Hacia un institucionalismo salvaje (Parte-1)

De momento, quisiera tan sólo entender cómo pueden tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones soportar a veces a un solo tirano, que no dispone de más poder que el que se le otorga, que no tiene más poder para causar perjuicios que el que se quiera soportar y que no podría hacer daño alguno de no ser que se prefiera sufrir a contradecirlo. Es realmente sorprendente –y, sin embargo, tan corriente que deberíamos más bien deplorarlo que sorprendernos– ver cómo millones y millones de hombres son miserablemente sometidos y son juzgados, la cabeza gacha, a un deplorable yugo.

Étienne de la Boétie, El discurso de la servidumbre voluntaria 1

La ficción de la ley

Atendida en su forma inmediata, la pregunta de Étienne de la Boétie podría ser perfectamente reformulada así: ¿porqué los hombres, muchos hombres, casi todos, deciden obedecer a uno? La actualidad indesmentible de la pregunta, elaborada por un joven de la Boétie en 1577, consiste en aproximarse al fenómeno del poder de una manera diametralmente opuesta a como se aproximaría un teórico o un estudioso; para él, no se trata de describir el funcionamiento, las reglas o las normas que aseguran el vínculo de obediencia y subordinación, vínculo que asociamos con la soberanía, la legitimidad o la autoridad; sino, por el contrario, su pregunta apunta al carácter inverosímil de la dominación y la obediencia. Haber hecho posible esta pregunta como pregunta constituye, en sí mismo, un acto instituyente y radical, pues suspende la petitio principii de la autoridad, exponiéndola a la cuestión misma de su (falta de) fundamento. En efecto, la autoridad no podría exigir obediencia sin que ella fuese, desde antes, percibida como autoridad, ya sea como producto de la imposición (la fuerza), la convicción (la fe) o de la ley (la razón y la fuerza). Pero ¿qué le otorga a la autoridad su condición de autoridad?, ¿a qué tiempo inmemorial se refiere ese “antes” que hace posible la demanda de obediencia? El estatuto de ese tiempo inmemorial, de ese “antes”, es precisamente el núcleo de lo que podemos llamar “la ficción soberana”, y sería esa ficción la que queda expuesta con la pregunta formulada por de la Boétie. 

En otras palabras, la pregunta interroga la misma producción de una relación de sujeción legitimada, retro-proyectivamente, por una narrativa contractual que apela a un contrato social firmado in illo tempore; un tiempo inverosímil que se ubica justo antes del comienzo del tiempo histórico, haciéndolo posible como tiempo de la ley, del Estado y de la política 2. Nunca nadie asistió a ese momento inmemorial, pero es él el que determina la historicidad de la ley y del poder. Romper con esa determinación, con esa ficción, pareciera ser lo que el Discurso de la servidumbre voluntaria sutilmente siguiere como posibilidad de un institucionalismo radical o salvaje. Es más, de la Boétie anticipa el contractualismo hobbesiano y lo radicaliza, mostrando que la retirada del fundamento teológico del poder solo nos deja, como diría Lefort, con un vacío que la práctica instituyente de los hombres intentara suturar. El nombre de esa sutura, siempre momentánea, es, precisamente, política y no derecho 3. 

Dicho institucionalismo salvaje, por lo tanto, no implica la simple cancelación del orden, del Estado o de las instituciones, sino la historización radical de toda narrativa que funcione como ficción soberana de la autoridad, es decir, de toda narrativa que pretenda un acceso privilegiado a aquel “origen absoluto” e inverosímil que determina el recorte temporal en el que se inscribiría el tiempo de la historia y de la política. Tal institucionalismo, pensado en términos genealógicos, se opone a la filosofía normativa de la historia y del derecho preguntándose no por la verdad de ese pasado originario, sino por el pasado de nuestras verdades, para mostrarlas como lo que son: elaboraciones ficticias (aunque no falsas), prostéticas, que nos damos como leyes y normas, para con-vivir y ser en común. Este mismo institucionalismo, pensado ahora en términos políticos, se opone a la llamada indivisibilidad de la soberanía (la que necesita del “uno” como principio estructurador de la fuerza y del derecho, bajo las formas del substrato natural, del Dios, del sujeto o de la razón) 4, para pensar lo múltiple, lo singular-plural, como forma a-principial de un ser-en-común, de un comunismo sucio, mundano, exiliado de las formas mayúsculas de la Historia y la Redención 5. Sería precisamente ahí, en la convergencia entre genealogía y anarquía (ambas entendidas como derogación del archē o principio de autoridad) donde mejor se aprecia la relación constitutiva entre historicidad y democracia, la que no puede sino oponerse, permanentemente, a la ficción soberana convertida en dogma, herencia o tradición 6. Y sería ahí mismo donde la ley, el derecho, la Constitución y las instituciones se muestran como prótesis que suplementan la vida colectiva y que pueden ser potencialmente alteradas de acuerdo con las forma de ser en común. 

En este sentido, la pregunta del Discurso es, sin necesariamente proponérselo, la pregunta por el poder y su legitimidad, por la ficción de la soberanía, y por los límites de dicha ficción. Y su actualidad deriva de su extraordinaria pertinencia: ¿cómo es posible que los hombres, las mujeres, todos, todas y todes, no se rebelen contra un poder que no se cansa de exponer su falta final de fundamento y su arbitrariedad constitutiva? En efecto, más allá de que el Discurso se ha convertido en un texto importante para varias constelaciones de pensamiento radical 7, nos interesa retomar la simpleza abismal de su interrogación para pensar no solo la insubordinación creciente de las sociedades contemporáneas frente a la gobernabilidad neoliberal, sino, y atendiendo al caso chileno, para denunciar las diversas estratagemas de contención y subordinación con las que se pretende seguir manteniendo la servidumbre de la mayoría al servicio de una elite que no se cansa de ejercer una tiranía avalada en la expropiación de la política y del derecho para su propio beneficio. 

En última instancia, lo que está en juego con las recientes revueltas, en Chile y en el resto del mundo, pero también con los diversos mecanismos de neutralización y contención empleados por el Estado y los partidos políticos para contener su potencial instituyente, es precisamente el develamiento de la profunda crisis de autoridad de la gobernabilidad neoliberal; crisis que no por casualidad se expresa como necesidad de un nuevo pacto social. Las revueltas refutan el consentimiento espontáneo de la servidumbre voluntaria, profanan el carácter sagrado del vínculo que la autoridad pretende fundar en la Constitución, dejando abierta la pregunta por la forma misma de un nuevo contrato social, el que más allá de su condición jurídica, debería suponer una relación profana con la ley y su autoridad. 

En este ensayo, intentamos una lectura tanto de la crisis de la gobernabilidad neoliberal como de la singularidad de las revueltas chilenas, las que han sido capaces de poner en el centro del debate político nacional la necesidad de una nueva Constitución, más allá de las limitaciones jurídicas e institucionales que configuran en Chile una verdadera cultura juristocrática. Hacia el final de nuestra reflexión, intentamos un comentario crítico de lo que bien podría denominarse “un nuevo constitucionalismo espiritual” que, basado en un “criollismo tardío” y advertido de la “falta” estructural de programa en la administración neoliberal, pretende volver a pensar el sustrato profundo de la ley, recurriendo a una tradición de pensamiento nacional e identitario de carácter hermenéutico-cultural. No intentamos desacreditar ni denunciar ideológicamente dicho “constitucionalismo espiritual”, sino confrontarlo reflexivamente, siempre que en este se hacen explícitas las ambivalencias del pensamiento político contemporáneo.

Revueltas y crisis

Con la serie de protestas sociales que comenzaron el mes de octubre del año 2019, Chile ingresó en un proceso de cambio en el que todavía estamos domiciliados. El viernes 18 de octubre, los estudiantes secundarios se manifestaron contra la administración de Sebastián Piñera mediante la evasión del pasaje de metro, gatillando una nefasta reacción del gobierno que, escandalizado ante “tamaña fechoría”, decidió sacar el ejército a la calle, declarando un innecesario estado de emergencia que resultó absolutamente contraproducente. La presencia del ejército en la vida cívica rememoraba la excepcionalidad del año 2010, cuando la primera administración de Piñera no supo cómo responder a la crisis de abastecimiento generada por el terremoto del 27 de febrero de dicho año, teniendo que recurrir al ejército para frenar los desfalcos masivos de supermercados y proteger la propiedad privada y la seguridad pública (en ese mismo orden de prioridades). A pesar de que este recurso contemplado en la Constitución para situaciones extraordinarias se muestra como una herramienta habitual de las administraciones de derechas en momentos de crisis, La decisión de Piñera no pudo evitar reposicionar, en el golpeado imaginario nacional, la sospecha insuperable de la población civil con respecto a la institución castrense, vinculada con la violación sistemática de los derechos humanos y la suspensión de todas las garantías democráticas durante el régimen dictatorial de Augusto Pinochet.

En menos de una semana, las manifestaciones estudiantiles se habían convertido en una revuelta popular a nivel nacional, articulando el rechazo al alza de los pasajes del metro con el sostenido rechazo a la serie de abusos e injusticias que han caracterizado a la gobernabilidad neoliberal desde su violenta instauración, bajo el régimen dictatorial: desfalco y colusión empresarial para el manejo de precios; corrupción y financiamiento secreto de los partidos políticos; acuerdos palaciegos para frenar procesos de democratización y mantener el sistema electoral anti-democrático; institucionalización del robo y la expoliación gracias a los sistemas de pensiones y de salud vigentes; la “ejemplar” ley de pesca que sanciona un reparto del mar entre los mismos grupos económicos que se han adueñado sistemáticamente del país; la impunidad notoria para los criminales condenados después de la dictadura; el carácter selectivo de la justicia y las diferencias de penas o castigos según el estatus socio-económico de los inculpados; el alza sostenida del costo de la vida gracias una política de impuestos orientada a gravar el consumo y no la riqueza; la precarización constante de las condiciones de trabajo mediante la perpetuación de un código laboral basado en criterios de flexibilidad y sub-contratación; el crecimiento sostenido de la deuda privada como mecanismo de contención del descontento social; el fracaso notorio de la “movilidad social” como resultado de un sistema educacional privatizado y orientado al lucro; etc 8. Todos estos fenómenos pueden ser vistos como los síntomas más evidentes de una crisis sostenida de la gobernabilidad neoliberal que hasta hoy persevera, de espaldas al pueblo, apelando a múltiples mecanismos anti-democráticos. Las revueltas, empero, han dejado claro que la gobernabilidad neoliberal carece de toda compostura y no puede limitar su insaciable apetito, a pesar de que es ella misma la que esta devastando al país, cuestión que expone a sus ideólogos y funcionarios políticos a una pérdida generalizada de legitimidad, acompañada por un cinismo casi criminal que la aleja del viejo proyecto conservador de la derecha histórica chilena 9. 

Esta crisis de gobernabilidad, en efecto, no es solo el resultado de los abusos institucionalizados en el estado de derecho, sino que, más allá de las especificidades del caso nacional, habría que considerar la situación chilena en el contexto de las revueltas sociales que desde comienzos del año 2018 han venido ocurriendo en Medio Oriente, Europa, y en otros países latinoamericanos. En este sentido, no estamos ante lo que los sociólogos suelen llamar una “crisis de legitimidad” acotada al Estado nacional y sus órdenes institucionales, sino que estamos frente a una crisis tendencial y constitutiva de la acumulación capitalista desregulada y flexible, que ya no opera según los criterios de estabilidad que definían el patrón de acumulación vinculado con el predomino del Estado nacional como marco soberano y regulativo de los mercados. En tal caso, la precarización de la vida, la híper-explotación del trabajo y la devastación de los recursos naturales (características del llamado “consenso de las mercancías”), no son ni fenómenos puntuales o pasajeros, ni se explican por problemas técnicos de implementación o “malas” políticas públicas, sino que responden a la condición axiomática e impredecible de la llamada economía globalizada. Las revueltas chilenas se inscriben entonces en un deterioro progresivo de la gobernabilidad neoliberal que, orientada a la intensificación de los procesos de acumulación, no pareciera tener como límite el viejo horizonte reformista burgués relativo al Estado de derecho 11.

Tampoco debemos  descontextualizar las revueltas inauguradas en octubre del 2019, como si se tratara de un fenómeno puntual o espontáneo, pues estas luchas estudiantiles y populares se inscriben en una serie de reacciones contra la gobernabilidad neoliberal desencadenadas desde fines del siglo pasado, cuestión patente en los diversos ciclos de protestas estudiantiles (desde las movilizaciones contra la “racionalización” implementada por Federici en la Universidad de Chile, el año 1987, hasta las manifestaciones del 2006 denominadas “La revolución de los pingüinos”; incluyendo el masivo movimiento del 2011 y las más cercanas manifestaciones feministas del 2018), y en las jornadas de protestas populares, como aquellas de los años 1982-1986 (que produjeron la crisis del mando dictatorial, para ser luego disciplinadas por la retórica transicional), hasta los levantamientos sectoriales (vivienda, profesores, salud, empelados públicos) y regionales (Calama, Aysén, Lota, Coronel. etc.) de las últimas décadas. En este contexto histórico, podemos comprender las revueltas (chilenas e internacionales) como manifestaciones de una crisis de la gobernabilidad neoliberal producida por la misma intensificación de los procesos de extracción y acumulación que definen al neoliberalismo. La consecuencia fundamental de esta crisis tendencial y constitutiva es el agotamiento del imaginario político y jurídico moderno, cuestión que nos demanda una nueva imaginación instituyente capaz de producir nuevas prótesis institucionales para un mundo cuya complejidad ha desbordado las hormas tradicionales definidas por la arquitectura política moderna (Estado, nación, Constitución, clase, sujeto, representación, ideología, hegemonía, etc.). 

A esto se debe, sin duda, el que las diversas protestas y manifestaciones populares de estos últimos años no se agoten ni reduzcan a simples reivindicaciones económicas puntuales o demandas identitarias de reconocimiento. Por el contrario, dado el nivel de frustración social con respecto a las gestiones gubernamentales de los dos bloques de poder que se han turnado en el gobierno durante los últimos treinta años 12, estas manifestaciones pueden ser asociadas con un proceso destituyente y radical que tiene como finalidad, paradójicamente, la de darse a sí mismo una nueva Constitución 13. En efecto, más allá de la aparente contradicción entre el carácter destituyente de las revueltas y sus aspiraciones a una nueva Constitución, lo que resulta relevante en el caso chileno es el hecho de que la misma posibilidad de una nueva Constitución exige la destitución de un modelo duopólico y juristocrático, consagrado en la Constitución vigente desde 1980, su sistema electoral y su sistema de partidos, los que han resultado cruciales en la prolongación de la administración dictatorial en tiempos de gobierno civil. En otras palabras, haber hecho patente la necesidad, inverosímil y compleja, de una nueva Constitución, ajustada a las condiciones materiales y demográficas efectivas de la sociedad chilena, lejos de ser parte de un reformismo jurídico convencional, representa el horizonte más radical del proceso destituyente en curso, y constituye su objetivo inaplazable. Todo esto, siempre y cuando la lucha por una nueva Constitución no se reduzca a la producción de un nuevo pacto jurídico a cargo de expertos y funcionarios, sino que en ella se exprese la incongruencia constitutiva entre las formas de vida realmente existentes en el territorio y los modelos identitarios e ideológicos que el derecho impone sobre lo social 14. 

En este sentido, más allá de las intenciones, a esta altura nefastas, de la administración de Piñera y de los partidos políticos de gobierno y oposición por desechar el debate constituyente, parece muy poco probable que la discusión sobre esta nueva Constitución pueda aplazarse de manera definitiva, a pesar del manejo oportunista de la actual crisis sanitaria abierta con la propagación del Covid-19 y la obvia instrumentalización de dicha crisis por parte del gobierno, que ha utilizado una retórica inmunitaria para suspender no solo la conformación de los procesos constituyentes necesarios para una nueva Constitución, sino que ha aprovechado la ocasión para desmovilizar a la sociedad civil, desactivar las persistentes protestas sociales, criminalizar la participación ciudadana e imponer un ilegítimo plebiscito (relativo a la necesidad o no del cambio constitucional), plebiscito que ha sido, a su vez, postergado, en nombre del mismo “bienestar” ciudadano 15.

Efectivamente, los argumentos relativos al virus y su propagación han neutralizado, en los meses de marzo, abril y lo que va de mayo, los procesos políticos de democratización, pero no han cristalizado en una política coherente de gobierno frente a la situación de potencial contagio masivo, pues sin esconder su ambivalencia y oportunismo, la actual administración afirma, por un lado, la prohibición de las manifestaciones políticas, mientras que, por otro lado, llama a restablecer la normalidad del ‘desarrollo económico’. Poco podemos esperar de esta falta de política coherente en un país caracterizado por la crudeza de sus inviernos, la precariedad de la infraestructura de salud pública y la negligencia criminal de sus autoridades sectoriales. No obstante, el ciclo de revueltas inaugurado en octubre del 2019 ha dejado claro que la gobernabilidad neoliberal chilena carece no solo de legitimidad, sino de programa e imaginación política, mostrándose como lo que siempre fue, una prolongación civil de la gobernabilidad militar. Ninguno de los bloques constituidos en torno al duopolio electoral tiene realmente algo que ofrecer frente a esta crisis, que lejos de ser una crisis convencional, se muestra como el agotamiento del aparato total del desarrollismo neoliberal contemporáneo 16.

Es aquí, en este contexto de desarticulación y agotamiento, donde nos atrevemos a afirmar que el debate sobre la nueva Constitución constituye el horizonte irrenunciable para una política democrática capaz de articular la convergencia entre la historicidad de las revueltas y la anarquía de la ley, cuestión que hemos referido mediante la apelación a un institucionalismo salvaje que le restituye a todos el poder y la potencia de hacer la ley y de imaginar un mundo mejor. El gobierno lo intuye e intenta neutralizarlo mediante el uso de la fuerza, movilizando el ejército bajo el pretexto del orden y la seguridad, pero orden y seguridad no son categorías neutras, representan la imagen ideológicamente invertida de la destrucción capitalista contemporánea. 

 1. 2008, páginas 45-46.

 2. Sería desde ese tiempo del “después” producido por la postulación hipotética de un “antes”, desde donde hacemos la experiencia de la ley como si siempre estuviésemos ante ella, en la media en que ella está ya ahí, antes que nosotros. Más allá de la serie de referencias contemporáneas, véase el famoso relato de Kafka, “Ante la ley” (1999) como parábola de esta auto-fundamentación del derecho moderno.

3. Claude Lefort, La invención democrática, 1996.

 4. Reiner Schürmann, El principio de anarquía, 2017.

 5. Nancy, Ser singular-plural, 2006; Carlos Casanova, Comunismo de los sentidos, 2017.

 6. La cuestión de la historia, como relato y reconstrucción, pero también en relación con la cuestión más compleja de la historicidad está en el centro de la problematización de la soberanía. Más allá de la crítica de los usos de la historia (Nietzsche), interesa pensar cómo, aún cuando la cuestión de la historicidad parece estar en el centro de las preocupaciones heideggerianas relativas a la destrucción de la metafísica, en la medida en que dicha destrucción depende todavía de una determinada “historia del ser”, sigue presa de una inadvertida complicidad o co-pertenencia ontológica entre soberanía, decisión y auto-referencialidad (el autos de la autarquía). Es esto precisamente lo que Derrida interroga en la destrucción heideggeriana de la metafísica, y lo que le sirve de hilo conductor para interrogar la misma cuestión de la soberanía en el pensamiento contemporáneo. Jacques Derrida, La bestia y el soberano, 2010.  

7. Entre las que destaca aquella que va desde Claude Lefort y Cornelius Castoriadis hasta Pierre Clastres y Miguel Abensour, para no mencionar la estrecha relación que la pregunta misma tiene con la llamada “hipótesis represiva”, aquella que, desde Wilhelm Reich hasta Michel Foucault, interroga el cómo y el porqué de la complicidad de los hombres con su propia dominación.

8 Más allá de los informes del PNUD y de varios otros organismos nacionales e internacionales, véase esta serie acotada de trabajos informativos: de María Olivia Mönckeberg, El saqueo de los grupos económicos al Estado de Chile, 2015. También de ella, La máquina para defraudar: Los casos Penta y Soquimich, 2015. De Ernesto Carmona Ulloa, Los dueños de Chile, 2002. De Daniel Matamala, Poderoso caballero. El peso del dinero en la política chilena, 2015. Y de Hugo Fazio, Mapa actual de la extrema riqueza en Chile, 1997; y su más reciente volumen, Los mecanismos fraudulentos de hacer fortuna: Mapa de la extrema riqueza, 2015.

9 Este es, por supuesto, el reclamo del mismo Mario Góngora contra la dictadura y su disolución del Estado nacional soberano (Ensayo histórico sobre la noción de estado en Chile, 1986), eje de una tradición conservadora que tiene como horizonte la imbricación soberana entre Estado y nación, territorio e identidad. La desregulación o desmontaje del contrato social nacional ejercido por la instauración, manu militari, del neoliberalismo en tiempos dictatoriales, sería lo que nos permite comprender, a su vez, el pasaje desde el moderno empresario de tipo weberiano (sacrificial y ahorrativo), al nuevo businessman, orientado a la ganancia y la gratificación, y abocado ya no a un proyecto de desarrollo nacional, sino a la ubicua especulación financiera. Entender esta transición en el mismo proceso de acumulación permite comprender el carácter estructural de la llamada corrupción empresarial en Chile, ya no como producto de una falla moral o de carácter, sino como efecto de una liberalización general de la misma acumulación.  Véase también el ensayo más comprensivo sobre la crisis de la derecha de Hugo Herrera, La derecha en la crisis del Bicentenario, 2014, que dio paso a un debate acotado, pero que merece ser revisado.

10 Maristella Svampa, “‘Consenso de los Commodities’ y lenguajes de valoración en América Latina”, 2013.

11. Conclusión a la que llega, entre otros, Thomas Piketty (El capital en el siglo XXI, 2014), a partir de constatar como la brecha salarial, el aumento de las desigualdades sociales, la sostenida pauperización de la población y la tendencia creciente a la concentración de la propiedad y de la riqueza en pocas manos, junto con la mínima movilidad social y la falta creciente de políticas públicas en áreas tales como la educación, la salud, los recursos naturales, etc., nos llevan a indicadores socio-económicos similares a aquellos que, desde fines del siglo XIX y comienzos del XX, derivaron en la emergencia de la llamada cuestión social y, eventualmente, en la revolución y las guerras. Más que progresar, el capitalismo intensifica sus procesos de devastación.

12. Por un lado, La Concertación de Partidos por la Democracia, que luego se cambió el nombre a Nueva Mayoría; por otro lado, La alianza por Chile que también se cambió el nombre a Chile vamos. Ambos conglomerados han configurado el llamado duopolio nacional, el que se turna en el poder administrando más o menos la misma agenda social y bajo el  mismo marco jurídico y constitucional.

13. En efecto, las revueltas pueden ser leídas como una verdadera irrupción demótica, en el sentido en que Rancière piensa la lógica de la política como forma del desacuerdo y como suspensión del consentimiento espontáneo al poder (El desacuerdo. Filosofía y política, 1996), y, en ese sentido, no como expresiones de una voluntad programática o de clase, al modo de una práctica política organizada estratégicamente (Furio Jesi, Spartakus, 2015), sino como respuestas existenciales ante la amenaza creciente y radical del poder devastador contemporáneo (Giorgio Agamben, “Para una teoría de la potencia destituyente”, 2017). Lo que está en juego en las revueltas, en otras palabras, no se reduce ni a reivindicaciones económicas puntuales ni a reformas políticas, sino que se trata de la destitución de los elementos constitutivos de la dominación contemporánea que amenazan con devastar formas completas de vida.

14. En efecto, no basta con la apelación genérica a la idea de “pueblo” para dar cuenta de la heterogeneidad material de lo social: ¿cómo pensar una Constitución abierta a los derechos de los inmigrantes, de las minorías étnicas y sexuales, etc.?, ¿cómo pensar lo popular más allá de los modelos ideológicos de identidad nacional y su organización hegemónica en torno al Estado? Estas preguntas deberían hacer temblar nuestras nociones de identidad y pertenencia, de comunidad y nación, de política y estrategia.

15. Entre las múltiples referencias a la problemática biopolítica abierta por Michel Foucault y la definición del poder como capacidad de hacer vivir, más que de dejar morir, referimos acá el panorámico y esclarecedor trabajo de Roberto Esposito, Inmunitas. Protección y negación de la vida, 2005.

16. El actual debate en torno al posible retiro del 10% desde los fondos previsionales no solo ha generado una desvergonzada campaña de amedrentamiento, desde el ejecutivo, incluyendo a la derecha en pleno, los empresarios y los administradores de las AFP, los que incluso han mandado cartas amenazantes a sus cotizantes, sino que ha develado la fragilidad del desarrollo chileno. Recordemos solo tres cosas relativas a este sistema: 1) que se impuso durante el gobierno dictatorial y en base a mentiras. 2) Que falla en la actualidad porque perpetua un reparto desigual y genera o intensifica la miseria de los jubilados. 3) Que es esencialmente una estrategia de apropiación de recursos individuales para ser capitalizados corporativamente, con reparto restringido de beneficios, cuestión que explica porqué las fuerzas armadas y carabineros fueron estratégicamente derivados hacia sistemas más equitativos. Después de todo, el pacto dictatorial y su infinita prolongación post-dictatorial descansa, en última instancia, en la posibilidad de hacer uso efectivo de los aparatos represivos para mantener sus tasas de acumulación y ganancia. El sistema previsional, en este sentido, no es solo el orgullo de José Piñera, sino el fetiche que oculta la verdad del golpe, a saber: la de haber usado el ejército no para extirpar el cáncer marxista –esa fue la excusa—, sino para favorecer un proceso rigurosamente diseñado de reconcentración de la propiedad, el poder y la riqueza, en manos de una elite financiera que, en estos últimos 50 años, no solo se lleva el salario difícilmente ganado de los trabajadores, y no solo lo usa para especular en la bolsa o en los mercados de valores internacionales, sino que ha usado y usa este dinero para financiar y solventar el aparato bancario y especulativo con el que esta misma derecha neoliberal chilena juega a hacerse la liberal y emprendedora, pero con plata ajena. El robo y la negligencia criminal de políticos y empresarios, secundados por la indignidad de todos los uniformados, están inscritos en el corazón de la democracia nacional que no es sino un cerrojo de captura que tiene atrapado a sus ciudadanos en una narrativa que nadie comparte, pero que se sostiene con el poder y la fuerza. No olvidemos que los mismos miembros del  gobierno o dl parlamento, se turnan también como miembros de las mesas directivas de las AFP, de las mesas directivas de los bancos y de las mesas directivas de los medios de comunicación y prensa. 

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