Las virtudes de lo inexplicable

Sobre los «chalecos amarillos»… (1)

por Jacques Rancière [2]

Explicar a los “chalecos amarillos” ¿Qué se quiere decir con explicar? ¿Exponer los motivos por los cuales aconteció lo inesperado? Estos, en verdad, raramente faltan. Cierto es que para explicar el movimiento de los “chalecos amarillos”, los motivos existen en abundancia: la vida en las área periféricas, carentes de trasportes, servicios públicos y comercio local, el cansancio de los largos trayectos diarios, el empleo precario, los salarios insuficientes o las pensiones indecentes, la existencia crédito, los fines de mes difíciles…

De hecho, hay aquí diversos motivos para sufrir. Pero sufrir es una cosa, no sufrir más es otra completamente diferente. Hablamos de lo opuesto. Por ahora, las razones para el sufrimiento enumeradas para explicar la revuelta se asemejan exactamente a aquellas por las cuales alguien podría explicar su ausencia: los individuos sujetos a tales condiciones de existencia no tienen tiempo ni energía para rebelarse.

La explicación de los motivos por los cuales las personas se mueven es idéntica a aquella de porque no se mueven. No es una simple inconsecuencia. Es la propia lógica de la razon explicativa. Su papel es probar que un movimiento capaz de ir más allá de todas las expectativas no tiene otro motivo más allá de aquellos que alimentan el orden natural de las cosas, lo que es explicado con los mismos argumentos de la inmovilidad. Esto prueba que no aconteció nada que ya no fuese conocido, desde donde se mire si alguien tiene el corazón a la derecha, la conclusión de que este movimiento no tenía razon de ser, o, si alguien tiene el corazón a la izquierda de que las movilizaciones están enteramente justificadas, pero, infelizmente, fue conducido en el momento equivocado, de hecho errado y por las personas erróneas. Lo esencial es que el mundo continúa dividido en dos: hay las personas que no saben porque se mueven y las que saben de eso por ellas mismas.

A veces es necesario hacer lo contrario: comenzar precisamente por el hecho de que aquellos que se rebelan no tienen más motivos para hacerlo que los que los tienen para no hacerlo –los cuales por cierto tienen, muchas veces, hasta bastantes más razones para haberlo hecho-. Y a partir de ahí, ya no se pregunta sobre los motivos que vuelven posible dar un orden a este desorden, pero si preguntamos lo que ese desorden las respuestas nos dicen sobre el orden dominante de las cosas y sobre el orden de las explicaciones que normalmente las acompaña.

Más que todos los de los últimos años, el movimiento de los «chalecos amarillos» es protagonizado por las personas que no se mueven: no cuentan con representación de clases sociales definidas ni con categorías conocidas por sus tradiciones de lucha. Hombres y mujeres de mediana edad, semejantes a aquellos que encontramos todo los días en las calles o en las autopistas, en las obras y estacionamientos, teniendo como único signo distintivo un accesorio que todo motorista o conductor de automóvil está obligado a portar. Salieron a las calles en aras de una preocupación más banal, el precio de la gasolina: símbolo de esta masa devota del consumo que incita a los corazones de los nobles intelectuales; símbolo también de esta normalidad sobre la cual reposa el sueño tranquilo de nuestros gobernantes: esta mayoría silenciosa, conformada de puros individuos dispersos, sin forma de expresion colectiva, sin otra “voz” sino la que periódicamente cuentan las pesquisas de opinión y los resultados electorales.

Las revueltas no tienen motivos, pero por otro lado, sí tienen una lógica, y esta consiste justamente en una ruptura de las estructuras dentro de las cuales son de ordinario percibidos los motivos del orden y del desorden, así como las personas capaces de juzgarlos. Estas estructuras son, antes que nada, usos del espacio y del tiempo. Es significativo que estos “apolíticos”, de quien se enfatiza la extrema diversidad ideológica, retomaron la forma de acción de los jóvenes indignados del movimiento de las plazas, una forma que los estudiantes rebelados tomaron de los trabajadores en huelga: la ocupación.
Ocupar es elegir, para manifestarse como colectividad en lucha, un lugar común, cuya designación normal es desviada: producción, circulación u otro. Los “chalecos amarillos” escogieron las rotondas, esos no lugares en torno a los cuales los conductores anónimos ruedan diariamente. Allí, instalaran equipamientos de propaganda y carpas improvisadas, como hicieron, en los últimos diez años, los anónimos reunidos en las plazas ocupadas.

Ocupar también es crear un tiempo específico: un tiempo desacelerado en relacion a la actividad habitual y, por lo tanto, un tiempo que se distancia del orden habitual de las cosas; por otro lado, un tiempo acelerado por la dinámica de una actividad que obliga a responder constantemente los plazos para los cuales no estamos preparados. Esta doble alteración del tiempo cambia las velocidades normales de pensamiento y acción. Ella transforma, al mismo tiempo la visibilidad de las cosas y el sentido de lo posible. Lo que fue objeto de sufrimiento gana otra visibilidad, la de la injusticia. El rechazo de un impuesto se vuelve sentimiento de la injusticia fiscal y, después, el sentimiento de la injusticia global de un orden mundial. Cuando un colectivo de iguales interrumpe el curso normal del tiempo y comienza a tensionar un hilo –hoy, el impuesto sobre la gasolina, criterios para entrada a la Universidad o la reforma de la Previsión, ayer, leyes laborales −, es todo el denso tejido de desigualdades que estructuran el orden global de un mundo gobernado por la ley del lucro que comienza a destrabarse.

Ya no es más una demanda que demanda una satisfacción. Son dos mundos que se oponen. Pero esta oposición de mundos agudiza la discrepancia entre lo que es exigido y la propia lógica del movimiento. Lo negociable se vuelve innegociable. Para negociar, se envían representantes. Pero los “chalecos amarillos”, oriundos del interior profundo, de quien se dice serán todos oídos por las sirenas autoritarias del “populismo”, adoptaran esta reivindicación de horizontalidad radical que considerábamos como exclusiva de los jóvenes anarquistas románticos de los movimientos Occupy o de las ZAD. No hay negociación entre los iguales reunidos y los gestores del poder oligárquico. Esto significa que solo de aterrorizar a estos últimos, la reivindicación ya triunfa, pero también su victoria muestra que el miedo es el fin del poder de los “representantes”, de aquellos que piensan y actúan para los otros.

Es verdad que esa “voluntad” puede tomar la forma de una reivindicación: el famoso referéndum de iniciativa ciudadana [3]. Pero la realidad es que la fórmula de la reivindicación razonable oculta la oposición radical entre dos ideas de la democracia: de un lado, la concepción oligárquica dominante: el conteo de votos a favor o votos en contra, en respuesta a una pregunta hecha. Del otro, la concepción democrática: la acción colectiva que declara y verifica la capacidad de cualquiera de formular las propias preguntas. Porque la democracia no es una mayoría de los individuos. Es la acción que implementa la capacidad de cualquier uno, la capacidad de aquellos que no tienen “competencia” alguna para legislar y gobernar.

Entre el poder de los iguales y el de las personas “competentes” para gobernar, siempre puede haber enfrentamientos, negociaciones y compromisos. Pero, tras eso, queda el abismo de la relacion innegociable entre la lógica de la igualdad y la de la desigualdad. Es por eso que las rebeliones quedan siempre a mitad de camino, para gran desagrado y para gran satisfacción de los estudiosos que los declaran condenados al fracaso por estar desprovistos de “estrategia”. Pero una estrategia es apenas una manera de parar los golpes dentro de un determinado mundo. Ninguna estrategia enseña a llenar el abismo entre dos mundos. “Nosotros vamos hasta el fin”, dicen ellos de nuevo. Aunque, este fin del camino no se identifica con ningún propósito definido, especialmente desde que los Estados llamados comunistas sofocaron en sangre y lodo la esperanza revolucionaria. Ese puede ser el camino para entender el slogan de 1968: “ES SOLO EL COMIENZO, CONTINUEMOS LA LUCHA”. Los inicios no llegan al fin. Ellos quedan a mitad de camino. Eso también significa que ellos no cesan de reiniciar, de volverse actores. Es el realismo – inexplicable – de la rebelión, aquel que exige lo imposible. Porque lo posible ya fue hecho. Esta es la fórmula del poder: no alternative.

Traducción: Santiago de Arcos-Halyburton

Notas:
[1] Link al texto en francés: https://aoc.media/opinion/2019/01/08/vertus-de-li}nexplicable-a-propos-gilets-jaunes/
[2] Jacques Rancière, filósofo, profesor emérito en la Universidad de Paris VIII, Vincennes à Saint-Denis.
[3] EL Referéndum de Iniciativa Ciudadana (RIC) o Referéndum de Iniciativa Popular (RIP), es el nombre dado en Francia a un dispositivo de participación popular, cuy a implementación es reivindicada por el movimiento de los “chalecos amarillos” desde mediados de 2018 (N.T).
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