por Bruno Cava
Habrá infinidad de obituarios, declaraciones, ensayos, pero me permito una nota muy personal.
El Toni Negri de mediados de los años 2000, cuando lo conocí por primera vez, en una conversación, en una casa en el cerro de Santa Teresa, en Río de Janeiro, era lo más parecido, que he conocido en mi vida, a un hombre del Renacimiento. Una inteligencia viva, voraz y universal, esa fue mi impresión. Años más tarde, al reseñar «Commonwealth», aludí a esta ocasión bajo el título «Amor y poscapitalismo». Pues sí, Negri en aquella ocasión habló de la dimensión política del amor, el amor cupiditas, que se recrea y se reinventa a partir de la soledad, la pobreza, el desierto.
En sus intervenciones, razón y pasión se mezclaban en Toni, sin perder nunca la equilibrada serenidad del conjunto, sin coquetear con la oscuridad o el equívoco. Como Giordano Bruno o Galileo, Toni nunca permitió que la dolorosa experiencia de sus peores momentos se infiltrara en sus pensamientos. No se dejó envenenar por los sinsabores de la venganza o del rencor, no dudó en metabolizar las transformaciones del tiempo. Fue un filósofo atravesado de punta a cabo por la tesitura histórica, decía ser sólo, apenas, un lector y revolucionario de su tiempo, y de hecho transito y se empapo en la tierra fértil de las luchas callejeras, los debates desde el púlpito y el calor de las asambleas, como Maquiavelo. o Gramsci, pero eso no le afectaba el humor, ni lo hacía antipático. Los años de plomo, al final, fueron ligeros para él, lo que requiere arte y astucia. Continuó viviendo así, inmerso en el mundo, en la cotidianeidad, bebiendo vino, discutiendo en la mesa de un bar, chismorreando sobre compinches y enemigos, testarudo, orgulloso, alegre al máximo.
Todos los períodos de derrotas y tribulaciones que atravesó, y hubo algunos (la pérdida de ‘compagni’, el aplastamiento político, la amargura de las acusaciones falsas, el ascenso al poder de aquellos a quienes más despreciaba) no le infectaron, sin embargo, ningún derrotismo. Desafío a cualquiera, que lea atentamente su monumental obra, a encontrar un solo pasaje que respire melancolía.
Detenido por primera vez en 1979, luego en una prisión de máxima seguridad, se reinventó, ante todo, a través del estudio. Recreó su pensamiento a partir de las fuentes que logró introducir clandestinamente en su celda, en condiciones de extrema inseguridad, humillación y falta de perspectivas. La trayectoria de Toni Negri me atestigua el gran poder del estudio, su fuerza para salvarnos de, y en, las peores condiciones. Realmente puede cambiar una vida.
Tras las rejas, Negri estudió intensamente a Spinoza, un Spinoza filtrado en gran medida a través de Deleuze, pero no por eso menos original, en particular, en lo que respecta a la tesis de la segunda fundación del spinozismo. Un Spinoza que era, inusualmente, marxista y un Marx que se convirtió en Spinoza al mismo tiempo. De este estudio en abîme surgieron al menos tres libros, empezando por esa ruptura y cambio del paradigma en los estudios spinozistas, en general, que fue la «Anomalía salvaje».
Durante la misma estancia en el infierno, estudió el bíblico «Libro de Job», del que surgiría el libro «La fuerza del esclavo», y también estudió con diligencia la obra del poeta Giacomo Leopardi (por así decirlo, el Hölderlin «italiano», aunque para Negri lo que importaba era el Leopardi europeo e ilustrado, y no el poeta nacional reconstruido por el Risorgimento), cuyo por lo demás magnífico poema de resiliencia y pesimismo, titulado «La ginestra» (o «Flor del desierto»), sólo pude apreciarlo incluso después de sumergirme en el idioma. Esta obra poética del siglo XIX fue utilizada por el filósofo encarcelado para un largo y denso libro de filosofía, publicado cuando estaba en libertad, en 1987, no por casualidad titulado «Lenta ginestra» (lamentablemente todavía sin edición brasileña).
Cuando fui testigo del discurso de Toni a mediados de los años 2000, acababa de estrenarse en portugués su «Alma Venus Multitudo», que había escrito en la segunda temporada que pasó en una prisión italiana, debido a acusaciones recalentadas. La evidencia se limitó a delaciones premiadas de ex camaradas arrepentidos. El libro publicado recientemente, en 2003, se desarrolla de forma geométrica, en proposiciones, similares a la Ética de Spinoza.
En aquel momento, en el umbral de los setenta, Negri bien podría recurrir a sus recuerdos, para transmitir con sabiduría el legado de las luchas autonomistas que culminaron en el Movimiento de 1977, de los entrelazamientos con los ‘soixante-huitards‘ (Guattari, Deleuze, Foucault, sus amigos…), de la sorprendente (e insuperable) reelaboración del sistema-mundo en «Imperio» y «Multitud», pero no. Todo en él era diseño, construcción, sentido de urgencia. Todo seguía abierto, a punto de hacerlo.
Siempre he estado en desacuerdo con François Zourabichvili cuando escribía que la ausencia de un proyecto es la condición negativa de lo que Deleuze denomina «creer en el mundo». Como sabemos, el deleuziano Zourabichvili delimita el pensamiento de Deleuze y Negri atribuyendo al primero un sesgo político puramente táctico de escaramuzas y desestabilizaciones locales, mientras que el segundo apuesta (¿todavía? ¿residuo voluntarista?) por un ‘telos‘, una marcha hacia adelante. de movimientos, la multitud.
Bueno, como ya escribí en otro lado, no veo esa la fuerte línea divisoria, casi me suena a una etiqueta vaga de Zourabichvili, no. La multitud es un concepto tan «optimista» como el proletariado en Marx, o la democracia absoluta en Spinoza, y lo que en Deleuze es «pessimisme joyeux» se encuentra también por todas partes en Negri, en la reinvención incesante a pesar de todo, en la inquietud insuprimible ante la reapertura del tiempo histórico, en la reinvención de la obra, y en la reinvención de uno mismo a través de la obra; tal como un humanista del Renacimiento llevó a cabo la síntesis entre pasado y presente señalando lo nuevo, siguiendo el ejemplo, entre otros, de Pico della Mirândola (citado por Negri y Hardt en «Empire«).
La multitud, umbral problemático y horizonte insuperable de la filosofía política en el siglo XXI (por tanto, más rigurosamente conceptual, más «problematizante» que el concepto de «Común», fácil y rápidamente recapturado por la doxa antineoliberal vulgar). Pero esto no significa que el concepto sea teóricamente optimista: cuando la multitud se vuelve Uno, se convierte en populismo, cuando el miedo cambia de bando, se convierte en Estado, y la multitud puede incluso conducir al fascismo, cuando se convierte en policía (en este caso, en dos fases: primero, las singularidades devienen todo el mundo y luego todo el mundo se convierte en policía). Pero, para empezar, si hay capitalismo, si todavía funciona, habemus multitud, el concepto de clase está a la altura.
Definitivamente Toni no apreciaba el barroco. Era un temperamento de clasicismo meridiano, lo que explica, de hecho, parte del rotundo éxito de la colaboración con Michael Hardt. El encuentro con Hardt llevó a Negri a encontrarse a sí mismo, en el fluir de una prosa clara y precisa. Cuando una vez le confesé el sabor neobarroco de la situación posterior a junio (2013), me advirtió que el barroco era la exaltación del poder y la internalización de la crisis. Luego descubrí, en «Anomalía salvaje», que el paradigma de Toni era el siglo XVI holandés en detrimento del italiano, precisamente porque no conocía el barroco (como sabemos, es el siglo de Caravaggio, Bernini, Borromini, etc…).
En las Provincias Unidas en las que vivió Spinoza, la gran crisis de la época no fue internalizada en la forma de una teoría del poder y sus mediaciones trascendentes, como había ocurrido en la Roma barroca o, mucho más tarde, en el romanticismo alemán (internalización exasperada del poder. La Revolución Francesa). Toni no aceptó, por tanto, que la multitud pudiera calificarse de barroca, pues allí ya no existía. La multitud era de un clasicismo pleno y luminoso, igual que su Spinoza, su Marx o su Leopardi.
No tengo vergüenza de reconocer que Toni fue mi maestro, que supo impactarme como una novedad radical, que impactó en mis formas de pensar y de vivir. Para mí y para muchos otros. Como escribió Deleuze sobre Sartre, la generación que no tiene maestros es triste. Los nuestros han sido Negri, Graeber, Butler, Holloway… Correspondieron a la modernidad en la que llegaríamos a convertirnos y lograron construir un sentido en nuestros entusiasmos difusos, para que así pudiesen derramarse en el mundo, como praxis.
Traducción del portugués: Santiago Arcos-Halyburton
Bruno Cava es escritor y bloguero, investigador asociado en la Universidad Nômade. Publica en varios medios, entre otros The Guardian, Al Jazeera, Multitudes y Le Monde Diplomatique.