Jaime Vindel Gamonal: “El ecologismo no ha sido capaz de contrarrestar la cancelación del futuro de la época neoliberal”

Por Aurora Fernández Polanco / CTXT.es

Cultura fósil. Arte, cultura y política entre la Revolución industrial y el calentamiento global (Akal, 2023) es un libro imprescindible para cualquiera que quiera acercarse a los imaginarios del progreso en el arco temporal señalado en el título. Aterrizamos en imágenes que nos llevan de viaje desde las “nubes tormentosas” de las que hablaba John Ruskin en el XIX, hasta los versos de Pasolini, “veremos pantalones remendados;/ atardeceres rojos en suburbios vacíos de motores”. No necesitamos cruzar fronteras para encontrarnos con trabajos transversales, libros que unan la crítica cultural y la ecología, algo muy poco frecuente todavía en nuestro país, tan dado a los estrechos (y ciegos) cauces por los que transcurren las disciplinas, y que este extenso estudio acomete con pasión. Lo activo políticamente es que el libro está escrito sobre la urgencia de las brasas que todo intelectual debe pisar sin remedio, las de la crisis climática, ecológica y energética que nos asola. Con su autor, Jaime Vindel (1981), investigador del CSIC, vamos a tener el gusto de conversar.

Son tantos los asuntos tratados en esta estupenda panorámica que me gustaría detenerme en aquellos que tengan que ver con la necesidad actual (y urgente) de reconectar con determinados momentos en los que las cosas pudieron ser de otra manera; lo que tú denominas resistencia frente a la fatalidad. Un sí hay futuro. ¿Más allá del trabajo de un investigador académico ha sido esto parte del ánimo político y social que te ha invitado a escribir el libro?

Sí, claro. Mi impresión es que el ecologismo, pese a sus indudables logros, no ha sido capaz de contrarrestar la cancelación del futuro que asociamos con la época neoliberal. De hecho, en ocasiones tiende a reforzarla de acuerdo a la difusión de alertas sobre la gravedad de la emergencia ecosocial que no van acompañadas de propuestas que puedan aglutinar a las mayorías sociales. Su insistencia en la toma de conciencia no se ve acompañada de medidas que, sin ignorar los límites marcados por la situación (que no son solo ecológicos, sino también sociales, políticos, culturales, etc.), planteen la apertura de posibles horizontes de futuro deseables, en una escala que abarque desde ambiciosas transformaciones en los imaginarios culturales hasta la implementación de políticas públicas con un contenido más pragmático. Por decirlo de manera telegráfica, creo que una parte sustancial del ecologismo es refractaria a dar la disputa por la hegemonía, absorbida por la crudeza de los diagnósticos, la parálisis que generan filosofías de la naturaleza con un grado mínimo de incidencia social y unos imaginarios tributarios de la lógica de la desconexión, donde el Estado (y, más en general, el ámbito institucional) aparece como un problema y no también como parte de la solución. En contraposición, el libro trata de mostrar que, a lo largo de la modernidad industrial, los imaginarios culturales de la ecología han sido, entre otras cosas, una lucha por la hegemonía y la contra-hegemonía. Haber perdido parcialmente esto de vista representa, ante todo, un síntoma más del cierre de la imaginación política descrito por autores como Mark Fisher y Fredric Jameson. En ese sentido, revertir el fracaso del ecologismo, por emplear una expresión de Jorge Riechmann, implica aliarse con fuerzas sociales que lo exceden y que han tratado de combatir las desigualdades y los malestares que nos afectan, antes que fomentar cosmovisiones como la teoría de Gaia, que resultan muy estimulantes en términos cognitivos, pero bastante estériles en términos políticos.

Falta nos hacía también, Jaime, el hecho de reconectar con determinados imaginarios de la energía que buena parte de los estudios académicos (culturales, artísticos, literarios) han opacado y que desvelas y denuncias como creadores de naturalización de los desastres del capitalismo fósil. Consideras necesario que los análisis científicos deterministas se atraviesen con este imaginario (que nos configura) y que lleva en sí su carga política, económica y social. Es tu aportación a entender los problemas desde el materialismo de una manera distinta a la del marxismo duro, ¿no?

Así es. Como señalo en el libro, la historia de la energía es fascinante porque concentra con claridad lo que acabo de describir. La energía durante la modernidad industrial se ha configurado a la vez como una dimensión física y como una dimensión cultural. En este último ámbito, las imágenes y discursos que rescato en el libro han naturalizado o cuestionado una determinada percepción de la energía, muy dependiente de la ideología productivista, desarrollista y crecentista, por la cual presuponemos que es inagotable e inmaterial. La energía se ha configurado como un vórtice de las disputas por la hegemonía política. Casi todos los regímenes de los siglos XIX y XX, desde la Inglaterra victoriana hasta la España franquista, pasando por las democracias de posguerra, han articulado una relación entre progreso y poder mediada por la energía. Pensemos en los imaginarios del carbón o de las presas hidroeléctricas. Como refleja el término inglés “power”, que significa a la vez potencia y poder, la energía ha impregnado la historia política de la modernidad industrial. En ese sentido, como tú dices, lo que me interesa en el libro es suscitar un doble debate. Si aceptamos que la energía –y, más ampliamente, la ecología– ha sido un objeto activo de disputa política y cultural, entonces debemos deshacernos no solo de las posiciones deterministas del marxismo que concebían la cultura como una expresión superficial y burguesa de relaciones sociales opresivas que se situaban en otro lugar (la matriz productiva de la economía, la fábrica), sino también del cientificismo que atraviesa ciertos discursos sobre la energía, donde cualquier acontecimiento global tiende a emerger como un epifenómeno del pico del petróleo. Esos determinismos materialistas comparten la ilusión ideológica según la cual una situación de crisis revolucionaria o de colapso ecológico facilitará que al fin las cosas se vean tal como son, sin los velos de los discursos y los imaginarios, como si estos no acompañaran necesariamente cualquier coyuntura que afecte a las sociedades humanas. En realidad, ese tipo de posiciones suelen evidenciar la marginalidad política de quien las enuncia. El libro es también un intento de interpelarlas.

Tu crítica y posicionamiento al consumismo exacerbado que vivimos hoy en el corazón del neoliberalismo necesita de un apoyo utópico que te ayude a buscar una salida, y lo encuentras en las ecologías morales de los estudios culturales ingleses de la avanzada posguerra, tan ligados a la clase, porque imaginaron nuevas formas de vida “que impulsaran nuevos modos de percepción e intervención en la realidad”.

Lo que me interesa de la historia social y cultural en autores como E. P. Thompson o Raymond Williams es el modo en que abordan ese componente utópico, que en mi opinión posee unas raíces románticas evidentes, desde una reconstrucción minuciosa de la micro-política que opera en cualquier proceso de transformación gestado desde abajo (algo que echo en falta en los discursos ecologistas, más interesados en moralizar desde una perspectiva ético-filosófica que en comprender desde una perspectiva histórico-política). Pese a las diferencias entre ambos autores, los dos concedieron una gran importancia a la cultura como forma de producir a través de las palabras, las imágenes y las instituciones los vínculos y afectos sociales que atravesaron la construcción histórica del movimiento obrero. Describieron procesos de emergencia de una contra-hegemonía popular opuesta al elitismo cultural de los relatos burgueses de la cultura, a la construcción desde arriba que impulsan los discursos populistas sin base social y a la sociofobia que prima entre aquellas voces del ecologismo que niegan al pueblo la empatía que reclaman para nuestra relación con la biosfera.

Cuando hablas de Raymond Williams, señalas que en los años ochenta plantea un descentramiento de lo productivo en beneficio de la vida, justamente el lugar donde situaba el concepto de cultura. Recoges este testigo, algo recurrente y políticamente relevante en todo el libro, y lo traes al presente, donde dices que se enlazan las luchas ecosociales con las demandas del ecofeminismo. Me consta la transversalidad y porosidad en tus proyectos de investigación, donde propuestas concretas de las compañeras vienen a aterrizar y situar muchos de los problemas teóricos ¿No está el ecofeminismo un poco ausente en tu estudio? ¿Quizá al focalizar en la clase no hay lugar para ello?

Se trata más bien de una cuestión de honestidad política e intelectual. Creo que hay compañeras que están trabajando desde esa perspectiva con una profundidad y radicalidad que yo solo podría asumir de un modo impostado. Sería oportunista por mi parte. Dicho esto, como señalas, en el libro resalto los puntos de intersección entre las genealogías que rescato y algunas de las trayectorias del ecofeminismo (sobre el que conviene, por cierto, hablar en plural). Y, por otra parte, sin ánimo de excusarme, varias de las voces críticas más relevantes del ensayo son mujeres (desde Susan Buck-Morss hasta Roxanne Durban-Ortiz, pasando por las artistas del productivismo soviético), aunque no sean reconocidas habitualmente como escritoras o artistas ecofeministas. Por cierto, esto es algo que me preocupa: creo que, lamentablemente, tendemos a encasillar la crítica ecologista realizada por mujeres en el ámbito del ecofeminismo, como si su punto de vista no fuera relevante en otras discusiones sobre la transición ecosocial. Por lo demás, pienso que el ecofeminismo ha explorado con mucho más calado la vertiente subjetiva de la transformación ecosocial. La revolución cultural que reclaman estas autoras está habitualmente más encarnada que las apelaciones un tanto abstractas que suelen primar en otros discursos ecologistas.

Tu libro, Jaime, no es únicamente el de un erudito que nos muestra el reverso tenebroso de nuestro lugar de procedencia, el capitalismo fósil, el colonialismo extractivista, sino que, como hemos comentado, se hace propositivo en el hoy. Otra conexión importante que haces en este sentido tiene que ver con los imaginarios sobre la energía de la época del New Deal que pones en relación con la actual del Green New Deal, en cuanto a encontrar una alternativa a los combustibles fósiles.

Así es. He estudiado las películas que la administración Roosevelt promovió durante los años treinta con el objetivo de impulsar una nueva matriz energética. El New Deal realizó infraestructuras a gran escala en ecosistemas fluviales como el del río Misisipi, cuyos impactos socioecológicos negativos hoy conocemos bien. Pero, como contrapartida, encontramos en esas películas una imaginación política propositiva, que defendía la intervención de los poderes públicos en la transición energética. Pensemos que en ese momento el gobierno federal mantenía un pulso judicial con las grandes corporaciones del negocio fósil, lo que dotaba a estas producciones culturales de un compromiso político directo. Estas películas fueron capaces de crear una narrativa en torno a la energía hidroeléctrica como una nueva fuente de poder (recordemos la ambivalencia del concepto en inglés), impulsando una serie de imaginarios culturales situados en la historia de la propia nación norteamericana. Son producciones audiovisuales privilegiadas para repensar en el presente la relación entre imaginarios culturales, formaciones sociales, políticas públicas y crisis ecológica (de hecho, las tormentas de arena de comienzos de la década propiciaron procesos de aridificación de los suelos que presagiaban algunos de los peores efectos del cambio climático). La pregunta que nos deberíamos plantear entonces hoy es qué narrativas podemos incentivar para promover una transición ecosocial que parta de que toda construcción de hegemonía está siempre condicionada por elementos imaginarios de la historia heredada, sin que eso implique renunciar a combatir los aspectos socioecológicos más cuestionables de proyectos políticos como el New Deal (que, como defiendo en el libro, ya fue un Green New Deal). Frente al platonismo del ecologismo de la verdad, y sin minusvalorar la importancia de esta, nos convendría aceptar que las imágenes tienen una potencia esencial para el cambio histórico, en la medida en que permiten desdoblar la realidad en dos (ese es el trabajo de la ficción) e impulsan la movilización subjetiva de los cuerpos de la multitud. Lo que nos cuesta no es admitir la gravedad de la crisis ecológica, sino experimentar la sensación cierta de que existen salidas viables y estimulantes a la situación en que nos encontramos. Y hay que imaginarlas.

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