Sergio Villalobos-Ruminott
Parte 3
Republicanismo plebeyo
Considerando todos estos elementos, procedemos ahora a concluir nuestra intervención de manera programática, reiterando que la potencia destituyente expresada por las revueltas sociales chilenas ha llegado felizmente a formular, como reivindicación central, la necesidad de una nueva Constitución. Lejos de reducir esta demanda a una nueva estrategia juristocrática o de conformarnos con un reformismo jurídico que intenta solo cambiar el instrumento de la dominación, sostenemos que el debate en torno al actual proceso constituyente fue inaugurado no por la buena voluntad del gobierno ni por el llamado de los partidos políticos de oposición, sino por la decisión de insubordinación que define a los participantes de las revueltas. Y es esta insubordinación la que marca el tiempo de una política libre de las amarras juristocráticas que siguen limitando la “ejemplar” democracia chilena. Pero, pensar el estatuto de esta nueva Constitución requiere no solo desmarcarnos de la juristocracia chilena y sus modalidades institucionales y transitológicas, sino también cuestionar los límites del derecho constitucional contemporáneo, desde una concepción salvaje de las instituciones y anárquica de la democracia.
La primera condición para una discusión propiamente democrática en torno al proceso constituyente es la renuncia a los lenguajes técnicos y a la auto-asignada autoridad de los expertos, en relación con el proceso jurídico e institucional relativo tanto a la Asamblea Constituyente, los plebiscitos que la acompañan, la redacción de la Constitución, como al sistema electoral utilizado para la elección de los delegados a dicha Asamblea y, por supuesto, el proceso relativo a su proclamación definitiva. Sin embargo, este cuestionamiento del carácter restrictivo de los lenguajes jurídicos y técnicos no solo apunta a la cuestión formal de los procesos técnicos, sino al mismo estatuto del derecho en las sociedades tardo-capitalistas. En otras palabras, el cuestionamiento de los criterios jurídicos y burocráticos del derecho constitucional no se reduce a una simple observación sobre el carácter restrictivo de sus nomenclaturas, sino que apunta a la misma cuestión de las pretensiones hermenéuticas de verdad histórica que sindican a los juristas como intelectuales referenciales y a la Constitución como encarnación final del espíritu de los pueblos. Se trata de cuestionar tanto el fundamento jurídico de la Constitución, entendido como resultado lógico de un debate “racional”, “verdadero” e, incluso, “científico”, sin dejar de cuestionar, a la misma vez, el auto-posicionamiento de los juristas y expertos como vanguardia del proceso instituyente. Lo que las revueltas han dejado claro es que nadie emancipa a nadie y que toda pretensión vanguardista restituye las dinámicas de la diferenciación y de la experticia. Contra ellas, solo cabe apelar a lo que Jacques Rancière ha llamado un comunismo de las inteligencias, para el que la igualdad no es el resultado sino la condición misma de la política 1.
En este sentido, es necesario atender al límite del derecho constitucional y del constitucionalismo contemporáneo, en cualquiera de sus modalidades. Se trata de cuestionar su “incapacidad” para pensar la forma-ley y la operación efectiva del derecho, la que descansa en un principio de optimización de la vida y del orden, y en un presupuesto evolucionista o historicista de comprensión que lo abastece y lo dinamiza. En tal caso, la crítica del derecho debe atender a 1) los presupuestos ontológicos del fundamento normativo con el que se realiza el diseño de sociedad implícito en el marco constitucional. 2) Los presupuestos antropológicos de su concepción subjetiva del orden y de la acción con arreglo a normas, pues la ontología jurídica del orden supone una antropología filosófica suplementaria, una determinada imagen del hombre y de la sociedad en la que se sigue expresando la sobredeterminación utilitaria y maximizadora (el criterio de costo versus beneficios) que caracterizó al primer liberalismo, agudizada ahora por la masificación del presupuesto neoliberal del homo economicus. 3) Los presupuestos procedimentales de su puesta en escena como Constitución y como derecho. La crítica de la onto-teología del derecho incluye la crítica de su antropología filosófica (relativa al humanismo, al patriarcalismo y al especismo) y la crítica de sus instanciaciones efectivas (democracias liberales). De esta manera, un cuestionamiento de la forma-ley y de la operación efectiva del derecho implica también un cuestionamiento de la auto-comprensión de las democracias liberales como resultado lógico y óptimo de la historia (del fin de la historia). Pensar la condición an-árquica de la “ontología” jurídica, supone también pensar más allá del principio subjetivo estructurante del derecho y de la política, abriendo la posibilidad de un nuevo pensamiento de la democracia por venir, de la democracia que no ha tenido lugar, más allá de las nociones catedralicias de pertenencia, autoctonía, ciudadanía e identidad nacional.
En efecto, instalar el debate en este horizonte nos permite, paralelamente, entender el derecho como una ficción que olvida su origen hipotético y que oculta dicho origen en una operación reconstructiva que pasa por distanciarse a sí mismo (demarcación) de la ficción y la especulación, de la literatura y de la filosofía, mientras que le delega a la filosofía el campo de la especulación y a la literatura el campo de la ficción. Por el contrario, la misma Constitución debe ser evidenciada como una novela que olvida su condición ficcional, pretendiendo ser la encarnación de un orden histórico del Ser o de una disposición transcendental de la naturaleza humana. En otras palabras, la novela, al igual que la Constitución, está tramada por la postulación de una posibilidad de vida en común, cuya regulación es inmanente a sí misma, y no viene dada por ninguna autoridad transhistórica. El llamado comunismo profano o sucio del que hemos hablado antes, reposa entonces en la condición salvaje de un constitucionalismo novelado, ficcional, que no reconoce dioses ni criterios trascendentales y que el derecho se encarga siempre de denunciar, mostrando la ficción literaria como impura y contaminada: ficción e imaginación manchadas por un deseo irracional, por un averroísmo soterrado. El derecho emprende así una lucha monoteísta contra la multiplicidad de las potencias, denunciándolas en su no saber, restituyéndolas al esquema archeo-teleológico de la deuda y de la culpa.
A su vez, y para darle a este horizonte un cierto aterrizaje en nuestra situación actual, sostenemos que es aquí donde cabría preguntarse por los debates internos al constitucionalismo latinoamericano contemporáneo. Dicho esquemáticamente, este constitucionalismo está dividido entre 1) los defensores de una “necesidad constituyente” que empoderando al ejecutivo, le dan atribuciones correctivas para, dentro de la Constitución, acabar con las evidentes injusticias sociales (se suele identificar los casos de Ecuador, Bolivia y Venezuela con este tipo de constitucionalismo) y se suele contra-argumentar que dichas atribuciones terminarían por arruinar el mismo marco institucional, haciéndolo derivar en un caudillismo de nuevo tipo, o en un populismo constitucional y descarado 2. Y, 2) el constitucionalismo liberal, que se sometería a la lógica representativa, limitando al ejecutivo y respetando a las minorías, manteniendo siempre la pureza del fundamento jurídico sin contaminarla con demandas sociales (un constitucionalismo surgido de la apropiación neoconservadora de Hannah Arendt, por ejemplo, o el llamado constitucionalismo procedimental). Un caso extremo de este último tipo sería el llamado constitucionalismo del miedo 3, cuyo ejemplo central sería la Constitución chilena de 1980, surgida como reacción a la Reforma Agraria entendida como afrenta y derogación del derecho “fundamental” a la propiedad privada.
En este contexto, los defensores de la Constitución chilena de 1980 ya no tienen mucho margen de argumentación, en la medida en que la tendencia general del constitucionalismo contemporáneo se debate entre aquellos que afirman la fuerza constituyente delegada en el poder ejecutivo (un presidencialismo fuerte, pero regulado por asambleas constituyentes periódicas), y un constitucionalismo liberal-democrático, tensado por la actual e innegable crisis de legitimación y por la necesidad de hacer coherente el marco constitucional con el desarrollo del derecho internacional 4, y superar la corrupción estructural que se sigue de la llamada “reproducción de las elites”. De hecho, el análisis crítico de la Constitución de 1980 y de sus fundamentos ideológicos y doctrinarios, entre Opus Dei y neoliberalismo à la Friedman, en la constitución del Estado subsidiario chileno 5, deja claro el carácter auto-proclamado, ilegítimo y anti-democrático de dicha Constitución, la que solo se sostiene por la fuerza y el pacto juristocrático del establishment, al que hay que agregar el monopolio criminal de los medios de comunicación en manos de los grupos económicos dominantes en el país, y su respectivo papel performativo en el diseño de los debates políticos y públicos.
Por supuesto, el consenso, más o menos establecido, más o menos tácito, respecto al carácter anacrónico e ilegítimo de la Constitución de 1980, recién abre el debate, y es ahí, en este “nuevo” debate, donde habría que entender cómo una parte de la derecha, atemorizada por el constitucionalismo constituyente, intenta pensar esta nueva Constitución según una hermenéutica cultural definida por valores históricamente constituidos en la tradición del pensamiento nacional. Esta forma de criollismo tardío intenta pensar la Constitución como arte de la comprensión del espíritu profundo de un Pueblo, entendiendo al Pueblo de manera substancial y ontológicamente especificable. Es en este ámbito donde habría que disputarle el terreno al constitucionalismo espiritual chileno, que busca en la tradición del ensayismo de vocación estatal (desde Francisco Antonio Encina hasta Mario Góngora, pasando por los Edwards) y en el ejemplo fetichizado de la Constitución de 1925, una alternativa a la Constitución de 1980, la que para esta misma derecha sensata, habría perdido toda posibilidad en la medida en que su absoluta falta de legitimidad se hace cada vez más evidente 6. En este sentido, el recambio interino al constitucionalismo de derecha pasa por una recuperación de la legitimidad jurídica y política que apela a la vinculación entre Pueblo (mestizo y criollo) y Territorio, es decir, pasa por una modulación de la soberanía como horizonte irrenunciable de la política, y de la política como una práctica hermenéutica de interpretación de las profundas pulsiones del Pueblo (y del carácter nacional). No se trata, como se ve, de un constitucionalismo reaccionario o simplemente conservador, sino de una hermenéutica cultural y substancialista que restituye una topología logocéntrica que le asigna a la política la tarea de interpretación de la historia, pero de una historia entendida onto-teológicamente, como despliegue de una cierta identidad cultural y como destino de la nación 7.
Es esto lo que hay que confrontar, el alma bella que, entretenida con el paisajismo descriptivo y psicologizante del ensayismo conservador, redescubre el fundamento de la ley en el espíritu de un pueblo constituido por la singularidad histórica de su propia formación mestiza. Este criollismo tardío también ha caracterizado a las estrategias hegemónicas de la izquierda contemporánea, la que, sin poder pensar en la historicidad misma de las revueltas, las devuelve a la lógica de articulación de las diferencias, a la configuración de un bloque popular contra el poder, y a la sutura de sus diferencias en la configuración molar de una identidad nacional y popular. Todos terminan en el mismo lugar: nacionales y populares, hijos menores de un hegelianismo de derecha.
De todo lo anterior se sigue entonces la necesidad de insistir en lo siguiente: de no mediar una crítica de los mojones teológico-jurídicos y espirituales que abastecen el debate jurídico constitucional chileno, el constitucionalismo chileno terminará cumpliendo la función que históricamente ha cumplido y que comparte con los discursos sociológicos de la transición, es decir, terminará por favorecer un secuestro juristocrático de la democracia, aludiendo a la necesidad del equilibrio y de la gobernabilidad, sin reparar en que esa gobernabilidad remite a la aporética constitución del derecho moderno, que consiste en la división de los derechos políticos y los derechos privados (como decía Marx, los derechos del hombre abstracto) 8.
Casi nunca en la historia, ni en América Latina ni en Chile, hemos tenido la posibilidad de un verdadero debate constituyente, de una práctica mediada por una asamblea constituyente y efectiva, sino que, por el contrario, la corta pero abundante historia constitucional del país y del continente, muestra claramente como los diseños constitucionales implementados una y otra vez han sido desarrollados desde la imposición de los criterios de una elite criolla, que se turna entre un polo libre-cambista y un polo ultramontano, católico y quasi-monárquico. Ni el federalismo ni el republicanismo han sido posibles sin ser inmediatamente subsumidos a las dinámicas librecambistas y patrimonialistas de una clase dominante que entiende el derecho, la política y la misma Constitución, como herramientas al servicio de su dominación. Frente a este esquema juristocrático, ya sea que hablemos de los defensores de la Constitución de 1980 o de la derecha espiritual que quiere volver a la Constitución de 1925, o que sigue pensando la Constitución como emanación del espíritu del Pueblo (tal y como este Pueblo aparece en el ensayismo de factura gongorina), habría que oponer las potencias imaginativas de la ficción. Es decir, frente al ensayo de orientación estatal, habría que pensar en una cierta literatura menor como puesta en escena de los pueblos bárbaros y sus vidas mínimas. En efecto, no se trata de oponer al ensayismo identitario una hermenéutica literaria (pues ese fue el proyecto fundacional de la república criolla latinoamericana), sino de mostrar la ficción literaria como subversión de toda hermenéutica espiritual: leer dicha novelística menor en la potencialidad de su imaginación profana implica no solo abrirse a la política imaginal de lo literario, sino a la condición ficcional del derecho. Nada de romanticismo entonces, sino la simple constatación de una imaginación monstruosa que podemos percibir, a simple vista, desde José Santos Gonzáles Vera hasta Manuel Rojas, desde Carlos Droguett, hasta las andanzas del Cristo del Elqui, o la novelística reciente de Diamela Eltit y las crónicas de Pedro Lemebel. Se trata de la puesta en escena de un pueblo mínimo, heteróclito, irrepresentable e irreducible a una imagen única y coherente. Esto, por supuesto demanda otra relación con la literatura, más allá de su subordinación a los procesos de formación nacional, su reducción a la condición de alegoría identitaria o su instrumentalización pedagógica por parte del Estado, se trata de abrirse a una literatura menor y profana para la que no hay ni nunca hubo “un pueblo”, ni menos “el Pueblo”, sino una hidra de muchas cabezas, un monstruo intempestivo, pasajero, múltiple 9.
Estas son, finalmente, solo algunas de las dimensiones relevantes que hay que mantener presentes a la hora de pensar en un proceso constituyente. Por de pronto, lo más importante es insistir en la necesidad de una asamblea representativa, democrática y abierta, es decir, de una verdadera asamblea constituyente, para hacer frente a las medidas e intensiones limitativas del gobierno y de la oposición con respecto a la posibilidad de un nuevo acuerdo constitucional en el país. Pero, en forma paralela a esta lucha concreta, hay que anticipar el debate con la derecha espiritual que propone una Constitución basada en las particularidades del carácter nacional. Lo que resulta ralamente peligroso de este desplazamiento es que, como tal, solo puede existir al interior de la derecha porque la crisis de la gobernabilidad neoliberal se hace cada vez más indesmentible. En efecto, el neoliberalismo no tiene una propuesta nacional, no le compete entreverarse con una referencialidad nómica adscrita al patrón de acumulación previo, es, como fuerza desterritorializadora, un permanente proceso de abrogación de la soberanía nacional en función de favorecer la soberanía del capital. Sería precisamente esa carencia de “política pública” efectiva, que constituye uno de sus aspectos distintivos, lo que ahora, en plena crisis, se muestra como un defecto mayor, si asumimos que la crisis de gobernabilidad abierta con las protestas implica, precisamente, un quiebre de la débil interpelación neoliberal y sus promesas. ¿Cómo salir de este entuerto? Para la derecha espiritual, la salida radica en la recuperación no solo del modelo constitucional del 1925, como ya señalamos, sino en la restitución del vínculo hermenéutico entre el pueblo y la ley, cuestión que supone, de acuerdo con el inteligente ensayo de Herrera (El octubre chileno), recuperar lo mejor del ensayismo nacional abocado a pensar la psicología del roto, pues en esa tradición se hayan las claves para recuperar un proyecto de nación en tiempos de globalización y crisis.
Contra esta recaída en el horizonte pre-hegeliano de la ley como encarnación romántica del espíritu del pueblo, pero también contra las lógicas del management neoliberal, el debate político debe atender al carácter profano de un institucionalismo salvaje que está basado en la condición inminente e inmanente de la revuelta, y no en la encarnación de una voluntad soberana o de una estrategia programática emanada desde una política identitaria (de clases, de géneros o cualquier otra). Se trata de pensar la condición múltiple y heterogénea, sucia y profana, de un comunismo que remite al pueblo no como substancia sino como acontecimiento: como el acontecimiento de la libertad en cuanto capacidad de auto-institución que desborda, dada sus mismas condiciones históricas y materiales, las lógicas de la interpelación y de la articulación hegemónica inscritas en la promesa incierta e infinitamente aplazada del Estado nacional. Ni populismo ni espiritualismo, el institucionalismo salvaje es una suspensión de la transferencia, una cancelación de la deuda, una desarticulación de su trampa juristocrática, una insubordinación, como decíamos, de la servidumbre voluntaria, que no está relacionada con un gran evento en el porvenir, sino con los eventos mínimos y cotidianos de aquellos que ocupando las calles deciden habitar el mundo según relaciones que están más allá de la ley, des-inscribiéndose y de-sujetándose del mandato de la autoridad, practicando una anarquía de lo sentidos orientada al comunismo sucio de un mundo fraternal que está en ciernes en la inmundicia actual 10.
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1. “Communism without Communism?”, 2010.
2. Véase Viciano y Martínez Dalmau, “¿Se puede hablar de un Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano como corriente doctrinal sistematizada?”, 2010.
3. Cristi, Ruiz-Tagle, El constitucionalismo del miedo, 2014.
4. Roberto Gargarella, La sala de máquinas de la Constitución, 2015.
5. Los ya citados Cristi y Ruiz Tagle, La república en Chile, 2006; y, Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán, 2011.
6. Arturo Fontaine, Hugo E. Herrera, et al., 1925, Continuidad republicana y legitimidad constitucional: una propuesta, 2018.
7. Hugo E. Herrera, Octubre en Chile. Acontecimiento y comprensión política: hacia un republicanismo popular, 2019.
8. Karl Marx, La cuestión judía, 1992.
9. Véase de Eliseo Lara Órdenes, Narradores y anarquistas, 2014. Georges Didi-Huberman, Pueblos expuestos, pueblos figurantes, 2014.
10. Más allá de la habitual referencia a Políticas de la amistad (1998) de Jacques Derrida, véase también de Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, 2000.
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