Sergio Villalobos-Ruminott
Parte 2
Juristocracia
La juristocracia es el resultado de la consolidación de una cultura institucional y política, basada en un mecanismo constitucional y jurídico en el que las demandas sociales son neutralizadas y diferidas por una burocracia institucional que no responde a los criterios tradicionales de legitimidad, sino a una lógica auto-referencial de perpetuación. Esta auto-referencialidad de las instituciones termina por subsumir la misma actividad política y convertirla en simple administración. Más allá del horizonte weberiano-habermasiano relativo al derecho y al orden burocrático como forma de racionalización y de colonización del mundo de la vida, nos interesa reparar acá en el análisis del constitucionalismo contemporáneo desarrollado por Ran Hirschl, quien, revisando los casos de Canadá, Israel, Nueva Zelanda, Sudáfrica, cuestiona el aparente carácter progresista de la llamada juridización de los derechos sociales; es decir, cuestiona la incorporación de las demandas sociales al interior del marco jurídico constitucional que rige a cada país, precisamente porque dicho ‘reconocimiento’ jurídico funciona también como dilación de tales demandas 1. En este sentido, lo que podría ser perfectamente pensado como un progreso de la ley en términos de derechos sociales, tiende a mostrarse como una forma de contención y de neutralización de las luchas sociales que al ser traducidas al marco jurídico burocrático vigente en cada país, quedan en suspenso, pues el tiempo burocrático del orden institucional y de la Constitución difiere substantivamente del tiempo de la política, entendida como algo más que una mera representación parlamentaria.
Hirschl inscribe su análisis en el horizonte del constitucionalismo desarrollado desde la Segunda Guerra Mundial, caracterizado por un presidencialismo anti-garantista y restrictivo, que terminó por acoplarse flexiblemente con los procesos de liberalización económica, hasta los primeros años del siglo XXI, momento en que una serie de reformas constitucionales y procesos constituyentes debieron ser puestos en práctica, para ajustar los ordenes institucionales tradicionales a las nuevas lógicas abiertas con el proceso de globalización. Sin embargo, dicha globalización, genéricamente descrita como integración económica y socio-cultural, en rigor fue propulsada por una serie de procesos históricos bastante complejos, partiendo por la cancelación de los Acuerdos de Bretton Woods, y la liberalización del dólar, hasta la serie de transiciones de los años 1990 que comenzaron con la caída del mundo socialista y los procesos de democratización y pacificación en Europa del Este y América Latina.
En este contexto, la pacificación de las guerras civiles en Centroamérica y las transiciones a la democracia en el Cono Sur, fueron posibles gracias, en cierta medida, a la firma de un nuevo pacto social sobre las ruinas del anterior, destruido por la violencia militar. Esa fue la función de los Informes de Derechos Humanos en la región, pues su promesa de justicia y esclarecimiento permitió, al menos a nivel simbólico, realizar el duelo por las pérdidas y abrirse a la posibilidad de elaborar un nuevo pacto social. Los límites irremediables de estos Informes, la incapacidad institucional para cumplir las demandas de justicia y reparación (en lo que se dio en llamar “democracias tuteladas”), la persistencia de grupos de poder capaces de evitar el nuevo marco jurídico y las mismas demandas provenientes de los procesos de acumulación intensificados por el neoliberalismo, eufóricamente abrazado por la mayoría de los gobiernos regionales hacia fines del siglo XX, determinó en muchos casos, la emergencia de procesos de movilización social que terminaron en la elaboración de nuevas constituciones (Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia, etc.) y en la configuración de una serie de gobiernos auto-declarados como post-neoliberales, asociados con la llamada Marea Rosada latinoamericana. La mayoría de estos nuevos gobiernos fueron, sin embargo, recientemente desplazados por una re-articulación de la derecha latinoamericana, la que ahora complementa las intensificadas demandas del neoliberalismo con una retórica identitaria y ultra-conservadora, irracional e incluso salvífica 2.
En Chile, por otro lado, la “reconfiguración” de una cultura juristocrática ya en los años 1980, permitió no solo la perpetuación de la Constitución instaurada dicho año, sino que también hizo posible el aplazamiento infinito de las demandas de justicia, mientras los gobiernos de turno coincidían en profundizar el neoliberalismo 3. Para entender el alcance y la profundidad de la cultura política e institucional juristocrática chilena debemos atender a los procesos históricos que definen su actualidad, desde el golpe como interrupción del gobierno de Salvador Allende, el último gobierno perteneciente a la historia y al proyecto del Estado nacional y sus esfuerzos de realización; pasando por la brutal implementación del neoliberalismo, en los años inmediatamente posteriores al golpe, incluyendo la imposición fraudulenta de la Constitución de 1980; hasta la expropiación de la agencia política democrática de los movimientos sociales anti-dictatoriales (los que durante los años 1980s habían logrado producir una crisis en el mando dictatorial), expropiación llevada a cabo por la reconfiguración del sistema de partidos políticos, regulados por la constitución del 80 y su ley electoral, desde el año 1986 en adelante. De todo esto resultó una transición pactada a la democracia que dejó fuera de las negociaciones a la sociedad civil, articulada a la nueva política chilena mediante el mecanismo de la promesa y del reparto.
En efecto, la juristocracia chilena está marcada por una tradición constitucionalista fuerte, brutalmente derogada y reconstituida en el régimen militar. Por supuesto, no podemos desplegar acá el argumento en su totalidad 4, pero es posible afirmar que el golpe cancela la historia republicana nacional, permite la implementación del neoliberalismo bajo condiciones dictatoriales, lo que implica, a su vez, que la dictadura no tuvo solo una función represiva relativa al containment del comunismo, sino una dimensión productiva, relativa al rediseño de la sociedad chilena, nunca más conciliable con su “supuesta” tradición republicana 5. En última instancia, el golpe y el rediseño que le acompañó, trajo consigo una nueva concentración del poder, de la riqueza y de la propiedad en una nueva clase o sector dominante que ya no respondía a la clase dominante tradicional, en sus versiones mercantilistas o latifundistas. Este nuevo sector dominante, él mismo desterritorializado y ajeno a los criterios distintivos de la hegemonía tradicional, inscrita en el marco del Estado nacional, fue capaz de protegerse no solo manu militari, sino mediante mecanismos persuasivos y juristocráticos que han permitido la reproducción del modelo, sin grandes alteraciones, durante los treinta años posteriores al régimen dictatorial.
La constitución de 1980, su trasfondo patrimonialista y retardatario, las premisas políticas y técnicas para la reforma electoral, la misma configuración del sistema de partidos políticos y del sistema electoral ampliado, basado en un criterio de proporcionalidad anti-democrático (que niega, en el fondo, la voluntad popular); sistema que termina por fomentar la formación de un duopolio en torno al poder del Estado, son, más allá de las prácticas de corrupción y de financiamiento ilegal de la política, las instancias distintivas de la trampa soberana o juristocrática nacional. De ahí entonces que la propuesta de cambio constitucional levantada por las revueltas nacionales no sea bien recibida ni por los partidos en el gobierno ni por aquellos que ocupan, al menos simbólicamente, el lugar de la oposición. Cualquier cambio a este sistema juristocrático pone en cuestión lógicas clientelares ya naturalizadas, altera el reparto acotado del poder y afecta el equilibrio entre los grupos económicos dueños de Chile y un sistema político que se da, como función prioritaria, la intensificación del modelo económico, la neutralización de las luchas y revueltas sociales y la protección de los procesos de acumulación de una elite que no puede ser confundida con la representación moderna de las burguesías nacionales.
El análisis de la constitución de 1980 elaborado por Renato Cristi y Pablo Ruiz Tagle, junto a la caracterización de la agenda ideológica de su forjador, Jaime Guzmán, son bastante claros al respecto 6. Pero la verdadera herencia dictatorial no está solo en el modelo económico ni en la Constitución, sino en la transformación radical de la práctica política, la que, bajo el duopolio, aparece monopolizada por partidos burocratizados que no pueden sino cumplir el temprano (1911) vaticinio de Robert Michels relativo a ‘la ley de hierro de la oligarquía’, es decir, a la tendencia inevitable de los partidos políticos electorales a constituir una cultura oligárquica interna y de espaldas a la sociedad civil, en el contexto de las democracias liberales occidentales 7.
Es esto lo que explica la conducta aparentemente negligente de la oposición y la falta de voluntad política para apoyar las recientes revueltas sociales, complicitando con el secuestro institucional de la política y con su reclusión a las instancias de una democracia subsumida a los imperativos del capital. A esto mismo se debe, por supuesto, la generalizada criminalización de las prácticas democráticas, asambleístas y constituyentes por parte de un establishment comprometido con la gobernabilidad neoliberal, y el consecuente avance de iniciativas de pacificación a espaldas del pueblo. Y es precisamente en este contexto donde habría que leer la continuidad histórica entre el famoso “Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia”, firmado por 11 partidos políticos de oposición al régimen de Pinochet, el 25 de agosto de 1985, acuerdo que dio paso a la infinita transición pactada, y que terminó por desactivar las revueltas populares de ese entonces, inscribiendo su intempestiva temporalidad en el tiempo burocrático de los acuerdos y las transacciones oficiales, y el reciente (y rimbombante) “Gran acuerdo nacional para la paz social y una nueva constitución”, firmado otra vez a espaldas de los movimientos sociales, por un congreso que sesionó en pleno durante la noche del 15 de noviembre del 2019, y que luego se presentó como fin de las revueltas y triunfo de la democracia chilena.
De todas maneras, esta caracterización de la juristocracia nacional no estaría completa sino consideráramos el rol fundamental que cumplieron las ciencias sociales en esta revolución neoliberal. Tanto la economía, que pretenciosamente se auto-definió como “ingeniería comercial”, como la sociología, que abandonando sus agendas críticas del pasado, adquirió nuevas credenciales públicas (después de la censura dictatorial) a partir de convertir sus categorías hermenéuticas en conceptos agrupados por una teleología menor relativa a la transición democrática nacional. El papel de la economía y su funcionalización neoliberal ha sido bastante estudiado, aunque eso no afecte en lo más mínimo el credo cotidiano de las elites políticas, educacionales y económicas de Chile. El papel de la sociología convertida en transitología todavía merece, sobre todo ahora, una nueva mención.
En efecto, si el pensamiento social clásico comprendía la forma en que los hombres, fruto de su vida colectiva, eran capaces de otorgarse leyes para ir regulando su propia convivencia. Esa comprensión le permitía pensar la lógica de la política como una lógica capaz de auto-instituir un orden, respecto del cual, las normas y leyes que los hombres se daban, no eran sino el producto de un momento instituyente, momento artificioso que no hace sino suplementar las lógicas del poder con la proposición prostética de una segunda naturaleza, una naturaleza artificial pero no falsa, en la que descansa un contrato social tácito, ya mucho antes de la ley y de la constitución. De una u otra forma, ese pensamiento social compartía con el institucionalismo salvaje la idea de que las leyes son inventos o artificios que los hombres se dan para contrarrestar el hecho de haber sido abandonados por Dios. En la ausencia de una causa primera, de un principio regulativo o de un telos definitivo, los hombres habitan el mundo, anárquicamente, pero esa anarquía nada tiene que ver con las caricaturas conservadoras sobre el anarquismo histórico, pues se refiere a la falta de archē como condición de posibilidad para la misma invención democrática, como afirmaba el ya mencionado Claude Lefort (La invención democrática).
Pero, ¿porqué nos interesa esto?, porque lo que este pensamiento social propone no es sino la posibilidad auto-instituyente como posibilidad de darse, de manera inmanente o indeterminada, un orden social. Frente al fárrago de los acontecimientos, frente a la “anarquía” de las fuerzas, este institucionalismo salvaje postula una normatividad emergida no desde la voluntad individual y “racional” de cada uno, sino del común de la vida colectiva, esto es, desde una eticidad inter-subjetiva, para tomar esta cara noción hegeliana, que antecede, en su constitución común, a la misma narrativa genética, individualista y racional del derecho moderno. En vez de pensar esto, las sociologías transitológicas, se abocaron a pensar las claves normativas de un nuevo orden gubernamental (Tironi, Garretón), cuando no, simplemente a darle la bienvenida a una esquiva modernidad neoliberal (Brunner). En efecto, estas transitologías complementaron la herencia juristocrática de la dictadura al preferir pensar las claves institucionales del pacto transicional en vez de abocarse al proceso instituyente que el fin de la dictadura prometía y que sigue pendiente, respirando en el corazón de las revueltas sociales. A su vez, incapaces de pensar la historicidad de estas revueltas, las sociologías transitológicas volvieron a poner de moda el arsenal de una secreta criminología social, para la que el carácter de la multitud, la irracionalidad de los reventones históricos, o la anomia de las prácticas sociales eran evidentes, pues permitían confirmar teórica y “científicamente” la misma criminalización inmunitaria del pueblo, llevada a cabo, históricamente, por lo diversos actores institucionales que han configurado la anatomía del duopolio chileno.
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1 Toward Juristocracy. The Origins and Consequences of New Constitutionalism, 2004. Tomamos de este trabajo la noción de juristocracia, pero para pensarla en términos más amplios, relativos a la configuración de una cultura institucional y no solo como efecto de una ‘constitucionalización’ de las demandas sociales. A la vez, la juristocracia no está pensada acá como efecto de una tendencia inherente en la modernidad occidental hacia la racionalización (propia del horizonte weberiano-habermasiano), sino como efecto de un diseño político programático, relativo a las metamorfosis históricas de la soberanía.
2. En efecto, si la gobernabilidad neoliberal, siempre más preocupada de la desregulación y de la flexibilidad de los procesos de acumulación, parece carecer de una propuesta substantiva de sociedad, estas nuevas derechas se muestran como ultra-neoliberales en lo económico, pero recuperan una agenda valórica relativa a un integrismo moral que se centra, otra vez, en la familia hetero-patriarcal, la identidad cultural y nacional y la mediación comunitaria y religiosa como esenciales contra un mundo desterritorializado que es presentado como caótico y sin sentido. Las retóricas de Donald Trump y Jair Bolsonaro son ejemplares, aunque el avance de grupos religiosos protestantes, junto a la misma orientación conservadora de la Iglesia Católica (como reacción a la Teología de la liberación), se han hecho sentir en América Latina desde mucho antes.
3. Pensada en el largo plazo histórico, la juristocracia chilena no responde solo a su eventual refundación bajo dictadura, sino que compete a la totalidad de la historia moderna del país, al menos, desde la constitución del llamado orden portaliano, que marcó los límites de la política oficial desde el siglo XIX y que pesa, tan fuertemente, en el imaginario restaurador de Góngora y del nuevo constitucionalismo chileno.
4. Permítasenos referir acá Soberanías en suspenso. Imaginación y violencia en América Latina, 2013.
5. Véase Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle, La república en Chile, 2007.
6. Véase de Renato Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán, 2011.
7. Political Parties, 1962.