de clase explotadas y dominadas. Hacer un frente, entonces, no consiste en un simple discurso que enumere las categorías explotadas y dominadas, sino que implica la construcción y articulación de luchas que puedan atacar las instituciones que producen y reproducen estas diferenciaciones y anclarlas en la realidad.

Notas:
[1] Chuck Morse y Cedric J. Robinson (1999), «Capitalismo, marxismo y la tradición radical negra. An Interview with Cedric Robinson», Perspectives on Anarchist Theory, Vol.3, 1, pp.1-8.

[2] Cedric Robinson [(1983) 2021], Marxismo negro. La formación de la tradición radical negra (trad. de Juan Mari Madariaga), Madrid: Traficantes de sueños, 569 pp.

[3] Este enfoque abre la puerta a algunos trabajos fascinantes. Por ejemplo, véase Cédric Durand, 2020, Technoféodalisme. Critique de l’économie numérique, París: Éditions La Découverte, 256 p.

[4] Edward P. Thompson (1963), The Making of the English Working Class, Londres, Victor Gollancz Ltd, 848 pp. La obra fue traducida al francés en 1988: Edward P.Thompson [(1963) 1988, 2012 para la edición de bolsillo), The Making of the English Working Class (trad. Gilles Dauvé, Mireille Golaszewski y Marie-Noëlle Thibault), París, Éditions Gallimard, 791p.

[5] La burguesía, se lamentaban, «ha despojado de aureola a todas las profesiones que hasta ahora eran venerables y veneradas con piadoso respeto. Del médico, del juriconsulto, del sacerdote, del poeta, del sabio, ha hecho trabajadores asalariados. La burguesía ha desgarrado el velo de sentimentalidad que encubría las relaciones de familia y las ha reducido a simples relaciones de dineroLa burguesía no existe sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de trabajo, es decir, todas las relaciones sociales. La persistencia del antiguo modo de producción era, por el contrario, la primera condición de existencia de todas las clases industriales precedentes. Este cambio continuo de los modos de producción, este incesante derrumbamiento de todo el sistema social, (…) En una palabra: se forja un mundo a su imagen» Karl Marx y Friedrich Engels [(1848],2000), El Manifiesto Comunista, Ed. El Aleph.

[6] El filósofo afroamericano Charles W. Mills, que puede incluirse plenamente en esta tradición radical negra, propone el concepto de «contrato racial», criticando la interpretación liberal que considera el racismo como una simple desviación del contrato social «normal». La cuestión, escribe, «no son simplemente los hechos en sí, sino por qué estos hechos han permanecido incomprendidos y sin teorizar en la teoría moral/política blanca durante tanto tiempo». Charles W. Mills (1997), The Racial Contract, Nueva York, Cornell University press, p.124

[7] David Roediger (2007), The Wages of Whiteness: Race and the Making of the American Working Class, Londres: Verso Books, 224 p.

[8] La obra fue traducida por primera vez al francés en 1949 y reeditada por Éditions Amsterdam: Cyril Lionel Robert James ([1938], 2017), Les Jacobins noirs : Toussaint Louverture et la révolution de Saint-Domingue (trad. de Pierre Naville revisada íntegramente por Nicolas Vieillescazes), París, Éditions Amsterdam, 461 pp.

[9] La obra fue traducida por primera vez al francés en 1949 y reeditada por Éditions Amsterdam: Cyril Lionel Robert James ([1938], 2017), Les Jacobins noirs : Toussaint Louverture et la révolution de Saint-Domingue (trad. de Pierre Naville revisada íntegramente por Nicolas Vieillescazes), París, Éditions Amsterdam, 461 pp.