“En la época del ocio proletarizado incluso nuestros placeres son incompatibles con la vida”

Entrevista a SANTIAGO ALBA RICO / ESCRITOR Y FILÓSOFO

Por Esther Peñas 

Más de tres décadas después, ese legendario e irreverente, fresco y tosco programa televisivo dirigido a jóvenes que no acaban de entender realmente lo que sucedía en él llamado La Bola de Cristal, mantiene intacta su feligresía de entonces, a la que se han ido añadiendo con los años otros jóvenes indóciles. La editorial Pepitas acaba de reeditar algunos de los guiones que escribió Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) para este espacio que abría la mañana de los sábados, reunidos bajo el grito de guerra de su protagonista, la bruja Avería: ¡Viva el mal! ¡Viva el Capital!

En una de mis primeras entrevistas, Buero Vallejo me compartía que estaba cansado de que, escribiera lo que escribiese, parecía que solo había firmado una obra: Historia de una escalera. Algo así dice usted en el prólogo, a propósito de los electroduendes. ¿Cabe la resignación en estos casos?

Me contraría tanto como me enternece que los electroduendes me persigan como una Némesis. Por un lado, es normal que se recuerde más un programa que veían cinco millones de espectadores que unos libros que, en el mejor de los casos (¡en el mejor!), han leído cinco mil lectores. Los que en la presentación de una de mis conferencias, o luego a la salida, evocan con fervor y agradecimiento mis guiones, forman parte de una generación para la que La Bola de Cristal fue mucho más que un programa de televisión: fue una forma de vida, una escuela política, un refugio. Siempre percibo ahí una sensación de orfandad en la que me reconozco. Sólo eso puede explicar que un producto tan chapucero, tan primitivo, tan salvaje, permanezca en la memoria de tanta gente; permanece como la imagen de un jardín en un erial. Dice más acerca del país en el que vivimos que de mis guiones, que solo algunos sábados eran realmente buenos. A veces pienso que, si hubiera podido anticipar su relevancia mientras los escribía, hubiera tratado de que fueran mejores; pero enseguida me doy cuenta de que, si hubiera puesto más cuidado, habrían sido peores. Ese descuido e irresponsabilidad formaban parte de la magia disruptiva del programa, y de su mitificación posterior. También del pulso que le imprimió la alocada Lolo Rico, que era además mi madre. Para mí, los electroduendes eran un juego y un entrenamiento. Todo en esa época era juego y entrenamiento; juego y entrenamiento en medio ya de muchas mandíbulas que se cerraban a nuestro alrededor. Las mandíbulas se cerraron y eso explica quizás ese recuerdo luminoso por parte de mucha gente que luego no ha leído mis libros o que los lee buscando erróneamente eso.

Treinta y tres años después, la situación ha empeorado, siquiera por el hecho de que sería impensable un programa con semejante carga de sátira (pienso, por ejemplo, en Carne Cruda, o cuando secuestraron la edición de El Jueves porque salían los entonces príncipes en la cama). ¿Qué papel desempeñan los medios de comunicación en la construcción de sociedades de ciudadanos críticos y dóciles (esos “que solo creen en lo que ven”)?

No conviene idealizar un período de la historia marcado por la heroína, la desmovilización acelerada, la violencia y la desesperación literaria. Yo recuerdo los años 80 como pastosamente sombríos. Pero en algún sentido es cierto que se ha empeorado. Pensemos, por ejemplo, en los dos titiriteros detenidos en febrero de 2016 por representar una obra en la que se ahorcaba a un juez y se apuñalaba a un policía. Cito este caso y no otros –de raperos o músicos perseguidos por la justicia– porque los electroduendes eran también títeres, y porque hay que decir la verdad: uno solo de los ripios de la bruja Avería era más subversivo que cualquier cosa que se haya hecho después, y en 2021 me hubiese llevado a la cárcel. No sé si hoy escribiría yo esas cosas; no desde luego así; pero un títere debe poder permitirse hacer o decir lo que quiera: ahorcar jueces, apuñalar policías, violar monjas o guillotinar reyes. Los títeres y los artistas siempre han puesto el mundo del revés y un Estado democrático debe garantizar el derecho a representar el mundo del revés. Desde 1988, fecha en que se suspende La Bola de Cristal, no han dejado de promulgarse leyes liberticidas, leyes terroristas, leyes de partidos, leyes Corcuera, reformas del código penal o la llamada Ley Mordaza, de tal manera que el campo de la libertad de expresión se ha ido claramente restringiendo. También –hay que decirlo– porque se ha impuesto, junto al aparato legal liberticida, un puritanismo social, en la derecha y en la izquierda, que choca abiertamente con la irresponsabilidad subversiva de los años 80. Legal y culturalmente hemos perdido libertad. Y en este proceso, qué duda cabe, los medios de comunicación han jugado un papel fundamental, sobre todo la propia televisión. Lo he dicho otras veces: la Bola acaba en 1988 al mismo tiempo que se promulga la ley de televisiones privadas. En ese momento se impone un modelo de televisión uniforme y mercantil –muy ligado al de Berlusconi en Italia– que homogeneiza y despolitiza el espectro televisivo; y que pone fin a la televisión pública en España, recién nacida. Más canales y menos variedad. Más pantallas y menos contenidos.

La bestia, “que es invisible, que sigue arreglando cuentas por debajo”, ¿es la misma hoy que hace treinta y tres años?

La bestia es la misma, sus avatares no. Seguimos prisioneros de un capitalismo cada vez más incompatible con la democracia, los afectos incluyentes, la imaginación y la vida. Desde 1988, sin embargo, los procesos de descorporización capitalistas se han acelerado a través de las nuevas tecnologías, aplicadas a la velocidad, la guerra, la seguridad, el trabajo, las finanzas, la medicina y el ocio. En 1988 aún vivíamos en nuestros cuerpos; hoy ya no. Pero los electroduendes, por desgracia, hablaban de un mundo que aún nos es familiar. Digamos que en 1988 el capitalismo parecía más concreto y menos invencible; paradójicamente, también más sólido. Hoy el capitalismo podría venirse abajo de pronto sin mucho estrépito y de sus cenizas surgir algo peor.

¿A quién nombraría a día de hoy ministro de Expiaciones y Vergüenzas Ajenas?

Algunos políticos dan a menudo vergüenza ajena, pero no creo que ninguno de ellos esté dispuesto a asumir responsabilidades, ni siquiera respecto de sus propias decisiones. El chivo expiatorio es siempre el otro más débil; y la tendencia a las proyecciones freudianas, la forma rutinaria de hacer oposición en nuestro país. La bruja Avería, en su preclaro gobierno de la República Electrovoltaica de Tetrodia, había instituido ese cargo para tener siempre a mano un culpable al que fundir con su rayo; un ministro cuyo cometido era asumir la responsabilidad de todos los desmanes del Estado. Fundir a un ministro en lugar de un inmigrante o de una feminista me parece una idea bastante saludable.

¿Y quién podría encarnar a Bobín de los Bosques?

Creo que el mundo está lleno en realidad de Bobines y Bobinas anónimos que dejan a un lado todos los días el cinismo dominante y acometen ingenuamente la reconstrucción del mundo: madres, sanitarios, maestros, trabajadores. Quizás no están de buen humor (¿quién podría estarlo?) pero repiten sin cesar el gesto salvífico. Lo que no tenemos ya son bosques.

Leemos en uno de los guiones, en la voz del locutor, que Tetrodia Juanánodo Pérez Solenoide fue detenido por no ir a la moda. ¿Qué le parece toda esta práctica de la cancelación (empezando por la palabra misma, tan ortopédica)?

Es un término que nace en internet y que no puede disociarse de la red, donde con un solo dedo podemos bloquear o hacer desaparecer a un desconocido al que solo hemos reconocido como pura voluntad de mal. Nos sentimos cancelados y cancelamos en un potlatch sin fin. Si en lugar de un desconocido es un conocido o un famoso, el placer justiciero autoafirmativo es mucho mayor. Creo que es más saludable un puñetazo en un bar que una cancelación virtual. Un puñetazo es, después de todo, un reconocimiento existencial, corporal; la cancelación, en cambio, trata al otro como si fuera solo una mala idea; como si no contuviera otra cosa que el propósito de matarme. Es fruto de la época y de las redes: nos pasamos el día indignados y ofendidos.

Uno de los personajes habituales de los electroduendes era El Abominable, el intelectual vendido al poder. ¿Cómo reconocerlos, si hoy en día actúan de un modo más sutil?

El Abominable estaba un poco injustamente inspirado en la figura de Fernando Savater, un hombre inteligente, buen escritor, que entonces estaba muy próximo al PSOE, el partido del GAL, la reconversión industrial y la OTAN. Sigue siendo un hombre inteligente y buen escritor, pero hoy es mucho más Abominable que entonces. Políticamente hablando, quiero decir.

“Somos más de cien millones de escritores, pero nos faltan lectores o, por lo menos, compradores”. ¿Todo ha sido convertido en mercancía?

Todo: las semillas, el dolor, el color azul. Pero queda siempre un residuo en el cuerpo inalcanzable para el mercado: el amor y la risa.

Hay terroríficos anatemas en estos guiones, como “trabajar y vivir será incompatible” que se han materializado… ¿Tiene fin el Capital?

Respecto de 1988, el capitalismo ha introducido un cambio muy grande en nuestras existencias. Ya no es solo que el trabajo y la vida sean incompatibles. Ahora también el placer y la vida son incompatibles. En la época del ocio proletarizado incluso nuestros placeres son incompatibles con la vida. No somos dueños de nuestros medios de gozo como no somos dueños de nuestros medios de supervivencia. También nuestro tiempo libre ha sido encadenado. Se nos ha prohibido aburrirnos.

Amperio Felón, ¿tiene más de Soros o de Bill Gates?

Felón era una caricatura casi decimonónica, muy inspirada en Brecht, del explotador de éxito: hoy pensaría en nuestro muy nacional Amancio Ortega. Pero los grandes capitalistas no son así. No son Felón. La función se deja caricaturizar; ellos mismos, lo sabemos, son en cambio filantrópicos, tienen hijos a los que quieren y además son refinados y cultos. Por eso conviene recordar cómo funcionan y no sólo cómo viven. Siempre hay algo admirable en la vida de un millonario que evade impuestos y explota niños en la India.

¿No le resulta curioso que a pesar de que en estas décadas haya habido exposiciones, homenajes, numerosos escritos, reediciones sobre ellas, estas “fábulas de marxismo satírico para niños” no se hayan repuesto en televisión?

No, me parece coherente y, si me apuras, incluso sensato. He dicho algunas veces que hoy hay más talento que en 1988 pero menos libertad. Si ese talento quedara en libertad habría que hacer otra cosa, no la misma Bola de Cristal. Yo mismo no haría así los electroduendes. Marx mismo haría otro programa de televisión. Y no digamos Gramsci.

Maese Sonoro, Hada Vídeo, Hada Truca, Maese Cámara… ¿por cuál siente debilidad?

Mis favoritos eran Vídeo, con su ceceo enternecedor, bajo el cual se ocultaba una joven rebelde y empoderada, y el pobre pelabaudios de Maese Cámara, diana de todas las desdichas, un poco plañidero y siempre superviviente.

¿Cómo es posible que un ser tan abyecto como la bruja Avería se hospede en nuestra memoria sentimental rodeada de tal dosis de simpatía y cariño?

La bruja Avería es obviamente mi personaje favorito. En él confluyen tres virtudes: esa figura –que tanto recuerda a Santiago Carrillo– diseñada por Miguel Ángel Fernández Pacheco, la voz inolvidable de Matilde Conesa y el disfrute carnal asociado a su maldad entusiasta. Tuve una abuela que era un poco así y la queríamos muchísimo. No era hipócrita. La bruja Avería gozaba fundiendo y gripando con su rayo justiciero. No iba de humanitaria ni de demócrata ni de legal. Era fogosa y riente como un volcán; avasalladora como un tsunami; clara como un hachazo. Y respecto de nuestros mercados y nuestras armas era enternecedoramente inocente.

Hay que derribar la Bastilla. ¿Por dónde empezar?

Por encontrarla.

 

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