“Es difícil decir que los gobiernos de izquierda tuvieron políticas penales progresistas”

Con el argentino Máximo Sozzo.
Por Rafael Rey
Los gobiernos progresistas llegaron al poder sin que la seguridad fuera una de sus principales preocupaciones. Con el paso del tiempo se vieron forzados a implementar iniciativas que terminaron representando una continuidad respecto de las políticas de la derecha. En esta entrevista, el argentino Máximo Sozzo explica por qué, luego de una década en el poder, el progresismo no pudo desarrollar estrategias de seguridad que lo diferenciaran de sus rivales políticos.

Durante la llamada “década progresista” hubo características comunes en las políticas económicas y sociales de varios gobiernos de la región. ¿Existieron políticas de seguridad de ese signo?

Es difícil decir que existió en las experiencias de las distintas alianzas gubernamentales de izquierda, posneoliberales o progresistas, algo así como un modelo de política penitenciaria y penal que formara parte de esas alianzas gubernamentales. Pero hubo momentos en la historia de estos gobiernos en los cuales sectores de estas alianzas, que claramente tenían en el problema del control del delito un tema muy relevante, fundamental, lanzaron iniciativas con clara connotación progresista.

Dos ejemplos. En Venezuela, en 2006, estalla un escándalo en torno a las prácticas violentas de la Policía Metropolitana de Caracas, una policía muy tradicional, históricamente corrupta y violenta. Se produce una serie de casos muy violentos que dan lugar a una crisis pública de la Policía Metropolitana, y el gobierno de Hugo Chávez reacciona instalando en el centro de la agenda pública y política la reforma de la policía.

Es una iniciativa de reforma estructural difícil de encontrar en la historia de América Latina. Se produce respondiendo a una coyuntura particular y a una crisis particular, pero especialmente entre 2007 y 2012 tuvo una intención deliberada, transformativa y democratizante, sin dudas.

El otro ejemplo es la experiencia del gobierno de Rafael Correa en Ecuador.

Correa gana las elecciones en 2007, se conforma la Asamblea Constituyente y eso dispara la Constitución de 2008, en la que ya hay toda una serie de reglas en materia de justicia penal, de política penal, extraordinariamente progresistas. En ese escenario se lanzan iniciativas como el indulto a las mujeres recluidas en las prisiones por delitos vinculados al transporte de drogas ilegales, las mulas. En 2009 Correa indulta a 2.223 mujeres.

Un número muy elevado en términos relativos.

Sí. Entre 2007 y 2009 la tasa de encarcelamiento en Ecuador bajó de 130 presos cada 100 mil habitantes a 73 cada 100 mil. El indulto jugó un rol crucial, pero además fue anunciado y legitimado públicamente, porque el presidente explicó los efectos negativos que el encarcelamiento tiene para la trayectoria de vida de estas mujeres. Al hacerlo cuenta un dato de su biografía que nadie conocía: que su padre había estado preso por haber transportado drogas a Estados Unidos, y relata en primera persona los efectos de tener un padre preso por ese motivo. Esa iniciativa es rodeada de otras: una reforma legal sobre los delitos de hurto que busca descriminalizar ciertas variantes del hurto y reduce las penas para otras; se forma una comisión para hacer un nuevo Código Penal; se crea la defensa pública, que en Ecuador no existía como institución autónoma.

Yo diría entonces que no es una constante de todas las experiencias políticas; que no forma parte constitutiva de la identidad de estos programas políticos, pero sí que hubo momentos interesantes en los cuales estas alianzas gubernamentales lanzaron iniciativas que encarnan valores posneoliberales, progresistas, de un modo muy claro.

El problema fundamental es que tuvieron dificultades para persistir a lo largo del tiempo. En parte porque no formaban parte de la promesa posneoliberal, es decir, no eran un componente fundamental. Por tanto, se las podía aplicar y después dejarlas de lado sin romper un contrato de lealtad política con el votante.

Lo que quiero decir es que la contención de los niveles de punitividad no fue parte de la promesa posneoliberal en ninguna de estas jurisdicciones. Fue un elemento que con mucho esfuerzo actores de estas alianzas gubernamentales introdujeron, pero que estuvo muy sometido a la coyuntura política y electoral. Cuando estos elementos empezaron a generar ruido en la reproducción de una posición hegemónica, los principales líderes de estas alianzas no tuvieron demasiados problemas en girar sobre sus pasos y adoptar posiciones punitivas. Esto en Venezuela se ve muy claro en el discurso del comandante Chávez desde 2008-2009 en adelante.

Chávez incluso cita en un discurso público a Michel Foucault y sus ideas plasmadas en Vigilar y castigar. Pero luego dice: “Hace diez años que estamos haciendo una revolución; Venezuela está cambiando radicalmente su visión hacia una sociedad más justa y equitativa, menos desigual. Constantemente estamos llamando a los ‘chamos’ a que se unan al proceso revolucionario; sin embargo, muchos jóvenes de los barrios siguen llevando adelante prácticas delictivas vinculadas al mundo de las drogas ilegales, al mundo del delito contra la propiedad, al uso de armas. Vuelvo a reiterar mi llamado a que dejen esas prácticas y se unan al proceso de transformación. Si no se unen… esto empieza a ser un problema de responsabilidad individual”. Esto es un giro interesantísimo. No lo dice explícitamente, pero el mensaje es: “Les estamos dando hace diez años la oportunidad de incorporarse a la transformación social; las condiciones de vida están cambiando velozmente y en términos positivos, y ustedes persisten en la vía delictiva, empiezan a jugar en contra del proceso revolucionario. Empiezan a ser responsables individualmente, y por tanto, aténganse a las consecuencias. Vamos a ir por ustedes”. Nace ahí una espiral de crecimiento del encarcelamiento verdaderamente alucinante, que genera que de una tasa de encarcelamiento de 87 presos cada 100 mil habitantes, en 2008, se pase a una de 172 presos cada 100 mil habitantes en 2014.

En Posneoliberalismo y penalidad en América del Sur usted hace referencia a que los gobiernos progresistas no pudieron desarrollar políticas de seguridad de izquierda. Primero por temor a parecer “blandos”, y por otro lado por respeto al poder que todavía tienen las fuerzas de seguridad.

Las dos cosas son relevantes. Un elemento crucial para entender la recaída de estas alianzas gubernamentales en lógicas de incremento de la punitividad es la competencia electoral. Y el rol de las oposiciones, que no es menor, y que no debe ser disminuido: una oposición que presiona para colocar en el centro de la escena el problema del delito y un lenguaje de endurecimiento penal, y que por lo tanto puede atacar como blandas a estas iniciativas progresistas. Esto genera, en sectores de las alianzas gubernamentales posneoliberales, un cálculo por conveniencia, no por convicción, del efecto político y electoral que ese tipo de ataques tiene en el debilitamiento de posiciones hegemónicas. Hay ahí todo un juego de la política que se cuela en esas alianzas y que articula, al menos en algunos de sus sectores, un planteo pragmático que dice: “No podemos hacer que la derecha nos ataque sistemáticamente por ser blandos con el delito; estas iniciativas no son tan importantes para las transformaciones sociales y económicas que estamos llevando adelante, concedamos iniciativas de carácter conservador para poder seguir aplicando las transformaciones económicas y sociales que deseamos”. Ese tipo de herramienta retórica tuvo mucho éxito dentro de estas alianzas gubernamentales, incluso en algunos de sus principales dirigentes.

El otro componente es también muy relevante, y el ejemplo de Ecuador es perfecto en este sentido. En 2007 el presidente Correa lanza iniciativas que tienen elementos progresistas muy visibles y claros. En 2008 un sector de su Alianza País empieza a discutir la posibilidad de reformar la Policía Nacional, un organismo de cierto prestigio y muchos recursos que no era visualizado como estructuralmente corrupto y violento. Dos años después se produce el intento de golpe de Estado, protagonizado por la policía. Muchos esperábamos entonces que la tentativa de golpe terminara de convencer a Alianza País de la necesidad de una reforma estructural de la Policía Nacional. Lo que pasó fue exactamente lo contrario: la Policía Nacional se constituyó como un actor que puso límites a estas alianzas gubernamentales. Eso fue muy claro de 2010 en adelante. Correa empezó a hacer un giro de 180 grados en su discurso público y en sus iniciativas políticas. En 2011 lanza un referendo en el que pregunta a los ecuatorianos si están a favor de incrementar los niveles de punitividad, y los ecuatorianos dicen sí en un 88 por ciento. El presidente retoma así retóricas típicas de la derecha y pone en marcha iniciativas en esa dirección.

Para dejar tranquilos a estos tipos que le habían querido dar un golpe de Estado.

Claramente. Para mí eso ayuda a entender la cautela de muchas alianzas gubernamentales en este terreno: las transacciones, las opciones por conveniencia, pragmáticas. Pero eso no quita que algunas de ellas en ciertos momentos hayan tenido momentos virtuosos, cuando de verdad construyeron una alternativa, cuando de verdad instalaron lógicas distintas, momentos que duraron poco pero que no necesariamente fueron inefectivos.

¿Cómo observa la creciente militarización de las policías nacionales en los países de la región?

Es difícil generalizar. Lo que sí creo es que en muchas jurisdicciones es muy visible que en las instituciones policiales hay una especie de remilitarización. Uso la expresión “remilitarización” porque es indudable que en las policías de América del Sur existe una larga influencia del modelo militar que se manifiesta de maneras distintas.

Las policías en América Latina nacieron militarizadas. Y hay prácticas policiales contemporáneas que implican una remilitarización; formas de intervención de la policía en el espacio de la ciudad, que implican reforzar un estilo de actuación que tiene como paradigma al militar en tanto fuerza de ocupación, al militar que venció en una batalla y ocupa un territorio. Es un policía altamente armado, pertrechado, vestido cada vez más parecido a un soldado en medio de una guerra, con armamento de alto potencial lesivo, con casco, chaleco antibalas, rodilleras, coderas, botas, incluso cambiando el color de su uniforme hacia el negro o el camuflado, y que desarrolla un tipo de presencia en el territorio que se traduce en retenes, requisas y altas dosis de ejercicio de la violencia verbal y física, y eventualmente en detenciones.

Este año en Uruguay se está registrando un incremento importante de los asesinatos, y la oposición ha vuelto a plantear la cuestión de poner a los militares a patrullar las calles. ¿Esta militarización de la policía no puede verse como una respuesta del progresismo ante esa demanda? No son militares pero se les parecen.

Estoy de acuerdo. Eso está vinculado a prácticas, lo que se llama técnicamente “policiamiento ostensivo”: tácticas, técnicas e intervención policial de mucha presencia en el espacio público, de mucha visibilidad. La intervención de estas fuerzas militares, con toda su parafernalia, sus uniformes, colores, armamentos, está construida como mensaje de carácter simbólico. No son fuerzas que produzcan grandísimos resultados en términos de reducción del volumen de actividad delictiva. De hecho nadie se preocupa por saber si lo hacen o no, lo que importa es que crean esa sensación, crean ese mensaje. Y, claro, como mecanismo de creación de ese mensaje son muy buenas, muy efectivas. Yo me sentía muy inseguro en mi barrio y de repente aparece un retén de tipos que parecen militares, altamente armados, que dicen que van a proteger a los ciudadanos honestos, y como yo soy un ciudadano honesto me siento protegido. Y eso, salvo en segmentos que tienen una cultura crítica, genera altos niveles de consenso.

 


Quién es Sozzo

Máximo Sozzo es abogado y doctor en derecho. Dirige la Maestría en Criminología y el Programa Delito y Sociedad, de la Universidad Nacional del Litoral, de la ciudad de Santa Fe, y es un referente en el mundo de la criminología. Su último trabajo fue la coordinación del libro Posneoliberalismo y penalidad en América del Sur, editado por Clacso en 2016. Actualmente es editor asociado de Punishment and Society. The International Journal of Penology, una de las revistas académicas más importantes e influyentes en criminología.

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